10

La muchacha tenía el pelo revuelto. Su cara estaba tumefacta y llena de arañazos, y una rodilla le sangraba por habérsela herido al tropezar con un saliente de acero.

Un agudo dolor le atenazaba el costado.

Pero aún así seguía corriendo.

En el cielo brillaba una luna romántica y la noche estaba poblada de sombras confusas.

¿Cuándo había vadeado el río? ¿Aquella misma noche o la anterior? ¿En qué lugar se hallaba? Imposible saberlo.

A su derecha, y más allá de una franja de asfalto vacía, pudo ver una valla de tela metálica cuyo final se perdía en la distancia. En un espacio más próximo se aglomeraban caballitos y tiovivos. Era la guardería infantil de una zona industrial. Tal vez Stoneham o Sunrise.

Posiblemente su hijo se encontraba allí.

Torció hacia la izquierda, apartándose de la valla para entrar en la negra profundidad abierta entre los edificios. De pronto vio bloqueado su camino por una empalizada. Retrocedió. Quizá fuera posible encontrar una salida por la parte del río.

¡Si pudiera descansar unos momentos!

Un sobresalto la paralizó. Alguien se movía en las sombras, frente a ella. Ahogó un grito de terror.

¡El Vigilante!

Su corazón latió acelerado, golpeándole el pecho con fuerza. Volvió a la empalizada y se agarró a las nudosas tablas, rompiéndose las uñas al clavarlas en ellas. Pero la barrera era demasiado alta.

Por unos momentos… ¿o acaso fueran siglos? se esforzó, tensando sus músculos para intentar izarse por las tablas; pero en vano. Estaba al cabo de sus fuerzas. De pronto, algo pareció romperse en su interior y cayó exánime al pie de la barrera.

Replegada sobre sí misma, miró la flor negra marcada en el centro de su mano derecha. Solamente unos días antes su color era rojo como la sangre, tan vivo como el azul eléctrico de siete años atrás, o el amarillo solar de los otros siete que le precedieron. Un color para cada siete años de su vida. Ahora, al cumplir los veintiuno, la flor era de un negro siniestro. Un negro de noche. Un negro de muerte.

La figura humana avanzaba hacia ella con pasos lentos, sobre el asfalto iluminado por la luna. La muchacha no levantó la mirada sino que siguió contemplando su mano, donde estaban escritos su pasado y su futuro, sus días y sus noches, sus temores y sus esperanzas.

¿Por qué había creído en la existencia del Santuario? ¿Por qué abrigó un propósito tan descabellado e inalcanzable? ¿Por qué no había imitado a los demás, resignándose al Sueño?

La oscura forma vestida de negro se encontraba ante ella; pero no quiso mirarla. Ni tampoco le imploró compasión porque hubiera sido de todo punto innecesario.

Prefirió imaginarse en una situación distinta, en un mundo asimismo distinto.

No se encontraba allí, ni era un ser perseguido y fuera de la ley, un ser presa de la vergüenza y el terror, sino que se encontraba en el Santuario… en una amplísima pradera sobre la que soplaba una tenue brisa, junto a un fresco arroyo de aguas plateadas… un mundo en donde el tiempo no existía.

Pero ¿por qué su mano trataba de asir, bajo las desgarradas ropas, el puñal vibrador que ocultaba entre ellas? ¿Por qué aquel frenético deseo de hundir su hoja estremecida entre los huesos del pecho hasta alcanzar el corazón? ¿Por qué?

Vio el movimiento ascendente del Arma.

El instante final había llegado.

Vio los destellos que la luz de la luna arrancaba al cañón azulado.

Vio el rostro pálido y tenso del Vigilante, y sus pupilas por encima del arma, y el blancor de sus dedos sobre el disparador.

Se oyó una sorda, explosión.

Tal fue el último ruido que percibieron sus oídos.

Su última sensación fue la de un dolor atroz, conforme el proyectil la alcanzaba, desgarrando, quemando, deshaciendo su cuerpo.

Logan sentíase fatigado, pero el hombrecillo continuaba hablando sin parar.

—Ya sabes lo que ocurre, ciudadano —decía—. Nadie cree haberlo disfrutado todo: los viajes, las chicas… la vida, en fin. Y yo no soy diferente a los demás. Me gustaría vivir hasta los veinticinco, o los treinta… Pero no ocurrirá. Ahora bien, acepto mi destino. No me quejo ni hago reproches. Mi existencia ha sido de lo más agradable. Disfruté lo que debía y nadie podrá decir que Sawyer es un llorón.

Hablaba con calor. Porque así no tenía necesidad de pensar. Logan había conocido a otros muchos que se portaban de idéntico modo en el Ultimo Día, tratando de pasar lo mejor posible las horas finales.

—¿Sabes lo que voy a hacer? —preguntó mientras la flor roja impresa en su mano parpadeaba volviéndose negra y luego roja otra vez.

Pero no esperó la respuesta sino que continuó hablando con rapidez, contando a Logan sus proyectos.

En la Sede del Cuartel General de los Vigilantes Logan se había puesto un traje gris. Se preguntó si el hombrecillo le hablaría de aquel modo si le viera vestido de negro. Probablemente sí. Porque Sawyer era, sin duda, una de esas personas que vivían su existencia sin preocuparse del Sueño o de la amenaza del Arma. Lo que le parecía muy bien. Muy propio de un buen ciudadano, de los que contribuían a que el mundo siguiera un curso estable.

