Hago todo lo que puedo pero no me quieren. Soy una extranjera. Los franceses no se lo perdonan a sus soberanas… ¡Si supieran lo que daría para que me amaran de verdad! ¡Sólo el cariño de los pueblos puede pagar a los soberanos porque su vida es muy árida! ¡Si pudiesen dejar de llamarme la española! ¡La austríaca! ¡La española! Esas palabras son las que matan a una dinastía.
EUGENIA DE MONTIJO,
Palacio de las Tullerías, París, 1867
A Manuela Kirkpatrick, esposa del conde de Teba, le gustaba contar que un fuerte terremoto precipitó el nacimiento de la futura emperatriz de los franceses. Era el 5 de mayo de 1826 en Granada y, según su testimonio, ante la violencia de las sacudidas salió al jardín de su casa en busca de refugio. Allí mismo, y sorprendida por los dolores de parto, dio a luz bajo un árbol a su segunda hija. Así vino al mundo Eugenia de Montijo, aunque la realidad fue menos romántica y el seísmo que asoló la ciudad tuvo lugar diez días después del alumbramiento. La condesa de Teba, mujer de lo más fantasiosa, inventó esta versión del nacimiento de su pequeña para alimentar la leyenda en torno a su figura. La propia Eugenia llegaría a creerse esta idea tan novelesca de su llegada al mundo y en el ocaso de su vida confesaría que aquel terremoto había sido «el presagio de mi destino». Nada hacía imaginar entonces el papel que la historia le tenía reservado a aquella niña prematura, de tez pálida y cabellos cobrizos, tan parecida a su padre.
Don Cipriano, conde de Teba, era el hermano menor del rico y poderoso conde de Montijo, descendiente de los Guzmán y Palafox, tres veces Grande de España. Pertenecía a uno de los linajes más rancios de la nobleza española y entre sus ilustres antepasados se encontraba el valeroso Guzmán el Bueno, gobernador de Tarifa. Admiraba la audacia y el genio de Napoleón y no dudó en aliarse con las tropas francesas y servir a José Bonaparte, hermano del emperador, como coronel de su ejército. Idealista de la causa napoleónica, pagó un alto precio por su valor en el frente. Perdió prácticamente el brazo izquierdo, tenía una pierna destrozada y se quedó tuerto manipulando un fusil defectuoso en el arsenal de Sevilla. Tras la humillante derrota del ejército francés en Vitoria, el conde de Teba malvivió en el exilio, defendió París contra los aliados y sólo a la caída del imperio decidió regresar a su país amparándose en una amnistía decretada por Fernando VII. El rey, que desconfiaba de los bonapartistas, consintió que fijara su residencia en Málaga pero bajo un régimen de estrecha vigilancia policial.
En 1817 don Cipriano de Guzmán era un caballero maduro al que le faltaba un ojo que cubría con un parche y mostraba una notoria cojera. Era un proscrito, sin porvenir ni fortuna a pesar de sus muy ilustres e interminables apellidos. En Málaga, donde poseía algunas propiedades, vivía por entonces una joven que había conocido en París cuatro años antes. Era una atractiva morena llamada Manuela Kirkpatrick y Grivegnée, hija de un acaudalado comerciante de vinos escocés, cónsul de Estados Unidos en Málaga, y una aristócrata dama de origen belga. Manuela era malagueña de nacimiento —aunque por sus venas corría sangre escocesa, belga e irlandesa— pero se educó en Francia. Cuando se la presentaron tenía diecinueve años y revolucionaba el salón parisino de la condesa Mathieu de Lesseps, de quien era sobrina y en cuya casa se hospedaba. Inteligente, enérgica y cultivada, hablaba cinco idiomas y tenía una brillante conversación. Ambos compartían las mismas inquietudes y respaldaban la política de Napoleón. El reencuentro de la pareja en Málaga no pudo ir mejor y aunque tuvieron que salvar muchos obstáculos se casaron el 15 de diciembre de 1817. Manuela se convirtió en la nueva condesa de Teba, título que satisfacía sus aspiraciones sociales.
Los primeros años de matrimonio no fueron fáciles para los condes de Teba, que tenían prohibida la entrada en Madrid por sus simpatías bonapartistas. Se instalaron en Granada, en la calle Gracia, donde Manuela sufrió en silencio las largas ausencias de su esposo. Don Cipriano, que se mantenía firme en sus ideales, recorría el campo andaluz para pronunciar discursos contestatarios, conspirar en las tabernas e intentar sublevar a los partidarios de una monarquía adormecida. Pero cada rebelión era duramente reprimida y el «afrancesado» conde de Teba pasó un tiempo en la cárcel y más tarde fue enviado a Santiago de Compostela como medida de castigo. Durante su cautiverio Manuela mostró una gran serenidad y nunca perdió el optimismo a pesar de los contratiempos a los que tuvo que hacer frente. Vivía ajena a los rumores malévolos que le atribuían todo tipo de aventuras y amantes.
Finalmente su esposo pudo regresar a Granada y formar una familia como era su deseo. En enero de 1825, siete años después de la boda, nacía su primera hija, Francisca de Sales —conocida como Paca—, una niña de belleza clásica, morena y de profundos ojos negros. Fue siempre la preferida de su madre que no dejaba de ensalzar su hermosura, y su carácter dulce y espiritual, el polo opuesto de su hermana un año menor que ella. Eugenia, de cabello rubio castaño, piel muy clara y ojos azul violeta, era impetuosa, terca y rebelde. Desde niña mostró una gran complicidad con su padre del que heredaría no sólo sus rasgos físicos, sino un hondo idealismo y su admiración por Napoleón. Apreciaba su valor y heroísmo, y que siendo un mutilado de guerra se mantuviera firme en sus convicciones. Le gustaba pasear a caballo con él, dormir al raso en las noches de verano y frecuentar el ambiente gitano del Albaicín. A Eugenia siempre le fascinó el cante y baile flamenco. También era una apasionada de las corridas de toros que tanto añoraría cuando se trasladó a vivir a París.
En 1830 el rey Fernando VII levantó la prohibición a los condes de Teba y pudieron irse a Madrid, donde vivían en una casa de la calle del Sordo. Fueron años de dificultades económicas, lo que les obligó a llevar una existencia muy modesta. Manuela, mujer mundana a la que le gustaba aparentar, se negaba a vivir de manera austera como le pedía su esposo y pronto comenzaron las peleas. Decidida a brillar en su pequeño círculo social, no dudaba en gastar dinero y contrajo muchas deudas. De aquella época data el inicio de una larga e intensa amistad entre Prosper Mérimée, autor de la novela Carmen, y la familia del conde de Teba. Don Cipriano lo conoció durante un largo viaje en diligencia por España y le invitó a visitarles en su casa madrileña. Manuela desde el primer instante sintió un gran afecto y admiración por este escritor culto, de brillante conversación y con aspecto de dandi, que se disponía a emprender un largo periplo por España. El destino volvería a unirles en París en circunstancias muy diferentes.
Cuatro años más tarde la muerte sin sucesión del conde de Montijo hizo heredero a su hermano Cipriano. De manera inesperada el padre de Eugenia se convertía en Grande de España y disponía de un importante patrimonio. Las aspiraciones de Manuela, condesa de Teba y ahora también duquesa de Peñaranda, se vieron al fin satisfechas. Con estos títulos conseguiría el anhelado prestigio social y brillar como siempre lo había deseado en los salones más selectos de la capital. La herencia incluía el espléndido palacio de Ariza —conocido como palacio de Montijo— y una finca en Carabanchel, a las afueras de Madrid.
El palacio de Montijo, con su fachada del siglo XV, era una opulenta mansión rodeada de jardines que guardaba en su interior valiosas obras de arte. En poco tiempo, gracias a su anfitriona, se convirtió en uno de los lugares predilectos de la alta sociedad madrileña del siglo XIX. La condesa de Teba, gran amante de la vida social, se encontraba a sus anchas organizando fiestas, recepciones, meriendas y bailes de máscaras. En su nueva residencia se daban cita aristócratas, diplomáticos y artistas de renombre. Pero esta plácida existencia se vio truncada con la muerte en 1833 del rey Fernando VII, quien al no tener un heredero varón deja la corona a su hija Isabel II que sólo contaba tres años de edad. Su viuda María Cristina ejercería la regencia durante su minoría de edad. Fue entonces cuando don Carlos, hermano del difunto rey, reivindicó sus derechos y decidió destituir a su sobrina. El enfrentamiento no se hizo esperar y estallaron las sangrientas guerras carlistas que sumirán a España en una continua lucha civil. Eugenia, a los ocho años, presenciaría desde uno de los balcones del palacio el brutal asesinato de un sacerdote cuyo cuerpo fue descuartizado por una turba enfurecida. Aquella atroz escena la marcó de por vida y fue el comienzo de un estallido de violencia sin límites en la capital.
Ante el curso que tomaban los acontecimientos y la aparición de un brote de cólera, don Cipriano decidió mandar a su esposa y a sus dos hijas a Francia donde tenía algunos amigos. No fue una decisión fácil, era un viaje peligroso y echaría mucho de menos a su pequeña Eugenia, a la que estaba muy unido. Como las carreteras del norte no eran seguras Manuela y las niñas viajarían por la costa, una ruta más larga pero menos temeraria. Para Eugenia separarse de su padre también fue una pena inmensa y aquel viaje al exilio, una aventura que jamás olvidaría.
En Madrid y para no levantar sospechas, la condesa de Teba y sus hijas subieron al modesto convoy de un torero sevillano que se dirigía a Barcelona con su familia y parte de su cuadrilla. Cuando al fin consiguen llegar a Toulouse, están a salvo. Desde esta ciudad, invadida por refugiados que como ellas quieren cruzar la frontera, toman una diligencia hacia París. Aún les queda un largo y agotador camino hasta alcanzar la capital francesa. Eugenia siempre recordaría que lograron escapar de los ataques de los bandidos, los salteadores de caminos y los carlistas que devastaban los campos a su paso. Tras muchas vicisitudes llegaron a su destino y Eugenia aprovechó para escribirle una breve nota a su padre que decía: «Querido papá, ninguna de nosotras ha muerto, hecho afortunado. Pero somos bastante infelices lejos de ti. Durante el viaje pensaba en ti y no tenía miedo».
Cuando en 1835 Eugenia llegó a París la ciudad era apenas una sombra del esplendor que alcanzaría durante el Segundo Imperio. Reinaba entonces Luis Felipe de Orleans y era una urbe de un millón de habitantes sin alcantarillado ni agua potable donde la mayoría de la población vivía en condiciones miserables. El calor en verano era insufrible, las calles estaban mal pavimentadas y un fuerte hedor se adueñaba de todos los rincones. Las epidemias de tifus y de cólera eran frecuentes y causaban estragos. Pronto la capital francesa sufriría un gran cambio urbanístico y se embellecería con parterres, jardines y amplias avenidas. Manuela se instaló en un sencillo apartamento en el barrio nuevo de los Campos Elíseos. Había llegado a París con pocos recursos, apenas unos miles de francos, a la espera de que su esposo le mandara más dinero. Pero la delicada situación que atravesaba España hacía que el transporte del dinero en metálico fuera muy arriesgado. La condesa de Teba se las tendría que ingeniar para sacar adelante a sus hijas y pagar sus estudios. Al cabo de unos meses inscribió a Paca y a Eugenia en el colegio del Sagrado Corazón, cuyas religiosas profesaban las reglas de san Ignacio de Loyola. Era una de las escuelas de mayor reputación de la capital y también la más cara. Frecuentada por jóvenes de la alta sociedad y sangre azul, Manuela deseaba que sus hijas se codearan con compañeras de su mismo rango.
Eugenia nunca se adaptaría a la rígida disciplina de este centro ni a su ambiente elitista. Mientras su madre se felicitaba por haber logrado inscribir a sus hijas en una escuela tan selecta, ellas se sentían prisioneras tras sus muros. Las primeras semanas fueron espantosas. Sus compañeras se burlaban de ellas, las trataban como extranjeras y corregían en todo momento su acento español. Pero si bien Eugenia detestaba y se rebelaba contra las rigurosas normas impuestas en el centro, en cambio se dejó ganar por su clima de devoción. Poco tiempo después le invadió una crisis de misticismo que llegó a preocupar a su madre. Estaba convencida de que su hija acabaría haciéndose monja si seguía por ese camino. Para Eugenia, joven emotiva y de gran imaginación, la religión sería a lo largo de su azarosa vida un consuelo que le ayudaría a soportar las tragedias familiares.
Pero Eugenia echa mucho de menos a su adorado padre, que seguía en Madrid. Añora su compañía, sus paseos a caballo y la libertad de la que disfrutaba cuando vivía en Granada. En aquellos días la joven se enteraría por los periódicos de que Luis Napoleón, sobrino de su admirado Napoleón Bonaparte, había intentado restaurar el imperio napoleónico con un golpe de Estado en Estrasburgo que todos calificaron de ridículo. Carlos Luis Napoleón Bonaparte, como era su nombre completo, era hijo de Luis Bonaparte, rey de Holanda, y de Hortensia de Beauharnais, hija de la emperatriz Josefina. Su madre le inculcó desde niño el culto a su tío el gran Napoleón I y la fidelidad al apellido Bonaparte.
Con la caída del Gran Corso y la restauración de la monarquía de los Borbones en Francia, en 1816 se desterró a todos los Bonaparte del territorio francés. La reina Hortensia se exilió a Suiza donde transcurrió la infancia del príncipe. En 1832 la prematura muerte del duque de Reichstadt, único descendiente legítimo de Napoleón I, dejó la puerta abierta a la sucesión. Su primo, el joven Luis Napoléon, se convirtió en el heredero oficial del bonapartismo y comenzó a conspirar para derrocar a la monarquía. Tras el pretencioso intento de sublevar a la guarnición de Estrasburgo, el rey Luis Felipe de Orleans se mostró paciente e indulgente con él. Como castigo lo condenó al destierro en América. El monarca pensó que la distancia calmaría las aspiraciones del ambicioso sobrino de Napoleón, pero se equivocaba. Eugenia seguiría muy atenta las andanzas del heredero de una dinastía gloriosa que devolvía las esperanzas a los bonapartistas.
La condesa de Teba, ajena a las inquietudes y los sentimientos que invaden a su hija menor, se muestra cada vez más distante. Paca, muy apegada a ella, seguía siendo su preferida. Eugenia sufre terriblemente la ausencia de su padre. En una carta del 6 de agosto de 1836, le dice: «No necesito regalos para quererte más porque sería imposible… No creas que te escribo por obligación, porque tengo tanto gusto en hacerlo que no es necesario forzarme…».
En aquellos días se mudan a una nueva casa más amplia y céntrica en la rue de la Ville-l’Évêque, próxima al palacio del Elíseo. En ella la condesa abre su propio salón y reencuentra a sus antiguos amigos, entre ellos Prosper Mérimée, que ahora compagina su trabajo como escritor con el cargo de inspector general de Monumentos Históricos.
Fue Mérimée quien les presentó al gran escritor Stendhal que se convertiría en un buen amigo de la familia Montijo. Eugenia se refería a él como «monsieur Beyle» y siempre recordaría que la sentaba en sus rodillas y cautivaba a todos los presentes con los heroicos relatos de las campañas de Napoleón en Italia, donde él sirvió al emperador. Acudía todos los jueves a cenar a su casa y ese día tan especial su madre les permitía acostarse más tarde para escuchar sus historias: «No almorzábamos, de lo impacientes que estábamos por oírle. Cada vez que sonaba el timbre, corríamos a la puerta de entrada. Finalmente, lo llevábamos al salón, triunfantes, cada una cogida de una mano, y lo acomodábamos en un sillón, cerca de la chimenea. No le dábamos tiempo de respirar, le recordábamos en qué victoria había dejado a nuestro emperador, en el que habíamos pensado toda la semana, esperando impacientes al mago que lo resucitaría para nosotras. Nos había contagiado su fanatismo. Llorábamos, nos estremecíamos, estábamos locas…». Cuando mucho más adelante alguien preguntó a la emperatriz, entonces una venerable anciana, qué recordaba del célebre escritor, ella con una sonrisa soñadora respondió: «Fue el primer hombre que hizo latir mi corazón, y con qué violencia…». Stendhal no se olvidaría del entusiasmo de aquellas chiquillas curiosas y encantadoras. En su novela La Cartuja de Parma incluiría a pie de página una dedicatoria en español a las dos hermanas: «Para vosotras Paca y Eugenia, 15 de diciembre de 1838». Eugenia mantuvo una relación muy especial con Stendhal, quien le escribió más de doscientas cartas —que ella guardaría como un tesoro— hasta su inesperada muerte en 1842 a causa de un ataque de apoplejía. Tenía cincuenta y nueve años y para Eugenia fue una pérdida muy dolorosa de la que tardaría en recuperarse.
Cuando al fin el padre de Eugenia pudo viajar a París no quiso alojarse en la casa de su esposa y alquiló un piso cerca de allí. Hacía tiempo que la relación de la pareja era fría y distante, cargada de reproches mutuos. Para empeorar las cosas, don Cipriano se entera con enorme tristeza de que entre los visitantes al salón de Manuela se encuentran numerosos carlistas, sus más acérrimos enemigos. El conde de Teba estaba ansioso por ver a sus hijas y además traía dinero para ayudarlas en su manutención. Pero las peleas conyugales se repiten. Mientras Manuela es una mujer mundana y frívola, su esposo sigue siendo un hombre comprometido con sus ideales. Don Cipriano descubre muy a pesar que su esposa sigue malgastando el dinero y viviendo muy por encima de sus posibilidades. Le echa en cara que sus hijas asistan a un colegio tan elitista y caro pudiendo estudiar en otras escuelas. Preocupado además por la puritana educación que está recibiendo su hija menor y conociendo su amor por la vida al aire libre y el deporte, la inscribe en un gimnasio fundado por un antiguo compañero en el ejército de José Bonaparte. El centro es de lo más progresista en materia educativa ya que las clases son mixtas y el objetivo es fortalecer el cuerpo al mismo tiempo que formar el carácter.
Durante la breve estancia de su padre Eugenia se perfecciona en montar a caballo, aprende esgrima y, algo inusual para una señorita, toma clases de natación. Don Cipriano, visiblemente más envejecido y agotado, disfrutó durante unos días de la compañía y el cariño de sus hijas a las que veía muy poco. Las llevó al teatro, al circo, a navegar en barca por el lago del bosque de Boulogne y callejearon por las orillas del Sena. Cuando a principios de abril tiene que marcharse, Eugenia se queda desconsolada. Le echa tanto de menos que le escribe a menudo cartas llenas de sentimiento como ésta de abril de 1837, época en que su padre participaba en el conflicto carlista. En ella le confiesa nostálgica: «No puedo estar más tiempo sin verte. ¿Para qué he nacido si no es para estar con mi padre y mi madre? ¿Cuál es por lo tanto ese lazo que nos separa? Es la guerra. ¡Oh guerra! ¿Cuándo acabarás tu carrera? El tiempo avanza y nos quedamos atrás, y tenemos menos tiempo para abrazarnos».
Con el paso de los meses la condesa de Teba tiene una nueva preocupación, pues los resultados escolares de sus hijas no son buenos. A pesar de los esfuerzos de monsieur Beyle por corregir los deberes de francés de Paca y Eugenia y enseñarles un sinfín de materias que no aprenderán con las damas del Sagrado Corazón, las niñas no avanzan en sus estudios. Su madre, siempre dispuesta a viajar y a hacer nuevas amistades, decide en abril de 1837 poner rumbo a Inglaterra. Allí inscribe a Paca y Eugenia en un prestigioso internado cerca de Bristol. El colegio de Clifton, situado en medio de un parque, agrada a la condesa de Teba porque las niñas pueden hacer más ejercicio físico y se relacionarán con jóvenes de la mejor sociedad. De nuevo internas, añorarán a los amigos que han dejado en París mientras Manuela disfruta de su libertad.
Con un padre lejos y una madre ausente, Eugenia se derrumba y se encierra en sí misma. Durante su estancia en el internado entabla amistad con una princesa hindú tan infeliz como ella. Las dos jóvenes, unidas por la soledad y el desarraigo, planean juntas una evasión. Tienen once años y sueñan con vivir una gran aventura. Desde el puerto de Bristol zarpan a diario numerosos barcos rumbo a las Indias Occidentales. Paca se niega a seguir el temerario plan de su hermana, que consiste en subirse como polizones a uno de esos barcos con destino a Bombay. Eugenia y su amiga consiguen escapar del internado sin ser vistas pero su odisea apenas duró unas horas. En el muelle la policía las descubre y son devueltas al colegio. Cuando Manuela se entera del intento de fuga de su hija se siente tan avergonzada que apenas cuatro meses más tarde regresó con las niñas a París.
