Es algo sorprendente que esta jovencita [Victoria] se desprenda el día de su ascenso al trono de todas sus ideas, de sus costumbres, de sus gustos infantiles; que sea capaz de reducir a la nada la influencia de su madre, del favorito de su madre, que haya dejado atrás la timidez propia de su juventud; que se haya convertido en hombre en espacio de una hora.
PRINCESA LIEVEN, esposa del embajador de
Rusia, Londres, 1837
Victoria tenía doce años cuando el obispo de Inglaterra consideró que había llegado el momento de informarla sobre el papel que el destino le tenía reservado. La escena es bien conocida porque forma parte de la leyenda de la mujer más poderosa del siglo XIX. Durante la clase de Historia, cuando estudiaba el árbol genealógico de los reyes de Inglaterra, la niña descubrió sorprendida que si su tío Guillermo IV fallecía, ella le sucedería en el trono. Tras quedarse un rato en silencio y pensativa, le dijo a su institutriz: «Seré buena». Estas palabras en boca de una niña ponían de manifiesto la madurez de la futura soberana así como su seguridad y humildad, cualidades que dominarían su largo y próspero reinado. Aunque guardó la compostura, más tarde confesaría lo mucho que lloró al conocer la noticia y el miedo que sentía de no estar a la altura de las circunstancias.
La reina que ceñiría la corona de Inglaterra durante más de seis décadas vino al mundo el 24 de mayo de 1819 en el palacio de Kensington. Tras siete horas de parto, su madre la duquesa de Kent dio a luz a una niña sana «rolliza como una perdiz», de cabellos rubios y enorme parecido con su abuelo el rey. Su nacimiento pasó casi inadvertido porque ocupaba el quinto lugar en la sucesión. En aquel momento desempeñaba la regencia el príncipe de Gales (futuro Jorge IV), primogénito del rey Jorge III, incapacitado a causa de su locura. La recién nacida era la única hija del príncipe Eduardo, duque de Kent —cuarto descendiente varón de Jorge III—, y la princesa alemana Victoria de Sajonia-Coburgo. Fue bautizada con el nombre de Alejandrina Victoria de Hannover, en honor a su padrino el zar Alejandro I de Rusia, aunque se le terminó por llamar Victoria y «Drina» durante su infancia. Pese a que las probabilidades de que la recién nacida llegara un día a ocupar el trono de Inglaterra eran entonces muy remotas, su padre no olvidaba la profecía que le había revelado una gitana: iba a sufrir muchas penas y calamidades, pero moriría feliz y su única hija se convertiría en una gran reina. Convencido de que un día su pequeña luciría en su cabeza la corona de Inglaterra, la llevaba con él a todas partes. Con dos meses de vida, Victoria asistió en sus brazos a una revista de tropas ante la indignación del príncipe regente, molesto por la presencia en el palco de la pequeña princesa que acaparaba todas las miradas.
El padre de Victoria era un hombre de carácter rígido y un militar con fama de tirano. Cuando fue apartado del ejército por sofocar con extrema severidad un motín de sus tropas en un cuartel de Gibraltar, se le obligó a regresar a Inglaterra. Este escándalo acabó con su brillante carrera y se retiró a sus posesiones de Ealing, donde disfrutó de la compañía de su antigua amante francesa, madame de Saint-Laurent. Años más tarde, acuciado por las deudas, no tuvo otro remedio que exiliarse en Bruselas. A partir de ese momento se dedicó a la vida social, a diseñar relojes —su pasatiempo favorito— y a ocuparse de sus finanzas. Aunque recibía una buena renta del Parlamento británico siempre andaba justo de dinero.
El duque de Kent no había tenido ninguna intención de abandonar su cómoda soltería pero en 1818 se vio forzado a contraer matrimonio para asegurar la descendencia real. La elegida fue una princesa del ducado alemán de Sajonia-Coburgo, hermana del príncipe Leopoldo, futuro rey de Bélgica. La nueva duquesa de Kent, María Luisa Victoria, era una ambiciosa viuda de treinta y un años —veinte menos que él— y madre de dos niños, Carlos y Feodora. A los dieciséis años había contraído matrimonio con el príncipe de Leiningen que al fallecer la dejó casi en la ruina debido a sus extravagancias. Cuando Eduardo le propuso matrimonio era la regente del pequeño principado de Amorbach y no tenía ningún interés en volver a casarse. Tras quedarse viuda disfrutaba de su independencia, y recibía una renta anual de su principado. La vida en la fastuosa corte de Inglaterra, en comparación con la que llevaba en la minúscula y tranquila corte alemana, no le atraía lo más mínimo. Además, el duque de Kent no era un buen partido pues tenía fama de mujeriego, le doblaba la edad y nunca disponía de dinero.
Finalmente la dama se dejó convencer por su astuto hermano Leopoldo, quien la apremió a casarse con el duque por motivos que iban más allá del amor: tanto el príncipe regente como su sucesor, el duque de Clarence, eran hombres mayores y de salud débil. Existía una remota posibilidad de que el duque de Kent, que gozaba de una magnífica constitución física, llegara un día a ser rey de Inglaterra. La pareja se casó por poderes en la primavera de 1818 en el castillo de Coburgo.
Cuando la duquesa de Kent estaba embarazada de siete meses, su esposo decidió que su hijo nacería en Inglaterra y aunque tuvo que pedir dinero prestado para alquilar un carruaje, y coger él mismo las riendas, atravesaron Alemania y Francia, cruzaron el Canal y llegaron sanos y salvos a Londres. Allí fueron alojados por las autoridades en el palacio de Kensington donde nacería Victoria. La duquesa viajaba con su hija Feodora, de diez años, sus criadas, enfermeras, perritos falderos y varias jaulas de canarios. Su hijo Carlos de Leiningen, de catorce años, se quedó en Amorbach al cuidado de las propiedades de la familia.
Victoria tenía apenas ocho meses de edad cuando perdió a su padre. El duque de Kent, que se vanagloriaba de tener una salud de hierro, falleció a los cincuenta y dos años víctima de una fulminante neumonía tras coger un vulgar resfriado. Seis días más tarde, su abuelo el rey Jorge III moría sordo, ciego y demente en el castillo de Windsor donde estaba recluido. Su tío y padrino, el príncipe regente, ascendió al trono como rey Jorge IV pero ni él ni su sucesor tendrían descendencia legítima por lo que Victoria se convirtió por carambola en la única heredera al trono. Al quedarse viuda la duquesa de Kent afrontaba un incierto futuro. Tuvo que saldar las deudas de su esposo y se sentía una extraña en un país cuya lengua y costumbres desconocía. De nuevo su hermano Leopoldo acudió en su ayuda ofreciéndole una asignación anual para cubrir sus gastos y la posibilidad de quedarse a vivir en Kensington. Ante la perspectiva de tener que regresar a su palacio de Coburgo y criar sola y sin recursos a sus dos hijas, aceptó la propuesta. La duquesa y su pequeño séquito ocuparon las oscuras y húmedas habitaciones de la planta baja del palacio que el rey les asignó. No olvidaría el frío, la humedad y las «cacerías de cucarachas y ratas» que se paseaban a sus anchas por aquellos lúgubres aposentos.
Hasta que el destino situara a Victoria en el trono de Inglaterra, la pequeña vivía ajena a estos dramas familiares. A falta de padre, su tío Leopoldo se convirtió en su tutor y supervisó su formación. A los tres años era una niña traviesa, rebelde y muy consentida por sus nodrizas. Desde temprana edad su madre, consciente de las posibilidades que tenía de reinar, decidió educarla de manera severa y dentro de una rígida moralidad. La duquesa de Kent tenía una sola obsesión: que su hija se convirtiera en una reina cristiana y creciera lejos de la depravada corte de Jorge IV que para ella representaba un infierno de perdición y libertinaje. A este fin dedicaría todos sus esfuerzos y energías. Cuando la princesa cumplió once años, decidió que los obispos más eminentes de Inglaterra la sometieran a un examen para determinar si estaba consiguiendo sus piadosos propósitos.
En una carta escrita de su puño y letra, la duquesa de Kent explicó: «Siento que ha llegado el momento de que el trabajo realizado sea sometido a prueba, de modo que si se ha cometido algún error de juicio pueda ser corregido y el plan de futuro esté abierto a la consideración y revisión […]. Asisto casi siempre a las clases, o a parte de ellas, y aunque la doncella de la princesa es una persona competente y la ayuda a preparar sus tareas para los distintos profesores, he resuelto actuar de ese modo para ser yo misma la institutriz de mi hija. […] Cuando tuvo la edad adecuada comenzó a acompañarme regularmente a los oficios religiosos, y estoy segura de que lleva la religión metida en el alma y de que está moralmente imbuida de ella hasta tal punto que no es probable que yerre al aplicarla a sus sentimientos como una criatura capaz de reflexión». Los obispos acudieron a palacio y el resultado del examen no pudo ser mejor: «En sus respuestas a la gran variedad de preguntas que se le formularon, la princesa dio muestras de un profundo conocimiento de los aspectos más importantes de las Sagradas Escrituras, así como de las verdades y preceptos de la religión cristiana tal y como los enseña la Iglesia de Inglaterra, además de un conocimiento de la cronología y de los hechos fundamentales de la historia de Inglaterra, algo remarcable en una persona tan joven».
La infancia de Victoria fue austera y marcada por la monotonía, siempre rodeada de adultos. Nunca podía estar sola, ni jugar con otros niños de su edad. Cuando cumplió cinco años, su madre contrató a una institutriz alemana, fräulein Lehzen, hija de un pastor luterano de Hannover. Con sus exquisitos modales y mucho tacto consiguió atenuar las rabietas frecuentes de la niña, que comenzó a mostrarse más dócil. Al principio su nueva institutriz no daba crédito a los arrebatos de ira de la princesa. Nunca había conocido, según sus propias palabras, a una niña tan apasionada e indomable. Cuando la pequeña, con los ojos desencajados y las mejillas encendidas, no paraba de gritar y llorar muchos temían que hubiera heredado la enfermedad de su difunto abuelo, el rey loco. Pero con el tiempo la señorita Lehzen descubrió también que la pequeña era muy honesta y jamás mentía. Con su dulzura, y mucha paciencia, logró ganarse su afecto y confianza. La astuta y reservada institutriz —a quien Jorge IV elevaría al rango de baronesa— llegaría a tener una gran influencia sobre la joven reina Victoria que la consideraba su «mejor y única amiga».
La vida en Kensington se regía por una estricta disciplina y el control desmesurado de su madre. Victoria durmió en la misma habitación que ella hasta cumplir los dieciocho años y sus pasos eran seguidos con vigilancia extrema. Hasta el día de su coronación nunca bajó unas escaleras sin que alguien la llevara de la mano. La duquesa de Kent quería que su hija estuviera preparada para ocupar un puesto relevante y le inculcó las virtudes de la simplicidad, el decoro, la devoción y la constancia en el trabajo. De su temprana madurez da idea la siguiente anécdota. Un día, cuando contaba siete años, Victoria y su madre fueron invitadas por Jorge IV al castillo de Windsor. El rey, un anciano obeso con peluca y enfermo de gota, recibió a la pequeña acompañado de sus dos amantes enjoyadas y su extravagante séquito. Mientras paseaba con ella de la mano, el soberano le preguntó: «La orquesta está aquí a un lado. ¿Qué quieres que toquen para ti?». Y ella respondió sin vacilar: «God Save The Queen, señor». Una respuesta que ya demostraba su temprano y legendario tacto.
Mientras llegaba el gran día que el destino había previsto para ella, Victoria se había convertido en una adolescente cuya formación intelectual dejaba mucho que desear. Era bastante inculta, pero tenía una gran agilidad mental y tres cualidades que jugarían siempre a su favor: disciplina, sentido común y el deseo de ser una buena soberana. Su lengua materna era el alemán y pronto le enseñaron francés e inglés, aunque su dominio de la gramática inglesa nunca llegase a ser perfecto. Aparte de algunas nociones de historia de Inglaterra, una intensa formación en historia sagrada, apenas unas pinceladas de economía, y algo de música y de baile, el bagaje intelectual de la futura reina no era muy relevante. Leía muy poco porque le prohibieron las novelas pero sin embargo le gustaba escribir. Desde los trece años hasta su muerte llevó un diario donde registraba con profusión de detalles sus actividades y sentimientos.
Victoria pasó su infancia y adolescencia rodeada de mujeres. No tenía padre, ni un hermano con quien trepar a los árboles o compartir secretos. Las escapadas a la mansión de Claremont cerca de Esher donde vivía tu tío Leopoldo eran una bocanada de aire para ella y la única posibilidad de entrar en contacto con el mundo masculino. Pero cuando cumplió once años su tío preferido abandonó Inglaterra para convertirse en rey de Bélgica. En esa época su hermana Feodora, a quien se sentía muy unida, se marchó a Alemania para casarse con el príncipe de Hohenlohe-Langenburg.
Tras la partida de su querida Fidi, Victoria se sumió en una gran tristeza y buscó refugio en Lehzen que era su mayor apoyo. Dos años más tarde Feodora le escribía una sincera carta a Victoria en la que le decía: «No es tan sólo por haberme visto privada de los placeres de la juventud; lo más duro fue sin duda sentirme apartada del mundo y no disponer de un único pensamiento dichoso a lo largo de toda esa lúgubre existencia que fue la nuestra. Mis únicos momentos buenos eran cuando salíamos en coche o caminábamos con Lehzen. Sólo entonces podía hablar y comportarme sin ataduras. Tras mi boda, he escapado por fin a algunos de esos años de prisión, mientras tú, mi querida hermana, tú has tenido que padecerlos».
Uno de los pocos alicientes de que pudo disfrutar en aquellos tediosos y grises años en Kensington fue la visita de algunos familiares de la duquesa de Kent que residían en Alemania. Con frecuencia venían sus tíos y sus primos a pasar unos días rompiendo su monacal existencia. Fue así como un día conoció a los príncipes Ernesto y Alberto, hijos del hermano mayor de su madre, el duque de Sajonia-Coburgo. Apenas estuvieron juntos unas semanas pero Victoria, a sus diecisiete años, se enamoró perdidamente de su primo Alberto. Había nacido apenas tres meses después que ella, tenía buena planta y hermosos ojos azules. En su diario la joven no escatimó elogios para su «queridísimo» Alberto: «[…] es extraordinariamente apuesto. Tiene el cabello del mismo color que el mío, los ojos grandes y azules, la nariz hermosa, la boca dulce y una dentadura perfecta; pero su mayor atractivo es la expresión de su rostro, que no puede ser más encantadora. A la vez llena de bondad y dulzura, agudeza e inteligencia».
Mientras Victoria se comportaba con su habitual sencillez y naturalidad, su madre era una constante fuente de preocupaciones para el rey Guillermo, que no la soportaba. Al igual que su antecesor, Jorge IV, aborrecía a su cuñada porque era alemana y la consideraba «nerviosa, limitada, y arribista como todos los Coburgo». Por su parte la duquesa de Kent no sabía muy bien cómo tratar a este anciano excéntrico y con una pésima reputación, padre de diez hijos bastardos. Ella era la madre de la heredera al trono de Inglaterra y exigía que el rey le otorgara el reconocimiento de una princesa de Gales viuda, con su correspondiente asignación anual.
La duquesa, que no hablaba inglés ni tenía amigos, sólo confiaba en sir John Conroy, un oficial irlandés astuto y manipulador que había sido caballerizo del difunto duque de Kent. Le nombró su consejero privado y se convirtió en su hombre de confianza. En Kensington, un hervidero de chismes y de intrigas palaciegas, se rumoreaba que eran amantes. Asesorada por él, decidió que su hija Victoria debía conocer las distintas regiones del país y familiarizarse con sus gentes. A lo largo de varios veranos organizó una serie de viajes que molestaron al rey porque no contaban con su autorización. Y es que la duquesa de Kent se comportaba como si fuera la regente y no dudaba en exhibir a la pequeña princesa en público para que los ciudadanos le presentaran sus respetos. Durante su estancia en el castillo de Norris, en la isla de Wight, la dama hizo uso del yate real y exigió que en cada salida fueran saludados con salvas reales por todos los buques y fortalezas. El monarca, al conocer la noticia, montó en cólera y prohibió semejante trato de privilegio.
A raíz de este incidente, que enturbió aún más las relaciones entre la duquesa de Kent y el rey, ésta en señal de despecho decidió que Victoria no pondría el pie en la corte. Sin embargo, para la celebración del cumpleaños del soberano, y a pesar de encontrarse descansando en Claremont, no pudo negarse a llevar a su hija a Windsor. El día de su llegada, Guillermo IV pasó por el palacio de Kensington de visita y descubrió que la duquesa, en contra de sus órdenes, se había apropiado de un ala con diecisiete estancias para su uso privado. Enfadado, el monarca regresó a Windsor y a pesar de sentir un gran afecto por su encantadora sobrina, no le perdonó a su cuñada su osadía y falta de tacto.
