No puedo sino presagiaros una vida desgraciada y confieso que, dado el afecto que os profeso, me produce una pena infinita.
Carta del emperador José II de Habsburgo
a su hermana
María Antonieta (1775)
María Antonieta siempre creyó que su vida estaba marcada por la fatalidad. La fecha de su nacimiento ya fue un mal augurio. Era el día de los Difuntos y en Viena se recordaba a los seres desaparecidos con misas de réquiem. Las campanas de la capilla del palacio de Hofburg repicaban en memoria de los seres ausentes. La víspera a su llegada al mundo, un terremoto arrasó la ciudad de Lisboa dejándola prácticamente en ruinas. Los reyes de Portugal, padrinos de la recién nacida, conmocionados ante esta terrible tragedia que se cobró miles de víctimas, no acudieron a su bautizo. Un curioso presagio de las dificultades y tormentos que tendría que afrontar la futura reina de Francia. Aquella niña que veía la luz tan lúgubre día despertaría más odios y temores que ninguna otra soberana de su época. De ser una de las princesas más bellas y afortunadas de Europa, pasaría a ser declarada culpable de traición y morir en la guillotina antes de cumplir los cuarenta años.
Fue al final de su vida, ante la adversidad, cuando demostró el valor y la dignidad que se ocultaban tras su frívola apariencia. En su última y más conmovedora carta antes de subir al cadalso, le escribe a su cuñada la princesa Isabel: «Me acaban de condenar, no a una muerte honrosa —que sólo lo sería tal para los criminales—, sino a que me reúna con vuestro hermano, el rey; al igual que él, soy inocente, y espero poder mostrar la misma firmeza que él en los últimos instantes. Me siento tranquila como cuando la conciencia nada os puede reprochar. Me embarga un profundo pesar por tener que abandonar a mis pobres criaturas».
Para la reina María Teresa de Habsburgo, la pequeña que llegaba al mundo en sus aposentos del palacio de Hofburg de Viena el 2 de noviembre de 1755 era su decimoquinto hijo. Tras un parto difícil que duró todo el día, nació una niña que fue bautizada con el nombre de María Antonia Josefa Juana, más conocida como María Antonieta. En familia la llamarán Antoine (o madame Antonia), para diferenciarla de sus ocho hermanas, pues todas llevaban María de primer nombre. El chambelán de la corte anotó emocionado en su libreta: «Su Majestad ha dado a luz felizmente a una archiduquesa pequeña, pero completamente sana». Ha sido un parto íntimo y privado dado que la soberana ha puesto fin a la costumbre, aún vigente en Versalles, que permitía la presencia de cortesanos junto al lecho de la reina durante el alumbramiento.
María Teresa, emperatriz de Austria y reina de Bohemia y de Hungría, sorprende a todos por su buen aspecto tras un parto complicado y agotador. Está contenta, y no es para menos: la llegada de un nuevo descendiente supone para ella ventajosas alianzas políticas. Tuvo en total dieciséis hijos, de los cuales seis murieron a corta edad. Cada nacimiento era una esperanza de un buen matrimonio que asegurase la paz con alguno de sus temidos vecinos.
A sus treinta y ocho años esta gran soberana, que dirige con mano de hierro el gran Imperio austríaco, apenas se ocupará de su pequeña. Odia perder el tiempo y sólo vive para sus deberes y obligaciones. Hija del emperador Carlos VI, ascendió al trono tras su muerte y en circunstancias poco favorables. Durante su largo reinado recayó sobre sus hombros la suerte de millones de súbditos, y tuvo que enfrentarse a traiciones, guerras y conspiraciones. Salió victoriosa, y conservó no sólo su imperio sino su amenazado trono. Fue en su tiempo la mujer más poderosa de Europa y la única que gobernó sobre los dominios de los Habsburgo. María Teresa era admirada en el exterior «como esplendor de su sexo y modelo de reyes» y gozaba de una gran popularidad en su país.
Trabajadora incansable, tras el parto reanudó enseguida sus funciones firmando documentos en la cama y recibiendo a sus ministros en su alcoba. En aquellos días de obligado reposo, la emperatriz madura la idea de una alianza con Francia, su eterno rival; una unión que pueda frenar el ascenso del poder de Prusia y de las ambiciones de Inglaterra. Ya entonces piensa que aquella niña de cabellos dorados, que duerme plácidamente en su cuna, un día pueda llevar sobre su cabeza la corona de Francia.
María Antonieta es bautizada con todos los honores por el arzobispo de Viena en la iglesia de los Agustinos y en ausencia de su madre. La tradición permite que la emperatriz descanse unos días para recuperarse del gran esfuerzo. La pequeña archiduquesa es confiada a un ama de cría, pues en aquella época las damas de alcurnia no criaban a sus propios hijos. Cuando más tarde a los cortesanos y altos dignatarios se les permite acceder a los aposentos de la emperatriz y conocer a la recién nacida, todos coinciden en que es pequeña pero de rasgos hermosos.
De su madre María Antonieta ha heredado su cabello rubio, una piel tersa y nacarada, unos hermosos ojos azules y un cuello largo y fino que de mayor acostumbrará a adornar con llamativos collares. De su padre, el emperador Francisco I y duque de Lorena, caballero apuesto y amante de los placeres, heredó el poder de seducción. El soberano, que ejercía como príncipe consorte, nunca se inmiscuyó en los asuntos de Estado, ya que dejaba en manos de su enérgica esposa esta ardua tarea. Era un hombre culto y refinado, aficionado a las artes y que poseía una valiosa biblioteca. También tenía fama de mujeriego, a lo que María Teresa nunca puso reparos. Para ella fue un matrimonio por amor y era evidente la pasión que sentía por su esposo.
La emperatriz se recupera pronto del nacimiento de María Antonieta y, tal como le confiesa a su chambelán, nunca se ha sentido mejor tras un alumbramiento. Aunque respeta las cuatro semanas de reposo que le han impuesto los médicos, pronto reanuda su actividad y vuelve a sus obligaciones. Se levanta a las cuatro de la mañana en verano y a las seis en invierno. Asiste a misa, lee los periódicos, convoca a sus ministros, despacha el correo, firma decretos y saca tiempo para recibir a su numerosa prole. Se acuesta siempre a las diez en punto. Con tan apretado ritmo de trabajo apenas ve a sus hijos, que pasan de las manos de las nodrizas a las de las institutrices.
Cuando María Teresa cumple cuarenta años su hija pequeña tiene diecisiete meses. La soberana está en su momento de mayor gloria, pero ya no tiene la vitalidad ni el humor de antaño. Ha ganado peso y su aspecto rollizo acentúa una imagen de imponente dignidad. Toda su energía está volcada en los asuntos de Estado y en sus preocupaciones, que no son pocas. Austria y Francia, tras dos siglos de hostilidades, han firmado una alianza para enfrentarse a dos enemigos que ahora tienen en común: Prusia e Inglaterra. Este pacto entre acérrimos rivales no iba a eliminar de un plumazo los prejuicios que habían prevalecido entre ambos países durante tanto tiempo, pero el sueño de casar a una de sus hijas con el delfín de Francia va tomando forma.
La infancia aparentemente idílica de María Antonieta transcurre entre el majestuoso palacio imperial de Hofburg, donde la familia real pasa el riguroso invierno, y Schönbrunn a sólo ocho kilómetros de allí. En Hofburg, pese a su enorme tamaño —más de dos mil aposentos divididos entre sus dieciocho alas—, los niños carecen de la más mínima libertad y viven bajo una estrecha vigilancia.
En cambio la residencia de verano de Schönbrunn —conocida como el «Versalles» vienés— es un lugar de ensueño rodeado de cuidados jardines y bosques que se extienden hasta donde alcanza la vista. María Teresa mandó decorar sus interiores, como estaba de moda entonces, con motivos orientales y chinescos, lo que le daba un aire mágico de cuento asiático. El emperador Francisco I, de gustos extravagantes, era un gran aficionado a las plantas y en Schönbrunn creó un jardín botánico de especies exóticas. También reunió una insólita colección de animales salvajes, que mandó instalar en un lugar del jardín donde pudiera contemplarlos mientras desayunaba. Su zoológico privado incluía un camello enviado por un sultán, un puma, un rinoceronte, ardillas rojas y vistosos loros de colores que hacían las delicias de los niños.
Sin embargo de todas sus residencias, el palacio rococó de Laxenburg, al sur de Viena, en el límite de un apacible pueblo y rodeado de frondosos bosques donde abundaba la caza, era el preferido de María Antonieta. Es la residencia real más acogedora en comparación con las otras mansiones, y el séquito también es menor. Aquí los niños disfrutaban de la placidez campestre y de una libertad impensable en la corte de Viena. El carácter alegre y desenfadado del emperador Francisco I ayuda a relajar las costumbres austeras y estrictas de los Habsburgo. Aunque la corte austríaca mantiene toda la pompa ceremonial cuando la ocasión lo requiere, en privado la vida de la pareja imperial recuerda a la de una familia normal burguesa. En un curioso retrato a lápiz realizado por la archiduquesa María Cristina en 1762, se muestra el estilo informal del que disfrutaban en la intimidad de Schönbrunn, algo impensable en la estirada corte de Versalles. Francisco aparece sentado desayunando vestido en bata y pantuflas y luciendo un turbante en la cabeza, en lugar de una peluca. El traje de la emperatriz María Teresa es muy sencillo y las niñas, que juegan a su alrededor, más parecen sirvientas que archiduquesas.
Desde muy temprana edad, María Antonieta participaba en las celebraciones familiares que organizaban sus padres donde los niños cantaban, actuaban o interpretaban piezas de danza. La numerosa prole también asistía como público a los conciertos que se celebraban en el palacio. María Antonieta nunca olvidaría su primer encuentro con Wolfgang Amadeus Mozart. El 13 de octubre de 1762, el «niño de Salzburgo» llegó a la corte de Viena con su padre y su hermana. El pequeño músico tocó el clavecín «a las mil maravillas», en presencia de la familia imperial. Mozart era un niño prodigio impetuoso y travieso que, saltándose el protocolo, se sentó en el regazo de la emperatriz María Teresa y ésta le dio un beso. Cuando en otra ocasión fue invitado a actuar en Schönbrunn resbaló en la tarima provocando las risas y burlas entre los asistentes. María Antonieta, que tenía siete años, se precipitó a ayudar al pequeño a ponerse en pie. Mozart, agradecido, le dijo: «Sois buena».
La archiduquesa ya tenía entonces un indudable talento artístico potenciado por sus padres, que le transmitieron su amor por la música y el bel canto. Los emperadores contrataron para ella a los mejores maestros de la época, como el músico y compositor de la corte imperial Gluck, que le dio clases de canto, y el gran coreógrafo Noverre, que le enseñó danza y el «arte de andar con estilo».
Como todas las archiduquesas Habsburgo, María Antonieta fue educada para ser dócil y complaciente Se esperaba de ella que fuese «mañosa, modesta y sumisa». A la joven le encantaba bordar, un don femenino muy apreciado en su tiempo, pero tenía un carácter rebelde. La emperatriz se mostraba muy estricta en cuanto a la absoluta obediencia que debían prestar sus hijas. Al año de nacer María Antonieta, declaró: «Han nacido para obedecer y deben aprender a hacerlo a su debido tiempo». Sin embargo, ella misma no era el mejor ejemplo de lo que predicaba. A María Teresa la admiraban en Europa por su fortaleza y decisión y, mientras su esposo se dedicaba a cazar y disfrutar de la buena vida, ella dirigía con mano firme el destino de su vasto imperio. Para María Antonieta no fue fácil tener una madre tan autoritaria y controladora. La soberana está acostumbrada a que se haga su voluntad y nadie le discuta. Si en política la tachan de «dama de hierro» por su tiranía, en el ámbito familiar es también muy severa.
Desde su más corta edad María Antonieta intentará agradar a su madre. Ya en su madurez, siendo reina de Francia, reconocería: «Quiero a la emperatriz, pero la temo, incluso desde la distancia. Nunca estoy tranquila del todo al escribirle». Aunque sus ocupaciones no le permiten cuidar de su numerosa prole, a María Teresa no le pasa inadvertido que de sus ocho hijas, la pequeña es la menos estudiosa, pero domina como ninguna el arte de agradar a todos, que tan útil le será para sobrevivir en Versalles. Un día la emperatriz descubre que su institutriz, la señora de Brandeiss, le escribe a lápiz los deberes a su hija, quien sólo necesita pasarlos a tinta. La condescendiente dama será sustituida por la condesa de Lerchenfeld, una institutriz más severa y enérgica, con quien María Antonieta no se entenderá y que fracasará en su intento de interesar a su pupila en el estudio y en la lectura.
Todos se muestran indulgentes con «la encantadora Antonieta», incluido su padre, que siente debilidad por ella. Su madre, menos benevolente, la tacha de rebelde, impetuosa y caprichosa. No se da cuenta de que, con su comportamiento y travesuras, la niña trata de llamar constantemente su atención. Siente celos de su hermana mayor, María Cristina —a la que apodan Mimi—, que es la preferida de la emperatriz. La pequeña, que nunca se ha sentido querida por su madre, se refugia en su hermana María Carolina, tres años mayor que ella, y con la que guarda un enorme parecido físico. Les une un vínculo muy especial y ambas son niñas extrovertidas y muy parlanchinas. También tienen en común el defecto de burlarse de la gente.
Cuando la emperatriz se entera del pasatiempo favorito de sus hijas, decide separarlas de inmediato. El 19 de agosto de 1767 María Teresa escribe a su hija María Carolina una breve y dura carta en que le dice: «Os advierto que seréis separada para siempre de vuestra hermana. Os prohíbo todo secreto, información o conversación con ella; si la pequeña volviera a hacerlo, ¡no le prestéis atención!».
La tranquila y despreocupada infancia de María Antonieta se vio truncada por una inesperada tragedia familiar. En agosto de 1765, los emperadores viajan a Innsbruck para asistir a la boda de su hijo el archiduque Leopoldo. Antes de partir el soberano se despide de sus hijos, pero abraza con especial ternura a María Antonieta, que entonces tiene nueve años. La niña advierte que su padre está visiblemente emocionado y los ojos, humedecidos por las lágrimas. Nunca olvidará esta triste despedida porque no volverá a verle. El 18 de agosto, en Innsbruck, el emperador muere de un ataque de apoplejía. Tiene cincuenta y seis años y deja a su esposa desconsolada.
La felicidad de la familia imperial se desvanece en un instante. La emperatriz, rota por el dolor, anota en su diario: «Mi feliz vida de casada ha durado veintinueve años, seis meses y seis días». También especifica las horas de felicidad que han pasado juntos: 258.774. En señal de duelo se cortó su larga y rubia melena, de la que tan orgullosa estaba, y tapizó las paredes de sus aposentos con telas de terciopelo oscuro. Vestiría de luto hasta el final de sus días en recuerdo de su adorado esposo. La antaño poderosa, fuerte e influyente «gran dama» se transformó en una mujer aún más severa, amargada e infeliz. Tal como recordaba María Antonieta, «cuanto la rodeaba se volvió triste y sombrío».
Aunque, tras quedarse viuda, María Teresa pensó en refugiarse tras los muros de un convento, su sentido del deber se lo impide. Despojada de su cargo, debe compartir el poder con su hijo mayor, elegido emperador para suceder a su padre con el nombre de José II. Pero el joven e inexperto soberano necesitará la ayuda de su madre para gobernar su imperio. A pesar del luto y el dolor por la pérdida de su esposo, María Teresa consagrará todas sus energías a casar a sus hijas con buenos partidos. Su numerosa descendencia le asegurará alianzas políticas con todas las potencias europeas, lo que le valió el título de «Suegra de Europa». La primera en contraer matrimonio es la mayor, la archiduquesa María Cristina. Al ser la favorita de la emperatriz, tiene el privilegio de casarse por amor con Alberto de Sajonia, un príncipe sin corona ni fortuna. El triunfo de su hermana despertó aún más las envidias de las otras archiduquesas, a quienes les esperaba un destino menos romántico.
A comienzos de 1767, María Teresa debe decidir el futuro de sus cinco hijas: Isabel de veintitrés años, Amalia a punto de cumplir los veintiuno, Josefa de dieciséis, Carolina de catorce y María Antonieta que pronto tendrá doce. Pero nuevas tragedias golpearán a la familia imperial en aquel horrible año y obligarán a la emperatriz a cambiar sus estrategias matrimoniales. La archiduquesa María Cristina estuvo a punto de morir al dar a luz a una niña que falleció al nacer, y después ya no pudo tener más hijos. Más tarde se sucedieron otros desastres en cadena. Una virulenta epidemia de viruela asoló la ciudad de Viena y se cobró cientos de víctimas, entre ellas la esposa del entonces emperador José II. La situación se agravó cuando la propia emperatriz cayó enferma, y estuvo tan cerca de la muerte que llegó a recibir la extremaunción.
Tras su milagrosa recuperación, María Teresa acudió al mausoleo familiar del palacio de Hofburg para rezar ante el féretro de su nuera. Le ha ordenado a su hija, la archiduquesa Josefa, que está a punto de partir a Nápoles para contraer matrimonio con el rey Fernando, que la acompañe a la cripta. Pero el ataúd de la esposa del emperador no estaba bien sellado y la joven prometida contrajo la enfermedad. Dos semanas más tarde, Josefa morirá tras una terrible agonía y será enterrada con su vestido de novia. Esta nueva desgracia sumirá a María Antonieta en una gran tristeza. Su hermana preferida, Carolina, cómplice de juegos y travesuras, ocupará el puesto de la fallecida y se casará con el rey de Nápoles.
