No me quedó otro remedio que vivir como una ermitaña. En el gran mundo me persiguieron y me juzgaron mal, me hirieron y me calumniaron tanto… Y sin embargo, Dios, que ve en mi alma, sabe que jamás le hice daño a nadie.

Confesiones de Isabel de Baviera
a su profesor de griego,
Constantin Christomanos, 1891

Al cumplir los treinta y cinco años de edad, Isabel de Baviera —la famosa Sissi— decidió ocultar su rostro tras un abanico y protegerse con una sombrilla de la mirada de los curiosos. Ella, que había sido considerada la emperatriz más hermosa de Europa, estaba harta de ser contemplada por el pueblo como un ídolo. También se negaba a interpretar su papel de encantadora emperatriz del poderoso Imperio austrohúngaro en una corte anticuada y perversa donde siempre se sintió una extraña. No se dejó retratar nunca más y nadie pudo ser testigo de su decadencia física, que tanto le angustiaba. Porque la leyenda sobre su belleza iba paralela a la de su excéntrico comportamiento. Durante más de cuarenta años asombró a todas las casas reales con sus desplantes y su menosprecio al rígido ambiente de los Habsburgo. Sissi rompió todos los moldes de la época y, desde luego, no fue la dócil y ñoña princesa de las películas. Se podrían llenar páginas enteras enumerando sus rarezas y extravagancias, fruto de una enfermedad que hizo de su vida un infierno.

Isabel era anoréxica y bulímica; no comía apenas, se agotaba haciendo ejercicio, se sometía a curas de sudor para adelgazar y su hiperactividad la obligaba a estar en constante movimiento, para queja de sus damas de compañía. El emperador Francisco José la amó hasta el final de su desdichada vida pero nunca la entendió. Ella, golpeada por las tragedias familiares y las presiones de la corte, bordeó la locura y acabó refugiándose en su propio mundo, olvidando sus deberes y viviendo sólo para sí misma.

La legendaria Sissi vino al mundo en el palacio ducal de Munich la fría noche del 24 de diciembre de 1837. Al ser domingo y día de Nochebuena, su llegada fue recibida como un feliz augurio. Su madre, la princesa real Ludovica de Wittlesbach, era hija del rey Maximiliano I de Baviera y de su segunda esposa, Carolina de Baden. Ludovica era la pariente pobre de sus poderosas hermanas, todas ellas muy bien casadas con reyes y emperadores. Una era reina de Prusia, otra de Sajonia y la mayor, Sofía, habría sido emperatriz de Austria si no hubiera obligado a su débil esposo a renunciar al trono en favor de su hijo mayor, Francisco José.

La mayoría de las princesas de su época tuvieron que dejar a un lado los sentimientos para cumplir con las obligaciones propias de su rango. Ludovica no fue una excepción y, en 1828, contrajo matrimonio con un primo segundo, el duque Maximiliano de Baviera —o Max, como le llamaban—, hombre liberal, bohemio y bastante excéntrico que pertenecía a una rama menor de la Casa de Wittlesbach. Desde un principio, Max le confesó a su esposa que no la amaba y que si había accedido a casarse con ella era por temor a enojar a su enérgico abuelo. Aunque fue un matrimonio de conveniencia y mal avenido, tuvieron diez hijos, de los que dos murieron al poco de nacer.

Ludovica, una mujer de notable belleza en su juventud, contó más tarde a sus hijos que había pasado su primer aniversario de boda llorando todo el día porque se sentía inmensamente desgraciada. Le costó mucho acostumbrarse a la vida bohemia de su esposo, a sus escándalos y a tener que cuidar ella sola de su numerosa prole. Era una esposa sumisa que soportó con abnegación las infidelidades del duque, que solía almorzar en sus aposentos del palacio ducal con sus dos hijas ilegítimas a las que quería con ternura.

La princesa Isabel —a la que todos llaman Sissi o Lisi— estaba habituada a los lamentos de su pobre madre y nunca olvidaría una frase que ésta no dejaba de repetir: «Cuando se está casada, ¡se encuentra una tan sola!». La familia vivía alejada de las rígidas convenciones de la corte imperial de Munich y pasaba largas temporadas en su residencia estival de Possenhofen. Por su rango, los padres de Isabel no tenían que ejercer ninguna función oficial y llevaban una vida sencilla y despreocupada en el campo sin ningún tipo de obligaciones.

La futura emperatriz de Austria nació en el seno de una familia nada corriente. Su padre, el duque Max, era sin duda el Wittelsbach más popular de la época y todo un personaje. En el palacio donde vino al mundo la pequeña, situado en la Ludwigstrasse de Munich, instaló un circo en medio del patio con palcos y butacas de platea para los invitados. El propio duque solía actuar en la pista mostrando su habilidad ecuestre con arriesgados números acrobáticos y vistiendo de payaso. También era famoso su café-chantant, al estilo de París, y un salón de baile con un enorme friso de Baco de cuarenta metros de largo. Allí se reunía con su círculo de amigos escritores y artistas bohemios, en torno a una peña conocida como la Tabla Redonda que él mismo presidía emulando al rey Arturo. Una alegre tertulia literaria donde se bebía cerveza, se cantaba, se leía poesía y se discutía acaloradamente. El duque Max fue un apasionado de la música popular bávara y célebre compositor de cítara, instrumento que llevaba en sus viajes alrededor del mundo.

Un mes después del nacimiento de Sissi, abandonó a su familia y emprendió un largo viaje por Oriente Próximo. Cuando llegó a El Cairo tocó la cítara en lo alto de la pirámide de Keops, para asombro de sus acompañantes árabes. También aprovechó su estancia para comprar en el mercado de esclavos «tres negritos», que causaron gran sensación en Munich, así como un buen número de antigüedades. Max, un hombre rico y juerguista, dilapidó su fortuna viviendo como quiso. Pero también era muy culto y poseía una magnífica biblioteca de casi treinta mil volúmenes que decía haber leído o consultado. De todos sus hijos sentía una especial debilidad por Sissi —se refería a ella como «su regalo de Navidad»—, que era la más parecida a él en gustos y carácter.

Isabel pasó la mayor parte de su infancia y adolescencia en el castillo de Possenhofen, situado en un paraje idílico a orillas del lago de Starnberg. Possi, como lo llamaban, era un recio y modesto edificio, flanqueado por cuatro torres, que se alzaba en medio de un extenso parque entre rosaledas que descendían hasta la misma orilla del lago. Aunque veía poco a su padre, que se ausentaba con frecuencia, en el tiempo que Max pasó con sus hijos les inculcó su amor a la naturaleza, la libertad y la vida sencilla. Otra de sus pasiones eran los caballos purasangre, y en su palacio de Munich organizaba concursos de equitación en un hipódromo que mandó construir en su propio jardín.

Como su padre, Sissi prefería el campo a la ciudad y no cambiaba los frondosos paisajes que rodeaban Possenhofen por el brillo de los salones palaciegos. Ya de niña amaba la vida al aire libre, montar a caballo, nadar en el lago, pescar con anzuelo, pasear sola por los bosques y practicar el montañismo. También le gustaba la cerveza y sentía debilidad por las salchichas bávaras, que tanto añorará en la corte de Viena.

Ludovica, a pesar de ostentar desde su nacimiento el título de Su Alteza Real y Princesa Real de Baviera, se comportaba más como un ama de casa burguesa que como un miembro de la alta aristocracia. Apenas disponía de servicio y ella misma educó a sus ocho hijos —algo excepcional en una familia noble— mientras su esposo llevaba una vida errante lejos de casa. La duquesa no tenía grandes ambiciones políticas pero vivía bajo la influencia de su enérgica hermana, la archiduquesa Sofía de Austria. Tres años mayor que ella, sentía un amor devoto y gran admiración hacia esta hermana autoritaria que gobernaba a su antojo en el Palacio Imperial de Hofburg en Viena. Por miedo a perder su favor, seguía con cierto temor todos sus consejos y la ponía siempre de ejemplo a sus hijos.

La corte austríaca le quedaba muy lejos a Ludovica, que vivía como una aldeana, vestía de manera informal y no mantenía ningún trato con su sobrino Maximiliano II, rey de Baviera. Sus únicas aficiones eran coleccionar toda clase de relojes y estudiar geografía. Su esposo Max se burlaba de ella diciendo que sus conocimientos geográficos procedían de los calendarios de las misiones que colgaban en su salón.

Hasta los diecisiete años, Possenhofen es un paraíso para la pequeña Isabel; le encanta andar descalza por sus prados y corretear entre sus animales de compañía: un corzo, un cordero y varios conejos de todas las razas. La princesa habla el dialecto de la región y tiene buenos amigos entre los hijos de los campesinos de la vecindad. Su nueva preceptora, la baronesa Wulffen, tratará de inculcar sin éxito algo de disciplina a estos ocho hermanos medio salvajes que han sido educados con bastante libertad y sin prejuicios sociales. Sissi es una niña delicada y muy sensible que, en ocasiones, se sume en la tristeza sin motivo aparente.

La baronesa no tardará en darse cuenta de que es especial y distinta a su hermana mayor: «Isabel es por temperamento más débil y con tendencia a escrúpulos y preocupaciones. La hermana mayor la domina». La pequeña no tiene mucho interés por el estudio, pero escribe a escondidas versos ingenuos e infantiles. También le gusta el dibujo y toma apuntes de los animales, de los árboles del jardín y de las lejanas crestas de los Alpes, que ejercen en ella una poderosa atracción. A veces el duque Max interrumpe las tediosas clases de la baronesa, y se lleva a sus hijos a recoger fruta al campo o a trepar a los árboles. Otras, se presenta en Possenhofen con una pequeña orquesta y organiza un concierto o un baile en medio del prado. Isabel adorará a este padre ausente, tierno y fantasioso, con el que tanto tiene en común.

El 18 de agosto de 1848 Francisco José cumple dieciocho años y el sueño que su poderosa madre acaricia desde hace tiempo está a punto de cumplirse. Tras la abdicación de su tío Fernando I, que padecía una enfermedad mental, y la renuncia de su padre, el archiduque Francisco Carlos —hombre débil y poco apto para enfrentarse a las tareas del gobierno—, el joven se convierte en jefe de la casa imperial de los Habsburgo. Su llegada al trono coincide con el estallido de una revolución burguesa en Austria, que sacude los cimientos de la monarquía y que es reprimida con mano dura por los militares. Sofía, satisfecha por haber superado esta grave crisis sin pérdidas territoriales, sólo piensa en la coronación de su hijo. Ésta no se celebrará en Viena —por miedo a nuevos brotes de violencia en la capital—, sino en el palacio arzobispal de la ciudad de Olmütz, en Moravia.

La emperatriz ejercerá una gran influencia sobre este hijo tan joven e inseguro, a pesar de haber afirmado que no se inmiscuiría en los asuntos de gobierno: «[…] en el advenimiento de mi hijo al trono, me propuse firmemente no intervenir en ningún asunto de Estado; no creo tener derecho a ello y lo dejo todo en tan buenas manos, después de trece años de penoso abandono, que siento profunda alegría de poder presenciar ahora con gran confianza, tras el espinoso año de 1848, el nuevo camino emprendido». Pero Sofía no cumplirá sus promesas y durante los siguientes años será ella la que moverá los hilos en Hofburg, centro del poder imperial. Las primeras medidas que Francisco José toma como soberano —entre ellas, la ejecución de los opositores políticos y la abolición de la prometida Constitución— son obra de su madre. Sofía, pragmática y autoritaria, había renunciado a sus ambiciones políticas y conseguido sentar a su hijo mayor en el trono gracias a su influencia en la corte. Es «la emperatriz a la sombra» y manejará a su antojo a su dócil vástago, a quien llama «mi Franzi».

En su juventud la archiduquesa Sofía de Baviera había sido tan hermosa que fue la única de sus hermanas cuyo retrato su primo, el excéntrico rey Luis I de Baviera, había incluido en su célebre Galería de Bellezas de su residencia de Munich. A los diecinueve años se vio obligada a contraer matrimonio con un hombre al que ni conocía ni amaba, el archiduque Francisco Carlos de Austria. Fue una unión meramente política y aunque Sofía comprendió que no podría cambiar su triste destino, ante las adversidades se transformó en una mujer independiente y enérgica.

Con el tiempo, llegó a amar a su bondadoso esposo «como a un niño al que hay que cuidar» y estuvo muy pendiente de la educación de los cinco hijos que tuvieron en común. En Viena se referirían a ella como «el único hombre de la corte». La archiduquesa, que siempre juzgaría muy duramente a su nuera, olvidaba que también ella había sido una joven e inexperta princesa bávara perdida en una corte extranjera en la que no conocía a nadie y donde se sintió muy sola.

Cinco años más tarde, Francisco José se había convertido en un monarca absoluto y uno de los hombres más poderosos de su época. Fiel representante del Antiguo Régimen, era el jefe de las fuerzas armadas y gobernaba sin Parlamento y sin Constitución. En realidad sus ministros ejercían de meros consejeros porque él era el único responsable de la política del imperio.

Por entonces Austria se había convertido en una gran potencia mundial y el mayor Estado europeo después de Rusia, con cerca de cuarenta millones de habitantes. El imperio abarcaba territorios que hoy pertenecen a Italia, la República Checa, Eslovaquia, Hungría, Polonia, Rumanía, Ucrania, Serbia, Bosnia-Herzegovina o Croacia.

El emperador acaba de cumplir veinticuatro años y desprende un aire de autoridad y un porte majestuoso que despiertan la admiración de los que le rodean. En los retratos oficiales que se conservan de él en aquella época se ve a un joven apuesto, rubio, de ojos claros, cuidado bigote y una figura esbelta a la que sienta como un guante el ceñido uniforme de militar. Era, además, un hombre atento, de exquisitos modales y buen bailarín. Había llegado el momento de buscar una buena esposa a este monarca considerado un soltero de oro por el que suspiraban muchas damas de la corte. Sofía y su hermana Ludovica hace ya tiempo que acarician el proyecto de casar a Francisco José con Elena (Nené), la más responsable y preparada para convertirse en una buena emperatriz. Aunque la joven sólo procedía de una rama bávara secundaria y no pertenecía a la Casa Real de Baviera, ambas coincidían en que era la mejor aspirante. Francisco José está tan dominado por su madre que sólo hará lo que ella disponga y aceptará sin protestar la novia que le destine.

En el verano de 1853, la archiduquesa Sofía invita a su hermana Ludovica y a sus dos sobrinas, Elena e Isabel, a Bad Ischl, una famosa estación termal donde la familia imperial pasa el verano. Francisco José celebra su aniversario y es la excusa perfecta para que conozca a la candidata elegida por su madre para ser la emperatriz consorte. A primera vista, Elena es la prometida ideal: bella, discreta, sabe hablar un francés perfecto (idioma utilizado en las cortes europeas) y ha aprendido el complicado ceremonial cortesano.

Por su parte a Sissi, ajena a lo que su madre y su tía Sofía traman, este viaje largo y agotador por los tortuosos caminos de la región de Salzburgo le resulta un engorro. Su madre ha insistido en que la acompañe porque le preocupa su estado de ánimo. Isabel, que tenía quince años, se había enamorado de un apuesto conde de la corte al servicio de su padre el duque Max. El incipiente romance fue rápidamente interrumpido por éste y el caballero fue enviado a alguna misión para alejarlo de Munich. Cuando regresó estaba gravemente enfermo y murió poco después. Sissi cayó en una profunda tristeza y pasaba las horas en su habitación escribiendo poemas a su amado y llorando desconsoladamente.

Ludovica pensó que un cambio de aires le sentaría bien y que su hija recuperaría la alegría. Además, abrigaba la secreta esperanza de que el hermano menor del emperador Francisco José, el archiduque Carlos Luis, aún se sintiera atraído por Sissi. Ambos jóvenes se conocieron en 1848 en una reunión familiar en Innsbruck siendo apenas unos niños. Carlos Luis demostró un interés especial por su prima bávara, que entonces contaba once años. Durante un tiempo se intercambiaron románticas cartas de amor y algunos presentes, pero con el paso de los meses la relación se enfrió. La duquesa creyó que este viaje podría reavivar el interés del archiduque por su hija menor, que había cambiado mucho y ahora era una adolescente «bonita y lozana aunque no tuviera ningún rasgo especialmente hermoso».

Desde la primavera Ludovica no ha parado ni un instante carteándose con su hermana y organizando los preparativos de un viaje en el que ha puesto todas sus esperanzas. En esta ocasión tan especial, el duque Max no las acompañará para no entorpecer el proyecto matrimonial de su hija mayor y se limitará a despedirlas en la frontera. Sus ideas democráticas y extravagante forma de vida no son del gusto de Sofía, que intenta pronunciar su nombre lo menos posible en la corte vienesa.

El 16 de agosto de 1853 la duquesa llegaba a Bad Ischl con sus hijas, pero tuvo que solventar varios contratiempos. Sufría una fuerte migraña que la obligó a posponer la salida y llegaron con bastante retraso a su destino. Las tres vestían de riguroso luto porque acababa de morir una tía muy querida. El equipaje se demoró y no les dio tiempo a cambiarse el vestido, negro y polvoriento, que llevaban puesto en el viaje. La archiduquesa Sofía les envió una camarera al hotel donde se alojaban para ayudar a peinar a Elena, que debía estar impecable antes de presentarse ante el emperador. Sissi, a quien nadie ayudó, se arregló ella misma el cabello que recogió en dos largas trenzas.

Sofía invitó a su hermana y a sus dos hijas a tomar el té en la Kaiservilla (Villa Imperial), una lujosa y elegante mansión que la monarquía austríaca alquilaba como residencia de verano. En el salón principal Francisco José esperaba puntual y algo nervioso a sus invitadas, pues sabía muy bien lo que significaba aquella visita. Sólo ha visto una vez a sus primas, y casi no las recuerda porque entonces los asuntos políticos ocupaban toda su atención. Encuentra a Elena bonita, elegante y distinguida, aunque algo fría y estirada. Tiene veinte años pero sus facciones duras y el vestido de luto la hacen aparentar mayor edad. En cambio Sissi, más espontánea e infantil, le resulta encantadora y no puede dejar de mirarla.