En el transcurso de la cena de cumpleaños celebrada en su honor, y a la que asistieron un centenar de invitados, la duquesa se sentó a la derecha del rey, y la princesa Victoria frente a ellos. Al final de la velada, en respuesta al brindis por su salud, el rey se levantó y en tono alto soltó un discurso en el que vertió toda su ira hacia la duquesa: «Ruego a Dios que me otorgue todavía nueve meses más de vida, tras lo cual, y a mi muerte, no habrá regencia alguna. En ese momento, tendré la satisfacción de ceder la autoridad real a los cuidados personales de esta joven muchacha y no de dejarla en manos de otra persona aquí presente, rodeada de consejeros diabólicos, e incapaz, ella misma, de actuar de manera acorde al lugar que ostenta. Entre muchas otras cosas, mi queja hace especial hincapié en la forma en que se ha apartado de mí y de mi corte a esta jovencita». Tras su inesperada intervención, la duquesa mantuvo el tipo como pudo hasta que se levantó de su asiento y pidió un carruaje para regresar aquella misma noche a Kensington.
Victoria, que hasta el momento se había comportado con una valentía y madurez intachables, aquella noche lloró sin parar y sufrió uno de sus frecuentes ataques de nervios. Las sucias intrigas de Conroy y los constantes enfrentamientos de su madre con el anciano soberano la hicieron caer enferma en más de una ocasión. A veces no podía soportar la tensión y debía guardar cama durante varias semanas, mientras veía cómo el pelo se le caía a puñados y sufría unas tremendas migrañas. A esto se sumaba la incertidumbre por su futuro personal. Victoria ya había dejado muy claro que sólo se casaría «con un hombre al que adore», algo que no parecía importar a su madre para quien sus dos primos Coburgo eran los únicos candidatos posibles. Por su parte el rey había intentado en 1836 preparar el terreno para casar a la princesa Victoria con uno de los hijos del príncipe de Orange, tratando a su vez de evitar a toda costa las visitas de los jóvenes primos Coburgo a Kensington. Como Victoria, con su habitual franqueza, declaró que los hijos del príncipe de Orange le parecían «muy feos y necios», la balanza por el momento se inclinaba hacia el apuesto Alberto.
La relación de Victoria con su madre era cada vez más fría y tirante. Aunque le dejaba a ella el protagonismo, detestaba sus manipulaciones y aires de grandeza. Seguían compartiendo el dormitorio pero apenas se dirigían la palabra. Cuando la duquesa se enteró de que la salud del anciano rey Guillermo IV empeoraba por momentos, le escribió una carta al primer ministro, lord Melbourne —en realidad redactada por Conroy—, en la que le pedía que a la muerte del soberano le confiara la regencia hasta los veintiún años de edad de Victoria. Según su madre, su hija estaba totalmente incapacitada para reinar.
El día que Victoria cumplió los dieciocho años, su tío el rey de Inglaterra le ofreció como regalo de cumpleaños una pensión anual de diez mil libras esterlinas, de las que podría disponer libremente sin que fuera necesaria la intervención de su madre. Victoria aceptó encantada la generosa oferta, pero su madre se sintió muy ofendida. La duquesa declaró molesta que «cuatro mil libras al año eran más que suficientes para su hija, y que las seis mil restantes deberían ser para ella». Fue uno de los últimos gestos de Guillermo IV para contrariar a su cuñada, puesto que su muerte se encontraba próxima. Un colapso le había dejado muy débil y se temía seriamente por su vida.
Cuando el rey Leopoldo supo que al soberano le rondaba la muerte, escribió a su sobrina interminables cartas llenas de buenos consejos y advertencias. Una de ellas acababa así: «Querida, permanece tranquila y distendida; no pierdas de vista la posibilidad de convertirte en reina antes de lo que imaginas». Mientras ese día llegaba, una costurera confeccionaba a Victoria un sencillo vestido de duelo, con mangas bombachas y talle ceñido, al tiempo que Lehzen le leía a Walter Scott para calmar su angustia. El rey Guillermo murió un mes después de que su querida sobrina alcanzase la mayoría de edad. Los sueños del oscuro John Conroy para conseguir un período de regencia y ser «el hombre a la sombra del trono» se desvanecían. El momento de Victoria había llegado.
APRENDIENDO A REINAR
En la madrugada del 20 de junio de 1837 fallecía en Windsor el rey Guillermo IV. Tras los funerales, el arzobispo de Canterbury viajó a gran velocidad hasta Kensington para comunicar la noticia a Victoria. En su diario la joven princesa anotó: «Mamá me levantó a las seis de la mañana y me dijo que el arzobispo de Canterbury y lord Conyngham estaban aquí y querían verme. Salté de la cama y fui a mi sala de espera (vestida sólo con mi camisón), sola, y los vi arrodillados ante mí. Lord Conyngham me avisó que mi pobre tío, el rey, había muerto, y que por consiguiente yo era ahora la reina». Tenía dieciocho años recién cumplidos y ella, una perfecta desconocida para todos, acababa de convertirse en Su Majestad Victoria I de Inglaterra. Aquel mismo día por la noche, escribió de nuevo en su diario: «Puesto que la Providencia ha decidido ponerme en esta situación, haré todo lo posible para cumplir mi obligación con mi país. Soy muy joven e inexperta en algunas cosas, aunque no en todas, pero estoy segura de que poca gente tiene mejor voluntad y mayores deseos que yo de hacer lo que es correcto y conveniente».
Después de recibir al primer ministro, lord Melbourne, a quien ratificó en su cargo, ese mismo día presidió en el salón rojo su primer Consejo de Estado. Victoria apenas sabía nada del mundo, y mucho menos de política. Había crecido recluida en Kensington, sin apenas contacto con el mundo exterior, salvo con las personas a su servicio y su tío Leopoldo. Sin embargo aunque no estaba preparada para desempeñar las funciones de gobierno, desde su primera aparición sorprendió a todos por su delicadeza, elegancia y prudencia. Tras una larga lista de soberanos libertinos, extravagantes y necios su juventud inspiró enseguida la simpatía del pueblo. La imagen de aquella joven menuda, vestida de riguroso luto, avanzando con gran desenvoltura entre el público, cautivó a todos.
Cuando Victoria despachó los asuntos más urgentes, y por fin pudo quedarse a solas con su madre, lo primero que hizo fue ordenar que sacaran su cama fuera de su habitación. La duquesa de Kent había logrado el sueño de ver a su hija convertida en reina, pero ni se había ganado su confianza ni en el futuro tendría ninguna influencia sobre ella. A partir de ese momento si deseaba ver a su hija debería regirse por la estricta etiqueta de la corte y pedir audiencia, algo que la sacaba de quicio. Un mes y medio después de su ascensión al trono, Victoria mandó trasladar la Casa Real al completo de Kensington al palacio de Buckingham, que sería su nueva residencia. El enorme y poco confortable edificio, en el que ningún soberano había residido hasta el momento, tuvo que reformarse a marchas forzadas para poder alojar a la reina y a su numeroso séquito. A la duquesa se le asignaron varias estancias separadas de las de su hija.
También decidió perder de su vista al odioso sir John Conroy, al que recompensó de manera espléndida por sus servicios y le concedió un título nobiliario. Quien sin duda se beneficiaba de todos estos cambios internos era su institutriz, la baronesa Lehzen, quien aún se ganó más su confianza. El hecho de que su dormitorio estuviera contiguo al de la reina daba una idea de la estrecha relación que existía entre ambas. De su maquiavélico tío Leopoldo, quien intentaría manejar a su sobrina para sus propios intereses, también se fue distanciando paulatinamente.
Victoria, aunque tenía muchas responsabilidades y grandes retos que afrontar, no perdía jamás la alegría. Un anciano cortesano que la conocía desde niña destacaba su entusiasmo y naturalidad: «Se ríe a gusto, con la boca muy abierta, dejando a la vista unas encías poco atractivas […]. Come casi con las mismas ganas con que se ríe, creo que se podría decir que más bien engulle […]. Se sonroja y se ríe a todas horas con tal naturalidad que podría desarmar a cualquiera». Pero la joven reina también podía ser implacable con sus enemigos. Con el paso de los meses afloró en ella su verdadero temperamento exigente y autoritario. Le gustaba mucho mandar, tenía un genio de mil demonios y se mostraba intransigente con aquellos que pensaban de manera distinta. Cuando llegó al trono el gobierno estaba controlado por los whigs, el partido liberal del que ella, como su padre, era una entusiasta seguidora. El problema es que no ocultaba su desprecio y odio a los miembros de la oposición, los tories (conservadores), negándose incluso a contratar en la corte damas de cámara de este partido. Ese odio le hizo intervenir en política impidiendo en 1839 que el jefe de la oposición, el conservador sir Robert Peel, pudiera formar gobierno.
Por fortuna la persona de máxima confianza de la joven e inexperta reina era ahora lord Melbourne, primer ministro de Inglaterra desde hacía dos años. Este hombre maduro, cultivado y seductor cautivaría a Victoria desde el primer instante. Melbourne era un auténtico caballero y un astuto político liberal que gracias a su encanto personal y veteranía, se convirtió en su consejero privado y compañero inseparable. Fue sin duda su mejor maestro, y además ayudó a la soberana a superar sus miedos y disfrutar de su nueva posición. La joven, que había crecido falta de cariño y atenciones, encontró en su primer ministro a un respetado estadista pero también al padre que nunca tuvo.
Tras años viviendo bajo el estricto control de su posesiva madre, de repente Victoria se sentía libre y poderosa. No sólo era dueña de sus actos sino que además poseía una gran riqueza. El Parlamento había decidido otorgarle trescientas ochenta y cinco mil libras anuales y lo primero que hizo fue pagar las deudas de su padre. También se comprometió a hacerse cargo de la manutención de los hijos ilegítimos que el rey Guillermo IV tuvo con su amante, la actriz Dorothea Bland.
Los dos primeros años de su reinado transcurrieron de manera apacible y feliz. El aburrimiento se había acabado y desde que se levantaba a las ocho no tenía ni un solo minuto para sí misma. En su diario, escribiría: «Recibo tantos comunicados de mis ministros, les remito tantos y tengo tantos papeles que firmar que siempre estoy enormemente atareada. Este trabajo me encanta». Pero más allá de los asuntos que despachaba a diario con Melbourne, por primera vez en su vida podía disfrutar de los placeres que más le gustaban: montar a caballo, comer y bailar. «¡Cómo pasa de rápido el tiempo cuando se es feliz!», exclama Victoria exultante y a la vez sorprendida por el giro que ha dado su vida Los ataques de nervios y las migrañas han quedado atrás, ahora lo único que le quita el sueño es el gran día de su coronación en la abadía de Westminster fijada para el 28 de junio de 1838.
La coronación de Victoria fue un nuevo éxito para la joven soberana que soportó con gran dignidad una ceremonia anticuada, compleja e interminable. Tras ella la vida continuó con su calma habitual sólo interrumpida por las quejas de su madre, que le reprochaba «el ir demasiado al teatro, comer en exceso y beber mucho vino en la mesa», y el haber condenado al ostracismo a sir John Conroy. También le preocupaban las cartas que recibía cada semana del rey Leopoldo. Aunque siempre se había sentido muy unida a su tío, Victoria tuvo que dejarle muy claro que la política exterior de Inglaterra no era de su incumbencia, sino competencia exclusiva de la reina y de sus ministros. Leopoldo cesó de interferir en los asuntos políticos de su sobrina pero no cejaría en su empeño de unir a su sobrino Alberto con la reina.
Victoria ya se había olvidado de su apuesto primo Alberto de Sajonia pero el tema del matrimonio comienza a preocuparla. Se lamenta de que todo el mundo quiere verla casada a pesar de que su deseo es disfrutar unos años más de su libertad. A Melbourne le confiesa: «Estoy tan acostumbrada a hacer lo que me apetece que existen nueve posibilidades sobre diez de que no me entienda con un hombre». Pero hasta el primer ministro le recuerda que si ella no tuviera hijos y falleciera, su tío el duque de Cumberland —ultraconservador y muy poco querido por el pueblo británico—, ahora rey de Hannover, la sucedería en el trono. Aunque a Victoria lo que de verdad le molesta es que le hayan elegido pretendiente sin contar con su parecer y que no paren de hablarle del buen partido que es Alberto. Finalmente aceptó a regañadientes que su primo la visitara en otoño pero dejando muy claro a Leopoldo que «no existe entre nosotros dos ningún compromiso».
Cuando el 10 de octubre de 1839 Alberto, de veinte años, llegó a la corte inglesa, Victoria cayó rendida a sus pies. En su diario anotó: «Es encantador, quizá excesivamente guapo con sus arrebatadores ojos azules, su encantadora nariz, una bonita boca, un bigote fino y sus pequeñas patillas. Tiene una magnífica estatura, unos hombros anchos y una figura esbelta. Me ha robado el corazón». Alberto apenas llegaba al metro setenta, pero en las fotografías del compromiso donde posa de pie y muy erguido junto a su prometida parece muy alto.
En los días siguientes sólo tuvo ojos para su apuesto primo. Montó a caballo con él, bailaron juntos al son de la orquesta y pudieron conversar durante los largos paseos que dieron por los jardines; según ella, todo fue perfecto. Alberto había llegado a Londres un jueves por la noche y el domingo siguiente por la mañana Victoria le comunicaba a su fiel Melbourne que había cambiado de opinión y deseaba casarse cuanto antes. El primer ministro no era muy partidario del candidato alemán y ya había dado su opinión al respecto: «Casarse con un primo no es lo más recomendable, sobre todo si se tiene en cuenta que esos Coburgo no resultan populares en el extranjero, especialmente en Rusia, donde los odian». Pero la reina ya estaba decidida y nada ni nadie la haría cambiar de parecer.
A los dos días Victoria hizo llamar a su primo y lo recibió a solas en su gabinete. Según confesaba en su diario, «tras unos minutos le dije que ya debía de saber el motivo por el cual lo había hecho venir, y que me haría inmensamente feliz si aceptaba mis deseos de casarme con él. Entonces nos abrazamos y fue muy amable y afectuoso». Alberto, que seguramente no esperaba que ella se decidiera tan pronto, le respondió: «Te haré muy feliz». Él no estaba enamorado de ella, pero se sentía sin duda agradecido por el giro inesperado que había dado su vida. La posibilidad de ocupar un puesto tan elevado y envidiable le llenaba de orgullo. Hombre de profundas convicciones y muy religioso, estaba dispuesto a que su esposa representara como nadie la integridad, la moralidad y la respetabilidad del Imperio británico.
El hombre por el que ahora suspiraba la reina Victoria, había crecido marcado por la ausencia de su madre y el comportamiento inmoral de su padre. Era hijo del duque Ernesto I de Sajonia-Coburgo y la joven princesa Luisa, que aportó al matrimonio como dote el ducado de Gotha. Tras el nacimiento de sus dos hijos, Ernesto y Alberto, y cansada de las infidelidades de su esposo, se enamoró de un joven oficial. Este escándalo fue el detonante para que el duque la expulsara de Coburgo y le prohibiera para siempre ver a sus hijos. La duquesa moriría en París sola e infeliz a la edad de treinta años víctima de un cáncer.
Alberto, que cuando lo separaron de su madre contaba cinco años de edad, nunca se recuperaría de su ausencia y guardaría una imagen idealizada de ella. Al igual que Victoria, fue educado de manera muy estricta y sin apenas cariño. A los once años sorprendió a su padre cuando le dijo que esperaba convertirse en «un hombre bueno y de bien». Cuando Victoria le conoció era un joven al que le gustaba gastar bromas, montar a caballo, practicar la esgrima y pasear por el campo. Hasta su compromiso con Victoria no había dado ninguna muestra de interés hacia el sexo opuesto. Su amigo y mentor, el barón Stockmar, escribió acerca de él: «El príncipe siempre tendrá más éxito con los hombres que con las mujeres, en cuya compañía muestra muy poca complacencia». El escritor Lytton Strachey, en su magnífica biografía sobre Victoria, insinúa que el príncipe Alberto antes de comprometerse con su prima mantenía una relación íntima con un joven oficial inglés, el teniente Francis Seymour.
Una vez fijada la fecha de la boda, Alberto regresó a Alemania para despedirse de su familia y los paisajes de su infancia, que no volvería a ver. Se encuentra muy abatido y preocupado por su incierto futuro; sabe que los lores le despreciarán y que siendo un Coburgo tendrá muchos enemigos en la corte. En una de sus últimas cartas de soltero a un amigo le confiesa: «Dentro de dos horas estaré casado. ¡Que Dios me asista!». El 10 de febrero de 1840, Victoria de Kent se casaba con el príncipe Alberto en la capilla real del palacio londinense de Saint James. La reina lucía sobre su cabeza una sencilla corona de flores de azahar y un vestido de satén blanco bordado con una larga cola de encaje. Pronto Alberto descubriría que su vida de casado no iba a ser un cuento de hadas. Él deseaba que la luna de miel en Windsor durara al menos una semana, pero Victoria le responde de manera autoritaria: «Olvidas, mi amor, que soy la soberana y que los asuntos de Estado no pueden interrumpirse por un sí o un no. Mientras el Parlamento esté de sesiones, me resulta imposible ausentarme de Londres».
A pesar de sus discrepancias iniciales, la noche de bodas no pudo ir mejor. Victoria se sentía muy atraída físicamente por su esposo y no lo ocultaba. En las páginas de su diario escribe: «No hemos pegado ojo durante la noche. ¡Cuando tuve ante mí ese rostro angelical, mi emoción superó todo cuanto pueda expresar! ¡Es tan atractivo con su camisa solamente y el pecho al descubierto!». La reina no puede evitar escribir unas líneas a Melbourne para compartir con él lo feliz que se siente: «Ha sido una noche tan deliciosa y arrebatadora. Nunca pensé que alguien pudiera quererme tanto».