—… y me iré a la «Casa de Cristal» de Castlemont y haré que me traigan a las tres chicas más guapas que tengan. Una rubia… ya sabes, de ojos azules y pelo azul muy claro. Otra tendrá el pelo negro y corto, y la tercera, la piel dorada y suave. Tres bellezas. Tengo entendido que están dispuestas a cualquier cosa cuando llegas al Día Final.

El hombre se miró la palma de la mano. La flor continuaba cambiando de color, alternando entre el negro y el rojo.

—¿Te has preguntado alguna vez si el Pensador puede cometer errores, como uno de nosotros? Porque, la verdad, no me parece haber cumplido veintiún años. Creo que llegué a los catorce hace cinco o cosa así. Lo que significa que sólo tengo diecinueve. —Dijo estas últimas palabras sin convicción alguna—. Recuerdo bien el día en que cumplí los catorce y mi flor cambió de color. Estaba en el Japón, y era la primera vez que veía el Fujiyama. ¡Maravillosa montaña! Y muy sugerente. ¿La has visto tú?

Logan hizo una señal de asentimiento.

—Recuerdo muy bien aquel día. No debe hacer más de cinco años… o tal vez seis. ¿Crees a la Máquina capaz de equivocarse?

Logan no quería pensar en los años transcurridos, desde que cumplió catorce. Últimamente rehusaba semejante reflexión. Su flor seguía siendo de un rojo brillante; pero…

—No —repuso Sawyer contestando su propia pregunta—. La Máquina no puede equivocarse. —Permaneció en silencio largo rato y luego prosiguió—: Creo que tengo algo de miedo.

La flor de su mano seguía cambiando del rojo al negro y de éste al rojo.

—Son muchos los que lo tienen —comentó Logan.

—Pero no tanto como yo —dijo el hombre tragando saliva y levantando la mano—. Ahora bien; no te confundas, ciudadano. No soy cobarde ni pienso echar a correr. Tengo mi orgullo. La norma es perfecta; estoy seguro. La tierra no podría sustentar a tanta gente. Hay que obrar así para que la población no aumente en demasía… Siempre fui leal y no voy a cambiar en el último instante.

Los dos permanecieron sentados, en silencio, mientras la pista deslizante los llevaba a través del complejo de tres millas.

El hombrecillo habló de nuevo:

—¿Crees que ese proyectil es tan… tan terrible como dicen?

—Sí —repuso Logan—. Creo que sí.

—Lo que más me intriga es el modo en que le acierta a la víctima apenas disparado. Cómo se dirige al calor del cuerpo y abrasa en poco tiempo el sistema nervioso. Dicen que no deja un solo nervio sano.

Logan no contestó.

La cara del hombrecillo estaba gris. Un músculo le tembló en la mejilla. Tragó saliva y dijo:

—Bueno.

Respiró hondo y su cara recobró un poco de color.

—Desde luego, es necesario —continuó—. Porque si no existieran los Vigilantes ni los proyectiles, habría demasiada gente. Y ello resultaría un problema. El perseguido merece su suerte. La verdad es que no tendríamos que huir. Las Casas para el Sueño no son tan malas, después de todo. Cuando tenía doce años yo y un amigo visitamos una en París. Era un lugar limpio y bonito. No estaba mal.

Logan pensó en las Casas para el Sueño y en sus interiores bellamente decorados; en los ayudantes con sus bonitos trajes de color claro; en los coros angélicos controlados electrónicamente; en los pulverizadores de líquido narcótico, que eliminaban la expresión de sufrimiento reemplazándola por una alegre sonrisa. Evocó el tranquilo y silencioso recinto de las tumbas con su luz difusa, y sus estanterías de aluminio sobre las que se alineaban las cajas de lámina de acero, cada una con el nombre y el número del cuerpo que contenía.

—No —admitió Logan—. No están tan mal.

Sawyer continuó expresando sus reflexiones en voz alta.

—Muchas veces pienso en esos Vigilantes. Yo nunca podría hacer lo que ellos hacen. Y no es que defienda a los fugitivos. Porque, son una plaga. Una auténtica plaga. Sin embargo, ¿cómo es posible disparar un proyectil que...?

—Yo me quedo aquí —le interrumpió Logan.

Y salió de la pista deslizante.

Estaba irritado consigo mismo porque, en realidad, no vivía allí, sino que su unidad domiciliaria se encontraba una milla más lejos. Pero la constante charla de aquel hombre había acabado con su paciencia. Desde luego, conocía bien el sector, puesto que un año antes había perseguido por allí a un hombre; un fugitivo llamado Nathan. Pero prefería no pensar en ello.

Empezó a caminar lentamente por la arteria.