Mientras María Antonieta se sobrepone a los terribles acontecimientos que han marcado su vida en los últimos meses, su madre ya ha decidido su destino. Las largas y arduas negociaciones que la emperatriz inició —cuando ella apenas contaba seis años de edad— para casarla con el Delfín de Francia, Luis Augusto de Borbón, han dado su fruto antes de lo que imaginaba. El rey Luis XV informa al conde de Mercy-Argenteau, embajador de Austria en la corte de Versalles, que la elegida para ocupar en un futuro el trono de Francia cuenta con su aprobación.
Por primera vez María Teresa centra toda su atención en su hija menor, que ha cumplido doce años. María Antonieta es delgada, de talle fino, tiene poco busto y escasa estatura. Su cabello rubio, de un tono claro, abundante y espeso como el de su madre, resulta muy favorecedor. Para el ojo crítico de la emperatriz es una jovencita bastante atractiva y sus defectos pueden arreglarse con facilidad. Por ejemplo, tiene los dientes montados y en mal estado, pero tras llevar durante tres meses unos incómodos alambres de acero consiguió una hermosa dentadura. Otro defecto llamativo es su frente, muy ancha y despejada. Un famoso peluquero parisino, Larseneur, creó un peinado especial para disimular la frente abombada de la archiduquesa. Lo único que no puede corregirse es su grueso labio inferior, característico de los Habsburgo, que le da un aire más bien desdeñoso, y su nariz aquilina. Pero en conjunto, y tras estos pequeños «retoques», la archiduquesa mejoró mucho su aspecto.
Pero el problema de María Antonieta no era su belleza, sino su educación. A los doce años apenas sabe escribir, su ortografía es mala, no siente interés por la lectura —ni nunca lo tendrá— y sus conocimientos de historia y literatura son casi nulos. Habla algo de italiano y pronuncia a duras penas unas palabras en francés. El rey Luis XV ha dejado muy claro que aprecia en especial la pureza del idioma francés y que la futura esposa de su nieto el Delfín deberá esforzarse en aprenderlo. María Teresa no ahorrará esfuerzos para hacer de su hija una dama instruida. En las siguientes semanas se duplican las horas de las clases de francés, de gramática y de ortografía.
Desde Francia se manda a la corte vienesa a un ilustre erudito, el abad de Vermond, con el cargo oficial de preceptor de la Delfina, pero durante el tiempo que pasará en Austria será su confidente y consejero. Cuando el clérigo conoció a María Antonieta en otoño de 1768, dijo de ella: «Es alegre, encantadora y simpática. Posee todas las innegables gracias, y si crece un poco más, como se espera, los franceses no necesitarán nada más para reconocer a su soberana». Vermond se ganó la confianza y el cariño de la archiduquesa y consiguió algunos progresos. Le enseñó no sólo francés sino también historia de Francia y de las grandes familias nobles que ocupaban importantes cargos en la corte de Versalles. Un año más tarde, María Antonieta hablaba francés con bastante soltura, aunque con un ligero acento alemán. En sus informes Vermond destacará que la niña es más ingeniosa de lo que aparenta, pero lamenta su pereza en el estudio y la ligereza de su comportamiento.
La emperatriz María Teresa había tardado seis largos años en concretar el enlace entre su hija menor y el Delfín de Francia. Tras arduas y complejas negociaciones, se sentía satisfecha por el éxito obtenido al unir a las casas reales de Francia y Austria, pero como madre le embargaba una honda preocupación. Nadie preparó a María Antonieta para el destino que le esperaba. A los doce años la infantil y despreocupada archiduquesa se enteró de que iba a ser reina de Francia. Dos meses antes de su partida, su madre trató de recuperar el tiempo perdido y mandó trasladar la cama de su hija a su propia habitación. En la intimidad de su alcoba, la emperatriz mantiene largas conversaciones con María Antonieta y procura prepararla para desempeñar su alto cargo. Se suceden las recomendaciones; entre ellas le pide que «nunca se avergüence de pedir consejo a alguien y que no obre jamás por puro capricho»; también le recuerda que «no deje de ser una buena alemana».
La emperatriz, que conoce bien la naturaleza afable de su hija, teme que se muestre en público torpe y vulnerable y sea el blanco de todas las críticas. También le quitaba el sueño la inmoralidad que imperaba en la corte francesa y que la archiduquesa, educada en la fe católica, cayera en costumbres indecorosas. María Teresa, mujer recta y piadosa, ya había sufrido profundos desengaños con sus otras hijas destinadas a sentarse en un trono, especialmente con la archiduquesa María Amelia, cuya vida disoluta escandalizó a Europa. Para su gran pesar, la sangre de la familia Lorena corría por las venas de sus hijos, proclives, como su padre, a los placeres de la vida.
El 6 de junio de 1769, el embajador francés en la corte de Viena solicita de manera formal la mano de María Antonieta, de trece años y medio, para el Delfín de Francia, que aún no ha cumplido los quince. María Teresa organizará unos días más tarde una espléndida fiesta en su palacio de Laxenburg para celebrar el santo de la prometida real. Todos los presentes conocen ya el futuro glorioso que le aguarda a la hija menor de la emperatriz. «Sólo teniendo en cuenta la grandeza de tu posición, eres la más feliz de tus hermanas y princesas», le recuerda la soberana, aunque en el fondo teme el destino que la aguarda.
Para María Antonieta se han acabado los juegos y las diversiones infantiles. Por expreso deseo de su madre, antes de contraer matrimonio, y con el fin de purificar su alma, realiza un retiro espiritual de tres días en Semana Santa bajo la guía espiritual del abad de Vermond, que es también su confesor. A su regreso a la corte de Viena, la joven comprueba con orgullo que se ha convertido en el centro de todas las miradas. Ella, la menos guapa e instruida de las archiduquesas, la pequeña de quien sus hermanas se burlaban y que había tenido que soportar la tiranía e indiferencia de su madre, va a entrar en la historia.
Mientras ese día llega, María Teresa envía una misiva urgente al rey Luis XV en que le comunica «con infinito placer» que desde el 7 de febrero de ese año de 1770, madame Antonieta ha dejado de ser una niña. La noticia no carecía de importancia porque ahora el rey de Francia tenía conocimiento de que la futura Delfina estaba preparada para ser madre, justo cuando iba a consumar su matrimonio. María Teresa seguiría de manera obsesiva, aun en la distancia, los ciclos menstruales de sus hijas. La emperatriz les pedirá a sus archiduquesas, convertidas en consortes de reyes y príncipes de otros países, que la mantuvieran al corriente de «la générale Krottendorf» —como entre ellas llaman a la menstruación—, sin omitir ningún detalle. En el caso de María Antonieta, el control de su madre en este asunto tan íntimo aún sería mayor porque tardará ocho años en quedarse embarazada.
El 17 de abril María Antonieta jura sobre la Biblia su renuncia a heredar los territorios que le correspondían de Austria, y a los de Lorena, así como a los derechos sucesorios. Esa misma noche su hermano el emperador José II organizó una cena con mil quinientos invitados en el palacio de Belvedere, en Viena, y un fastuoso baile de máscaras en sus jardines. La boda por poderes se celebró el 19 de abril en la iglesia de los Agustinos, la misma donde fue bautizada. Tras el enlace tuvo lugar la cena oficial del desposorio —un banquete de cien platos—, que duró varias horas y puso a prueba la resistencia de la novia. Con el banquete nupcial no acabaron los festejos. Durante todo el día siguiente recibió a embajadores y demás autoridades, a quienes se permitió besar la mano de «madame la Dauphine», como era llamada oficialmente. Pero lo que mantuvo ocupada a la emperatriz y a su hija recién casada las últimas horas antes de su partida fue la redacción de una serie de cartas dirigidas a Luis XV. La Delfina debe dirigirse al rey como «señor y muy querido abuelo», pues a partir de este momento se considera que todos los miembros de la familia real francesa pasan a ser sus parientes. En su primera misiva al rey de Francia la joven se complacía en «pertenecer ahora a Su Majestad», y asimismo le pedía que «siendo que mi edad y mi inexperiencia a menudo requerirán vuestra indulgencia». Firma sus cartas con el nombre familiar de su infancia: «Antonia».
En la soleada mañana de primavera del 21 de abril de 1770, María Antonieta abandonaba con enorme tristeza la corte de Viena camino de Versalles. El magnífico cortejo previsto para acompañarla es digno de un gran imperio como el austríaco. Su séquito está compuesto por más de un centenar de personas a su servicio; entre ellos, damas de honor, camareras, peluqueros, secretarios, costureras, médicos, pajes, capellanes, boticarios, lacayos, cocineros, sin olvidar la guardia noble y un gran maestre de postas. Desde el día de su partida hasta el 7 de mayo, día de «la entrega» de la Delfina a su país de adopción, el viaje se hará en etapas escalonadas. La numerosa comitiva austríaca consta de cincuenta y siete carruajes y más de un centenar de personalidades nacionales. El rey de Francia ha regalado a su futura nuera dos lujosas carrozas revestidas en su interior de terciopelo y finos bordados en oro.
Aunque la emperatriz María Teresa era poco dada a los sentimentalismos, al despedirse de su hija no puede reprimir las lágrimas. La estrecha entre sus brazos antes de darle su bendición y, con voz temblorosa, le dice: «Adiós, querida hija. Una gran distancia nos separará. Siembra el bien entre el pueblo para que pueda decir que les he enviado un ángel». Nunca volverán a verse y sólo se comunicarán a través de las cartas, en que la emperatriz le dará sabios consejos que la joven no siempre escuchará. Acurrucada en su carroza de terciopelo carmín, María Antonieta asoma la cabeza por la ventanilla para contemplar por última vez los idílicos paisajes de su infancia que deja tras de sí. A lo lejos contempla la figura cansada y envejecida de la emperatriz, que con el corazón roto ve partir a su pequeña rumbo a un incierto destino.
UN REGALO DEL CIELO
María Antonieta atravesó toda Europa central en su viaje desde la corte de Viena a Versalles. Dos semanas y media de agotadora y monótona travesía, ya que la mayor parte del tiempo no sale de su carroza. Las últimas semanas ha estado sometida a una gran tensión y parece exhausta. La separación de su madre y de sus seres más queridos contribuye a aumentar su tristeza y angustia. Cuando la noche del 6 de mayo llega a la abadía de Schuttern, es el último día que pisa suelo alemán antes de ser entregada a Francia. Allí la espera el embajador extraordinario de Luis XV, el conde de Noailles, encargado de guiar sus primeros pasos en la corte de Versalles.
Su esposa, madame la condesa de Noailles, a quien la Delfina conocerá horas después, ha sido nombrada su dama de honor. Para esta severa dama la etiqueta de Versalles es sagrada y se comportará con la reina como una tiránica institutriz. Nunca la dejará sola —para preservar su reputación— y continuamente la llamará al orden y reprenderá en lugar de instruirla en sus nuevas obligaciones. María Antonieta llegará a odiarla y la apodará «Madame Étiquette», además de ser el blanco de sus burlas. Un día que la Delfina se cayó al suelo cuando montaba sobre un asno, dijo riendo: «Id a buscar a madame de Noailles, ella os dirá qué ordena la etiqueta cuando una reina de Francia no sabe mantener el equilibrio sobre un asno».
Al día siguiente tiene lugar la ceremonia oficial de entrega de la Delfina y para este histórico momento se ha elegido una isla en medio del Rin, cerca de Kehl. Aquí se ha improvisado un gran pabellón de madera con un estrado ricamente engalanado. Tiene dos entradas, una austríaca y otra francesa, con sus respectivos salones. La Delfina entra en el edificio de la mano de su ayudante el príncipe Starhemberg, el único de todo su séquito que la acompañará a Versalles. Aquí tendrá lugar el ritual en que María Antonieta es despojada de su rica indumentaria austríaca —incluidas sus medias y hasta su ropa interior— para vestir las prendas francesas.
La Delfina se despide con lágrimas en los ojos de su antiguo cortejo, en especial de sus queridas damas de compañía. Ni siquiera se le permite llevarse a Francia a su adorado perro carlino, Mops. Ya en el lado francés, se encuentra frente a la imponente figura de la condesa de Noailles. La joven, en un acto impulsivo, se echa a los brazos de su nueva mentora rompiendo por un instante el protocolo. La altiva condesa, tras rechazarla cortésmente, le presentará al séquito francés, la mayoría damas maduras y serias que habían servido a la casa de la reina María Leszczynska, difunta esposa de Luis XV.
Al fin, el 14 de mayo al atardecer María Antonieta pudo conocer al rey de Francia y a su flamante esposo. El legendario encuentro tuvo lugar en el bosque de Compiègne. El monarca llegó en su carruaje acompañado de su nieto el Delfín y tres de sus cuatro hijas solteras que aún le quedaban. Conocidas como «les Mesdames de Francia», eran unas solteronas poco agraciadas y antipáticas que, pese a no haber cumplido los cuarenta años, parecían unas ancianas. Adelaida, la mayor, era famosa por su lengua viperina y la más mala de las tres. Madame Victoria era muy devota y tan ingenua que muchos la creían tonta. De madame Sofía se decía que su extrema fealdad dejaba estupefacto a todo el que la conocía. El soberano, desde su más tierna infancia, les había puesto unos crueles apodos: Adelaida era «la Andrajos», Victoria «la Cerdita» y Sofía «la Zampa».
Aunque en un principio María Antonieta sintió cierta lástima por ellas, pronto descubrió que estas tres hermanas relegadas al olvido en la corte podían ser muy peligrosas. También se enteraría que su esposo, el Delfín de Francia, que se había quedado huérfano siendo apenas un niño, adoraba a sus tías.
Por su parte Luis XV, a pesar de haber cumplido los sesenta años, tenía un porte distinguido y aún era «el hombre más apuesto de su corte». Desde el primer instante su nuera, a la que llama «mi nieta», le parece encantadora. Es cierto que la Delfina no es muy alta y para su gusto está poco desarrollada, pero su aspecto general le satisface. «Espontánea y un poco infantil», así tilda a aquella niña alegre que salta del carruaje y se inclina frente a él en una profunda reverencia. Al llegar a Versalles el rey enviará a Viena un rápido correo para hacer saber a la emperatriz viuda María Teresa de Austria que «la familia real está maravillada con la señora archiduquesa». Todos la consideran un regalo del cielo.
Al Delfín de Francia, Luis Augusto, la dulce archiduquesa austríaca no le causó la misma impresión que a su abuelo. En el diario de caza en que sólo escribía sobre asuntos de importancia, hizo una breve anotación: «Encuentro con la señora delfina». Al verla la besó recatadamente en la mejilla sin el menor entusiasmo. El futuro heredero de la corona de Francia era un adolescente tímido y algo torpe, además de poco agraciado. Sin duda, en los retratos que María Antonieta había visto de él sus defectos habían sido muy retocados. Tenía quince años y seguía bajo la tutela de su preceptor, un hombre con fama de malévolo en la corte, quien desde su más tierna infancia le previno sobre la maldad de los Habsburgo.
Huérfano de padre a la edad de once años, el Delfín recibió una esmerada educación y era un joven inteligente, aunque por su aspecto no lo aparentara. Su abuelo Luis XV, casado con la princesa polaca María Leszczynska —fallecida dos años atrás y con la que tuvo diez hijos—, no se ocupó de él y dejó su educación en manos de sus preceptores. Si al inicio de su reinado Luis XV fue muy querido por su pueblo —lo apodaban «El Bienamado»—, con el paso de los años su debilidad en la toma de decisiones y la constante e intrigante presencia de sus amantes en la corte habían minado su popularidad.
En el castillo de La Muette, última etapa antes de llegar a Versalles, María Antonieta conocerá al resto de su numerosa familia política y a los miembros más distinguidos de la alta nobleza. Entre ellos, a una hermosa y despampanante mujer que hace acto de presencia en la cena de la familia real organizada por el soberano para presentar a su nuera. María Antonieta se queda deslumbrada ante esta dama cubierta de joyas cuya presencia hace palidecer al embajador austríaco en Francia, Mercy-Argenteau. Se trata de la amante oficial del rey Luis XV, a quien éste ha tenido la desfachatez de invitar a la velada. Cuando la Delfina pregunta a la condesa de Noailles por la identidad de la dama, ésta le responde sonrojada: «Es la condesa Du Barry, la mejor amiga de Su Majestad». Su presencia en esta cena familiar resulta muy incómoda, especialmente para las tres hijas del rey, que no soportan la conducta libertina de su padre. En una carta enviada a su madre apenas dos meses después de su llegada a Versalles, la Delfina describe a madame Du Barry como «la criatura más estúpida e impertinente que te puedas imaginar».
El 16 de mayo María Antonieta llegó con su séquito a Versalles, el soberbio palacio real «de mil ventanas» que ahora sería su hogar y donde iba a pasar el resto de su vida. Era un día radiante y la Delfina se quedó maravillada ante la opulencia que la rodeaba. El complejo de Versalles era una ciudad en sí misma, distante unos veinte kilómetros de París. Aquí residían casi cinco mil personas entre miembros de la nobleza, familia real y representantes del gobierno. Otras cinco mil componían el servicio y personal a cargo del mantenimiento y administración del palacio. Versalles tenía setecientas estancias y podía alojar a veinte mil personas. Sus magníficos jardines, que ocupaban ochocientas hectáreas, estaban salpicados de estatuas de mármol, estanques y fuentes.
A su llegada María Antonieta fue conducida a las dependencias de la planta baja que habían pertenecido a la anterior Delfina, María Josefa. El rey había mandado ampliar y reformar los nuevos aposentos de María Antonieta, pero las obras previstas se habían demorado. La decepción por tener que alojarse temporalmente en unos aposentos deprimentes y que carecían de privacidad se vio recompensada con las joyas que recibió como obsequio. Magníficos diamantes, perlas, rubíes y esmeraldas de un valor incalculable pasaron a sus manos. A falta de una reina de Francia, la Delfina fue agasajada con un fabuloso collar de perlas, de las cuales la más pequeña era «del tamaño de una avellana», legado de Ana de Austria a las sucesivas consortes.