De nuevo en la capital francesa, las hermanas se reincorporan al colegio del Sagrado Corazón. La condesa de Teba, temerosa de que su hija menor intente otra fuga, contrata a una institutriz inglesa, miss Flowers, mujer enérgica que intentará inculcar disciplina y enseñar su idioma a sus pupilas. También contratará a profesores particulares que enseñarán dibujo y música a las dos chicas. Por su parte don Prosper Mérimée, que se ha convertido en una especie de tutor de las hermanas, se compromete a corregir sus composiciones francesas y a darles clases de ortografía. Pronto miss Flowers se verá desbordada de trabajo pero a pesar de sus quejas permanecerá junto a la condesa hasta la muerte de ésta.
Eugenia ha cumplido doce años y es una niña revoltosa, independiente y fantasiosa que desea conocer los placeres que ofrece París. A sugerencia de Mérimée, su madre las autoriza a ir con él al teatro, escogiendo las representaciones más convenientes para unas muchachas de su edad. El acontecimiento del inicio de temporada de aquel año de 1838 es el debut de una gran actriz trágica, mademoiselle Rachel, que con apenas dieciséis años ingresa en la Comédie Française. Eugenia se queda cautivada por el arte dramático de esta joven artista judía apenas cuatro años mayor que ella. Cuando unos días más tarde Mérimée llega a casa de las Montijo acompañado por esta célebre actriz, causa una gran impresión a todos. Eugenia, tras aquella inesperada visita, confiesa haber encontrado su auténtica vocación y quiere dedicarse al teatro. El destino le tendrá preparado otro papel, como ella misma reconocería en una ocasión: «Cuando tenía doce años quería ser actriz. No he tenido suerte: he sido emperatriz».
Pasan los meses y Eugenia no deja de escribir a su padre que ha prometido visitarlas en Navidad, pero para su decepción no aparece. La realidad es que don Cipriano no puede viajar a París porque está muy enfermo. A finales de febrero de 1839 el médico que le atiende informa a su esposa de que el pronóstico es grave y que le queda poco tiempo de vida. Al conocer la fatal noticia Manuela hace a toda prisa el equipaje y toma la primera diligencia rumbo a Madrid. Sus hijas, a las que oculta el motivo de su partida, se quedan al cuidado de miss Flowers. Cuando diez días más tarde llega a la capital, su esposo se encuentra moribundo. Don Cipriano, Grande de España, muere el 15 de marzo rodeado del cariño de una esposa que al final, y a pesar de sus desavenencias, ha permanecido a su lado cuidándole día y noche. Tenía cincuenta y cuatro años y su gran pena ha sido no poder volver a ver a sus hijas. Manuela avisa a miss Flowers para que se ponga en camino con Eugenia y Paca sin informarles aún de lo ocurrido. Cuando llegan a Madrid y se enteran de que su padre ha fallecido hace varios días, se hunden en un gran dolor. Eugenia nunca le perdonará a su madre el no haber podido despedirse de su adorado padre, la persona más influyente en su vida.
LA SEÑORITA MONTIJO
La muerte inesperada de su padre dejó un gran vacío en Eugenia. Aunque estaba muy unida a su hermana Paca, se sentía sola y huérfana de afecto. Tras este triste suceso y el fin de la Primera Guerra Carlista, la viuda, ahora convertida en condesa de Montijo, se instaló de nuevo con sus hijas en el palacio de Ariza. Eugenia echa mucho de menos París y sobre todo la compañía de sus entrañables amigos Merimée y Stendhal. Acostumbrada a relacionarse con personas interesantes, las amistades de su madre le parecen un aburrimiento. Además, en Madrid goza de menos libertad, pues si bien su hermana Paca por su edad tiene el derecho a acompañar a su madre, ella, que aún no ha cumplido los trece años, permanece bajo la custodia de miss Flowers, algo que la irrita. Donde Eugenia se siente a sus anchas es en la Quinta Miranda, la finca de Carabanchel que heredaron a la muerte del conde de Montijo y donde puede galopar a caballo por sus bosques y la orilla del río. Eugenia ha heredado el valor de su padre, en el campo suele llevar un puñal atado a la cintura y sabe manejar bien un arma. No le daban miedo los jabalíes ni los lobos ni los bandoleros. Le gustaba frecuentar a los gitanos que acampaban cerca de la finca madrileña y encendían de noche sus fogatas. Nunca olvidaría cuando una gitana en Granada le leyó la palma de la mano y vaticinó ante su sorpresa que un día ella sería «más que una reina». Aquella profecía le hizo mucha gracia porque le resultaba absurda. Desde la muerte de su padre, Eugenia ostenta el título de condesa de Teba —aunque en Francia todos la llamarán señorita Montijo— y sus posibilidades de alcanzar un trono son muy poco probables.
Eugenia no era como las chicas de su edad, que le parecían insípidas y estúpidas. En una carta a su amigo y confidente Stendhal, le escribe: «No tengo amigas, pues las muchachas madrileñas son tan tontas, que sólo saben hablar de modas y, para variar, se critican las unas a las otras…». En la primavera de 1842 la condesa de Montijo puso fin al luto por su esposo y reemprendió su agitada vida social. Las puertas del palacio se abrieron a lo más selecto de la sociedad madrileña. En sus magníficos salones príncipes, ministros y diplomáticos se codeaban con escritores, poetas y artistas. Tertulias, cenas, fiestas, bailes que duraban hasta el amanecer… Madrid era para la flamante viuda una auténtica fiesta. Ahora su prioridad es encontrar un buen partido para sus «niñas» entre una legión de codiciados aristócratas solteros que asisten a las recepciones del palacio de Ariza. A Eugenia le molesta esta actitud de casamentera de su madre con la que sigue sin entenderse: «Mamá quería hacer feliz a todo el mundo, pero a su manera, no a la de los demás. Lo que le pertenecía, personas y bienes, estaba por encima de todo, y en primer lugar sus hijas, a las que elogiaba de tal modo en presencia de ellas que el elogio resultaba molesto». Paca sigue siendo su favorita y a Eugenia la rechaza porque es indomable, terca y desprecia el mundo en que ella se mueve.
Eugenia estaba convirtiéndose en una atractiva adolescente aunque le perdía su apasionamiento y su difícil carácter. Un día en una de las reuniones sociales que organizaba su madre, tuvo una acalorada discusión con ella al defender con firmeza las ideas liberales y atacar a los carlistas. La condesa en un momento dado se precipitó sobre su hija y alzó la mano para darle un bofetón. Eugenia lo esquivó y se dirigió al balcón, donde desafiante subió a horcajadas la balaustrada y sujeta sólo por una mano le gritó a su madre: «Si das un solo paso, me suelto». Manuela que conocía bien a su hija supo enseguida que ésta no hablaba en broma y retrocedió de inmediato.
En aquel difícil período de su vida, una noticia despertó de nuevo en ella su interés y resucitó la memoria de su héroe de juventud: Napoleón Bonaparte. El príncipe exiliado Luis Napoleón había sido condenado a cadena perpetua tras un nuevo y fallido golpe de Estado en Boulogne en agosto de 1840 que acabó con la paciencia del monarca francés. Tras ser apresado fue conducido a la antigua fortaleza de Ham, un lugar remoto y desolado al norte de Francia, donde pasaría su largo cautiverio. En esta lúgubre prisión dedicaría sus días a escribir ensayos y a leer montañas de libros que le ayudarían a instruirse en diversas materias. Cuando tiempo más tarde alguien le preguntó dónde había adquirido tan vastos conocimientos, él respondió con ironía: «En la Universidad de Ham».
Aunque en un principio el régimen penitenciario fue muy duro, con el paso de los meses se fue suavizando. A mediados de 1841 el preso gozaba de una inusitada libertad, podía pasear a su antojo o montar a caballo por el patio de la fortaleza. También cultivaba un pequeño huerto, y jugaba a las cartas y al ajedrez con los vigilantes. Ahora disponía de una celda más amplia y luminosa, con dos habitaciones y un ayuda de cámara que le atendía en lo que necesitaba. Se le autorizó a recibir visitas femeninas, entre otras, a su amante y protectora inglesa, miss Howard. Eugenia, romántica y aventurera, no hubiera dudado ni un instante en visitar al célebre prisionero de Ham para manifestarle todo su apoyo y admiración.
El 5 de mayo de 1843 la bella aristócrata cumplía diecisiete años y su madre decidió celebrarlo por todo lo alto. La condesa organizó un gran baile de disfraces en la Quinta Miranda en Carabanchel del que todos hablarían. La finca luce espléndida con sus largas alamedas de acacias y lilas que dan la bienvenida a los invitados. En su extenso parque la condesa ha mandado plantar miles de flores y rosales. Tras una minuciosa reforma, la residencia cuenta con setenta habitaciones y amplios salones donde se pueden admirar obras de Tintoretto, Goya y Murillo, entre otros artistas. Fue la condesa de Teba quien puso de moda en Madrid los bailes de máscaras que causaban furor en la capital parisina. Paca y Eugenia recurrieron a un fiel aliado para elegir sus disfraces. Su amigo y mentor monsieur Prosper les mandó desde París catálogos de los mejores modistos y, tras conocer las medidas de las señoritas Montijo, supervisó personalmente la confección de los modelos elegidos por ellas. Eugenia escoge un traje escocés —en honor a sus orígenes— de color verde y rojo, y luce un llamativo sombrero sobre su cabello.
A la hija menor de la condesa no le faltaban pretendientes, era atractiva, instruida y distinta a las demás. Su biógrafo, Claude Dufresne, la describe así: «Alta, de ojos azules, ojos de ópalo, cabello caoba. Su perfil tenía la perfección de una medalla antigua con un encanto muy personal que hacía que no pudiese comparársela con ninguna otra. La frente alta y recta, que se estrechaba hacia las sienes. Había en ella una perfecta armonía entre la persona física y la persona moral…». Pero del selecto grupo de solteros que frecuentan a las hermanas, hay un joven del que Eugenia se ha enamorado como una colegiala. Se trata de Jacobo Fitz-James Stuart, duque de Alba y de Berwick, un aristócrata de veintidós años, culto, tímido y educado al que conoce desde que era una niña. Eugenia visita con frecuencia el suntuoso palacio de Liria, residencia de los Alba, donde vive con su familia. Rodeado de un pequeño parque de árboles centenarios, estaba situado —aún en la actualidad— en pleno centro de Madrid, y albergaba una magnífica colección de obras de arte y tapices flamencos. Para la joven su enamorado reúne todas las cualidades y además comparten gustos comunes como el baile, los caballos y los toros. Eugenia creía que el duque se sentía atraído por ella pero pasaban los días y no se pronunciaba. Como era reservado y le veía indeciso, decidió declararle abiertamente su amor y le escribe: «No hay ni una sola cosa que no haría por ti. Ponme a prueba, te lo ruego… Pídeme cualquier locura, la haré. Con tu solo deseo, estaría dispuesta a mendigar por ti o a cubrirme de vergüenza. Sí, iría hasta deshonrarme si cupiese, para demostrarte la fuerza de mi amor». El duque de Alba responde a tan efusiva declaración de amor que su carta le ha conmovido pero no desvela cuáles son en realidad sus sentimientos hacia ella.
El sueño romántico de Eugenia será breve porque su madre la devolverá a la realidad. La condesa de Montijo hace tiempo que ha decidido emparentar a su hija predilecta Paca —tan hermosa, serena y razonable— con la casa de Alba y nadie la detendrá. Al parecer el señorito Jacobo dudaba entre las dos hermanas y la condesa supo dirigir sus preferencias hacia la mayor. Aquel primer desengaño amoroso se convirtió en un terrible drama para Eugenia que una vez más constató las preferencias de su madre por Paca. Una carta que escribió como despedida a Jacobo, apenas unos días después del baile de disfraces organizado con motivo de su cumpleaños, desvela la crisis profunda que atravesaba: «Dirás que soy una romántica y estúpida, pero eres bueno y perdonarás a una pobre chica a la que todos miran con indiferencia, incluso su madre, su hermana, y, osaría decirlo, el hombre al que más ama, por el que habría pedido limosna e incluso consentido su propia deshonra. Conoces a este hombre. No digas que estoy loca, te lo suplico, ten piedad de mí. No sabes lo que es amar a alguien y ser despreciado por él. Dios me dará el valor para acabar mi vida en un convento y nunca se sabrá de mi existencia…». Eugenia, decepcionada y con el corazón roto, intentaría envenenarse ingiriendo una caja de fósforos como una heroína romántica. En realidad no deseaba acabar con su vida, pero este suceso demuestra lo deprimida e infeliz que se sentía.
Eugenia tampoco llevará a cabo su amenaza de hacerse monja aunque intentará a escondidas de su madre convencer a la superiora de un convento vecino para que la deje tomar los hábitos. Tras varios aplazamientos, el 14 de febrero de 1844 se celebra la boda de su hermana doña Francisca Guzmán y Palafox, que se convierte en duquesa de Alba y una de las damas de mayor prestigio de la sociedad madrileña. Eugenia no le guarda rencor y felicita a los recién casados con gran cariño. La condesa de Montijo, tras haber encontrado un magnífico partido para su hija mayor, ahora sólo piensa en casar a la segunda. La tarea no será fácil porque Eugenia, a diferencia de su hermana, tiene ideas propias y piensa casarse con el hombre del que se enamore y no con el que le elija su madre.
Manuela decide hacer un viaje con ella para levantarle el ánimo y de paso curar una molesta rinitis que la joven padece desde hace un tiempo. En las semanas siguientes recorren los Pirineos y toman las aguas en el balneario de Eaux-Bonnes, donde la gente bien acude a curar sus problemas respiratorios. De regreso a Madrid, viajando en tren con una montaña de baúles a cuestas, la condesa y su hija se detienen en el castillo de Cognac. Eugenia nunca olvidaría que durante la cena, su compañero de mesa, un excéntrico abad amante de la quiromancia, le pidió permiso a su madre para estudiar las líneas de su mano. Se hizo un gran silencio cuando el adivino pronunció su profecía y dijo que veía «una corona imperial». Aunque sus palabras motivaron las carcajadas de los comensales, era la segunda vez, en un espacio de cinco años, que a Eugenia le anunciaban tan alto designio.
Cuando Eugenia cumple veinte años, su madre se muestra inquieta, al igual que Mérimée, porque no ha encontrado a su hombre ideal. Sin embargo ambos ignoran que la muchacha vuelve a suspirar por un nuevo amor. El elegido es un chico que conoce desde siempre y es un asiduo a la finca de Carabanchel y frecuenta el palacio de Liria donde Eugenia pasa temporadas con su hermana y su cuñado. Se llama Pepe Alcañices y pertenece a una rica familia de alto rango. Es duque de Sesto, marqués de Alcañices, tiene catorce títulos nobiliarios y es siete veces Grande de España. Aunque no es guapo, resulta ingenioso y su desparpajo atrae a la señorita Montijo. Tiene un año más que ella y fama de aventurero y conquistador. Al principio le escribía románticas cartas de amor donde le declaraba su pasión pero nunca llegaría a pedirle la mano. Fue su hermana Paca, a la que seguía muy unida, quien le abrió los ojos. En realidad Pepe Alcañices estaba enamorado de la flamante duquesa de Alba y no dudó en utilizar a su hermana para llegar hasta ella y seducirla. Este nuevo desengaño endureció el corazón de la pobre Eugenia que a partir de este instante desconfiaría de todos los pretendientes que intentaban cortejarla.
En el mes de mayo de 1846, una noticia iba a devolver la alegría a la señorita Montijo. Su héroe, el príncipe Luis Napoleón, había conseguido evadirse de la fortaleza de Ham en una fuga de lo más novelesca. El prisionero había salido por su propio pie, disfrazado de albañil y con una viga de madera al hombro, usurpando la identidad de uno de los obreros que trabajaba en la reparación de un edificio del recinto interior. La prensa francesa no dio demasiada importancia a la huida del príncipe, que se refugió en Inglaterra dispuesto a seguir conspirando. La muerte de su padre Luis Bonaparte, ex rey de Holanda, le dejó una importante herencia que le permitiría instalarse en un elegante barrio residencial londinense y gozar, tras su largo cautiverio, de los placeres mundanos.
A principios de abril de 1847 la reina Isabel II nombró a Manuela, condesa de Montijo, camarera mayor, el cargo más alto de la corte. El primer ministro, el general Narváez, su amigo y protector, decidió premiarla de esta manera por su apoyo a la soberana. Para Manuela aquella elección fue el colmo de todas sus aspiraciones. Al conocer la noticia dio una gran fiesta en el palacio de Ariza para anunciar a bombo y platillo su nombramiento. Pero la madre de Eugenia duraría poco tiempo en su cargo. Eran muchos los que la consideraban una advenediza y la acusaban de meterse en todo, incluso en los asuntos de Estado. A los tres meses se vio obligada a presentar su dimisión al enterarse de que el marqués de Miraflores —un acérrimo enemigo— había sido nombrado gobernador del palacio real. Para mantener las apariencias la excusa que da a sus amistades es que ha decidido «dedicarse exclusivamente al cuidado y a la educación de su hija más joven en la época más crítica de su juventud».
En aquellos días en que la condesa de Montijo trataba de superar la humillación de haber sido apartada de su cargo, la llegada de Ferdinand de Lesseps a Madrid le devolvió la alegría. Este caballero, que un día alcanzaría el rango de héroe nacional, era su primo hermano y acababa de ser nombrado embajador de Francia en España. Tenía cuarenta y dos años y a pesar de su juventud había desempeñado funciones diplomáticas en distintos países, entre ellos Argelia y Egipto. Hombre emprendedor y visionario, más adelante sería el artífice de una de las obras de ingeniería más ambiciosas de su tiempo, el canal de Suez. Qué poco imaginaba entonces Eugenia que siendo emperatriz asistiría como invitada especial de su tío a la inauguración del canal de Suez, un proyecto que ella apoyaría con entusiasmo.
Lesseps a su llegada a Madrid traía noticias frescas de Francia que llenaron de esperanza a Eugenia, siempre tan soñadora. Así se enteró de que el príncipe Luis Napoleón había vivido exiliado en Inglaterra hasta la revolución de febrero de 1848 que depuso la monarquía y estableció la Segunda República Francesa. Libre de regresar a Francia, se presentó en París dispuesto a alcanzar su sueño. Los acontecimientos se sucedieron con rapidez. Apenas dos años y medio después de su evasión de Ham el heredero de la dinastía Bonaparte era proclamado presidente de la República. Era el 10 de diciembre de 1848 y el candidato que había ganado por una abrumadora mayoría era un auténtico desconocido para los franceses.
Para la condesa de Teba, había llegado el momento de volver a París y conocer en persona al nuevo presidente del que todos hablaban. A mediados de marzo de 1849 madre e hija se instalan en un apartamento alquilado en el número 12 de la elegante place Vendôme. Como de costumbre la condesa reanudó su agitada actividad social, abrió sus salones y pronto todos sus amigos acudieron a agasajarla. A Eugenia, que pronto cumplirá veintitrés años, le aburrían estas reuniones en las que se sentaba en un rincón y nadie le dirigía la palabra. Añoraba mucho a su hermana Paca que desde su boda intentaba sin éxito quedarse embarazada. Sólo los rumores que circulan sobre el flamante dignatario Luis Napoleón despiertan su interés.
El presidente ha puesto su residencia en el palacio del Elíseo, edificio abandonado desde 1815 que resulta pequeño, poco confortable y cuenta con un servicio mediocre. Además se come fatal, según pudo comprobar el propio escritor Victor Hugo tras probar uno de los platos del menú, el «conejo a la Capeto», una receta en honor al decapitado rey Luis XVI donde el animal guisado era servido sin la cabeza. El príncipe vive solo en su residencia del Elíseo pero ha acomodado a su amante, miss Howard, en una casa cercana de manera que la visita a diario. Sin embargo sólo una mujer está presente en la vida pública del presidente francés, su prima Matilde Bonaparte que ejerce el puesto aún vacante de primera dama.
La princesa Matilde era hija de Jerónimo Bonaparte, otro hermano de Napoleón I, y antiguo rey de Westfalia. Educada en Roma y en Florencia, estuvo a punto de casarse con su primo Luis Napoleón en Suiza, pero tras el fallido golpe de Estrasburgo su padre consideró que aquel joven había deshonrado el buen nombre de la familia. Jerónimo, acuciado por las deudas, obligó a su hija a casarse con un riquísimo príncipe ruso, Anatoli Demidov, a quien la joven ni conocía.
Este aristócrata resultó ser un hombre vulgar y cruel que la maltrataba sin piedad. Matilde resistió un tiempo pero cuando no pudo más denunció la conducta de su esposo al zar Nicolás I —primo de Matilde por la línea Württemberg— y éste disolvió el matrimonio e impuso a Demidov el pago de una renta considerable a su mujer. Cuando Luis Napoleón llegó a la presidencia Matilde se convirtió en su mejor aliada. Mujer elegante, inteligente y emparentada con las principales casas reinantes, se encargaría de organizar las lujosas recepciones en los salones del Elíseo.