Frente a él se elevaba la Casa de las Joyas. Se detuvo para observar el enorme mural que daba nombre a la estructura: un fantástico mosaico de enorme elevación, compuesto por fragmentos de cristal flamígero que representaban el Incendio de Washington. Llamas rojas, purpúreas y naranja se entremezclaban en la fachada, mostrando cuerpos ardiendo y edificios derrumbándose, envueltos en humo. Pero la terrorífica obra maestra estaba inacabada. En algunos lugares aparecían huecos oscuros que rompían la unidad del conjunto. El famoso muralista Roebler 7, único capaz de manejar el cristal corrosivo, se había llevado su secreto a la tumba el día en que aceptó el Sueño. Por tal causa, la obra nunca quedaría finalizada. Debajo mismo del mural había un hombre con un letrero al cuello. Logan se estremeció. El hombre tendría unos quince años. Sus facciones eran redondeadas y feminoides y sus ojos enormes expresaban profunda tristeza. Una leve y plateada barba le cubría el mentón y el pelo le llegaba hasta los hombros. El letrero contenía esta sola palabra: ¡huye! Permanecía sentado, inmóvil en mitad del paso, rodeado por unos cuantos iracundos ciudadanos. Uno de ellos le escupió.

—¡Puerco!

—¡Asqueroso!

—¡Cobarde!

El hombre sonreía con paciencia, haciendo frente a sus hostigadores y entregándoles unas hojitas del montón que tenía en el regazo.

—¡Es indignante! —exclamó una mujer gorda, agitando la hojita—. ¡Va contra la ley!

Cuando Logan se acercó al grupo, el hombre le ofreció también una de las hojitas. La tomó, y pudo leer:

¡NO ACEPTÉIS EL SUEÑO! ¡HUID!

CUANTOS MÁS FUGITIVOS HAYA

MENOR SERÁ EL NÚMERO DE LOS PERSEGUIDORES.

MENOR SERÁ EL NÚMERO DE LOS VIGILANTES.

ESTÁ ESCRITO QUE LA VIDA DE UN HOMBRE ES DE.

TRES VECES VEINTE AÑOS, MÁS DIEZ.

¡SETENTA AÑOS!

NO OS CONFORMÉIS CON VEINTIUNO.

¡HUID! ¡NO ACEPTÉIS EL SUEÑO!

Un vehículo de la policía descendió sin ruido hasta el borde de la calzada. Logan vio cómo dos agentes vestidos con uniforme color limón se apeaban y acercábanse al hombre. Éste no intentó escapar y ambos se lo llevaron sin más dificultades.

El vehículo reemprendió su marcha, perdiéndose en las tinieblas del cielo.

Una mujer próxima a Logan hizo chasquear la lengua.

—Es el tercer maníaco que detienen en lo que va de mes. Parecen formar parte de una organización. ¡Es terrible!

Una muchacha que lucía finísimas medias verdes dejó la puerta en que se apoyaba y se puso a andar junto a Logan. Pero éste no le hizo el menor caso. La oscuridad se había acentuado y en el cielo brillaban algunas estrellas. Se oyó el zumbido de un enfriador del aire.

Logan se detuvo para mirar una pantalla con imagen en tres dimensiones. Estaban dando las noticias.

La pantalla ocupaba la fachada del edificio «Noticiario T. D.». Una figura bien conocida, de cien metros de altura, adoptó forma corpórea al tiempo que sonreía cordialmente a la muchedumbre. El locutor vestía un traje de cuero tan ajustado que semejaba una segunda piel. Tenía unos ojos gigantescos, claros y de expresión ingenua.

—Buenas noches, ciudadanos —dijo—. Aquí Madison 24 con las últimas noticias. Ha habido algún disturbio. Dos pandillas se han peleado en la plataforma de un tren cerca de Stafford Hights, resultando dos muertos y catorce heridos, entre ellos tres gitanos. La policía ha iniciado sus pesquisas y se efectuarán algunas detenciones. —La inmensa figura guardó silencio unos segundos como para dar más realce a sus palabras y en seguida continuó—: Harry 7, asesino de tres personas fue detenido a primeras horas de hoy en el complejo «Trankas». Se invitó a sus amigos para que lo vieran partir en el «Coche del Infierno». Pero no se presentó ninguno. ¡Ninguno! —La gigantesca faz adoptó un aire ceñudo—. ¿Qué os parece, ciudadanos? Por mi parte creo poder asegurar que somos un pueblo amante de la ley y el orden, y que nos avergonzamos de quienes pretenden huir y de los que asesinan al prójimo, aparte de…

Logan dejó de escucharle. Se había dado cuenta de que la muchacha estaba a su lado.

—No es usted feliz —dijo ella—. Nunca me equivoco. Tengo un sexto sentido que me advierte cuando alguien no se siente a gusto. —Los ojos le brillaron con intensidad—. Los hombres como usted me dan lástima.

Colocó su delicada mano en la cintura de Logan haciendo una leve presión. Pero él se apartó y empezó a caminar con pasos cada vez más rápidos.

—¡Puedo hacerle feliz! —le llamó la muchacha. Y su voz adoptó un tono más y más familiar al repetir—: ¡Hacerle feliz!

¡Feliz! Logan dio vueltas en su cerebro a la palabra. La inquietud lo corroía. «No es posible comprar la felicidad», se dijo. ¿O estaba equivocado?

El centro narcotizador de Roeburt era uno de los mayores de la ciudad. Las drogas administradas por profesionales sumamente diestros en su oficio, no causaban adicción. Logan había probado varias, decidiendo que el E. L. era la que le producía un mayor sosiego. Tratábase de Espuma Lisérgica, derivación de la vieja fórmula del LSD,… perfeccionada más de siglo y medio antes. Tan sólo necesitaba sesenta segundos para invadir el sistema sanguíneo. Y en seguida aumentaba la consciencia en alto grado, produciendo el más profundo deleite artificial.