La misma tarde de su llegada, María Antonieta y Luis Augusto asisten a la misa oficiada por el arzobispo de Reims en la capilla de palacio para sellar su compromiso. En la enorme nave la gente se hacina para ver a la Delfina, que aparece deslumbrante con un vestido de brocado blanco y una sonrisa que cautiva a todos. Tras la ceremonia una multitud invade los jardines de Versalles y espera el espectáculo de fuegos artificiales que el rey ofrece a su pueblo. Pero una inesperada tormenta obliga a cancelar el evento y el pueblo, privado del espectáculo, regresa en masa a la capital que se ha quedado casi desierta. El mal tiempo no consigue empañar el gran banquete de bodas previsto para la noche.
El rey Luis XV ha querido superar el fausto de su antecesor el Rey Sol y ha organizado un suntuoso banquete nupcial en una de las salas, iluminada por magníficas arañas de cristal. Será la última gran fiesta del Antiguo Régimen. El menú está compuesto por un centenar de platos y la velada es amenizada por una orquesta de ochenta músicos. Más de seis mil invitados, elegidos entre la nobleza, asisten al banquete, pero no para comer con el rey sino únicamente para poder contemplar desde la galería cómo los veintidós miembros de la Casa Real degustan los exquisitos manjares que desfilan ante sus ojos. Luis XV, hombre campechano y bromista, le aconseja a su nieto el Delfín que no coma demasiado pensando en su noche de bodas. Pero el joven, que se muestra apático y huraño, le responde que siempre duerme mejor cuando ha comido bien.
Tras la opípara cena el rey en persona conduce del brazo a la pareja a su alcoba, donde deben consumar su matrimonio. La ceremonia del «acostamiento» era, como todo en Versalles, un acto público. Un nutrido número de damas y cortesanos, en función de su cuna y posición en la corte, pueden acceder a la cámara real, donde el arzobispo de Reims bendice el lecho nupcial. El propio rey de Francia entrega la camisa de dormir a su nieto y la duquesa de Chartres hace lo propio con la Delfina. Los recién casados se acuestan ruborizados y en este instante los invitados les hacen una profunda reverencia y se retiran en sigilo. Al fin se echan las cortinas y aunque el rey le da a su nieto algunos consejos de última hora, éstos resultan en vano. Por primera vez desde que se han conocido están solos, y tan agotados que al instante se quedan dormidos casi a la vez.
Al día siguiente el Delfín escribe en su diario de caza su célebre «Nada», refiriéndose al primer encuentro íntimo con su esposa. Para María Antonieta, por el momento, el desinterés de su esposo no le preocupaba en absoluto. Para una adolescente como ella Versalles parece un cuento de hadas y los días sucesivos los dedica a descubrir los rincones de este inmenso palacio. La corte francesa era la más ostentosa de toda Europa —también la más corrupta— y su lujo no tenía rival. Pero en Versalles imperaban unas decadentes normas de etiqueta que se remontaban a los tiempos del Rey Sol y que a ella le parecen ridículas y afectadas.
Muy pronto descubriría que la brillante corte de Versalles era un gran escenario donde la realeza representaba a diario su papel frente al pueblo. Aquí no existía la intimidad y todo el mundo tenía derecho a visitar a su soberano sin anunciarse. También podían pasearse a sus anchas por los majestuosos salones y contemplar cómo se levantaba, comía o se acostaba la familia real. Sólo los perros, los monjes mendicantes y la gente marcada por la viruela tenían prohibida la entrada en su interior. En una carta a su madre, María Antonieta le decía: «A partir de mediodía, todo el mundo puede entrar en mis aposentos; me pongo el colorete y me lavo las manos ante el mundo entero. Luego, los caballeros salen y las damas de honor se quedan y me visten delante de ellas».
Tras el deslumbramiento que le causó Versalles a su llegada, con el paso de los meses María Antonieta se siente muy sola y se aburre porque todos los días son iguales. En la corte sólo puede jugar, y a escondidas, con los hermanos más jóvenes del rey, el conde de Artois y el conde de Provenza, que casi tienen su misma edad. Las Mesdames de Francia consiguen disimular la antipatía que sienten hacia ella y le ofrecen «una llave de los corredores del palacio, por los cuales, sin séquito y sin ser vista, podría llegar hasta los aposentos de sus tías y verlas en privado». Abandonada por su esposo, que se muestra esquivo con ella, la Delfina correrá a menudo hacia las habitaciones de sus tías para buscar algo de distracción.
En una carta a su madre, fechada en julio de 1770, le describe su monótona vida cotidiana. Se levantaba entre las nueve y las diez, se vestía con ropa informal; rezaba, desayunaba, y a continuación visitaba a sus tías reales. «A las once voy a peinarme. Al mediodía misa; si el rey está en Versalles voy con él y mi esposo y mis tías a misa; si no está voy sola, con mi señor el Delfín pero siempre a la misma hora. Después de la misa almorzamos los dos ante todo el mundo, pero eso termina a la una y media, porque los dos comemos con mucha rapidez. De ahí voy a las habitaciones de mi señor el Delfín y, si tiene cosas que hacer, vuelvo a mis aposentos, leo, escribo o trabajo, pues estoy haciendo un jubón para el rey. […] A las tres voy de nuevo a ver a mis tías, adonde el rey va a esa hora; a las cuatro viene el abad; a las cinco todos los días, el maestro de clavicordio, o a cantar hasta las seis. A las seis y media voy casi siempre a las habitaciones de mis tías […]. A las siete se juega hasta las nueve. Después cenamos, vamos a acostarnos a las once. Ése es todo mi día».
A sus catorce años María Antonieta se ha convertido en la primera dama de Versalles. Ocupar el vacío que ha dejado la última reina consorte de Francia, María Leszczynska, no va a ser fácil. La esposa de Luis XV, aunque en un principio no fue bien recibida en Versalles, con el tiempo se ganó el aprecio de todos. Cuando el rey, del que estaba muy enamorada, la abandonó definitivamente por su amante, la soberana dio una lección de gran discreción y dignidad. María Antonieta, por el momento, se mostraba dócil con las convenciones y trataba de comportarse con la respetabilidad que todos esperaban de ella. Gracias a sus clases de danza, tenía un porte elegante y gran flexibilidad, lo que le permitía moverse con soltura con el pesado vestido de la corte, compuesto por enormes aros y una larga cola. Pero si algo no soportaba era el complejo ceremonial que marcaba su vida diaria como Delfina de Francia. Desde el primer instante que pisó Versalles le resultaba un fastidio tener que depender de los demás en cosas que en Viena hacía ella misma.
La ceremonia de vestirse y desvestirse cada día rodeada de gente desconocida era un auténtico suplicio. María Antonieta no podía coger nada por sí misma, ya que dar a la Delfina (o a la reina) una prenda para que se vistiera era un privilegio muy codiciado. En una ocasión, durante la toilette matinal, María Antonieta se había desvestido y cuando se disponía a ponerse la camisa que había cogido de manos de la camarera mayor, tras recibirla ésta a su vez de una de sus damas, apareció la duquesa de Orleans. La etiqueta exigía que si una persona de más alto rango entraba en la habitación tenía el privilegio de cumplir con este rito y poner la prenda a la Delfina. Mientras la duquesa se quitaba el guante para cumplir su cometido, irrumpió otra princesa, la condesa de Provenza, que al tener prioridad sobre todas las demás, recibió la camisa y se la puso a la Delfina. Durante todo este tiempo María Antonieta, desnuda, permaneció de pie y de brazos cruzados temblando. En una de las cartas a su madre dirá al respecto: «Es una locura, es ridículo». A su esposo también le pesa, y mucho, este anticuado protocolo que le afecta especialmente, pero no osará modificarlo.
Muy lejos de la corte, en el palacio de Hofburg, la emperatriz viuda María Teresa, deseosa de tener cuanto antes un nieto, comienza a preocuparse. Pasan los meses y por las cartas que le escribe su hija descubre con hondo pesar que el matrimonio sigue sin consumarse. Cuando la Delfina cumple dieciséis años su esposo le promete que cuando la familia real se traslade en verano a Compiègne allí «la hará su esposa». María Antonieta comete el error de contárselo a sus tías solteronas, quienes poco discretas hacen correr la voz del inminente acontecimiento. Pero durante su retiro estival Luis Augusto sólo se dedica a cazar y por la noche, agotado, no sale de sus aposentos.
Al mes siguiente la corte se traslada a Fontainebleau y la escena se repite. Al final Luis XV en persona interviene y le pregunta a su nieto las razones de su frialdad hacia su atractiva esposa. Éste le replica que todavía tiene que vencer su timidez. La emperatriz María Teresa se mostrará cada vez más intransigente con su hija y no dudará en responsabilizarla de la supuesta impotencia de su esposo. No entiende la costumbre de la corte francesa, según la cual las parejas no han de dormir necesariamente en el mismo lecho. Le pide a su hija que tome cartas en el asunto y convenza al Delfín de los beneficios de compartir una cama de matrimonio. Además, la emperatriz le recuerda que en tan delicado asunto: «Todo depende de la esposa, si pone voluntad, es dulce y divertida con su esposo».
Poco a poco María Antonieta intentó pasar más tiempo con su marido y realizar alguna actividad con él. A finales de 1770, la Delfina empezó a organizar bailes privados en sus dependencias, a los que asistía su esposo. A falta de relaciones íntimas, al menos podían disfrutar de una vida social normal. La idea tuvo mejor efecto que las «caricias insistentes» que María Teresa le recomendaba a su hija para conquistar a Luis Augusto en el lecho. Cuando en una ocasión una cortesana alabó la gracia y el encanto personal de María Antonieta, el Delfín respondió: «Tiene tanta gracia, que lo hace todo a la perfección». Este adolescente que sólo encontraba placer en la caza, la carpintería y la forja, pronto se dejaría seducir por los encantos de su esposa, la única persona que amará de verdad en su vida. Cuando se convierta en rey de Francia, Luis Augusto siempre aprobará lo que haga su mujer y le será fiel hasta el final de sus días.
Mientras María Antonieta era el centro de todas las miradas y comentarios en la corte por no haber consumado aún su matrimonio, el sexagenario Luis XV hacía gala de un insaciable apetito sexual. Además de su amante oficial, el rey contaba con un «Intendant des Menus-Plaisirs» o encargado de los placeres, cuya misión consistía en organizar los encuentros íntimos del monarca con las concubinas —la mayoría de la edad de la Delfina—, lo que incluía tener a su disposición los mejores vinos y manjares. A María Antonieta, que había recibido una educación puritana de su madre, la debilidad de «su abuelo» por una mujer de escandaloso pasado como la Du Barry —treinta años menor que él— le resultaba intolerable. La inexperta Delfina desconocía que en la corte las relaciones extraconyugales no estaban mal vistas y la presencia de amantes en Versalles no constituía ningún escándalo. Por otra parte las tías solteronas, que odiaban a la Du Barry, alentaron en la Delfina su desprecio a la favorita real. Pero la dama que ocupaba el corazón del soberano tenía más poder del que María Antonieta pudiera imaginar. A finales de aquel año de 1770 la joven vio con tristeza cómo su buen consejero el duque de Choiseul era enviado al exilio. Este ministro de Luis XV había cometido el grave error de criticar a la favorita y había pagado cara su osadía.
La pérdida de su abnegado colaborador Choiseul horrorizó a la emperatriz María Teresa que no había olvidado que había sido el artífice de su tan deseada alianza francoaustríaca. Desde su llegada a Versalles, María Antonieta no dudaría en declarar la guerra a madame Du Barry, a la que consideraba su rival en palacio. En su insensatez, desafiaría abiertamente al propio rey Luis XV negándose a dirigirle la palabra a su favorita. Para estupor de María Antonieta, su beata madre le intentará hacer entrar en razón y le aconsejará «tratar con cortesía a la amante del rey», mientras en Viena las mujeres públicas como la Du Barry eran castigadas.
Finalmente la Delfina aceptará los consejos de la emperatriz y durante las celebraciones del Año Nuevo de 1772 en la Galería de los Espejos de Versalles le dirigirá a su acérrima enemiga una frase que hará historia: «¡Cuánta gente hay hoy en Versalles!». Al enterarse de la noticia el rey Luis XV se mostró de lo más satisfecho, pero María Antonieta, altiva y terca, dirá más tarde: «Le he hablado una vez, pero estoy decidida a dejarlo ahí, así que esa mujer no volverá a oír mi voz». Y mantuvo su palabra.
Han pasado tres años desde el matrimonio de María Antonieta y el Delfín de Francia, y el rey Luis XV se muestra por primera vez seriamente preocupado por su descendencia. Ha ordenado a su médico personal que examinara a su nieto, pero el diagnóstico es claro: el joven es absolutamente normal. Le recomiendan una alimentación sana y que practique mucho ejercicio físico. María Antonieta hace gala de una enorme paciencia y no pierde la esperanza de que su extraño marido cambie de actitud. Mientras ese día llega, ha decidido que el pueblo de París la conozca. Ya que por el momento no puede dar a Francia el ansiado heredero, quiere compensar a los parisinos con su presencia y de paso acallar los rumores que circulan sobre ella.
La entrada en París el 8 de junio de 1773 será todo un éxito. El Delfín y la Delfina asistirán a misa en Notre Dame, almorzaran en las Tullerías y recorrerán los principales bulevares de París en su carroza. Durante todo el trayecto serán aclamados con fervor por el pueblo, que agradece su visita. María Antonieta se siente inmensamente feliz e incluso su esposo, siempre tan reservado, se emociona al sentir el cariño de sus súbditos. De regreso a Versalles, en una carta a su madre por fin puede comunicarle un triunfo: «¡Qué feliz soy de ganar la amistad del pueblo a tan bajo precio! No hay, sin embargo, nada más preciado; así lo he sentido y no lo olvidaré nunca». Aquella primera visita oficial a París transformará al Delfín, que se siente orgulloso del encanto de su esposa, de su alma caritativa y su enorme popularidad. A partir de este momento pasará más tiempo con ella e incluso en público le dirigirá palabras de afecto y admiración.
A pesar de la perfecta armonía que ahora existe entre el Delfín y su esposa, los problemas de alcoba siguen sin solucionarse. Luis Augusto visita cada vez con mayor frecuencia las dependencias de su esposa sin que ocurra absolutamente nada, lo que agrava el drama conyugal de la pareja. Finalmente un médico francés de la corte dictaminará que la impotencia del heredero al trono se debe a que padece fimosis, un problema que puede solucionarse con una intervención quirúrgica. El príncipe, de carácter temeroso y vacilante, no quiere operarse por el momento y pospone la intervención, que en aquel tiempo se realiza sin anestesia. María Antonieta, herida en su amor propio, intentará divertirse para olvidar los rumores y los constantes reproches de su madre. Ama a su esposo y le seguirá siendo fiel, pero necesita alejarse de las intrigas y los chismorreos de la corte. Tiene dieciocho años, es joven, bonita y hasta la fecha ha aguantado con dignidad sus frustraciones conyugales. Ahora sólo piensa en distraerse y cada vez con más frecuencia se escapa de noche a París, una ciudad que le resulta fascinante.
La Delfina acude a menudo a los bailes de la ópera en compañía de su cuñado el conde de Artois, al teatro y a las carreras de caballos, que están muy de moda. Fue durante un baile de máscaras al que asiste a principios de 1774 cuando entabla conversación con el conde sueco Hans Axel de Fersen. Alto, apuesto y de finos modales, es hijo de un mariscal de campo miembro del Consejo Real de Suecia. Tiene veinte años y realiza, como todos los jóvenes nobles de su época, un tour de dos años por Europa. A su llegada a Versalles causa sensación entre las damas, que lo describen «bello como un ángel». María Antonieta pasó un rato agradable con este desconocido caballero que fue invitado a palacio antes de partir a Inglaterra. Con el tiempo el conde de Fersen se convertirá en uno de sus más fieles aliados y el único que no la abandonará cuando caiga en desgracia.
En el año de 1774 la vida de María Antonieta dio un giro inesperado. El 10 de mayo el rey Luis XV muere en su lecho tras una larga agonía víctima de la viruela. Días antes había despedido de su alcoba a la condesa Du Barry, que no se había separado de su lado pese al riesgo de contagio. «Madame, estoy enfermo y sé lo que tengo que hacer… Ten la tranquilidad de que siempre te guardaré infinito cariño», fueron sus últimas palabras a su amante. El reinado de cinco años de la seductora condesa Du Barry ha tocado a su fin. Para satisfacción de María Antonieta la última favorita real, a quien los ministros y cortesanos tanto temían, tiene que abandonar precipitadamente Versalles oculta tras las cortinas de una carroza.
El nuevo rey de Francia, que no siente ningún aprecio hacia ella, ordena su confinamiento en una abadía mientras se decide su destino. Cuando Luis Augusto y María Antonieta recibieron la triste noticia del fallecimiento del rey en los aposentos de la Delfina, se postraron de rodillas y se abrazaron por la emoción. Su primera reacción, que conmovió a todos los presentes, fue rezar juntos: «Querido Dios, guíanos y protégenos. Somos demasiado jóvenes para reinar». Tras la muerte de Luis XV el pueblo de Francia tenía puestas todas sus esperanzas en los nuevos soberanos, que aún no han cumplido los veinte años. Creían que con su juventud y ejemplar comportamiento traerían aires nuevos a una corte decadente y corrupta, cada vez más alejada de las necesidades de la gente. Sin embargo, aunque entonces gozaban de una gran popularidad, ninguno de los dos se sentía preparado para tan alto destino.