A las pocas semanas de haberse instalado en París, la condesa y su hija Eugenia —a la que todos llaman la señorita Montijo a pesar de que su apellido es Guzmán y su título condesa de Teba— son invitadas a su residencia. En marzo de 1849 le escribe en una carta a su hermana Paca: «Hoy estoy muy triste, y tengo que ir con mamá a casa de la princesa Matilde [Bonaparte], donde no conozco a nadie. Mucho me temo que me voy a poner a llorar, ya que siento muchas más ganas de ello que de otra cosa. Me pondré el vestido azul, el último que me puse en Madrid. Menos mal que me pasaré el tiempo pensando en ti y en Madrid, ya que nadie hablará conmigo… presumo. Vuelvo de la velada, se cumplió mi presentimiento, nadie, nadie en absoluto, me ha dirigido la palabra: y esto, por un doble motivo: soy una señorita y además, soy extranjera. Creo que siempre que pueda dejaré de ir a fiestas y reuniones». Sin embargo la señorita Montijo ha causado una buena impresión en la princesa Matilde que ha sabido apreciar su encanto y belleza fuera de lo común.
El gran día que tanto anhelaba la condesa de Montijo llegó en forma de invitación para una cena de gala en el palacio del Elíseo. El conde Bacciochi, secretario del príncipe y encargado de organizar aquellas veladas, era un viejo conocido suyo y de su hija. No es de extrañar que las incluyera entre la lista de invitados a las cenas de gala y los bailes que se celebraban en la residencia presidencial. Al fin Eugenia iba a conocer al hombre que consideraba un héroe.
El primer encuentro entre la señorita Montijo y Luis Napoleón en 1849 no tuvo nada de especial. A Eugenia no le resultó muy atractivo —era bastante torpe, mal orador y sin el carisma de su tío el emperador—, pero le llamó la atención su acento alemán y la forma en que la miró. Como todo París, conocía su turbio pasado como conspirador, su fama de mujeriego y cómo dilapidó la herencia de sus padres, pero para Eugenia pesaba sobre todo el brillo de su apellido. El atractivo de la noble española no pasaría inadvertido para un amante de las mujeres hermosas como él. Sin embargo Eugenia siempre recordaría que en un momento de la conversación hizo un comentario desacertado. Se le ocurrió mencionar al príncipe que en Madrid había conocido a la famosa cantante Leonor Gordon —antigua amante de Luis Napoleón— y que ésta le había hablado con devoción de él. «El príncipe me miró con aire singular. Sabía que yo no estaba enterada del oficio de la señora Gordon antes de ser admitida como artista en las sociedades más estiradas». Eugenia se quedó pasmada cuando el presidente, tras despedirse educadamente de ella, la dejó plantada en medio de la sala. Pensó que le habría resultado muy desagradable a su anfitrión y que no volvería a verle.
Unos días más tarde, Eugenia fue invitada junto a su madre a cenar a Saint-Cloud. Tras algunas recepciones donde habían vuelto a coincidir, Luis Napoleón intentó conquistarla sin muchos miramientos. Así lo recordaba la propia Eugenia al final de su vida: «Llegamos al palacio y encontramos coches dispuestos para llevarnos a Combleval, esa pequeña casa situada en el parque, a mitad de camino entre Saint-Cloud y Villeneuve. Íbamos vestidas de gran gala, en la creencia de que los invitados serían numerosos; de ahí nuestra profunda sorpresa al encontraros con el príncipe y su secretario Bacciochi. Transcurrió la cena. Nos hallábamos en uno de los días más largos del verano. Al levantarnos de la mesa, el príncipe me ofreció su brazo “para ir a dar una vuelta por el parque”. Entonces yo le atajé, diciéndole: “Alteza, ahí está mi madre”; y me aparté para indicar que era ella a quien correspondía el honor de aceptar su brazo. No creo que el príncipe se divirtiera mucho durante el largo paseo…». Con este gesto la señorita Montijo le acaba de dejar muy claro al príncipe que ella no iba a ser una conquista fácil. Para Eugenia aquella cena íntima fue una gran decepción pues descubrió que a su admirado presidente sólo le interesaba tener una aventura con ella. A la mañana siguiente un gran ramo de flores llega a su apartamento de la place Vendôme de parte de Luis Napoleón. Era su forma de pedir excusas a Eugenia quien, al rechazarle, había despertado en él un mayor interés.
Durante el caluroso verano madre e hija abandonaron París huyendo de una epidemia de cólera. Pusieron rumbo, como ya era su costumbre, a los elegantes balnearios de Spa y Schwalbach donde la condesa de Montijo se encontraba a sus anchas. Pero a Eugenia estas escapadas marcadas por los baños, los paseos, el almuerzo, los juegos de sociedad y las cenas ligeras, le aburrían y la hundían en una profunda melancolía. A comienzos de otoño regresaron a París y la noticia de que su hermana Paca pronto daría a luz la llenó de felicidad. Mientras ese día llegaba, las damas españolas fueron invitadas por la princesa Matilde para celebrar el fin de año en su residencia parisina. Luis Napoleón quiso sentarse junto a Eugenia y cuando sonaron las doce campanadas intentó besarla como era tradición en Francia. La señorita Montijo apartó la cara mientras en tono de disculpa le dijo: «No es costumbre en España, en mi país, señor, las mujeres sólo besan a sus padres o a sus esposos». Entonces se inclinó en una pomposa reverencia y le deseó un próspero año nuevo.
A los pocos días la condesa y su hija abandonaban de nuevo París y durante meses no dejaron de viajar, primero a Bélgica y después pasaron la primavera de 1850 en Sevilla donde Eugenia recuperó la alegría de vivir, asistiendo a corridas de toros, montando a caballo y frecuentando a sus viejos amigos. En verano se instalaron en Spa y en Wiesbaden, las estaciones termales frecuentadas por la alta sociedad. Aquellos viajes por Europa, siempre alojándose en los mejores hoteles y vestidas a la última moda, resultaban muy costosos. Como antaño, la condesa —acostumbrada a vivir por encima de sus posibilidades— estaba cargada de deudas y las modistas se negaron a concederle más crédito. Necesitaba con urgencia encontrar un buen partido para su hija, que no se decidía por ninguno de los pretendientes que revoloteaban a su alrededor.
En París, la señorita Montijo solía coincidir con Luis Napoleón en fiestas y reuniones sociales, pero había aprendido bien la lección y aunque se mostraba encantadora no sucumbía al cortejo de su rendido admirador. Aquel juego de tira y afloja conseguiría despertar aún más el interés en el príncipe, acostumbrado a las conquistas fáciles. La princesa Matilde estaba detrás de estos encuentros entre su primo y la aristócrata española. La atracción que éste sentía por la atractiva española contaba con su aprobación. La princesa no apreciaba mucho a miss Howard, una inglesa aventurera cuya fortuna personal procedía de las apuestas, y aunque por el momento se mantenía en un discreto segundo plano —su relación era totalmente clandestina— quizá la ambiciosa dama quería ocupar un lugar en el Elíseo.
Por un tiempo el presidente tendría que olvidar sus amores y coqueteos dado que los asuntos de gobierno reclamaban toda su atención. En los meses siguientes dedicará todos sus esfuerzos a reforzar su poder todavía temporal y a maquinar su reelección. Su mandato es de cuatro años y según la Constitución, no prorrogable. Pero el ambicioso príncipe no está dispuesto a abandonar lo que tanto desvelo le ha costado.
A principios de primavera de 1851 Eugenia y su madre de nuevo hacen el equipaje, esta vez con destino a Londres. Con el pretexto de visitar la primera Exposición Universal ideada por el príncipe Alberto, esposo de la reina Victoria, la condesa frecuentará la alta sociedad inglesa y los mejores salones en busca de un buen partido para su hija. El punto culminante del viaje es la asistencia a un elegante baile en el palacio de Buckingham. La madre de Eugenia espera que su hija pueda ser presentada a la reina, lo que supondría un espaldarazo en su escalafón social. Es una fiesta de disfraces y la señorita Montijo asiste vestida de infanta pero la reina Victoria apenas se fijará en ella. Cuatro años más tarde las dos mujeres volverán a encontrarse en circunstancias muy distintas siendo Eugenia emperatriz de los franceses.
Tras algunas visitas más a viejas amistades y una corta estancia en la campiña inglesa, regresan a París. En la capital el ambiente es muy tenso. El mandato de Luis Napoleón expira la primavera siguiente y la Constitución no le permite volver a presentarse. El príncipe ha pedido la revisión de los textos y la Asamblea se lo ha denegado. París es un hervidero de rumores, se habla de un nuevo golpe de Estado y la situación es tan crítica que a principios de noviembre la condesa decide sin previo aviso regresar a España. Antes de coger la diligencia, Eugenia le hace llegar al conde Bacciochi una carta dirigida al presidente en que le dice: «Sólo vos, monseigneur, podéis llevar a cabo la misión sagrada y salvar a esta Francia que tanto amamos y a la que mi padre sirvió con tanto fervor».
Un mes más tarde, ya viviendo en Madrid, se enterarían por los periódicos de que Luis Bonaparte se había atrevido a dar el golpe de Estado más audaz de la historia. Por fin el conspirador había logrado su propósito de concentrar todos los poderes y ser reelegido presidente de la República. La Asamblea ha sido disuelta, treinta departamentos se encuentran en estado de sitio y sólo en la capital se cuentan más de un millar de muertos. En las horas posteriores al golpe se producen detenciones, juicios sumarísimos y deportaciones. A sus adversarios políticos sólo les espera el exilio, entre ellos está Victor Hugo que no dudará en denunciar la conspiración bonapartista. Sin embargo, el pueblo francés apoya a su presidente y en los comicios celebrados el 21 de diciembre de 1851 más de siete millones de votos refrendan el golpe de Estado. Eugenia se entera de la noticia en Madrid donde el hijo de su hermana Paca da sus primeros pasos en el palacio de Liria. En la distancia sigue muy atenta todos los acontecimientos, y se alegra al saber que Luis Napoleón inicia un nuevo mandato de diez años que culminará con el advenimiento del Segundo Imperio en Francia. Aquel mismo día el príncipe abandonaba el Elíseo para instalarse en las Tullerías, el histórico palacio donde residió su tío Napoleón I. Justo un año después del golpe de Estado, el 2 de diciembre de 1852 en el castillo de Saint-Cloud, Luis Napoleón era proclamado oficialmente emperador de los franceses con el nombre de Napoleón III. Aquel a quien muchos consideraban un advenedizo había conseguido su sueño.
UNA INTRUSA EN LA CORTE
A mediados de septiembre de 1852, Eugenia y su madre regresan al apartamento de la place Vendôme. Unos días más tarde la noble granadina se reencuentra con Luis Napoleón en una de las fiestas que organiza su prima la princesa Matilde. El presidente se muestra muy amable con ella y le confiesa que en París «se las ha echado de menos». También le agradece la carta de apoyo que le escribió antes del golpe de Estado. Desde este instante la condesa de Teba y su madre forman parte del círculo más próximo del futuro emperador. El 13 de noviembre son invitadas a una gran partida de caza en el bosque de Fontainebleau. Aunque al principio Eugenia manifestó reticencias para asistir, pues no quería caer en la misma trampa de Saint-Cloud, en el último momento aceptó.
El espectáculo le resultó fascinante: en medio de un inmenso bosque de árboles de color ocre, los cazadores vestían trajes Luis XIV y montaban caballos purasangre de los establos del príncipe. Luis Napoleón se quedó sorprendido al comprobar que su invitada era una excelente amazona. Al descubrir que la señorita Montijo siente auténtica pasión por la equitación, el príncipe le tiene reservada una sorpresa. Al día siguiente de su llegada, y en la vigilia de Santa Eugenia, le regala un ramo de violetas —sus flores preferidas— y el caballo que había montado al galope durante la partida de caza. El obsequio no pasa inadvertido entre los numerosos invitados y comienzan a circular comentarios maledicentes que llegan a sus oídos. En una carta a su hermana le reconocerá furiosa: «No puedes imaginarte lo que dicen de mí desde que he aceptado ese caballo del diablo».
Las atenciones que el príncipe tiene con su enamorada, a la que él llama a la manera alemana «Ugenie», despiertan celos y envidias en su entorno. Sus enemigos la acusan de ser una extranjera —la apodan despectivamente «la española»—, ambiciosa, entrometida y libertina. Este último punto es quizá el dardo más envenenado contra Eugenia, cuya rectitud moral es intachable y hasta el momento ha resistido con suma elegancia los envites galantes del príncipe. En una ocasión el emperador regresaba eufórico al palacio de las Tullerías tras pasar revista a sus tropas en la place du Carrousel. Al descubrir que la señorita Montijo le estaba observando desde uno de los balcones, se acercó a ella y le preguntó sin miramientos: «¿Cómo llegar hasta vos?», a lo que ella con una amable sonrisa respondió: «Por la capilla, señor…». Eugenia no estaba dispuesta a convertirse en su favorita pero es consciente de que ocupa un lugar importante en el corazón del príncipe. La frialdad que muestra hacia él y su firme resistencia no hacen más que excitar a un hombre ya maduro que da muestras de una inusual paciencia. El anciano rey Jerónimo Bonaparte, padre de Matilde y último hermano vivo de Napoleón I, observará con acierto: «Mi sobrino se casará con la primera que se le meta en la cabeza y le niegue sus favores».
Ajena a los rumores que circulan sobre ella, Eugenia no olvidará la entrada triunfal de Luis Napoleón en la capital, aclamado como el emperador Napoleón III. Era el 2 de diciembre y a la una del mediodía con uniforme de gala de general, montado en su caballo, pasaba solemne por debajo del Arco de Triunfo. Luego la gran comitiva siguió por los Campos Elíseos mientras los cañones retumbaban y la multitud se agolpaba a lo largo del recorrido. Más tarde, en la Sala del Trono del palacio de las Tullerías, el emperador recibía el apoyo y las felicitaciones de sus partidarios. A su lado, emocionada, se encontraba su prima Matilde Bonaparte. Hace unos días le han informado de que tiene derecho al título de princesa imperial, a una casa y a un presupuesto oficial muy generoso. Ahora su única preocupación es que Napoleón III, que ya cuenta cuarenta y cuatro años, encuentre una buena esposa para asegurar la continuidad dinástica. La tarea no va a ser fácil.
Por el momento Eugenia, a la que su primo dedica tantas atenciones, no está ni mucho menos entre sus candidatas preferidas. Es atractiva, elegante y culta pero le pierde su orgullo y sus ansias de independencia. Sin embargo el mayor defecto es que la joven es extranjera, de dudosa nobleza, sin fortuna y de familia aventurera. Matilde la considera una cortesana que goza de una excelente mala reputación. En una ocasión dirá una frase, en voz alta y fuerte para que todos la oigan, que será la comidilla de los salones: «Uno se acuesta con una señorita Montijo, no se casa con ella».
Pero la realidad es que todas las candidatas en las que piensa Napoleón III le han rechazado. Las antiguas monarquías le ven como un advenedizo y un proscrito político. Ni en Inglaterra, ni en Rusia, ni en Austria, este Bonaparte consigue ser aceptado porque no es más que «un burgués sentado en un trono». Cuando la princesa Adelaida de Hohenlohe-Langenburg, la joven y hermosa sobrina de la reina Victoria, finalmente rehúsa su propuesta de matrimonio, Napoleón III siente un gran alivio. Lleva tres años enamorado de la señorita Montijo y ahora tiene el camino libre para declararle su amor.
La condesa de Montijo no es ajena a los rumores y maledicencias que también circulan sobre ella. En aquellos días lord Cowley, el embajador inglés, manda desde París un correo urgente a su gobierno: «Todo me hace pensar que miss Howard por fin ha sido despedida. Pero el entorno del emperador se muestra muy preocupado por la admiración que profesa a una joven española. La madre usa a la hija sin pudor con la esperanza de ganar la corona. La noble española —quien no deja de repetir que es tres veces Grande de España y mucho más noble que la mayoría de los aristócratas de medio pelo de la corte— sigue siendo el objeto de los cuidados más atentos del emperador».
Es cierto que durante los últimos meses el emperador intenta satisfacer todos los deseos de su amada. En una ocasión paseando por el bosque, ella quedó cautivada de la belleza de un trébol bañado con las gotas del rocío. Al día siguiente, en el transcurso de una cena, el emperador organizó un sorteo y ella ganaba el premio que no era otro que un trébol de oro engarzado con tres diamantes que había encargado a un joyero de la capital. Durante otra velada el recién proclamado emperador colocó sobre la cabeza de Eugenia una corona de violetas al tiempo que le susurraba: «Esta corona mientras llega la otra…». Para la condesa, mujer pragmática, estos gestos no significaban nada ni bastaban para asegurar que las intenciones del príncipe fueran serias.
Y un buen día a Eugenia se le acabó la paciencia y decidió viajar a Italia para alejarse de los rumores y las críticas de las que era objeto. Antes de partir, el 31 de diciembre por la mañana se presentó con su madre en las Tullerías para despedirse del emperador. Éste, al conocer la noticia de su inesperada partida a Roma, se muestra contrariado. En realidad se trata de un ultimátum y la señorita Montijo aguarda ansiosa la reacción de su enamorado. Ésta no se hace esperar, y cuando están a punto de subir a su carruaje, el conde Bacciochi las invita al próximo baile y cena que organiza Su Majestad.
La esperanza renace en Eugenia, quien para la gran velada en las Tullerías luce un magnífico vestido blanco de satén adornado con nudos de plata que acapara todas las miradas. Pero un inesperado y desagradable suceso iba a precipitar los acontecimientos. Cuando se dirigía a ocupar su lugar reservado en la mesa del emperador, coincidió con la esposa del ministro del Interior. Al pasar delante de ella, la dama en voz alta exclamó con desprecio: «¡La insolencia de las aventureras!». Cuando Napoleón le pregunta a Eugenia qué le pasa, pues la encuentra muy alterada, ésta le responde: «Ocurre que acabo de ser insultada en su casa como nunca lo he sido, al no haber nadie para defenderme. Mañana mismo, mi madre y yo saldremos de París y nunca más oirá hablar de nosotras». La respuesta del emperador de los franceses no se hace esperar: «Mañana, ya nadie tendrá la audacia de insultarla». Eugenia, por culpa de la mala educación de la esposa de un ministro, ha ganado la batalla antes de lo previsto. El emperador se muestra consternado y no está dispuesto a que nadie insulte a la mujer que ya ha escogido como esposa.
Aquella misma noche cuando ella le reiteró su deseo de alejarse de la corte «para no obstaculizar el destino de vuestra majestad», Luis Napoleón le preguntó: «¿Puede usted amarme? ¿Está libre su corazón?». Ante aquella inesperada pregunta Eugenia le respondió con toda franqueza: «Señor, no ignoro que se me ha calumniado. Mi corazón ha podido latir alguna vez, pero he comprobado después que se me engañaba. En todo casi sigo siendo íntegramente la señorita Montijo». La honestidad y franqueza de la joven hicieron desvanecer todas sus dudas.
Al día siguiente el conde Bacciochi llega a la residencia de la princesa Matilde con una carta del emperador en que le informa que ha decidido de manera irrevocable casarse con la señorita Montijo y que espera de ella todo su apoyo y «defenderla de la maledicencia del mundo». Matilde es la primera en conocer la noticia y aunque en un primer momento se enfurece por esta decisión que considera precipitada, la franqueza de su primo la conmueve. Con lágrimas en los ojos responde que puede contar siempre con su apoyo y cariño, y que se alegra de todo lo que contribuya a su felicidad. La familia Bonaparte no vería con buenos ojos esta unión ya que deseaban para el emperador una princesa europea y la señorita Montijo, aunque condesa de Teba y tres veces Grande de España, les parecía poco para el heredero de una gloriosa dinastía. Tan sólo la viuda de José Bonaparte, Julia Clary, alabó la belleza y el encanto de la futura emperatriz: «La primera vez que vi a la señorita Montijo fue durante una fiesta que Matilde daba en honor de la duquesa de Hamilton. Me quedé admirada de su belleza, de la gracia de aquella extranjera, y pregunté quién era. Era alta y sus brazos, lo mismo que sus hombros, llamaban la atención por su belleza, así como sus dientes y su tez, de una frescura deslumbrante entonces; sus cabellos eran de un hermoso color rubio brillante; se vestía de maravilla y siempre digo que tenía el arte de vestirse».
A mediados de enero de 1853, la condesa de Montijo iba a recibir en su casa de la place Vendôme la carta que llevaba tanto tiempo esperando. Se la traía en mano el secretario particular de Napoleón III y lucía el membrete imperial. La misiva decía así: «Señora condesa, hace mucho tiempo que amo a vuestra hija y que deseo hacerla mi esposa. Hoy acudo a vos para pediros su mano. Nadie es más capaz que ella de hacer mi felicidad, ni más digna de llevar una corona. Si aceptáis, os ruego no divulgar este proyecto antes de que hayamos tomado nuestras disposiciones. Recibid, señora condesa, la seguridad de mi amistad sincera. Napoleón». Después de tantos desvelos la madre de Eugenia había conseguido su sueño. Su hija, tan indómita y difícil, se iba a convertir en emperatriz de los franceses. A partir de este momento Eugenia tendría que ser muy fuerte para aguantar los insultos y las feroces críticas de sus adversarios. Lord Cowley, el embajador británico que había apoyado la candidatura de la princesa Adelaida, llegaría a decir: «Ella ha jugado muy bien a su juego [refiriéndose al emperador] que no ha podido conseguirla de otra forma y es para aliviar su pasión que se casa con ella. Ya se piensa en el divorcio…».