Fue un amor a primera vista que a nadie pasó desapercibido. «Enamorado como un cadete, feliz como un dios», dijo sentirse al poco de conocerla. El archiduque Carlos Luis, contrariado y celoso ante el inesperado interés de su hermano por el que fue un amor de juventud, le confesará a su madre que «desde el momento en que el emperador vio a Isabel, apareció en su rostro tal expresión de contento, que ya no cupo duda de a quién elegiría».

Sissi no disfrutó de aquella velada y el nerviosismo le quitó el apetito. A diferencia de Nené, no estaba acostumbrada a las reuniones sociales y en público se sentía cohibida. A la mañana siguiente el emperador acudió temprano al dormitorio de su madre, que acababa de levantarse. Estaba radiante y le comunicó que la pequeña Sissi le parecía adorable y que era con ella y no con Elena con quien deseaba casarse. Sofía le pidió que no se precipitara pues apenas la conocía, pero él insistió en que no era conveniente alargar esta situación. En su diario la archiduquesa Sofía escribió sus primeras impresiones sobre la joven: «¡Pero qué mona es Sissi! Se la ve fresca como una almendra cuando se abre, y… ¡qué espléndida corona de cabellos enmarca su cara! Tiene los ojos dulces y hermosos, y sus labios parecen fresas».

De nada sirvió que Sofía le recordara a su hijo que Elena, a sus diecinueve años, era una muchacha más madura y preparada para compartir el peso de la corona y su hermana, sólo una chiquilla. Por primera vez Francisco José, que tanto reverencia y respeta a su madre, se mostrará inflexible en su decisión. Por la noche se celebra un baile donde el emperador elige a Sissi como su pareja dejando muy claro delante de todos los invitados el lugar que ocupa en su corazón. Sin embargo su prima es tan joven e inocente que no tiene conciencia de todo lo que ocurre a su alrededor. Incluso cuando el soberano le ofrece todos los ramilletes de flores que, según la tradición, debía repartir entre las demás damas participantes, no le llamará la atención.

Tras el baile, en el que Sissi lució un sencillo vestido de seda rosa pálido, Sofía describió con todo lujo de detalles a su hermana María de Sajonia el aspecto de su sobrina: «En sus preciosos cabellos llevaba una gran peineta que mantenía las trenzas sujetas hacia atrás. Como es moda ahora, se aparta el pelo de la cara. ¡La actitud de la pequeña es tan delicada, tan modesta y perfecta y tan llena de una gracia casi sumisa cuando baila con el emperador! La encontré extraordinariamente atractiva, en su modestia de niña y, sin embargo, se mostraba muy natural con él. Lo único que la apocaba era el gran número de personas que la observaba». El único defecto que Sofía encuentra a la joven princesa es que «tiene los dientes un poco amarillos». Ludovica le promete que se los limpiará con más esmero para que sean de su agrado.

A la mañana siguiente el destino de Sissi ya había sido decidido. Aquel 18 de agosto se celebró el cumpleaños de Francisco José en una ceremonia íntima y familiar. Durante el banquete ella se sentó junto al emperador, que no dejaba de agasajarla. Aquella misma tarde éste le rogó a su madre que tanteará si su prima Sissi «le aceptaba» pero sin que nadie la presionara. Cuando Ludovica le preguntó a su hija «si se creía capaz de amar al emperador» la muchacha, angustiada y nerviosa, se puso a llorar. Entre sollozos le respondió que haría todo lo posible para que el emperador fuese feliz y ser una «hija cariñosa» para su tía Sofía. También añadió que no entendía cómo el soberano se podía haber fijado en ella siendo tan insignificante.

Cuando años más tarde alguien preguntó a la duquesa Ludovica si su hija había sido consultada respecto a sus sentimientos antes de dar un paso tan serio, ella contestó: «Al emperador de Austria no se le dan calabazas». La duquesa, ajena a lo que su hija pudiera sentir, estaba muy feliz y agradecida a su hermana, tal como escribió en una carta: «Es una suerte enorme y a la vez una situación tan importante y difícil, que estoy impresionada en todos los sentidos. ¡Ella es tan joven e inexperta…! Espero, sin embargo, que sean benevolentes con Sissi. Su tía Sofía es muy buena y cariñosa con ella, y para mí representa un gran consuelo que mi hija tenga como segunda madre a una hermana tan querida». Isabel, ya siendo emperatriz de Austria, recordaba aquellos días con menos romanticismo y sentenciaba: «El matrimonio es una institución absurda. Una se ve vendida a los quince años y presta un juramento que no entiende y del que luego se arrepiente a lo largo de treinta años o más, pero que ya no se puede romper».

En los días siguientes Sissi vive en una nube, agasajada por un apuesto y cariñoso emperador que sólo tiene ojos para ella. Se suceden las fiestas, los bailes, los banquetes en su honor y los regalos que le llegan de todas partes. El emperador la obsequia con costosas joyas, entre ellas una magnífica diadema de diamantes y esmeraldas que puede entrelazar entre sus largos cabellos. No deja de exhibir su felicidad, pero a su lado Sissi se muestra muy tímida, callada y llorosa. Sofía, ajena a los sentimientos de la joven, le escribe a su hermana María de Sajonia: «No puedes imaginarte lo encantadora que resulta Sissi cuando llora». A Ludovica le preocupan menos los lloros de su hija que el hecho evidente de que su niña no esté a la altura de lo que se espera de una emperatriz de Austria. En aquellos días le confesaba a una amiga sus temores y «cuánto la asustaba la complicada tarea que aguardaba a su hija Isabel, que prácticamente ascendía al trono desde la nursery». Asimismo, sentía inquietud ante las mordaces críticas de las damas de la aristocracia vienesa.

El padre de la novia se enteró del compromiso de su hija preferida a través de un escueto telegrama que le mandó su esposa, y decía así: «El emperador pide la mano de Sissi y tu consentimiento; permaneceré en Bad Ischl hasta finales de agosto, todos muy contentos». Al conocer la noticia el duque Max primero creyó que se trataba de un error en la transcripción, ya que daba por sentado que era su hija Nené la elegida. Tras descubrir que el emperador de Austria había pedido la mano de su dulce Sissi, se encogió de hombros y le respondió: «Te lo desaconsejo, es un bobo».

Cuando Max se reunió al jueves siguiente con sus amigos de la peña en torno a su Tabla Redonda todos le felicitaron de manera muy jocosa. En una comida que organizaron en su honor el 30 de octubre de aquel año de 1853, cuando el vino ya hizo sus efectos, todos los comensales allí reunidos cantaron a coro unos improvisados pareados poco respetuosos hacia la familia imperial austríaca. El rey de Baviera, Maximiliano, al conocer el incidente llamó la atención al duque Max y le hizo comprender que a partir de ahora debería llevar «una vida privada honorable, ya que el compromiso de su hija con el emperador atraía sobre toda la familia la curiosidad pública». Pero el duque no estaba dispuesto a obedecer las órdenes de nadie y mucho menos de este monarca débil y enfermizo.

En Viena, la archiduquesa Sofía, que consideraba a Max una «deshonra para la familia y un mal ejemplo para sus hijos», intentará imponer una cláusula matrimonial para evitar que éste asista a la boda imperial. Ludovica le suplicará a su hermana que no le cause semejante humillación ya que su ausencia en el enlace podría interpretarse como que su esposo la había abandonado por una de sus muchas amantes.

Sissi ha cautivado a todos los que la conocen, pero en la corte vienesa a algunos les preocupa este enlace porque los novios no sólo son primos hermanos sino que, además, pertenecen a la misma familia real. También los padres de la novia eran parientes próximos, y ambos de la familia Wittelsbach. Esta dinastía, que durante setecientos años reinó en Baviera, dio a lo largo de su historia una lista de príncipes y reyes excéntricos y trastornados. Se hablaba de que existía entre ellos una tara hereditaria, e incluso el abuelo de Sissi —el duque Pío, padre de Max— era un hombre contrahecho y demente que terminó su triste vida como ermitaño, en la más absoluta soledad. También dos primos de Sissi, el rey Luis II de Baviera (el famoso «Rey Loco») y su hermano Otón, fueron declarados incapacitados para gobernar debido a su extravagante comportamiento y serios trastornos mentales.

Para que la boda imperial pueda celebrarse será necesaria la dispensa papal. Finalmente el 24 de agosto, apenas ocho días después del encuentro de Sissi con Francisco José, se anunció oficialmente su compromiso de matrimonio. La noticia causó gran sensación y, tal como Ludovica temía, en la corte de Viena comenzaron a circular rumores acerca de la prometida. Lo primero que se criticó es que la futura emperatriz de Austria, aunque pertenecía a una familia de la alta aristocracia, no tenía la alcurnia de los Habsburgo. La envidia e inquina de la corte que tanto afectarían a Sissi no habían hecho más que empezar.

El 31 de agosto la dulce estancia en Bad Ischl toca a su fin. El emperador Francisco José debe regresar a sus obligaciones en Viena y Sissi al castillo de Possenhofen. Al emperador le cuesta separarse de su novia, con la que ha compartido quizá los únicos momentos felices de su austera existencia. Como recuerdo de su compromiso matrimonial, la archiduquesa Sofía decidió adquirir la Kaiservilla donde la pareja se había conocido y transformarla en residencia de verano de la familia real. Ya en el palacio de Hofburg, inmerso en los asuntos de la corte, el emperador le escribirá a su madre: «Verdaderamente es un salto duro y terrible pasar de aquel cielo a esta triste existencia de tinta y papel de escribir, atormentada y fatigosa». El regreso de Sissi tampoco es fácil porque le aguarda un intenso programa de estudios. Durante los ocho meses que duró su noviazgo tuvo que prepararse a marchas forzadas para su nuevo cometido. Era urgente que aprendiera francés e italiano y mejorara en poco tiempo su descuidada formación. También era muy importante que aprendiera historia austríaca y tres veces por semana acudía a su casa un historiador, el conde Johann Mailáth, asiduo a las tertulias del duque Max. Este profesor, al que Sissi tomó un gran afecto, era un hombre orgulloso de sus raíces húngaras que supo transmitirle el amor y las reivindicaciones de su maltrecho país. No dudó en explicarle a su atenta alumna cómo la antigua Constitución húngara había sido abolida en 1849 por el hombre que pronto sería su esposo. Mailáth enseñó a la pequeña Sissi las ventajas de una forma de gobierno republicana y sus ideas políticas calaron muy hondo en la joven princesa. Ya siendo emperatriz, Isabel de Baviera dejó sin habla a un grupo de cortesanos en una recepción en Hofburg cuando comentó: «He oído decir que la república es la forma de gobierno más conveniente».

Si antes pasaba desapercibida entre sus hermanas, ahora la prometida del emperador es el centro de todas las miradas. Tres artistas se dedican a retratarla para enviar la mejor miniatura a Francisco José y comienzan los preparativos para el ajuar de la novia. Durante las semanas siguientes docenas de modistas, bordadoras, zapateros y sombrereras de Baviera trabajarán a marchas forzadas para tener a tiempo el trousseau (ajuar) de la futura emperatriz. La archiduquesa Sofía, en la distancia, no deja de dar consejos y recordar a su hermana que la joven princesa «debía limpiarse mejor los dientes». A Sissi le importan muy poco los vestidos y las continuas pruebas le resultan un fastidio. Las joyas que le llegan de Viena apenas despiertan su interés y ninguno de los costosos regalos le hará tanta ilusión como un papagayo que el emperador le envió a Baviera.

Ludovica observa con preocupación cómo a su hija la invade la melancolía y se muestra callada. Sólo la llegada del emperador a mediados de octubre le devuelve por unos días la alegría. Francisco José se siente dichoso en el ambiente informal de Possi; disfruta jugando con los hermanos pequeños de Sissi, montando a caballo con su prometida y descubriendo las bellezas de sus queridas montañas bávaras. El afecto de Sissi hacia su prometido va en aumento y cada nueva separación provoca en ella un mayor desconsuelo. En una ocasión en que Francisco José tuvo que marcharse precipitadamente porque tenía que atender sus deberes, la pequeña Sissi lloró tanto que «tenía la cara y los ojos muy hinchados».

A principios de marzo, y una vez conseguida la dispensa papal, se firmó el contrato matrimonial. La futura emperatriz recibiría, como dote del duque Max y muestra de «amor paterno y especial predilección», la cantidad de cincuenta mil florines, además de un ajuar acorde a su rango y jerarquía. El emperador se comprometió a aumentar esta modesta dote con otros cien mil ducados, a los que añadió doce mil ducados más en concepto del Morgengabe, el «regalo de la mañana», una antigua costumbre de la Casa Imperial que consistía en indemnizar a la esposa en la mañana siguiente de su noche de bodas por la pérdida de su virginidad.

Además, la emperatriz obtendría cien mil ducados destinados solo a «vestidos, adornos y limosnas y otros gastos menores». Porque todo lo demás (mesa, ropa de casa y caballos, mantenimiento y pago de la servidumbre, así como lo relativo al mobiliario y decoración de los palacios imperiales) corría a cargo de Francisco José. La asignación anual de que Sissi iba a disponer tras ser coronada emperatriz de Austria era cinco veces mayor que la de la archiduquesa Sofía. Una cifra considerable, si se tiene en cuenta que un obrero podía ganar al año unos doscientos florines.

En su última visita a Munich antes de contraer matrimonio, Francisco José entregó a su prometida una valiosa joya que debía lucir el día de la boda. Era una diadema de ópalos y brillantes a juego con el collar y los pendientes, obsequio de Sofía. Por el momento, Sissi no podía quejarse de la forma en que su futura suegra se comportaba con ella. Además de espléndidos regalos, la archiduquesa se volcó en decorar con el máximo lujo la vivienda destinada a los recién casados. Situada en un ala del palacio de Hofburg, no reparó en gastos para contentar a su nuera. Todo tenía que ser lo mejor y lo más caro, desde las tapicerías a las cortinas, las alfombras y los muebles. El juego de tocador de Sissi era de oro macizo. Sofía decoró los aposentos del apartamento imperial con numerosos tesoros artísticos, cuadros, objetos de plata, porcelanas chinas, estatuas y relojes provenientes de las diversas colecciones privadas de la Casa Imperial.

Cuando Sissi escribió una carta a su futura suegra para darle las gracias por todas las atenciones, a ésta no le gustó el tono de familiaridad que empleó y así se lo hizo saber a su hijo. Francisco José le dijo al respecto a Sissi: «No estaría bien que yo, su hijo verdadero, la tratase de usted pero todos los demás tienen que tratar a mi madre con el respeto y la consideración que merece por su edad y condición». Aquel incidente hirió su sensibilidad y le dejó un amargo recuerdo. Era solamente el comienzo de una relación imposible con su suegra marcada por las constantes desavenencias. Su tía y suegra Sofía de Baviera no iba a ser para ella una «segunda madre» como tanto deseaba Ludovica, sino su peor enemiga en la corte.

En los días previos a la boda el ajuar de la futura emperatriz quedó listo y fue enviado en veinticinco baúles a la corte de Viena. En el meticuloso inventario que se hizo de todas sus pertenencias queda patente que la novia del emperador no era lo que se consideraba entonces «un buen partido». La mayoría de las joyas que Sissi llevó consigo eran regalo del novio y de su suegra con ocasión de la petición de mano. Las damas de la corte pronto comenzarían a juzgar, a la vista de tan modesto ajuar, a la futura esposa del emperador, a quien desde el primer instante consideraron «una duquesa bávara sin fortuna ni alcurnia». Para Isabel, que sólo tenía dieciséis años y pasaba sus días corriendo en zuecos libremente por los bosques y parques de Possenhofen, semejante ajuar representaba un lujo hasta entonces desconocido. Acostumbrada a una vida sencilla en el campo, la visión de aquellos elegantes vestidos de raso, de tul o de seda junto a tocados de plumas, encajes y perlas, y sus correspondientes corpiños y miriñaques, le pareció un sueño.

Un sueño infantil que muy pronto iba a convertirse en una dolorosa pesadilla. Era muy difícil que Sissi, que odiaba la altanería aristocrática, la etiqueta y las formalidades, pudiera encajar en una corte tan estricta, pomposa y ultraconservadora como la vienesa. El 27 de marzo, en un acto que tuvo lugar en la sala del trono del palacio ducal de Munich y en presencia de toda la corte, la princesa Isabel renunció a sus eventuales derechos al trono de Baviera. Aquel mismo día quedó fijada la fecha de la que iba a ser la boda del año.

EL PESO DE LA CORONA

A finales de abril la duquesa Isabel de Baviera abandonaba Munich en compañía de su madre y sus hermanas. La princesa se despidió con gran emoción de sus amigos y de los hermosos paisajes de los Alpes bávaros que tanto añoraría. Durante buena parte del viaje, que duró tres días enteros, apenas dejó de llorar, tal como fue testigo el enviado prusiano que escribió: «La joven duquesa, a pesar de todo el esplendor y la magnificencia de la posición que le aguarda junto a su egregio esposo, parece muy triste por verse forzada a alejarse de su familia y de su país. Y el dolor de esta separación parece proyectar una sombra de melancolía sobre su rostro…». Cuando el carruaje llegó a orillas del Danubio les aguardaba un majestuoso vapor fluvial —el Francisco José—, puesto a disposición del emperador para trasladar a la comitiva nupcial. El barco estaba equipado con un lujo extraordinario: el camarote de Sissi era de terciopelo púrpura y la cubierta había sido transformada en un jardín florido con una glorieta de rosas en el centro para que la novia pudiera retirarse a descansar.

A lo largo de la travesía miles de personas, en su mayoría pobres campesinos, se acercaron a las orillas con la esperanza de poder ver a la novia. Aunque se encontraba agotada por el fatigoso viaje, Sissi no dejó de saludar con un pañuelo de encaje y sonreír tímidamente. Aún estaban con ella su madre y sus hermanas, que intentaban entretenerla para aliviar su nerviosismo. Pero a la duquesa Ludovica, que conocía muy bien a su hija, le preocupaba verla tan pálida, silenciosa y asustada.