A los tres días la pareja regresa a Londres y Victoria reanuda su actividad junto a Melbourne. Aunque la reina le ha otorgado a Alberto el tratamiento de Alteza Real, en la corte sólo es el príncipe consorte. No tiene más de veinte años, habla mal el inglés y su manera de vestir «a la alemana» provoca todo tipo de bromas entre los lores. En lo político es un cero a la izquierda y no puede hacerle sombra a lord Melbourne, que no sólo es el primer ministro sino el secretario privado de la reina. Victoria sólo espera de él que sea un esposo perfecto.
Pero como marido sus funciones también son limitadas. La vida privada estaba gobernada por su antigua institutriz, la baronesa Lehzen, que sigue ocupando la habitación contigua a Victoria y que controla, entre otras cosas, los gastos y la correspondencia de la soberana. «Mi vida conyugal es muy feliz y plena… pero me resulta imposible conservar mi rango de manera razonable, puesto que ya no soy el dueño y señor, simplemente el marido», se lamentaba en una carta a su tío Leopoldo.
El orgullo de Alberto ha sido herido desde que llegó a Inglaterra donde la familia real le trata como «un extranjero impostor» y el gobierno le niega una posición honorable. Alberto se sentía un completo extraño en la corte pero su estricta rigidez y formalidad no le ayudaban a ganarse el afecto del pueblo. Nunca se mezclaba con la gente, ni paseaba por las calles de Londres, ciudad que encontraba sucia y sin mucho atractivo. Aunque en privado podía ser encantador y bromista, en público —y para dar una imagen irreprochable— se mostraba estirado y distante. Alberto sólo tenía un amigo en la corte, su consejero privado y mentor el barón Friedrich Stockmar, un médico alemán que había servido durante su juventud al rey Leopoldo. Con el tiempo, y gracias a su habilidad diplomática y sabios consejos, se convertiría en una de las personas más fieles del entorno de la reina.
Pero las desavenencias entre la pareja real iban más allá. Victoria y Alberto tenían gustos y temperamentos muy distintos. Él era serio, culto, responsable y muy puritano. Acostumbrado a madrugar y a llevar una vida espartana, no soportaba el relajado ritmo de vida de los lores. A las diez y media de la noche se le veía dando cabezadas en el sofá. Por su parte a Victoria, apasionada, espontánea y alegre, le gustaba bailar toda la noche y ver salir el sol desde el pórtico del palacio de Buckingham. Alberto, a diferencia de la reina, había recibido una educación muy completa, primero en el palacio de Coburgo y después en la Universidad de Bonn. Le gustaba pintar, componer música, tocar el piano y el órgano, y frecuentar a personalidades del mundo literario y científico. Sin embargo, la reina no era partidaria de invitar a «este tipo de personas», ya que no se sentía a su altura y se veía incapaz de mantener una conversación con un sabio o un escritor.
Los que pensaban que a causa de estas diferencias su matrimonio tenía las horas contadas se equivocaban. Victoria podía ser muy terca, arrogante y autoritaria pero en el fondo jugaba en desventaja. Estaba perdidamente enamorada de su esposo y en privado sus disputas daban paso a una dulce reconciliación. Una anécdota que presenció Ernesto, hermano del príncipe Alberto, durante su estancia en palacio, resulta muy reveladora. Un día el príncipe, enfadado ante uno de los frecuentes ataques de ira de la reina, se encerró con llave en su habitación. Victoria, no menos furiosa, llamó a la puerta. «¿Quién es?», preguntó él. «La reina de Inglaterra», fue la respuesta. Alberto siguió sin reaccionar y la soberana continuó dando golpes en la puerta. La misma pregunta y la misma respuesta se repitieron varias veces. Finalmente se hizo un silencio y ella dijo en tono dócil: «Tu esposa, Alberto». Y la puerta se abrió al instante.
Con el paso del tiempo la posición del príncipe cambió. El estudio de la política le resultaba menos aburrido de lo que imaginaba y comenzó a recibir clases de Derecho inglés. En ocasiones se encontraba presente cuando la reina se reunía con sus ministros y, siguiendo las sugerencias de lord Melbourne, se le hacía partícipe de toda la información relacionada con los asuntos exteriores. Antes del nacimiento de su primer hijo, se le nombró regente en caso de que falleciera la reina sin la más mínima oposición por parte del Parlamento.
Dos meses después de su boda, la reina ya estaba embarazada. Victoria, que por entonces disfrutaba de los placeres de la vida conyugal, sufrió una gran decepción. De temperamento fogoso, sentía una gran atracción sexual hacia Alberto, cuya hombría alababa siempre en sus diarios. En una carta a su abuela de Coburgo le decía: «Me quedé encinta a las primeras de cambio y eso me hizo sentir una rabia incontenible. Le pedí a Dios día y noche que me concediera la gracia de, al menos, seis meses de libertad. Pero mis plegarias no fueron atendidas y heme aquí una desdichada. No puedo comprender cómo se puede desear esto justo al principio de un matrimonio».
La reina, en contra de la imagen pública que proyectaba, nunca fue muy hogareña ni maternal. Ya en su madurez escribiría a su hija mayor, Vicky: «Males, sufrimientos, miserias, enfrentarse a tormentos, renunciar a placeres, tomar infinitas precauciones; descubrirás en tu propia piel el calvario a que está sometida la mujer casada y por el que yo reconozco haber pasado. Una se siente terriblemente limitada». La llegada de los hijos —tuvo nueve casi seguidos— la alejarían paulatinamente de la vida política, tal como deseaba su esposo.
Aunque la reina gozaba de buena salud y los primeros meses de embarazo pudo llevar una vida normal y asistía a la ópera y al teatro del brazo de su marido, en una carta a su tío Leopoldo le confesaba: «Es tan horrible en verdad… Y si la cosa no resultase ya lo bastante odiosa, después de lo que vengo sufriendo, y tuviera además una niña inmunda, creo que la ahogaría. Sólo deseo un varón». Sus deseos no fueron atendidos y en noviembre de 1840, la reina, tras un parto que dura doce interminables horas, daba a luz a una niña. La princesa real se llama Victoria como su madre, aunque desde su nacimiento la han apodado Pussy y con el tiempo se convertirá en Vicky. Al contrario que su propia madre, la reina decide no dar el pecho a su hija, pues según sus propias palabras «no me gustan las mujeres convertidas en vacas lecheras». Tampoco le atraen mucho los bebés, que le recuerdan a las ranas y son «realmente feos».
Tras el nacimiento de su primera hija, Victoria guardó cama dos semanas durante las cuales Alberto se ocupó tiernamente de ella. El príncipe estaba exultante, aquella niña era para él una bendición y a la vez suponía una notable mejoría: ser el padre del futuro heredero de la Corona le concede una mayor relevancia en la corte. La reina está emocionada con tantos cuidados: «Sus atenciones eran propias de una madre. No se habría podido encontrar una enfermera más cariñosa, más atenta y con mejor criterio».
Victoria nunca fue una esposa fácil ni modélica. Tenía poca paciencia con los niños y sus terribles accesos de cólera explotaban sin previo aviso. Alberto no sabía cómo reaccionar ante sus repentinos cambios de carácter y le preocupaba que su esposa hubiera heredado la locura familiar de los Hannover. En una carta a su tutor, el príncipe le confesaba: «Es tan colérica y apasionada… Cuando se pone violenta, me aguijonea con reproches y me acusa de ser ambicioso, celoso y de no confiar en ella… Sólo se me ocurren dos soluciones: bien quedarme en silencio y retirarme discretamente, con lo cual sería como el niño a quien su madre acaba de reprender y se marcha con las orejas gachas; o bien responder a la violencia con la violencia, pero ello daría paso a una escena y detesto con todas mis fuerzas ver a Victoria en ese estado». Victoria, por su parte, reconocía en su diario que tiene un carácter imposible: «Ya sabía antes de casarme que aquí radicaría mi problema». Alberto estaba convencido de que la única forma de calmarla era alejarla poco a poco de los quebraderos de cabeza que le ocasionaban sus obligaciones políticas y reconducirla a su papel de madre.
En 1841 Victoria tuvo que afrontar importantes cambios en su vida; las dos personas que más influencia habían tenido sobre ella en el pasado ya no estarían a su lado. Los tories —que ella tanto odiaba— llegaron al poder y su adorado lord Melbourne dimitió. En realidad sus continuos embarazos no la privarían del placer de cartearse con su ex ministro y fiel amigo. Aunque el hombre de confianza de Alberto, el barón Stockmar, se presentó en la casa de Melbourne para exigirle que pusiera fin al intercambio casi diario de correspondencia que mantenía con la reina, éste ignoró sus palabras. En los meses siguientes Victoria recibiría como antaño ramos de rosas y de laurel, además de sus cartas llenas de afecto y los consejos de un político curtido en mil batallas.
Cuando la soberana dio a luz a su segundo hijo, Eduardo, el príncipe decidió que se ocuparía personalmente de la educación y el cuidado de los niños. Al nacimiento de Bertie, como todos llamaban al príncipe heredero, le seguirían Alicia, Alfredo, Elena, Luisa, Arturo, Leopoldo y, en 1857, Beatriz, madre de la futura reina de España, Victoria Eugenia. Alberto, que seguía quejándose abiertamente del papel que desempeñaba la baronesa Lehzen —«esa estúpida intrigante, loca y endiosada con obsesiva sed de poder», como él la describía—, tomó cartas en el asunto para perderla de vista. Con mucho tacto y esperando el momento propicio, le anunció a su esposa que Lehzen había aceptado jubilarse y regresar a Hannover a vivir con su hermana. Esta vez Victoria comprendió el mensaje y se resignó a perder a la mujer que le había servido durante tantos años y la había protegido de las intrigas de Conroy. Su abnegada institutriz viviría el resto de sus días rodeada de los recuerdos de su pupila.
Tras su marcha, Alberto se sintió liberado, pero aún le quedaba algo por hacer. Por propia iniciativa, y con su habitual mano izquierda, consiguió reconciliar a Victoria con su madre. Si en el pasado la duquesa de Kent había sido una mujer estricta y posesiva, la llegada de los nietos la transformó en una abuela entrañable. Alojada en Clarence House, apenas distante diez minutos a pie del palacio de Buckingham, podía visitar a diario a sus nietos y jugar un rato con ellos. Para la soberana, la presencia de los pequeños sería un gran apoyo en los tiempos difíciles.
A medida que la familia aumentaba, Alberto organizó la vida diaria de la pareja en función de sus propios horarios. Victoria era noctámbula y pasaba buena parte de la mañana en la cama, pero él la obligaba a levantarse a las ocho y desayunar juntos. Antes de atender la correspondencia daban un corto y saludable paseo por los jardines. Después se dedicaban casi dos horas a dibujar o a hacer aguafuertes. Tras la comida la soberana recibía a sus ministros acompañada cada vez más a menudo por su esposo. Las cenas, los conciertos, las óperas y los bailes ocupaban las noches. Paulatinamente sería Alberto quien marcaría el protocolo y dirigiría las veladas en palacio. El príncipe, que detestaba la frivolidad, sólo permitiría en Buckingham la presencia de hombres y mujeres de intachable reputación, llegando a prohibir la entrada en palacio a los divorciados.
Si durante los primeros años de su reinado Victoria disfrutaba siendo el centro de atención de todas las veladas y recibiendo a los miembros de la alta sociedad, ahora las cosas habían cambiado. En el pasado no había ni una sola heredera ni un atractivo oficial que accediera a la alta sociedad sin haber sido presentados previamente en la corte y sin besar la mano de Su Majestad. Cada semana, en unas pocas horas, podían desfilar frente a la joven soberana cerca de tres mil personas. Los principios austeros y luteranos de Alberto acabarían imponiéndose y las recepciones serían cada vez más espaciadas.
Las cenas en la corte, antaño divertidas, se volvieron aburridas y marcadas por un rígido y engorroso protocolo. Las damas de honor —y los propios invitados— las consideraban directamente un incordio. El único que parecía divertirse era Alberto, quien había establecido para estas veladas todo un ritual. Primero, aparece él ante sus invitados, y un cuarto de hora más tarde, la reina hace su entrada en los salones mientras dos lacayos le abren las puertas con una gran reverencia. Una vez sentados a la mesa, el príncipe habla de política o de literatura germana con su primer ministro Peel o con algún pariente llegado en visita de Coburgo. Qué lejos quedan para Victoria las entretenidas y en ocasiones «picantes» conversaciones que mantenía con su querido lord Melbourne y los juegos de cartas junto a la chimenea que se alargaban hasta la madrugada. Los domingos la pareja real asiste del brazo a misa en la nueva capilla de Buckingham rodeados del personal de palacio. Alberto, empeñado en alejar a su esposa de sus obligaciones políticas, se siente satisfecho al ver su cambio: «He hecho pública mi satisfacción al hallar tan feliz a la soberana y he añadido la esperanza de que busque y encuentre, poco a poco, la plena felicidad, exclusivamente en el ámbito familiar», le diría a Stockmar a la salida del bautizo de su hijo Bertie.
Los que conocían bien a la temperamental Victoria se quedan sorprendidos del cambio que ha experimentado debido a la influencia de su esposo. La reina parece inmensamente feliz en su papel de madre entregada y devota, y de que Alberto se ocupe «de todos sus asuntos», incluidos los domésticos. En una página de su diario podemos leer: «Alberto entró con mi querida hija Pussy, que llevaba un precioso vestido de lana blanco con bordados azules que mamá le había regalado y un gorro muy bonito, y la dejó en mi cama y él se sentó a su lado, y la niña se portó de maravilla. Y al ver a mi amado y valioso Alberto, allí delante, con nuestro amorcito entre los dos me asaltó la felicidad y me sentí muy agradecida a Dios». Imbuida por la moralidad y la austeridad que poco a poco le impone su esposo, Victoria se convierte en una dama perfecta dedicada exclusivamente a traer hijos al mundo, cuidar de su familia y preservar la integridad y respetabilidad del Imperio británico. Para el príncipe su abnegada esposa es el ejemplo de la «nueva mujer», madre prolífica y entregada, ángel del hogar y esposa decente.
La vida de Victoria ha dado un giro inesperado. Se acabaron las fiestas, los bailes hasta la madrugada y las partidas de ajedrez. Para distraerse la reina toma el té con otras mujeres congregadas alrededor de la esposa del pastor de su parroquia. Su día a día discurre dentro de un rígido corsé de prohibiciones donde no tienen cabida las bromas, ni los chismorreos de la corte que antaño tanto la entretenían. Los temas de conversación giran en torno a la familia, los niños, los fallecimientos o los bautizos.
Si la reina en su juventud cautivaba a todos por su naturalidad, alegría y entusiasmo, ahora cada vez se parece más a su «querida mamá» que para Alberto reúne todas las cualidades. El príncipe, aconsejado por el barón Stockmar, ha conseguido suprimir en la soberana todo exceso de entusiasmo y pasión. En 1840, Alberto escribía al barón: «Estoy muy orgulloso de Victoria: últimamente sólo me ha organizado dos escenas. Además a nivel general, cada vez confía más en mí». La admiración y confianza ciega que siente hacia su marido, queda reflejada en las páginas de su diario. Victoria, con inusual ñoñería, anota cómo le enternece ver a su querido esposo tocando el órgano con un bebé en cada rodilla. O alaba el buen gusto de Alberto que también se ocupa de su estilismo y le elige los trajes. La reina, de apenas metro cincuenta y bastante corpulenta, no era nada presumida y odiaba las pruebas de los sastres. Tenía un gran complejo por sus manos, pequeñas y gruesas, y ocultaba sus dedos con muchos anillos. Por fortuna tenía a su lado a Alberto: «Tiene tanto gusto y yo tan poco…», diría emocionada mientras seguía a pies juntillas sus consejos: vestir con sencillez y sin hacer demasiada ostentación.
Al año de casado Alberto ya era insustituible para ella y la acompañaba en todas sus apariciones públicas. Es su secretario privado, su consejero personal y está presente en todas sus entrevistas con los ministros; le asesora, le dicta las cartas y le escribe los discursos. Las desavenencias de los primeros tiempos han quedado atrás. Victoria sólo vive para su esposo y no puede entender cómo en el pasado lord Melbourne había sido el hombre de su total confianza. «No puedo evitar pensar lo artificial de mi felicidad por aquel entonces y lo afortunada que soy por haber encontrado en mi amado marido la felicidad verdadera y estable, que ni la política ni los reveses mundanos podrán cambiar», escribió orgullosa de tener por marido a un hombre tan perfecto.
ALBERTO, EL REY A LA SOMBRA
Victoria idolatraba a Alberto, pero éste no era tan feliz como ella. Los arrogantes lores lo consideraban todavía un extranjero, un príncipe de poca monta, sin territorios ni riquezas. Tampoco compartía con ellos el gusto por el ocio, el juego, las carreras de caballos, ni las conquistas femeninas. El príncipe, que siempre le fue fiel a su esposa, sólo encontraba consuelo en el trabajo. Con la llegada de Robert Peel al gobierno, comenzó a intervenir más activamente en los asuntos de Estado. Aunque al principio Victoria no soportaba a su nuevo primer ministro, llegaría a sentir por él un gran afecto y respeto. El trato que le daba al príncipe acabó por ablandar el corazón de la reina. Los dos hombres simpatizaron desde el primer instante porque tenían mucho en común. Ambos eran puritanos, firmes y trabajadores infatigables. Peel nombró a Alberto presidente de una comisión real de bellas artes destinada a reconstruir el edificio del Parlamento, destruido en un incendio. El trabajo no podía ser más apropiado para él, que amaba el arte y le gustaba relacionarse con hombres distinguidos y a la vez respetables. Se entregó en cuerpo y alma a su nuevo cometido. Pero la siguiente tarea que emprendió con igual dedicación fue aún más agotadora y minó su quebradiza salud. Alberto decidió reformar la organización de la Casa Real y poner orden en las finanzas de la soberana.