El 22 de enero al mediodía, Napoleón III anunciaba en un solemne discurso su decisión ante los miembros del Senado, del Consejo de Estado y los diputados de la Cámara, que se había convocado en la Sala del Trono. Y concluía con estas palabras: «Así, señores, estoy aquí para decirle a Francia: he preferido una mujer a la que amo y respeto a una mujer desconocida cuya alianza habría supuesto ventajas unidas a sacrificios. Sin demostrar desprecio por nadie, cedo ante mi inclinación, no sin haber sopesado antes mi razón y mis convicciones. Al poner la independencia, las cualidades del corazón y la felicidad familiar por encima de los prejuicios dinásticos, no seré menos fuerte, ya que seré más libre. Muy pronto iré a Notre Dame, presentaré a la emperatriz al pueblo y al ejército. En cuanto la conozcáis, estaréis convencidos, señores, de que una vez más la Providencia me ha inspirado».
A partir del anuncio oficial del compromiso Eugenia y su madre abandonan su apartamento de la place Vendôme para instalarse en el Elíseo hasta el día de la boda. Oficialmente ya es la prometida del emperador y recibe todos los honores. En su nueva residencia disponen de un ejército de chambelanes, guardias, lacayos y camareras a su servicio que se dirigen a ella como «Su Excelencia la condesa de Teba». Dentro de ocho días será la soberana de los franceses y no hay tiempo que perder. Debe escribir a la reina Isabel II para pedirle su consentimiento y ocuparse de su ajuar. A madame Palmyre —la misma que se ha negado a seguir dando crédito a la condesa de Montijo debido al impago de sus facturas— le encargó cincuenta y dos vestidos para su ajuar, y el vestido de novia a madame Vignon, otra gran dama de la alta costura parisina. Durante los días previos al enlace un ejército de proveedores desfila cada mañana por el Elíseo: zapateros, joyeros, sombrereras, peluqueros y costureras atienden solícitos a la futura soberana.
Luis Napoleón acude puntual cada noche al palacio para cenar con su prometida y su inseparable madre, que sigue ejerciendo de carabina. Siempre se presenta con un ramo de flores y una joya escogida por él. Desde el primer día Eugenia demostrará que aunque le gustan las joyas no olvida las obras sociales. Su primer gesto la víspera de la boda, y el primero de su vida oficial, así lo demuestra. El consejo municipal de París ha decidido regalarle un collar de diamantes, obsequio de la capital a su soberana. Ella lo rechaza y solicita que los seiscientos mil francos de su valor se destinen a la construcción de un centro de educación profesional para chicas pobres. Tampoco acepta la generosa dote que le asigna el emperador y le pide que se entregue a una maternidad.
Tras el anuncio oficial del compromiso Eugenia ya no tendría que soportar la incómoda presencia de miss Howard, hasta el momento la amante oficial del príncipe. El emperador devolvió a su generosa protectora todo el dinero que le había prestado —más de cinco millones— y le concedió el título de «condesa de Beauregard». La dama inglesa abandonó discretamente la capital. Antes Napoleón había pedido a unos policías que sustrajeran —haciendo parecer un robo— todos los papeles comprometedores que pudieran encontrar en su vivienda para evitar un posible chantaje.
En medio de aquella vorágine, el 22 de enero de 1853, Eugenia sacó tiempo para escribir a Paca y anunciarle su matrimonio con el emperador: «Hermana mía, llego al Elíseo, y quiero decirte la emoción que siento. Este momento es muy triste. Digo adiós a mi familia y a mi país, para consagrarme exclusivamente al hombre que me ha amado hasta el punto de elevarme a su trono. Le amo, es una garantía para nuestra felicidad. Hay que conocerlo en la vida íntima para saber hasta qué punto hay que apreciarlo. Hoy aún miro con temor la responsabilidad que va a recaer sobre mí y, sin embargo, cumplo mi destino, tiemblo, no por miedo de los asesinos, sino por parecer inferior en la historia a esas dos reinas españolas, Blanca de Castilla y Ana de Austria. Adiós, hoy es la primera vez que han gritado “Viva la emperatriz”. Dios quiera que eso no cambie nunca».
Aunque hasta el momento ha sabido mantener el tipo, Eugenia sabe que lo peor está por llegar y que tendrá muchos enemigos. El día anterior a su boda, le escribe a Paca su carta más sincera en que le confiesa sus temores: «En vísperas de ascender a uno de los mayores tronos de Europa, no puedo remediar cierto pavor: la responsabilidad es inmensa, me atribuirán a menudo tanto el bien como el mal. Nunca he tenido ambición, sin embargo mi destino me ha llevado a lo alto de una cuesta de la que uno puede caer al menor soplo de aire, pero no he subido desde tan bajo como para sentir vértigo. Dos cosas me protegerán, así lo espero, la fe que tengo en Dios y el inmenso deseo que tengo de ayudar a las clases más desfavorecidas».
Eugenia siente que ha sido elegida por el destino para cumplir un papel en la historia pero el precio que tiene que pagar es muy alto: «[…] Pronto estaré sola aquí, sin amigos; todos los destinos tienen su cara triste: por ejemplo, yo, que enloquecía ante la mera idea de libertad, encadeno mi vida: nunca sola, nunca libre, toda una etiqueta de corte de la que seré la principal víctima, pero mi creencia en el fatalismo es cada vez más arraigada». Al igual que Luis Napoleón, la futura emperatriz es una mujer supersticiosa. Hay una anécdota que a Eugenia le gustaba contar y que, según testigos, aceleró los planes de boda. A principios de siglo, un botánico había traído a Francia un árbol de América, por aquel entonces desconocido, llamado Pageria. Lo plantaron en el Jardin des Plantes y sólo floreció una vez, el año en que el general Bonaparte se casó con Josefina de Beauharnais, en 1796. Luego, se marchitó y cuando todos pensaban que había muerto, la planta en aquellos días se volvió a cubrir de flores. Cuando informaron a Napoleón III de este misterioso acontecimiento, el emperador lo consideró como una señal de que comenzaba una nueva era para los Bonaparte y que debía casarse, como hizo su tío, con la mujer que amaba.
Los que conocían bien a Napoleón III aseguran que el emperador estaba muy enamorado de su prometida, se le veía radiante y no ocultaba su felicidad. Sin embargo, los sentimientos de Eugenia eran más confusos. Por los comentarios que le hizo a su hermana y confidente Paca en aquellos días, parece que al principio de la relación ella sentía sobre todo una gran admiración por el emperador y le deslumbraba su ilustre apellido. Según su biógrafo Octave Aubry, poco antes de la boda, estando a solas con su amiga de la infancia la marquesa de Bedmar, y dando vueltas al anillo de oro que conservaba en recuerdo de su noviazgo con Alcañices, le confesó: «Si ahora mismo viniese Pepe y me propusiera irme con él, lo haría». En realidad Eugenia tardaría en olvidar al que había sido su verdadero amor de juventud, y en cuanto a su matrimonio con Napoleón lo aceptaba «como una misión divina», según sus propias palabras.
Es cierto que ya en su madurez Eugenia de Montijo reconocía que a pesar de los problemas y las diferencias entre los dos no se arrepentía de la decisión que tomó. «Jamás habría podido amar a un hombre que no pensara tan noblemente como él», afirmó en una ocasión. La realidad es que ambos eran muy distintos; el emperador casi le doblaba la edad, tenía el aire fatigado y parecía mayor debido a su frágil salud. De carácter reservado y afectados modales, tenía fama de vividor, derrochador y mujeriego. Eugenia, en cambio, a sus veintiséis años se encontraba en la flor de la vida, era romántica, franca, voluble y ferviente católica. Algunos consideraban que era apasionada en todo menos en el amor. «Esta carne, tan hermosa, es de mármol», diría de ella un viejo libertino cuando la conoció en una recepción.
El sábado 29 de enero se celebró la boda civil en el gran Salón de los Mariscales del palacio de las Tullerías. A las ocho de la noche dos calesas escoltadas por un pelotón de carabineros a caballo llegaron al patio del Elíseo. El duque de Cambacérès, gran maestro de ceremonias, acudía a buscar a la emperatriz acompañado del embajador de España que sería su testigo. Para la ocasión Eugenia luce un vestido de satén rosa adornado con encajes ingleses y en el cuello un collar de perlas de tres vueltas, regalo del emperador. A punto estuvieron de fallarle las fuerzas cuando tuvo que subir sola la gran escalinata donde estaba esperándola Napoleón. Creyó que iba a desmayarse pero consiguió serenarse y dominar la situación. La sola idea de enfrentarse a los miembros de la corte allí reunidos y a los Bonaparte que tanto la despreciaban, le causa gran angustia. El acto es breve y pese a su escaso protocolo es un auténtico suplicio para ella. A su hermana le confesará: «La ceremonia fue soberbia, pero… no puedo explicarte lo que sufrí durante tres cuartos de hora, sentada en un trono tan elevado, con todo el mundo frente a mí. Estaba más pálida que los jazmines que adornaban mi cabeza… Además, me dan el título de majestad y me hace el efecto que hacemos comedia… Mi último recuerdo de soltera es para ti…». Paca, su única confidente y la persona a la que se sentía más unida, no podría asistir al enlace por problemas de salud al haber sufrido un aborto.
El 30 de enero de 1853, día señalado para la boda imperial, amaneció con el cielo despejado y un sol radiante, algo poco frecuente en el riguroso invierno parisino. Desde temprano costureras y peluqueros daban los últimos retoques a la novia. Madame Vignon había diseñado para ella un vestido de satén blanco adornado con pequeños brillantes y cubierto por un manto de encaje inglés que terminaba en una cola de terciopelo blanco de cuatro metros. En la cabeza lucía una diadema de zafiros y diamantes que Josefina había llevado el día de su coronación. El duque de Cambacérès se la había traído el día antes de parte de Su Majestad junto a un cinturón de zafiros que Napoleón I le había regalado a su segunda esposa, la emperatriz María Luisa, el día de su boda.
Sin embargo, de todos los obsequios que le hizo su futuro esposo el que más le emocionó fue el talismán de Carlomagno, un fragmento de la Vera Cruz engastado en un colgante de zafiros y perlas que había pertenecido a Josefina Bonaparte y heredó la reina Hortensia, madre del emperador. Félix, el famoso peluquero parisino, se ha encargado de su original peinado que consta de «dos bandos por delante, uno realzado en forma María Estuardo, el otro enrollado desde lo alto de la cabeza y que desciende en pequeños bucles acompañando la nuca». Este peinado «a la emperatriz» tendrá tanto éxito que se pondrá de moda durante dos décadas.
Eugenia llegó en su carruaje a las Tullerías acompañada de sus damas de honor, su primer chambelán y algunos oficiales de la casa del emperador. Al ver a su prometida, Napoleón rompiendo el protocolo se acercó a ella y tomándola de la mano la llevó a una ventana de la Sala del Trono que abrió de par en par. Quería presentar a su futura esposa a las tropas que esperaban en el patio. El monarca luce sus mejores galas: traje de teniente general, con el gran cordón de la Legión de Honor y el collar del Toisón de Oro.
Después de saludar a las autoridades presentes, pusieron rumbo a Notre Dame en una carroza dorada, rematada con la corona imperial y tirada por ocho caballos ricamente engalanados. En el camino tuvo lugar una curiosa anécdota. Cuando la carroza pasaba por debajo del arco de las Tullerías, la gran corona imperial instalada en lo alto golpeó con la pared y se desprendió cayendo al suelo. El mismo incidente se había producido el día de la coronación de Napoleón I. Aunque los dos eran muy supersticiosos, la felicidad del momento les hizo olvidar lo ocurrido. Cuando el largo y espléndido cortejo llegó frente a la catedral, Eugenia descendió de la carroza y de manera espontánea se volvió hacia la multitud que les aguardaba desde hacía horas. La emperatriz les saludó con una solemne reverencia «tan flexible, elegante, tan graciosa» que provocó la admiración de todos. Los aplausos y los gritos de «¡Viva la emperatriz!» no se hicieron esperar. Con aquel gesto Eugenia comenzaba a ganarse el cariño de su pueblo.
Para el enlace, al que asisten dos mil invitados, la catedral había sido suntuosamente decorada. La continuidad dinástica de los Bonaparte es simbolizada por cuatro águilas que destacan en el pórtico y dos enormes banderas francesas ondean en las torres. En el interior los pilares han sido envueltos con terciopelo rojo bordado con palmas de oro. De lo alto descienden colgaduras forradas con armiño, escudos y guirnaldas de flores. Quince mil velas iluminan su interior y un coro de quinientos músicos interpreta durante la ceremonia las piezas escogidas personalmente por el emperador. Tras el oficio la pareja y su comitiva se dirigen de nuevo a las Tullerías bordeando el Sena. Para Eugenia la jornada resulta especialmente agotadora porque no está acostumbrada al estricto protocolo, sin embargo se muestra amable y encantadora con todo el mundo.
La princesa Matilde recordaría en una carta algo nostálgica la llegada de los recién casados al palacio: «Todo el mundo se abrazó, se felicitó y luego la emperatriz se cambió de traje para ir a Saint-Cloud, donde debía permanecer a solas con su marido. Volvió, muy animada, vestida de terciopelo color rubí con una estola de pieles. La vimos subirse en un coche con enganche de posta, que la llevó a su nueva residencia. Las damas y el servicio la siguieron. Cada uno de nosotros se fue para su casa, con el cuerpo cansado y el corazón triste; sentíamos que el emperador se nos escapaba». En Villeneuve-L’Étang, en un pabellón anexo al castillo de Saint-Cloud y oculto en medio de un gran parque, Napoleón III y su esposa pasarían su luna de miel. Al fin podían estar solos lejos de todas las miradas y de la condesa de Montijo, a la que literalmente olvidaron en las Tullerías. Una testigo, la marquesa de Ferronays, invitada a la boda, así lo recordaba: «La noche de la boda, un desengaño esperaba a la pobre señora de Montijo, como ocurre a las madres. Al haberse ido su hija a Saint-Cloud, ya no había servicio en el Elíseo y se consideró muy afortunada al encontrar allí a una buena mujer, la señora Gould, un poco judía, un poco portuguesa, amiga suya, que le dio de cenar».
Al día siguiente, este incidente sería la comidilla de los salones, pero tampoco se libraría de los insultos y rumores la nueva emperatriz. En realidad nadie la conoce pero ya la juzgan sin piedad al igual que hicieron con Josefina y la desdichada María Antonieta. La española es demasiado hermosa, ambiciosa, orgullosa… en verdad no está enamorada del emperador, sólo desea su fortuna y las joyas de la Corona… ha tenido una lista interminable de amantes en España y seguramente la boda se ha adelantado porque ya está embarazada… Algunas de estas perlas se escuchan en las reuniones sociales que tienen lugar en el palacio de la princesa Matilde. Lejos de acallarlas, la prima despechada no duda en calumniar al nuevo miembro de la familia y en destacar lo mucho que le gustan las joyas: «He notado en las Tullerías cómo miraba con avidez los tesoros de la Corona, acariciaba las perlas y se las pasaba por las mejillas».
Como en tiempos pasados, la maquinaria de insultos y calumnias se ha puesto en marcha. Una dama de la alta sociedad que frecuenta los mejores salones reconoce con tristeza: «Es una pena ver a nuestro país caer tan bajo; los panfletos y las calumnias llueven en todos los salones. Han arrastrado tanto a esta pobre emperatriz que, aunque sea por caridad cristiana, uno se vería obligado a defenderla». La propia Eugenia, ya en su madurez, a la hora de hacer balance de aquella época de su vida, diría con enorme pesar: «Mi leyenda está hecha; al principio de mi reinado, era ya la mujer frívola, que sólo se preocupaba de ir a la moda. ¿Cómo corregir una leyenda?».
DÍAS DE VINO Y ROSAS
En Saint-Cloud la emperatriz Eugenia disfrutará de unos días felices libre de responsabilidades. Durante su luna de miel los recién casados visitan Versalles, le Petit Trianon donde María Antonieta se refugiaba de las intrigas de la corte, y montan a caballo por los frondosos bosques que rodean su residencia. En aquellos días quizá Eugenia hablara con el emperador sobre el papel que ella debía desempeñar. Tenía muy claro que como emperatriz de los franceses no iba a conformarse con lucir espléndidos vestidos y organizar fiestas en palacio. Todos sus esfuerzos se dirigirían a ayudar a los más desfavorecidos, y así se lo hizo saber. Pero también como esposa del emperador tenía el deber prioritario de perpetuar la dinastía de los Bonaparte y darle un hijo varón. Mientras ese día llegaba tendría que acostumbrarse a la etiqueta imperial y a un aparatoso protocolo que Napoleón III había restablecido «para seducir a los franceses e impresionar al extranjero».
La pareja imperial fija su residencia permanente en las Tullerías, el histórico palacio donde han vivido Luis XVI, Napoleón I, Luis XVIII y Carlos X. La emperatriz le dotará de un estilo original que será las señas de identidad del Segundo Imperio. En aquel invierno de 1853, el genial Louis Visconti, nombrado «arquitecto de Su Majestad el emperador», se dedica a rehabilitar los apartamentos que ocuparán los nuevos dignatarios, con prioridad los de Eugenia. La soberana cuenta con diez estancias habilitadas en la primera planta del palacio que ella acondicionará con su personal estilo. Una de sus pasiones es la decoración de interiores y supo adaptar el estilo Luis XVI —su preferido— a las tendencias del Segundo Imperio, dando lugar a un estilo conocido como «Luis XVI Emperatriz».
Sin embargo el rincón favorito de la soberana es su gabinete de trabajo, oculto tras un biombo acristalado, donde pasa la mayor parte del tiempo y se rodea de sus objetos más personales, recuerdos de sus seres queridos, imágenes religiosas y libros. Aquí sólo recibe a los más íntimos y a sus amigas de infancia olvidando por completo la etiqueta. Una escalera secreta une los apartamentos de Eugenia a los de su esposo situados en la planta baja, junto al jardín.
En esta corte deslumbrante del Segundo Imperio, Eugenia representará muy dignamente su papel de emperatriz aunque no corra sangre azul por sus venas. Debido a su rango, cuenta con un nutrido y muy jerarquizado grupo de personas a su servicio. La casa de la emperatriz tiene una autoritaria gobernanta, la princesa de Essling, secundada por la duquesa de Bassano. Estas dos mujeres son las encargadas de hacerle compañía y de controlar que sus audiencias se desarrollen con normalidad. También se le han asignado doce damas de honor, dos chambelanes, dos escuderos, dos secretarios, un bibliotecario y una lectora. Todo un enjambre de personas a su entera disposición que también se ocupan de espiarla y de comentar hasta el menor gesto. Luis Napoleón le ha advertido que tenga cuidado y sea muy prudente delante de ellos.
A finales de marzo, tras las cacerías de Fontainebleau, la madre de Eugenia tuvo que dejar París. El propio emperador se lo había pedido el mismo día de la boda y la dama, ocultando su enojo, se dispuso a despedirse de sus amistades. La relación entre madre e hija nunca había sido buena, pero además la condesa de Montijo tenía fama de intrigante y sobre todo de derrochadora. Luis Napoleón había pagado discretamente sus deudas pero no estaba dispuesto a que su suegra siguiera malgastando el dinero y conspirando a sus espaldas.
En una carta a su hermana Paca, tres semanas después de la boda, Eugenia le anuncia la noticia: «Daré a mamá varias cositas para ti. Piensa irse en marzo. Creo que a pesar de la triste situación en que vivíamos, por culpa de la incompatibilidad de nuestros talantes, se encontrará ahora muy sola y triste». Prosper Mérimée se ha ofrecido a acompañarla hasta Poitiers y le promete visitarla muy pronto en España. Cuando Eugenia se despide siente que rompe el último vínculo familiar. Por fortuna, le han permitido conservar a su lado a Pepa, la camarera andaluza que ha estado siempre a su servicio, y a la que nombra su primera doncella. Tras la partida de su madre su prioridad es formar su propia familia, y el destino quiso que a principios de abril el médico le anunciara que estaba embarazada.
La felicidad de la emperatriz duraría poco. Tras sufrir una aparatosa caída montando a caballo tuvo un aborto y perdió el hijo que esperaba. Obligada a guardar cama durante tres semanas, le confiesa a su hermana, embarazada también por tercera vez, el sufrimiento que ha padecido: «Me alegraba mucho la idea de tener un hermoso bebé como el tuyo, y me he desesperado, pero doy gracias a Dios de que este accidente no me sucediera más tarde, eso me habría apenado mucho más». Eugenia cae en una profunda melancolía como lo demuestran las cartas que le sigue enviando a su hermana. A la depresión y la debilidad física se unen la preocupación del destino que le deparará a ese hijo que tanto anhela: «Pienso con pavor en el pobre delfín Luis XVII, en Carlos I, en María Estuardo y en María Antonieta. ¡Quién sabe qué triste destino habría tenido mi hijo! Preferiría mil veces para mis hijos una corona menos resplandeciente pero más segura».