Al llegar al embarcadero de Nussdorf, cerca de Viena, todos los pasajeros se cambiaron de ropa. La futura emperatriz de Austria fue recibida por los vieneses con grandes muestras de afecto y admiración. Autoridades, dignatarios del imperio, los miembros más destacados de la Casa de Habsburgo-Lorena y aristócratas esperaban impacientes bajo un arco de flores construido para la ocasión. Sissi hizo su aparición ataviada con un vaporoso vestido de seda rosa, con un amplio miriñaque, mantilla de encaje blanco y un pequeño sombrerito a juego. Antes de que el vapor atracara en el muelle, Francisco José, llevado por la impaciencia, saltó a bordo desde la orilla para saludar a su prometida. Delante de miles de personas que se agolpaban para ver a la novia, la estrechó entre sus brazos y la besó con entusiasmo. Ante esta espontánea escena de amor, el público estalló en vítores y aplausos. Hacía mucho tiempo que los habitantes de Viena deseaban tener una emperatriz como Sissi. El año anterior Napoleón III había contraído matrimonio con la hermosa española Eugenia de Montijo, convirtiendo París en el centro de la elegancia y el buen gusto europeos. Ahora con este matrimonio los austríacos confiaban en que Viena recuperara su antiguo esplendor gracias al encanto y juventud de su emperatriz.

Al ver al emperador tan enamorado, muchos pensaron que llegarían tiempos mejores y que, llevado por su felicidad, se mostraría menos déspota y más abierto a las reformas que tanto ansiaba el país. Tras abrirse paso entre la multitud la pareja imperial se subió a una carroza dorada y puso rumbo al palacio de Schönbrunn, la espléndida residencia de verano de los Habsburgo.

Desde su llegada a Austria la princesa Isabel no podría disfrutar de un momento de descanso ni privacidad. Fatigada y nerviosa por la larga travesía y las interminables recepciones, al llegar al palacio tuvo una vez más que salir al balcón, sonreír y saludar a la gente congregada en sus jardines. En lo sucesivo estos gestos constituirán una parte importante de su vida como emperatriz. En el Gran Salón de Schönbrunn dio comienzo una solemne ceremonia que se prolongó hasta bien entrada la noche. Durante varias horas le fueron presentados, uno por uno, todos los miembros de la Casa de Habsburgo —entre ellos los tres hermanos menores de su esposo, primos, tías y tíos—, así como los altos funcionarios de la corte. Tras el intercambio de los regalos de boda, Sissi se retiró a sus aposentos rendida de cansancio, pero la jornada aún no había acabado. Le quedaba por conocer a las personas que a partir de ahora estarían a su servicio en sustitución de sus damas bávaras, obligadas a regresar a Munich. Su camarera mayor era la condesa Sofía de Esterházy, nacida princesa de Liechtenstein y persona de suma confianza de la madre del emperador.

Esta estirada dama de cincuenta y seis años, ceremoniosa y severa, prácticamente iba a ejercer de institutriz de la soberana. Desde el primer instante Isabel sintió un profundo desagrado hacia ella porque la consideraba una espía al servicio de su suegra. Tal como anotó un ayudante del emperador: «Por un lado trataba a la joven soberana con demasiados aires de institutriz, mientras que, por otro, veía una de sus principales tareas en iniciar a la futura esposa imperial en toda la chismografía de la alta aristocracia, por la que, naturalmente, la princesa bávara apenas se interesaba». En cambio sus jóvenes damas de honor, encargadas de iniciarla en las costumbres y ceremonias de la corte, le resultaron bastante más simpáticas. La archiduquesa Sofía le advirtió que, como emperatriz, no debía estrechar lazos de amistad con ninguna persona de su servicio.

La casa de la emperatriz Isabel se componía, además de un secretario, de una camarera, dos doncellas, un mayordomo, un gentilhombre de entrada, cuatro lacayos, un criado y una sirvienta. Cuando ya muy avanzada la noche llegó al fin la hora de acostarse, Sissi recibió de manos de su camarera mayor un cuaderno con el siguiente epígrafe: «Ceremonial para la introducción en la Corte Imperial de Su Alteza Real la Serenísima princesa Isabel de Baviera». Debía estudiar su contenido al pie de la letra para que al día siguiente no cometiera ningún desliz y todo se desarrollara según una tradición que se mantenía inalterable desde siglos atrás.

La prometida del emperador de Austria hizo su entrada en la ciudad de Viena en una rica carroza tirada por ocho caballos blancos con las crines trenzadas y escoltada por dos lacayos vestidos de gala y peluca blanca. Sissi, acompañada por su madre la duquesa Ludovica, lucía un vaporoso vestido de color rosa bordado con hilos de plata y adornado con pequeñas guirnaldas rosas. En la cabeza portaba la diadema de brillantes regalo de su prometido. Las modistas y damas de cámara habían tardado tres horas en vestirla y arreglarla para la ocasión, un ceremonial al que a partir de ahora debería acostumbrarse. Pero a los vieneses no les pasó inadvertido que, tras los cristales de la dorada carroza, la novia no dejó de llorar ni un instante.

El largo cortejo cruzó las murallas de la ciudad mientras sonaban todas las campanas de Viena. Con lágrimas en los ojos y un nudo en el estómago, Sissi llegó al que ahora sería su nuevo hogar: el impresionante Palacio Imperial de Hofburg, el edificio más grande de toda la capital. Ajena al sufrimiento y la tristeza de su futura nuera, la archiduquesa Sofía, que esperaba a la novia a la entrada del palacio en compañía de toda su familia, escribió en su diario: «El comportamiento de mi querida niña fue perfecto, lleno de dulce y graciosa dignidad».

La fastuosa boda imperial tuvo lugar en la tarde del 24 de abril de 1854 en la iglesia de los Agustinos y fue oficiada por el arzobispo de Viena. Todos los cronistas coinciden en el insuperable boato y la magnificencia de este enlace pensado para mostrar al mundo el poderío del Imperio austríaco. Uno de los invitados, el embajador de Bélgica, dijo al respecto: «En una ciudad donde no hace mucho el espíritu revolucionario originó tantos estragos, convenía desplegar toda la grandeza y pompa monárquicas».

El interior del templo ha sido iluminado con quince mil velas que proporcionan una luminosidad casi diurna y las altas columnas están engalanadas con ricas colgaduras de terciopelo rojo. Los novios, tan jóvenes y atractivos —ella tiene dieciséis años y él veinticuatro—, parecen los protagonistas de un cuento de hadas. Francisco José, alto y esbelto, con su uniforme de mariscal de campo y el pecho cubierto de condecoraciones, luce un porte regio. A su lado su prima Sissi, con un delicado vestido blanco, bordado en oro y plata y larga cola de encaje, está radiante. En su cabello recogido luce la diadema de brillantes y ópalos que había pertenecido a la archiduquesa Sofía y un ramo de rosas frescas prendido sobre su pecho. La novia muestra una sobrecogedora belleza, pero llama la atención la palidez y seriedad de su rostro. Tras la romántica puesta en escena algunos invitados, como el barón de Kübeck, intuyen que no todo es de color de rosa: «En el estrado y entre los espectadores, júbilo y una alegría llena de esperanza. Entre bastidores hay presagios muy, muy oscuros».

Durante la larga y tediosa ceremonia Isabel parece agotada y al borde de una crisis nerviosa. La noche anterior apenas ha podido dormir debido a sus nuevas obligaciones. A la hora de acostarse la condesa Esterházy le ha hecho entrega de dos cuadernos. El primero sólo tiene que leerlo, pero el segundo debe aprendérselo de memoria. Bajo el título de «Recuerdos indispensables», sus páginas contienen todos los detalles del ceremonial de la boda. El emperador ha recibido las mismas instrucciones y, para disipar la inquietud de su prometida —incapaz de distinguir entre «las damas de cámara», «las damas de primer orden», «los pajes nobles» «o «los sostenedores de la cola nupcial»—, la tranquiliza con estas palabras: «Créeme, al fin no será todo tan molesto y cuando hayamos pasado por todas esas pruebas, tú serás mi dulce y buena mujercita y juntos ya podremos olvidar deliciosamente tantas incomodidades en nuestro hermoso palacio de Laxenburg».

Pero los buenos propósitos del emperador no se iban a cumplir. Aunque en un principio Isabel creyó que tras las celebraciones nupciales podría escapar de la corte y refugiarse en su vida privada, estaba equivocada. Al contraer matrimonio con Francisco José sobre ella recaen el peso y la gloria de todo el imperio. La joven emperatriz de Austria, ha perdido lo que más aprecia, su libertad.

El tiempo ya no le pertenece y tendrá que soportar una lista interminable de fiestas, ceremonias, desfiles militares y recepciones —con sus respectivos cambios de vestuario tres o cuatro veces al día— sin perder jamás la sonrisa. Según el rígido ceremonial de los Habsburgo nadie puede dirigirse a ella, sino únicamente responder a sus preguntas. Debe ser gentil pero distante, no sonreír en exceso sino con recato. Los besos y abrazos están prohibidos, incluso a sus familiares; sólo se permite besar la mano de la soberana. Espontánea por naturaleza, en más de una ocasión infringirá esta norma para saludar a la gente de la calle al igual que hacía en su Baviera natal.

La archiduquesa Sofía se ha convertido en su sombra; no se separa de ella y la vigila criticando todos sus movimientos: «Has de saber tratar a la gente, saludar con más amabilidad. Te has olvidado de atender a esta dama. Te has entretenido demasiado hablando con aquel caballero». Tras el enlace los recién casados regresan a Hofburg para continuar con los actos protocolarios previstos, pero Sissi ya no puede más y se derrumba. Rodeada de extraños y agotada por la tensión de ese día interminable, abandona precipitadamente el suntuoso Salón de los Espejos donde les esperan los embajadores, legaciones, miembros de la corte a su servicio y cortesanos.

Ante las miradas de desaprobación de los presentes, la joven se refugia en una habitación contigua y rompe a llorar. Su suegra, molesta ante esta reacción que califica de pueril y caprichosa, pronto descubrirá que su nuera —a la que ya trata de «excéntrica»— no está preparada para esa dura disciplina. Hasta el día de su muerte, Sofía le reprochará su negativa a sacrificar su vida personal en aras del deber. Las dos mujeres nunca llegarán a entenderse porque entre ellas existe un abismo generacional. Sissi, tan romántica como ingenua, exclamará tras su boda: «Yo quiero mucho al emperador… pero ¡lástima que no sea un sastre!». Para ella los títulos, las joyas y el dinero no tienen importancia. Lo único que cuenta son los sentimientos hacia su esposo, del que parece cada vez más enamorada. Isabel ignora que acaba de convertirse en un personaje público y que a partir de ahora hasta el menor de sus gestos será observado por mil ojos. Tal como temía su madre, todo el cariño y el fervor que la «novia-niña» —como la llamaban los austríacos— había despertado entre la gente desde su llegada a Austria se iba a transformar en recelo y maledicencia en cuanto pisara Hofburg.

Tras el banquete de gran gala acabaron los festejos nupciales y la pareja imperial pudo retirarse a sus aposentos. Sissi aún tendría que soportar la «ceremonia del acostamiento» vigente en la corte vienesa desde tiempos inmemoriales. En esta ocasión se prescindió del complejo y frío ritual que rodeaba este acto y fueron ambas madres las que acompañaron a sus respectivos hijos hasta su alcoba. Así lo describe Sofía en su diario: «Ludovica y yo condujimos a la joven novia a sus aposentos. Allí la dejé en compañía de su madre y permanecí en la pequeña pieza que hay junto al dormitorio hasta que Sissi estuvo acostada. Entonces fui en busca de mi hijo y le llevé junto a su esposa, a la que también saludé para desearle una buena noche. Sissi trató de esconder entre la almohada su bonito rostro, enmarcado por su espléndida cabellera, del mismo modo que un pajarillo asustado se esconde en su nido».

A la mañana siguiente los recién casados tampoco pudieron estar a solas. Isabel, recién levantada, se vio obligada a desayunar con el emperador y su suegra. Aunque ella hubiera deseado quedarse en sus aposentos con su esposo, éste le suplicó que bajara al salón para evitar una escena desagradable con su madre. Más adelante Isabel le confesó a su dama de honor, la condesa de Festetics, lo violenta que se sintió mientras su suegra la examinaba con curiosidad intentando averiguar lo que había ocurrido en la noche de bodas: «El emperador estaba tan acostumbrado a obedecer, que hasta en esto cedió. Pero para mí fue horrible. Si al fin cedí, fue por él».

Ni siquiera en la alcoba imperial existía verdadera intimidad. Los lacayos y las doncellas eran los encargados de difundir cualquier rumor por muy indiscreto que éste fuera. Toda la corte se enteró de que hasta el tercer día no consumaron su matrimonio. También que el emperador Francisco José, aunque muy enamorado de su esposa, se comportó en el lecho de manera torpe y no supo hacerla feliz.

Tras una semana de audiencias, recepciones, bailes de salón y cenas de gala, los emperadores se retiraron al palacio de Laxenburg para disfrutar de su luna de miel. Fue entonces cuando Sissi por primera vez fue consciente de su soledad y aislamiento. Cada mañana muy temprano el emperador viajaba hasta el palacio de Hofburg, en Viena, a unos veinte kilómetros de Laxenburg, para atender sus asuntos y ella se quedaba sola todo el día o en compañía de su suegra. Su madre Ludovica y sus hermanos —incluida Nené— habían regresado a Baviera. Ya no tenía con quién desahogarse y las personas que la rodeaban, desde la condesa Esterházy hasta sus doncellas, eran unas desconocidas. Sissi sólo se entretiene con las inseparables mascotas que ha traído de Possenhofen. Pasa largas horas frente a las jaulas de sus papagayos, a los que enseña palabras y frases enteras, y jugando en su alcoba con sus perros daneses. Llevada por una profunda añoranza, se refugia en la poesía y llena páginas enteras de su cuaderno con versos que reflejan su estado de ánimo.

Su posterior dama de honor, María de Festetics, recogió en su diario los sentimientos de Sissi en su luna de miel: «Aquellos días lloré mucho. Sólo de pensar en ello se me encoge el corazón. Después de mi boda me sentí tan sola y abandonada… El emperador no regresaba hasta las seis de la tarde para cenar. Entretanto yo estaba sola y sentía un miedo terrible a las visitas de mi suegra la archiduquesa Sofía. Porque se presentaba a diario, para espiar todo lo que yo hacía. Aquí no había quien no temblase ante ella, y claro, todo se lo contaban enseguida. Cualquier tontería era un asunto de Estado».

Los primeros meses en Viena fueron muy duros para Sissi. Ella, que venía de un ambiente liberal y bohemio, tenía que enfrentarse al rigor de la corte más pomposa y antigua de Europa. Apenas dos semanas después de su boda se siente prisionera en una jaula de oro y atormentada por los continuos enfrentamientos con su suegra. La archiduquesa Sofía, preocupada por mantener la dignidad imperial, no tolerará la rebeldía de su nuera, pero fracasará en su intento de moldearla como ha hecho con su hijo. Sissi sólo tiene dieciséis años pero posee un carácter independiente y no es tan dócil como aparenta.

En su primera cena en el Palacio Imperial de Hofburg su comportamiento «tan inapropiado» causó un gran revuelo. En aquella velada Sissi pidió cerveza en lugar de vino, ante el asombro de todos los comensales, y después se quitó los guantes para coger los cubiertos. Sofía la reprendió con estas duras palabras: «Has escandalizado a todo el mundo comportándote como una lugareña bávara. Los guantes están prescritos por la etiqueta, la cerveza no es bebida para una emperatriz, por lo menos en público. No es correcto reír para una emperatriz, debe limitarse a sonreír, tanto si se divierte como si se aburre». La respuesta de Sissi fue tajante: «Si no me quiere tal y como soy lo siento mucho, pero no voy a cambiar». Aunque se resistió a cumplir algunas normas de etiqueta que consideraba anticuadas (como tener que cenar con guantes o la obligación de regalar a sus doncellas los zapatos que ha llevado una sola vez), en otras tuvo que claudicar. Tímida y recatada, tampoco le gusta que unas desconocidas la vistan y desvistan a diario cuando ella sola puede hacerlo, pero en este punto no logrará imponerse a Sofía.

La rancia aristocracia vienesa, como tanto temía su madre Ludovica, criticará sin piedad su sencillez y sus intentos de prescindir de la etiqueta tan sagrada para los Habsburgo. Sissi se muestra en público cohibida, apenas habla y sus largos silencios se interpretan como síntoma de escasa inteligencia. En realidad hablaba poco y en voz muy baja porque aún no dominaba bien el francés, idioma de la corte. Las conversaciones insípidas y superficiales —en su mayoría chismes— de palacio no le interesaban lo más mínimo. Además, tenía una fea dentadura y se sentía tan acomplejada que intentaba abrir lo menos posible la boca al hablar. La nobleza austríaca, a los pocos meses de su llegada, ya consideraba a su nueva emperatriz remilgada y tonta. La esposa del embajador belga comentará: «Es sumamente bella, con una figura espléndida y una cabellera que, según dicen, le llega hasta los tobillos. Su conversación, en cambio, no es tan brillante como su físico».

Desde el primer día la vida en el palacio imperial de invierno de Hofburg, la antigua residencia oficial de los Habsburgo, se le hizo insoportable. Este monumental edificio, «inmenso, húmedo y glacial» como ella lo describe, le resulta una prisión aún más terrible que Laxenburg. Sissi se estremece ante los retratos de María Antonieta que nació allí en un crudo invierno de 1755. Al igual que la infeliz emperatriz de Francia, que llegó a la corte de Versalles siendo apenas una niña para casarse con un rey al que no conocía, se siente como si viviera en un escenario teatral. Siempre se encuentra rodeada de un séquito de doncellas y lacayos que no le permiten hacer nada por sí misma. Los miembros de la alta nobleza, funcionarios, clérigos y militares que llenan los pasillos de palacio la miran por encima del hombro y no sabe cómo dirigirse o reaccionar ante ellos. Apenas tiene intimidad ni siquiera en los jardines, abiertos al público por orden de Sofía.

En Hofburg todo le está prohibido. No puede pasear sola ni por los pasillos del palacio, debe montar a caballo siempre acompañada por alguna de sus timoratas damas y ser anunciada antes de entrar en los aposentos de su suegra. No puede ir de compras a la ciudad, ni beber cerveza en las comidas o mostrarse demasiado caritativa. Tampoco en público puede ser cariñosa con el emperador, ni mucho menos abrazarle. Una de sus damas de honor recordaría más adelante que la emperatriz «sentía miedo en aquel mundo de desconocidos, donde todo era tan distinto, y añoraba profundamente su tierra y a sus hermanos, así como aquella vida despreocupada e inocente que llevaba en Possenhofen. Todo lo que en ella había de natural y sencillo tenía que desaparecer bajo la absurda opresión de la exagerada etiqueta. Dicho con otras palabras aquí sólo se trataba de “parecer” y no de “ser”, lo que para ella era doblemente duro».