—Déme E. L. dijo al hombre vestido de blanco.

—¿Dosis?

—La corriente.

—Haga el favor de seguirme.

Lo condujo al Salón Azul, pequeño, forrado de tela en el que sobre el suelo pintado de azul había una mesa y una silla. Nada más.

Una mujer salía en aquel momento. Tenía la cara exangüe y los ojos vidriosos.

Logan tomó el frasco que le entregaba el empleado y se bebió su contenido.

—Que pase un rato agradable —le dijo el empleado en el momento de cerrar la puerta.

Logan se sentó en la silla, manteniendo cerrados los ojos durante un minuto, mientras el E. L. penetraba en su sangre. Luego se relajó y abrió los párpados.

Una claridad deslumbradora inundó el recinto. Logan comprendió que la experiencia no iba a resultar fácil.

«La ventana», pensó. «Tengo que acercarme a la ventana». Estaba abierta y se tiró por ella yendo a caer al exterior del complejo.

Un hombrecillo rechoncho lo recogió del suelo.

—¿Escapaba usted? Me parece muy bien —dijo.

—No me escapaba, sino que me he caído. Hay mucha diferencia —explicó haciendo esfuerzos para que el otro le comprendiera—. Me he caído por la ventana. ¡Me he caído! ¿Está claro?

Se libró del importuno y echó a correr.

Circuló por entre galerías llenas de ruidos sibilantes. El mundo olía a polvo de estrellas, y un millón de voces entonaban la coda final de «Flor Negra».

El hombre pequeño y rechoncho lo tumbó de un puñetazo.

—Ya te tengo otra vez —dijo.

Pero Logan conservaba su Arma. No tenía por qué seguir soportando aquel castigo.

Apretó el disparador.

El mundo pareció estallar en torno suyo.

Cuando salía del edificio, el empleado le sonrió.

—Le ha hecho mucho efecto —dijo—. ¿Quiere otra dosis?

—No, gracias —respondió Logan, trasponiendo la puerta.

No había ganado nada con aquello.

Cuando llegaba al nivel superior de la vía aminoró el paso. Un grupo de muchachos se acercaba a él. Las palmas de sus manos brillaban como luciérnagas en la suave oscuridad. Al pasar a su lado oyó retazos de una airada discusión.

—Los Flores Rojas no se acuerdan de que nosotros tenemos también nuestros derechos.

—Valdría más que empezaran a…

Eran ecos de la Guerra Menor.

Logan continuó andando. Se acercaba a las luces multicolores que llenaban la fachada de una Casa de Cristal.

La enorme cúpula era de un blanco escarchado y las figuras que se movían en su interior percibíanse cual sombras confusas. Cuerpos desnudos se contorsionaban en el decorado del gran arco de entrada, y la escalera que llevaba al interior estaba iluminada por debajo.

PLACER, se leía en un peldaño.

SATISFACCIÓN, decía otro.

DELICIAS ESPECIALES, proclamaba un tercero.

Logan entró.

—Su felicidad es la nuestra —le susurró con acento mecánico una chica de pelo rubio como el lino, que estaba sentada a una mesa flotante y llevaba un vestido de tela roja transparente.

Logan puso la palma de su mano derecha sobre la mesa. Se oyó un leve chasquido. Más tarde pagaría lo que le correspondiera por la visita.

Entró en el recinto para hombres.

Todo exhalaba sexualidad. Había muchachas de las playas de Méjico y de California, doncellas japonesas de tímida mirada, jóvenes italianas de pupilas con brillo lunar, vivarachas irlandesas, delgadas mujeres de Calcuta, frías inglesas y exuberantes francesas. Se habían reunido allí porque se sentían solas, o porque estaban aburridas, y anhelaban una experiencia sexual; porque buscaban algo nuevo o querían escapar de lo ya conocido; o acaso por ningún motivo concreto, excepto que la Casa de Cristal estaba en aquel sitio para ser utilizada, y creían que el momento era oportuno para mezclarse con otras personas y buscar el amor entre las sombras. La gente con la que uno sueña nunca se hace realidad…

Una joven que llevaba una hoja de palmera se acercó a Logan con paso ondulante. Era euroasiática y contaría trece años, es decir, sólo uno desde que comenzara a ser mujer.

—Soy de las mejores —le dijo—. Ya verás qué habilidades tengo.

Pero Logan no le hizo caso. Se había fijado en otra, algo mayor, cuyo pelo rojo le caía hasta la mitad de la espalda. Su piel tenía una blancura de cisne y sus ojos de coral estaban sombreados por pestañas larguísimas.

—¡Eh, tú! —le dijo.

La chica se deslizó sobre el suelo. Un vestido fino como una nube le ondulaba a la espalda.

—No quiero —repuso riendo mientras cogía del brazo a una compañera de pelo rubio azulado.

Logan se irritó. Normalmente, aquello le hubiera excitado, pero ahora se sentía triste.

Hizo señas a otra mujer, una muchacha de miembros finos, facciones eslavas y amplias caderas. Ella sonrió cogiéndolo por la mano.