Tras su período de convalecencia, y con un «humor de perros», Eugenia retoma sus obligaciones y trata de acostumbrarse a su nueva vida oficial. Las fiestas, los bailes y las recepciones se suceden en el palacio de las Tullerías. El emperador, al igual que su tío Napoleón I, considera que una corte fastuosa y deslumbrante al estilo de las antiguas dinastías es indispensable para el prestigio de Francia. Pero los tiempos han cambiado y la nobleza, así como los viejos monárquicos siguen mirando con cierto desprecio a este emperador que no tiene sangre real y trata de emular los usos del Antiguo Régimen.
La vida de Eugenia transcurre entre el castillo de Saint-Cloud, próximo a París, donde reciben a sus más insignes huéspedes, el marco incomparable de Fontainebleau con su enorme estanque donde las damas y caballeros practican el remo y Compiègne, residencia favorita del emperador, donde en la temporada de caza se da cita la alta sociedad francesa. El lugar predilecto de Eugenia es Biarritz donde se aloja en Villa Eugenia, una mansión de piedra y ladrillo construida para ella sobre un promontorio batido por el mar. Cuando su intensa actividad social se lo permite la emperatriz viaja a Villeneuve-L’Étang, escenario de su luna de miel, que ahora es de su propiedad gracias a la generosidad del emperador. Al igual que su admirada María Antonieta, la emperatriz instala una granja modelo que le abastece de productos frescos. Es su particular Trianon, donde juega a ser granjera y olvida la estricta observancia de la etiqueta que impera en los otros palacios.
Lejos del boato y los fastos de la corte, la emperatriz de los franceses se emplea a fondo en ayudar de manera anónima a los más desafortunados. Incluso sus detractores no pueden negar su alma generosa. Organiza colectas, hace donativos, colabora en asilos, hospicios y destina la mayor parte de sus regalos de boda a obras de caridad. Una o dos veces por semana se viste de manera austera —con abrigo de señora mayor y tocada con un sombrero recubierto por un largo velo— para pasar inadvertida y sale por una discreta puerta de palacio acompañada por una única dama de honor. La emperatriz conoce de primera mano la miseria en la que viven miles de personas hacinadas en sórdidos tugurios en pleno centro de París. Su necesidad de ayudar es muy anterior a su rango de soberana. Su padre don Cipriano le había transmitido unos ideales de justicia social que nunca olvidaría, y que compartía con Napoleón III: «El príncipe estando en prisión escribió un libro sobre la extinción del pauperismo que me apasionó; buscábamos la forma de poner en práctica su teoría y soñábamos con trabajar por la felicidad de los pueblos y mejorar la suerte de los obreros».
Si alguien estaba dispuesto a cambiar el aspecto de esa ciudad superpoblada, insalubre y peligrosa era su emperador. Napoleón III convertiría París en una de las ciudades más modernas y bellas del mundo. Para poner en marcha este faraónico proyecto de remodelación contaría con el arquitecto Haussmann que transformaría el viejo París en una ciudad monumental, de elegantes edificios públicos, anchas avenidas, parques y zonas ajardinadas.
A finales de marzo de 1854, Francia e Inglaterra declaraban la guerra a Rusia en un conflicto que se libraba a miles de kilómetros en la península de Crimea, en el Mar Negro. Napoleón III, que siempre había deseado emular las proezas militares de su tío, se lanzará a esta aventura contra las tropas del zar Nicolás I con un coste de más de cien mil víctimas. Aunque la rendición de Sebastopol y el fin de la guerra se celebró en París con gran entusiasmo, la guerra de Crimea puso en evidencia las carencias del ejército francés y la falta de organización de sus altos mandos. Napoleón III no era un genio militar y este enfrentamiento le granjearía el rencor y la hostilidad de Rusia.
El emperador aprovechó la ocasión para iniciar a Eugenia en los secretos de la alta política. Durante semanas le dará a leer los informes y despachos de sus embajadores y ministros, y la invitará a presenciar los consejos dedicados a estas cuestiones. Napoleón III, autoritario y desconfiado por naturaleza, gobierna solo pero insiste en que su esposa esté bien instruida en política exterior, una decisión que será objeto de duras críticas.
En 1855, dos años después de la boda imperial, comienzan a circular rumores sobre la esterilidad de la emperatriz. Algunos miembros del clan Bonaparte se encargan de difundir crueles libelos y anuncian incluso el inminente divorcio de la pareja imperial. Eugenia, que «a diario reza para que Dios le conceda un hijo», teme, al igual que Josefina Bonaparte, ser repudiada por su esposo. Pero en aquel mes de mayo el emperador Napoleón III anda preocupado por otros asuntos de distinta índole. Está a punto de celebrarse la Exposición Universal que mostrará al mundo las aspiraciones del Segundo Imperio. París se vestirá de gala para recibir a los principales monarcas y jefes de Estado de todo el mundo.
La reina Victoria y su esposo el príncipe Alberto —en compañía de dos de sus hijos— han anunciado su visita oficial a París en el mes de agosto. Este gesto pone en evidencia la buena relación existente entre ambos países desde el último viaje realizado, meses antes, por Napoleón III y su esposa a Londres. En aquella ocasión disfrutaron de la hospitalidad de la soberana y fueron agasajados con cenas de gala, conciertos y bailes en el palacio de Buckingham. Durante su estancia la reina Victoria le dio a Eugenia una serie de sabios consejos —«sus recetas infalibles», como ella las llamaba— para quedarse embarazada. «Nada de baños calientes, provocan abortos; no montéis a caballo y poneos una almohada debajo de los riñones. Haced un poco de ejercicio, sin cansaros, al aire libre, y sed feliz, llegará», le recomendó en privado. A sus treinta y seis años Victoria había llevado a buen término ocho embarazos y dado a luz hijos vigorosos. Eugenia no olvidaría las cariñosas palabras de su anfitriona que con el tiempo se convertiría en una de sus mejores amigas y confidentes. A su regreso, tras participar en una cacería en Compiègne, la emperatriz tuvo otro aborto. En esta ocasión no sufrió apenas dolor y tal como le anunció a su hermana: «Los médicos me han intervenido a tiempo, pues si me hubiera abandonado jamás hubiera podido tener hijos».
Apenas unas semanas después de ser inaugurada la Exposición Universal, la emperatriz Eugenia descubre que está de nuevo embarazada. A la alegría inicial se une la angustia porque son muchas las obligaciones que tiene que atender. También está especialmente nerviosa porque Napoleón III acaba de sufrir un atentado del que ha salido milagrosamente ileso. Los médicos le han recomendado una cura de tranquilidad y aire fresco en el balneario de Eaux-Bonnes, donde permanecerá un mes guardando descanso absoluto. Debe coger fuerzas dado que la reina Victoria llegará a París a mediados de agosto y desea agasajarla en persona durante su estancia. La emperatriz decide esperar dicha fecha para anunciar de manera oficial su embarazo.
Tras ejercer de anfitriona de la familia real inglesa y resistir una lista interminable de actos protocolarios, Eugenia se refugió en Biarritz para descansar. La brisa del mar y la tranquilidad que se respiran en ese pueblo pesquero de la costa vascofrancesa que ella pondrá de moda, le sientan bien a su embarazo. Le gusta organizar paseos en barca, meriendas campestres, largas excursiones que dejan exhaustas a sus damas y bañarse a diario en el mar aunque el agua esté muy fría. Ya de regreso a París, todo está preparado en su amplia habitación tapizada de azul de las Tullerías para el alumbramiento, que se adelanta de fecha. En la noche del 14 de marzo comienzan las contracciones y como el parto de la emperatriz es público —siguiendo la etiqueta de los reyes de Francia— son convocados ministros, senadores y diputados que deben estar presentes para testificar. Hay mucha gente a su alrededor, su madre y su hermana Paca en la cabecera de la cama, la princesa Matilde, su gobernanta la princesa de Essling, sus camareras y lady Ely, dama de honor de la reina Victoria. Más de cien velas iluminan la estancia y la emperatriz, mujer devota, ha colocado estampas, iconos y talismanes encima de los muebles.
Eugenia sufre una verdadera tortura, el parto se complica y hay que recurrir al uso de fórceps para salvar su vida y la de su hijo. Finalmente en la madrugada del 16 de marzo, y prácticamente inconsciente, trae al mundo al príncipe imperial, un bebé rubio de cabellos dorados como los de ella. El recién nacido tiene una herida en la frente debido al uso del instrumental quirúrgico. Un mal presagio para su madre, que más tarde dirá: «Su sangre se derramó llegando al mundo». Tras confirmar que su hijo es un varón y está sano, la emperatriz cae agotada. El parto ha durado veintinueve horas y su ginecólogo confiesa que nunca había visto sufrir tanto a una mujer al dar a luz. El domingo de Ramos, los parisinos se despiertan con el estruendo del cañón de Los Inválidos que anuncia mediante ciento un salvas que Francia ya tiene un heredero al trono.
Eugenia quiere disfrutar unos días en la intimidad de su familia y despacha a sus damas de honor. La emperatriz pensaba que se repondría en poco tiempo, pero cuando a las dos semanas quiso levantarse, sufrió un dolor atroz. Tras un reconocimiento descubrieron que el fórceps le había fracturado la pelvis y tendría que guardar cama durante un mes totalmente inmovilizada. La reina Victoria fue de las primeras en felicitarla pero al conocer los detalles del penoso parto, escribió en su diario: «Excelentes noticias de la querida emperatriz, pero noticias lamentables de su parto, que ha tenido que ser horrible; la compadezco tanto… Ojalá hubiera podido tener a su lado al doctor Lacock y cloroformo administrado como es debido; todo hubiera podido ser diferente». Victoria conocía muy bien los beneficios del cloroformo porque ella misma había sido una de las primeras en experimentar este tipo de anestesia cuando dio a luz a su octavo hijo, el príncipe Leopoldo.
El 14 de julio, aún sin reponerse del todo, la soberana pudo asistir al bautizo de su hijo en la catedral de Notre Dame. Tras dos meses convaleciente, Eugenia aparece en público por primera vez deslumbrante y todo el mundo aprecia su belleza. «Un gran velo de tul blanco la envolvía como una nube vaporosa», la describe uno de los invitados. El príncipe imperial recibe los nombres de Napoleón, Eugenio, Luis, Juan y José, aunque sus padres siempre le llamaran Luis. Para Eugenia, este hijo único al que adorará, será su principal razón de vivir. Ella siempre le llamará cariñosamente «Loulou».
Al final del bautizo, la emperatriz comentará: «Cuando el emperador ha levantado a nuestro hijo en sus brazos para mostrarlo al pueblo, mi emoción fue tan intensa que mis piernas flaquearon y tuve que sentarme precipitadamente». Acudieron seis mil invitados a la iglesia y tras un impresionante banquete para cuatrocientas personalidades, un espectáculo de fuegos artificiales puso el broche final a una jornada que Eugenia guardaría en su recuerdo como la más feliz de su vida. Sólo una persona no estaría presente en el bautizo, el príncipe Napoléon —apodado Plon-Plon—, quien se consideraba el auténtico representante de la casa imperial. Era hijo del anciano rey Jerónimo Bonaparte y hermano de la princesa Matilde. El joven se jactaba de tener un gran parecido físico con el Gran Corso y miraba por encima del hombro a su primo Napoleón III al que juzgaba como un advenedizo al trono por su supuesto origen bastardo. Desde un principio despreció a Eugenia y se encargó de propagar todo tipo de rumores y libelos contra ella que dañarían mucho su imagen.
Tras el bautizo del príncipe imperial celebrado con gran pompa y el júbilo de sus súbditos, Eugenia se enfrenta a la cruda realidad. El parto ha sido tan laborioso que su vida y la de su hijo han estado en peligro. Los médicos le recomiendan que evite otro embarazo, lo que significa que las relaciones con su esposo serán aún más complicadas. A diferencia de la reina Victoria, que reconocía a sus más íntimos que disfrutaba de la compañía de su esposo y sentía una gran atracción sexual por él, Eugenia vivió una gran decepción en su noche de bodas. Quizá las prisas del emperador —o su poco tacto— a la hora de consumar su matrimonio le restaron romanticismo. La emperatriz, de temperamento más frío que su esposo, le confiesa tras su luna de miel a una amiga de infancia: «El amor físico, ¡qué asco!… Pero bueno, ¿por qué sólo piensan en eso los hombres?».
Para su esposo el sexo es importante y se muestra insaciable en sus conquistas femeninas. Está enamorado de Eugenia pero no le basta. A su prima Matilde le revela un día: «¿La emperatriz? Le he sido fiel durante los seis primeros meses, pero yo necesito pequeñas distracciones». Si Eugenia creía que tras dar a luz al heredero de la dinastía Bonaparte su esposo le sería más fiel, se equivocaba. Sus aventuras extraconyugales aumentaron y en su lista de amantes se encontraban desde damas de la corte a jóvenes modistillas. Cuando su médico personal advertía al emperador de los riesgos para su salud debido a los excesos, éste le respondía: «Dejadme, necesito estas escapadas, que a nada serio me comprometen. La emperatriz hace mal sintiendo celos; lo que ella cree favoritas no son sino pasatiempos». Pero estos pasatiempos, como él los llamaba, le iban a pasar factura al emperador que tenía una salud delicada pero se negaba a abandonar su frenética actividad sexual.
Eugenia, decepcionada por el comportamiento inapropiado de su esposo, tendrá que hacer frente a un nuevo problema. Se trata de Virginia Oldoini, condesa de Castiglione, una exuberante aristócrata italiana de diecinueve años que muy pronto será la favorita del emperador. En 1856 la joven había llegado a París junto a su esposo con el firme propósito de influir en el emperador para lograr la unificación italiana. Su primo el conde de Cavour, primer ministro del Piamonte, le había propuesto que actuara como agente secreto y a través de sus encantos consiguiera que Napoleón III declarara la guerra a Austria para que ésta cediese los territorios ocupados en Italia. La Castiglione no tardó en conquistar al emperador que la obsequió con magníficos regalos y se convirtió en una asidua invitada a las fiestas de la pareja imperial, donde coincidía con Eugenia. La insolencia de la italiana llegaba a tal punto que cuando la emperatriz hacía su entrada y todas las damas se ponían de pie, ella seguía sentada, desafiándola con la mirada.
Eugenia se sentía celosa e indignada por el comportamiento de su esposo y la imagen que estaba dando en el exterior. El idilio traspasó las fronteras, y así el embajador lord Cowley en una carta dirigida a su ministro lord Clarendon, le decía: «Las libertades que Su Majestad se ha tomado últimamente con la Castiglione son un escándalo en todo París. Incluso en la corte se habla de una fiesta campestre celebrada, la otra noche, en Villeneuve-L’Étang, a la que sólo fueron invitados unos pocos privilegiados. En una pequeña barca de remos, el emperador embarcó solo con dicha dama, hacia regiones donde juntos pasaron toda la noche. La pobre emperatriz, a quien daba pena ver, se puso a bailar para aliviar sus nervios sobreexcitados. Como todavía está muy débil, se cayó y se desmayó… Todo esto es muy triste. En cuanto a política se refiere, semejantes cosas perjudican mucho al emperador». Era la primera vez que su esposo la humillaba en público con una de sus amantes y la emperatriz, herida en su orgullo, dijo basta. Amenazó al emperador con regresar a España no sin antes explicar al consejo las razones de su partida.
Durante dos años la seductora Castiglione fue objeto de deseo de Napoleón III hasta que éste se cansó de sus extravagancias e intrigas. El emperador, hombre hermético y desconfiado, no cayó en su trampa a pesar de sus muchos encantos. Pronto otra hermosa dama ocuparía el rango de favorita, la condesa Walewska, esposa del ministro de Asuntos Exteriores. En una de las cartas que le escribió a su hermana Paca en aquellos días infelices, Eugenia le confiesa su hastío: «Tengo tal asco de la vida, es tan vacía en el pasado, tan llena de escollos en el presente y quizá tan corta en el futuro (por lo menos eso espero) que me pregunto a veces si vale la pena luchar, y el valor me falta porque esos pequeños disgustos van minando toda mi existencia».
En julio de 1856, unos meses después del nacimiento del príncipe imperial, el Senado acordó nombrar regente a la emperatriz. A pesar de su frívolo comportamiento, el emperador pensaba seriamente en el porvenir. A partir de este momento Eugenia podría intervenir en los asuntos de Estado y sus opiniones serían escuchadas. Esta medida demuestra la confianza que Napoleón III tenía en las capacidades de su esposa. Permitiendo satisfacer sus aspiraciones políticas intentaba quizá compensar el dolor que le causaban sus constantes infidelidades. En el ocaso de su vida Eugenia confesó con cierta tristeza: «Cuando fui emperatriz hice todo lo posible por comprender las grandes cuestiones que preocupaban al emperador. Hacía que me las explicase, tomaba notas, leía cuanto podía esclarecerlas. La diplomacia me interesaba en el más alto nivel; mi mayor gusto era hablar con todos los hombres de Estado extranjeros que afluían a las Tullerías. […] El público, juzgando por las apariencias, me creía ocupada en elegancias y mundanerías, trapos y arambeles; me acusaba de frívola, derrochadora, coqueta, superficial y no sé cuántas cosas más. Pero los que contra mí dirigían esa malévola campaña, hubiesen quedado sorprendidos de ver los cuadernos en que diariamente resumía todas mis lecturas…».
Antes de ser emperatriz, Eugenia llamaba la atención por su elegancia y buen gusto en el vestir. La escritora francesa George Sand, que no era nada aduladora, la describió de esta manera cuando la conoció en París en 1853: «De estatura mediana, admirablemente proporcionada, Eugenia tiene las manos y los pies tan pequeños como los de un niño de diez años. Su cabeza, que se yergue con arrogancia sobre un cuello luminosamente blanco y unos hombros bien torneados, está coronada por una masa de cabellos ondulados cuyo color, ni rojo, ni dorado, ni castaño, resulta de la suma de estos tres tonos, y que algunos atribuyen al artificio. Sus rasgos tienen la cincelada perfección de una estatua griega. Pero su mayor belleza reside en sus ojos de azul oscuro, protegidos por unas cejas negras».
Las revistas de moda de la época dedicaban páginas enteras a describir sus vestidos, peinados y originales tocados. Eugenia crearía un estilo propio que sería la imagen del Segundo Imperio y a la vez en el campo político contribuiría a afirmar el poder y la magnificencia de la dinastía Bonaparte. En 1860, a los treinta y cuatro años, era considerada una de las mujeres más bellas de Europa. George Sand decía que todos los hombres estaban enamorados de la emperatriz. Eugenia sabía que levantaba pasiones, pero su admirada belleza no era suficiente para un esposo que le seguía siendo infiel. Aunque fingía ignorar sus amoríos, en una ocasión, pasando ante un grupo de bellas damas que se inclinaban respetuosamente ante su presencia, diría entre dientes: «Me pregunto cuál de ellas no se ha acostado aún con el emperador…».
Con sus hermosos ojos azul violeta, sus cabellos tirando a rubio castaño, su perfecta complexión, pies pequeños y talle de avispa, era inevitable que se convirtiera en un icono de la moda en aquella segunda mitad del siglo XIX. Le gustaba ir siempre a la última y cuando aparecía alguna novedad no dudaba en adaptarla si le sentaba bien, ya fuera un sombrero de plumas de garza o de aves del paraíso, pañoletas, chales de Cachemira y albornoces. Las damas de la corte copiaban sus peinados, sus recogidos de bucles y cabello adornado con flores naturales, incluso se teñían el pelo de su color caoba rojizo. Eugenia popularizó el uso del miriñaque de crinolina, que acentuaba su fino talle a pesar de ser sumamente incómodo, las amplias pamelas, el collar de chatones, el color malva, y puso de moda el escote que realzaba sus hombros caídos. También marcó estilo en su forma de maquillarse, se delineaba los ojos con kohl, cuidaba sus pestañas con abéñula y se pintaba los labios con rojo carmín.
En una ocasión le llamó la atención el vestido que la princesa Paulina de Metternich, esposa del embajador de Austria en París y árbitro de la elegancia, lucía durante un baile celebrado en las Tullerías. El modelo le gustó tanto que al enterarse de que era del modisto inglés Worth, éste se convirtió en su diseñador personal. Por su parte Pierre Guerlain fue nombrado perfumista de Su Majestad la emperatriz Eugenia en 1853. Para ella creó una fragancia exclusiva a base de limón, bergamota, lavanda, naranja, verbena, entre otras esencias. En el frasco de Eau de Cologne Impériale —que aún se comercializa— se reproducen las abejas doradas imperiales del manto de Napoleón III, así como las fuentes de París símbolo del frescor.