Aunque la emperatriz contaba con el apoyo de su esposo, éste no podía entender que sufriera tanto por estar sola. Su madre Sofía le había educado en un completo aislamiento y había hecho de él un joven muy educado, consciente de sus obligaciones, íntegro y defensor de los valores del Antiguo Régimen. Francisco José aceptaba estos sacrificios como algo inherente a su cargo, una expresión de su categoría imperial. Con el paso de los meses ambos descubrirán que son el polo opuesto.

El hombre con el que se ha casado tiene un carácter puntilloso, ordenado, tímido y modesto. Es un trabajador infatigable que se levanta a las cuatro de la mañana y no abandona su gabinete hasta muy entrada la noche. Es «el primer funcionario del Estado», como él mismo se define. Ella en cambio es una digna Wittelsbach como su padre, caprichosa, excéntrica, culta, excesivamente sensible y con un poderoso afán de libertad. Francisco José la amará hasta el final de su vida, pero siempre se sentiría apegado a su papel de emperador, conservador y absolutista.

Isabel también se sentía excluida porque su esposo nunca le informaba sobre los acontecimientos que sacudían el imperio. El emperador sólo consultaba los asuntos de Estado con su poderosa madre, cuyos consejos apreciaba mucho. Ella era la primera dama del imperio, pero no tenía ni voz ni voto. Como emperatriz de Austria, ostentaba una interminable lista de títulos —entre otros reina de Hungría y Bohemia, reina de Lombardía y Venecia, de Dalmacia, Croacia, Eslovenia…— y cuarenta y siete países más cuya existencia desconocía y ni sabía situar en un mapa. También lo ignora todo sobre la difícil situación que atraviesa Austria, sumida en la bancarrota, amenazada por guerras y hambrunas y muy atrasada en comparación a otros países europeos. Las duras acciones represivas desatadas por el emperador contra los revolucionarios democráticos y los nacionalistas húngaros de 1848 han provocado un malestar que pone en peligro la unidad del imperio.

El anuncio del primer viaje de los emperadores a Moravia y Bohemia ilusionó a Sissi, que por unos días pudo escapar de sus obligaciones en la corte. Tras los levantamientos en Viena y Hungría, la familia imperial se había visto obligada a huir de la capital para buscar refugio en Olmütz donde Francisco José fue coronado emperador. El viaje era un acto de agradecimiento por la ayuda y fidelidad prestadas por estos dos países a los Habsburgo en tan difíciles momentos. Por primera vez Isabel pudo representar el papel de emperatriz ante sus súbditos. Visitó conventos e iglesias, orfanatos, escuelas y hospitales para pobres. Su forma sencilla y afectuosa de dirigirse a los más desfavorecidos despertó el entusiasmo de las gentes.

Por su educación y personalidad podía haberse convertido en «la emperatriz del pueblo» impulsando obras sociales tan necesarias en el empobrecido imperio. Pero Sofía —temiendo sus ideas liberales y revolucionarias— no se lo permitió y le otorgó un papel meramente decorativo. Tras dos agotadoras semanas en Bohemia, a su regreso a Viena los emperadores apenas pudieron descansar. Al día siguiente se celebraba con gran boato la festividad del Corpus Christi, que en tiempos de Francisco José era un acto más político que religioso. El emperador encabezaba la procesión bajo palio para demostrar su estrecha unión con la Iglesia católica. Al término tuvo lugar un gran desfile militar ante la extrañeza de Isabel, que no entendía semejante muestra de poder ni la pompa imperial con ocasión de una festividad eclesiástica. Para ella, que había sido educada en un hogar católico, pero muy tolerante y liberal, era incomprensible la unión entre Iglesia y Estado. Aunque intentó acudir sólo a la iglesia y no estar presente en el desfile, su suegra no se lo permitió. La encantadora y muy elegante emperatriz era la atracción principal de esta festividad y miles de personas llegaron aquel día desde todas las provincias del imperio para presenciar el acontecimiento y conocer a su soberana.

La relación de Sissi con su suegra se hizo aún más tirante cuando la emperatriz se quedó embarazada. De nuevo se sentía muy sola en Hofburg y controlada por todos. El emperador apenas tiene tiempo para ella porque la guerra de Crimea acapara todo su interés. Rusia es ahora enemiga de Austria y los ejércitos imperiales han sido movilizados para impedir que su influencia se agrande, como el zar pretende, a costa de los territorios del Imperio turco. La archiduquesa Sofía la trataba con la misma severidad de siempre obligándola a aparecer en público para exhibir su estado. Años más tarde Isabel recordaría: «Apenas llegaba, me hacía bajar al jardín para explicarme que era mi deber marcar bien la barriga, para que el pueblo viera que realmente estaba embarazada. Era horrible. En cambio, sentía alivio cuando me dejaban sola y podía llorar a mis anchas».

Sofía, esperanzada ante la llegada de un príncipe heredero, se muestra aún más controladora con su nuera y se inmiscuye en todo. En una carta fechada el 29 de junio de 1854, Sofía le dice al emperador: «Me parece que Sissi no debería pasar tantas horas con los papagayos, pues, especialmente en los primeros meses de embarazo, es peligroso ver con insistencia determinados animales, ya que el pequeño en camino puede parecerse a ellos. Es conveniente que se mire mucho al espejo o que te contemple a ti. Que procurase hacerlo así sería muy de mi gusto». También le prohibió que sus enormes perros alemanes, que la seguían a todas partes, entraran en sus aposentos.

A los diecisiete años Sissi daba a luz a una niña «grande y robusta» que fue bautizada con el nombre de su abuela y madrina Sofía, sin que nadie le consultara. Al año siguiente, y para desencanto del emperador que deseaba un varón, tuvo otra niña a la que llamaron Gisela. La emperatriz se mostró feliz con el nacimiento de sus pequeñas y por primera vez en mucho tiempo se la veía animada. Pero su suegra se interpuso una vez más en la felicidad de la pareja. Sofía consideraba a su nuera demasiado joven e inestable para criar a las futuras princesas. Según ella, la emperatriz se debía a sus obligaciones, a su pueblo y a su esposo, y no podía perder el tiempo cuidando de sus hijos. Decidió ocuparse ella misma de sus dos nietas y ordenó instalar las habitaciones de las niñas cerca de las suyas propias.

Sofía educaría a las princesas de acuerdo a la tradición y guiada por su profundo catolicismo. Cuando Sissi quería ver a sus hijas tenía primero que subir una empinada escalera y cuando alcanzaba su cuarto, no podía estar ni un minuto a solas con ellas pues siempre se encontraban presentes las sirvientas y los visitantes que acudían para admirar a las pequeñas. La emperatriz se sentía tratada como una niña; ni siquiera pudo opinar sobre la elección del ama de cría ni de las niñeras que las cuidaban. Sofía eligió también el médico de cabecera, el doctor Seeburger, cuyos métodos anticuados la emperatriz desaprobaba. A Sissi le preocupaba especialmente la salud de su hija mayor, que tenía mal aspecto y sufría vómitos frecuentes. Se quejaba, y con razón, de que las niñas estaban alojadas en unas habitaciones que apenas tenían luz natural y poco ventiladas porque su médico consideraba «que las corrientes de aire y los cambios de temperatura les eran perjudiciales». Pero entonces, Sissi era muy tímida e insegura y aún se mostraba sumisa con su esposo.

Con el paso de los meses la separación de sus hijas se le hizo insoportable y le pidió al emperador que tomara cartas en el asunto. Francisco José se armó de valor para escribir la siguiente carta a su madre: «Le suplico encarecidamente que tenga condescendencia para con Sissi si tal vez le parece una madre demasiado celosa. ¡Es una esposa y madre tan abnegada! Si usted se digna considerar con calma el asunto, quizá comprenda la pena que nos produce ver a nuestras hijas prácticamente encerradas en su casa, mientras que la pobre Sissi se ve obligada a subir la estrecha escalera para sólo raras veces encontrar solas a las pequeñas […]. Además, Sissi no tiene en absoluto la intención de privarla a usted de las niñas, y me encargó especialmente que le dijera que las pequeñas estarán siempre a su completa disposición». Por primera vez el emperador desautorizó a su madre. Ésta, indignada ante la idea de apartar a las princesas de su lado, amenazó con abandonar para siempre Hofburg. Pero no lo hizo y siguió luchando para tener bajo su tutela a sus nietas.

Ante la delicada situación de aislamiento que atraviesa Austria tras el fin de la guerra de Crimea y los movimientos independentistas que amenazan la unidad del imperio, Francisco José decidió reconquistar el aprecio de sus provincias más problemáticas, Hungría y Lombardía-Venecia. Para demostrar su poderío militar, el emperador y su esposa viajaron en el invierno de 1856 a los dominios de los Habsburgo en la Alta Italia. Durante cuatro meses se alojaron en los antiguos palacios de Milán y Venecia y desplegaron allí el máximo esplendor de su corte.

En aquel viaje Sissi, acostumbrada hasta entonces a los cálidos recibimientos, pudo comprobar el clima de tensión que reinaba en esos territorios. Pese a todos los esfuerzos de la pareja imperial por mostrarse amables y cercanos, tropezaron con la desconfianza e incluso el odio de la gente. En sus apariciones iban siempre acompañados por un gran séquito militar, lo que constituía una provocación para los italianos hartos de la ocupación de su país. Sissi representó a la perfección su papel y a pesar del clima de hostilidad no rehuyó las recepciones oficiales e incluso acompañó a su esposo a pasar revista a sus tropas. El momento más duro fue en Venecia. Cuando los soberanos atravesaron la gran plaza de San Marcos para visitar la basílica, la multitud allí reunida les recibió con un gélido silencio. El cónsul inglés envió a Londres este comentario: «Lo que movía al pueblo era sólo la curiosidad de ver a la emperatriz, cuya legendaria belleza había llegado, naturalmente, hasta aquí».

Pocas semanas después de su estancia en Italia, los emperadores emprendieron viaje a Hungría. Las relaciones entre Viena y Budapest eran sumamente tensas desde 1848, cuando la rebelión de la aristocracia húngara fue brutalmente reprimida por el ejército y muchos nobles fueron ajusticiados. La corte de Viena, con la archiduquesa Sofía al frente, era extremadamente antihúngara; en cambio Isabel sentía simpatía por este pueblo valiente y orgulloso. El viaje es arriesgado, pero el emperador está convencido de que el encanto y la belleza de su esposa cautivarán a los sublevados. Como iban a estar ausentes cuatro meses, Sissi quiso llevarse con ella a sus dos hijas, lo que dio pie a un nuevo enfrentamiento con su suegra. La archiduquesa se mostró contraria a que las niñas realizaran una travesía tan larga y agotadora, y temía que el clima malsano del río les fuera perjudicial. Pero esta vez Sissi se salió con la suya y las pequeñas les acompañaron.

El viaje se realizó en barco por el Danubio, desde Viena a la actual Budapest (entonces eran dos ciudades, Buda y Pest, que se unieron en 1873). Para la joven soberana fue un flechazo con un país al que se sentiría unida para siempre. A pesar de la tirantez política que se respiraba en el ambiente, los recibieron con muestras de afecto y respeto. La habilidad de Sissi para la equitación despertó gran admiración en Hungría. Cuando un día asistió a caballo, junto a su esposo, a una parada militar, el público la aplaudió con entusiasmo. En cambio al conde de Crenneville, miembro del séquito imperial, le horrorizó el ver a su emperatriz montada a caballo: «Una actitud tan impropia de una soberana me causó un efecto deplorable».

Sissi guardaría un triste recuerdo de su primer viaje oficial a Hungría. Cuando los emperadores se disponían a visitar las provincias húngaras, la pequeña Sofía de dos años cayó enferma con fiebres y disentería. Aunque los padres estaban muy inquietos, el doctor Seeburger los tranquilizó diciendo que no era nada grave y que su estado era debido a la dentición. Pero en los días siguientes la salud de la niña empeoró. El viaje al interior fue suspendido y Sissi no se separó ni un instante del lecho donde yacía su hija, que se encontraba extremadamente débil. Tras doce horas de agonía, Sofía falleció víctima del tifus en los brazos de su madre. «Nuestra pequeña ya tiene su morada en el cielo. Hemos quedado llenos de aflicción. Sissi, resignada ante los designios del Señor», telegrafió Francisco José a su madre.

El matrimonio regresó de inmediato a Viena con su séquito llevando consigo el pequeño ataúd con el cadáver de la niña. Tras esta desgracia la emperatriz intentó destituir a Seeburger, a quien consideraba anticuado e incompetente y culpable de la muerte de su niña. Pero su suegra no lo consentirá, y el médico del emperador, muy respetado en la corte vienesa, seguirá en su cargo atendiendo las crisis nerviosas y los peligrosos ayunos de Sissi.

La archiduquesa Sofía Federica de Habsburgo-Lorena, de dos años de edad, fue enterrada con toda solemnidad en la cripta de los Capuchinos donde reposan los restos de los miembros de la casa de los Habsburgo. Francisco José, por consejo médico, decidió que su esposa no asistiera al sepelio para no agravar más su delicado estado de salud. Durante el tiempo que duró su doloroso luto Sissi no tuvo fuerzas para visitar el lugar donde estaba enterrada su hija.

Pero en septiembre de 1858 falleció su prima Margarita de Sajonia, esposa de un hermano de Francisco José. Tenía sólo dieciocho años y sentía un gran afecto por ella. Pese a su mal estado de salud, Sissi decidió asistir al funeral de su desdichada prima en la cripta de los Capuchinos. En realidad deseaba conocer el lugar donde se encontraba la tumba de su hija mayor. Cuando descendió por una estrecha y lúgubre escalera alumbrada por antorchas al recinto mortuorio que albergaba los sarcófagos de la realeza austríaca, le pareció un lugar siniestro. Este sótano frío y húmedo era el destino reservado a todos los Habsburgo. Ya entonces Sissi, que comenzó a obsesionarse ante la idea de la muerte, manifestó su deseo de no ser enterrada en la cripta imperial. Pero incluso al final de sus días no podría librarse de las inquebrantables normas que regían en la corte de Viena, y su cuerpo reposaría en este tétrico mausoleo familiar.

La súbita muerte de Sofía sumió a Sissi en una grave depresión que marcaría su carácter para siempre. Estaba inconsolable, se aisló de todo el mundo, lloraba sin cesar y se negaba a comer. Nadie podía aliviar el profundo sentimiento de culpa que tenía por haber expuesto a su hija a un viaje tan arriesgado. Su suegra, aunque no se atrevió a reprocharle nada y se mostró con ella más condescendiente, en el fondo nunca le perdonó lo ocurrido. La relación entre ambas aún se hizo más fría y tirante.

Tras esta tragedia familiar, Sissi se convenció de su incompetencia como madre y abandonó la lucha por su otra hija Gisela, de apenas once meses. Dejó de preocuparse por la niña y aceptó que su abuela Sofía se hiciera cargo de ella. El viaje a Hungría de la pareja imperial, a pesar de su trágico final, sirvió para que el emperador se mostrara más benevolente y aunque se negó a restituir la antigua Constitución húngara, promulgó una amnistía y autorizó la devolución de los bienes incautados a los nobles.

En aquel verano de 1857 el estado anímico de la emperatriz era tan preocupante que la duquesa Ludovica llego a Viena desde Possenhofen para tratar de consolarla. En esta ocasión la madre de Sissi se hizo acompañar por el viejo médico de cabecera de la familia, el doctor Fischer, que inspiraba más confianza a la emperatriz que el médico de la familia imperial. Pero ni la presencia de su madre y de sus hermanos logró animarla. Además en esta época tan dolorosa, el hermano menor del emperador Francisco José, el archiduque Maximiliano, se casó con Carlota, hija del rey de Bélgica.

La nueva cuñada de Sissi no sólo era bella, inteligente y muy rica, sino que contaba con un árbol genealógico intachable. La archiduquesa Sofía no se cansaba de ensalzar la buena educación y preparación que tenía la joven en comparación con Isabel, que aún se comportaba como si estuviera en Baviera. Mostrando sus preferencias hacia su nueva nuera, la archiduquesa consiguió que entre ambas jóvenes creciera una fuerte enemistad. La posición de Sissi en la corte empeoraba cada vez más, pero cuando a finales de aquel desdichado año de 1857 se supo que estaba embarazada, todos sintieron una gran satisfacción y acudieron a felicitarla.

El 21 de agosto de 1858 la emperatriz dio a luz en su residencia de Laxenburg al heredero al trono imperial. Fue bautizado con el nombre de Rodolfo en memoria del primer emperador de la dinastía Habsburgo. La alegría por este nacimiento tan esperado fue grande en la corte de Viena y sincera entre el pueblo llano, que recibió generosos donativos. El emperador regaló a su esposa un magnífico collar de perlas de tres hileras, como muestra de gratitud. Al día siguiente Francisco José, con gran emoción, nombró al recién nacido coronel de los ejércitos. «Quiero que el hijo que me ha sido dado por la gracia de Dios pertenezca a mi valeroso ejército desde su llegada al mundo», declaró exultante. Daba por hecho que el príncipe tendría que ser soldado, le gustara o no.

Mientras todos a su alrededor se mostraban alegres y felices con el acontecimiento, para Sissi resultó una experiencia muy dura. El parto, a diferencia de los anteriores, fue largo y complicado. Se encontraba muy débil y tardó varias semanas en recuperarse. Pese a sus ruegos, tampoco en esta ocasión se le permitió amamantar a su hijo que fue entregado a su ama de cría, Marianka, una campesina de Moravia robusta y sana elegida por su suegra.

Mientras Sissi atravesaba uno de los momentos más difíciles desde que llegó a la corte de Viena, sus hermanas a las que tanto añoraba se iban casando una tras otra. Primero fue la mayor, Elena —Nené—, que había sufrido mucho con el desplante del emperador y ahora, a sus veinticuatro años, contraía matrimonio por amor con el príncipe Maximiliano de Thurn y Taxis, uno de los más poderosos y acaudalados del país. Después le llegó el turno a la menor, María Sofía, que se comprometió con el príncipe Francisco de Borbón, heredero de Nápoles y Sicilia. Este enlace causó un gran revuelo en toda la familia ya que otra de las hijas iba a ser reina de un Estado europeo. Una unión con la Casa Real de Nápoles constituía un gran partido para una duquesa de Baviera.