Tomaron un elevador, pasando planos sucesivos, hasta llegar a un salón de cristal y seguir por pasillos oscuros que los llevaron a una habitación asimismo de cristal.

La muchacha le dijo que se llamaba Karenya 3.

—Yo también soy un tres —explicó Logan.

—No hables —le rogó ella con acento febril—. ¿Por qué a los hombres os gusta tanto hablar?

Logan se sentó en la cama y empezó a desabrocharse la camisa. La chica estaba desnuda, luego de despojarse de un finísimo atavío de gasa.

«¿Cuántas veces habré venido a un lugar como éste?», se preguntó Logan. «¿A una casa tan vacía y tan transparente…?».

El cristal lo dominaba todo: las paredes, el techo y el suelo; la cama era de fibra de vidrio y lo mismo las mesas y las sillas. El edificio entero no era más que una inmensa burbuja diáfana en la que de vez en cuando brillaban, perforándolo, luces de diversos colores.

Cada habitación estaba equipada con un dispositivo que la iluminaba a intervalos discontinuos, siendo imposible saber en qué momento ocurriría. En el instante mismo del amor, la pareja podía verse envuelta en una catarata plateada o dorada; roja, amarilla, o verde. Las otras parejas situadas arriba, abajo y a los lados los observaban a través de las paredes, los techos o los suelos opalinos. Luego la luz se apagaba… para encenderse en otra habitación.

—Ven a acostarte —dijo la chica.

Logan se acomodó sobre el colchón de espuma de cristal. Ella le guió la mano y él se entregó por completo a sus encantos, acariciándola en la oscuridad.

—¡Mira! —exclamó ella de pronto.

En el plano situado más arriba, un hombre y una mujer se agitaban frenéticos, bañados en una claridad dorada. Luego todo se oscureció de nuevo.

La noche se había vuelto tenebrosa.

Logan y Karenya quedaron inundados por una luz de plata mientras sus brazos y sus piernas se entrelazaban. Sabían que eran observados con insistente curiosidad desde todos los ángulos.

Otra vez se hizo la oscuridad.

Las luces se encendían, se apagaban, resplandecían y se esfumaban en las eróticas profundidades de la cúpula.

Hasta que con la llegada del amanecer, la silueta de la Casa de Cristal se fue perfilando bajo el cielo.

El juego del amor se había acabado.

—Gracias por su visita. Le esperamos de nuevo —dijo la joven de pelo de lino y atavío transparente.

Logan salió sin responderle.

Tenía que reintegrarse a sus deberes. No había tiempo para dormir. Se dirigió a su unidad domiciliaría, y se tomó un «Detoxic» procurando que la dosis le inundara materialmente el sistema nervioso; pero no sintió el menor alivio. Tenía los párpados pesados, como si estuviesen llenos de arena, y le dolían los músculos. Desistió del preparado, y se fue al puesto de mando.

Al entrar vio que Francis ya se encontraba allí.

Su corpulento compañero sonrió.

—¡Vaya aspecto que tienes! —le dijo—. ¿Has pasado mala noche?

Él nunca se fatigaba de aquel modo. No se servía de estimulantes ni visitaba las Casas de Cristal. Y mucho menos cuando era preciso realizar algún trabajo. Francis tenía un temperamento frío y una mente muy clara. ¿Por qué no procuraba imitarle?

En realidad eran pocos los Vigilantes que poseyeran la habilidad y el entusiasmo de aquel hombre sin amigos y sin amantes, con un enorme y sobrio cuerpo de mantis y unos ojos negros como los de un gato. Preciso, implacable, inquietante. Tan sólo el Pensador sabía la cantidad de fugitivos a los que había matado Francis con su Arma letal.

«¿Qué pensará de mí?», se preguntó Logan. «Siempre esa sonrisa indiferente, esas observaciones sin importancia, ese hablar sin decir nada. Pero juzgándome hasta en mis más minúsculas reacciones».

El vestíbulo era amplio, frío y gris. Pero aún así, Logan sintió el calor de la transpiración bajo su traje, y las manos mojadas conforme caminaba.

Se dijo que volvería a sentirse bien en cuanto empuñara su Arma. Siempre ocurría igual. Dentro de unos momentos estaría otra vez enfrascado en la caza de alguien, en algún lugar de la ciudad, inmerso en un trabajo en el que ya llevaba tantos años.

Volvería a ser el de siempre.

Estaba llegando al final del vestíbulo. Los dos hombres se encontraban ante una lisa pared de metal.

—Identifíquese —ordenó una fría voz asimismo metálica.

Ambos apretaron la palma de su mano derecha contra la pared.

El panel se deslizó, dejando al descubierto un pequeño recinto revestido de terciopelo negro. Resplandeciendo contra el fondo oscuro de la tela destacaban los largos cañones de las Armas.

Tan sólo un Vigilante podía servirse de ellas. Cada una estaba registrada utilizando un código que se correspondía con el de la mano de su usuario, estallando si alguien distinto pretendía tocarla.

Logan alargó la diestra, oprimiendo una de las culatas de nácar antes de sacarla de su suave estuche. Comprobó la recámara; estaba cargada con seis proyectiles: intimidador, desgarrador, punzador, nitro, vapor y dirigido.