En el palacio de Buckingham reinaba un caos absoluto, el servicio era deficiente e indisciplinado, los aposentos incómodos y fríos —las chimeneas no siempre funcionaban— no estaban a la altura de los ilustres invitados que visitaban a Su Majestad. La seguridad dejaba mucho que desear y era frecuente encontrarse escondido a algún polizón en el interior del palacio. Dos semanas después del nacimiento de la princesa Vicky, la nodriza oyó un ruido sospechoso en el dormitorio contiguo al de la reina. La baronesa Lehzen descubrió horrorizada que debajo de un enorme sofá se escondía un chiquillo. El polizón, llamado «el pequeño Jones», era hijo de un sastre y había conseguido entrar en palacio trepando por la pared del jardín y colándose por una ventana abierta. Dos años antes ya se había paseado a sus anchas por los aposentos reales disfrazado de deshollinador. Alberto consiguió mejorar la seguridad en palacio y acabar con los excesos tras años de despilfarro.
La reina y el príncipe forman una familia idílica que posa orgullosa para el pintor oficial de la corte, Winterhalter, rodeados de sus hermosos y sonrientes hijos vestidos con encajes impolutos. El pueblo admiraba su cercanía, sencillez y rectitud moral. La soberana es una figura muy popular y querida por la mayoría. Dieciocho meses después del nacimiento del príncipe de Gales, llegó la princesa Alicia, y al año siguiente el príncipe Alfredo, después la princesa Elena (Lenchen), y dos años más tarde la princesa Luisa. Para Victoria, cada vez más volcada en su numerosa prole, la pompa y etiqueta del castillo de Windsor, donde pasaban largas temporadas, le resultaba mortificante y anhelaba llevar una vida más íntima y retirada. Nunca le gustó esa inmensa fortaleza, alejada de Londres, que le parecía una prisión y donde todo era «aburrido y tedioso». El castillo, que poco había cambiado desde los tiempos de Enrique VIII, no resultaba acogedor para una familia con nueve hijos pequeños. Victoria se quejaba del frío y de las corrientes de aire pero con el tiempo se convirtió en su principal residencia y el lugar donde recibía a las más altas personalidades.
Hacia 1845, y para poder disfrutar de una mayor intimidad, la pareja real se compró con sus ahorros una propiedad en Osborne, al norte de la isla de Wight. En un magnífico emplazamiento se hicieron construir un hermoso palacio de estilo renacentista italiano que amueblaron a su gusto. Aquí, junto al mar y lejos de todas las miradas, la soberana y su familia disfrutaban de una privacidad impensable en Londres. El clima soleado, los extensos jardines de flores que rodeaban el edificio y la pureza del aire eran muy beneficiosos para todos, tal como comprobó en una de sus visitas el doctor Clark, médico personal de Victoria: «Era un lugar saludable para los niños, para los nervios de la reina y los problemas de estómago que padecía el príncipe».
Más adelante la felicidad de Victoria fue completa cuando compraron en Balmoral un antiguo pabellón de caza enclavado en los páramos del condado de Aberdeen, en Escocia. La construcción original fue derruida y en su lugar los monarcas levantaron una residencia más grande, moderna y palaciega. Su emplazamiento era magnífico a orillas del río Dee, lejos de la corte británica y rodeado de bosques. Desde su primer viaje a las Highlands en el verano de 1842, la reina sintió un auténtico flechazo. Lectora asidua de las novelas de Walter Scott, esta tierra de leyendas y paisajes hipnóticos la cautivó. Los escoceses, poco acostumbrados a las visitas reales, recibieron al matrimonio con grandes muestras de aprecio.
A Victoria, las colinas cubiertas de brumas, sus tranquilos lagos de aguas cristalinas y sus mágicos castillos la trasladaron a los escenarios de sus cuentos infantiles. El aire de Escocia le sentaba a las mil maravillas y en medio de sus montañas y bosques se sentía rejuvenecer. En ocasiones la pareja real realizaba románticas escapadas a lejanas montañas en compañía de sus dos criados, Grant y Brown, con nombres falsos para no ser reconocidos. Así lo recordaba Victoria en su diario: «Habíamos decidido llamarnos lord y lady Churchill pero a Brown una vez se le escapó y me llamó “Su Majestad” mientras yo subía al carruaje, y Grant, desde la cabina, llamó a su vez a Alberto “Su Alteza Real”, lo cual nos provocó una carcajada, pero nadie nos descubrió». El castillo escocés de Balmoral, al que sólo se accedía por barco, se convirtió en su refugio favorito. Para los lugareños la reina Victoria era portadora de buena fortuna, una especie de «amuleto de la buena suerte». La veían fuerte, vigorosa, llena de entusiasmo disfrutando al máximo de aquella vida campestre. Le gustaba escalar, montar a caballo, cruzar ríos y alojarse en sencillas fondas. En una ocasión declaró que podía haber vivido así para siempre. Pero esta deliciosa rutina se veía interrumpida cuando la reina debía trasladarse a Buckingham para inaugurar las sesiones del Parlamento, recibir a sus ministros o a importantes visitantes extranjeros.
Alberto se había vuelto un trabajador infatigable y obsesivo, pero sin descuidar la educación de sus hijos. Siente debilidad, y no lo disimula, por su hija Vicky que ya tiene tres años de edad y es una niña muy avanzada. La pequeña ha recibido una rigurosa y esmerada educación. Con sólo año y medio ya daba clases de francés, y antes de los cuatro empezó a hablar alemán. A partir de los seis años estudiaba, entre otras materias, geografía, aritmética e historia. Se convirtió en una alumna aplicada y siempre con ganas de aprender. El príncipe pasa todo el tiempo que puede con ellos y en vacaciones sale a cazar mariposas, les enseña dibujo, poesía alemana y música, supervisando siempre de cerca sus progresos. Al nacer su sexta hija, Luisa, ha previsto un estricto y minucioso plan de estudios para ellos.
De todos sus hijos, Bertie, el heredero al trono, es quien más le preocupa. El niño, que en nada se parece a su modélica e inteligente hermana Vicky, le trae de cabeza. Es revoltoso, simpático y muy divertido, pero no le gusta estudiar. Sus padres deciden redoblar sus esfuerzos para que no caiga en la dejadez, revisan su plan de estudios, amplían el horario de sus clases y seleccionan meticulosamente a sus tutores. «Con seis años, a más tardar, debe confiarse su aprendizaje a un preceptor. Mi deseo es que crezca con las miras puestas en la conducta de su padre, de tal manera que con dieciséis o diecisiete años sea para él un verdadero compañero», opina la reina.
El pequeño es puesto en manos del reverendo Birch, un antiguo maestro de Eton dedicado a encauzar muchachos y conocido por la severidad de sus métodos. Pero el niño, a quien se le impone un plan de estudios aún más riguroso que el de sus hermanas, no mostrará ningún avance. Bertie (futuro rey Eduardo VII) nunca sería como su padre, que se mostraba inflexible y tremendamente moralista con sus hijos varones. Cuando el príncipe heredero cumplió diecisiete años, Alberto le envió un informe detallado explicándole que entraba en la edad adulta y que la vida se compone de deberes. Bertie rompió a llorar y la relación con su padre sería cada vez más fría y tirante.
Y fue en este instante de su vida cuando Alberto decidió organizar una gran Exposición Universal que enseñara al mundo los mayores avances tecnológicos de la civilización. No debía ser sólo un escaparate de las últimas invenciones e ingenios, sino contener alguna lección moral. Para el príncipe, hombre de fe y de firmes convicciones, debía ser además un monumento internacional a las grandes virtudes de la civilización: la paz, el progreso y la prosperidad. Cuando lanzó al aire la idea, el primer ministro Robert Peel se mostró entusiasmado y la reina Victoria, en tono solemne, comentó: «Me siento muy orgullosa al pensar en lo que ha sido capaz de concebir la mente privilegiada de mi amado esposo».
Era un gran reto que contó con el apoyo de todos los sectores y el gobierno autorizó que el recinto se instalara en Hyde Park. Entre todos los proyectos que se presentaron para el edificio principal de la exposición Alberto eligió el del arquitecto Joseph Paxton, famoso por sus diseños de enormes invernaderos. Durante dos años el príncipe trabajó hasta la extenuación y tanta entrega le acabaría pasando factura a su ya débil salud. Sufría de insomnio y se le agotaron las fuerzas. Además, tuvo que enfrentarse a las críticas de quienes pronosticaban un gran fracaso.
Pero todo aquel esfuerzo tuvo su recompensa cuando el 1 de mayo de 1851 la reina, exultante, inauguró la Exposición Universal ante una gran concurrencia de público. Para un día tan señalado Victoria lució un vestido rosa y plateado, y llevaba colgado el famoso Koh-i-Noor que un año antes le ofreció como regalo la Compañía de las Indias. Era el mayor diamante del mundo, con ciento ochenta y seis quilates, y había decorado el trono de los emperadores mongoles en Delhi. La ocasión lo valía.
El rotundo éxito del evento —con más de seis millones de visitantes y cuantiosos beneficios económicos— mejoró enormemente el prestigio de Alberto. Tras la clausura, la soberana en una carta a su primer ministro le expresaba su honda satisfacción: «El nombre de mi querido esposo ha quedado para siempre inmortalizado, y el hecho de que el país así lo haya reconocido me supone una fuente de felicidad y gratitud inmensas».
Pero el príncipe Alberto, lejos de relajarse o tomarse unas merecidas vacaciones tras dos años de arduo trabajo, sigue inmerso en una actividad febril. Inaugura hospitales y museos, pronuncia discursos en la Real Sociedad de Agricultura, se reúne con ministros y secretarios, se ocupa de la vasta correspondencia y escribe interminables memorandos. También saca tiempo para esbozar los planos del castillo que quiere levantar en Balmoral como residencia de descanso para su numerosa familia y se encarga él mismo de su decoración.
Construido en piedra gris, el castillo que diseña Alberto nada tiene que ver con el resto de los castillos escoceses y la mezcla de estilos —de arquitectura gótica, folclore alemán y un toque medieval— deja atónito al visitante. Los cuartos de baño son de estilo gótico, las cortinas y las alfombras son de tartán verde, amarillo y azul. Los sofás han sido tapizados en tela brillante y floreada de chintz, y las paredes del dormitorio de la reina están revestidas de papel pintado de color azul con flores de lis. En los pasillos cubiertos de alfombras cuelgan numerosas cabezas de ciervo y diversas cornamentas. Pero lo más llamativo es la gran hornacina que preside la entrada y que contiene una escultura a tamaño natural del príncipe Alberto vestido con falda escocesa. Cuando el primer ministro de Victoria, lord Rosebery, visitó por primera vez el castillo, comentó: «Pensaba que no podía existir en el mundo algo más feo y de peor gusto que Osborne hasta que un día me invitaron a Balmoral».
Alberto tampoco se da tregua en la remodelación de su residencia de Osborne donde proyecta desde el alcantarillado hasta el diseño de los jardines, una de sus pasiones. A todas estas preocupaciones se suma la indolencia de su hijo Bertie. Su nuevo preceptor, el señor Gibbs, se encarga de recordarle una y otra vez que él es el heredero de la Corona. Alberto ha concebido él mismo un programa educativo para sus dos hijos varones con el asesoramiento del barón Stockmar. El profesor de alemán de Bertie alerta al príncipe de que el método le parece tan inhumano que puede dejarle secuelas a su pupilo. Pero Alberto hace oídos sordos, y considera que sólo con mano dura podrá reconducir al futuro rey de Inglaterra.
El 7 de abril de 1853, Victoria da a luz a su octavo hijo, Leopoldo. Durante el alumbramiento los médicos le han administrado con un pañuelo cloroformo en el rostro, siendo una de las primeras personas en experimentar esta forma de anestesia. El parto sin dolor, «relajante, tranquilizador y delicioso», merece la aprobación de la reina. Sin embargo, como le ocurre tras todos sus embarazos, cae en una depresión y de nuevo aparecen sus temidas explosiones de cólera. La reina está además inquieta porque el recién nacido es menos robusto que el resto de sus hermanos. «Es feo, aborrecible y la cosa más humillante del mundo para una madre», se lamenta Victoria antes de descubrir que está enfermo.
Desde sus primeros pasos el pobre Leo —como todos le llaman— tiene moratones en todo el cuerpo y sufre de manera anormal. El niño padece hemofilia, una enfermedad genética que transmiten las mujeres y que sólo afecta a los hombres. La reina se niega a aceptar que ella haya podido legar esta anomalía conocida como «el mal real» a sus hijos. Hasta el nacimiento del príncipe Leopoldo la soberana nunca sospechó que pudiese ser portadora de enfermedad alguna. En aquel tiempo se pensaba que la genética de las familias reales europeas era superior a la de cualquier plebeyo. Pero Victoria sufría de un severo tipo de hemofilia y dos de sus cinco hijas —las princesas Alicia y Beatriz— transmitirían la enfermedad a sus descendientes, afectando a las cortes de Rusia, España, Rumanía y Prusia.
Durante su niñez la reina se interesaría muy poco por su hijo Leo al que tratan casi como un inválido. Su preocupación se centra más en la salud de su amado esposo y las amenazas de una guerra inminente. El ajetreo, las reuniones y la lista interminable de cenas que han tenido que organizar con motivo de la clausura de la Exposición Universal le han debilitado. A sus treinta y tres años, Alberto parece un anciano. El antaño apuesto príncipe de película es ahora un hombre algo encorvado que comienza a perder pelo, sufre reuma en el hombro y frecuentes dolores de estómago. Su débil salud se resiente aún más por la dura y larga batalla que le enfrenta a su peor adversario, lord Palmerston, ministro de Asuntos Exteriores. Este veterano político que había dedicado toda su vida al gobierno de su país, consideraba al príncipe un extranjero, un hombre insignificante cuyo único mérito había sido casarse con la reina. Con su audacia, y sin contar con el visto bueno de la soberana, en más de una ocasión había puesto en peligro las relaciones diplomáticas y la política internacional. Finalmente tras una larga y dura batalla, que ganaría Alberto, el ministro fue destituido. Pero el triunfo del príncipe no duraría mucho.
En 1854, Francia y Gran Bretaña declararon la guerra a Rusia para entrar en el conflicto de la guerra de Crimea. Durante aquellos meses de tensiones y delicadas maniobras diplomáticas, las críticas contra la destitución de Palmerston, un político valiente y muy admirado por el pueblo, no se hicieron esperar. En cuanto se conoció su renuncia se produjo un estallido de ira y odio hacia la figura del príncipe. Comenzaron a circular rumores de que el esposo de la reina era un traidor al servicio de la corte rusa, que había obligado a Palmerston a abandonar el gobierno, para dirigir él mismo la política exterior de Inglaterra y favorecer los intereses de los enemigos del país.
Para Alberto fue uno de los momentos más duros y humillantes de su vida. Durante semanas tuvo que leer en los periódicos los peores insultos contra su persona. De nuevo, y a pesar de entregarse en cuerpo y alma a sus obligaciones como príncipe consorte, le acusaban de ser alemán y no tener ningún derecho a inmiscuirse en los asuntos de gobierno.
Todo este revuelo puso sobre la mesa un tema de gran importancia: la definición exacta de las funciones y de los poderes de la Corona. Algún tiempo después, cuando se reunió el Parlamento, los líderes de los dos partidos pronunciaron en las dos cámaras discursos a favor del príncipe en los que declararon su irreprochable lealtad al país y reivindicaron su derecho a aconsejar a la soberana en todos los asuntos de Estado. Victoria estaba encantada con la resolución y comentó al barón Stockmar: «La posición de mi dueño y señor ha quedado definida de una vez por todas, y sus méritos han sido reconocidos en todas partes como se merece». Unos días más tarde estalló la guerra de Crimea y el patriotismo del príncipe quedó fuera de toda duda.
En 1855, el viejo rival del príncipe, lord Palmerston, se convertía en primer ministro de Inglaterra pero su relación con la pareja real dio un cambio radical. El veterano político se volvió menos dictatorial y ahora escuchaba con atención las sugerencias de la Corona. Además, se mostraba impresionado por los conocimientos del príncipe a quien invitaba a participar en los consejos de ministros donde se decidían las operaciones militares. Como el asedio a Sebastopol se eternizaba, y el número de bajas resultaba sobrecogedor, Palmerston le sugirió a la reina que invitara a Windsor a Napoleón III. El emperador había manifestado su deseo de acudir en persona a Crimea para tratar de desbloquear el conflicto.