Para Eugenia, como para su admirada María Antonieta, el lujo formaba parte de su oficio y también era un modo de apoyar la industria textil francesa. En 1894 confesaba al escritor Lucien Daudet: «Me acusan de ser frívola y de amar demasiado la ropa, pero es absurdo; eso equivale a no darse cuenta del papel que debe desempeñar una soberana, que es como el de una actriz. Mi vestuario forma parte de este papel». Sin quererlo Eugenia, y gracias a su estilo y personalidad, se había convertido en el brillante símbolo del Segundo Imperio. Y en aquel gran teatro que era la corte imperial, iba a representar a la perfección su papel de abnegada esposa, madre del príncipe heredero y emperatriz de los franceses. Nunca dejaría traslucir en público sus sentimientos y aguantaría el tipo frente a las más duras adversidades. Así lo expresaba a su hermana en una de sus cartas: «Vivo en un mundo que he tenido que dividir en dos partes: la de la vida pública y la de la vida privada. Todo lo que guarda relación con esta última me parecería profanado si pasara al dominio de la primera, y creería representar una comedia si fuera a mostrar mis penas a la gente, ni que lo hiciese con toda sinceridad».
Aunque sus inquietudes iban más allá de los lujosos vestidos y joyas que lucía en bailes y recepciones, la fastuosa pompa impuesta por Napoleón III contribuyó a la imagen frívola de la emperatriz. Sin embargo Eugenia seguía realizando de manera anónima una ingente obra social. Además de crear orfanatos y asilos, impulsó la educación gratuita para las niñas huérfanas y para los padres sin recursos. Convirtió las cárceles de niños en penitenciarias agrícolas y consiguió durante su regencia más de tres mil indultos para presos políticos, entre otras iniciativas. Durante las epidemias de cólera visitaba los hospitales y hablaba con los enfermos sin temor al riesgo del contagio.
De su valor y sentido del deber dio muestras en un brutal atentado que iba a sufrir el 14 de enero de 1858. Aquella noche la pareja imperial asistía a la ópera y cuando el cortejo llegó frente a la entrada principal del teatro se produjo una fuerte detonación que hizo volcar el coche en el que viajaban. Cuando se acercaron varias personas a auxiliarla, la emperatriz que había resultado ilesa, al igual que su esposo, dijo: «No se preocupen de nosotros. Es nuestro oficio. Atiendan a los heridos». Las tres bombas de fabricación casera habían causado la muerte de doce personas y herido a otras ciento cincuenta. Aquella noche, por primera vez, todo París admiró el valor y la sangre fría de su emperatriz. A pesar de su entereza nunca podría olvidar aquellos terribles segundos en los que por primera vez sintió tan de cerca la muerte. Ahora sabía que en cualquier momento podía ser, al igual que el emperador, blanco de los terroristas y durante quince años este temor le produjo una gran angustia. El autor de la masacre era un aristócrata italiano, hijo del conde Orsini, que junto a sus cómplices acusaba a Napoleón III de no haber cumplido su promesa de liberar a Italia.
Tras el atentado los acontecimientos se precipitaron. En contra de lo que muchos imaginaban, el emperador era un firme partidario de la unidad de Italia y decidió apoyar al Piamonte contra Austria, que ocupaba buena parte del norte de Italia. En contrapartida el primer ministro piamontés, el conde de Cavour, le prometió cederle Niza y Saboya. También le ofreció para su primo Plon-Plon la mano de la princesa Clotilde, la hija menor del rey Víctor Manuel. El 3 de mayo Napoleón III anunció a su pueblo que él en persona se pondría al frente de sus tropas y que la regencia quedaba en manos de la emperatriz.
Cuando lo vio partir, Eugenia sintió un gran temor. Su esposo era un hombre maduro y enfermizo que nunca había luchado en un campo de batalla, y temía por su vida. En una carta a Paca le hacía la siguiente reflexión: «¡Qué extraño es el destino! ¿No te parece? ¿Quién nos habría dicho, cuando éramos niñas, lo que nos esperaba? Y cuando M. Beyle [Stendhal] nos relataba las campañas del Imperio, que escuchábamos tan atentamente, el desprecio que se tenía por la emperatriz María Luisa. ¿Quién me habría dicho: tú serás parte activa de la segunda escena de este poema, y te juzgarán con tanta severidad como a María Luisa, si procedes como ella? Te aseguro que esto da que pensar».
El primer consejo al que acudió la emperatriz le intimidó. Los ministros se mostraron corteses pero eran reacios a tratar con una presidenta «con enaguas» los asuntos de Estado. Poco a poco se fue ganando la confianza de los miembros del consejo, sorprendidos al ver la seriedad con que se tomaba sus responsabilidades como regente. Cada día estudiaba los informes enviados por los prefectos de varios departamentos de Francia, los despachos de los embajadores en las capitales europeas y los comunicados del ejército informando sobre el avance de las tropas francesas. Un día su amigo Mérimée la encontró aprendiéndose de memoria el texto de la Constitución. El 24 de junio, tras la sangrienta batalla de Solferino, las tropas franco-italianas derrotaban al ejército austríaco. Fue una auténtica carnicería que hizo derramar lágrimas al propio emperador cuando recorrió el escenario del combate. Eugenia sintió un gran alivio al saber que su esposo estaba bien pero cuando conoció el elevado número de víctimas en ambos bandos se quedó horrorizada. Henri Dunant, un joven suizo presente en el infierno de Solferino, se estremeció hasta tal punto del sufrimiento vivido, que dos años más tarde —y con el apoyo de Napoleón III— fundaría la Cruz Roja.
El año de 1860 comenzó con el anuncio de una gira oficial de los emperadores por las nuevas provincias anexionadas de Saboya y Niza. El viaje les llevaría desde el valle del Ródano a los Alpes, y de las orillas del mar al desierto de Argel donde Napoleón III visitaría a su aliado Abd-el-Kader. Para Eugenia la ilusión inicial quedó truncada al saber que su hermana Paca tenía tuberculosis y su pronóstico era grave. Consiguió convencerla para que viajara con su madre a París, donde podría consultar a los mejores especialistas. La emperatriz puso a su disposición el yate imperial que las trasladó desde el puerto de Alicante a Marsella, para luego continuar por tren hasta la capital.
Antes de emprender la gira oficial, las dos hermanas compartieron unos días y dieron un último paseo en coche descubierto por el bosque de Boulogne, uno de los lugares preferidos de Paca. Un testigo excepcional, el novelista Pedro Antonio de Alarcón, describió así los últimos días de la duquesa de Alba: «Los españoles buscábamos todas las tardes, con el afán más tierno y el interés más respetuoso, un carruaje ocupado por dos señoras que cuatro veces cruzaba como una exhalación entre las filas de coches y desaparecía por el Arco de la Estrella, poco antes de la puesta de sol, para no volver hasta el día siguiente… Hasta los que no trataban a aquellas dos señoras quitábanse el sombrero generosamente al verlas pasar, revelando en su actitud la más honda melancolía… y era que una de aquellas dos damas, elegante sobre toda ponderación y bella como una fantasía de artista, iba reclinada en la carretela, inmóvil, pálida, moribunda cual si le sobrase la luz y le faltase aire para vivir. Era que todos sabíamos que aquella mujer huiría del mundo en breve plazo; que sus horas estaban contadas. […] Indudablemente ya la habéis conocido… Hablo de la duquesa de Alba, de la hermana de la emperatriz Eugenia. La otra señora era su madre; su pobre madre, la ilustre condesa de Montijo». Cuando el 22 de agosto la pareja imperial abandonó Saint-Cloud acompañados por un numeroso séquito Eugenia tuvo un terrible presentimiento. Durante todo el viaje no dejaría de escribirle a su hermana largas y cariñosas cartas para animarla: «Trata de comportarte bien y cúrate lo antes posible para hacer feliz a tu hermana que te ama con todas las fuerzas de su alma».
La duquesa de Alba fallecía el 16 de septiembre de 1860, en la víspera de la llegada de la emperatriz a Argel. Cuando el emperador conoció la fatal noticia estaban a punto de asistir a una espléndida recepción de bienvenida. Decidió ocultar a su esposa la gravedad de los hechos hasta el día siguiente para no tener que suspender el acto organizado por sus anfitriones árabes. Cuando Eugenia supo la verdad hacía cinco días que Paca había fallecido. En un telegrama al duque de Alba, el emperador le había pedido que esperase el regreso de Eugenia antes de trasladar el féretro a España. Aquella desgracia rompió el corazón de la emperatriz y la sumió en una profunda tristeza. A su dolor por el luto se añadía el resentimiento hacia el emperador por no haber confiado en ella. En una carta a la condesa Tascher de La Pagerie le confesaría: «Todo se desmoronaba en mi interior, y poco a poco me sumí en un abismo del que sólo se sale tras haber pisoteado el corazón. Medía el precio del sufrimiento de los altos destinos y me decía que los bienes de la tierra no valen los esfuerzos que hacemos para conservarlos».
Con la desaparición de Paca perdía a su amiga, su confidente y su vínculo con España. Tenía sólo treinta y cinco años y era la única persona a la que podía abrir su corazón; con ella compartía sueños, tristezas e ilusiones. Únicamente le queda el consuelo de sus tres sobrinos a los que cuidará como una madre en la distancia. A Carlos, el único varón, lo retuvo a su lado en las Tullerías mientras intentaba encontrarle un buen preceptor. Tras la desaparición de su hermana, la emperatriz mantendrá una correspondencia regular con el duque de Alba, aunque el contenido de las cartas sea frío y distante debido a las discrepancias que existen entre ambos. Su cuñado no está de acuerdo con la decisión que ha tomado Eugenia de derribar el palacete de Alba, una hermosa residencia que la emperatriz mandó construir para Paca y su familia en los Campos Elíseos, y que ella misma decoró. Son tan tristes los recuerdos que le trae esta mansión que decide vender el terreno y derribar el hermoso edificio. Se niega a que nadie pueda vivir en la casa donde murió su hermana y hace trasladar a sus aposentos en las Tullerías la cama donde falleció y su tumbona preferida. Es su manera de estar cerca de ella, y como amante del espiritismo está convencida de que podrá contactar con su espíritu que vaga por el palacio. Cuando Eugenia llegó a París frecuentaba el salón de un famoso médium escocés, Hume, que se atribuía poderes adivinatorios y hasta curas religiosas. Le gustaba contactar con el más allá a través de las «mesas giratorias» —que la emperatriz pondría de moda—, cuyos golpes y movimientos correspondían a las letras del abecedario.
Cuando Eugenia regresó al palacio de Saint-Cloud apenas se detuvo para besar a su hijo y se dirigió a la iglesia de Rueil, donde había sido depositado provisionalmente el cadáver de la duquesa de Alba. Abatida y de riguroso luto acudirá cada día a esta iglesia contigua al castillo de Malmaison, y cubrirá el féretro de su hermana con sus flores blancas preferidas. Se siente culpable por haberla abandonado en el último momento y cree firmemente que habría podido hacer más por ella. Tras dos meses de retiro en su residencia de Saint-Cloud, la emperatriz decidió abandonar París inesperadamente y viajar de incógnito a Escocia. Aquel otoño se presentaba demasiado triste y melancólico para ella; la larga enfermedad y muerte de Paca, las constantes infidelidades del emperador en aquellos días tan delicados, pudieron con ella. «Encuentro París tan triste desde que mi hermana no está… creo que el sentimiento de no haber estado con ella al morir me dobla la pena…».
Eugenia atravesaba una gran depresión, estaba muy angustiada, apenas dormía, comía muy poco y sufría un fuerte dolor de espalda. A su amigo lord Clarendon le comentó su preocupación de padecer una degeneración de la columna vertebral que podía ser hereditaria. Los médicos franceses que consultó no supieron cómo curarla pero le hablaron de un especialista en la materia, el doctor Simpson, que vivía en Edimburgo. Aquel viaje era una huida en toda regla, necesitaba cambiar de aires y de paso consultar a este renombrado médico. Cuatro días más tarde, el 14 de noviembre, la emperatriz con un séquito muy reducido de dos damas y dos chambelanes, embarcó hacia Londres viajando bajo el falso nombre de condesa de Pierrefonds. Su precipitada partida de la capital dio pie a todo tipo de conjeturas, se llegó incluso a decir que la emperatriz pensaba divorciarse de su esposo. En aquellos días Eugenia había descubierto que la condesa Walewska, a la que consideraba una amiga, era la nueva amante del emperador. En una carta a su cuñado el duque de Alba le explicaba las razones de su precipitada marcha: «Mi salud, cada día más frágil, me obliga a partir. A mamá le he dicho que estaba enferma pero a ti te confieso que me siento muy débil y a veces bastante mal».
Tras visitar en Edimburgo al doctor Simpson, quien tras un exhaustivo examen declaró que su condición física era excelente, la emperatriz se dispuso a recorrer Escocia vestida de negro, y ligera de equipaje. Aunque el invierno no era la mejor época para visitar este país, su naturaleza salvaje, sus agrestes paisajes cubiertos por brumas y misteriosos lagos cautivaron a la emperatriz que recuperó pronto las fuerzas. Al regreso se detuvo en Windsor para saludar a su amiga la reina Victoria. La soberana la recibió con grandes muestras de cariño y en su diario anotó: «Estaba muy bella pero muy triste y hablando de su salud y del viaje a Argel se echó a llorar. Su viaje, sin embargo, parece haberle hecho muy bien; antes no podía comer ni dormir… Ella no me ha dicho ni una palabra sobre el emperador. Es muy curioso». En Londres, donde no la reconocen, disfruta de su independencia yendo de compras, paseando por sus calles y visitando el Museo Británico.
El 12 de diciembre el emperador fue a recibir a su esposa a la ciudad de Boulogne a bordo del tren imperial. Un detalle que la emociona pero el dolor por la pérdida de su querida hermana le resulta aún insoportable. Finalmente el 19 de diciembre, Eugenia acude por última vez a la capilla de la iglesia de Rueil para despedirse de Paca. A su madre le escribe en una carta que un tren especial llevará los restos de la duquesa de Alba a España, después de tres meses de espera: «He ido a buscar a mi hermana y la he acompañado hasta el último momento; yo he sido quien ha arreglado las flores en el coche, y en verdad he hecho por ese cuerpo todo lo que hubiera hecho cuando ella estaba enferma y sólo me he apartado de él en el momento en que partió el tren». La emperatriz siente que ha cumplido con su deber. A partir de ese instante se volcará en la educación de su hijo de cinco años y en cumplir con sus obligaciones en la corte. Muy pronto una nueva y lejana aventura militar le devolverá las ganas de vivir al poder participar en el juego de la alta política junto a su esposo.
TAMBORES DE GUERRA
Eugenia explicó mucho tiempo después que su esposo, cuando se encontraba prisionero en Ham, ya soñaba con levantar en América Central un sólido imperio católico que pusiera freno a las ambiciones de Estados Unidos. En realidad fue la emperatriz la que recordó el tema a su marido durante unas vacaciones en Biarritz en verano de 1861, tras una conversación que mantuvo con José Hidalgo. Este diplomático mexicano residente en París, hijo de españoles y poseedor de una gran fortuna, conocía a Eugenia desde que era una niña y supo interesarla por lo que ocurría en su lejana patria. Hidalgo le contó que una terrible guerra civil entre conservadores y liberales devastaba el país. El año anterior Benito Juárez —un abogado de origen indígena y contrario a la religión— había tomado el poder e instaurado una república. Al encontrar las arcas vacías, Juárez tomó la decisión de suspender el pago de la deuda externa a Francia, España y Reino Unido. Los conservadores, católicos y aliados con los grandes terratenientes, solicitaron una intervención exterior y Napoleón acudió en su ayuda.
El emperador y su esposa Eugenia persuadieron al archiduque Maximiliano de Habsburgo, hermano del emperador austríaco Francisco José, para ocupar el trono de México. Casado con la princesa Carlota, hija del rey belga, parecía el más idóneo para llevar a cabo esta gran empresa. Pero la aventura imperial en México apenas duró tres años y se saldaría con una humillante derrota militar. El 12 de marzo de 1867 los franceses abandonaron Veracruz y pocos meses después Maximiliano I, solo y abandonado por todos, fue fusilado tras la caída de Querétaro.
Aquel trágico episodio así como la nefasta actuación de Napoleón III al frente de este contencioso dañaron seriamente el prestigio imperial. Los cimientos del glorioso Segundo Imperio comenzaban a tambalearse. «Aún hoy no me avergüenzo de México. Deploro lo ocurrido. Pero no me sonrojo por ello», declararía años más tarde la emperatriz. Sin embargo su apoyo a la dramática expedición mexicana, en la que se volcaría en cuerpo y alma, desencadenaría duras críticas y ataques en su contra. Detrás de esta campaña de desprestigio se encontraban sus propios parientes, la princesa Matilde y su hermano el príncipe Plon-Plon, que sentían celos y un gran odio hacia «la española».
Eran muchos los que acusaban a Eugenia de inmiscuirse demasiado en los asuntos de Estado y en particular en la política exterior. «No era mi intención ni mi oficio dirigir Francia, pero la salud del emperador declinaba y yo debía ayudarle, en ocasiones más de lo que hubiera deseado», confesaría. Tras el desastre de México, Napoleón III era un soberano envejecido, enfermo y parecía agotado. El peso del poder, los fracasos militares, el descontento popular y su debilidad por las mujeres habían minado seriamente su salud. Desde hacía cuatro años sufría fuertes dolores que le dejaban exhausto y se limitaba a tomar tranquilizantes a base de opio que lo sumían en un estado de somnolencia y de entumecimiento. Se negaba a que un especialista le examinase y la verdadera causa de su enfermedad seguía sin conocerse.
Sin embargo, a sus cincuenta y seis años, su apetito sexual era insaciable. Aunque Eugenia había tenido una paciencia infinita, una nueva y escandalosa aventura de su esposo a punto estuvo de romper su matrimonio. Hacia 1864 Napoleón III se había encaprichado de una alegre y temperamental costurera de veinticinco años que se hacía llamar Marguerite Bellanger. El soberano la instaló en una casita cercana al castillo de Saint-Cloud, adonde acudía a verla con frecuencia. Aunque al principio Eugenia no se preocupó mucho por esta nueva «diversión», todo cambió cuando llegó a sus oídos que la Bellanger se había quedado embarazada. No era seguro que fuera del emperador —treinta años mayor que ella y con frecuentes achaques—, pero a Eugenia le inquietaba el porvenir de su hijo y el escándalo público si se conocía la noticia. Una noche, le informaron de que habían llevado a su esposo a Saint-Cloud en un estado lamentable. Al parecer había sufrido un síncope mientras se encontraba en los brazos de su amante en su nido de amor. Para la emperatriz más que un escándalo, fue una humillación que jamás olvidaría.
A la mañana siguiente, Eugenia se presentó en la residencia de la Bellanger para transmitirle un mensaje muy claro: «Señorita, usted está matando al emperador. Deberá abandonar esta casa antes de mañana y dejar de verle. Para él es la vida o la muerte», le dijo en tono firme. La joven, con lágrimas en los ojos, le pedirá perdón de rodillas y le prometerá seguir su consejo. Pero Napoleón no estaba dispuesto a renunciar a su jovial amante y acusó a su esposa de entrometerse en sus asuntos privados. Eugenia, enfurecida y herida en su amor propio, se marchó de París para hacer una cura de aguas en el balneario de Schwalbach donde en su juventud acudía con su madre. De nuevo bajo la falsa identidad de condesa de Pierrefonds, la emperatriz despechada pasaría unos días meditando en soledad y encontrando el valor para no cumplir con su amenaza de dejar a su esposo y huir a España con su hijo.
El descanso, las largas caminatas por unos paisajes idílicos y el aire fresco le devolvieron la salud. Eugenia regresó junto al emperador dispuesta a luchar para mantener el prestigio de un imperio cuyos cimientos comenzaban a tambalearse. Al volver a las Tullerías había tomado una decisión que su amigo Mérimée definió con estas palabras: «Eugenia ha dejado de existir, sólo queda la emperatriz». Y como tal cumplirá a la perfección con las obligaciones inherentes a su cargo. Su conducta sería siempre irreprochable aunque muchos la tacharan de frívola y ociosa. Su única felicidad en aquellos días sombríos era el príncipe imperial, a quien adoraba y trataba de educar en la rectitud. Napoleón sentía debilidad por su único vástago y se mostraba con él muy indulgente. Eugenia deseaba hacer de él un hombre fuerte y valiente, y un digno heredero de la dinastía Bonaparte. A los trece años Luis era un niño encantador de hermosos ojos azules, tez pálida como su madre y cabello moreno ligeramente rizado. Cuando viajaban juntos era recibido en todas partes con grandes expresiones de cariño y entusiasmo, sobre todo por los bonapartistas que veían en él la continuidad del imperio.