El delfín Luis Augusto de Borbón, que reinará como Luis XVI, no tiene experiencia y ha sido apartado sistemáticamente de los asuntos de Estado. Pero a diferencia de su libertino abuelo, es honrado y tiene un elevado sentido del deber y la justicia. A su lado la belleza y el refinamiento de María Antonieta parecen perfectos para la posición de reina de Francia. «Aunque ha sido voluntad de Dios que naciera para el rango que ocupo, no puedo evitar admirarme ante lo dispuesto por la Providencia que me ha designado a mí, la última de vuestros hijos, para el más hermoso reino de Europa», le escribe María Antonieta a su madre en aquellos días de duelo. Alabada por todos aquellos que quieren ganarse su influencia y querida por el pueblo, la reina se siente, por primera vez en su vida, fuerte y poderosa.
INTRIGAS Y PLACERES EN LA CORTE
La ociosa vida de María Antonieta apenas ha cambiado desde su llegada al trono de Francia. En las cartas a su madre lamenta que su vida matrimonial no sea satisfactoria, aunque reconoce que tiene a su lado a un esposo que paga sus facturas y respeta sus gustos. En realidad son muy distintos: a él le gusta la caza, la comida, trabajar en su fragua —tiene un pequeño taller en las buhardillas de Versalles donde se entretiene forjando hierro y fabricando cerraduras— y es un ser solitario. Ella es tremendamente sociable, le gusta la danza, la música y divertirse. Llevan ritmos distintos; cuando él se levanta, ella se acuesta recién llegada de una fiesta, un baile de máscaras o del teatro. A medida que pasan los meses se muestra desdeñosa e insolente, proclive a la frivolidad. Sabe que, por muy brillante que sea su posición en la corte, nunca se la tomará en serio hasta que no dé a luz al deseado heredero.
Para combatir el aburrimiento y la frustración se entretiene con su nueva favorita, la princesa de Lamballe, y decorando la encantadora residencia que su esposo le acaba de regalar, Le Petit Trianon. Este pabellón de estilo neoclásico situado en los jardines de Versalles fue mandado construir por Luis XV para su favorita madame de Pompadour. Durante más de diez años será su refugio más íntimo y nadie podrá acceder a él sin invitación. María Antonieta decorará sus amplias y luminosas estancias con gran refinamiento y diseñará un romántico jardín inglés.
La reina ha heredado de su padre Francisco de Lorena el amor por la botánica y se hace traer árboles de todos los rincones del mundo. Su camarera mayor, madame Campan, escribe en sus memorias: «La reina se encuentra ahora muy ocupada con un jardín a la inglesa que quiere establecer en el Trianon. Esa diversión sería muy inocente si al mismo tiempo dejase lugar para las ideas serias […]. La reina no se dispone todavía a reflexionar en las cosas que le son más esenciales en el momento presente». Aquí la soberana se relaja y es feliz lejos del ambiente asfixiante de la corte que tanto le desagrada. Viste de manera cómoda y se inventa una vida bucólica y sencilla que la traslada a su niñez. A diferencia de Versalles no hay etiqueta, se come tumbado en el césped, con la cabeza descubierta y una ropa ligera, y los criados sólo llevan la librea roja y plata de la reina.
En el Trianon la reina se reúne con su reducida corte de acólitos, en su mayoría damas de Versalles con las que comparte amistad y confidencias. María Teresa Luisa de Saboya, princesa de Lamballe, fue su primera favorita. Pasaban mucho tiempo juntas, lo que provocó todo tipo de comentarios malévolos sobre una supuesta relación lésbica. Cuando se conocieron en un baile de carnaval organizado por la condesa de Noailles, la Delfina tenía quince años y la princesa veintiuno. A María Antonieta le cautivó su timidez y el respeto que mostraba hacia ella como reina de Francia. Era una joven viuda dulce, prudente y de buen corazón. María Antonieta llegó a nombrarla superintendente de su palacio, lo que significaba que debía planificar sus diversiones. Pero muy pronto la soberana comenzó a aburrirse porque su buena amiga era demasiado formal y piadosa. Con el tiempo la sustituiría por la hermosa condesa de Polignac, más frívola y divertida. A diferencia de su leal predecesora, la nueva favorita no dudará en aprovecharse de esta amistad para su propio beneficio y el de su familia, lo que dañó seriamente la reputación de la soberana.
En sus primeros meses de reinado María Antonieta dedicará mucho tiempo y dinero a elegir su vestuario para lucir en los actos sociales. El rey le ha confiado las diversiones de la corte, ocupación a la que se entregará en cuerpo y alma. La reina organiza dos cenas por semana, un espléndido baile quincenal —con distinta temática y coreografía, lo que obliga a ensayos diarios— y conciertos privados a los que invita a sus amigos más queridos sin importarle su rango. Como soberana de Francia su imagen tiene que ser impecable y acorde con su alto rango. París ya entonces era el centro del mundo de la moda y el buen gusto. Las casas reales encargaban aquí los vestidos y ajuares de las princesas. La reina se iba a convertir muy pronto en la mejor representante de la moda rococó que, además de prestigio, daba buenos beneficios económicos a la capital francesa.
Fue la condesa de Chartres quien le presentó a Rose Bertin, modista con casa propia en la rue Saint-Honoré. La reina deseaba intercambiar puntos de vista con ella con objeto de elegir el vestido que luciría el día de la coronación de su esposo. Por supuesto tiene que ser muy lujoso y bordado de piedras preciosas, como lo requiere tan importante ocasión. María Antonieta, a pesar de su elevado coste, se lo puede permitir. Su presupuesto sólo para vestuario asciende a ciento cincuenta mil libras anuales, una cifra astronómica teniendo en cuenta que el pueblo gana una libra al día. Madame Bertin, ambiciosa y ávida comerciante, ha encontrado en la apasionada reina a su clienta ideal. En la distancia María Teresa no comprende cómo su hija se pierde en estos placeres y no muestra ningún interés en conocer su propio reino o en cómo viven sus súbditos.
Para combatir la frustración que siente por no poder ser madre, María Antonieta se dejará llevar por un frenesí de compras y caros caprichos. En los meses siguientes pasa los días probándose cientos de vestidos, sombreros y zapatos elaborados con sedas, brocados, ribetes de diamantes, perlas y piedras preciosas. Una locura de gastos y excesos de joyas y plumajes que exasperarán a la emperatriz María Teresa. Rose se convertirá en su estilista y creará para la reina un estilo propio que sentará las bases de la alta costura. La relación entre la soberana y esta modista de origen plebeyo, imaginativa, talentosa y dominante, dará mucho qué hablar en la corte. Es tal su poder que la llaman «la ministra de la moda». Desde que llegó al trono, María Antonieta la recibe dos veces por semana en su gabinete personal. Fue Rose quien creará para ella los más sofisticados y extravagantes modelos que imitaran todas las damas de la corte. Sus voluminosos miriñaques alcanzaban los cinco metros de circunferencia y nunca se habían visto en Versalles peinados tan extravagantes. Son tan altos que las damas no podían sentarse en sus carrozas, tenían que ir de rodillas, y en los palcos de los teatros tuvieron que alzarse los techos.
Y es que el éxito mayor de madame Bertin eran sus famosos poufs, auténticos armazones de tela y cabello que podían alcanzar más de un metro de altura y cuyo peso las damas soportaban con resignación sobre sus cabezas. Léonard, el peluquero de la reina, era el encargado de hacer realidad estas fantasías arquitectónicas donde no había límite. María Antonieta podía llevar sobre su cabeza todo un jardín inglés con sus prados, colinas y arroyos, o un navío con sus velas desplegadas y cañones. Pero su preferido era el «peinado Minerva», elaborado con más de diez plumas de avestruz tan altas que no pudo subir a su carroza para asistir a un baile en la ópera.
María Teresa pone el grito en el cielo al leer sobre los peinados de su hija y en una carta le reprocha: «No puedo impedir tocar un tema que, con mucha frecuencia, encuentro repetido en las gacetas: tus peinados. Se dice que, desde la raíz del cabello, tienen treinta y seis pulgadas de alto, y encima hay plumas y lazadas. Una reina joven y guapa a la que le sobran encantos no necesita esas garambainas». La emperatriz ignoraba que una de las obligaciones de la reina de Francia era promocionar la moda francesa ante los ojos del mundo. María Antonieta consiguió que las plumas que tanto molestaban a su madre tuvieran tal éxito que floreció un lucrativo negocio de éstas.
María Antonieta no ignora la grave crisis económica que atraviesa Francia, ni que el reino tiene un enorme déficit, ni que las cosechas de trigo han sido desastrosas y que el pan comienza a escasear. Pero vive de espaldas a la realidad. El nuevo ministro de Finanzas nombrado por Luis XVI era partidario de celebrar una sencilla ceremonia de coronación en París. Creía que esto causaría una buena impresión entre el pueblo, descontento por el aumento del precio de la harina. Finalmente se decidió por seguridad celebrar el acto en Reims, lejos de la capital. Pero la consagración del rey el 11 de junio de 1775 fue una ceremonia de gran lujo y pompa. El espléndido vestido de María Antonieta bordado de piedras preciosas es un gasto menor comparado con el despilfarro de toda la coronación. El traje del rey estaba brocado en oro y cubierto de diamantes, y sobre sus hombros lucía un manto de diez metros de largo de terciopelo forrado de armiño. En su pesada corona, que se encargó nueva a un orfebre porque la de Luis XV le resultó demasiado pequeña, llevaba magníficos rubíes, esmeraldas, zafiros y el «diamante más fino» que se conocía, el Regente. María Antonieta se muestra emocionada cuando al finalizar la entronización se abren de par en par las puertas de la catedral y una multitud invade la nave al grito de «¡Viva el rey!».
Pero en las calles de París se ha desatado la campaña de calumnias que atormentará a María Antonieta hasta el fin de sus días. Circulan panfletos contra ella, se la acusa de tener amantes, de mantener relaciones lésbicas con sus favoritas o de despilfarrar el dinero público en frivolidades. En Londres aparece un libelo en que se asegura que trata de tener un hijo con un hombre que no es el rey. En los salones más distinguidos de París, las Mesdames de Francia, hermanas del Luis XV, al haber perdido su influencia sobre la reina, se dedican a difundir rumores y graves mentiras acerca de la Austríaca, como ya la llaman despectivamente.
María Antonieta olvida pronto los consejos de su madre y el año que comienza de 1776 se ve arrastrada a un torbellino de nuevos placeres. Si antes se escapaba con frecuencia a París para asistir a la ópera o a las carreras de caballos en el Bois de Boulogne, ahora todas las noches acude a los aposentos de la princesa de Guéménée, donde hace estragos el faraón. María Antonieta siente pasión por los juegos de cartas y en poco tiempo convertirá Versalles en un «garito» de apuestas. El conde de Mercy-Argenteau le advierte del mal ejemplo que está dando ante sus súbditos. Mientras el gobierno de Su Majestad intenta frenar el auge de los juegos de azar, la reina de Francia lo fomenta en su propio palacio y sus deudas son cada vez mayores. En realidad Luis XVI autoriza en Versalles lo que prohíbe en el resto de su reino con tal de no desagradar a su esposa. La situación se hace insostenible y en verano de 1776 María Antonieta le confiesa que sus deudas ascienden a quinientas mil libras. El soberano paga, como de costumbre, sin una queja ni una palabra de reproche. Luis se muestra complaciente y acepta que la soberana se divierta como quiera mientras no caiga en mayores tentaciones. No ignora que María Antonieta le es fiel y, aunque está rodeada de jóvenes y atractivos cortesanos, los sabe mantener a raya cuando intentan cortejarla.
Pero la emperatriz María Teresa es menos complaciente con su hija y cuando llega a sus oídos que la reina dilapida el dinero en el juego, decide intervenir. En una carta le anuncia la llegada a Versalles de su hermano, el emperador José, para intentar frenar su irremediable caída en desgracia. El motivo de la visita es doble. Por una parte, el soberano desea hablar, de hombre a hombre, con su cuñado Luis XVI para convencerle de que se opere y pueda así consumar su unión. Por otra, pretende amonestar a su hermana sobre las nefastas consecuencias de su irreflexivo comportamiento para el futuro de la Corona de Francia.
Cuando el 19 de abril de 1777 María Antonieta recibe en su gabinete de Versalles a su hermano, éste se queda gratamente impresionado de su transformación. Hace tiempo que no la ve y la pequeña archiduquesa se ha convertido en una mujer de veintiún años desenvuelta, seductora y refinada que le hace exclamar: «¡Si no fuerais mi hermana, no dudaría en casarme de nuevo!». Pero tras su impecable fachada y aparente seguridad, se esconde una reina vulnerable y muy infeliz. En aquellos días que podrá compartir a solas con el emperador le hablará con sinceridad de su soledad, de sus problemas conyugales, las intrigas de la corte, las peleas de sus favoritas, sus deudas de juego y sobre todo su desesperación por no poder ser madre.
Los informes que el emperador envía a la corte de Viena describen a la reina de Francia como una mujer honesta y bondadosa, algo inconsciente por la edad, pero una persona respetable y virtuosa. Antes de su partida a finales de mayo, José II ha dejado a su hermana unas reflexiones que escribe durante su estancia. En ellas le pide que no olvide sus deberes de esposa y de reina de Francia, y la apremia a que deje a un lado su vida disipada y las malas compañías: «Has nacido para ser feliz, virtuosa y perfecta. Pero te estás haciendo mayor y ya no tienes la excusa de ser joven. ¿En qué te convertirás? En una mujer infeliz y en una princesa todavía más desdichada…». La reina tiene por entonces veintiún años.
Durante los dos meses que seguirán a la triste partida de su hermano, María Antonieta acompañará más menudo al rey en sus cacerías y se apartará de las mesas de juego. El emperador ha conseguido, por el momento, que su hermana recapacite, pero su mayor éxito ha sido con su cuñado. A los veintitrés años por fin Luis XVI, tras perderle el miedo al bisturí, ha descubierto los placeres del sexo y se declara inmensamente feliz. A sus queridas tías les confiesa: «Me gusta mucho el placer, y lamento haberlo desconocido durante tanto tiempo». Por su parte María Antonieta, tras tan larga espera, se muestra también feliz y realizada como mujer, tal como le confiesa a una de sus damas de compañía.
Un año después de la visita de su hermano María Antonieta escribe la carta que su madre lleva esperando largos años, en que le anuncia que está embarazada. Ha renunciado al juego, a las carreras de caballos, a los bailes en la ópera y por primera vez se cuida. Se acuesta más temprano, no monta a caballo ni en trineo y lleva una dieta sana. El 19 de diciembre de 1778 siente los primeros dolores de parto y se prepara para traer al mundo al ansiado heredero. A diferencia de su madre la emperatriz de Austria, que ordenó en la corte de Viena abolir esta degradante costumbre, el parto de una reina de Francia es un acto público. Todos los miembros de la familia real, así como los más altos dignatarios y la servidumbre de los monarcas, tienen derecho a estar presentes en la alcoba. Más de cincuenta personas se hacinan en la habitación con las ventanas cerradas para que no entre el frío del invierno. El ambiente es irrespirable y el rey se muestra muy nervioso ante el sufrimiento de su esposa. Finalmente tras doce horas de parto María Antonieta da a luz a una niña, que será bautizada con el nombre de María Teresa, pero que en la corte llamarán «Madame Royal». Mientras la recién nacida es llevada a una habitación contigua, la reina sufre una hemorragia y se desmaya. La presión de los asistentes, el calor sofocante y el agotamiento han podido con sus fuerzas. El médico, temiendo por su vida, improvisa una sangría y consigue salvarla. Debido a este percance María Antonieta no se enterará del sexo de su hija hasta una hora y media después de dar a luz.
Para María Antonieta, a quien le gustaban mucho los niños, el nacimiento de una hija sana y robusta fue una bendición. En la corte de Viena, sin embargo, se consideró una «desgracia nacional». Desde el primer instante la reina deseó amamantar a su hija siguiendo las teorías de Rousseau sobre una maternidad sana y natural. Pero en aquella época se creía que durante el período de lactancia las mujeres eran estériles y era obligación de la soberana quedarse de nuevo embarazada y dar un heredero a la Corona. La emperatriz María Teresa desaprueba las ideas de su hija, pero finalmente el rey permite a su esposa que durante un tiempo amamante a la pequeña. A los tres meses la princesa María Teresa fue confiada a su institutriz real, la princesa de Guéménée, aunque María Antonieta se ocuparía muy de cerca de su educación y le daría todo el amor que ella no tuvo.
Con la maternidad la reina sufre un gran cambio e inicia una nueva vida lejos de los excesos de la corte que tanto la han perjudicado. Pero los franceses no perdonan sus debilidades y su popularidad está más baja que nunca. Los tiempos en que la encantadora Delfina les parecía un regalo del cielo han tocado a su fin. La máquina infernal de libelos que se había puesto en marcha meses atrás avanza imparable. El rey, ajeno a estas calumnias, lo único que desea es pasar más tiempo con su esposa de la que está cada vez más enamorado.
Tras el nacimiento de su hija se llevan mejor y sus relaciones íntimas se intensifican. Ambos deseaban dar un heredero al pueblo francés. En verano de 1779 la reina sufrió un aborto y tuvo que soportar una vez más los reproches de su madre, que la llenan de amargura. Para consolarse se ocupa con más atención que nunca de su recién nacida, pero sigue jugando al faraón y perdiendo grandes suma de dinero. Ya ha olvidado los consejos de su querido hermano y de nuevo se divierte para matar el aburrimiento. El rey la sigue amando y se lo demuestra con su fidelidad, negándose a tener una amante como sus antecesores. Por primera vez no había una favorita real en la corte de Francia y los cortesanos ya no podían intrigar ni pedir favores a la amante de turno. En aquellos días, el rey dejó muy clara su postura: «A todos les gustaría que tuviera una amante, pero no pienso tenerla. No deseo reproducir las escenas de anteriores reinados».