El primer ministro tenía claro que si Napoleón visitaba el frente se adueñaría en exclusiva de la victoria, algo que Inglaterra no podía permitir. La reina tenía que disuadirle de sus planes y de paso estrechar aún más las relaciones entre los dos países. Aunque Victoria consideraba a Napoleón un advenedizo de mala reputación que le había usurpado el trono al pobre anciano Luis Felipe, cuando le conoció cayó rendida ante sus encantos. Descubrió que ambos tenían muchas afinidades: «Monta muy bien a caballo, tiene un porte elegante y baila con gran vivacidad», anotaría en su diario. Pero sobre todo Napoleón escuchaba embelesado al príncipe Alberto y este detalle acabó por ablandar el corazón de la reina.
En aquella visita histórica en el mes de abril, Victoria pudo conocer mejor a la emperatriz Eugenia de Montijo que le pareció una mujer alegre y de gran sencillez, y no la «mujer fatal» descrita por lord Cowley, embajador inglés en París. La soberana admiraba la elegancia y el estilo de la española, que lucía llamativas crinolinas parisinas que realzaban su esbelta figura. A su lado Victoria, de baja estatura y bastante rechoncha, vestida con ropa de estridentes colores y poco favorecedora, apenas se distinguía. Pero ella era la reina de Inglaterra y eso le bastaba. Nunca mostró un ápice de envidia hacia la emperatriz, al contrario, en su diario anotó que hasta Alberto había apreciado su belleza y encanto: «Estoy satisfecha de verle tan deslumbrado, pues resulta tan inusual verle así con una mujer».
Desde aquel primer encuentro se hicieron buenas amigas y en el futuro compartirían el dolor por la trágica muerte de sus seres más queridos. Cuando sus ilustres huéspedes abandonaron Windsor, la reina lo sintió mucho pero pronto les devolverían la visita y viajarían a París con motivo de la Exposición Universal. El 8 de septiembre la ciudad de Sebastopol, tras un duro asedio, caía en manos de las tropas franco-británicas y Rusia se vio obligada a firmar la paz. Victoria y Alberto celebraron el fin de aquella sangrienta guerra en la intimidad de su residencia de Balmoral.
Pero hubo otros importantes acontecimientos en la vida de Victoria y Alberto que les hicieron olvidar por un instante los horrores de la guerra. Un año más tarde, en septiembre de 1856, la reina descubre que está encinta y la noticia le causa una nueva depresión, humillada por este noveno embarazo y por la deformación de su cuerpo. Está convencida de que no sobrevivirá al parto y se muestra muy nerviosa y excitable. El barón Stockmar y el doctor Clark temen más «por la salud mental de Su Majestad que por su salud física».
La reina ha demostrado ser una mujer de gran fortaleza pero sus ataques de cólera son imprevisibles y van en aumento. Alberto le recrimina su comportamiento delante incluso de sus hijos y como las escenas son más frecuentes y se agravan, le manda un largo informe que concluye con esta frase: «Mi amor y mi compasión son ilimitados e inagotables». Finalmente, y de nuevo con la ayuda del cloroformo, la reina da a luz a la princesa Beatriz, en un delicado parto que ha durado catorce horas.
Con este nuevo nacimiento la Corona británica goza de una solidez nunca antes vista. Y es en este momento cuando Victoria reclama a lord Palmerston el título de «príncipe consorte» que su marido lleva esperando desde hace ya dieciséis años. Victoria amenaza con negarse a abrir la siguiente sesión del Parlamento, si en esta ocasión su petición no es escuchada. El 25 de junio de 1857 ella misma le concede a su marido el título que cree tanto le corresponde. A pesar de su buena voluntad, el príncipe Alberto de Sajonia-Coburgo-Gotha seguiría siendo el mismo extranjero de siempre. Su nuevo título no impedirá las críticas de los periódicos hacia su persona y las caricaturas que tanto hieren su amor propio.
A principios de 1858 la princesa real Vicky contrajo matrimonio con el príncipe heredero Federico Guillermo de Prusia. Para el príncipe Alberto y la reina que las casas reales de Inglaterra y de Prusia se unieran mediante el matrimonio de su hija primogénita era un sueño hecho realidad. En esta ocasión este matrimonio político era también una boda por amor. La reina Victoria, que transmitió a todos sus hijos devoción por su país, se negó a que la boda de su hija se celebrara, como había solicitado la corte prusiana, en Alemania. La idea simplemente le parecía «demasiado absurda». Después de todo, exclamó con orgullo: «No todos los días se casa uno con la hija mayor de la reina de Inglaterra».
Alberto, desde el anuncio del compromiso, desea preparar a su hija para el papel que tendrá que desempeñar. En los días previos a la boda se encierra con ella a diario, entre las cinco y las seis de la tarde, y le hace leer insoportables memorandos redactados por el barón Stockmar. La reina sufre en silencio por el tiempo que Alberto le dedica a su adorada Vicky. El príncipe ha decidido además que comparta con ellos todas las veladas. En su diario Victoria confesaría: «Hemos cenado con Vicky. Normalmente nos deja hacia las diez y, en ese momento, siento la desconcertante felicidad de quedarme a solas con mi queridísimo Alberto».
La realidad es que la enfermiza pasión que el príncipe siente por su hija mayor genera en la soberana un profundo malestar. Sin embargo, en el fondo de su corazón, lo que más le preocupa a Victoria es el futuro de la joven. Sabe que los prusianos, que preferirían ver a su heredero casado con una gran duquesa rusa, no iban a recibir a Vicky con los brazos abiertos: «No me hago a la idea de ver a mi hija camino de Berlín, lo que es poco más o menos que ponerla en manos del enemigo». Alberto también estaba muy afectado con la idea de perder a su hija predilecta y la más parecida a él.
El breve reinado de la princesa real Vicky en la «fría y poco confortable» corte de Potsdam no iba a ser un lecho de rosas. Criticada por su origen inglés, fue relegada al ostracismo tanto por los Hohenzollern como por la corte de Berlín. Su vida familiar estaría marcada por las tragedias y la mala relación con sus hijos varones. Con sólo diecisiete años se quedó encinta, lo que supuso una honda preocupación para su madre. Durante el embarazo, diagnosticado de riesgo, los consejos de la reina a Vicky se duplican. Victoria, madre de nueve hijos y a punto de ser abuela, mantendría una nutrida correspondencia con ella. La soberana no comparte en absoluto su alegría por el embarazo, y, como de costumbre, se muestra muy sincera respecto a la maternidad: «Querida, lo que dices sobre el orgullo de dar vida a un alma inmortal es un bello pensamiento; ahora bien debo reconocer que no comparto tu opinión. Sí pienso, en cambio, que en este momento en que nuestra naturaleza se hace tan animal y tan poco fascinante somos como vacas o como perras».
El barón Stockmar, al enterarse del tono de las cartas, alertó a Alberto para que pusiera fin a aquella «aborrecible» correspondencia de la reina. A partir de ese instante los comentarios de Victoria a su hija se limitarían a temas de índole doméstico y consejos maternales: «Vicky, debes caminar, lavarte el cuello con vinagre, abrir las ventanas tres veces al día y colocar el termómetro al lado de cada una de ellas, y exigir el acondicionamiento de los cuartos de baño y los retretes». La reina no confía en los médicos alemanes y envía a su comadrona y a su propio partero. Como su madre temía, Vicky tras dar a luz entró en coma y durante varios días se debatió entre la vida y la muerte. Su hijo, el futuro káiser Guillermo II, nació muy débil y las complicaciones del parto le dejarían para siempre las secuelas de un brazo inerte y atrofiado.
Más adelante la pareja real sufriría un nuevo revés al morir dos de sus ocho hijos antes de llegar a la edad adulta. Cuando en 1888 el príncipe Federico se convirtió en rey de Prusia y emperador de Alemania, apenas podría introducir las reformas que había soñado. Fallecería tres meses después víctima de un cáncer de laringe. Vicky, la niña mimada de Alberto, antes de cumplir los cincuenta años era una emperatriz viuda, desconsolada y marcada por las tragedias familiares. Su primogénito y heredero al trono, el káiser Guillermo II, con quien mantuvo una compleja relación, la apartaría definitivamente del poder.
Aquel año Alberto no sólo se vio privado de la compañía de su hija mayor sino también de alguien muy importante en su vida. El barón Stockmar, que durante veinte años había desempeñado «la trabajosa y agotadora labor de amigo paternal y consejero de confianza del príncipe y de la reina», decidió que había llegado el momento de retirarse. Tenía setenta años, estaba cansado y regresó a su casa en Coburgo. Se sentía orgulloso del legado que dejaba atrás. Había hecho del príncipe un trabajador incansable y un ejemplo de virtud y perseverancia. En su ausencia Alberto seguiría esforzándose por llegar a lo más alto, y siempre fiel al consejo de su preceptor: «Jamás olvide sus deberes».
Para superar la tristeza que siente por la partida de su hija se sumerge aún más de lleno en el trabajo. No se contenta con leer y tomar nota de todos los despachos que provienen de Europa o del imperio, dirige los destinos de la Universidad de Cambridge, organiza conferencias a las que invita a las mayores personalidades del momento, se reúne con el conservador de la National Gallery o se enfrasca en la reforma de las escuelas públicas. El día de su cumpleaños lo celebra en familia y recibe encantado los regalos de la reina, siempre tan de su gusto. Alberto ha cumplido treinta y nueve años, pero aparenta sesenta.
Victoria sabe que está extenuado y que su frágil constitución no está preparada para hacer frente a tanto esfuerzo. Los ratos de esparcimiento y diversión han quedado atrás, y ya ni siquiera salen cada mañana a pasear o a hacer ejercicio juntos. Se ha convertido en un tipo hipocondríaco y depresivo entregado al trabajo de un modo patológico. Los compromisos sociales se han reducido a la mínima expresión, y las fiestas en palacio se cuentan con los dedos de la mano. La pareja real cada vez se acuesta más temprano y a primera hora de la mañana ya están en pie para seguir una rutina absorbente a la que dedican cada vez más horas.
El príncipe, del que la reina de Inglaterra sigue enamorada como el primer día, es ahora un hombre enfermizo y melancólico. Ha engordado, está muy pálido y casi calvo. En una carta a su querida Vicky le confiesa que por las mañanas en Balmoral se pone una peluca para evitar coger frío y enciende la chimenea a escondidas de su madre. Sus detractores, que antes le comparaban con un tenor de ópera, ahora se mofan de él diciendo que parece un mayordomo. A pesar de ello, Victoria y Alberto aún forman una sólida pareja. Coincidiendo con el vigésimo primer aniversario de bodas, Alberto escribiría: «Mañana celebramos nuestro aniversario de bodas y, aunque hemos soportado todo tipo de tempestuosas inclemencias, nuestro amor sigue floreciente y fresco como el primer día…».
LA VIUDA DE WINDSOR
A principios de 1861, la duquesa de Kent, madre de Victoria, falleció de manera inesperada. Era la primera vez que la reina perdía a un ser querido y su desaparición le hizo sentir un gran vacío. En los últimos años su relación con ella había sido más estrecha y pasaba mucho tiempo en su compañía. Aunque siendo joven reconoció a lord Melbourne que «nunca había querido a su madre», con el tiempo descubriría que Conroy y su institutriz Lehzen se habían interpuesto entre ellas para sus propios fines. El horror de la muerte se apoderó por primera vez de Victoria, que llenó páginas y páginas de su diario describiendo las últimas horas de su madre y la impresión que le causó su cuerpo inerte. A falta de Vicky, es su hija Alicia quien ahora se encarga de consolarla. Toda la corte está en duelo y Victoria cae en una profunda depresión.
El matrimonio se retira a Osborne y durante tres semanas la reina cena sola en su habitación. Alberto se siente impotente y preocupado por el estado nervioso de su esposa. «No me resulta fácil reconfortarla y darle ánimos», le confiesa a Stockmar en una carta. Mientras finalizan las obras del mausoleo que la soberana ha hecho levantar en Frogmore, los restos de la duquesa de Kent reposan en la capilla de Windsor. Victoria acude allí cada día a rezar y regresa consumida por el dolor. «Reconozco que tienes razón —le confiesa en una carta a Vicky—, no quiero sentirme mejor. Tengo la cabeza a punto de estallar y no puedo soportar el menor ruido. Llorar me alivia y, aunque desde la noche del miércoles no he vuelto a tener ninguna crisis violenta, éstas van y vienen durante el día y mitigan las heridas abiertas del corazón y del alma».
Ante la ausencia de la soberana en Londres corre el rumor de que ésta ha perdido el juicio. Alberto recibe cartas de todas las cortes europeas preguntando por la salud de su esposa. La muerte de su suegra, la reclusión de Victoria, su delicado estado de nervios y la cantidad de cartas de condolencia que se ve obligado a responder le sobrepasan. Sus preocupaciones parecen no tener fin. A la felicidad por la boda de su hija Vicky se suma la consternación por el comportamiento de su hijo Eduardo.
El joven se ha convertido en un príncipe encantador y frívolo al que le gusta disfrutar de los placeres de la vida. Ha estudiado en Oxford y en Cambridge, pero sin que sus conocimientos hayan aumentado sensiblemente. Aunque acaba de cumplir los veinte años, las jóvenes atractivas le interesan más que la política. El 12 de noviembre, el príncipe Alberto recibe una carta del barón Stockmar que le afectará mucho. En la misma le informa de las malas andanzas de Bertie por Irlanda, donde recibía instrucción militar. Al parecer Eduardo había mantenido relaciones íntimas con una bella actriz llamada Nellie Clifden, y en público la presentaba como la futura princesa de Gales. Para Alberto, que llevaba veinte años imponiendo en la corte una estricta moralidad, la posibilidad de que su hijo se prometiera con una actriz fue un golpe devastador. En una dura carta le recordó al heredero de la Corona cuáles eran sus obligaciones y le recriminaba que «hubiera caído en la depravación y el vicio más bochornosos».
Tras la fatídica noticia Alberto no puede dormir y reconoce que se encuentra «francamente mal, aguijoneado por toda clase de dolores». Unos días más tarde, y a pesar del frío y de la lluvia, el príncipe acude a visitar los edificios de la nueva academia militar de Sandhurst. Regresa calado hasta los huesos y con escalofríos pero mantiene intacta su actividad. A pesar del reumatismo que sufre tiene aún otra obligación que cumplir: desplazarse a Cambridge para hablar cara a cara con su hijo Eduardo. Tras una larga conversación y las disculpas del príncipe heredero, éste le promete a su padre celebrar lo antes posible su boda con su prometida, la princesa Alejandra de Dinamarca (conocida como Alix), hija del rey Cristián IX.
Además de ocuparse de los devaneos amorosos de su hijo, Alberto tiene en aquellos días que afrontar problemas más serios. En abril de 1861 estalla la guerra civil en Estados Unidos y todo parece indicar que Inglaterra, a causa de una violenta disputa con los estados del Norte, puede verse implicada en el conflicto. El entonces ministro de Asuntos Exteriores, lord John Russell, ha presentado a Su Majestad un duro comunicado y el príncipe se da cuenta de que si lo envía tal como está redactado, la confrontación será inevitable. A pesar de estar ya muy enfermo, Alberto escribe una serie de sugerencias para modificar el borrador y suavizar el lenguaje. Finalmente, el gobierno de Su Majestad aceptó los cambios y se evitó la guerra. Fue el último memorando, de los miles que redactó en su vida.
El príncipe Alberto, a diferencia de Victoria, no le teme a la muerte. En una ocasión le dijo a su esposa: «No me aferro a la vida, tú sí lo haces; yo en cambio no le doy importancia. Estoy seguro de que si padeciera una enfermedad grave me daría por vencido y no lucharía por la vida. No me interesa tanto seguir viviendo». Cuando llevaba varios días enfermo, le confesó a un amigo que estaba convencido de que tenía los días contados. Si su enfermedad se hubiera diagnosticado desde el principio, podría haberse salvado con un tratamiento adecuado. Pero su médico de cabecera, sir James Clark, se equivocó al juzgar los síntomas. Lo que en un primer momento fue un vulgar resfriado acabó con un pronóstico más grave: fiebres tifoideas.
En la fría noche del 14 de diciembre, Alberto moría en su lecho del castillo de Windsor, tras veinte días de agonía, rodeado de su numerosa familia. Durante la mañana, uno por uno, todos los hijos pudieron despedirse de su padre en silencio. Victoria, que no se había separado ni un segundo de su lado, al comprobar que ya no respiraba, lanzó al aire un grito desgarrador y salió corriendo de la habitación. «Lloré y recé hasta perder el sentido. ¡Oh, Dios mío, por qué no me volvería loca allí mismo!», anotó en su diario con mano temblorosa.
Era una viuda inconsolable, malhumorada y culpaba a Bertie de la muerte de su padre. Estaba convencida de que los disgustos que le había dado en las últimas semanas habían agravado su delicada salud. Victoria, que siempre consideró al heredero un «frívolo, indiscreto e irresponsable», le confesaría a su hija mayor: «No puedo, ni podré, mirarlo a los ojos sin estremecerme». Desde el primer instante las hijas de la reina temen por la reacción de su madre y no la dejan nunca sola. Alicia duerme a su lado y una enfermera le administra láudano para que consiga conciliar el sueño. Pero ni la presencia de su pequeña Beatriz, de cuatro años, ni el cariño de los suyos podrán aliviar su gran abatimiento.
Los hijos siempre ocuparían un lugar secundario en el corazón de la soberana. En una carta a un familiar de la rama de los Hannover, Victoria reconocía con su habitual franqueza: «No hallo ninguna compensación en la compañía de mis hijos. Es más, pocas veces me encuentro a gusto con ellos. Me pregunto por qué ha tenido que dejarme Alberto y ellos continúan a mi lado…». Nunca se recuperaría de la muerte de su esposo y su depresión, que arrastraría durante cuatro décadas, entorpecería su labor de Estado.