En aquel año de 1865 Napoleón III realizó una larga gira de tres meses por el corazón de Argelia, y Eugenia de nuevo se encargaría de la regencia. A pesar de ser el blanco de todas las críticas la emperatriz no perdería el tiempo. Había adquirido más seguridad y dominio, y también más experiencia. Esto le dio fuerzas para emprender en ausencia de su marido algunas reformas sociales como la mejora del régimen carcelario, sobre todo de los presos más jóvenes. El derecho a la educación se convirtió en su caballo de batalla. Dos años antes el emperador había nombrado a Victor Duruy ministro de Instrucción Pública. Este hombre librepensador y humanista colaboró estrechamente con la emperatriz para poner en marcha una enseñanza pública superior femenina.
Para los sectores más conservadores y el clero se trataba de un escándalo. Para mostrar su apoyo a los proyectos de Duruy, Eugenia inscribió a sus sobrinas, a las que tenía a su cargo, en un curso de la Sorbona. Durante su regencia, ministros y diputados aprobaron dos proyectos de ley para construir más escuelas e institutos y conceder becas a los estudiantes y artesanos sin recursos. Victor Duruy alabó el compromiso de la emperatriz y antes de finalizar su mandato en 1869, escribió: «Los futuros historiadores de Napoleón III podrán decir: “Cuando tomó las riendas del gobierno de Francia, la mitad de la población vivía en la ignorancia, pero cuando se marchó, todos podían leer, escribir y contar”. Será una gloria extraordinaria porque no conozco a ningún príncipe que la haya conseguido».
La emperatriz también luchó, a su manera, por los derechos de las mujeres y abogó por el sufragio femenino. Fue promotora de las letras y las artes, y destacó el talento de importantes figuras como la singular escritora George Sand, de quien dijo que le gustaría ver en la Academia Francesa. Antes de finalizar su regencia otorgó la Legión de Honor a la pintora Rosa Bonheur. Esta artista original y audaz era la primera mujer condecorada con esta prestigiosa distinción. Cuando Napoleón III regresó a París se sintió orgulloso por el trabajo de su esposa y las iniciativas que había llevado a cabo. El emperador siempre admiró su talento político, aunque en las cuestiones más relevantes tomara las decisiones en solitario, y casi siempre a sus espaldas. Si las desavenencias conyugales eran insalvables, en los asuntos de gobierno se entendían. Ambos compartían la necesidad de ayudar a los más desfavorecidos y las cuestiones sociales fueron prioritarias durante su mandato.
En aquellos años de tantos sinsabores sólo el éxito de la Gran Exposición Universal de 1867 celebrada en París consiguió levantar los ánimos de la emperatriz. Durante siete meses la capital deslumbró al mundo y recibió la visita de las principales coronas europeas. Francia había perdido la hegemonía europea pero su capital proyectó una imagen de riqueza, entusiasmo y prosperidad como nunca antes se había visto. Eugenia destacó por su elegancia y volvió a ejercer de perfecta anfitriona organizando banquetes, galas en la ópera, almuerzos en La Malmaison, visitas culturales, bailes en la Galería de los Espejos de Versalles y grandes veladas en las Tullerías con espectáculos de luces y fuegos artificiales. Más de diez millones de personas visitaron una ciudad que había sufrido una enorme transformación de la mano del arquitecto Haussmann. En apenas quince años París se había convertido en una urbe moderna, abierta y luminosa. Contaba con grandes avenidas y bulevares, elegantes barrios de nueva creación, puentes que unían las dos orillas del Sena y magníficos edificios como la ópera, la Gare Saint-Lazare y la bolsa. Nada hacía imaginar que muy pronto este deslumbrante decorado del Segundo Imperio se vendría abajo.
Dos años después de la gran «fiesta imperial» que fue la Exposición Universal, la mayor preocupación de Eugenia es la salud de su esposo. Ha cumplido sesenta y un años, aunque parece muy envejecido. Su deterioro físico y sus patéticas conquistas femeninas provocan las burlas de la oposición. Su última favorita es una elegante joven rubia, la condesa de Mercy-Argenteau, de quien se sabe que siente debilidad por las joyas. El emperador ha ganado peso, tiene un andar torpe, se tiñe la perilla y los bigotes, y se colorea ligeramente las mejillas con carmín para disimular su rostro cetrino. Sigue rechazando a los médicos y soporta a diario un terrible dolor. En París circulan rumores sobre la gravedad de su estado pero oficialmente se comunica a la población que «Su Majestad sigue sufriendo dolores de índole reumática». Napoleón III cree que aún continúa siendo muy popular entre su súbditos aunque su régimen autoritario y personalista le ha granjeado muchos enemigos.
A pesar del desgaste y las críticas hacia el gobierno de Napoleón, la inauguración del canal de Suez, tras diez años de trabajos faraónicos, será un motivo de orgullo para Francia. Sin el apoyo incondicional de la pareja imperial —y en especial de Eugenia que sentía un gran aprecio por su primo Ferdinand de Lesseps—, este extraordinario proyecto que unía el Mediterráneo y el Mar Rojo nunca hubiera llegado a término. El virrey de Egipto invitó a los emperadores a su solemne inauguración prevista para el 17 de noviembre de aquel año de 1869. Napoleón III no podría viajar a Egipto debido a sus problemas de salud y las tensiones políticas del momento.
Eugenia se preparó con gran entusiasmo para esta inesperada aventura a Oriente. Su modisto predilecto Worth —que había causado una auténtica revolución aboliendo el miriñaque— diseñó para ella un deslumbrante vestuario. El 30 de septiembre la emperatriz, acompañada de su séquito habitual y sus sobrinas Luisa y María de Alba, embarcó en el lujoso yate imperial Aigle. Aunque la perspectiva del viaje la llenaba de ilusión, en el fondo la emperatriz se sentía preocupada por abandonar a su esposo y a su hijo en unos días tan difíciles. Las elecciones estaban próximas y aunque Napoleón III había comprendido que debía ceder y hacer concesiones a la cámara, la agitación social aumentaba.
Tras una tranquila travesía y diversas escalas protocolarias, a mediados de noviembre la emperatriz de los franceses llegaba a la rada de Port Said. El visir Ismail Pachá acudió en persona a recibirla y juntos viajaron en un tren especial hasta El Cairo. La soberana y su séquito se instalaron en un magnífico palacio construido en la isla de Gezira para acoger a los huéspedes de algo rango. Las salas principales estaban ornamentadas con estuco en estilo morisco, y los suelos eran de mármol de Carrara. Los aposentos reservados para la emperatriz fueron decorados con muebles y objetos traídos especialmente de París para que no se sintiese desplazada. El visir puso a su disposición un carruaje tirado por ponis, copia exacta del que la soberana tenía en Saint-Cloud.
Durante unos días en El Cairo se dieron cita todas las coronas europeas y los más altos dignatarios del mundo. Sin embargo, Eugenia es la invitada de honor —y la madrina del canal— y asiste orgullosa junto a su primo Lesseps a los innumerables actos programados: cenas, banquetes, bailes de honor en palacios de ensueño… A pesar del calor sofocante que tanto incomoda a sus damas de compañía, ella disfrutará navegando aguas arriba del Nilo en un tradicional dahabieh, cabalgando por las dunas a lomos de camello, cenando en el harén del sultán, comprando antigüedades en los bazares y visitando las imponentes pirámides iluminadas de noche con luces de magnesio. El desierto y la sensación de libertad le devolverán la salud y el buen humor. En aquellos días, como ella mismo reconocerá, se ha sentido «sultana, faraona y exploradora intrépida».
En Suez se celebra el último banquete servido en un marco de incomparable belleza oriental. La emperatriz luce para la ocasión sus mejores diamantes, y un elegante vestido de satén que cubre a la altura de los hombros con un fino tul tejido de plata y alhelíes. Sentada entre el emperador austríaco Francisco José y el príncipe imperial de Prusia, atrae todas las miradas. Aquella noche, en nombre del emperador, Eugenia otorga a su primo Lesseps la gran cruz de la Legión de Honor. Todos alzan sus copas para brindar por el canal y el triunfo de Francia y Egipto. En este decorado de Las mil y una noches, la emperatriz ha vivido el «canto del cisne» del Segundo Imperio. «Quién me iba a decir entonces que un año después seríamos destronados», se lamentaría. Aquel viaje sería uno de los mejores recuerdos de su azarosa y trágica existencia.
El frío invierno de París devuelve a la emperatriz a la realidad tras su viaje triunfal a Egipto. Napoleón prosigue con sus obras de reforma y desde enero de 1870 restablece el régimen parlamentario. El nuevo gobierno aparta a la emperatriz de los asuntos de Estado y le cierra las puertas del consejo. Eugenia despechada se enfurece contra esta medida que le parece injusta y más tras haber superado de manera satisfactoria dos regencias en ausencia de su esposo. Sabe que ha perdido su influencia y se consagrará a las obras sociales y de caridad. También a la educación de su hijo y de sus dos sobrinas que siguen permaneciendo a su lado.
La política liberal de Napoleón parece tener éxito aunque Eugenia lamenta en silencio «verle abandonar poco a poco sus prerrogativas y convertirse en una máquina de firmar». Tras un plebiscito el pueblo, en su mayoría, acepta este cambio de rumbo. Por el momento el imperio está asegurado aunque la salud de su emperador es preocupante. A finales de junio, y a petición de Eugenia, acepta ver a un especialista y se confirma la existencia de un cálculo en la vejiga. El riesgo de una operación quirúrgica es tan grande que se descarta. Napoleón pide a su médico personal que se oculte la verdad a su esposa y a su pueblo. A Eugenia se le dice que padece reuma y cistitis, aunque ella intuye que hay algo más.
A principios de mes Napoleón III ha redactado un texto de abdicación por motivos de salud. En el mismo se indica que el emperador renunciará al trono en cuanto el príncipe imperial alcance la mayoría de edad, es decir, dieciocho años. Entonces, y según el mayor deseo de Eugenia, la pareja se retirará a su hermosa villa de Biarritz junto al mar para pasar juntos la vejez. En caso de necesidad ella seguirá asumiendo la regencia. Está todo previsto; sólo hay que esperar cuatro años para que el príncipe Luis se siente en el trono de Francia.
Apenas un mes después los acontecimientos se precipitaron de una manera vertiginosa. El 19 de julio Francia declaraba la guerra a Prusia en el peor momento. El ejército francés no estaba a la altura de su poderoso enemigo y los médicos aconsejaban al emperador reposo justo ahora que se ve obligado a desplegar una intensa actividad. A pesar de su delicado estado de salud, Napoleón anunció su voluntad de ir al frente y llevar con él al príncipe imperial. De nuevo se confía la regencia a Eugenia, que la acepta sabiendo que en esta ocasión sus poderes están muy limitados y los ministros actúan según su criterio y sólo la informarán a posteriori de las resoluciones que hayan tomado.
El 28 de julio, sumida en una gran tristeza y preocupación, la emperatriz se despide de su esposo enfermo y de su hijo en la pequeña estación de Saint-Cloud. El príncipe Luis lleva uniforme de alférez de infantería, el cabello cortado, un sable en el cinto y sobre el pecho la placa de la gran cruz de la Legión de Honor. Sólo tiene catorce años y parece un adulto. Antes de despedirse su madre le hará la señal de la cruz sobre la frente, diciéndole: «Cumple con tu deber». Aunque ha mantenido el tipo hasta el final, se siente muy sola. Napoleón no quería esa guerra pero era prisionero de su propio apellido. Como él mismo dijo: «Un Bonaparte jamás podía retroceder ante una guerra reclamada por su pueblo».
Aquella misma noche Eugenia abandonó Saint-Cloud y se estableció en las Tullerías, convocando a todos los miembros del consejo. Su presidente telegrafió al emperador y le comentó: «La emperatriz está bien de salud. Nos da a todos ejemplo de firmeza, valor y altura de alma». Era cierto que la emperatriz, a diferencia de sus ministros y cortesanos, no se dejó llevar por el pánico. Los que antes la criticaban por su incitación obsesiva a esa guerra absurda que acabaría con el Segundo Imperio ahora alababan su entereza. El propio Mérimée escribe: «He visto dos veces a la emperatriz desde nuestra desgracia. Es firme como una roca. Me ha dicho que no sentía el cansancio. Si todo el mundo tuviera su valor, el país estaría a salvo…». Incluso el primer ministro de Prusia, Bismarck, reconocería su entereza y valor diciendo que la emperatriz era «el único hombre» del gobierno francés.
Eugenia apenas duerme y tampoco come, vive recluida en su gabinete, siempre atenta a los despachos que llegan del frente. Aunque tiene los nervios a flor de piel, mantiene intacta su dignidad, orgullo y sentido del deber. El 30 de julio la emperatriz recibía la primera carta de su esposo que la hundió en el desánimo. En ella le confesaba que se encontraba en una situación lamentable donde sólo reinaba el desorden y una gran confusión. Le hablaba de la falta de efectivos, de las disputas entre sus generales y de cómo todos sus planes estratégicos se habían venido abajo. Aunque en sus cartas Luis Napoleón le ocultaba el cansancio del viaje y sus terribles dolores físicos —montar a caballo le suponía una auténtica tortura—, Eugenia sabía que el emperador desfallecía por momentos.
Ante las malas noticias que llegan del frente, Eugenia parece recobrar las energías y toma medidas urgentes. A principios de agosto el consejo se reúne dos veces al día mientras París se militariza en previsión de un asedio. Manda poner a salvo los tesoros artísticos del Louvre y guarda las joyas de la Corona en un lugar seguro. En los jardines de Luxemburgo y en el bosque de Boulogne permite que los rebaños de ovejas campen a sus anchas para alimentar a la población. Todo ello sin olvidar su ronda diaria a los hospitales, que dotará de camas suplementarias en previsión de lo que pueda ocurrir. Los que criticaban duramente a la «española» ven ahora a una soberana que olvidándose de los suyos y de sí misma sólo piensa en defender el honor de Francia. Al jefe de escolta de su hijo le escribe en aquellos tensos días: «Tiene usted otro cuidado más urgente que el de la seguridad del príncipe: el del honor y me parece que esta retirada a Amiens es indigna de él y de vosotros… Tengo el corazón destrozado, mis angustias son terribles, pero ante todo quiero que cada uno cumpla con su deber. Piense usted una cosa: yo puedo llorar a mi hijo muerto o herido. Pero ¡en fuga!, no lo perdonaría a usted jamás».
Eugenia mantendrá hasta el final una serenidad que sorprende a todos y su única obsesión es prepararse para hacer frente al sitio de París, que cree inminente. Sabe que el imperio tiene los días contados pero está dispuesta a defenderlo hasta el final, tal como les dijo a sus ministros: «Señores, la dinastía está condenada. Tan sólo debemos pensar en Francia. Para defenderla estaré entre vosotros, fiel a mi misión y a mi deber. Me veréis la primera en el peligro para defender el pabellón francés». A miles de kilómetros de París, a finales de aquel trágico mes de agosto, el emperador y sus tropas, agotadas y desmoralizadas, sucumben ante el poderío prusiano.
En su último telegrama Napoleón le decía a su esposa que se dirigía a Sedán. Abatida y muy preocupada, Eugenia para tranquilizarse escribe a su madre: «Haremos lo que debamos, cada uno debe prepararse para ello. Créeme, no es el trono lo que defiendo, sino el honor. Y si, tras la guerra, cuando ya no quede ni un solo prusiano en territorio francés, el pueblo ya no quiere saber nada de nosotros, estaré contenta. Entonces, lejos del ruido y del mundo quizá podré olvidar que he sufrido tanto». Cuando escribe estas palabras ignoraba que el emperador había capitulado y entregado su espada al rey de Prusia. La misma noche de la rendición escribió a su esposa su carta más sincera y conmovedora: «Mi querida Eugenia, me es imposible decirte lo que he sufrido y lo que sufro. Hemos hecho una marcha contraria a todos los principios y el sentido común, eso nos llevaba a una catástrofe. Ha sido absoluta. Habría preferido la muerte a ser testigo de una capitulación tan desastrosa y, sin embargo, en las circunstancias presentes, era el único medio de evitar una carnicería de sesenta mil personas. Y aún, ¡si todos mis tormentos sólo se concentraran en eso! Pienso en ti, en nuestro país, en nuestro hijo. ¡Que Dios les proteja! ¿Qué ocurrirá con París? Estoy desesperado. Adiós, te mando un dulce beso».
En la batalla de Sedán el emperador, en una humillante derrota, fue hecho prisionero por las tropas prusianas. Al conocer la noticia Eugenia sufrió una crisis de nervios. No podía creer que su esposo, un Napoleón, se hubiera rendido. Su primera reacción fue pensar que la engañaban y que el emperador había muerto en combate, algo que habría encajado mejor. Su hijo, sin embargo, está a salvo y ha cruzado la frontera rumbo a Inglaterra.
Eugenia se negaba a irse de París, pero el peligro de invasión y saqueo de la residencia imperial eran inminentes. Los embajadores de Italia y Austria la persuadieron para que abandonara cuanto antes la ciudad por su bien. El pueblo se había lanzado a la calle y ocupaba los alrededores de la place du Carrousel y el palacio de las Tullerías. Los amotinados comenzaron a derribar los símbolos imperiales y llegaron hasta la verja del palacio. Al grito de «muerte a la española» —como antaño «muerte a la austríaca» en referencia a la reina María Antonieta—, la situación se volvió muy crítica.
Apenas cuatro meses antes el imperio parecía a salvo tras el plebiscito que había apoyado al emperador con siete millones y medio de votos, y ahora pedían la cabeza de la emperatriz. Ya en el exilio, Eugenia reflexionaría sobre la ingratitud de los pueblos: «En Francia, uno es ensalzado hoy y desterrado al día siguiente. A veces he pensado que los franceses colocan a sus héroes en un pedestal de sal, de modo que con la primera tormenta se caen para quedarse tumbados en el lodo. No hay ningún país en el mundo donde la distancia entre lo sublime y lo ridículo sea tan corta como en Francia». En pocas horas Eugenia puso a salvo sus joyas, que entregó a la princesa de Metternich —y que recuperaría más tarde en un banco de Londres—, y seleccionó con ayuda de su secretario todos sus papeles. Dieciocho años de cartas e informes que había clasificado con sumo cuidado. Gran parte de estos documentos fueron a parar a un lugar seguro y el resto se quemaron.
Mientras en el ayuntamiento de París se proclamaba la III República, la emperatriz huía de las Tullerías en la única compañía de la señora Lebreton, su lectora. Ligera de equipaje y con poco dinero, la emperatriz oculta su rostro tras un velo de crespón negro y un sombrero. No hay un plan, así que todo se improvisa y ya en la calle las dos damas suben a un coche abandonadas a su suerte. Sin saber adónde dirigirse ni a quién recurrir finalmente llegan a la residencia del doctor Evans, un norteamericano dentista de la corte y buen amigo de la pareja imperial. Será él quien conseguirá sacarlas de Francia en un viaje largo y accidentado que tendrá como destino final la ciudad de Hastings en el sur de Inglaterra. El 8 de septiembre Eugenia pudo al fin estrechar entre sus brazos a su hijo, conmocionado por los últimos sucesos y especialmente por el cautiverio de su padre.
La última emperatriz de los franceses había tenido más suerte, por el momento, que su admirada María Antonieta; al menos su marido está vivo y tiene con ella a su hijo. El doctor Evans, que se ha jugado la vida por salvar a Eugenia, conmovido ante la soledad y el drama de la soberana, dirá: «Es imposible, pensaba dentro de mí, que la mujer que ha recibido tantos honores en un país extranjero, en la que tantos millones de personas han posado miradas de admiración, sea la misma persona que hoy es fugitiva, sin protección contra las inclemencias del tiempo, olvidada de sus propios súbditos, hasta el punto de que pasan a su lado sin fijarse en ella, y perdida en esa misma Francia donde antes era tan reverenciada…». Para Eugenia aún no habían acabado las penalidades y tenía por delante un largo y doloroso exilio.
Durante su estancia en Hastings, la emperatriz se alojó de manera provisional en un hotel adonde acudieron a verla amigos y familiares. En los días siguientes, y ya más relajada, reanudó la correspondencia con su esposo que se encontraba prisionero en el palacio de Wilhelmshöhe, a las afueras de la ciudad alemana de Kassel. Al ilustre cautivo lo tratan con deferencia, ha conservado quince de sus cuarenta sirvientes y los guardias prusianos le rinden homenaje cuando pasa delante de ellos. El emperador, al saber que su familia estaba a salvo y protegida en Inglaterra, sintió un gran alivio.
La correspondencia fluida que la pareja mantuvo durante su cautiverio demuestra que renació en ellos la confianza y la ternura tras años de distanciamiento. Lejos de las obligaciones de la corte y unidos ante la desgracia, la pareja imperial recuperará su relación. Desde la prisión Luis le escribe: «Tus cartas son un consuelo magnífico y te doy las gracias por ello. ¿A qué puedo apegarme si no es a tu afecto y el de nuestro hijo? No dices nada de tus propias pruebas y de los peligros a los que te has visto expuesta. He tenido que enterarme de ello por los periódicos. Todo el mundo alaba tu valor y tu firmeza en los momentos difíciles. Eso no me ha sorprendido».