El 3 de noviembre de 1780 María Teresa de Austria escribe la última carta a su hija, que acaba de cumplir los veinticinco años. Por primera vez no le reprocha nada y se muestra nostálgica hacia la hija que hace diez años que no ve: «Ayer, durante todo el día, mi mente estuvo más en Francia que en Austria». La emperatriz sólo tiene sesenta y tres años, pero está muy enferma y fallece poco tiempo después en los brazos de su hijo el emperador José. La noticia de su muerte tarda una semana entera en llegar a la corte francesa y el rey le encarga al abad de Vermond que informe a María Antonieta durante la visita matinal que le hace a diario en sus aposentos.
Aunque la relación con su autoritaria madre había sido siempre conflictiva, su pérdida le afecta en lo más profundo. Siente remordimientos por no haber sido la hija que la emperatriz anhelaba y se culpa de los disgustos que le ha dado. En adelante echará en falta sus sabios y en ocasiones tiernos consejos. En una emotiva carta del 10 de diciembre a su hermano, le expresa su desesperación: «Estoy desconsolada por esta espantosa desgracia; no he dejado de llorar desde que he empezado a escribirte. ¡Ay, hermano mío! ¡Ay, amigo mío! Sólo me quedas tú en un país, Austria, al que quiero y siempre querré…».
Tras la pérdida de su madre María Antonieta confesará sentirse huérfana. Sus contactos con su hermano el emperador se harán más esporádicos y la relación con sus hermanas es casi inexistente. El dolor dará pronto paso a la alegría cuando la reina descubre en marzo de 1781 que está de nuevo embarazada. Esta vez no puede escribir a su madre la carta que tanto hubiera deseado anunciándole el nacimiento de un varón. Tras el parto, más llevadero que el anterior, el propio rey le dio la feliz noticia: «Madame, has satisfecho nuestros deseos y los de Francia; eres madre de un delfín».
En esta ocasión las puertas de la alcoba de la reina se han cerrado para evitar a los curiosos y sólo están presentes los miembros de la familia real y sus más allegados. Por orden del rey, la habitación permanece ventilada para que no falte el aire y la reina no se desmaye como en la anterior ocasión. Tras besar al recién nacido y acariciar su cabeza, la soberana se lo entrega a su institutriz madame de Guéménée con estas palabras: «Tomadle, pertenece al Estado, y yo así recupero a mi hija». El niño fue bautizado con el nombre de Luis José y al rey se le vio llorar de emoción en público durante la ceremonia.
La maternidad ha cambiado a María Antonieta, que se muestra más madura y pasa cada vez más tiempo con sus hijos en el ambiente tranquilo y saludable del Petit Trianon. Allí disfruta de la belleza de sus jardines, de las representaciones teatrales en privado y de una forma de vida alejada del rígido protocolo de la corte. En este ambiente tan bucólico la reina viste prendas cómodas, deja a un lado los corsés y los aparatosos miriñaques. En 1783 la célebre pintora madame Vigée-Lebrun la inmortaliza con un sencillo y amplio vestido de muselina blanco del estilo que usan las criollas y que ella ha puesto de moda. Sujeto a la cintura con un fajín de seda azul celeste y unos pocos volantes, el atuendo se complementa con un original sombrero de paja en la cabeza.
El retrato causa un gran escándalo en la corte porque resulta impropio de la reina de Francia. María Antonieta le ha pedido a su modista Rose Bertin que todo su vestuario sea en color blanco —o tonos pastel para la corte— y en tela de muselina fina, ligera y vaporosa idónea para la vida campestre que desea llevar en su Petit Trianon. Los tejedores de seda de Lyon ponen el grito en el cielo y ven peligrar su lucrativo negocio. Cuando la soberana invita a alguien a visitarla, les advierte: «Como me hallarán sola, no es necesario que se arreglen mucho; las mujeres con vestidos campestres y los hombres con levitas».
La reina de Francia necesitaba un escenario acorde a su nueva filosofía de vida y en 1783 agregó a su Petit Trianon «una aldea sin pretensiones», como ella misma la define. Esta nueva extravagancia, conocida como «Le Hameau de la Reine» (La Aldea de la Reina), es un pueblo de estilo normando en miniatura compuesto por once edificios rústicos, entre los cuales había un palomar, un molino de viento y una lechería de mármol, además de un estanque y un mirador. En la granja hay numerosos animales: un toro, vacas, becerros, ovejas y una cabra suiza, así como una pajarera y un gallinero. En 1785 la reina invitará a doce familias pobres a instalarse en su aldea y se ocupará de su manutención. María Antonieta desea que sus hijos crezcan lejos la corte viciada de Versalles y en contacto con la naturaleza. Llevada por la nostalgia trata de recrear el ambiente relajado y burgués de su infancia en el palacio de Schönbrunn, que tanto añora.
Tras el duelo por la muerte de su madre, reanuda en su refugio campestre los espectáculos culturales. La reina ha mandado construir una réplica a menor escala del teatro de Versalles y ella misma se ha ocupado de su diseño y lujosa decoración. Como de costumbre, la obra tendrá un coste muy elevado y provocará la indignación del pueblo francés que pasa hambre. La emperatriz María Teresa le había inculcado de niña el amor por las artes y ahora en su madurez el teatro amateur se convertirá en otra de sus pasiones. Crea una compañía integrada por sus más íntimos, cuyos únicos espectadores serán el rey, los condes de Provenza y las princesas. Los cortesanos, que quedan excluidos de su reducido círculo, se sentirán humillados y harán correr malévolos rumores sobre las veladas líricas de Su Majestad. Luis XVI asiste encantado a estas funciones en las que su esposa interpreta el papel de una pastorcilla o una sencilla doncella del pueblo.
A medida que pasan los meses la reina se aísla más en su paraíso del Trianon rodeada de una camarilla de aduladores al frente de la cual se encuentra su favorita madame de Polignac. Apenas pone el pie en Versalles, lo que irrita a los miembros de la corte que ven cómo el enorme palacio se va quedando desierto. La pobre princesa de Lamballe ha caído en desgracia y se retira a vivir al campo con su suegro, donde se dedicará a las obras de beneficencia. Los favores que la soberana otorga a la ambiciosa duquesa de Polignac —rango con el que ha sido honrada—, y a los miembros de su familia, provocan la indignación del pueblo. El poder que esta intrigante dama y su camarilla ejercen en la reina es cada vez mayor. Pronto no se limitarán a recibir títulos, suculentas pensiones y favores, sino que intervendrán en los asuntos de gobierno eligiendo ministros a su capricho gracias a la estrecha amistad que también mantienen con el rey.
En otoño de 1782 un grave escándalo que salpica a la institutriz real afectará seriamente a la reputación de la reina en una época en que la educación de sus hijos era su prioridad. La princesa de Guéménée se vio obligada a dimitir debido a la estrepitosa quiebra financiera de su esposo, cuyas deudas son millonarias. La soberana decidió sustituir a la desdichada institutriz por su amiga la duquesa de Polignac, una mujer a sus ojos comprensiva y tierna que además acaba de dar a luz a su cuarto hijo. El favoritismo que demostró una vez más hacia esta familia de antiguo linaje pero muy desacreditada por sus cuantiosas deudas, le creará muchos enemigos dentro y fuera de la corte. Cuando los franceses se enteran de que la persona que tiene a su cargo la educación del heredero al trono de Francia es la odiosa Yolande de Polignac, estalla un nuevo escándalo.
En realidad María Antonieta se muestra satisfecha con el nombramiento porque conoce bien la indolencia de su amiga y sabe que no ejercerá su cargo. La reina se ocupará en persona de sus hijos y se tomará muy en serio su papel, algo que irrita al embajador Mercy, quien en una carta al emperador José II le escribe: «Desde que se ocupa de la educación de su augusta hija, y que la tiene continuamente en sus aposentos, ya no hay manera de tratar ningún asunto importante o serio sin ser interrumpidos en cualquier momento por los pequeños incidentes de los juegos del niño real, y ese inconveniente se suma a tal punto a la disposición natural de la reina a distraerse y desviar su atención, que apenas escucha».
A finales de junio de 1783 María Antonieta recibe la visita del conde Axel de Fersen, el hombre que ama en secreto. El aristócrata sueco acaba de regresar de Norteamérica, donde ha pasado tres años combatiendo en la guerra de la Independencia. Tiene veintisiete años aunque aparenta más debido a la dura vida en los campamentos. Sigue soltero y no ha perdido un ápice su varonil atractivo, que hace suspirar a las damas de la corte que lo encuentran irresistible. La reina lo recibe en el Salón Dorado donde celebra las audiencias privadas, tocando el arpa, su instrumento favorito. Fersen la encuentra «más hermosa y radiante» que nunca y es que la reina está embarazada de nuevo. La relación entre el apuesto conde y Su Alteza dará mucho qué hablar en la corte, donde nadie duda que son amantes. A los ojos de María Antonieta, este hombre valiente, leal a la Corona, discreto y seductor era el caballero ideal. Teniendo en cuenta que el rey Luis XVI jamás puso el pie en la escuela militar francesa ni pasó revista a las tropas, es fácil imaginar que sintiera una oculta atracción por este condecorado oficial tan distinto a su indolente esposo.
La soberana moverá cielo y tierra para conseguir a su amigo el mando de un regimiento extranjero. En septiembre Luis XVI nombra al conde de Fersen coronel y propietario del regimiento real sueco-francés y éste abandona Versalles rumbo a Alemania. En una de las cartas que el conde le envía a su querida hermana Sophie, le confiesa que no se siente atraído por la vida conyugal y añade en alusión a María Antonieta: «Como no puedo estar con la única persona a la que amo, y la única que realmente me ama, prefiero no estar con nadie». Poco tiempo después de su partida la reina perderá al hijo que esperaba.
En verano de 1784 se confirma que la reina María Antonieta vuelve a estar embarazada. La noticia llena de felicidad a los soberanos que, preocupados por «la languidez y la mala salud» del Delfín, necesitan asegurar la continuidad de la monarquía con otro varón. A diferencia de su hermana María Teresa, poco dócil y altanera, el pequeño Luis José de tres años era un niño bondadoso y encantador. Tenía un aspecto frágil a causa de las fiebres que sufría con frecuencia y que causaban gran angustia y desesperación a sus padres.
El aumento de la familia motivó a María Antonieta a adquirir una nueva residencia. Versalles necesitaba una urgente remodelación, pero el presupuesto de las obras era muy cuantioso y el rey Luis XVI decidió posponer las reparaciones hasta 1790. María Antonieta, que no siente ningún apego por este frío y enorme palacio, ha pensado en adquirir el castillo de Saint-Cloud que pertenece al duque de Orleans, cuya familia se ha visto obligada a vender la joya de su patrimonio por cuestiones económicas. Las aguas termales de la zona y el buen clima de Saint-Cloud serán beneficiosos para la salud del pobre Delfín cuya vida se apaga lentamente a causa de una enfermedad desconocida.
Cuando María Antonieta se convierte en propietaria de este magnífico castillo que pone a su nombre —con la idea de dejarlo en herencia a sus hijos—, provoca la airada reacción de un parlamentario que considera «una imprudencia política y una inmoralidad que una reina de Francia sea dueña de palacios». Si antes el pueblo la apodaba de manera despectiva «la Austríaca», ahora es «Madame Déficit» y muy pronto la harán responsable de la ruina económica que sufre el país. Ajena una vez más a las críticas, la soberana se entregará a la decoración de su magnífica residencia. Los seis últimos meses de embarazo los pasará en una nube eligiendo sedas, tapices, muebles y finas porcelanas para decorar sus salones y aposentos con el exquisito gusto que la caracteriza.
Poco antes de dar a luz, María Antonieta le confiesa al abad de Vermond que teme por su vida. Su embarazo ha sido el más penoso y a punto de cumplir los treinta teme que el parto pueda complicarse. Sus miedos son infundados y en la madrugada del 27 de marzo de 1785, Domingo de Pascua, nace un niño fuerte y sano al que bautizarán como Luis Carlos y será nombrado duque de Normandía. Era el primer hijo que alumbraba la reina desde que la duquesa de Polignac ocupó el cargo de institutriz real. En esta ocasión fue un parto más íntimo y llevadero por decisión de la duquesa, quien para evitar que la soberana pasara por el suplicio anterior de alumbrar en público, restringió la entrada de gente en su alcoba. Con el paso del tiempo el encanto, la dulzura y la fortaleza física de este niño le convertirán en el favorito de su madre.
Cuando dos meses más tarde la reina viaja a París para asistir en Notre Dame a la misa de acción de gracias por la llegada de su tercer hijo, una multitud la recibirá con enorme frialdad y desprecio. Aunque María Antonieta desea recobrar el afecto del pueblo de París, ya es demasiado tarde. Tras diez años de reinado el cariño que antaño la profesaban se ha transformado en odio. A su regreso a Versalles aquella misma noche, consternada por el frío recibimiento en París, la soberana se echará llorando a los brazos de su esposo y dirá: «¿Qué les he hecho para merecer este odio, qué les he hecho?».
En este clima tenso el 12 de julio de 1785 María Antonieta recibe una extraña carta de la mano de Böhmer, el joyero de la corte, que la deja perpleja. Éste le comunica que, en virtud de lo acordado, en breve va a recibir «el collar de diamantes más hermoso del mundo». Irritada por la desfachatez del joyero, la reina prende fuego a la carta y se olvida de aquel asunto que en nada la concierne. En realidad la carta había sido dictada a Böhmer por el cardenal de Rohan, a quien le habían hecho creer que Su Alteza deseaba adquirir esta valiosa pieza pero carecía de los medios necesarios.
El príncipe Luis de Rohan era el prelado católico más rico e influyente de Francia y pertenecía a una de las principales familias de la nobleza francesa. María Antonieta nunca disimuló la antipatía que sentía hacia este personaje con fama de corrupto y libertino, que en tiempos de la emperatriz María Teresa había sido el embajador francés en Viena. El ambicioso cardenal deseaba ganarse el favor de la soberana para conseguir el cargo de primer ministro de Francia y no dudó en anticipar a los joyeros una parte de la cuantiosa suma requerida. En realidad, Rohan había caído en la trampa de una hermosa mujer sin escrúpulos, Jeanne de Valois, condesa de La Motte, que pese a su noble ascendencia estaba sumida en la más absoluta pobreza. Esta intrigante dama convenció al prelado de que era íntima amiga de María Antonieta y le ayudaría a mejorar sus relaciones con ella. Jeanne conocía la existencia de un fabuloso collar que antaño el rey Luis XV hizo tallar como regalo a su favorita la condesa Du Barry. Pero el destino quiso que Luis XV falleciera antes de que la joya llegara a manos de su amada. Por todas las cortes europeas se mostró una copia en bisutería del famoso collar, pero era demasiado grande, pesado y caro… y nadie se interesó por él. La propia María Antonieta lo había rechazado en tres ocasiones.
La gran estafa del siglo, cuya única víctima será María Antonieta, siguió adelante sin que nadie sospechara que se trataba de una conspiración. La persuasiva condesa de La Motte consiguió convencer a Rohan de que la reina deseaba adquirir esta extraordinaria joya y que había pensado en él para negociar la compra. El iluso cardenal no dudó de su palabra porque había recibido una carta con la rúbrica de «María Antonieta de Francia» donde ésta le manifestaba su interés para que actuara como mediador. Enseguida Rohan entabló negociaciones con los joyeros de la corte y compró el collar en nombre de la soberana, quien tal como indicaba en la falsa carta se comprometió a satisfacer el importe de la joya en varios pagos. Y así es como el collar fue entregado en casa de la condesa de La Motte a un supuesto enviado de la reina. Esa misma noche la estafadora y sus cómplices se encargaron de desguazar la joya, cuyos diamantes pretendían vender por separado en diversos destinos, uno de ellos Londres.
Este confuso asunto se descubre cuando los joyeros, al no recibir pago alguno, se presentan en Versalles para reclamar su dinero. Cuando Böhmer le confiesa a la reina que está arruinado, ella comprende que el cardenal ha utilizado su nombre para hacerse con la joya. Para María Antonieta no hay duda de que Rohan, por el que no siente ninguna simpatía, ha cometido un gravísimo delito. Indignada, corre a contarle lo ocurrido al rey y le pide que haga justicia cuanto antes. Sin pensarlo dos veces Luis XVI ordena que el cardenal sea detenido y se le dé un castigo ejemplar. Cuando el pueblo se entera de que Rohan está preso en la Bastilla acusan a la reina de ordenar su arresto para cubrir, una vez más, sus caros caprichos. Está a punto de estallar un escándalo político y social cuyas dimensiones los reyes aún no pueden imaginar.
Herida en su amor propio, la soberana solicita un proceso público ante el Parlamento de París para que quede limpio su buen nombre y el impostor Rohan se excuse públicamente de semejante afrenta a Su Majestad. El cardenal acepta y María Antonieta se refugia en su palacio de Saint-Cloud, donde el Delfín está gravemente enfermo y se teme por su vida. Aunque la reina está embarazada por cuarta vez y los médicos le recomiendan descanso, no se aparta del lecho de su hijo. Los últimos sucesos han puesto a prueba sus nervios y, como reconoce en una carta a su hermano José, por primera vez piensa que este nacimiento puede acarrearle graves problemas de salud. Por palacio corre el rumor de que la reina está molesta por encontrarse de nuevo encinta, pues ya era madre de dos niños varones y el futuro de la dinastía estaba asegurado. Cuando días más tarde la soberana se entera de que madame La Motte ha sido condenada y el cardenal ha quedado absuelto de todo cargo, se siente traicionada. Con este veredicto el Parlamento ha desoído las órdenes del rey y se ha manifestado en su contra.