La reina Victoria se negaba a aceptar que su marido la hubiera abandonado en la flor de la vida, con sólo cuarenta y dos años. Ella, que tantas veces había imaginado una vejez apacible junto a él y disfrutando de sus nietos. En una carta al rey de Bélgica se muestra totalmente abatida e indignada por lo que le ha sucedido: «¡La felicidad ya no existe para mí! ¡La vida se ha terminado para mí! […] ¡Oh! Desaparecer así en la flor de la vida, recordar nuestra vida doméstica, pura, feliz, sosegada, que era lo único que me permitía tolerar la posición que ocupo y que tanto detesto, truncada a los cuarenta y dos años, cuando yo tenía la esperanza, la certeza instintiva de que Dios no nos separaría jamás, de que nos dejaría envejecer juntos (aunque Alberto siempre hablaba de la brevedad de la vida), ¡es demasiado terrible, demasiado cruel!».
El rey Leopoldo está seriamente preocupado por la salud mental de Victoria y le recomienda que abandone cuanto antes Windsor y se retire a su residencia de Osborne. Antes de partir la reina elige el lugar exacto en el que debe erigirse el mausoleo que albergará el cuerpo de su marido, en Frogmore, no muy lejos de donde descansa su madre. Como está convencida de que va a morir pronto, encarga esculpir su propia estatua yacente de mármol blanco, al mismo tiempo que la del príncipe consorte.
Sin reparar en gastos manda levantar una gran capilla octogonal inspirada en el estilo de las iglesias italianas del siglo XIII y decorada con pinturas que recuerdan a las de Rafael, artista admirado por el príncipe. Los suelos y las paredes interiores son de mármol, una enorme cúpula de cobre se alza a veinte metros de altura y cinco ángeles de bronce velan el sarcófago. Victoria tardaría aún casi cuarenta años en reunirse con Alberto en ese mausoleo cuyo elevado coste provocó airadas críticas en la prensa. Lady Longford, biógrafa de la reina, describía así su estado emocional en aquellos días: «No era una histérica que necesitara una fuerte bofetada sino una persona desgarrada por una herida espantosa».
Además del dolor por su ausencia, Victoria se siente paralizada e incapaz de seguir la obra colosal que su marido había emprendido al servicio de Inglaterra. Alberto era su único apoyo, se encargaba de todo, de los asuntos domésticos, de la educación de sus hijos, de dictarle los discursos y cada carta que escribía. Le elegía los vestidos más favorecedores, e incluso cómo debía posar para los pintores y escultores y así legar una imagen de la monarquía digna de admiración. A pesar de su miedo por no estar a la altura de su adorado esposo, desde el primer instante está decidida a continuar su obra y no permitir que nadie se interponga en su camino. Así se lo hace saber a su tío Leopoldo: «Me gustaría insistir en una cosa, y es en mi firme resolución, en mi irrevocable decisión de que sus deseos, sus planes con respecto a todo, sus opiniones sobre todas las cosas, ¡han de convertirse en mi ley! Y no hay poder humano que pueda desviarme de lo que él decidió y deseaba». Por débil y destrozada que se sienta no está dispuesta a que nadie se atreva a guiarla o dirigir sus pasos.
Ante su repentina viudez y las preocupaciones familiares, Victoria fue retirándose de la vida pública provocando el desconcierto de muchos miembros de la sociedad y su gobierno. En los primeros meses, se sentía tan afectada que se negó a atender a sus ministros. La princesa Alicia asumiría el papel de secretaria no oficial y haría de intermediaria entre su madre y el gobierno. Sin embargo, al cabo de unas semanas, lord Russell se atrevió a advertir a la reina de que esa situación no podía continuar y que no era bueno para la monarquía que se aislara y se desinteresara de todo.
En un comunicado a su primer ministro lord Palmerston, la soberana le comunicó que «no soportaría en sus condiciones ningún cambio de gobierno». Victoria le pedía además que enviara un recado al jefe de la oposición, el conservador lord Derby, diciéndole que una crisis política en esos momentos tan delicados para ella podría hacerla perder la razón. Finalmente, y tras interminables discusiones, Palmerston consiguió que la desconsolada viuda accediera a presidir su primer consejo privado. Sin embargo, permaneció en la sala contigua con la puerta abierta, sin ser vista.
Victoria, que se mostraba más egocéntrica y altiva que nunca, no quería revelar en público su dolor y ser el centro de todas las miradas. Durante un largo período de tiempo sería una reina ausente y casi desconocida para su pueblo. Sumida en una profunda melancolía, vestida de riguroso luto, viajaba casi como una autómata de Windsor a Osborne y de Osborne al imponente castillo gris de Balmoral. Rara vez ponía el pie en Londres, se negaba a asistir a las ceremonias de Estado y a relacionarse con la sociedad.
Sólo la boda de su hija Alicia con Luis IV, gran duque de Hesse-Darmstadt, hizo salir a la reina Victoria de su reclusión. La ceremonia tuvo lugar en el castillo de Osborne, sin lujos y en la más estricta intimidad. El ajuar de la novia era negro, los caballeros que asistieron al enlace vestían de luto y las damas en color malva. La vida de la princesa Alicia en la corte alemana de Darmstadt, debido a las dificultades económicas, las tragedias familiares —su hijo Federico falleció a los dos años y medio a causa de la hemofilia— y las desavenencias conyugales, sería muy desgraciada. Alicia, la gran duquesa de Hesse, pereció demasiado joven víctima de un brote de difteria. Su sexta hija Alejandra se casaría con el zar Nicolás II de Rusia y transmitiría el gen de la hemofilia al príncipe heredero, el zarevich Alexei. Todos los miembros de la familia imperial rusa serían ejecutados tras el estallido de la revolución en 1918. La reina Victoria moriría antes de ver el trágico fin de la dinastía Romanov.
Al tiempo que la soberana asistía a las bodas de sus hijos y se convertía en abuela, mantenía un duelo interminable marcado por un culto exagerado y enfermizo hacia la figura de Alberto. Su hija mayor Vicky, en una carta desde Windsor a su esposo, le comenta sobrecogida: «Resulta tan conmovedor ver a mamá, se la ve tan joven y tan bonita con su cofia blanca y con sus velos de duelo… Aún sigue durmiendo tapada con el abrigo de papá, con la querida bata roja a su lado y con algunas de sus prendas de vestir sobre su cama. A partir de ahora la pobre mamá deberá acostarse y levantarse sola cada día. Amaba a papá como si estuvieran recién casados, y deseaba con anhelo otro hijo. Pero ahora todos deambulamos desorientados, como un rebaño sin pastor».
Victoria ha convertido el gabinete azul de Alberto en una capilla ardiente en memoria de su difunto esposo. Ha mandado pintar las paredes de nuevo y coronas de flores yacen sobre su lecho. Ha pedido a la servidumbre que no toquen ni cambien un solo objeto de la habitación. Cada día, el viejo Richard, ayuda de cámara de Alberto, deposita en un diván la ropa del príncipe, su chaleco, sus zapatos y sus calcetines. En el cuarto de aseo se llena el jarro con agua caliente, como si su señor fuera a afeitarse. Cada noche, prepara su batín y su camisón. Durante casi cuatro décadas en el castillo de Windsor se mantendría este mismo ritual en las dependencias del difunto.
La reina ha ordenado que en la cabecera de cada una de las camas reales de Windsor, Osborne y Balmoral, se coloque una foto de Alberto, en el lado derecho, que era el lugar donde dormía cada noche junto a ella. Encarga docenas de bustos del príncipe que la soberana siempre tendrá a su lado para que el mundo recuerde la figura de su esposo. Durante cuatro años Victoria viviría recluida en su dolor y censurando cualquier diversión. En la corte impuso un estricto luto: los carruajes, las libreas de los sirvientes y los arreos de los caballos son negros, y hasta el papel de cartas que utiliza Su Majestad tiene una franja negra.
Sin Alberto a su lado para presidir las cenas y animar las conversaciones, se niega a recibir a los soberanos extranjeros y a alojarlos en Buckingham. En la verja del palacio, ahora desierto, un gracioso ha colgado un letrero en la verja que dice así: «Se alquila o se vende este edificio, en virtud de que sus últimos inquilinos se niegan a seguir con su oficio». Huyendo de sus obligaciones, la reina ponía en serio peligro el futuro de la monarquía. Aunque amenazó con abdicar en su hijo, éste no estaba preparado para asumir el trono. Eduardo, tras la muerte de su padre, fue enviado de gira por Oriente Próximo y en 1863 contraería matrimonio con la princesa danesa Alix. Una boda que, al igual que la de su hermana Alicia, se celebrará sin lujos y con una lista de invitados muy reducida.
Por aquellos días Victoria piensa seriamente en abdicar y le confiesa a una amiga que «el trabajo de reina ya no le interesa». Cuando Palmerston y Russell le sugieren que implique más a su hijo Bertie en los asuntos del reino, ella se niega categóricamente. Para Victoria el príncipe de Gales, a sus veintidós años, le sigue pareciendo demasiado joven, inexperto y frívolo. Hasta 1898 Victoria le excluiría deliberadamente de los asuntos de gobierno. Tras la boda los príncipes de Gales se han instalado en Londres, en la mansión de Marlborough House, pero no pueden escapar al control de la reina que se inmiscuye constantemente en sus vidas. En 1863, el ministro lord Stanley se lamenta: «En Londres se habla mucho del modo en que la reina controla al príncipe y a la princesa de Gales en los menores detalles de su existencia. No tienen derecho a cenar fuera, salvo en las casas que ella autorice expresamente, ni invitar a nadie a cenar, si no cuentan con su aprobación; sólo le permite a la princesa Alix dar dos o tres paseos a caballo por el parque. Cada día la reina recibe un informe minucioso de todo cuanto acaece en Marlborough House».
Las preocupaciones de la soberana tienen su fundamento. Bertie ha heredado la vena juerguista de su tío abuelo Jorge IV y en su residencia organiza divertidas cenas, partidas de cartas, y asiste con frecuencia a fiestas, a la ópera y al teatro. Son jóvenes, atractivos y viven de manera desahogada, alternando con lo mejor de la sociedad británica. Lo que la reina también ignora es que el heredero al trono y su bella esposa son cada vez más populares, y en sus escasas apariciones públicas son aplaudidos por el pueblo con gran entusiasmo. Mientras ella pasa sus días acudiendo a diario al mausoleo de su marido y encerrada en el gabinete azul de Alberto rodeada de sus papeles y escritos, el príncipe de Gales se ha convertido en el centro de todas las miradas. En una Inglaterra marcada por el luto, la presencia del príncipe, cercano y campechano, junto a su elegante y joven esposa que viste a la última moda, causa sensación.
El rey Leopoldo de Bélgica, para despertar los celos de Victoria y obligarla a salir de su prisión, le comenta el éxito de la joven pareja entre sus súbditos. A los pocos días la soberana inaugurará una exposición de horticultura y al sentir de nuevo el cariño del pueblo, escribirá orgullosa a tu tío Leopoldo: «Los príncipes de Gales están hundidos… Es evidente que la gente no se detiene ante ellos, ni corre como siempre han corrido detrás de mí, no gozan del fervor que ahora tanto me dedican».
Cuando Victoria cumple los cuarenta y seis años sigue siendo una viuda inconsolable. Ni los nacimientos de sus nietos, ni el trabajo que se acumula en su gabinete consiguen librarla de su profunda depresión. Poco a poco su físico se ha ido deteriorando y parece mucho mayor. Sus amplios vestidos de crespón negro ocultan su sobrepeso y los rasgos de su rostro se han endurecido. Sus ojos saltones —casi siempre llorosos—, su enorme papada y el rictus amargo de su boca en nada recuerdan a la encantadora y dulce princesa del pasado.
La reina soporta muy mal la soledad y se obstina en mantener a sus hijas cerca de ella para servirla y distraerla. Su pena alimenta un desmesurado egoísmo hacia los suyos. Se lamenta de que su hija Alicia, excelente enfermera que ya cuidó de su padre durante su larga enfermedad, no pueda estar a su lado. En una carta a su tío Leopoldo le dice: «Es necesario que tenga una hija casada cerca de mí y, de este modo, no tenga que rebajarme continuamente en busca de ayuda, ni haya de ir sorteando al límite de mis fuerzas los apuros que me van surgiendo cada día. Es demasiado cruel. Tengo la intención de buscarle a mi hija Lenchen [la princesa Elena], de aquí a uno o dos años (puesto que, hasta que no cumpla diecinueve o veinte, no quiero casarla), un príncipe joven y sensato que, mientras YO viva, haga de mi casa su residencia principal».
Pero Victoria finalmente aliviaría su insoportable soledad con la compañía de un hombre que le devolvería la paz y el ánimo. Tras quedarse viuda los médicos le recomendaron que se trasladara una temporada a su residencia campestre de Osborne. Consideraban que en «el estado de salud de Su Majestad, no era aconsejable que apareciera oficialmente en público». La tranquilidad de la vida en el campo y los atentos cuidados de su nuevo hombre de confianza la ayudarán a recuperarse. A nadie le pareció mal que a su retiro le acompañara su fiel sirviente John Brown. Desde hacía dos años este rudo escocés no la había abandonado ni un instante.
Brown, un montañero escocés de origen humilde, había llegado a Balmoral con dieciséis años como mozo de cuadra y acabó trabajando como sirviente personal de Alberto. En más de una ocasión había acompañado como guía a la pareja real en las románticas excursiones que realizaban de incógnito por las tierras altas de Escocia. El príncipe siempre solicitaba sus servicios cuando salía a cazar ciervos, a escalar montañas y en sus largas caminatas por el campo. De carácter reservado, grave y sensato, el escocés congenió con Alberto que siempre hablaba bien de él. En otoño de 1865, Brown se había convertido en un gran apoyo para la reina viuda y se lo trajo con ella a Londres. Ocupaba una habitación contigua a la suya en Windsor, le llevaba cada noche un vaso de agua y a todas horas velaba por su seguridad. La acompañaba en sus salidas, la ayudaba con el equipaje, le preparaba el té a su gusto con un buen chorro de whisky —bebida que la reina llamará su grog y a la que se aficionará hasta el fin de sus días— y se tomaba con la reina unas libertades impensables para cualquier otro de sus sirvientes. Ese hombre de campo, tosco, robusto, de cabello pelirrojo y modales rudos consiguió que Victoria volviera a sonreír: «¡Qué alivio tener a Brown siempre a mi lado!», exclama la reina.
Victoria estaba convencida de que John Brown tenía poderes paranormales y era capaz de comunicarse con el alma de su difunto esposo. En la mitad del siglo XIX existía en toda Europa un gran interés por el espiritismo. En Londres ilustres médiums se ofrecen para hablar con los seres queridos en el más allá. La propia Victoria había invocado a los espíritus en Osborne, en compañía del príncipe Alberto y de sus hijos. Ahora, con Brown a su lado, sentía que su querido Alberto se hallaba de nuevo con ella, y nadie mejor podría comprender su desdicha. Cada día el escocés, vestido con su inconfundible kilt (falda tradicional escocesa), la acompaña al mausoleo familiar y lloran juntos frente al sepulcro de Alberto. Por la tarde, salen a pasear y Brown sujeta las riendas del poni real y coge entre sus brazos a Su Majestad para ayudarla a bajar del caballo. La riñe con cariño cuando va desabrigada o a veces critica su forma de vestir: «Pero mujer, ¿qué lleva puesto hoy?». Nadie se atreve a hablarle a la reina con la familiaridad que él lo hace. La influencia de Brown sobre Victoria no pasó inadvertida en la corte, donde no tardaron en surgir todo tipo de rumores. Se decía, entre otras cosas, que la soberana se había enamorado de su criado y sólo tenía ojos para él.
En 1866 la reina se resigna a aparecer en público para abrir la sesión parlamentaria, un sacrificio que acepta por puro interés. Aunque ocupa el trono desde hace casi treinta años, sufre un ataque de nervios cada vez que tiene que dar un discurso. En cierta ocasión le confesó a su hija mayor Vicky: «Suelo preguntarme cómo haré para seguir adelante. Todo me altera. Hablar en público me resulta especialmente difícil».
Pero la ocasión lo merece. Su hija Lenchen se va a casar con el príncipe Cristián de Schleswig-Holstein, y van a vivir en Frogmore House, antigua vivienda de la duquesa de Kent. Si desea que el Parlamento apruebe la dote que ha pedido para la princesa, al menos debe hacer acto de presencia. Sin embargo el 22 de febrero de 1866, escribe al primer ministro lord Russell en los siguientes términos: «La reina debe decir que siente con gran amargura la falta de sensibilidad de los que le piden que presida la apertura del Parlamento. Entiende que el público desee verla y no tiene en absoluto la intención de esconderse, pero no alcanza a comprender que este deseo sea de una naturaleza tan irracional y cruel, que esas personas lleguen incluso a recrearse en el espectáculo de una pobre viuda con el corazón afligido y los nervios destrozados, al límite de sus fuerzas, sola, con sus ropajes de gala, pero sumida en un profundo duelo…».