Al tomar el arma sintió la conocida sensación de poderío. La sostuvo unos momentos en el aire, viendo cómo la luz se deslizaba por su fino cañón plateado. Otras como ella, en tiempos pasados, habían mantenido la paz en ciudades como Abeline, Dodge o Fargo. Por aquel entonces se las llamó «revólveres» y tenían una recámara para seis balas de plomo. Ahora, siglos después, sus proyectiles eran mucho más destructores.

—Identifíquense —volvió a pedir la voz.

Hicieron caso omiso de aquella repetición errónea.

—Identifíquense, por favor.

De la Sección de Informes surgía un rumor confuso.

Todo chasqueaba, se estremecía y zumbaba mientras los aparatos codificaban, descifraban, ordenaban, sopesaban, procesaban, rellenaban o seguían pistas proporcionando impersonales datos a los Vigilantes que se movían ante un muro poblado de luces temblorosas como insectos.

Un operador levantó la mirada y los vio. Tenía un rostro frío y duro, de expresión reconcentrada. Tomó uno de los informes y se acercó a ellos.

—Tenemos problemas —dijo irritado—. Stanhope no puede hallar a Webster 16. Hay un fugitivo en Pavilion dirigiéndose al este.

Voces diversas se entremezclaban.

—Atención, Kelly 4. Vigilante en Morningside siete, doce.

—Atención Stanhope. Su hombre penetró en el laberinto.

—Evans 9. Confirme. Dirección seguida por el fugitivo es siete, cero, cuatro, Phoenix. Vehículo espera en Palisades. Confirme.

Logan echó una ojeada al tablero de alarma. Una luz se encendió en el tercer nivel, sector oriental.

—¿Quién se encarga de ése? —quiso saber.

—Tú —le respondieron—. Francis te cubre.

—De acuerdo —dijo Logan—. Denme datos.

—Nombre: Doyle 10-14302. Su flor se volvió negra a las cinco treinta y nueve. Es decir… —consultó un «Cron» de pared— hace dieciocho minutos. Se dirige hacia el este, atravesando el complejo. Hasta ahora evita la red viaria. Me parece que sabe que lo han visto desde la plataforma. Va hacia Arcade. Debe estar al corriente del trazado de las galerías. Los demás datos constan en el panel. Buena caza.

Logan empezó a trazar el circuito de alarma conforme empezaba a ser indicado en el cuadro. Una luz se encendió en el nivel cuarto, zona este. Alarma transmitida por un ciudadano. Tomó nota. Los ciudadanos cooperativos eran sus mejores aliados en casos como aquél. Otra luz en el nivel cinco. Logan esperó a que se encendiera una tercera luz, antes de abandonar la sección de emergencias.

En el Archivo Central oprimió el registro correspondiente a Doyle 10-14302. Por la ranura apareció la ficha del fugitivo: una foto en tres dimensiones, sus estadísticas vitales, esquemas complementarios, nombres de amigos y conocidos.

Comprobó los datos relativos a la flor de Doyle:

Amarilla, infancia. Desde nacimiento a los siete años: educación mecánica en Missouri. Ningún dato especial.

Azul, adolescencia. Siete a catorce. Normal. Vivió en doce estados distintos. Recorrió Europa. Ninguna detención.

Roja, madurez. Catorce a veintiuno. Rebelde. Detenido a los dieciséis por obstaculizar a un Vigilante cuando perseguía a fugitivo.

Emparejado con tres mujeres, una de ellas sospechosa de ayudar a fugitivos. Tiene hermana gemela, Jessica 6, cuyos informes son normales.

Logan estudió la foto de Doyle.

El perseguido era un hombre corpulento, de su misma estatura poco más o menos; pelo oscuro, cara enérgica, con mandíbula prominente y nariz recta. Tenía una ligera cicatriz sobre el ojo derecho. Lo reconocería en cuanto le echara la vista encima.

Se quitó del cinto el pequeño aparato detector y lo sincronizó con la flor de Doyle. Luego volvió a la sala de emergencias.

Una nueva luz en el tablero. Procedía de la parte superior del complejo.

Francis se había acercado a Logan.

—No es un fugitivo ordinario —le dijo—. Lo he estado siguiendo en el indicador. Sabe a dónde va y no comete errores. Llámame si me necesitas. Para eso cubro tu operación.

Logan hizo una señal de asentimiento. Se puso el Arma al cinto, comprobó el aparato detector y salió de la sección.

La caza había empezado.

Logan dejó la pista rodante en la arteria principal. Su presa había emergido de un elevador público. Por su parte, Doyle vio también el uniforme negro y se apresuró a desaparecer entre la muchedumbre. Pero Logan le seguía de cerca y se encontró próximo a él cuando la concurrencia se hizo menos densa. Seguía yendo hacia el este… hacia la Arcade.

Si lograba meterse en aquel complicado centro del placer le sería difícil localizarlo. Logan trató de interponerse en su camino, pero el otro cambió de dirección y abordó un deslizador. Bien. Bajaba a plena marcha, pero no había cuidado. Podía correr cuanto quisiera.

Logan observó el desplazamiento de su presa mediante el Detector en el que una tenue línea de lucecitas iba indicando sus posiciones.

Había llegado el momento de acercarse a él de nuevo.