Pero María Antonieta ignora que aún deberá sufrir mayores humillaciones. Mientras trata de superar tan duro golpe, su esposo Luis XVI ordena al cardenal Rohan abandonar la corte y exiliarse en una abadía. Por su parte, la instigadora de este complot contra la reina se evadirá de la cárcel donde cumplía cadena perpetua. La condesa Jeanne de La Motte nunca olvidará los latigazos que ha recibido como castigo por su verdugo ni el haber sido brutalmente marcada a fuego con la letra «V» de voleuse (ladrona) ante una multitud de espectadores. Más adelante se vengará de estas humillaciones publicando unas memorias llenas de odio y mentiras hacia la reina de Francia y de las que se servirá el Tribunal Revolucionario para condenarla a muerte.
Cuando en la tarde del 9 de julio de 1786 María Antonieta da a luz a una niña que recibe el nombre de Sofía Beatriz, es una mujer triste y amargada. El feliz acontecimiento no le ha hecho olvidar el veredicto del tribunal y aún se muestra impotente de rabia ante la afrenta sufrida. Sabe que ya nada será igual y que por primera vez la monarquía ha quedado en entredicho. El asunto del collar ha contribuido a hundir su imagen pública y se ha ganado definitivamente la enemistad de la vieja nobleza francesa y el pueblo llano. Su salud también se resentirá debido al reciente parto, del que tardará en recuperarse, y el estrés que ha vivido durante estos interminables días. Tiene exceso de peso, sufre frecuentes jaquecas y problemas respiratorios producidos por la ansiedad. Qué lejos quedan las palabras que su madre la emperatriz le escribió en una carta el 1 de noviembre de 1770, en la víspera de su decimoquinto cumpleaños: «Sois vos quien debe dar el ejemplo en Versalles, y lo habéis logrado muy bien. Dios os ha colmado de tantas gracias, de tanta dulzura y docilidad, que todo el mundo tiene que quereros: es un don de Dios y hay que conservarlo, no para gloriaros con él, sino para cuidarlo con esmero, por vuestra propia dicha y por la de todos los que os pertenecen».
EL REINADO DEL TERROR
En febrero de 1787 la reina es abucheada por primera vez en la ópera y al regreso a palacio se muestra «angustiada y muy afectada». Ante la impopularidad que sufre, las autoridades que velan por su seguridad le recomiendan que durante un tiempo no viaje a París porque puede sufrir un atentado. El país está sumido en la bancarrota y la situación se hace insostenible. Monsieur de Calonne, a cargo del control de gastos, reconoce que todos sus recursos se han agotado y se declara en quiebra. Al no poder llevar a cabo sus reformas para suprimir los privilegios, muestra en señal de despecho los libros de contabilidad a los notables de la corte.
En pocos días toda Francia conocerá lo que Versalles cuesta al país. En tan difícil situación sólo queda encontrar un responsable de todos los males y pronto todas las miradas se dirigen a la reina, «Madame Déficit», que ha dilapidado el dinero en sus frivolidades sin tener en cuenta las necesidades del pueblo francés. Nadie cuestiona lo que cuesta mantener la obsoleta etiqueta en palacio, los sueldos de los más de dos mil lacayos o las cuatro mil personas que trabajan sólo al servicio de la casa del rey Luis XVI. Influido por su esposa, el rey cesará de su cargo a Calonne por incompetente y éste será desterrado a Lorena. Más tarde se demostrará que su atrevido plan de reformas podía haber salvado la monarquía de haber contado con el apoyo del rey.
Aquél iba a ser un año especialmente duro y triste para la reina. En primavera su hija más pequeña, la princesa Sofía, falleció semanas antes de su primer cumpleaños. Aunque en aquella época la mortalidad infantil era muy elevada incluso en las clases más altas, María Antonieta se mostró «profundamente afectada» por tan súbita pérdida. Debido a los últimos escándalos y la constante preocupación por la frágil salud del Delfín, casi no se había ocupado de la recién nacida. Completamente desolada se refugia en el Trianon con su esposo y sus tres hijos. Cuando la reina invitó a la princesa Isabel a ver el cadáver de «mi angelito» vio que éste yacía en un salón «con una diadema dorada en la cabeza y cubierta con un paño mortuorio de terciopelo». Tras esta desgracia la soberana parece haber envejecido diez años y el brillo de sus ojos se ha apagado para siempre. Las tensiones a las que ha estado sometida últimamente le han pasado factura y le han hecho madurar en unos pocos meses.
Para Luis XVI la muerte de la princesa Sofía agravará aún más su delicada salud. Tras la sentencia del collar se siente tan frustrado por todo lo ocurrido que acabará hundido en la depresión. Sabe que ha cometido un error irreparable y que nunca debía haber sido confiado este confuso asunto al Parlamento, cuyos miembros eran acérrimos enemigos de su esposa. El soberano, cada vez más débil y desconfiado, sólo hace caso a su esposa. En la corte le ven tan perdido y angustiado que se llega a murmurar que se ha dado a la bebida y que la reina alimenta este vicio para poder llevar ella las riendas del gobierno.
Aunque María Antonieta no tenía el genio político de su madre la emperatriz, ante la extremada vulnerabilidad del rey decide intervenir en los asuntos de Estado. Como primera medida propone sustituir al cesado monsieur de Calonne por el arzobispo de Toulouse, Loménie de Brienne, hombre recomendado por su consejero el abad de Vermond. Las reformas financieras del reino se van a hacer a expensas de las clases más privilegiadas. Pero estas medidas adoptadas para paliar el déficit llegan demasiado tarde y no surten efecto. Las arcas del tesoro están vacías y los gastos de la Casa Real no parecen disminuir. Para demostrar su buena voluntad, María Antonieta decide dar ejemplo disminuyendo el costoso tren de vida de su Casa Real y asistiendo a los consejos ordinarios de Luis XVI y los ministros. Se han acabado los fastuosos bailes y las costosas fiestas que duraban hasta el amanecer. La reina suspende las obras del castillo de Saint-Cloud, acepta la supresión de 173 cargos de la casa de Su Majestad y reduce los gastos de vestuario drásticamente ante la conmoción de su modista Rose Bertin, que ve peligrar su lucrativo negocio de alta costura.
Pero es en aquellos duros momentos cuando María Antonieta, lejos de hundirse, saca fuerzas para seguir defendiendo la Corona. Sus más allegados la describen en aquella época como «una mujer melancólica que sólo encuentra la paz en el silencio y la soledad». A los tormentos políticos y las humillaciones —las memorias de la resentida condesa de La Motte ya circulan por París y la acusan de los peores vicios—, se suma su honda preocupación por el deterioro que sufre el heredero. En una estremecedora carta a su hermano José, María Antonieta le confiesa: «Sufro por mi hijo mayor. Si bien siempre ha sido débil y delicado, no esperaba la crisis que atraviesa. Su cintura se ha alterado, con una cadera más alta que la otra, y la espalda, cuyas vértebras se encuentran un tanto desplazadas y salientes. Desde hace un tiempo tiene fiebre todos los días, está muy delgado y debilitado».
Aunque los médicos desconocen el origen de su enfermedad los síntomas que la reina describía en sus desesperadas cartas a su hermano José correspondían a la tuberculosis vertebral, un mal degenerativo para el que no existía cura. Desde los cinco años el pequeño tuvo que llevar un corsé de metal que le provocaba llagas y un gran dolor. A diferencia de la emperatriz María Teresa para quien la política siempre estuvo por encima de la familia, María Antonieta se comporta como una madre ejemplar. En aquellos días instala al Delfín en el castillo de Meudon, convencida de que el aire puro que allí se respira será beneficioso para su convalecencia. Durante un tiempo el pequeño pareció mejorar y se encontraba más alegre. Pero hacia el verano su estado físico era lamentable; estaba casi raquítico y la curvatura de su columna era tan prominente que el pobre no quería que nadie le viera. María Antonieta lo visita con frecuencia y le impresiona la entereza que demuestra a pesar de los terribles dolores que padece.
El invierno de 1789 fue el más crudo que se recordaba en París y las penurias de los pobres se agravaron al subir el precio del pan. Por todos los rincones del país hubo motines y pequeñas revueltas protagonizadas por un pueblo hambriento y harto de tanta injusticia.
Ante la grave crisis que sufre Francia, el rey convoca de manera excepcional a los Estados Generales. Se trata de una asamblea compuesta por miembros del clero, la nobleza y el llamado Tercer Estado que reúne a los representantes de las ciudades. En respuesta a la agitación popular se acepta que este último duplique su número de diputados respecto al pasado. Los reyes aprueban esta nueva composición convencidos de que dando mayor poder al pueblo —la burguesía ha sido un fiel aliado de la Corona— podrán salvar a la monarquía. En los meses previos a la formación de los Estados Generales los soberanos seguían muy preocupados por la gravedad del Delfín. Mientras los desdichados padres temían lo peor, los libelos y los versos satíricos inundaban las calles de París. En estos panfletos difamatorios el rey aparecía como un borracho impotente y la reina como una adúltera depravada.
En la mañana del 4 de mayo de 1789 tuvo lugar una solemne misa antes de la ceremonia inaugural de los Estados Generales en Versalles. La familia real al completo, seguida de los diputados elegidos el mes anterior, encabezan la majestuosa procesión que parte de Notre Dame a la iglesia de Saint-Louis. Miles de ciudadanos se agolpan en las calles para ver el paso de la comitiva. María Antonieta hace llamar a Léonard para que la peine con la majestuosidad que merece el vestido salpicado de hojas de plata que va a lucir. El peluquero es testigo de la honda tristeza que embarga a la soberana en esa ocasión: «Ven, péiname, Léonard, debo salir a exhibirme cual actriz ante un público que quizá me abuchee».
Tal como temía su presencia es recibida con un silencio gélido y desgarrador. La ausencia de aplausos a su esposa es un insulto para Luis XVI, quien no puede ocultar su enfado. Sólo la presencia del pequeño Delfín levanta por un instante el ánimo de los soberanos. Desde un balcón Luis José, delgado y muy pálido, ha querido contemplar la procesión recostado sobre unos cojines. Aquella multitud que tanto odia a la Austríaca ignora el sufrimiento que atraviesa la reina al ver cómo el heredero muere lentamente sin que se pueda hacer nada por salvarle.
Al día siguiente de la procesión tiene lugar la apertura de los Estados Generales, y los más de mil diputados se reúnen en uno de los suntuosos salones del palacio de Versalles. Aunque María Antonieta hubiera deseado quedarse junto al lecho de su hijo enfermo, saca fuerzas para arreglarse y lucir un elegante vestido blanco de satén con un manto de terciopelo violeta y un sencillo tocado de diamantes en el pelo con una pluma de garza. Sentada en un trono, a la izquierda de su esposo, aunque intenta mantener su aire regio se la ve incómoda y agitada. No puede disimular su malestar tras las forzadas sonrisas y falsas reverencias que le prodigan. En aquel instante tiene el presentimiento de que ya nada volverá a ser como antes. En una carta a su amigo el conde de Fersen fechada el 31 de octubre de 1791, le dice enfurecida: «No hay ningún partido aprovechable en esta Asamblea, no es más que un amasijo de desalmados, de locos, de bestias». María Antonieta no imagina que ésta será la última vez que aparezca en público como reina del Antiguo Régimen en una ceremonia oficial.
Tras este acto simbólico de impredecibles consecuencias para la Corona, los soberanos abandonaron precipitadamente Versalles en su carroza rumbo al castillo de Meudon. Los días siguientes serán un calvario para estos padres que en cuanto pueden corren al lado de su hijo, que lucha con un valor asombroso contra la muerte. Este niño tan anhelado que tardó casi diez años en llegar y les llenó de tanta felicidad moría el 4 de junio. La interminable agonía del delfín Luis José de Francia había tocado a su fin. El estricto protocolo palatino que María Antonieta tanto odiaba le impidió participar en las exequias de su hijo, que no había podido celebrar su octavo cumpleaños. Los soberanos, completamente abatidos, regresaron a Versalles, donde se organizó un sencillo funeral. La tristeza de la reina era aún mayor al ver la indiferencia del pueblo francés ante la muerte del heredero al trono. Su hermano menor, Luis Carlos, duque de Normandía, es el nuevo Delfín de Francia. Para María Antonieta este niño tan hermoso al que apoda «Cariñito» y su hermana mayor, madame Royal, son ahora su única razón de existir.
El 14 de junio María Antonieta y el rey fueron al palacio de Marly para pasar una semana de luto con la corte. En su ausencia los acontecimientos se precipitan. El Tercer Estado se autoproclama Asamblea Nacional y proponen crear una nueva Constitución para Francia. El acto supone un desafío al rey, quien decide disolver de inmediato los Estados Generales al haberse extralimitado en sus funciones. Pero la máquina revolucionaria se ha puesto en marcha y es imparable. Luis XVI, aún afectado por la muerte de su hijo, se ve incapaz de afrontar la situación y sólo le quedará reprocharse el haber sido demasiado condescendiente con el Tercer Estado. La monarquía absoluta, con tantos siglos de antigüedad, tiene los días contados.
El ministro de Finanzas, Jacques Necker, el único interlocutor fiable entre el pueblo y la monarquía, es destituido por el rey y enviado al exilio. Este famoso banquero suizo abogaba por una reducción de gastos y una severa reforma financiera que no pudo llevar a cabo. La elección de su sustituto, el ultraconservador barón de Breteuil, firmada por María Antonieta es la gota de agua que desborda el vaso. Cuando en París se conoce la destitución de Necker sólo se oye un clamor lleno de odio y rabia: «¡A las armas!». El 14 de julio de 1789 más de veinte mil hombres cegados por la rabia y que lucen la escarapela tricolor que se convertirá en la bandera de la República, marchan hacia la Bastilla. La fortaleza es tomada al asalto y la cabeza del alcaide de la prisión se pasea ensartada en lo alto de una pica en medio del regocijo popular. «La Revolución francesa ha estallado y la autoridad real ha sido para siempre aniquilada», escribía el ministro ruso en París testigo de los acontecimientos.
En Versalles Luis XVI duerme plácidamente en su lecho, satisfecho por haberse desprendido de su ministro de Finanzas y decidido a asistir al día siguiente a la Asamblea con el fin de disolver los Estados Generales. Los soberanos no tienen ni idea de lo ocurrido en la capital hasta horas más tarde, cuando el duque de Liancourt anuncia al rey sin preámbulos que la Bastilla ha sido tomada y el gobernador asesinado. El rey pregunta iluso si se trata de una revuelta y la respuesta le deja atónito: «No, sire, de una revolución».
Como tenía previsto, el rey asiste a la Asamblea pero ya no para disolver los Estados Generales sino para anunciar la retirada de las tropas y el regreso de Necker. Los ministros más conservadores son destituidos y los miembros más destacados de la vieja nobleza comienzan a temblar y sólo piensan en huir. Ante la gravedad de los acontecimientos numerosos amigos de la reina, que en el pasado tanto se beneficiaron de sus favores, ahora abandonan a toda prisa Versalles. Cuando María Antonieta se despide de la que fuera su íntima amiga la duquesa Yolande de Polignac, no puede reprimir las lágrimas. Con ella se van sus felices días de juventud cuando aún se sentía amada por el pueblo.
Pero la despedida que más le afectará será la del abad Vermond, su consejero de confianza durante veinticinco años. Ante la furia y las amenazas del pueblo los ministros del rey aconsejan que la soberana parta de inmediato al extranjero, pero ella se niega en rotundo. Está decidida, más que nunca, a ocupar su posición de consorte del rey y madre del Delfín.
En estos días tan sombríos la principal preocupación de María Antonieta no es el caos que reina en París ni la furia del pueblo contra ella, sino encontrar otra institutriz para sus hijos. La nueva candidata es la marquesa de Tourzel, una viuda de cuarenta años y con cinco hijos famosa por su fuerte carácter y rectitud. El pequeño Delfín la apodará «Madame Sévère», aunque llegará a profesarle un gran cariño. En una nota que le redacta la reina para ayudarle mejor en su tarea, María Antonieta le describe con estas palabras a su hijo Luis Carlos de cuatro años, a quien recomienda no mimar en exceso sino educarlo para ser rey: «Como todos los niños fuertes y sanos, es muy alocado, muy ligero y violento en sus cóleras; pero es un buen niño, tierno y hasta cariñoso, cuando no lo domina su atolondramiento […]. Es de una gran fidelidad cuando ha prometido algo, pero es muy indiscreto, repite con facilidad lo que ha oído decir, y muchas veces, sin querer mentir, agrega lo que le dicta su imaginación. Ése es su mayor defecto, y es preciso corregírselo». Una debilidad que preocupa mucho a su madre y que ahora no puede imaginar las trágicas consecuencias que a ella le acarreará cuando sea juzgada por el Tribunal Revolucionario.
El dolor de la reina es tan grande que ni los peores libelos y panfletos pornográficos que circulan por todo el país pueden hacerle daño. El París revolucionario sigue volcando su odio en María Antonieta, a la que acusan de todos los males de Francia. Los ataques más crueles provienen de su peor enemigo, el duque de Orleans, que ambiciona el trono de Francia y apoya a la Revolución. Su residencia del Palais Royal se convirtió en el centro de la oposición de la corte y desde ahí se lanzaban las terribles calumnias que tanto dañarían la imagen de la soberana. Tras el escándalo del collar, no dejan de cebarse en la reina, a la que tachan de promiscua, de ser lesbiana, de vaciar las arcas del tesoro y de ser una peligrosa agente de una potencia extranjera, entre otras muchas cosas.