Han pasado cuatro años desde la muerte de Alberto, y Victoria aún se siente una viuda desvalida, incapaz de hacer frente a sus obligaciones. Por fortuna tiene a Brown a su lado, que ahora ejerce como su secretario privado y es su persona de total confianza. En 1867 Victoria le nombró «servidor personal de la reina» y le incrementó su salario. «Con él todo funciona a la perfección. Es tan tranquilo, tan inteligente, tiene tan buena memoria… Además, es tan sacrificado, tan fiel, tan mañoso… Resulta tan cómodo tener permanentemente en casa a alguien cuya única razón de ser es el servicio a mi persona y Dios sabe cuán grande es mi necesidad de que me cuiden…», escribe a Vicky. Aquel mismo año anunció que asistiría a una revista militar acompañada del escocés, quien, por supuesto, iría vestido con la falda tradicional de su país. Los ministros, asustados por la repercusión que su presencia tendría en la prensa, intentaron disuadirla, pero ella se mostró tajante: «Si el gobierno quiere mi presencia tendrá que ser con John Brown». A sus ojos su fiel sirviente no tiene ningún defecto, ni siquiera su gran afición a la bebida.
La asistencia de Brown en Londres provoca un enorme malestar entre la clase política y los miembros de la corte. Las confianzas que se gasta con Su Majestad, el tono brusco en que la reprende incluso en público, deja atónitos a los nobles lores que consideran a Brown «un animal y un primitivo». Pero a Victoria, lejos de molestarla, el tono directo y la franqueza de su criado le resultan agradables. La reclusión de la reina favorece los rumores que se extienden por todas las cortes europeas. En un periódico suizo se llega a publicar que la reina de Inglaterra ha contraído matrimonio en secreto con Brown, y que está esperando un hijo.
Los hijos de la reina están también seriamente preocupados por la forma en que su madre se comporta con su sirviente. Sus hijas Alicia y Vicky intentan convencerla para que salga de su aislamiento y despida a su criado, a lo que Victoria se opone furiosa. En los salones londinenses los caballeros se burlan de la actitud de la soberana, que ahora es apodada «mistress Brown». Estos insultos y los maliciosos comentarios que oye a sus espaldas la indignan pero sigue defendiendo con uñas y dientes «a su pobre y más leal servidor». La relación con el príncipe de Gales aún se ha deteriorado más desde que su madre se muestra en público con su secretario escocés. Bertie se niega a recibir a Brown en su casa y la reina jamás se digna a ir de visita a Marlborough House. Ella no le tiene al corriente de nada y prohíbe a sus ministros que le informen de cualquiera de los asuntos de Estado, aunque sean importantes.
Esta actitud no será nada favorable para el futuro heredero de la Corona que, aburrido y sin ninguna responsabilidad, se entregará a una vida de alegres placeres. Victoria ha pedido a sus consejeros que, para no sufrir una crisis nerviosa, nadie mencione en su presencia el nombre de su hijo Eduardo. En cambio, ahora siente una ternura maternal por «el pequeño Leo», su hijo hemofílico del que apenas se ocupó en su desgraciada infancia. El joven príncipe, que posee la inteligencia y el talante serio de su padre, hubiera sido un buen monarca para Inglaterra. Sin embargo, las terribles hemorragias que padece le impiden llevar una vida normal y pasa sus días dedicado a la lectura consciente de que la menor recaída puede tener fatales consecuencias para él.
Mientras Victoria y su inseparable Brown son la comidilla de Londres, la verdadera naturaleza de la enfermedad de la soberana se convierte en un asunto de Estado. Uno de sus ministros afirma con humor que «Su Majestad se las ingenia muy bien para eludir lo que le disgusta y hacer todo aquello que le gusta». Todo el mundo sabe que desde que se quedó viuda, Victoria ordena a su médico de confianza, el doctor Jenner, que redacte informes médicos falsos para huir de los deberes públicos. En una carta al primer ministro, el general Grey le escribe en tono crispado que las lamentaciones de la reina le importan un bledo y añade: «Lo que le sucede a la soberana es que desde hace mucho tiempo está acostumbrada a escuchar únicamente sus deseos, sin que nadie le replique, y eso es lo que impide renunciar, aunque sólo fuera diez minutos, a un solo deseo, a un solo capricho, sin que experimente una buena dosis de agitación nerviosa». El militar llama a la reina «Su holgazana Majestad» y aunque muchos están de acuerdo con él, pocos se atreven a decirlo públicamente. Por su parte el príncipe de Gales con su comportamiento no contribuye a restablecer el prestigio de la Corona, que está más bajo que nunca. Sus aventuras, sus gastos y su lista interminable de amantes inquietan a los que temen por el futuro de la institución.
DUEÑA DEL MUNDO
Desde la muerte del príncipe Alberto la escena política ha sufrido grandes cambios. Los primeros ministros de los años cincuenta —lord Palmerston, lord Aberdeen y lord Derby— han dado paso a nuevos protagonistas. Dos veteranos políticos, el líder del partido liberal William Gladstone y su rival el conservador Benjamin Disraeli, se las tendrán que ver en años sucesivos con una reina terca y caprichosa, que aún se niega a desempeñar sus funciones públicas. Aunque el primero había sido discípulo del antiguo primer ministro sir Robert Peel y se había ganado la confianza del príncipe Alberto, fue Disraeli, futuro conde de Beaconsfield, quien se ganó el corazón de la soberana. Gladstone, uno de los más grandes estadistas de su época, era un hombre serio, extremadamente frío y poco dado a la adulación. Nunca congenió con Victoria, que se sentía intimidada ante su imponente estatura y se aburría con sus interminables discursos y memorandos. En cambio Disraeli, encantador y cercano, conquistó el favor de la reina elogiando al príncipe Alberto de quien dijo que «reunía en sí la gracia viril junto con una sublime sencillez, el espíritu caballeresco con el esplendor intelectual».
Con su aspecto de dandi, su magnífica oratoria y gran cultura, Disraeli se hizo partícipe del dolor de la reina. Cuando en 1874 ganó en las elecciones a su oponente Glasdstone, se convirtió en su premier durante siete años. Comenzó entonces una estrecha amistad entre ambos, basada en el cariño y la complicidad, que se mantuvo hasta su muerte. Disraeli hacía un año que se había quedado viudo y junto a la reina recobró la alegría de vivir. Ya no gozaba de la energía y la pasión de antaño, sufría de asma y casi no tenía aliento para pronunciar los largos discursos que le habían hecho famoso. «El poder me ha llegado muy tarde. Hubo un tiempo en que, cuando me despertaba, me sentía capaz de conmover dinastías y gobiernos, pero ese tiempo ya se ha ido», reconocería apesadumbrado. Aun así, fue capaz de convencer a la reina para que desempeñara de nuevo el papel que le correspondía y devolverle la confianza en sí misma.
Disraeli, que además de político era un reconocido escritor, se relacionó con ella de manera completamente distinta a como lo había hecho Glasdstone. Su devoción sin límites y una intensa adulación conmovieron a Victoria. Por primera vez en años la reina sonríe e incluso ríe a carcajadas. Algunos consideran exagerada —y demasiado íntima— su relación, e incluso se rumorea que entre ambos pueda existir algo más que una amistad. Se les ve pasear juntos cogidos del brazo, charlar en el gabinete de Su Majestad hasta altas horas de la madrugada; se intercambian poemas y emotivas cartas. En primavera la soberana le envía ramos de flores que recoge con sus propias manos en su jardín de Osborne. Ella le llama cariñosamente «Dizzy» y él de manera poética «Mi Hada». Disraeli, que ya tiene setenta años, domina como nadie el arte de agradar a Victoria, una tarea ciertamente hercúlea. A pesar de sus achaques el primer ministro goza de la más amplia mayoría parlamentaria que nadie haya visto en el país desde hace cuarenta años, su partido le adora y nadie, incluida la reina, puede resistirse a sus encantos.
Hace ya casi cuarenta años que Victoria ocupa el trono de Inglaterra, y aunque dice que no le gusta la política, conoce todos sus secretos. Creció bajo la tutela de su tío el rey Leopoldo y contó con los sabios consejos de Melbourne y Palmerston como primeros ministros. La reina se ha codeado con todas las cabezas coronadas desde el zar Nicolás I hasta el emperador austríaco, desde Napoleón III hasta el sultán de Turquía. Tiene experiencia en el campo político pero la echa a perder su carácter obstinado y caprichoso, su mente estrecha y la indiferencia que muestra ante los movimientos sociales. El ser la reina de Inglaterra la hace sentirse un ser especial, considera que lo que hace es lo correcto y no tiene que dar explicaciones a nadie.
Cada vez pasa más tiempo alejada de Windsor, que le trae tantos y dolorosos recuerdos. La reina de Inglaterra vive cinco meses en Escocia y otros tres en Osborne, lo cual supone para los miembros del gobierno un continuo ajetreo. Sus ministros se quejan de que no resida más tiempo en Londres y que tengan que desplazarse tan lejos para departir con ella. Balmoral está a un día de distancia de Londres y hay que quedarse a dormir en el enorme palacio de Su Majestad, un lugar frío y poco acogedor. Además, la monarquía no atraviesa por su mejor momento. El aislamiento de la soberana, unido a la caída de Napoleón III y la proclamación de la República Francesa provocan en la población un sentimiento antimonárquico. Son muchos los que se cuestionan para qué sirve una reina que vive recluida y que cuesta al pueblo 385.000 libras al año. Nunca antes los gastos y los privilegios de la soberana se habían discutido abiertamente.
Pero la llegada de Disraeli al gobierno iba a dar un giro inesperado a la monótona y triste vida de Victoria. Durante los siguientes seis años la reina de Inglaterra viviría su período de mayor gloria y el país alcanzaría una incuestionable supremacía internacional. En 1876, y gracias al empeño de Disraeli, la reina recibiría el título tan codiciado de emperatriz de la India, un gesto que la conmovió profundamente. Días después el primer ministro acudió a Windsor invitado a un gran banquete ofrecido por la nueva emperatriz de la India. Esa noche tan especial para ella, Victoria lució las magníficas joyas que le habían regalado los príncipes del Raj. Pero la dicha de la reina dudaría poco. Las elecciones de 1880 dieron el poder de nuevo a los liberales y su ministro de confianza tuvo que retirarse y falleció un año después. Victoria le demostraría el profundo afecto que sentía por él hasta el último momento.
Mientas tanto la vida privada de la reina Victoria había sufrido importantes cambios. Tras la muerte de su tío el rey Leopoldo en 1865, las funciones que él había desempeñado como centro y asesor de un gran número de familiares en Alemania e Inglaterra ahora le incumbían a ella. Con el matrimonio de sus hijos mayores y el nacimiento de sus nietos el clan familiar se había ampliado y también sus preocupaciones. A la boda de la princesa Lenchen le siguió la de su hija Luisa, quien heredó el temperamento sensual y excéntrico de su madre. Era la más bella de sus cinco hijas, tenía un carácter alegre y un espíritu rebelde. Desde temprana edad demostró gozar de un gran talento para la pintura y la escultura. Pero la reina, que apreciaba sus aptitudes artísticas, se cuestionaba si esta actividad era apropiada para una joven decente.
Victoria se oponía con furor a una propuesta de ley a favor del sufragio femenino que acababa de presentar el economista y diputado liberal John Stuart Mill. Desde entonces miles de mujeres reclamaban el derecho a voto, pero la soberana no quería ni oír hablar de este tema. La sola idea, por ejemplo, de que mujeres pudieran estudiar en compañía de hombres, contradecía para ella «todos los principios morales». Finalmente, permitiría a la princesa Luisa asistir a clase en la escuela nacional de arte de Kensington que Alberto puso en marcha durante la Exposición Universal. El problema es que Luisa acabaría perdidamente enamorada de su profesor Joseph Edgar Boehm, escultor oficial de la corte y toda una figura en Londres. Cuando llegó a los oídos de la soberana que su hija visitaba a menudo el estudio de este apuesto artista vienés, que además estaba casado, decidió buscarle cuanto antes un marido. Por desgracia, la princesa Luisa tras rechazar a varios candidatos prusianos y alemanes, acabaría casándose con el marqués de Lorne, un noble escocés de ideas liberales. No fue feliz, al igual que la mayoría de sus hermanas, y el no poder tener hijos fue un duro golpe para ella.
En la época victoriana, era frecuente que muchas viudas eligieran a una de sus hijas para que las acompañaran el resto de la vida. La reina Victoria, tras las bodas de sus dos hijas, sólo contaba con el apoyo y la compañía de la pequeña Beatriz. «Ella es la última que me queda y no podría vivir sin su compañía», confesaría en una ocasión. La menor de los nueve hijos de la reina se había convertido en una adolescente tímida y recatada. El perder a su padre cuando sólo contaba cuatro años la privaría de disfrutar de una verdadera juventud. Cuando Beatriz se enamoró y quiso casarse con el príncipe alemán Enrique de Battenberg, su madre enfureció. La princesa, que siempre acataba sus órdenes sin rechistar, por primera vez se rebeló contra ella.
Finalmente la reina cedería con la condición de que los jóvenes se quedaran a vivir con ella y Beatriz siguiera siendo su secretaria, primera dama de honor y compañera. Al igual que las otras hijas de la reina Victoria, la vida de la princesa Beatriz estaría marcada por las tragedias personales. A los treinta y ocho años la princesa de Battenberg, como ahora se la conocía, se quedó viuda. De sus cuatro descendientes, uno heredó la hemofilia y murió muy joven. Su única hija, Victoria Eugenia o Ena como era más conocida —futura reina de España por su matrimonio con el rey Alfonso XIII—, también sería portadora de esta enfermedad.
Sin Disraeli en quien apoyarse, Victoria aliviaba su soledad en la compañía de John Brown. El escocés, gracias a los favores de la reina, tiene sus propias estancias en Windsor y una casa que le ha regalado Victoria en Balmoral. Aunque ella sólo ve sus virtudes, su secretario personal bebe cada vez más y tiene un carácter de mil demonios, pero ella finge no darse cuenta. Un día en el que, completamente ebrio, se cayó al suelo justo a su lado, Victoria exclamó ante sus invitados: «He notado como un ligero temblor de tierra». Brown apenas puede cumplir con sus funciones y el médico personal de Victoria se encarga de cuidarlo cuando sufre sus crisis etílicas. La soberana lo considera un miembro más de la familia, y aunque se niega a posar para los fotógrafos, ella le obliga a hacerlo. A Victoria le sigue cautivando su pronunciado mentón, su elevada estatura de escocés, sus fuertes rodillas y brazos de leñador. A falta del príncipe Alberto, se ha convertido en el señor de la casa. Él se encarga de hacer llegar los telegramas de la familia, de reñir a los nietos de la reina y hace el papel de juez en los conflictos domésticos. Es el anfitrión de las fiestas e incluso Victoria baila en público con él.
Poco a poco la reina se reconcilió con su país y volvió a cumplir con sus deberes oficiales. Su pelo castaño se tornó canoso, sus facciones severas se suavizaron, su gruesa silueta se ensanchó aún más y tuvo que ayudarse por un bastón. Su imagen de abuela venerable y el aplomo con el que se enfrentaba a las tragedias familiares le granjearon de nuevo el cariño de su pueblo. En un breve período de tiempo Victoria sufrió golpes muy duros. El primero fue un atentado —el último de los siete que padeció durante su reinado— del que salió milagrosamente ilesa. En esta ocasión un poeta desequilibrado, ofendido porque Victoria se había negado a leer uno de sus poemas, disparó contra la reina cuando su carruaje salía de la estación de Windsor. Pero las tragedias familiares eran las que más la afectaban y a veces se creía «maldita» ante la pérdida de tantos seres queridos. Primero fueron su nieta María de cuatro años y su hija la princesa Alicia de Hesse, quienes fallecieron en el palacio de Darmstadt víctimas de un brote de difteria. Alicia murió el mismo día que su padre, un 14 de diciembre, y para la reina fue una coincidencia que tachó de «increíble, cruel y misteriosa».
Más adelante, y con sólo treinta años, perdería a su hijo hemofílico Leopoldo, víctima de un accidente. En 1881 fallecía su apreciado amigo Benjamin Disraeli y dos años más tarde perdía a su secretario privado John Brown. El alcohol había minado la robusta constitución y las facultades del escocés, que sólo tenía cincuenta y seis años. Al conocer la noticia de su muerte Victoria se quedó hundida por el dolor. En una nota a su primer ministro le dijo: «La vida de la reina acaba de sufrir una desgracia tan terrible como la de 1861». Ella misma se encargó de escribir la necrológica para el Times, tan larga —veinticinco líneas en comparación con las cinco que tuvo Disraeli— que fue motivo de irónicos comentarios entre los miembros del gobierno. En la nota la soberana mostraba el profundo afecto que sintió hacia él: «En 1864, se convirtió en mi servidor permanente. Durante dieciocho años y medio, sirvió a Su Majestad sin ausentarse ni un solo día. Acompañó a la reina en sus paseos diarios, sus viajes y excursiones y permaneció detrás de ella en banquetes y actos públicos. Un guardaespaldas honesto, fiel y abnegado, un hombre discreto, franco y leal. Dotado de un buen juicio, colmó sus pesadas y delicadas responsabilidades tanto de atenciones como de constancia, lo que le honró con la amistad incondicional de la reina».