En las alturas de Morningside y Pavilion volvió a alcanzarlo. Aquel hombre debía estar bien enterado del trazado de la red. Logan se dijo que el funcionario acertó al advertírselo. Doyle había tenido varias oportunidades para introducirse en los subterráneos; pero iba de nuevo hacia el este, encaminándose a Arcade…

Logan se metió entre los transeúntes. No había nada como la visión de un uniforme negro para provocar el pánico en un fugitivo. Y aquel pánico era precisamente lo que acababa con él. El pánico y un proyectil bien dirigido. Logan ascendió a un nivel superior a fin de colocarse entre el perseguido y Arcade.

Pero Doyle conservó la serenidad.

Sí. Era muy listo. No se parecía en nada a los psicópatas que perdían los estribos al ver que su flor se volvía negra. Se escabullía y cambiaba de rumbo como el jugador de ajedrez que calcula fríamente sus jugadas. Se metía entre la gente procurando no quedarse sólo en ninguno de los niveles, sino permaneciendo junto a los elevadores que garantizaban su movilidad.

Logan sintió, a pesar suyo, una gran admiración por aquel hombre. Doyle hubiera sido un buen Vigilante. Tenía el instinto y la gracia de un cazador nato. Parecía darse cuenta de las limitaciones de su perseguidor y sabía explotar sus conocimientos de la ruta.

«Bueno. Ya basta», se dijo Logan. «Hay que dar fin a la tarea». Quiso sentir frialdad y odio; convertirse en un chacal persiguiendo a un cobarde que huía de la justicia; a un ser egoísta y estúpido que pretendía vivir más allá de su tiempo.

Había que capturarlo y liquidarlo.

Logan miró su detector en el que una lucecita se aproximaba al lugar en que se hallaba su presa. Doyle saldría del elevador de un momento a otro.

En efecto. Así fue.

Logan levantó su Arma. Vio por la mira un rostro blanco y contraído. El disparo sería fácil. Dándose cuenta del peligro que corría, Doyle intentó volver al elevador.

Pero no lograría nada. Ya era suyo. Antes de que Doyle pudiera protegerse, el elemento sensible al calor que dirigía los proyectiles lo buscaría y lo destruiría. El dedo de Logan se curvó en el gatillo. Vaciló un segundo.

Aquella breve duda le costó un fallo. Doyle se había metido de nuevo en la plataforma y deslizábase hacia abajo velozmente.

Logan profirió una interjección. ¿Por qué había vacilado? ¿Por qué no disparó cuando hacía falta?

Vio en el detector que el punto luminoso descendía dos niveles y se encaminaba hacia el sur. Una vez más, trató de interponerse. Descendió tres niveles, describió un círculo para situarse al pie de la rampa y esperó. Esta vez no fallaría.

Pero Doyle no iba solo. Llevaba como escudo protector a un ser humano: una niña de diez u once años que se contorsionaba entre sus brazos, mirando con terror al Vigilante.

Logan cambió el proyectil, poniendo un «intimidador», y disparándolo sin pérdida de tiempo. Pero Doyle adelantó el cuerpo de la chiquilla y un estallido de hilos plateados la envolvió, ocultando la parte superior de su cuerpo en una nube compacta. Doyle había escapado de nuevo.

Un vehículo de seguridad patrullaba la zona y Logan le hizo señales. Los agentes disponían del delicado equipo necesario para suavizar y disolver los hilos sin hacer daño a la niña. Logan trató de no pensar más en ella.

El objetivo continuaba eludiéndole.

La calle principal estaba atestada de gente. Y entre ésta, alejándose cada vez más, Doyle seguía corriendo. De nada hubiera servido disparar un proyectil dirigido entre aquella masa de seres humanos. Demasiado peligroso. Cabía la posibilidad de que cualquiera se interpusiese, desviándolo de su curso. Para la bala era igual un cuerpo que otro. Logan tendría que asegurarse el disparo. La única manera de dar en el blanco entre una muchedumbre como aquella era acercarse al fugitivo, ponerle la pistola en el estómago y apretar el gatillo. Pero Doyle obraba con demasiada rapidez para permitirle semejante táctica.

La caza continuó.

Doyle se desplazaba otra vez hacia el este, tratando de llegar a la Arcade. Logan quiso interceptarlo de nuevo utilizando una plataforma deslizante «exprés» que llevaba al extremo oriental del lugar. Doyle aparecería, pues, delante de su Arma.

Pero no fue así. Algo no funcionaba bien. Su presa se había escabullido. El punto luminoso descendía y torcía hacia el oeste, en dirección a Catedral.

Malo. En Catedral podía perderle definitivamente la pista. Y no estaba dispuesto a ello.

Logan hizo una llamada a la central.

—Ha logrado engañarme —dijo a Francis—. Tienes que cortarle el paso en el puente de piedra que lleva a Catedral. Nos reuniremos allí.

Francis no perdió el tiempo en contestarle.

Con un chasquido, cortó la comunicación.

El sector de Catedral era una zona peligrosa y difícil dentro del Gran Los Ángeles. Una extensión de ruinas y de polvo; de edificios quemados, de sombra y polución; de escondrijos y muertes violentas. El territorio estaba dominado por unos maleantes llamados «cachorros», y si Doyle aparecía por allá, lo matarían; lo que sin duda perjudicaría la hoja de servicios de Logan.