María Antonieta nunca había dado importancia a estos rumores porque en realidad sabía muy poco de su pueblo. Su vida discurría entre sus magníficos palacios: Versalles, Trianon, Marly, Fontainebleau, Rambouillet y Saint-Cloud. Aparte del viaje nupcial por el noroeste de Francia y de la expedición a Reims para la coronación del rey, no había mostrado el menor interés por conocer su país de adopción. Pero muy pronto los crueles y repetitivos libelos traspasarían los muros de aquellos lujosos palacios y la afectaron más de lo que imaginaba. «La calumnia, eso es lo que me va a matar», le confesaba unos meses más tarde a madame Campan.
El 5 de octubre por la tarde María Antonieta se dirige caminando al Trianon como era su costumbre. Pasea por sus jardines y recorre los aledaños del palacete cubiertos de hojas otoñales. La reina charla animadamente con las gentes de la granja y después visita uno de sus lugares más íntimos y secretos: una gruta en medio del verde prado refrescada por un riachuelo que la atraviesa. Sentada sobre el musgo y mientras disfruta de una paz que hace tiempo no conoce, la soberana piensa que aún cuentan con el apoyo de gentes leales que les ayudarán a defender el trono. En este instante sus pensamientos se ven interrumpidos por la llegada de un paje que le entrega en mano una carta. La noticia la hace estremecer: el pueblo armado marcha hacia Versalles, la Asamblea ha perdido la razón y en la ciudad reina el caos y el terror. La soberana abandona precipitadamente su jardín del Trianon ignorando que no volverá más a este lugar donde ha pasado sus momentos más felices.
En Versalles la corte está consternada por los graves acontecimientos, pero María Antonieta trata de dar ánimos a quienes la rodean. De nuevo se niega a huir porque no quiere abandonar a su esposo. Sabe que las plazas y avenidas de la ciudad se han llenado de mujeres harapientas y hombres armados que piden su cabeza. Siente por primera vez que su vida corre serio peligro, pero no le teme a la muerte. A medianoche han llegado refuerzos de París y veinte mil hombres de la Guardia Nacional han restaurado el orden en palacio.
Entrada la madrugada, María Antonieta se despierta sobresaltada por unos gritos horribles y algunos disparos de fusil. Bajo las ventanas de su alcoba una multitud formada en su mayoría por mujeres que ha conseguido saltar la verja intentan entrar en palacio. Ya no gritan como antaño «¡Viva la reina!», sino «¡Muerte a la Austríaca!» o «¡Maldita ramera, puta del demonio!». Los libelos y difamaciones han hecho mella en estas mujeres enfurecidas e ignorantes a las que se les ha hecho creer que «iba a faltar el pan porque la reina lo estaba acaparando para matar de hambre a París». Enseguida una turba invade el palacio y busca los aposentos de la reina, pero no la encontrarán. María Antonieta ha conseguido huir con ayuda de sus damas a través de unos pasadizos hasta la cámara del rey. Toda la familia está a salvo pero la reina no podrá olvidar los insultos, la violencia y el odio de aquellas gentes. Por primera vez es consciente de que han intentado asesinarla y que puede volver a ocurrir. A la princesa de Lamballe le confesará: «Todavía escucho sus aullidos y los gritos de los guardias. Estas horribles escenas se renovarán, pero he visto la muerte demasiado de cerca como para temerla, me creí a punto de ser desgarrada».
Al día siguiente, a las doce y media del mediodía, los reyes de Francia se ven obligados a abandonar para siempre el palacio de Versalles. El extraordinario cortejo real —más de dos mil carruajes rebosantes de damas, ministros y diputados— marcha camino de París. El penoso viaje en la carroza real hasta la capital durará siete horas interminables entre insultos, amenazas y los empujones de la muchedumbre que hacen tambalear las carrozas. Cuando a las diez de la noche el cortejo se detiene ante el palacio de las Tullerías la pesadilla no ha hecho más que comenzar. Este enorme edificio donde el rey Luis XV pasó su infancia lleva tiempo abandonado y su estado es lamentable. Nada queda de la belleza de sus extensos jardines, considerados antaño los más hermosos de Europa con sus fuentes y estanques. El Delfín, acostumbrado al esplendor de Versalles y al refinamiento del Trianon, se siente atemorizado ante los salones desnudos con las paredes desconchadas, el olor a moho, los cristales rotos y la poca iluminación de sus estancias. El pequeño, de cuatro años, comenta: «Aquí todo es muy feo, mamá». María Antonieta, extenuada por las terribles horas pasadas, abraza a su hijo y para tranquilizarle le dice al oído, «Hijo, aquí dormía Luis XIV y le gustaba, no vamos a ser nosotros más exigentes que él».
En las siguientes semanas la reina trata de organizar su nueva vida en este palacio lóbrego, donde viven los sirvientes reales y sus familias que se han instalado por su cuenta aprovechando su abandono. María Antonieta ha podido ocupar las estancias del ala sur de la planta baja, que eran las más confortables y dan a los jardines. Por decisión propia, y como medida de seguridad, ha decidido que sus hijos duerman separados de ella, al igual que el rey, que se ha acomodado en unos aposentos de la primera planta. Tras lo ocurrido en Versalles no desea poner en peligro la vida de sus hijos en el caso de que ocurra un nuevo ataque.
Poco a poco la familia real reanuda su vida en las Tullerías con una extraña normalidad. María Antonieta ordena traer de Versalles algunos muebles y objetos personales que dejaron en su precipitada huida. Se encarga de la decoración y manda tapizar las paredes de tela, reponer los cristales de las ventanas y arreglar las puertas. Su peluquero Léonard aún la visita convirtiéndose en su confidente y su modista Rose Bertin le sigue prestando sus servicios, aunque ahora ya no le confecciona los maravillosos vestidos de antaño sino que se limita a remendar sus prendas antiguas. El rey ya no va de caza y María Antonieta no tiene ánimos de salir a la calle o asistir al teatro. De común acuerdo con su esposo, han decidido que no habrá más fiestas, ni bailes ni cenas. Tampoco frecuentan a nadie salvo a sus parientes más próximos y sus fieles seguidores, entre los que se encuentra el conde Axel de Fersen, que ha seguido a la reina a París donde ha alquilado una casa para estar cerca de ella. Y sin embargo en este viejo palacio abandonado, donde viven como presos políticos bajo la estrecha vigilancia de la Guardia Nacional, los reyes se sentirán más unidos que en el espléndido palacio de Versalles. Por primera vez María Antonieta tiene tiempo para estar con sus hijos, juega con ellos y asiste a las lecciones de su hija mayor Madame Royale.
Los que en aquellos días estuvieron junto a María Antonieta coinciden en asegurar que era una mujer totalmente transformada. En la adversidad la reina demuestra un coraje y una serenidad que sorprende a todos. Aunque en Versalles su estado de salud fue motivo de preocupación durante mucho tiempo, madame Campan pudo comprobar que los frecuentes «trastornos de histeria» de la soberana habían desaparecido. Ahora sentía que su familia, la Corona y Francia la necesitaban y no les podía fallar. Con un presupuesto muy limitado, intenta instaurar en las Tullerías algo semejante a una corte. El protocolo se reduce sensiblemente pero algunas tradiciones, como la ceremonia de levantar y acostar al rey, se mantienen. En poco tiempo los soberanos van a llevar en este palacio la vida cómoda y sencilla con la que tanto soñaban desde que fueron entronizados.
Esta calma y serenidad que durante un tiempo rodea a la reina la ayuda a recuperar su salud y a reflexionar. María Antonieta no puede dejarse llevar por sus emociones porque ante la debilidad del rey tiene mucho trabajo por delante. En las semanas siguientes, metida en su nuevo papel de guardiana y defensora de la Corona, trabajará sin descanso para encontrar una solución. Ha creado en sus aposentos de las Tullerías una auténtica cancillería, donde cada día recibe a los políticos más destacados y elabora con ellos diversas propuestas de negociación. Logra establecer una correspondencia secreta para comunicarse con sus familiares en el extranjero, entre ellos con su querida hermana Carolina, reina de Nápoles. Aún tiene esperanzas, pero con la llegada de un nuevo año crecen los partidarios de la Revolución y surgen planes de huida para ella y el Delfín de Francia.
En febrero de 1790 María Antonieta recibe la triste noticia del fallecimiento de su hermano José II. Ha perdido no sólo a su hermano más querido y fiel consejero, sino a un importante aliado político. A su muerte sube al trono Leopoldo II, un hermano al que María Antonieta ha tratado poco y con el que no mantiene una buena relación. Con este nuevo nombramiento la reina también perderá a uno de sus más inteligentes colaboradores. El conde de Mercy-Argenteau, el embajador austríaco en Francia, que conocía a la reina desde los catorce años, ha obtenido el permiso del rey Leopoldo para abandonar París por un cargo de ministro en Bruselas menos peligroso.
María Antonieta, que había dependido siempre de sus consejos, sintió mucho que le abandonara en un momento tan crucial de su vida. A instancias de Mercy participó en delicadas negociaciones secretas con el presidente de la Asamblea Nacional Constituyente, el conde de Mirabeau, al que le ofreció —a cambio de una buena suma de dinero— trabajar para el rey en el seno de la Asamblea. Tras su primera entrevista con la soberana, este destacado político escribió: «El rey sólo cuenta con un hombre: su mujer. Para ella hay sólo una seguridad, el restablecimiento de la autoridad real. Creo que no desearía vivir sin su corona; pero de lo que estoy bien seguro es de que no podrá conservar su vida si pierde su corona».
En 1791 una serie de acontecimientos convencieron a los soberanos de que había que huir para salvar la Corona. En abril la muerte del conde de Mirabeau, su único aliado en su lucha contra la Revolución, dejó a los reyes de Francia solos ante la furia del pueblo. Sus últimas palabras fueron un fatal presagio: «Me llevo en el corazón el duelo por una monarquía cuyos despojos serán presa de los rebeldes». A esta importante pérdida se sumó la condena del Papa, quien manifestó su repulsa a la Revolución francesa y a la Constitución Civil del Clero aprobada por la Asamblea y ratificada, muy a su pesar, por el rey. Dicha Constitución obligaba a los sacerdotes a prestar juramento al Estado, confiscaba sus bienes y los obispos eran elegidos por el pueblo. En aquellos duros momentos en que María Antonieta veía peligrar más que nunca la monarquía, apremió a su hermano Leopoldo para que la ayudara, pero todos sus esfuerzos serían en vano. Qué desilusión para la reina, ella que tanto había luchado por mejorar las relaciones entre Austria y Francia y que se había ganado el apodo de la Austríaca, sentir que su país le daba la espalda.
Unos días más tarde un hecho afectará profundamente a Luis XVI y le hará decidir su destino. El 18 de abril la familia real se dispone a partir hacia Saint-Cloud para celebrar el día de Pascua. Al mediodía, los monarcas aparecen en el patio de las Tullerías, donde son recibidos por una multitud que les grita y lanza graves insultos. Sin inmutarse se suben a su carroza, pero unos hombres les rodean e impiden el paso. Durante dos angustiosas horas de improperios y amenazas el rey, la reina, sus hijos y su inseparable institutriz, así como la princesa Isabel, no podrán salir de la carroza. Por primera vez Luis XVI es consciente de que no goza de libertad y su autoridad es nula. Con gran enfado se le oye exclamar: «Sería asombroso que, después de haber dado la libertad a la nación, yo no fuera libre». Para María Antonieta aquella nueva humillación supone la demostración pública que estaba esperando.
En las semanas siguientes los planes de evasión ocupan todas las energías de la reina. El peligro y la adversidad parecen servirle de estimulantes y abandona por completo la pereza que tanto criticaba su madre. María Antonieta despacha un correo tras otro, pide ayuda al rey de España, Carlos IV, tropas a su hermano Leopoldo, dinero a los suizos y holandeses… Pero todos sus esfuerzos serán en vano; nadie les ayudará y la única salida es partir cuanto antes y tratar de alcanzar la frontera belga. El plan, que el rey aprueba, consiste en dirigirse a Montmédy, a unos cincuenta y seis kilómetros de Metz y ciudad próxima a la frontera del imperio de los Habsburgo, y allí reunirse con las tropas del general Bouillé que todavía son fieles a Luis XVI. En ningún momento piensan refugiarse en el extranjero, sino quedarse en Francia para restablecer el orden y una Constitución que tenga en cuenta la voluntad del rey.
A mediados de mayo de 1791 Bouillé garantizó a Fersen que el camino que iban a emprender los reyes estaría protegido por tropas leales a la monarquía. El oficial sueco, que entra a escondidas en las Tullerías por una puerta sin vigilancia, mantiene al corriente a la reina de las últimas diligencias. Aunque es un hombre prudente cometerá algunos errores que serán fatales para la buena marcha del proyecto. Ha elegido para la huida una berlina que ha hecho pintar de verde y amarillo, y por dentro está forrada de terciopelo blanco. Es un coche muy espacioso, lujoso y confortable que llama demasiado la atención. Dentro contiene provisiones para varios días, una bodega de vino bien surtida, vajilla de plata y un guardarropa. El general Bouillé recomienda al rey que extreme las precauciones y se lleve con él a un hombre armado que conozca bien el camino. Los monarcas no aprueban la idea pues en el vehículo sólo caben seis personas y no piensan abandonar a madame de Tourzel, preceptora de los príncipes reales, ni a la princesa Isabel. Tras aplazar la fecha en dos ocasiones, al final se fijará para la noche del lunes 20 de junio.
María Antonieta prepara a conciencia su equipaje sin tener en cuenta que se trata de una evasión y que hay que pasar lo más inadvertido posible. Quiere estar impecable y no duda en recurrir a su peluquero Léonard para que le haga un peinado duradero para el largo viaje. A madame Campan le preocupa seriamente el voluminoso equipaje de la soberana. En sus memorias escribe: «Desde el mes de marzo, la reina se ocupó de los preparativos de su partida. Yo pasé esos meses junto a ella y cumplí gran parte de las órdenes secretas que me dio al respecto. La veía, con dolor, ocupada en tareas que me parecían inútiles e incluso peligrosas, y le hice observar que la reina encontraría camisas y vestidos en todas partes. Mis observaciones fueron infructuosas: quería tener en Bruselas un guardarropa completo, tanto para ella como para sus hijos. Y también quería llevar su neceser completo». Sólo el neceser de la reina era de grandes dimensiones y contenía desde un calentador para la cama hasta una escudilla de plata.
María Antonieta organiza su huida cuidando el más mínimo detalle, tal como había hecho en sus fiestas del Trianon. Aunque iban a huir como unos fugitivos, querían desembarcar en su destino con toda la majestuosidad propia de los reyes de Francia. En el equipaje iba la corona del monarca y sus ricas vestiduras reales. Para el gran día la reina ha elegido un discreto vestido de seda gris, una toquilla y un sombrero negro, con un amplio velo caído que le cubre el rostro. Tampoco olvida los asuntos domésticos y le encarga al conde de Fersen, que se ocupa de las provisiones, de que durante el viaje se comerá estofado de vaca y ternera fría, y como bebidas, una botella de vino de Champagne y cinco de agua de Ville-d’Avray, la preferida de la reina. Fersen les ha conseguido pasaportes con identidades falsas y también ha previsto una gran saca de dinero para pagar a los relevos en las postas y distribuir propinas.
El día tan anhelado llega al fin y la soberana se despide con lágrimas en los ojos de su amado Fersen. El apuesto caballero que conoció en su juventud en un baile de máscaras se ha convertido con el tiempo en un leal amigo capaz de arriesgar su vida para salvar una monarquía que ni siquiera es la suya. El rey, ante las lágrimas de su esposa, le dice a Axel: «Monsieur Fersen, me ocurra lo que me ocurra, no olvidaré jamás todo lo habéis hecho por mí». Tras la marcha del oficial sueco, María Antonieta sigue con el plan previsto. La familia real cena como era su costumbre con los condes de Provenza y se retiran al salón para charlar un rato. A las diez en punto la reina abandona el salón y se dirige a sus aposentos. Nadie ha notado en ella el menor gesto sospechoso.
Ya entrada la noche María Antonieta despierta a sus hijos y ordena a madame de Tourzel que vista al Delfín con ropa de niña. Unos minutos más tarde, la reina, sus hijos y la institutriz abandonan el palacio por una puerta sin vigilancia. Después lo hará el rey disfrazado con una peluca y un sombrero de lacayo. A medianoche todos suben a la berlina y Axel de Fersen, ataviado de cochero, se encargará de sacarlos de París en la primera etapa del viaje. Cuando en las Tullerías se descubre su desaparición, la noticia corre de boca en boca por todo París. La temeraria aventura de los soberanos finaliza aquel fatídico 22 de junio de 1791 al llegar a Varennes, donde son descubiertos y detenidos.
El regreso a la capital será una pesadilla que la reina jamás podría olvidar. Bajo un calor sofocante la berlina avanza lentamente en medio de una multitud que ha acudido para no perderse el espectáculo. En su interior, agotados tras dos noches sin dormir, sucios y empapados de sudor, los seis fugitivos se hacinan en un carruaje que al mediodía se convierte en un horno irrespirable. Habían tardado veintidós horas en llegar a Varennes desde la capital y de regreso serán cuatro penosos días en los que la moral de los reyes se viene abajo. Durante la mayor parte del trayecto tuvieron que soportar la violencia y los insultos de la gente que les esperaba al borde de los polvorientos caminos. «¡Muerte a la Austríaca, la bribona, la puta, muerte a esta perra!», «¡Nos comeremos su corazón y su hígado!», gritan a su alrededor mientras la reina está como ausente. Miles de hombres y mujeres rodean la berlina y amenazan de muerte a los soberanos levantando sus puños y escupiendo contra los cristales de las ventanillas. Los últimos kilómetros antes de llegar a las Tullerías se hacen cada vez más largos y penosos.