Los funerales por Brown se celebraron con toda la pompa pero los miembros de la familia real adujeron mil excusas para no asistir. Al igual que ocurrió tras la muerte de Alberto, la reina decidió honrar la memoria del escocés levantando monumentales estatuas de bronce por todo el país. Para consternación de su secretario privado, Henry Ponsonby, la cosa no quedó ahí. Victoria empezó a trabajar en una breve biografía póstuma sobre su querido sirviente, de edición limitada. Cuando el secretario hojeó las primeras páginas se quedó horrorizado y la convenció para que no lo publicara, ya que podía dar pie a malos entendidos. Ya circulaban bastantes rumores en Londres que aseguraban que entre Victoria y su sirviente existió una relación amorosa. La reina destruyó con enorme pesar el manuscrito, pero se salió con la suya. A principios de 1884 publicó con gran éxito un libro titulado Fragmentos del diario de nuestra vida en las Highlands, en el que describía sus veinte últimos años en Escocia en compañía de su esposo Alberto y, cómo no, de su vigoroso escocés cuyas hazañas y atenciones hacia ella ocupaban buena parte del volumen.
Por fortuna, en esta ocasión el duelo de la reina no fue interminable y aunque durante varias semanas se recluyó sola en la isla de Wight, pronto las tareas de gobierno distraerían su mente. El segundo mandato de Gladstone, como ella temía, fue una sucesión de fracasos, y en 1885 el conservador lord Salisbury se alzó con el poder. Sería su admirado y respetado último primer ministro. Con su nombramiento, Victoria abandonó su perpetua reclusión y se entregó con nuevas energías a un gran número de actividades públicas. Mientras, el príncipe de Gales decidía celebrar los cincuenta años del reinado de su madre con un gran jubileo. Aunque en un principio la idea de cruzar Londres en una carroza en medio de una marea humana no gustó a la soberana, finalmente se dejó convencer por lord Salisbury.
La ceremonia, celebrada con gran pompa, fue un éxito rotundo para el prestigio de la Corona y al banquete asistieron cincuenta reyes y príncipes europeos. Victoria, rodeada de los más altos dignatarios del reino, atravesó las calles de la ciudad en un landó descubierto tirado por seis caballos. Se negó a ir en una carroza vidriada porque deseaba estar cerca del pueblo. Una muchedumbre entusiasta la saludó a su paso como símbolo viviente de su grandeza imperial. Cuando, de regreso al palacio de Buckingham tras la interminable ceremonia, le preguntaron cómo se encontraba, ella respondió con una sonrisa: «Estoy muy cansada, pero también muy feliz». Pronto cumpliría los setenta años y el afecto que aquel día inolvidable recibió de la gente la reconfortó y le hizo olvidar los malos tiempos del pasado.
En su último tramo de vida, la ausencia de Alberto se hizo menos angustiosa y el luto en la corte menos estricto. Sin embargo, nunca abandonó sus excéntricos rituales funerarios. La reina seguía ordenando que en sus aposentos de Windsor se le pusiera cada noche la ropa limpia encima de la cama y agua en la palangana. Pero algo cambió en ella, se volvió menos egoísta y autoritaria —sobre todo con sus nietos y bisnietos a los que malcriaba— y comenzó a disfrutar de los pequeños placeres de la vida. Su salud era excelente, salvo por el reumatismo y la falta de movilidad que afectaba a sus piernas y que los médicos opinaban que tenía un origen psicosomático. Tras la muerte de Brown, la reina creía que ya no podía caminar, aunque en ocasiones especiales se la vio bailar con mucha soltura. Poco a poco se había liberado de su viudedad y tras un lapso de treinta años, volvió a invitar a compañías de teatro a actuar en la corte de Windsor. En aquellas veladas disfrutaba como una niña y su humor era excelente. Siempre le había apasionado la interpretación, y seguramente hubiera sido una estupenda actriz. Cuando a los dieciocho años debutó en la corte, todo el mundo se sorprendió de su aplomo y serenidad. El papel de reina le iba como un guante.
Ahora con más de ochenta años a sus espaldas, seguía sorprendiendo por la manera en que escenificaba sus apariciones en público y cómo era capaz de meterse a la gente en el bolsillo. Sin embargo había aspectos en los que seguía firme en sus convicciones y no estaba dispuesta a ceder. Ella, que siendo mujer había reinado como un hombre, se negaba a aceptar el sufragio femenino. En una carta indignada sobre este asunto, escribiría: «La reina está deseando conseguir el apoyo de todo aquel dispuesto a hablar o escribir en contra de esta idea demencial de los “derechos de la mujer” con todos los horrores en que se han empecinado las de su sexo, perdiendo con ello la feminidad y el sentido del decoro. Se merecen unos buenos azotes […]. Dios creó a los hombres y a las mujeres diferentes, así que cada uno siga en el lugar que le corresponde».
Victoria nunca ocultó la admiración que sentía hacia la India. Era su colonia británica más importante y la influencia estética de este país sería muy evidente en este período de su vida. Ajena a los rumores y el escándalo que provocaban algunas de sus iniciativas o amistades personales, en 1893 la reina de Inglaterra intentará emular en su corte el esplendor y el refinamiento de la India de los marajás. Como su emperatriz, desea contar entre su personal con varios sirvientes indios. En todos sus desplazamientos oficiales por la ciudad de Londres se hará acompañar por una escolta de jinetes bengalíes, vestidos con sus trajes de gala y tocados con vistosos turbantes de color azafrán. En la recta final de su vida, todo lo procedente de la India le apasiona. Coincidiendo con su jubileo, la reina contrató a dos indios musulmanes —que le fueron «obsequiados» por sus súbditos del Raj— para su servicio de mesa.
Al igual que antes había ocurrido con John Brown la soberana se mostraba encantada con las atenciones del más joven, Abdul Karim. Este atractivo y esbelto sirviente indio de veinticuatro años, natural de Agra, comenzó ejerciendo una función meramente decorativa en las fiestas que se celebraron durante el jubileo de Su Majestad. Poco a poco se fue ganando la confianza de la reina y se convertiría en su confidente y amigo. Para poder comunicarse con él, Victoria le confió a un preceptor de inglés, al tiempo que ella aprendía algunas palabras de hindi. Esta nueva excentricidad de la reina molestó a la corte y a los miembros del gobierno. Pero a esas alturas de su vida nadie se atrevió a contradecir sus deseos.
Victoria nunca puso el pie en la India, pero sí lo hizo su hijo Bertie, quien en 1875 emprendió una extensa gira que duró ocho meses. El príncipe de Gales escribía con frecuencia a su madre contando sus impresiones y su admiración por el lujo y el refinamiento de la India Británica. Aquel país de ensueño con sus opulentos palacios donde residían los marajás —trescientos cincuenta príncipes que no habían sido desposeídos de sus tierras y riquezas pero que pagaban un tributo a la Corona—, sus plantaciones de té y café, sus rubís y diamantes del tamaño de un huevo, sus maderas preciosas y sus delicadas sedas, fue bautizado con el título de la «Joya de la Corona». Se sentía embriagada ante las descripciones de un mundo cargado de belleza, sensualidad y exotismo, nuevo para ella. Los magníficos regalos que Bertie le trajo a su regreso, alfombras, sedas, estatuas, orquídeas naturales, trofeos de caza y joyas fabulosas, contribuyeron a su amor por Oriente.
Llevada por su pasión por la India, la reina se atrevió a reformar el palacio de Osborne, diseñado por el príncipe Alberto. Al edificio original se incorporó un nuevo y gran salón de recepciones, cuya decoración se encargó a un indio alumno del padre del escritor Rudyard Kipling, conservador del museo de Lahore. El espléndido salón Durbar (en hindi, «Asamblea»), con sus paredes revestidas de estuco blanco y techos de madera de teca ricamente tallados, recordaba el estilo y la opulencia de los palacios de los marajás. En él Victoria celebrará los grandes banquetes en honor de los miembros de la realeza. En estas cenas de gala, la reina luce extraordinarias joyas a la manera de las majaranís y se presenta en público custodiada por sus exóticos sirvientes indios.
En aquellos días redactará un extenso memorando dirigido a detallar la indumentaria con la que los sirvientes hindúes deberán ataviarse según la ocasión: «Por la mañana, a la hora del desayuno y en el exterior, tienen la obligación de vestir sus túnicas color azul marino que son, a su vez, las mismas que deben usarse para la comida, con un pageri [turbante] y un cinturón de libre elección, pero nunca en oro. La túnica roja y dorada con turbante y cinturón de color blanco está reservada para la cena…». Victoria desea que la corte respete la moda hindú de sus sirvientes y para evitar problemas prefiere dejar muy claro cuál va a ser a partir de ahora su uniforme oficial.
Cuando al cabo de unos meses Victoria instaló a Abdul en los aposentos de John Brown, contiguos a los suyos, los miembros de la corte se quedaron perplejos. Para entonces el sirviente indio había sido ascendido por la reina a Munshi (maestro) y ejercía funciones de secretario privado. Abdul se ganó el afecto de Victoria durante los últimos quince años de su reinado y ejerció una gran influencia en la soberana. El virrey de la India le llegó a escribir una carta donde le informaba de que no podría remitirle más despachos confidenciales si persistía en enseñárselos a su Munshi. El orgulloso Abdul la acompañaba en todos sus viajes por Europa, llegó a tener sus propios sirvientes y podía utilizar el carruaje privado de la reina para su uso personal. En 1895 se trajo consigo a su esposa, «una mujer gorda, pero bien parecida, con un tono de piel tirando a chocolate, suntuosamente ataviada con anillos en las manos y en la nariz, un pequeño espejo engastado de turquesas unido al pulgar y adornando su cuerpo largos collares, además de numerosos brazaletes y pendientes. Sobre la cabeza se realza un velo rosa profusamente bordado en oro como colofón a sus paños de seda y satén», escribiría una dama de honor. Otra añadió que los pasillos de Windsor le recordaban a «los suburbios de Calcuta».
Con el tiempo se descubrió que Abdul no era un príncipe ni tampoco hijo de un médico indio, tal como decía. En realidad su padre era un pobre anciano encargado de la farmacia de una prisión en una aldea remota; el trato de favor que recibía de Su Majestad era motivo de burlas y chistes entre los que allí le conocían. Era un impostor y un chantajista que se aprovechó de la buena fe de la reina, pero ella siempre le defendió. Haciendo oídos sordos, le regaló una casa en Balmoral —Karim Cottage— y otras dos en Windsor y en Osborne. Tras la muerte de la reina Victoria, su querido Abdul Karim regresó a la India con una buena pensión que le daría para vivir holgadamente en la propiedad que la reina adquirió para él a las afueras de Agra. Antes de su partida, el rey Eduardo VII le pidió que le entregara todas las cartas que le había escrito su madre y que por su contenido podían resultar comprometedoras. Al igual que había ocurrido con John Brown, eran muchos los que pensaban que la soberana se había enamorado de su sirviente indio.
El 22 de septiembre de 1896, Victoria superó a su abuelo Jorge III como el monarca de mayor tiempo de reinado en la historia británica. Al año siguiente, su jubileo de diamante se celebró por todo lo alto y aunque la reina apenas podía caminar y su vista era muy débil, una multitud se echó a las calles para felicitarla. El día que cumplió ochenta años recibió de sus súbditos cientos de ramos de flores y cuatro mil cartas que se leyó en su totalidad. A pesar de sus achaques, las curas de salud a las que se sometía en Niza y en Biarritz le devolvían la energía. Seguía mostrando una vitalidad envidiable, inauguraba hospitales, pasaba revista a sus tropas, asistía a banquetes oficiales y se entrevistaba con sus ministros.
La sangrienta guerra de los Bóers en Sudáfrica tenía sobrecogido al país. La tensión y la constante ansiedad por este prolongado conflicto y el número elevado de bajas se dejaron sentir en la soberana y empezó a flaquearle la memoria. En abril de 1900, a punto de cumplir ochenta y un años, viajó a Irlanda, por primera vez desde 1861, de donde habían salido grandes contingentes de jóvenes reclutas hacia los campos de batalla. Se quedó tres días en Dublín, recorrió sin escolta las calles a pesar de las advertencias de sus consejeros, habló con la gente sencilla, y de nuevo su viaje fue un éxito rotundo aunque ya mostraba señales de fatiga debido a su edad. La muerte en aquellos días de su segundo hijo Alfredo, casado con una hija del zar Alejandro II, la afectó mucho. En su diario, cuyas páginas seguía llenando, escribió: «Este año está siendo horrible, sólo hay tristeza y horror por todas partes».
Siguiendo la costumbre que mantuvo durante toda su vida, la reina Victoria pasó su última Navidad en su residencia de Osborne en la isla de Wight. Su físico se había deteriorado mucho, estaba inválida y casi ciega a causa de las cataratas. A principios de enero confesó que se sentía «mal y débil» y a mediados de mes llenó la última página de su diario con estas palabras: «Me encuentro soñolienta […] mareada y confusa». En aquellos días piensa más que nunca en el porvenir de la Corona y en su heredero, el príncipe de Gales. Desde hace treinta años, Bertie, su hijo mayor, ha constituido una fuente constante de disgustos y preocupaciones. Victoria ha sido testigo del derrumbamiento del trono de Francia y del fin de grandes dinastías. Teme que en Inglaterra ocurra lo mismo porque su hijo —al que ha seguido manteniendo al margen de los asuntos de Estado— no está preparado para ser rey. Y sin embargo, el príncipe de Gales goza de una gran popularidad entre sus súbditos aunque su madre, obcecada, se niegue a reconocerlo.
El 22 de enero de 1901, un día intensamente frío, la reina se encuentra postrada en su lecho gravemente enferma. Le acompañan sus hijas Lenchen, Luisa y Beatriz, quienes se encargan de pronunciar por turnos los nombres de todos los miembros de la familia reunidos en la habitación. A las seis y media de la tarde, Victoria fallece en los brazos de su nieto mayor el káiser Guillermo II, que la ha sostenido durante dos horas mientras perdía y recobraba el sentido. Minutos antes la anciana dama ha abierto los ojos apenas unos segundos para mirar a su hijo el príncipe de Gales, que permanece en pie a su lado. Una sola palabra sale de sus labios antes de expirar: «Bertie», el cariñoso apodo de este hijo al que siempre ha menospreciado y con el que nunca se ha entendido. Fuera, los periodistas que montan guardia desde hace días frente a la verja del castillo vuelan a dar la triste noticia que sumirá al país en el dolor.
La soberana, previsora, ha dejado por escrito una serie de instrucciones para su funeral. No desea que su minúsculo cuerpo —cubierto por su velo de novia según su deseo— sea expuesto en una capilla ardiente, quiere que el pueblo la recuerde en vida. Ha pedido también que se coloquen dentro de su ataúd varias fotos de Alberto y de sus hijos, además de algunos objetos personales: la bata de su esposo, el abrigo del príncipe bordado por su hija Alicia y un molde en yeso de su mano. El doctor Reid aún debe cumplir otro deseo de Su Majestad. Antes de cerrar el féretro, y tras pedir que la familia abandone la habitación, deposita una foto de John Brown en la mano izquierda de la soberana y un mechón de cabellos del escocés en un estuche, que disimula bajo un ramo de flores. Su funeral tuvo lugar el sábado en la capilla de San Jorge del castillo de Windsor. Tal como ella pidió, todos los príncipes y princesas vistieron de blanco y se evitaron los crespones negros.
Su nieta preferida Alejandra Romanov, emperatriz de Rusia, no pudo asistir a las exequias pues en ese momento se encontraba embarazada de Anastasia y los médicos le desaconsejaron el viaje. Dos días más tarde la soberana era enterrada bajo la imponente cúpula azul y dorada del mausoleo de Frogmore, en la tumba que mandó esculpir con su estatua yacente de mármol blanco al mismo tiempo que la del príncipe consorte. Esperaba desde hacía cuarenta años este «día bendito» en que al fin se reuniría con el hombre que amó hasta la locura. Apodada «la abuela de Europa», tenía en el momento de su muerte cuarenta y dos nietos y treinta y siete bisnietos. Su desaparición ponía fin al más largo y glorioso reinado de la historia de Inglaterra. En su funeral, el predicador dijo: «Ella ha desaparecido y con ella toda una época… Se cierra el período glorioso que simbolizaba su nombre». Tras el breve responso sus restos mortales permanecieron durante tres días en la pequeña capilla del Albert Memorial. Su ataúd, cubierto de flores, fue el centro de todas las miradas: «¡Es tan diminuto!», se oyó decir.
Cuando supo que iba a morir, Victoria le pidió a su hija Beatriz que editara sus diarios antes de que fueran archivados y publicados. La tarea fue ardua ya que comenzó a escribirlos en julio de 1832, y continuó la labor hasta poco antes de su muerte. La princesa dedicaría treinta años de su vida a seleccionar este valioso material de su madre y a eliminar, como ella le ordenó, aquellos párrafos que pudieran causar problemas a las personas mencionadas o a familiares. En 1931, los ciento once volúmenes de sus diarios quedaron listos y hoy descansan en el Archivo Real del castillo de Windsor. A pesar de la censura y la destrucción de muchas páginas, esos diarios contienen el espíritu de una mujer entregada, orgullosa y sencilla hasta el final de sus días. Una reina tan atípica como extraordinaria, que con sus contradicciones e inseguridades le devolvió el prestigio a la Corona. Murió en plena gloria siendo la reina de Gran Bretaña e Irlanda, de todas sus colonias y emperatriz de la India. Y la gran soberana de un imperio que aún dominaba el mundo.