El Vigilante conocía bien la historia de aquel sector, con sus fugitivos refugiados en él y su ambiente de violencia y de crimen. Los agentes evitaban meterse en aquel avispero. Y con buenos motivos. El verano anterior habían enviado a una patrulla para acabar con tan difícil situación. Logan conocía a algunos de sus componentes: Sansón, Bradley y Wilson 9, todos excelentes policías. Pero una vez metidos en las fauces de la fiera éstas se cerraron sobre ellos. No había habido ni un superviviente.

En Catedral era preciso andar con suma precaución.

La plataforma «exprés» terminaba en River Level y Logan se vio obligado a caminar hasta Sutton, utilizando la rampa exterior. De un tiempo a esta parte, se sufrían con cierta frecuencia interrupciones similares. Y como el Pensador estaba sometido a autorreparación —o al menos así se suponía— nadie podía poner remedio a dicho estado de cosas.

Cuando llegó al extremo del largo puente de piedra, que conducía a Catedral, Logan encontró a Francis agachado junto al contrafuerte.

—Me ha atacado por detrás —dijo frotándose la cabeza—. Tu fugitivo es un tipo muy duro.

Logan observó la zona. Su detector le indicaba que Doyle no andaba muy lejos. Una sombra se proyectó sobre el puente. Levantó el Arma, pero no pudo distinguir a nadie.

Doyle se mantenía agazapado tras el parapeto, arrastrándose lateralmente de modo que la pared de piedra le sirviera de protección.

—Está ahí —dijo Francis.

El fugitivo había logrado llegar al otro extremo del puente e introducirse entre las ruinas de un almacén. Pero a los pocos segundos, lo vieron retroceder ante unas formas grotescas, cubiertas de vivos colores que se movían aceleradamente ante él.

—¡Los cachorros! —exclamó Logan.

Observó a aquellos seres, cuyos movimientos tenían algo de raro y de mecánico conforme convergían sobre Doyle. Comprendió entonces lo que ocurría. Al propio tiempo, Francis dejó escapar una interjección en voz baja.

—Han tomado «músculo» —dijo.

Las pequeñas figuras se agitaban sin parar, atacando y retrocediendo como libélulas enloquecidas.

¿De dónde habrían sacado la droga?, se preguntó Logan. El «músculo» estaba prohibido desde la Guerra Menor. En un principio se le había planeado para los combatientes, cuyas reacciones debía activar, puesto que incrementaba la fuerza física hasta diez veces, dando mucha ventaja sobre el enemigo. Pero su influencia era difícil de controlar y por otra parte el corazón trabajaba en unos minutos lo equivalente a toda una jornada. La vida se aceleraba así hasta un punto extremado y sólo los muy jóvenes podían servirse del producto.

Logan sintió cómo se le tensaba la piel del cráneo al ver con qué increíble celeridad aquellas formas infantiles atacaban al fugitivo. Bajo los efectos del «músculo» un puñetazo se convertía en un golpe de ariete. Los cachorros estaban haciendo pedazos a Doyle, que tirado en el suelo, se defendía sin esperanza. El enjambre lo rodeaba, ensañándose con él, quebrándole los huesos a cada golpe, acercándolo más y más a la muerte.

Logan y Francis seguían acurrucados junto a un muro en ruinas, observando lo que ocurría a pocos metros de distancia.

—Probemos el gas —propuso Francis.

Se pusieron las máscaras y Francis preparó su Arma para el disparo V; la emplazó sobre el borde del muro e hizo fuego.

La carga de gas obró efecto inmediato, obligando a los cachorros a retroceder como una ola que se deshace.

Doyle estaba replegado sobre sí mismo, inmóvil en el centro del claro.

—Vamos si aún vive —dijo Logan.

—Yo iré. Tú vigila.

Pero antes de que Francis se pudiera agachar sobre el caído, los cachorros volvieron a la carga atacándolo y obligándole a retroceder contra un hueco en la piedra, hacia un lado del terreno descubierto. Otro grupo se dirigió hacia Logan.

Éste disparó una bala de nitro contra sus agresores, tres de los cuales quedaron hechos pedazos por la explosión. Aquello los detuvo momentáneamente, dando tiempo a Logan a acercarse a Doyle.

La cara del caído era una masa de sangre y huesos rotos. Movía la boca convulsivamente, como si repitiese una palabra.

Logan se inclinó un poco más para tratar de oírla. El herido decía: «El Santuario…».

De pronto, su cabeza se desplomó hacia atrás y sus dedos quedaron lacios. Un pequeño objeto brillante le cayó de la mano izquierda. Era una llave. Logan la recogió.

Se oyó el seco chasquido de un proyectil descuartizador. Francis estaba dando cuenta de sus atacantes. De pronto apareció en el claro y se acercó a Logan.

—¿Vive aún? —quiso saber.

—Ha muerto —respondió Logan.

Francis miró con rabia la forma inerte, decepcionado ante lo que acababa de suceder, resentido por verse desprovisto de su presa. Lentamente levantó el Arma y disparó una bala destructora contra el cuerpo.

El cadáver empezó a arder y á los pocos minutos quedaba convertido en ceniza.

—Vámonos —dijo Francis.

En el trayecto de regreso al cuartel general, cabalgando junto a Francis en un transportador, Logan mantuvo fuertemente apretado su puño derecho. No quería ver la flor estampada en su mano.

Su color rojo empezaba a oscurecerse.