Cuando a las ocho de la noche María Antonieta entra en sus aposentos del palacio es una mujer exhausta y abatida que ha envejecido prematuramente. Han pasado sólo cinco noches fuera de París, pero a la reina se le antojan una eternidad. Al mirarse al espejo de su tocador ve que sus cabellos de color rubio ceniza se han vuelto blancos. Parece una anciana y aún no ha cumplido los treinta y seis años. En una breve carta que dicta a una de sus damas dirigida a madame Campan, le dice: «Os hago escribir desde mi baño, donde acabo de meterme para cuidar por lo menos mis fuerzas físicas. Nada puedo decir sobre el estado de mi alma; existimos, eso es todo».
De nuevo están prisioneros y hay centinelas apostados en todos los rincones, incluso en los tejados de palacio. Cuando al día siguiente, 26 de junio, una comisión parlamentaria acude a las Tullerías para interrogar a Luis XVI sobre lo sucedido, éste les responde de manera cortés que han sido víctimas de un secuestro. Ésta será la versión oficial que finalmente aceptará la Asamblea, que todavía necesita al rey para que dé su visto bueno a la Constitución que está a punto de aprobarse.
El 14 de septiembre de 1791 Luis XVI acepta la Constitución en una ceremonia que supone el acto más difícil de su reinado. El soberano se ha convertido en un monarca constitucional con poder limitado, pero los hechos de Varennes han menoscabado su autoridad. María Antonieta se empeña en acompañar a su esposo, que no se sienta en un trono sino en una silla sencilla en la que hay pintada la flor de lis. Durante su discurso los diputados permanecen sentados y no se descubren la cabeza. La reina presencia el acto desde un palco privado con el rostro tenso; no puede disimular su desagrado ante lo que escucha. De regreso a las Tullerías, el rey de Francia, que ha perdido el título de «Majestad», rompe en sollozos y se dirige a su esposa diciéndole: «¡Habéis sido testigo de mi humillación! ¡Venir a Francia para ver esto!». Ambos esposos, a los que la desgracia les ha unido aún más, se abrazan llorando.
En los meses siguientes María Antonieta recobra las fuerzas y se muestra infatigable. Ahora su única prioridad es asegurar el futuro de su hijo el Delfín. Ese niño, que tras el asesinato de su padre será aclamado por los monárquicos como Luis XVII, es su única esperanza. Mientras finge creer en público que está de acuerdo con las leyes de la Constitución, intenta ganar tiempo para conseguir el apoyo de las potencias extranjeras. La reina no dejará de escribir cartas no sólo a su querido conde de Fersen, al embajador Mercy y a su hermano Leopoldo, sino también a la emperatriz de Rusia, a la reina de España y a la de Portugal. El trágico error de María Antonieta es que a estas alturas aún no reconoce que está sola, pues las demás monarquías en quien ella tanto confía no la apoyarán en su lucha.
En las Tullerías la familia real vive prisionera y se encuentra aislada. Luis XVI, deprimido y débil, parece vivir en otro mundo; su fragilidad es la comidilla de toda Europa. María Antonieta intenta convencer a su amiga la princesa de Lamballe de que no regrese a Francia como es su deseo. Su fiel amiga, preocupada por la seguridad de la reina, no la escuchará y abandona su cómodo exilio en Londres para estar a su lado sabiendo a lo que se expone. Ya instalada en las Tullerías la antigua favorita se siente tan afectada por las atrocidades que se dicen sobre la soberana en París, que apenas sale de palacio. Ha oído a un hombre gritar cerca de la residencia real y a pleno pulmón: «María Antonieta es una ramera a quien hay que derramar plomo líquido en el pecho, y que merece un azote». No es de extrañar que la sensible dama se sienta enferma y prefiera quedarse en sus aposentos antes que enfrentarse a la furia del populacho.
El comienzo del nuevo año no aportará a María Antonieta más que desdichas y humillaciones. En febrero de 1792 la reina le escribe una carta desesperada a Mercy, en la que le dice: «No sé qué acción llevar a cabo ni qué tono adoptar; todo el mundo me acusa de simulación, de falsedad y nadie puede creer —con razón— que mi hermano se interese tan poco por la espantosa situación de su hermana como para comprometerse sin cesar, sin decir nada. El odio, la desconfianza y la insolencia son lo único que ahora mueve este país». Fersen, el único en quien la reina puede confiar, viaja a París de incógnito y propone a los soberanos un nuevo plan de fuga con la complicidad del rey Gustavo de Suecia. Pero Luis XVI se niega en rotundo pues ha prometido a la Asamblea no abandonar la capital y no quiere ser acusado de traición.
El soberano va a pagar muy cara su honradez. La oferta de Fersen será la última posibilidad de salvar sus propias vidas. El conde no volverá a ver a María Antonieta, a la que no podrá rescatar de su fatal destino. Cuando más adelante se entere de su muerte en la guillotina, escribirá en su diario: «Ah, conozco bien cada día cuánto he perdido al perderla a ella y hasta qué punto era perfecta en todo. Jamás ha habido ni habrá mujer como ella».
En la madrugada del 10 de agosto se extiende el rumor de que una muchedumbre armada se dirige a las Tullerías dispuesta a atacar la residencia real. Ante la gravedad de la situación y para evitar un baño de sangre, Luis XVI acepta someterse al amparo de la Asamblea. Los reyes y su familia abandonan el palacio y se ponen en marcha a través de los jardines en aquella soleada mañana de agosto. Al soberano le sigue su esposa con los niños de la mano, la princesa Isabel, la señora de Lamballe y, cerrando la marcha, madame de Tourzel. María Antonieta no mirará para atrás ni una sola vez. Deja para siempre este palacio que sólo le traerá dolorosos recuerdos. El soberano ignora que la Asamblea, tras la huida de los diputados más conservadores, está integrada únicamente por los peores enemigos de la monarquía. A su llegada a la sala donde se halla reunida la Asamblea, todas sus esperanzas de protección se derrumban. Les conducen a un palco de la tribuna, donde permanecerán arrestados toda la jornada. Poco después se enterarán de que los insurgentes han tomado las Tullerías y el palacio ha caído. María Antonieta, con la cabeza erguida, verá desfilar en la sala a los vencedores que han traído hasta allí su botín: joyas de la Corona, la vajilla de plata, los baúles abiertos, la correspondencia de la reina… Los prisioneros contemplan el terrible espectáculo del saqueo mientras se debate su suerte.
El reinado del terror está a punto de comenzar: el 13 de agosto la Comuna decide instalar a la familia real en la fortaleza del Temple. La vida del rey y los suyos está ahora en manos del gobierno revolucionario de París. Cuando a Luis XVI se le notifica que van a ser trasladados al Temple imagina que los alojarán en el palacio del Gran Prior, propiedad de su hermano el conde de Artois. Pero su nueva residencia será el siniestro torreón construido por los templarios que se alza al fondo del jardín dentro del mismo recinto. A pesar de las precarias instalaciones se sienten todos aliviados porque están juntos y a salvo. Por el momento residirán en la torre más pequeña y confortable, que sirve de alojamiento al conservador de los archivos del Temple, hasta que estén listos los aposentos de la gran torre que será su tumba. Tras el miedo y la angustia vividos estos últimos días, por primera vez disfrutan de una relativa calma.
El tiempo parece haberse detenido en el Temple y los reyes ignoran que la violencia se ha adueñado de las calles de París, donde los enemigos de la Revolución son asesinados con una brutalidad sin precedentes. María Antonieta, aislada en la torre, no imagina hasta dónde puede llegar esta locura sanguinaria que invade todo París. Cuando en la noche del 2 de septiembre el ayudante de cámara del Delfín informa a la reina de que la princesa de Lamballe ha sido brutalmente asesinada por una muchedumbre que ha tomado al asalto la prisión donde se encontraba, ésta se derrumba y rompe en sollozos. Horas más tarde, en medio de gritos y risas atroces, un grupo de hombres y mujeres ebrios se acercan hasta el Temple para que la reina pueda ver a través de las ventanas la cabeza de la desdichada clavada en lo alto de una pica. María Antonieta, paralizada de terror, se desmaya y no llega a contemplar con sus propios ojos tan terrible espectáculo. Pasará la noche «rezando y llorando» por su fiel amiga que ha muerto por no traicionarles. Al día siguiente jura no volver a dar señales de debilidad y se esforzará en dar ejemplo a sus hijos.
En una ocasión María Antonieta escribió: «En la desgracia descubres tu auténtica naturaleza». Estas palabras adquieren un especial significado en los últimos días de la reina de Francia, cuando todo comenzó a torcerse. Tras el asesinato de la princesa de Lamballe los acontecimientos se precipitan para los desdichados soberanos. El 21 de septiembre de 1792 los prisioneros escuchan un gran clamor proveniente de la ciudad. La Asamblea ha sido reemplazada por la Convención Nacional, la monarquía, abolida y se proclama la República. Es el fin de una época y María Antonieta se acuesta temprano sintiéndose muy desgraciada. En los próximos meses se debatirá la suerte del soberano, que aceptará su destino con estoica resignación.
El último rey de Francia, Luis XVI, tras un falso y humillante proceso, será ejecutado el 21 de enero de 1793. La serenidad y la valentía que mostró poco antes de ser guillotinado en la plaza pública calaron muy hondo en el corazón de su esposa. Su hija María Teresa más adelante recordaría con estas palabras aquel 21 de enero de 1793: «En la mañana de ese terrible día, nos levantamos a las seis. La víspera, por la noche, mi madre había tenido apenas las fuerzas necesarias para desnudar y acostar a mi hermano; se dejó caer, vestida, en su lecho, donde la escuchamos temblar toda la noche de frío y dolor. A las seis menos cuarto abrieron nuestra puerta y entraron a buscar un libro de oraciones para la misa de mi padre; creímos que íbamos a bajar, hasta que los gritos de júbilo de un populacho desenfrenado nos hicieron saber que el crimen estaba consumado». A las diez y veinte de la mañana María Antonieta comprende que es viuda y ni una lágrima sale de sus ojos. Sólo resuenan en sus oídos los gritos de «¡Viva la República!».
Lo único que mantiene ahora viva a la reina viuda es el orgullo de poder educar a escondidas a su hijo el Delfín, de ocho años, que tras la muerte de su padre acaba de convertirse en el futuro Luis XVII. Pero su sueño, una vez más, se verá truncado. En la noche del 3 de julio unos hombres irrumpen a la fuerza en sus aposentos y la obligan, por orden de la Convención, a entregar de inmediato a Luis Carlos Capeto, como ahora le llaman. El niño se despierta y, asustado, se echa en los brazos de su madre, quien se niega a separarse de él. Durante una hora la soberana lucha desesperadamente por su hijo y trata de negociar una solución. Finalmente, tras la amenaza de matar al pequeño, se ve obligada a dejarlo partir.
Ya nada será igual, y los que la rodean serán testigos de su estado de postración. «Nada podía calmar ya la angustia de mi madre; no era posible hacer entrar esperanza alguna en su corazón: había llegado a serle indiferente vivir o morir. En ocasiones nos miraba con una tristeza que nos hacía estremecer». María Antonieta no volverá a ver a su hijo menor que, al igual que ella, sufrirá un trato inhumano. El pequeño morirá a los diez años de edad en una celda aislada del Temple, desnutrido y tuberculoso, creyendo, tal como le habían dicho los revolucionarios, que sus padres vivían pero ya no le amaban.
El 1 de agosto de 1793 la reina es trasladada de la Torre del Temple a La Conciergerie, una antigua fortaleza convertida en prisión de la República y sede del Tribunal Revolucionario. Es la antesala de la muerte porque de ahí sólo se sale para subir al cadalso y morir decapitado. «Ahora ya nada puede hacerme daño», se lamenta. Sabe que ha llegado su hora y se despide con asombrosa entereza de su hija María Teresa, de catorce años, y de su cuñada la princesa Isabel a quien confía el cuidado de sus hijos. No le permiten despedirse del Delfín, que ignora la suerte de su madre. Al llegar a su nueva prisión con un fardo en la mano como único equipaje, el guardián anota en un grueso libro de registros la entrada de la prisionera número 280, «acusada de haber conspirado contra Francia». Después se la conduce a su celda sin darle ninguna explicación. Su última morada es un lúgubre y sucio calabozo cuyos muros están cubiertos de moho. La mujer del guardián y la criada de La Conciergerie, conmovidas por recibir bajo su techo a la antigua soberana, intentarán consolarla en sus últimas horas. A sus treinta y siete años aparenta sesenta y su salud es delicada porque sufre continuas hemorragias. Los últimos sufrimientos la han deteriorado gravemente. Pasa las horas tumbada en su cama, con una manta sobre las piernas y con la mirada perdida.
Durante casi dos meses, a la espera de juicio, permanece encarcelada, aislada del exterior y sin tener noticias de sus hijos. Muchos creen que ya ha muerto pero se equivocan. El día de su comparecencia, a pesar de su deterioro físico, demostrará su entereza. El 15 de octubre María Antonieta asiste a la gran sala de audiencias del Palacio de Justicia donde se va a decidir su futuro. Ataviada con un sencillo y desgastado vestido negro lleva el cabello recogido en una cofia de lino blanco; el público que abarrota la sala casi no la reconoce. Tiene un aspecto cadavérico, los rasgos muy hundidos y una extrema palidez. Ha estado encerrada casi un año en un calabozo húmedo y mal ventilado sin ver el sol ni hacer ejercicio.
Al no disponer de ayuda legal, la «viuda de Capeto» —como la llaman los revolucionarios— se defenderá de todas las acusaciones haciendo gala de una serenidad y una precisión en sus respuestas que impresionan al jurado. Sabe que este juicio es una farsa; no tienen pruebas contra ella pero ya ha sido condenada de antemano. Tras largas horas de interrogatorios y el desfile de falsos testigos, la reina recibe de manera inesperada un golpe muy bajo. Jacques Hébert, un periodista satírico ruin y sin escrúpulos autor de muchos de los libelos contra ella, ha acudido a la prisión del Temple con el fin de obtener del pequeño Delfín de Francia unas infames declaraciones en contra de su madre. El niño, aislado en una celda, embrutecido y enfermo, sin saber lo que firma confiesa haber mantenido relaciones incestuosas con ella. Cuando el presidente del tribunal le pide explicaciones a la reina, la exclamación indignada de María Antonieta causa una gran conmoción en la sala: «Hago un llamamiento a todas las madres aquí presentes». Los revolucionarios han conseguido su propósito de herir en lo más profundo a una madre débil y enferma.
Antes de finalizar la vista cuando le preguntan a la reina si tiene algo que añadir en su defensa, ésta serena responde: «Ayer, no conocía a los testigos, y no sabía qué iban a declarar. Pues bien, nadie ha alegado sobre mí nada positivo. Diré, por último, que sólo fui la esposa de Luis XVI, y que tuve que conformarme con actuar según su voluntad». Cuando María Antonieta finalmente escucha su sentencia y es condenada a la pena capital apenas se inmuta. Lo único que piensa es qué va a ser de «sus pobres y adoradas criaturas».
Al regresar al calabozo, horas antes de ser ejecutada, la reina escribe a la luz de la vela y con mano temblorosa a su cuñada la princesa Isabel, a la que quiere como una hermana. Ésta nunca recibirá la carta considerada el testamento de María Antonieta, porque días más tarde morirá como ella en la guillotina. La reina de Francia, a la que tanto daño han infligido, no guarda rencor en su corazón. En esta carta conmovedora demuestra su amor a sus hijos y su profundo arrepentimiento: «Pido perdón a todos aquellos que conozco, y a vos, hermana mía, en particular, por todas las penas que, sin querer, haya podido causar. Perdono a todos mis enemigos el daño que me han hecho. […] Adiós, mi querida y tierna hermana; ojalá está carta pueda llegaros: pensad siempre en mí; os beso con todo mi corazón así como a mis pobres y queridos hijos. Dios mío, ¡qué desgarrador es abandonarlos para siempre! ¡Adiós, adiós!».
El 16 de octubre de 1793 es el día elegido para su ejecución pública. Cuando, hacia las once de la mañana, entra en su celda Sanson, su verdugo, se encuentra a María Antonieta de rodillas al pie de la cama, desgranando las cuentas de un rosario invisible. Sin perder tiempo, le arranca la cofia y le corta bruscamente con unas grandes tijeras sus largos cabellos. La soberana es trasladada al patíbulo en una mugrienta carreta de heno tirada por un caballo, con las manos atadas a la espalda como una criminal.
Luce un cielo otoñal espléndido en París y la reina disfruta unos segundos de la luz del sol que ciega sus enrojecidos ojos acostumbrados a la oscuridad. Aún tendrá que sufrir un último calvario al tener que desfilar en medio de una muchedumbre enfurecida que le grita y la insulta sin piedad. Pero a estas alturas María Antonieta es una sombra de sí misma. Ya no oye ni ve nada, y se enfrenta a la muerte con igual valor que su esposo Luis XVI. Al llegar a la gran plaza de la Revolución, la actual plaza de la Concordia, miles de personas estallan en aplausos y gritos. La reina, sin abandonar su porte y su dignidad, sube sola con paso firme las empinadas escaleras hacia el cadalso. Ya en el estrado y debido a las prisas tropieza sin querer con su verdugo. A él dirigirá sus últimas palabras: «Os pido que me excuséis, señor. No lo he hecho a propósito».