En enero de 1859 María Sofía de Baviera, casada por poderes con el heredero al trono de Nápoles, al que no conocía ni amaba, se detuvo en Viena de camino a su nuevo país. La joven, que tenía diecisiete años, permaneció dos semanas en la corte de Viena para alegría de la emperatriz cuya salud seguía empeorando. Al final de su estadía, Isabel la acompañó a Trieste y pudo contemplar llena de melancolía la ceremonia de entrega. Al igual que ella, su hermana iba a ser muy desgraciada junto a un esposo mental y físicamente débil, y obligada a vivir un largo exilio cuando el reino de Nápoles fue anexionado en favor de la unificación de Italia. El destino de María Sofía de Baviera le recordaba al suyo aunque en su caso ella tenía a su lado a un esposo que, a pesar de las desgracias familiares, se mostraba tan enamorado de ella como el primer día.

LA EMPERATRIZ AUSENTE

Aunque Francisco José no habla nunca de política con ella, Sissi sabe cómo el malestar de las provincias italianas y de Hungría pesa sobre la política interna de Austria. En la primavera de 1859, cuando Gisela tenía tres años de edad y Rodolfo nueve meses, el emperador —preocupado por el avance del ejército enemigo— parte a los territorios en guerra de la Alta Italia para supervisar personalmente las operaciones militares. Los dominios de los Habsburgo en Italia están en peligro y la inexperiencia del soberano conducirá a sus tropas a una terrible y sangrienta derrota. Cuando Sissi se entera de que su esposo debe partir al frente, se muestra muy afligida. Tras una triste despedida en la estación de Mürzzuschlag, la emperatriz regresa al palacio de Schönbrunn donde se encierra a llorar en sus aposentos. La niñera de sus hijos, Leopoldina Nischer, escribiría en su diario: «El desconsuelo de la emperatriz sobrepasa todo lo imaginable. No ha dejado de llorar desde ayer por la mañana, no come nada y está siempre sola, como no sea con los niños».

Ante la ausencia de su esposo Isabel atraviesa un estado de desesperación «casi histérico» que preocupa mucho a su madre Ludovica. La emperatriz, nerviosa y deprimida, abandona por completo sus obligaciones oficiales y casi no sale de sus aposentos. Fue entonces cuando comenzó a llevar un ritmo de vida tan insano como extravagante. Dormía muy poco y sufría frecuentes crisis de angustia. Volvió a sus curas de hambre, se la veía absorta en sus pensamientos y montaba a caballo durante horas seguidas. Su extraño comportamiento deja perpleja a la archiduquesa Sofía, que no se atreve a contarle a su hijo la actitud de su nuera. Su único consuelo son las largas cartas de amor que la pareja imperial se escribe a diario.

A su llegada a Verona el 31 de mayo de 1859, Francisco José, inquieto por su estado de salud, le dice: «Mi querido ángel Sissi, mis primeros instantes después de levantarme son para pensar en ti y decirte cuánto te quiero y cómo mi anhelo va hacia ti y los pequeños. Supongo que estarás bien, pero has de procurar cuidarte y no ponerte demasiado triste, como me prometiste. Procura, pues, distraerte y tener buen ánimo…». Tras la desastrosa batalla de Magenta en 1859 y la evacuación de Milán, la emperatriz le suplica que le permita reunirse con él, a lo que el emperador le responde: «Por desgracia, ahora no puedo acceder a tus deseos, por mucho que quisiera hacerlo. En la agitada vida del cuartel general no hay sitio para mujeres, y yo no puedo dar mal ejemplo a mis soldados». El emperador no sabía cómo tranquilizar a su esposa y en otra carta le suplica: «Ángel mío, si me amas, no te angusties tanto. Cuídate, procura hallar distracción, monta a caballo y sal a pasear en coche, pero con mesura y prudencia. Conserva para mí tu preciosa salud, para que a mi regreso te encuentres bien respuesta y podamos ser muy felices».

Pero de nada servirían los tiernos consejos del emperador a su esposa. Sissi ha vuelto a sus ayunos, galopa a caballo durante horas seguidas, se muestra ensimismada y rehúye los tés y las comidas familiares que da su suegra. Se siente sola y rodeada de enemigos que hablan a sus espaldas. El doctor Seeburger, que no siente ningún aprecio hacia ella, le dedica estas duras palabras: «Ni como mujer está a la altura deseada; en realidad vive desocupada. Sólo ve a los niños de tarde en tarde y, mientras llora y se desespera por la ausencia del emperador, se consuela cabalgando horas y horas, con evidente riesgo de su salud. Entre ella y la archiduquesa Sofía se abre un abismo de hielo, y la camarera mayor, condesa Esterházy, no tiene influencia alguna sobre ella». Por su parte, el capitán de palacio censura «la actitud de la emperatriz que fumaba mientras iba en coche, lo que me resultaba del todo desagradable…». Incluso la reina Victoria de Inglaterra se enteró de este escándalo y de que también la hermana menor de Sissi y futura reina de Nápoles era aficionada al tabaco.

Desde el frente, Francisco José no se cansará de recordarle a su esposa los deberes inherentes a su posición: «Te ruego por nuestro amor sagrado que procures mantenerte serena, que te vean por la ciudad. Visita tiendas, lugares públicos. No imaginas el bien que con ello puedes hacerme. Puedes levantar el ánimo de Viena, puedes mantener el espíritu que es necesario a un pueblo para vencer. Mantente firme para bien mío, ya que yo me encuentro tan cargado de desdichas». Ha llegado hasta sus oídos que Sissi muchas veces cabalga sola pero otras lo hace acompañada de su caballerizo, Henry Holmes, un apuesto y veterano jinete por quien la emperatriz siente gran simpatía. Sofía no aprueba esta conducta, pero la emperatriz seguirá practicando su deporte favorito y se aficionará, para pánico del emperador, a saltar obstáculos.

Mientras las noticias que llegan desde el frente son cada vez más preocupantes y el estado de ánimo en Austria es desastroso, el emperador sigue escribiendo a su esposa tiernas cartas tratando de calmar su angustia. El final está cerca y, tras las derrotas militares en Magenta y Solferino contra las tropas de Napoleón III, Francisco José por primera vez deberá asumir la responsabilidad de su fracaso. Nunca será tan impopular en su país como en aquellos difíciles días. El pueblo le reprochará al todopoderoso monarca su falta de mando político y militar, y la pérdida de miles de soldados en una guerra absurda por defender una provincia extranjera. Con los ánimos muy bajos, le escribe a Sissi: «He adquirido muchas nuevas experiencias, y ahora conozco lo que siente un general derrotado. Las graves consecuencias de nuestra desgracia todavía están por venir, pero yo confío en Dios y creo no tener de qué arrepentirme ni haber cometido ningún error de estrategia». La duquesa Ludovica, en cambio, no dudó en criticar el afán del emperador por destacar como jefe de los ejércitos a pesar de su inexperiencia militar.

Isabel se entera de la derrota de Italia en el palacio de Laxenburg, donde ha organizado un hospital para atender a las víctimas. En una carta Francisco José le dice: «Alberga a los heridos donde tú quieras; en todas las dependencias del palacio. Serán muy felices de estar atendidos». Tras las cruentas batallas hay más de sesenta y dos mil heridos y enfermos y los hospitales de Austria son insuficientes y faltan medicinas. Palacios, iglesias y conventos fueron convertidos en improvisados hospitales de campaña. En aquellos difíciles momentos Sissi intentó informarse sobre lo ocurrido a través de los periódicos y se mostraba muy crítica con su suegra, a la que acusa de «comprometer al Estado, la dinastía y el porvenir de su marido y de sus hijos». Está convencida de que las ideas de Sofía en política exterior, que tan hondo han calado en el emperador, acarrearán la ruina definitiva del imperio.

Sissi adopta una postura cada vez más contraria al régimen absolutista y militar de su esposo. Por primera vez se atrevió a darle un consejo político: que firmara la paz con Napoleón III lo antes posible. Francisco José no le hizo ningún caso, y se mostró molesto por lo que consideraba una intromisión en sus asuntos. Finalmente, Austria firmaría la paz con Francia, cediendo la Lombardía, su provincia más rica, y manteniendo por poco tiempo Venecia. El emperador aprobará el Diploma de Octubre, un decreto que supone un primer paso para establecer un régimen parlamentario y otorgar al imperio una Constitución. En una carta a su madre, la archiduquesa Sofía, le señala: «Tendremos que soportar algo de vida parlamentaria pero el poder continúa en mis manos». Con la destitución de los que hasta ahora eran sus hombres de mayor confianza, entre ellos el conde Grünne —su general ayudante de campo y gran amigo—, la archiduquesa es consciente de que va perdiendo su influencia en la corte.

Apartada de sus hijos y de los asuntos de gobierno en los que su esposo no le permite inmiscuirse, en el invierno de 1859 Sissi sufre su primera crisis matrimonial. Francisco José que, hasta el momento se ha mostrado muy paciente con su egocéntrica y caprichosa esposa, está harto de las interminables discusiones entre la emperatriz y su autoritaria madre. El ambiente de tensión en Hofburg le resulta insoportable y por primera vez en casi seis años de matrimonio surgen los primeros rumores sobre los amoríos del emperador. Aunque hace tiempo que ha olvidado sus obligaciones conyugales —la sexualidad le produce verdadero rechazo y pocas veces comparten su lecho—, la noticia le causa una gran desilusión. Hasta ahora el emperador había demostrado un profundo amor hacia ella y le consentía todos sus caprichos.

Sissi no sabe cómo enfrentarse a esta nueva e inesperada situación y opta por provocar a los que la rodean. En aquel duro invierno cuando el emperador atraviesa su peor momento tras las derrotas sufridas en Italia y la capital austríaca está sumida en la miseria, decidió divertirse. Ella, que siempre se había negado a participar en cualquier actividad social —salvo las celebraciones oficiales de la corte a las que no podía negarse—, organizó en sus apartamentos seis espléndidos bailes en la primavera de 1860. En cada uno invitó sólo a veinticinco parejas, todos ellos jóvenes solteros de la más alta sociedad y con un impecable árbol genealógico, como lo exigían las costumbres de la corte vienesa. El escándalo estalló porque a estas fiestas privadas de Su Majestad sólo eran invitadas las parejas y no así las madres de las muchachas, como era lo habitual. Además Sissi, que siempre se había mostrado muy tímida y poco sociable, ahora acudía encantada a los grandes bailes que se organizaban en casas particulares de la ciudad y regresaba a altas horas de la madrugada.

En la corte todos están indignados con el comportamiento de la emperatriz, que parece haber perdido la razón. En los salones y pasillos de Hofburg sólo se habla de las excentricidades de la primera dama del imperio. De su manía de cabalgar al galope durante horas, de su nueva afición a los saltos hípicos, de sus continuos y peligrosos ayunos, de su empeño en llevar el corsé tan ceñido a su cintura de avispa que le causa ahogos y sofocos en público; también de su desmedido amor a sus perros, de sus papagayos de Brasil que viajan siempre con ella, y, más adelante, del mono que le compraría como mascota a su hija Valeria y que campará a sus anchas por los salones provocando el pánico de sus damas.

Muy pronto toda la corte tendrá un nuevo tema del que hablar y una ocasión más para criticarla. En aquellos días manda instalar en sus aposentos unos aparatos de gimnasia —potro, anillas y espalderas— para practicar a diario y durante horas. Le ha pedido a una de las caballistas del circo Renz de Viena que le enseñe una tabla de ejercicios para mantener su cuerpo ligero y flexible como el de una adolescente.

A finales de octubre de 1860 la extraña enfermedad que padece Isabel trae de cabeza a sus médicos. Los tres hijos que ha dado a luz en apenas cuatro años, la inquietud por la suerte de su hermana María, reina de Nápoles en una Italia donde el movimiento de unificación es imparable, las intrigas de la corte y las tensiones con su suegra han destrozado sus nervios. Con frecuencia sufre vértigos, jaquecas, náuseas y fatiga; también fiebre, padece insomnio y apatía.

En realidad Isabel comenzó a enfermar tras su boda con el emperador cuando no pudo soportar más el ambiente asfixiante de la vieja corte austríaca. De pequeña había sido una niña fuerte y muy saludable. Después de dar a luz a su hijo Rodolfo se la veía más pálida y cansada, y tenía una tos persistente que le impedía dormir. Sus feroces ayunos la habían dejado muy debilitada y estaba anémica. Sus dolencias, aunque se achacan a sus continuos embarazos y a los regímenes demasiado estrictos a los que se somete para recuperar lo antes posible su silueta, son también de origen psicosomático.

Muy pocos tuvieron el placer de ver comer a la emperatriz en público; por lo general se excusaba de las comidas y cenas familiares. Tras el nacimiento de sus hijas, y para mantener su juventud y esbelta figura, se sometió a unos hábitos alimenticios que acabarían minando gravemente su salud. Los atracones de pasteles los compensaba con severas dietas que seguía con un fanatismo que sorprendía a todos. Un consomé compuesto por una mezcla de carne de ternera, pollo, venado y perdiz; carne fría, sangre de buey cruda, leche, tartas y helados constituían sus únicos alimentos. No comía verduras ni fruta, tan sólo naranjas. Durante una etapa de su vida en la que se dedicó de manera febril a la caza del zorro, se dejó influenciar por las dietas que seguían los jinetes ingleses y su único alimento era el bistec crudo. Su bebida favorita era la leche fresca y en todos sus viajes solía transportar vacas y cabras con ella. Cuando se instaló a vivir en su villa de la isla griega de Corfú se hacía llevar desde Trieste en barco cargamentos de chocolate, carne roja y cerveza.

Vivía obsesionada por mantener su peso de cincuenta kilos y conservar su famosa cintura de sólo cuarenta y siete centímetros. Sissi medía un metro setenta y dos, era bastante más alta que su esposo, pero en los retratos oficiales hacían que pareciera más baja que el emperador. Sus comportamientos obsesivos no sólo afectaron a sus dietas sino también a sus ocupaciones diarias, marcadas por un frenético afán de moverse —prohibió colocar sillas en sus salas de audiencia—, de pasear cuatro y cinco horas diarias y galopar a caballo hasta la extenuación. La emperatriz encontró en la gimnasia una de sus actividades predilectas que practicaba a diario, algo inusual para una dama de su época y rango. También daba clases de esgrima y hacía ejercicios de tiro en los fosos de Schönbrunn. Sus largas caminatas a paso de marcha provocaban las quejas de sus damas de compañía y personal de seguridad, incapaces de seguir su ritmo. En más de una ocasión recorrió a pie los treinta kilómetros que separaban Possenhofen de Munich. Estas manías y sus curas de hambre acrecentaron su carácter ya de por sí neurasténico. Isabel tenía todos los síntomas de una enfermedad entonces desconocida: la anorexia nerviosa.

A punto de cumplir veintitrés años, ha tocado fondo y le anuncia al emperador que quiere irse lejos de Viena aunque le duele separarse de sus hijos: «Me siento enferma; he de evitar la crudeza de los inviernos; me conviene un clima meridional». El doctor Skoda, especialista en enfermedades de pulmón, tras examinarla —y temiendo una tuberculosis— recomienda que se traslade a un lugar más cálido, porque su vida corre peligro. Francisco le propone que se retire a algún balneario del sur del país en el Adriático para curar sus pulmones, pero ella le responde que quiere salir de Austria e irse muy lejos. Sissi ha elegido la isla de Madeira tras escuchar a su cuñado favorito —el archiduque Maximiliano— alabar las bellezas de aquella isla donde residió una larga temporada. Su lejanía favorece que el emperador no pueda visitarla, algo que también desea la emperatriz porque necesita «encontrar la serenidad necesaria para su atormentado espíritu».

En su desesperación Sissi no piensa en la impresión que causará en la opinión pública esta salida precipitada de la corte a un país extranjero. Aunque de todas las provincias llegaron mensajes de apoyo al emperador, la archiduquesa Sofía critica con dureza lo que considera un abandono de sus obligaciones como primera dama del imperio. En el fondo, esta situación le favorece porque su nuera estará un largo tiempo ausente y podrá recuperar su terreno perdido en la corte y educar sin interferencias a sus nietos. Sin embargo en su diario Sofía mostrará su hipocresía al escribir estas palabras ante la inminente partida de su nuera: «Estará cinco meses separada de Francisco José y de los niños, sobre los que tan feliz influencia ejerce y a los que educa realmente bien. La noticia de su decisión me causó una gran desazón».

En la corte nadie se compadece de ella; al contrario, muchos se alegran de su partida porque en Hofburg las cosas volverán a ser como antes. De nuevo madre e hijo compartirán algunas veladas. Aunque son muchos los que dudan de que la enfermedad de Sissi sea tan grave como ha diagnosticado su médico, su inesperada partida causa conmoción en todo el imperio. La reina Victoria pone gustosa a disposición de la emperatriz su confortable yate imperial que, en aquellos últimos días de noviembre, se encuentra en Amberes. Sissi no tiene que preocuparse por sus gastos pues el emperador le hace entrega de una carta de crédito ilimitado. Ella misma ha elegido a las damas y caballeros de su séquito, todos ellos jóvenes, alegres y atractivos que la harán olvidar las caras largas de la corte.

Esta vez la condesa Esterházy no irá con ella ni podrá espiar todos sus movimientos. Le ha ordenado que se quede en Viena al cuidado de sus hijos. Francisco José acompaña a su esposa hasta la ciudad bávara de Bamberg, donde se despide de ella con frialdad aunque le embarga la tristeza. Al día siguiente Isabel embarca en el yate real británico con su servidumbre y su voluminoso equipaje, que incluye sus inseparables mascotas. En el golfo de Vizcaya les sorprende un fuerte temporal que provoca mareos a casi todos los pasajeros, médicos incluidos. Pero la emperatriz, tan delicada de salud, es la que mejor resiste las molestias del mar. Lejos del lúgubre ambiente de Hofburg se siente renacer. Con este viaje da comienzo la vida errática de la soberana, que intentará pasar en Viena el menor tiempo posible. En ellos encontrará el único modo de escapar de las presiones a las que estaba sometida y dar rienda suelta a su carácter nostálgico y melancólico. En una carta al conde de Grünne confiesa: «Quisiera seguir viajando. Cada barco que veo alejarse me hace sentir deseos de hallarme a bordo. Tanto me da que fuese a Brasil como a África o al Cabo de Hornos con tal de no permanecer demasiado tiempo en el mismo sitio».

En Madeira la emperatriz se instala en una hermosa villa encalada, Quinta Vigia, con espléndidas vistas al mar. La mansión, construida sobre las rocas, está rodeada de un frondoso jardín tropical. Sissi lleva una vida tranquila y bastante solitaria porque la isla ofrece pocas distracciones. Se entretiene con sus perros, sus papagayos y con los ponis que ha mandado comprar para revivir su infancia en Possenhofen. El clima primaveral contribuye a mejorar su salud y está de buen humor. Pero a medida que pasan los días comienza a sentir una gran añoranza de su esposo y de sus hijos. De cuando en cuando recibe cartas del emperador interesándose por sus dolencias, pero las noticias que llegan a Viena son contradictorias.

El conde Rechberg, que la visita en su villa, escribe en una carta: «La pobre emperatriz causa mucha pena; de la tos no se encuentra mejor, la veo en el mismo estado, aunque en verdad nunca tosió mucho. Pero moralmente se halla en un estado de terrible abatimiento, sumida en una profunda melancolía, cosa muy natural en su situación. Se pasa la mayor parte del día encerrada en su habitación, llorando. […] Come poquísimo, pues la comida de cuatro platos la devora en cinco minutos. En su melancolía no tiene humor para salir; casi siempre está sentada junto a la ventana, excepto algunos momentos en los que pasea a caballo nunca más de una hora».

Sin embargo otros visitantes la encuentran rejuvenecida y muy serena. Pasa sus días tocando la mandolina, escuchando La Traviata de Verdi en una pianola y jugando a las cartas con sus damas. Pero sobre todo leyendo mucho —entre otros a Rousseau y al poeta alemán Heine, sus dos escritores favoritos— y estudiando húngaro ayudada por el conde de Hunyady. Este galante caballero, que comparte con ella su amor por el mar y los caballos, no tardó en enamorarse de la melancólica soberana por lo que recibió la orden de regresar a Viena.

A principios de abril de 1861 la emperatriz piensa en el retorno a Hofburg con sentimientos encontrados. Anhela ver a sus hijos tras su larga ausencia pero teme enfrentarse de nuevo a su suegra y a la inquina de la corte: «Siento no pasar el mes de mayo en Viena, porque me perderé las carreras. Por otro lado, prefiero estar lo menos posible en la ciudad con quien, sin duda, habrá aprovechado al máximo mi ausencia para dirigir y vigilar al emperador y a los niños. El comienzo no será agradable y necesitaré algún tiempo para adaptarme y cargar de nuevo con mi cruz».

Antes de reunirse con su esposo en Trieste, la emperatriz Isabel llegaba a las costas de Cádiz a bordo del yate de la reina Victoria. Desea viajar de incógnito y ha pedido a su embajador en Madrid que no le hagan ninguna recepción. Pero en Sevilla el duque de Montpensier, cuñado de la reina Isabel II, pone a su disposición un coche de gala tirado por seis caballos y le ofrece el suntuoso palacio de San Telmo para que se aloje con su séquito. Sissi rechaza el ofrecimiento del duque, pues prefiere visitar la ciudad a su aire, sin obligaciones ni etiquetas. Tampoco acepta la invitación de los reyes de España para que les visite en su palacio de verano en Aranjuez. En cambio le interesa ver una corrida de toros y se organiza una en su honor el 5 de mayo en Sevilla. Su presencia en la plaza causa una gran expectación y la gente alaba su sencillez y llaneza.

El viaje continúa por Gibraltar hasta Mallorca, y de ahí a Corfú. Esta isla, entonces en manos de Inglaterra, la cautivó desde el primer instante y aunque quiso detenerse en ella más tiempo y visitar el resto de islas Jónicas, Francisco José impaciente salió a su encuentro en Trieste. Tras seis meses de separación la pareja imperial se abrazó de nuevo con lágrimas en los ojos de emoción. Al enterarse de su regreso Ludovica le dice en una carta a su hermana Sofía: «Quiera Dios que Sissi le proporcione ahora una feliz vida hogareña. Y Francisco José halle la paz interior y el íntimo goce que tanto merece después del largo y triste invierno. Confío en que, después de tanto tiempo, Sissi sepa valorar y disfrutar su suerte y que él encuentre en ella lo que de sobra necesita como bálsamo y lenitivo para los dolorosos quebraderos de cabeza inherentes a su cargo, así como para toda la ingratitud con que tropieza».

Pero Sissi nunca sería un «dulce bálsamo» para su enamorado esposo. Apenas llevaba unos días en Viena cuando su salud de nuevo empeoró, volvieron la tos y los accesos de fiebre. Lloraba por cualquier motivo y buscaba la soledad. En junio el doctor Skoda diagnosticó una «tisis galopante» y recomendó a su esposo que le permitiera instalarse un tiempo en Corfú, porque temía por su vida. Aunque muchos en la corte pensaron que este diagnóstico era exagerado, lo cierto es que el estado nervioso de Sissi era alarmante. En una carta a su madre Ludovica, angustiada por ser una pesada carga para Francisco José, la emperatriz le dice: «¡Ojalá tuviera una enfermedad que se me llevara deprisa! Entonces el emperador podría volver a casarse y ser feliz con una mujer sana, pero de esta forma nos hundimos poco a poco, de manera terrible… Es una desgracia para él y para el país…».

Sissi viaja a la isla griega de Corfú con un séquito de treinta y tres personas, entre ellas el doctor Skoda, encargado de velar por su salud. Ya durante el viaje en barco se siente aliviada, no tiene fiebre y parece más alegre. El gobernador inglés pone a su disposición el palacio donde él habita, pero la dama elige una casa de campo tranquila y algo retirada. El cambio de clima le sienta muy bien y al poco tiempo desaparece la tos, el dolor de pecho y ha recuperado el color de sus mejillas. Sissi da paseos por los bosques de laureles, hace largas excursiones en un velero alrededor de la isla y se aficiona a los baños de mar. «Mi vida es más tranquila aquí que en Madeira, me encanta pasar largas horas en una roca junto al mar, mientras los perros retozan en el agua y yo contemplo el claro de luna sobre las olas», le escribe al archiduque Luis Víctor, hermano del emperador.

Mientras su esposa descansa en su idílico retiro del Mediterráneo, Francisco José pasa sus días en su despacho preocupado por los disturbios que sacuden Hungría y la difícil situación que atraviesa su imperio, cada vez más empobrecido y debilitado. En los primeros días de octubre decide viajar él mismo a Corfú para comprobar en persona cómo siguen allí las cosas. No es un encuentro romántico como los de antaño, sino más bien frío y respetuoso, pero está dispuesto a recuperar a su esposa. Sissi le confiesa que sufre mucho al verse privada de sus hijos, pero que no desea pasar el invierno en Viena por miedo a recaer. Finalmente llegan a un acuerdo y el emperador, al ver su mejoría, permite que los niños viajen a Venecia para estar allí unos meses con ella. Al enterarse la archiduquesa exclamará: «Un sacrificio más para nuestro pobre mártir, su excelente padre». Sofía intentará por todos los medios que sus nietos no abandonen Viena durante tanto tiempo. Incluso llegará a decir que el agua de Venecia era mala para la salud y podían enfermar. El emperador mandó llevar a Venecia cada día agua fresca del manantial de Schönbrunn para no tener que oír sus recriminaciones.

Después de permanecer un año entero en Corfú y Venecia, la emperatriz aún no se atrevía a volver a Hofburg y prefirió quedarse un tiempo en Possenhofen. Las semanas que pasó en ese lugar que tan felices recuerdos le traían la ayudaron a coger fuerzas para enfrentarse de nuevo a la fría y aburrida vida cortesana de Viena. Sissi viajaba con abundante servidumbre, peluqueros, lacayos, criados, cocineros… tantos que no cabían en la residencia familiar y tuvieron que alojarse en las hosterías de los alrededores. A las estiradas damas vienesas de su séquito, aquel ambiente familiar tan informal y bohemio les resultó de lo más desagradable. En sus cartas a la corte describen el alboroto inaguantable de las comidas y el comportamiento de la duquesa Ludovica, que siente debilidad por los animales al igual que su hija: «La duquesa no se separa de los perros, siempre tiene alguno en su falda o a su lado o debajo del brazo, y les mata las pulgas encima de los platos. Claro que los platos se cambian en el acto». Alguna se atrevió a hablar del «ambiente pordiosero» de la casa paterna de Isabel y de la libertad de costumbres allí reinante.

Aunque a Sissi le hubiera gustado pasar más tiempo en su amada Baviera, a mediados de agosto de 1862 tuvo que regresar a Viena porque era el cumpleaños del emperador. Francisco José cumplía treinta y dos años y escribió una carta a su madre, que se encontraba veraneando en Bad Ischl: «¡Qué feliz soy de tener de nuevo a Sissi conmigo y, así, volver a gozar de un “hogar”! El recibimiento de la población de Viena fue realmente cordial y simpático. Hace tiempo que no reinaba aquí un espíritu tan favorable».

Isabel se instaló de momento en Schönbrunn dispuesta a disfrutar de sus hijos y llevar una vida tranquila lejos de Hofburg. En este tiempo que ha estado separada de su marido y de la corte imperial, ha madurado y no duda en imponer su voluntad. Francisco José, temeroso de que vuelva a ausentarse perjudicando así el prestigio de la Casa Real, acepta sin rechistar sus condiciones. Sissi desea que se respete su soledad y poder pasear sola por el palacio y por los jardines, sin su séquito ni vigilancia policial que tanto la angustian. Montará a caballo el tiempo que le plazca y asistirá a los actos oficiales que sean imprescindibles. En su breve encuentro con el emperador en la isla de Corfú, también consiguió la autorización para destituir a su camarera mayor, la condesa de Esterházy, a la que tuvo que soportar durante ocho largos años. Ésta fue la primera provocación de Sissi a la corte vienesa que lo tomó como un grave desaire.

En su retiro de Schönbrunn la emperatriz olvida las odiosas normas de etiqueta y vive a su antojo. Una de sus damas palatinas informa el 15 de septiembre de 1862: «Ha perdido completamente la costumbre de ir acompañada; va mucho a pie y en carruaje con el emperador. Cuando Su Majestad no se encuentra en palacio, permanece sola en su cámara o en su jardín privado. Pero gracias a Dios, ahora está en su casa y permanecerá en ella, esto es lo principal. Tiene un aspecto sano, parece otra mujer, posee buen color, está fuerte y curtida, come con apetito, duerme bien, puede caminar horas enteras…».

Sissi le ha pedido también a su esposo que a partir de ahora opinara sobre lo que considere mejor para el desarrollo y la educación de sus hijos. Los príncipes Gisela y Rodolfo, de seis y cuatro años, respectivamente, han crecido bajo la influencia de su autoritaria abuela y apenas han tenido relación con su madre. Tras la muerte de su hija mayor Sofía, la emperatriz renunció a ocuparse de ellos pero ahora que ha regresado a casa descubre que su pequeño Rodolfo es un niño muy sensible que necesita su cariño. Su padre Francisco José lo ha mandado separar de su hermana Gisela y de su niñera la baronesa de Welden para ponerle en manos de su nuevo y severo educador, el conde de Gondrecourt. Desde el nacimiento de su heredero el emperador soñaba con hacer de aquel niño un valiente y fuerte soldado, pero su naturaleza se lo impedirá. Rodolfo había heredado la sensibilidad de su madre, era tímido, nervioso y fácilmente excitable. Desde que le pusieron bajo la tutela de su nuevo preceptor el pequeño padecía fiebres, anginas, indigestiones y múltiples trastornos. Gondrecourt había recibido órdenes muy estrictas de «tratar con rigidez» al futuro heredero para convertirlo en un militar ejemplar.

Los inhumanos métodos de adiestramiento sólo consiguieron que el pobre niño enfermara gravemente y se temiera por su vida. Cuando llegó a oídos de la emperatriz que su hijo era sometido a agotadores ejercicios físicos, a duchas de agua fría y a pasar hambre entre otros métodos expeditivos de absoluta crueldad, Isabel reaccionó y fue a ver al emperador. Su indignación y espanto eran tan grandes que, haciendo acopio de valor, le entregó por escrito la siguiente nota: «Es mi deseo que me concedan unos poderes ilimitados en todo lo referente a los niños: la elección de las personas que les rodean, del lugar de su estancia, el completo encauzamiento de su educación; es decir, que todo, hasta el momento de su mayoría de edad, sea decidido por mí sola. Isabel. Ischl, 27 de agosto de 1865».

Once años había tardado Sissi en encontrar el valor suficiente para enfrentarse a su esposo y a su suegra Sofía. Al imponerse de manera tan enérgica al emperador, amenazándole incluso en que si no cumplía con sus exigencias abandonaba para siempre Austria, Francisco José cedió. En la corte los rumores no se hicieron esperar y muchos criticaban la debilidad que el soberano mostraba frente a su mujer. Para Isabel lo importante es que había conseguido librar a su hijo de la severa educación militar que le infligía Gondrecourt y sustituirlo por un preceptor que sentía verdadero afecto por el niño. La emperatriz también se encargó de elegir a los profesores de su hijo apostando por intelectuales burgueses y liberales cuyas enseñanzas calaron hondo en su pupilo.

Con el tiempo el príncipe heredero Rodolfo de Habsburgo llegó a ser un liberal convencido, lo que le acarrearía graves enfrentamientos con su padre el emperador. Sin embargo su madre siempre lamentaría no haber intervenido antes porque el príncipe padecería graves secuelas —como trastornos psíquicos y pesadillas— a lo largo de toda su vida.

Si Francisco José cedía cada día más a las peticiones y caprichos de su esposa, no sólo era porque estaba en juego el prestigio de los Habsburgo, sino porque seguía enamorado de ella. Isabel había madurado y estaba en el apogeo de su belleza. La práctica constante de ejercicio y las estrictas dietas a las que se sometía mantenían su aspecto juvenil. Hacia 1860 la fama de la belleza de la emperatriz Isabel de Baviera se había extendido por toda Europa. Desde que llegó a la corte vienesa, la archiduquesa Sofía fue muy consciente del magnetismo que ejercía entre la gente sencilla. En una ocasión, tras una excursión por los jardines del Prater, escribió en su diario: «Es la emperatriz la que atrae a la gente, porque es su ilusión, su ídolo». Cuando Sissi se dejaba ver en las calles de Viena se formaban tales aglomeraciones que casi siempre tenía que intervenir su cuerpo de seguridad para rescatarla.

Consciente de su poder de seducción, Sissi se fue volviendo más arrogante, caprichosa y egocéntrica. Todos estaban enamorados de ella, desde Napoleón III, al príncipe de Prusia o al sha de Persia, siempre dispuesto a atender sus caprichos. En 1869, cuando Francisco José se encontraba de viaje en Egipto, ella le escribió diciéndole que deseaba tener «un negrito» para que su hija Valeria jugara con él. Como el emperador se negó a esta nueva extravagancia de su esposa, el sha de Persia le envió uno a la corte como regalo. Se llamaba Rustimo y era un pobre enano negro feo y contrahecho. Sissi se divertía a su costa llevándolo consigo en sus paseos y excursiones, para horror de sus damas de compañía que lo consideraban «un monstruo». Cuando al cabo de unos años la emperatriz se cansó de él, el desdichado acabó sus días en un asilo para pobres.

Fue en sus primeros viajes a las islas de Madeira y Corfú donde sufrió una gran transformación y fue consciente por primera vez de su belleza. Los jóvenes caballeros que viajaban con ella, como su ardiente admirador el conde de Hunyady, no dudaban en alabar sus virtudes y su atractivo físico. Con el tiempo Sissi iba a desarrollar un auténtico culto a la belleza, muy en la línea de la familia Wittelsbach —como Luis I de Baviera y su célebre Galería de Bellezas de Munich— y sólo le gustaba rodearse de mujeres guapas.

En 1862, durante su estancia en Venecia, Isabel comenzó su afición a coleccionar fotografías de bellezas de toda Europa. A su cuñado el archiduque Luis Víctor le escribe: «Comienzo un álbum de bellezas y colecciono fotografías de mujeres. Te agradeceré me envíes todas las caras bonitas que puedas conseguir de Angerer y de otros fotógrafos». También los diplomáticos austríacos recibieron la indicación de enviarle al ministro de Asuntos Exteriores fotos de mujeres hermosas para la emperatriz. Ante tal extraña petición, muchos pensaron que las fotografías en realidad eran para el emperador de Austria y no para su esposa.

En los años sesenta cada una de las escasas apariciones públicas de Sissi causaba sensación. En 1865, cuando acudió a la boda de su hermano Carlos Teodoro en Dresde, su presencia provocó un inesperado revuelo. «Sissi estaba resplandeciente de belleza, y la gente se volvía loca. Nunca había visto yo nada igual», confesó un testigo del enlace. Isabel lucía en aquella ocasión un vestido blanco, bordado de estrellas; en el cabello llevaba las famosas estrellas de brillantes, y en el pecho un ramillete de camelias frescas. Fue en aquel tiempo cuando Winterhalter pintó los tres célebres retratos de Isabel de Baviera que le dieron renombre mundial. Pero lejos de halagarla, la fama de su extraordinaria belleza a medida que aumentaba se hizo más agobiante para ella. Tímida y reservada en extremo, tenía que enfrentarse a las miradas curiosas y a las críticas de la gente. Hasta el mínimo defecto de su vestido o de su peinado era comentado.

Con el tiempo llegó a sentir un auténtico temor hacia las personas desconocidas y se dejaba ver muy poco en público. Isabel cuidaba su hermosura sólo para ella, como apoyo a su seguridad. Los que la conocían bien aseguran que consideraba su cuerpo como una obra de arte demasiado preciosa para exponerla a las miradas de todos los curiosos y mirones. Su belleza le proporcionaba la sensación de ser una elegida, de ser distinta. La condesa de Festetics, que conocía y apreciaba mucho a su emperatriz, a finales de los setenta escribió en su diario que Isabel de Baviera poseía muy buenas cualidades, pero que era como si un hada mala las hubiera transformado en lo contrario: «Belleza, encanto, distinción, sencillez, bondad, nobleza de sentimientos… ingenio, gracia, picardía, sagacidad, inteligencia, pero como una maldición todo se vuelve contra ti, y hasta tu hermosura no te causará más que disgustos, y tu elevado espíritu volará tan alto, tan alto, que te conducirá al error».

Pero era su larga cabellera lo que provocaba la mayor admiración. Sissi rendía un auténtico culto a su cabello, cuyo color rubio se hacía teñir de un tono castaño, y lo mimaba en extremo. En una ocasión llegó a confesar: «Soy esclava de mi pelo». Tenía una espléndida melena, sana y abundante, que en su juventud le llegaba hasta los tobillos. Generalmente lo llevaba recogido porque le pesaba tanto que le provocaba dolores de cabeza. Los originales y artísticos peinados que lucía —imitados por las damas de la corte— requerían una gran habilidad por parte de sus peluqueras.

El gasto y el trabajo que implicaba mantener el cabello de Su Majestad eran enormes. Se lo lavaba cada tres semanas con costosas esencias y la ayuda de una mezcla de coñac y yema de huevo. Ese proceso le llevaba un día entero, en el que la soberana no estaba para nada más. El peinado diario de su melena requería no menos de tres horas —vestirse, otras tres— y aprovechaba el tiempo para leer y escribir cartas. También comenzó a estudiar griego y húngaro con el sacerdote Homoky, porque se sentía cada vez más atraída por este país. Su peluquera oficial, Fanny Angerer, se convirtió en una persona importante en la corte y cobraba un sueldo similar al de un catedrático universitario. La emperatriz sólo se dejaba peinar por ella y se negó a asistir a más de un acto oficial si la peluquera estaba enferma y no podía peinarla.

A medida que se hacía mayor, Isabel se obsesionó de manera enfermiza con mantener su legendaria belleza. En su lucha por no envejecer, recorría los más afamados balnearios europeos de Karlovy Vary, Gastein, Baden-Baden o Bad Kissinger para someterse a largos y costosos tratamientos. En una época en que no se conocían los cosméticos ella utilizaba innovadores cuidados corporales. Para mantener el cutis terso se aplicaba mascarillas de carne fresca de ternera, o fresas trituradas. Por las noches dormía con paños húmedos sobre las caderas pues creía que así no perdería su esbelta figura.

En el Palacio Imperial de Hofburg la emperatriz mandó construir detrás de su tocador un cuarto de baño propio —inexistente en el resto de los aposentos reales—, en el que instaló una bañera de chapa de cobre. Allí tomaba sus baños de vapor y de aceite de oliva para hidratar la piel, y contrató a una especialista en masajes e hidroterapia. Sissi sólo vivía para su cuidado personal mientras «su maridito», como firmaba sus cartas el emperador, le suplicaba que no se ausentara tanto de Viena y que atendiera de vez en cuando sus obligaciones como emperatriz.

Isabel nunca disimuló las simpatías que sentía hacia el pueblo húngaro, tan maltratado por la corte y el gobierno de Viena. Con el tiempo se convirtió en una ardiente defensora de sus peticiones nacionalistas. En 1864, llegó a la corte vienesa Ida Ferenczy, una joven campesina de origen húngaro que ejercería gran influencia sobre la soberana. Su nombramiento como dama de compañía de la emperatriz fue muy criticado en Hofburg porque la elegida no pertenecía a la alta aristocracia. Durante treinta y cuatro años, hasta la muerte de Sissi, fue su más íntima confidente. Ida conocía todos sus secretos, se ocupaba de su correspondencia más privada y acabó siendo su amiga. Fue ella quien le presentó al conde Gyula Andrássy, uno de los líderes de la revolución del 48 y héroe nacional, cuyas ideas calaron hondo en la emperatriz. Cuando en una recepción de la corte, Andrássy tuvo el privilegio de ser presentado por primera vez a la emperatriz, ésta se quedó impresionada por su exótico aspecto entre «gitano y salvaje». El conde vestía el espléndido atuendo bordado en oro de la aristocracia magiar, que consistía en un manto con pedrería, botas altas con espuelas y una piel de tigre echada sobre los hombros.

En la corte vienesa se rumoreaba que eran amantes, pero la emperatriz admiraba a Andrássy por su inteligencia y valentía al poner en peligro su vida por defender una causa justa. Francisco José lo había condenado a muerte por alta traición, pero Andrássy consiguió huir a París y regresó tiempo después al ser concedida una amnistía. Tras largos años de negociaciones con la Corona austríaca, en 1867 el emperador restauró su antigua Constitución y reconoció sus privilegios como reino independiente dentro del imperio. Fue un triunfo político de Isabel, que desde ese instante contó con el sincero afecto del pueblo húngaro. El 8 de junio, en una ceremonia de auténtico lujo asiático celebrada en la iglesia de Matías en Budapest, los emperadores de Austria fueron coronados como reyes de Hungría. Francisco José vestía el uniforme de mariscal húngaro y la emperatriz, un vaporoso vestido de inspiración húngara de brocado y plata confeccionado en París por el modisto Worth, un corpiño de terciopelo y una corona de diamantes. No será fácil volver a ver juntos en público a la pareja imperial.

UNA VIDA ERRANTE

En agradecimiento a su apoyo la nación húngara regaló a los emperadores de Austria el castillo de Gödöllö, que se convertirá en el refugio favorito de Sissi. Este monumental edificio barroco, coronado con llamativas cúpulas, se encontraba cerca de Budapest y estaba rodeado de espesos bosques que cubrían una extensión de diez mil hectáreas. Por su parte, el mayor obsequio que Isabel pudo ofrecer a Hungría y a su esposo fue el nacimiento de un cuarto hijo. A los diez meses de la coronación, nació en Budapest la princesa María Valeria, «su hija húngara», como ella la llamaba. La emperatriz cuidó de la niña con una dedicación exclusiva y un amor maternal exagerado. «Ahora sé la felicidad que significa un hijo propio. Esta vez tuve el valor de amar a mi pequeña y de quedármela. Cómo lamento que los demás hijos me fueran arrebatados enseguida», le confesaría años más tarde a la condesa de Festetics. Aunque en Viena corría el rumor de que Andrássy era el padre de la pequeña, la paternidad de Francisco José quedó fuera de toda duda. En aquel tiempo los soberanos habían reanudado sus relaciones íntimas y ante el enorme parecido de Valeria con el emperador, los rumores se acallaron.

La admiración de Andrássy, nombrado primer ministro de Hungría, se mantuvo hasta la muerte de este político. En su frecuente correspondencia con la emperatriz se refleja su incondicional lealtad y agradecimiento. «Usted ya sabe que tengo varios amos: el rey, la Cámara de los Comunes, la Alta Cámara, etc… Pero ama no tengo más que una, y precisamente por conocer a una mujer que pueda mandarme obedezco muy a gusto», le dijo en una ocasión a Ida Ferenczy. El bautizo de la princesa tuvo lugar en el castillo húngaro de Ofen, lo que indignó aún más a la archiduquesa Sofía y a la sociedad cortesana. Isabel quiso a esta niña con un amor tan posesivo y asfixiante que en la corte de Viena era conocida irónicamente como «la Única». Años más tarde la propia Valeria confesaría: «El excesivo amor de mamá pesa sobre mí como una carga insoportable».

Las prolongadas estancias de Isabel en Hungría y los triunfos obtenidos en este país que tanto amaba provocaron un gran malestar en Viena. La vida en Hofburg era un infierno para ella debido al desprecio de la corte y los hirientes rumores que corrían sobre su vida privada. La noticia en julio de 1867 del asesinato de su apreciado cuñado Maximiliano en México, no hizo más que aumentar sus ganas de huir. La archiduquesa Sofía, que ya tenía sesenta y dos años, no pudo soportar la pérdida de su hijo favorito. Al conocer la noticia de su fusilamiento en Querétaro, escribió rota de dolor: «Pero el recuerdo del martirio que tuvo que pasar, en su soledad y tan lejos de nosotros, me acompañará durante lo que me quede de vida y constituye un dolor indescriptible». La antaño fuerte y todopoderosa dama del imperio se retiró de la vida pública y abandonó toda lucha, incluso la que mantenía con su nuera.

Tras el nacimiento de Valeria, la emperatriz pasaba la mayor parte del año en Hungría o en su palacio familiar de Baviera. Sus continuos desaires decepcionaban a los vieneses, que tantas esperanzas habían puesto en su joven y bella soberana. En mayo de 1869 fue inaugurado el nuevo teatro de la Ópera de Viena, un magnífico y muy costoso edificio. En su interior se mandó construir y decorar un lujoso salón tapizado de seda violeta y ricos adornos dorados especial para la emperatriz. En las paredes había unas enormes pinturas murales con los paisajes de Possenhofen y el lago de Starnberg. La fecha de inauguración de la Ópera vienesa fue retrasada en dos ocasiones a causa de Isabel que permaneció en Budapest más tiempo de lo previsto.

El emperador debía asumir solo todos los deberes de representación y además ejercer de padre. En aquella época la emperatriz se desentendió por completo de sus dos hijos mayores. Ni siquiera estuvo presente en la comunión de Gisela. Era Francisco José quien, pese a sus muchas obligaciones, buscaba tiempo para pasear con los niños, llevarles de excursión o ir juntos al circo Renz.

Mientras Francisco José contemplaba la imparable decadencia de Austria, su esposa sólo vivía para sí misma y para su idolatrada hija Valeria. El país se encontraba amenazado por las violentas revueltas internas, las luchas nacionalistas y las guerras que parecían no tener fin. En 1864 Austria y Prusia combatieron contra Dinamarca, y, tan sólo dos años después los ejércitos austríacos perdían definitivamente su pulso contra Prusia. La terrible derrota de Sadowa marcaría el declive de Austria, que se quedó sin posesiones en Alemania y tuvo que retirarse de Venecia. La archiduquesa Sofía no sería testigo del inevitable derrumbe del Imperio austríaco por el que sacrificó su vida. Tras una larga y penosa enfermedad, murió el 28 de mayo de 1872. Sus deseos de vivir se apagaron tras la trágica muerte de su segundo hijo Maximiliano en México.

Para Francisco José fue un golpe duro porque se sentía muy unido a su madre. Isabel, que se encontraba fuera de Viena, al enterarse de su inminente muerte acudió junto a su lecho y no se separó de ella hasta que expiró. Todos en la corte alabaron el papel desempeñado por Sofía, a la que muchos consideraban «la figura política más importante entre todas las mujeres de la Casa Imperial». Estas alabanzas iban dirigidas contra Isabel, a la que acusaban del constante incumplimiento de sus deberes. Sissi llevaba dieciocho años en el trono, pero no había sido aceptada por parte de la cúpula intelectual y política del país. Tras el sepelio, su dama de honor tuvo que escuchar estas duras palabras: «Acabamos de enterrar a nuestra emperatriz de Austria».

Los que pensaban que, tras la muerte de la archiduquesa Sofía, la emperatriz regresaría junto a su marido y cumpliría con el papel de primera dama del país se equivocaban. Sissi continuó rehuyendo la corte y la relación con Francisco José era tan distante como siempre. Hacían vidas separadas y sólo se veían en ocasiones especiales, como cumpleaños o ceremonias religiosas, y siempre rodeados de damas de honor y lacayos. Ni con la muerte de Sofía cambió en Hofburg la rigurosa etiqueta que tanto llegó a odiar Sissi. Las comidas en familia —a las que ella casi nunca asistía— seguían siendo frías y muy aburridas. Nadie podía dirigir la palabra al emperador, ni siquiera para hacerle una pregunta o un comentario. Francisco José, que no era muy conversador, se limitaba a comer en silencio y cuando él terminaba se daba por finalizada la comida o la cena, aunque los demás comensales no hubieran llegado a los postres. Hacía años que Sissi había desistido de mantener una charla durante estas reuniones porque los temas que a ella le interesaban, como la literatura clásica o la filosofía de Schopenhauer, a nadie le importaban.

A partir de los treinta y cinco años de edad, la emperatriz Sissi empezó a mostrarse huraña y su extraño comportamiento se agudizó. Se escondía no sólo de la mirada de la gente, sino también de los funcionarios de la corte. No quería que nadie fuera testigo de su decadencia física, aunque seguía siendo una mujer hermosa y de envidiable figura. Por aquella época comenzó a llevar un tupido velo azul, una sombrilla blanca y un abanico de cuero con los que se tapaba el rostro en público. Para la condesa de Festetics esta reacción se debía a que la soberana estaba ociosa y tenía demasiado tiempo para pensar: «Es una romántica, y su actividad favorita es la de cavilar. ¡Con lo peligroso que es eso! Ella quisiera averiguarlo todo y reflexiona demasiado, yo me atrevería a decir que hasta la mente más sana padecería con semejante forma de vida. Necesitaría la emperatriz una ocupación, un cargo, pero lo único que tiene va en contra de su forma de ser…».

Su refugio preferido era ahora el castillo de Gödöllö, donde tenía una cuadra con sesenta caballos y pasaba el tiempo dedicada a su gran pasión, la hípica. Aquí reunió su propia corte compuesta por los mejores jinetes austrohúngaros y aristócratas ociosos amantes de este deporte, con los que participaba en monterías y cabalgaba por las praderas que rodeaban el castillo. Pronto llegaron rumores a la corte de Viena de las nuevas extravagancias de su emperatriz. Sissi mandó construir en Gödöllö una pista de circo como antaño había hecho su padre el duque Max en su palacio de Munich. Allí instaló una escuela de alta equitación y se entrenaba con caballos de circo. Su sobrina María, baronesa de Wallersee, que pasó temporadas con ella, escribió: «Era un espectáculo encantador ver a la tía, vestida de terciopelo negro, haciendo dar la vuelta a la pista a paso de danza a su pequeño purasangre árabe. Claro que, para una emperatriz, no dejaba de ser una ocupación un tanto extraña». Montaba de lado, a la manera femenina, y lucía siempre elegantes trajes de amazona que, una vez subida al caballo, hacía coser para que los pliegues de la falda tuvieran la caída perfecta. Sissi invitaba a las más famosas amazonas del circo Renz para que le enseñasen acrobacias sobre el caballo. Pero además de los artistas de circo, también invitó a Gödöllö a grupos de gitanos que por la noche, a la luz de las hogueras, tocaban la vibrante música zíngara que tanto le gustaba.

En 1874 la ex reina María de Nápoles, que poseía en Inglaterra un pabellón de caza, invitó a Sissi a pasar una temporada con ella. Su hermana llevaba una vida de reina ociosa en su exilio dorado, interesada sólo por sus caballos y las fiestas de la aristocracia. De su mano la emperatriz se introdujo en la alta sociedad inglesa y conoció a los mejores jockeys y jinetes. Desde aquel primer viaje a Inglaterra pareció enloquecer con la caza del zorro y el salto de obstáculos, para preocupación del emperador que temía el riesgo de una caída. Durante los siguientes diez años se dedicó por entero a brillar en las cacerías más célebres, comprar caballos carísimos para sus cuadras y representar ante el mundo el papel de «la reina amazona».

Aunque sus desplazamientos y alojamiento eran sumamente costosos —le acompañaba un séquito de sesenta personas—, ahora se lo podía permitir. En 1875 murió el ex emperador Fernando, sin descendencia directa, y su sobrino Francisco José se convirtió en el heredero de la fortuna de los Habsburgo, hasta ese momento en manos de su tío. Lo primero que hizo el emperador fue aumentar la anualidad de su esposa y además le regaló dos millones de florines (el equivalente a unos veintitrés millones de euros actuales). A partir de ahora podía gastar el dinero a su antojo, pero también hizo buenas inversiones en previsión de tiempos más difíciles. Asesorada por Rothschild, con quien tenía una buena amistad, compró acciones, abrió varias cuentas en distintos bancos y bajo falsa identidad, y colocó sus ganancias en Suiza. Fue el principio de la considerable fortuna particular que amasó la emperatriz de Austria a lo largo de su vida.

En esta etapa conoció a Bay Middleton, uno de los mejores jinetes ingleses, que se convirtió en su pilot e inseparable compañero de cacerías. Este apuesto deportista, nueve años menor que ella, acabó sucumbiendo a los encantos de la emperatriz. Admiraba sobre todo su intrepidez, porque las carreras eran agotadoras y los caballos saltaban vallas muy altas a gran velocidad. Sólo unas pocas damas en toda Europa eran capaces de participar en las monterías inglesas. Isabel podía resistir seis horas seguidas sobre su silla y recorrer hasta doscientos kilómetros en una jornada. Muchas veces montaba sin guantes y acababa con las manos ensangrentadas. Bay también la acompañará durante dos años en sus repetidas visitas a Irlanda, donde competirá con los mejores jinetes. Este país le gustaba especialmente porque no se veía obligada, como en Inglaterra, a actuar como representante de la Corona austríaca. «La gran ventaja de Irlanda es que allí no hay soberanos ni príncipes que atender», comentaría.

Hacia 1883 Sissi perdió todo su entusiasmo por los caballos y las cacerías. Liquidó sus cuadras y vendió sus mejores ejemplares, incluso sus favoritos. «De repente y sin causa he perdido el ánimo», confesó a una amiga. Un año atrás su querido capitán Middleton había contraído matrimonio y ya no podía acompañarla como antes. Entró en una de sus frecuentes crisis y sólo comía carne cruda, bebía sangre de buey y se daba atracones de helados. Comenzó la moda de las interminables caminatas diarias, que agotaban a sus damas de compañía. Sissi podía resistir entre ocho y diez horas de marcha y ni las tempestades de lluvia o la nieve la desalentaban.

En 1892 el intrépido Middleton se desnucó al caer durante una carrera de caballos y su joven viuda destruyó todas cartas que la emperatriz le había mandado durante su estrecha relación. En aquella época sólo una vez abandonó su retiro por un asunto de Estado. Su amada Hungría sufrió unas graves inundaciones que causaron muchos muertos y la emperatriz consintió en interrumpir su descanso en Inglaterra y volver por unos días a Viena. En una carta a su marido le decía: «Por eso me parece mejor regresar y tú también lo preferirías. Es el mayor sacrificio que se puede pedir, pero en este caso es necesario».

La pareja imperial celebró sus bodas de plata en abril de 1879 y para la ocasión posaron cogidos del brazo para el que sería su último retrato oficial. Francisco José, que aún no ha cumplido los cincuenta años, parece tan cansado y envejecido que está irreconocible. Ya nada queda de aquel príncipe que lucía como un figurín en su ceñido uniforme militar y cuyo porte majestuoso causaba admiración en todas las cortes de Europa. A su lado Sissi, esbelta y muy delgada, aparenta menos años pero su rostro serio e inexpresivo delata su infelicidad. Luce un soberbio vestido de gala tan exageradamente encorsetado que da la sensación que no pueda respirar.

Todos en la corte saben que su matrimonio hace tiempo que no funciona y que, tras el nacimiento de su hija Valeria, no han vuelto a compartir su alcoba. Pero la influencia de Sissi sobre el emperador ha ido en aumento. Este hombre tan temido y respetado ahora es incapaz de negar nada a su esposa. Francisco José lleva años firmando sus cartas con expresiones como «Tu solitario maridito» o «Tu queridito». En las cartas que Sissi le escribe le trata como a un niño: «Te me apartas mucho, mi querido pequeño, ahora que en los últimos días te había educado tan bien».

Entre ambos existe un abismo que con el paso de los años se ha hecho más profundo. No tienen nada en común; mientras ella vive entregada a sus placeres y fantasías, él se muestra sensato y es un trabajador infatigable. En Hofburg es el último que se acuesta y el primero que se levanta. María de Festetics, que vivió más de veinte años con la emperatriz, escribió acerca de su relación con el emperador: «La soberana estimaba a su esposo y estaba estrechamente unida a él. No… él no la aburría. No sería ésta la palabra justa. Pero Isabel se daba cuenta, naturalmente, de que Francisco José no participaba en su vida interior y de que era incapaz de seguirla en sus vuelos espirituales, que —según la expresión empleada por él— eran sólo “castillos en las nubes”. En conjunto debo decir que la emperatriz estimaba y respetaba a su marido, aunque creo que nunca lo amó».

Pese a que corrían muchos rumores sobre las infidelidades de la emperatriz —su suegra Sofía se encargó de difundir algunos de ellos—, nunca pudo probarse. Para las personas que más la conocían tanto su héroe húngaro el conde Gyula Andrássy como el rudo jinete Bay Middleton fueron amores platónicos. Sissi rechazaba el amor físico, pero le gustaba rodearse de hombres apuestos y caballerosos que la admiraran y se desvivían por ella. Aunque se cansaba pronto de sus aduladores. Como anotó una de sus damas: «La emperatriz nunca se bajaba de su pedestal de majestad fría e inaccesible». Desengañada de su vida matrimonial y marcada por las infidelidades de su padre el duque Max, su opinión de los hombres era poco halagadora: «No existe ningún hombre en el mundo que merezca que un corazón de mujer se destroce por él. Un hombre, aun cuando se cree enamorado apasionadamente, encontrará siempre alguna otra mujer para consolarse. Una mujer, nunca».

Francisco José estaba cada vez más solo y aislado en Viena. Sus esporádicas aventuras amorosas no llenaban su vacío. Si antaño estas infidelidades provocaban terribles ataques de celos en la emperatriz, ahora sentía compasión por un esposo que se hacía viejo y al que ya no amaba. Fue entonces cuando, para alegrar la solitaria existencia del emperador, aceptó que la actriz Catalina Schratt se convirtiera en su amante oficial. Esta joven artista, muy popular en Austria, era veintitrés años menor que él, pero desde el primer instante en que se vieron congeniaron.

Isabel consintió esta relación porque así podía ausentarse más tiempo de Viena, pero sabiendo que su esposo se quedaba con una mujer «buena, decente y afable» que le alegraría su monótona existencia. Catalina se convirtió en su inseparable acompañante y confidente hasta la muerte del emperador en 1916. Para evitar el escándalo en la corte —la actriz estaba casada con un aristócrata húngaro del que se separó y tenían un hijo en común—, la emperatriz públicamente presentaba a la Schratt como amiga suya aunque todo el mundo conocía la verdadera naturaleza de su relación. El emperador fue generoso con ella; no sólo le obsequió con fabulosas joyas sino que pagaba sus deudas de juego en Montecarlo y su costoso tren de vida. Con el tiempo la actriz pasó a formar parte de la familia y Sissi la invitaba con frecuencia al palacio de Schönbrunn y a su villa imperial en Bad Ischl.

A la archiduquesa María Valeria, la hija menor de Sissi, que tenía veinte años, esta situación le resultaba muy incómoda como anotó en su diario: «Por la tarde, mamá, papá y yo le enseñamos el jardín… Realmente, es sencilla y simpática, pero yo siento hacia ella cierto enojo, aunque la Schratt no tiene la culpa de que papá quiera ser tan amigo de ella. La gente, maliciosa como es, hace comentarios, sin detenerse a pensar con qué ingenuidad toma papá este asunto y lo sentimental que es todo. Pero del emperador ni siquiera se debiera hablar. A mí me duele, y creo que por eso mamá no tendría que haber apoyado tanto su amistad».

Hacia 1886 Isabel pareció intuir que una serie de terribles desgracias la iban a golpear e incluso que su muerte estaba próxima. Alguien le contó la maldición que pesaba sobre los Habsburgo. Según la leyenda, desde tiempos lejanos una figura desvaída y misteriosa, la Dama Blanca, solía aparecerse a los miembros de la familia para anunciar una tragedia. Sissi la había visto en varias ocasiones, pero ahora pensaba que ya no podría rehuirla: «Sé que voy hacia un fin espantoso que me ha sido asignado por el destino y que sólo atraigo hacia mí la desgracia», le dijo un día paseando a su leal condesa de Festetics.

No estaba equivocada. Primero fue la muerte en extrañas circunstancias de Luis II de Baviera, su primo más querido, que apareció ahogado en las aguas del lago de Starnberg. Ambos tenían mucho en común, eran seres sensibles, narcisistas y solitarios que odiaban la vida en la corte. Luis heredó el trono de Baviera a los dieciocho años tras fallecer su padre Maximiliano II. Durante un tiempo el bello y lunático soberano estuvo comprometido con su prima Sofía, la hermana menor de Sissi. Tras posponer el enlace en varias ocasiones, finalmente se anuló el compromiso y Sofía se casó con el duque de Alençon. Luis, «el Rey Loco», dilapidó su fortuna construyendo espectaculares castillos de ensueño en lo alto de las montañas que nacían de su imaginación, hasta que lo declararon incompetente para reinar. La noticia de su trágica muerte, al día siguiente de haber sido recluido a la fuerza en el castillo de Berg, agravó el extravagante comportamiento de Sissi. Se aficionó al espiritismo para contactar con él y afirmaba que Luis se le había aparecido en varias ocasiones.

En un intento por hacer feliz a su esposa y retenerla a su lado, Francisco José mandó construir a las afueras de Viena un palacete de estilo romántico, conocido como Villa Hermes, llamado así en honor al dios griego predilecto de Sissi. Quería que fuera «el castillo de sus sueños» y todos los detalles se pensaron para satisfacer sus exigencias. Decoró las paredes y los techos del espléndido dormitorio de la emperatriz con frescos que representaban escenas del Sueño de una noche de verano, de Shakespeare, uno de sus autores favoritos. Las paredes de la sala de gimnasia estaban decoradas con pinturas de la Grecia clásica que recreaban la lucha de unos gladiadores. Pero la emperatriz estaba atravesando una de sus peores crisis y apenas habitó en él. Tenía cincuenta años y su belleza había decaído; sólo los poemas que seguía escribiendo, el estudio de la lengua griega y los viajes cada vez más largos y complicados llenaban su enorme vacío existencial.

El 30 de enero de 1889 Isabel recibió el golpe definitivo del que ya nunca se recuperaría. Fue ella la primera en enterarse de la terrible muerte de su hijo, aquel niño del que apenas se había ocupado y que sin embargo había heredado su temperamento artístico y su sensibilidad. Un compañero de caza de Rodolfo le dio la fatal noticia cuando la emperatriz leía a Homero durante su lección de griego. El heredero del Imperio austrohúngaro y la esperanza de continuidad de los Habsburgo se había suicidado en su dormitorio del pabellón de caza de Mayerling. Casado con Estefanía de Bélgica —un matrimonio de conveniencia—, tenía treinta años y fama de mujeriego. Junto a su cadáver se halló el de su amante, María Vetsera, una aristócrata húngara de diecisiete años con la que mantenía un apasionado romance.

Para la emperatriz esta tragedia fue devastadora y la enfrentó a su propia locura, que tanto temía. Más adelante supo que su hijo, enfermo y deprimido, buscó la compañía de su joven enamorada para no morir solo. A los pocos días de su sepelio, Sissi se dirigió en secreto a la cripta de los Capuchinos donde se encontraba el sarcófago de Rodolfo con la esperanza de que se le apareciera y averiguar los motivos de su suicidio. En su carta de despedida, el príncipe heredero había pedido ser enterrado con su amante en el cementerio de Heiligenkreuz, pero el emperador no lo consintió.

En los días siguientes el estado de ánimo de Isabel era muy preocupante. Deseaba morir como su hijo y sus más íntimos temían por ella. La prensa europea publicó algunos artículos donde se decía que la emperatriz de Austria había enloquecido siguiendo los pasos de su desquiciado primo Luis II de Baviera. Su hija Valeria, muy afectada, escribió en su diario: «Mamá me preocupa mucho últimamente… Dice que papá lo ha superado y que el creciente dolor de ella le resulta engorroso; se queja de que él no la comprende, y lamenta haberle conocido un día, porque le trajo la desgracia. No hay fuerza en el mundo capaz de librarla de esa idea».

La emperatriz repartió sus vestidos y fabulosas joyas entre sus hijas y sus damas más fieles. Ya no las necesitaba porque irá siempre de luto y ocultando su rostro tras un abanico negro y su inseparable sombrilla blanca. Nunca más se dejó fotografiar ni retratar por un pintor. Apenas comía —en ocasiones sólo bebía 6 vasos de leche— se pesaba tres veces al día obsesionada en engordar cuando sólo pesaba 46 kg. Volvió a sus curas termales y tratamientos en los balnearios de moda, donde los médicos ya nada podían hacer por ella.

«Cuando ya no tenga obligaciones con respecto a mi Valeria, mi hija del alma, me consideraré libre para iniciar “mi vuelo de gaviota”». Tras la boda de su hija menor, la emperatriz comenzó una estrambótica vida errante alejada de todos. Entonces le entró la pasión por el mar y se compró un barco de vapor, el Miramar, de mil ochocientas toneladas, para emular a Odiseo (Ulises), héroe de la mitología griega, y navegar los embravecidos mares. Se mandó tatuar un ancla en un hombro y pasaba sus días embarcada sin rumbo fijo eligiendo el destino al azar. «Quiero surcar los mares como un holandés errante femenino hasta que un día me hunda y desaparezca», escribió cada vez más desquiciada.

Su séquito le tenía pánico, porque la imprevisible emperatriz ordenaba a su tripulación hacerse a la mar aunque hubiera amenaza de vendavales o tempestades. A su fiel y abnegada condesa de Festetics, que ya se hacía mayor y su salud no era buena, le preocupaba mucho su extraña conducta: «Hace cosas que no solamente te encogen el corazón, sino que también te paralizan la mente. Ayer por la mañana hacía mal tiempo; ella, sin embargo, salió a navegar en el velero. A las nueve comenzó a llover a cántaros, y el temporal, acompañado de rayos y truenos, duró hasta las tres de la tarde. A pesar de todo, navegamos sin cesar, y ella, sentada en cubierta, estaba empapada, por mucho que se tapara con el paraguas. De pronto decidió desembarcar, pidió el coche y se le antojó pernoctar en una villa ajena. Puedes figurarte hasta dónde hemos llegado. ¡Menos mal que el médico la acompaña a todas partes! Y todavía ocurren cosas peores».

A la emperatriz parecían no afectarle las tormentas ni el fuerte oleaje. En otra ocasión se hizo atar al mástil en cubierta durante una terrible tempestad, ante el asombro del capitán, que nada pudo hacer para que entrara en razón. «Hago como Odiseo, porque me seducen las olas», le confesó a su joven y enamorado lector de griego Constantino Christomanos que la acompañó en sus temerarias travesías.

Isabel, a sus sesenta años, recorre el mundo como un alma en pena, huyendo de sí misma y de su inmenso dolor. Ya no tiene la agilidad de antaño y le cuesta caminar porque padece, entre otras enfermedades, reuma y ciática. Está muy enferma, pero no puede estarse quieta. Recorre infinidad de países, en tren, a pie o en barco, entre ellos Portugal, Marruecos, Argelia, Malta, Grecia, Irlanda, Turquía y Egipto. En España, atraída por su clima cálido, visita Palma de Mallorca, Alicante y Elche, donde bautizó una palmera de siete brazos. Viaja con más de sesenta baúles y un botiquín que contiene medicamentos, cataplasmas, un frasco de morfina y una jeringuilla para la cocaína que la ayuda a controlar el ánimo. En Corfú, la isla donde le encontró el gusto a la vida errante, ha mandado construir una espléndida villa, el Achilleion, en honor a Aquiles, su héroe de la mitología.

Fue su época de la «pasión griega»: estudió el idioma, tradujo a esa lengua las obras de Shakespeare y Schopenhauer, y escribió mucho. Sissi deseaba ser reconocida en la posteridad como una gran poetisa, aunque era sólo una escritora aficionada muy influenciada por su idolatrado Heine. En 1890 reunió dos volúmenes de sus obras, los guardó en un cofre y dispuso que en 1950 se entregaran al presidente de la Confederación Helvética para que sus versos fueran publicados, como así se hizo.

Pero la isla de Corfú tampoco pudo retenerla, y apenas terminada su hermosa villa blanca decidió irse a otro lugar. A medida que pasaban los años, se iba convirtiendo en un ser más patético y enfermo. En su paranoia se sentía perseguida «por el gran mundo donde hablaban mal de mí, me calumniaban y me ofendían…». Se veía a sí misma como un hada (el hada Titania), un ser especial y maravilloso prisionero en un mundo mezquino donde nadie la comprendía. En uno de sus poemas escribe:

No debe Titania andar entre humanos,
en un mundo donde no la comprenden.
Miles de papanatas la contemplan
y murmuran: ¡Mira, la loca, mira!

En sus últimos años Suiza se convirtió en uno de sus destinos favoritos. Era una enamorada de sus verdes paisajes, montañas nevadas y lagos cristalinos que la trasladaban a los escenarios de su niñez en los Alpes bávaros. El clima le sentaba bien y, aunque ahora ya no podía dar largas caminatas como antaño, su principal entretenimiento consistía en comprar juguetes para sus numerosos nietos. Ya casi nunca ponía el pie en Viena, pero mantenía una fluida correspondencia con su esposo. Tras más de cuatro décadas de matrimonio y tantas desavenencias, ahora se mostraban cariñosos y comprensivos el uno con el otro. Atrás quedaban los reproches, y trataban de consolarse mutuamente en el ocaso de sus vidas. En una de sus últimas cartas, fechada el 16 de julio, Francisco José le decía: «Te echo tanto de menos; mis pensamientos no se apartan de ti, y condolido pienso en el tiempo, para mí infinito, que vamos a estar separados. Con melancolía contemplo tus aposentos vacíos». No volverían a verse.

Porque fue en Ginebra donde al fin Isabel se encontraría cara a cara con la Dama Blanca que tantas veces se le había aparecido. En el mañana del 10 de septiembre de 1898, la emperatriz y su nueva dama de honor húngara, Irma de Sztáray, salieron del hotel Beau Rivage donde se alojaban, a orillas del lago Leman. Se disponían a coger el vapor de línea para Montreaux cuando en el embarcadero un individuo se abalanzó sobre ella y le clavó un estilete a la altura del corazón. Sissi cayó al suelo, pero no se dio cuenta de que la habían herido. Se levantó enseguida y las dos damas caminaron cien metros hasta subir al barco. Ya en cubierta la emperatriz se desplomó y los que la atendieron comprobaron que estaba muerta.

Su agresor, un anarquista italiano desquiciado de nombre Luigi Lucheni, confesó que se encontraba en Ginebra con la intención de asesinar al pretendiente al trono de Francia, Enrique de Orleans. Pero quiso el destino que éste no llegara a la ciudad como tenía previsto, y el asesino cambió de víctima. En un diario local leyó que la emperatriz de Austria se hallaba de paso en la ciudad y se alojaba en el Beau Rivage. Sólo tuvo que esperar y alcanzar a la dama de negro, que nunca llegó a su destino.

Cuando el emperador se enteró en el palacio de Schönbrunn de la muerte de Sissi a través de un escueto telegrama, intentó mantener la compostura pero se le saltaron las lágrimas. «Usted no imagina cómo amaba yo a mí esposa», le confesó a su más estrecho colaborador, el conde de Paar. No dejaba de repetir en voz alta que no podía entender que alguien quisiese asesinar a una persona que nunca había hecho mal a nadie. Francisco José la amaba de verdad, fue «su rayo de luz» en su anodina existencia, su única felicidad.

Pero su siempre regia majestad no fue capaz ni en ese instante de ceder a los últimos deseos de su mujer. Isabel quería ser enterrada junto al mar, en su refugio de Corfú, muy lejos de Viena, que para ella se había convertido en una «ciudad maldita». En su lugar, y siguiendo el tradicional protocolo de los Habsburgo que Sissi tanto aborrecía, su cadáver embalsamado comenzó un macabro ritual. Su corazón herido fue depositado en la capilla de Loreto de la iglesia de los Agustinos, en una urna de plata. En la catedral de San Esteban quedaron custodiadas en un nicho sus vísceras, junto a las de otros augustos monarcas. El féretro cubierto de flores blancas, acompañado de doscientos jinetes montados en caballos negros, fue conducido a la iglesia de los Capuchinos donde llegó a las nueve de la noche. En su lúgubre y húmeda cripta Isabel de Baviera, descansa entre los Habsburgo, como una extraña y en contra de su voluntad.