A la espera de que su esposo fuera liberado, Eugenia encarga al doctor Evans encontrar una residencia para ella cerca de Londres. La vida en el hotel donde se aloja se ha hecho insoportable debido a los periodistas y curiosos que la acosan día y noche. El domingo 11 de septiembre, tras asistir a misa con el príncipe imperial, escribe a su madre la condesa de Montijo su primera carta desde el exilio: «Quiero que sepas que sólo me fui después de que la República fuera proclamada y que invadieran las Tullerías. Por consiguiente, no he desertado de mi puesto. Actualmente no puedo decirte nada acerca de mis proyectos. Me propongo, si “ellos” me dejan, ir a reunirme con el emperador, pero no sabré nada definitivo hasta más adelante. No tengo suficiente valor para hablarte de nosotros, somos muy infelices, la providencia nos aplasta, pero así sea. Tengo muchas ganas de abrazarte, pero de momento no hay que moverse, dado que ni siquiera yo sé adónde iré. Tu muy devota y desdichada hija».
Eugenia insiste en que no ha fallado en su deber y que ella, la regente, no ha abdicado. Incapaz de darse por vencida, la emperatriz pensaba que aún podía ser útil a la defensa nacional y envió dos cartas dirigidas al zar Alejandro II y la otra al emperador Francisco José suplicándoles que hiciesen servir su influencia para firmar una paz honorable entre Francia y Alemania. Sus respuestas serían corteses pero reservadas.
Unos días más tarde Eugenia alquiló una residencia, Camden Place en Chislehurst, en el condado de Kent. Bajo la falsa identidad de la condesa de Pierrefonds firmó un contrato de seis meses, lo que demuestra que no pensaba quedarse mucho tiempo en Inglaterra. La casa se encontraba a media hora escasa de Londres y estaba muy bien comunicada por tren. Esta confortable mansión de piedra y ladrillo rojo recordaba por su diseño un pequeño castillo francés. Aunque sus detractores critican que la emperatriz se ha instalado en un palacio, uno de sus visitantes, Octave Feuillet, la describe así: «[…] no es un castillo. Es la casa de un rico gentleman inglés, pero en absoluto de un gran señor. Su comedor es de una sencillez provinciana y los periodistas que hacen de esa casa un ostentoso palacio son mentirosos o personas que no han visto nunca un palacio».
La residencia se hallaba situada en el centro de un parque de sesenta y cinco hectáreas con magníficos árboles centenarios. Eugenia se siente satisfecha porque cree haber encontrado el lugar ideal para proporcionar a su marido la tranquilidad que necesita. Está convencida de que pronto Luis Napoleón se reunirá aquí con ella. Camden Place, sin ser un palacio, cuenta con veinte acogedoras habitaciones amuebladas con gusto, mucho más de lo que el emperador anhelaba para su retiro: «Cuando sea libre, es en Inglaterra donde me gustaría instalarme contigo y con Luis, en una casita con miradores y plantas trepadoras». El hombre que había perdido el trono de Francia ahora en su vejez se conformaba con vivir en un típico cottage como un burgués.
A finales de noviembre, la reina Victoria visita a Eugenia en Camden Place tal como le había prometido. La soberana inglesa, vestida de riguroso luto, aún no ha podido superar el dolor por la muerte de su esposo Alberto. Las dos mujeres comparten su preocupación por los últimos acontecimientos y demuestran una gran entereza ante las adversidades. En su diario Victoria escribió: «La emperatriz está muy pálida y delgada, pero sigue siendo muy bella. Su rostro denota una gran tristeza y a menudo las lágrimas humedecen sus ojos. Iba vestida de manera muy sencilla, sin joyas ni adornos y peinada muy severamente, el cabello recogido detrás con una redecilla. Hemos estado juntas media hora. Era una visita triste y me pareció una pesadilla». Entre las dos mujeres se establecerá una sólida amistad que las ayudará a superar las tragedias personales que les tocará vivir.
Las noticias que llegaban de París eran desalentadoras. El ejército prusiano había iniciado el asedio de París y durante cuatro terribles meses la capital se vio envuelta en una espiral de hambre, muerte y violencia. El triunfo militar sobre Francia permitió la mayor humillación posible para el país: el rey de Prusia, Guillermo I, fue proclamado emperador de Alemania en la Galería de los Espejos del palacio de Versalles. Unos días más tarde París se rendía al enemigo y se firmaba un armisticio. El 1 de marzo la Asamblea Nacional reunida en Burdeos votó a favor del destronamiento de Napoleón III. Liberados los prisioneros de guerra, Eugenia espera el regreso inminente del emperador.
El canciller Bismarck había conseguido su sueño de unificar los estados alemanes propiciando el nacimiento del Segundo Reich. En aquellos días Eugenia escribe una de sus cartas más emotivas a su esposo: «Pasará tristemente, lejos uno del otro, pero por lo menos puedo decirte que estoy fuertemente apegada a ti. Durante la felicidad, esos lazos pudieron aflojarse. Creí que estaban rotos, pero ha sido necesario un día de tormenta para demostrar su solidez y más que nunca me acuerdo de estas palabras del Evangelio: la mujer seguirá a su marido a todas partes, en la salud, en la enfermedad, en la felicidad y en la adversidad… Tú y Luis lo sois todo para mí y constituís a mis ojos toda mi familia y mi patria. Las desdichas de Francia me duelen profundamente, pero no siento ni por un instante pena por el lado brillante de nuestra pasada existencia. Estar por fin reunidos, esto será el cumplimiento de mis deseos». Los agravios y reproches de la soberana a su esposo han quedado atrás.
UN ALMA EN PENA
Tras más de seis meses de cautiverio, el emperador caído en desgracia desembarcaba en Dover, donde una multitud le esperaba para darle la bienvenida. Aunque parecía envejecido y caminaba con torpeza, su forzoso descanso y los paseos diarios que pudo dar al aire libre mejoraron su delicada salud. A Napoleón le gustó Camden Place y se mostraba muy cariñoso con su esposa y su hijo. El joven príncipe, a punto de cumplir los dieciséis años, nunca destacó como un alumno aplicado pero había heredado de su padre su gusto por la vida castrense. En aquel tiempo había ingresado en la prestigiosa academia militar de Woolwich, a las afueras de Londres. Como esta localidad estaba cerca de Camden Place, Luis visitaba a sus padres los fines de semana. Poco a poco la vida de la pareja imperial volvió a la normalidad y una pequeña corte se instaló a su alrededor. El emperador tenía sus ayudantes de campo, médicos, chambelanes y secretarios. El príncipe Luis seguía con Augustin Filon, su preceptor de la infancia. Las sobrinas de Eugenia y su ama de llaves completaban el círculo familiar. La señora Lebreton, su fiel lectora y dama de compañía, continuaba con ella.
Tras los dramáticos acontecimientos vividos, la emperatriz intentó organizar en el exilio una nueva vida marcada por el orden y la armonía. Sin embargo algunas noticias que llegaban de París la llenan de amargura. El 24 de mayo el palacio de las Tullerías —al igual que su querido Saint-Cloud, bombardeado en 1870— fue pasto de las llamas debido a un incendio provocado. Los símbolos del esplendor del Segundo Imperio habían quedado en ruinas y no serían reconstruidos.
En el verano de 1872 la salud de Napoleón III se agravó y dos reputados médicos ingleses tras examinarle recomendaron operarle de inmediato. A principios de enero de 1873 se llevó a cabo la primera intervención para conseguir deshacer el cálculo que tanto dolor le causaba. El primer intento no dio buen resultado y hubo que operarle de nuevo. Pero cuando el paciente parecía mejorar sufrió una grave crisis y entró en coma. Las últimas palabras fueron para un íntimo amigo, el doctor Conneau: «Henri, ¿estabas en Sedán? ¿Verdad que no hemos sido unos cobardes en Sedán?».
De todas las acusaciones y calumnias que recibió Napoleón tras su derrota militar, la que más le dolía era que le tacharan de cobarde y de ser el único responsable de todo lo sucedido. Como él mismo diría, nunca quiso participar en esa guerra absurda contra Prusia pero su mayor fallo fue escuchar al pueblo que la reclamaba. El emperador fallecía con el sueño de regresar al trono de Francia y obsesionado por no haber estado a la altura de las circunstancias. Sir Thomson, uno de los médicos que le operó, le declaró a Eugenia: «¡Señora! Qué extraordinario heroísmo habrá tenido que mostrar en la batalla de Sedán su esposo para aguantar cinco horas en su silla de montar. Debió sufrir de un modo atroz».
Cuando los médicos comunicaron a Eugenia el fatal desenlace, se derrumbó y abrazó a su hijo gritando: «Ahora sólo te tengo a ti». La emperatriz se quedaba viuda a los cuarenta y ocho años; sólo la mantenía viva su hijo, el príncipe imperial, que pese a su juventud mostró una gran madurez en tan duros momentos. Las exequias se celebraron en Camden Place unos días después del fallecimiento del emperador para permitir la llegada de todas las personalidades y amigos que deseaban rendirle un último homenaje. A la salida de la ceremonia —a la que Eugenia no asistió por encontrarse totalmente abatida—, celebrada en la capilla de Chislehurst, el príncipe imperial fue aclamado por más de diez mil franceses que se habían desplazado hasta allí, al grito de: «¡Viva Napoleón IV!». El ataúd del emperador fue depositado en un panteón provisional en la iglesia de Saint Mary. Eugenia no perdía la esperanza de que un día su hijo reinase en una Francia apaciguada y poder repatriar los restos mortales de su esposo a los Inválidos para que descansaran al lado de tu tío, el Gran Corso.
A la muerte de su padre, el joven Luis deseaba servir a su país adoptivo y se alistó en el ejército británico. Era ambicioso, responsable y valiente pero su madre le seguía protegiendo como a un niño. El peso de su apellido cada vez le abrumaba más. Estaba cansado de ser el «eterno pretendiente» al trono de Francia y la vida social le aburría. A principios de 1879 todos sus compañeros de promoción de Woolwich partieron al África austral para luchar contra la revuelta de los zulúes. Luis anunció a su madre que deseaba unirse a ellos y demostrar su valor en el frente. Nadie pudo hacerle cambiar de opinión, ni siquiera los simpatizantes bonapartistas que no entendían cómo el heredero de la dinastía se iba a luchar por Inglaterra. El 27 de febrero su madre, triste pero orgullosa de su hijo, se despidió de él en Southampton con estas palabras: «Prométeme que no te expondrás». De nuevo vivirá pendiente del telégrafo y rezando para que no le arrebaten lo único que le queda en la vida.
En su residencia de Camden Place, la emperatriz quiere estar sola y restringe al mínimo el servicio. Da vacaciones a sus damas de compañía y sólo se quedan con ella la señora Lebreton, el duque de Bassano y su médico personal. Durante los días siguientes apenas duerme ni come esperando noticias del frente con el corazón en vilo. En una carta a la duquesa de Mouchy le confiesa: «Lamento la decisión que he tomado, pero prefería temblar por mi hijo que verle cabizbajo y malhumorado. El exilio representaba una carga muy pesada para él. No podía echarle en cara haber querido obedecer a la ley de la sangre y buscar lejos entre los peligros el eco que debía llevar su nombre a la patria».
Sin embargo los peores pronósticos se iban a cumplir y el 1 de junio de 1879 caía en una emboscada. Los zulúes atacaron a su columna y el joven oficial fue alcanzado por las lanzas de sus adversarios. El príncipe demostró un gran coraje enfrentándose solo a los guerreros con su pistola y su sable. Luis Bonaparte había muerto en combate vistiendo el uniforme del ejército británico y defendiendo el imperio de Su Majestad Victoria. Eugenia, debido a la lentitud de las comunicaciones, no conocería su trágica muerte hasta tres semanas más tarde.
La reina Victoria recibirá la fatal noticia en su residencia de Balmoral mediante un lacónico telegrama. Tremendamente afectada, sólo piensa en su buena amiga la emperatriz que aún no ha sido avisada. La soberana encarga a su gran chambelán que acuda en persona a Camden Place y será el duque de Bassano, jefe de la casa imperial, quien le transmita el espantoso mensaje. Filon, preceptor del príncipe, contaría que «la emperatriz permaneció así, aniquilada, abatida, un síncope sucediendo a otro, a lo largo de ese fatal día. Se temió por su vida y tuvieron que pasar varios días antes de que recobrara la fuerza necesaria para enfrentarse a su dolor».
El 10 de julio llegaba a Plymouth el buque que transportaba el cadáver del príncipe imperial, que fue llevado a la iglesia de Chislehurst. Eugenia lo veló toda la noche en el mismo lugar donde seis años antes había rezado desconsolada por su esposo el emperador. La reina Victoria asiste al día siguiente al funeral pero insiste en quedarse al lado de Eugenia. La soberana siente un gran remordimiento por haber dejado marchar al frente al príncipe imperial y está avergonzada porque ha conocido los detalles de la tragedia.
Luis Bonaparte, de veintitrés años, había fallecido como un valiente abandonado por su escolta y el jefe de su destacamento, el teniente Carey, que se dieron a la fuga. Victoria deseaba un castigo ejemplar para estos hombres que manchaban el buen nombre de su ejército, pero Eugenia le pidió clemencia. En una carta al duque de Cambridge, jefe supremo del ejército británico, le decía: «La única fuente de consolación terrenal la saco de la idea de que mi adorado hijo cayó como soldado, cumpliendo órdenes en un servicio mandado. Basta ya de recriminaciones. Que el recuerdo de su muerte reúna en una pena común a todos aquellos que le amaban y que no sufra nadie ni en su reputación ni en sus intereses. Yo, que ya nada puedo desear en la tierra, lo pido como una última plegaria». Tras esta petición el teniente Carey conservaría su cargo pero sería destinado a las Indias Británicas, donde moriría despreciado por sus hombres.
Como en los funerales de Napoleón III, la emperatriz no puede soportar las miradas de compasión de la gente. Su hijo será enterrado en la misma iglesia que su padre a la espera de un nuevo emplazamiento. En una carta fechada el 25 de junio a su madre, le confiesa: «Hoy tengo el valor de decirte que sigo viva porque la desgracia no mata. […] Cuanto más pienso en la existencia que me depara, más mi corazón se hunde en la tristeza; ésta no es ni violenta, ni ruidosa, es un dolor que se apodera de mí completamente y siento que de aquí en adelante me hará compañía».
Aunque la actividad política había sido una de sus grandes pasiones, ahora Eugenia se sentía decepcionada y deseaba librarse de la leyenda negra que sigue acompañándola. En aquellos tristes días comentó en referencia a los que la culpaban de todos los errores del pasado: «En cuanto a la política, estoy completamente al margen. En Camden sólo hay una mujer viuda y sin su hijo que espera el momento de reunirse con ellos. ¡Si supierais cuánto me disgusta y me hiere lo que llaman política! Ahora la conozco en su faceta de pequeñas pasiones, de ambiciones y de intereses mezquinos. En la soledad que me he creado no tengo nada más que pueda sacrificarle y no deseo más que la paz del alma a cambio de los desgarros del corazón».
El 8 agosto Eugenia describe en una emotiva carta a su madre su resignación ante las tragedias que han golpeado su vida y la necesidad de estar sola: «Mis queridas tumbas, he aquí lo que me queda y todo lo que está fuera de ellas me parece ser de otro mundo […]. Cualquier emoción me causa un dolor tremendo. […] Necesito calma, mucha calma y soledad… Tu devotísima hija». Unos meses más tarde, en noviembre, recibe un telegrama donde le informan de que su madre, la condesa de Montijo, con ochenta y cinco años y casi ciega, está agonizando. La muerte de su nieto le había afectado mucho y empeorado su ya delicada salud.
La emperatriz pidió una autorización al gobierno de la República para atravesar Francia y poder ganar tiempo. Pero cuando llegó descubrió pesarosa que su madre había muerto el día anterior en su residencia de Carabanchel en compañía de miss Flowers. Su fiel institutriz no se había separado de la condesa desde que ésta la contrató para enseñar inglés a sus hijas. Eugenia regresó pronto a Inglaterra y por primera vez dejó Madrid sin tristeza. La ciudad se preparaba para celebrar la boda de Alfonso XII y María Cristina de Habsburgo —a la que estaba invitada—, pero deseaba estar sola en el silencio de Camden Place.
Habían muerto todas las personas que más amaba en este mundo y ahora sólo vivirá como guardiana de sus tumbas. En una ocasión escribió: «Diríase que Dios quiso darme todas las cosas que se pueden desear en este mundo, para luego quitármelas una a una, hasta dejarme solamente los recuerdos». Como la capilla de Saint Mary era muy pequeña para acoger las dos sepulturas imperiales, buscará otro emplazamiento para «alojar a sus seres queridos» y construirles un mausoleo donde honrar su memoria. Mientras ese día llega Eugenia planea viajar hasta el lugar donde su hijo perdió la vida coincidiendo con el primer aniversario de su muerte. Quiere conocer el lugar exacto donde fue abatido, interrogar a los testigos y enterarse de nuevos detalles de lo sucedido. Más que un viaje es una peregrinación que le reportará un gran consuelo.
En una carta a Pietri, un antiguo amigo de su hijo, escribiría: «Viajé a África con la idea de ver y recorrer las últimas etapas de la vida de mi adorado hijo, de encontrarme con los paisajes donde había puesto su última mirada, en la misma estación, pasar la noche del 1 de junio velando y rezando sobre este recuerdo… era una necesidad de mi alma y el objetivo de mi vida». El 28 de marzo de 1880 embarcaba a bordo del German rumbo a Sudáfrica en compañía de un pequeño séquito elegido a conciencia por la propia soberana y compuesto por sir Evelyn Wood, encargado de su seguridad, y su esposa lady Wood, el marqués Napoleón de Bassano, su médico personal y dos amigos y camaradas del príncipe del campo de Aldershot. Aunque hasta el último momento intentaron disuadirla de emprender esta expedición «imprudente y peligrosa», estaba decidida y nada le haría cambiar de opinión.
Tenía por delante veinte días de agitada travesía hasta llegar a El Cabo y de ahí duras jornadas hasta alcanzar las escarpadas mesetas de Natal haciendo las mismas etapas que su hijo. Mientras viajaba en un carruaje escoltada por veinte hombres y ochenta jinetes para prevenir cualquier incidente, cumplió cincuenta y cuatro años. El viaje fue muy duro y agotador. El país había sido pacificado recientemente y carecía de toda clase de comodidades para la soberana y sus acompañantes. Durante cincuenta días Eugenia durmió en tiendas de campaña sin quejarse. A veces le costaba conciliar el sueño, tenía fiebres intermitentes y apenas probaba bocado. Tras una extenuante marcha acamparon justo en el lugar donde el último de los Bonaparte sufrió la terrible emboscada. Aquella noche, como no podía dormir, Eugenia salió de su tienda y se dirigió, llevada por su instinto, al lugar exacto donde un año antes había caído el príncipe. A la mañana siguiente le confirmaron que ése era el escenario donde se había librado la sangrienta batalla y se dedicó a plantar semillas de sauce y geranios junto al túmulo de piedras erigido por sus compañeros.
La noche del 1 de junio cubrió el emplazamiento con velas y se quedó rezando sola toda la noche ante las miradas «curiosas pero nada hostiles de unos rostros africanos que observaban tras las altas hierbas, los mismos que seguramente mataron a mi hijo en aquel lugar». Los zulúes interrogados dijeron que el príncipe había luchado «como un león» y reconocieron que nunca le hubieran matado si hubieran sabido que era hijo de un Gran Jefe blanco. También supo que su cuerpo había aparecido totalmente desnudo pero que no fue profanado por el ritual zulú de extraer las vísceras al enemigo gracias a las dos medallas —una religiosa y la otra con la efigie de su famoso abuelo Napoleón I— que llevaba en una cadena alrededor del cuello. Quizá a los nativos les parecieron peligrosos amuletos y no se atrevieron a arrancárselas. Había llegado el momento de regresar a casa y recuperar el reposo y la soledad como era su deseo. «El viaje moral ha finalizado y todas las incomodidades habían valido la pena», le confesó a lady Wood que la acompañó en esta aventura que duró casi cuatro meses.
A su regreso de África, la emperatriz dedicó todas sus energías a encontrar una propiedad donde establecer su residencia y construir un mausoleo imperial. Era su manera de mantener vivo el recuerdo del último emperador de los franceses y de su valiente hijo. En otoño ya había comprado Farnborough, en el condado de Hampshire, no muy lejos de Londres ni de Windsor donde residía la reina Victoria. Era una gran vivienda campestre de ladrillo rojo —en realidad un pabellón de caza de estilo gótico—, rodeada por un bosque y situada en lo alto de una colina.
Junto a este palacete mandó construir un pequeño monasterio de estilo gótico, conocido como la abadía de Saint Michael, en cuya cripta fueron trasladados los restos de Napoleón III y el príncipe imperial. Los dos sarcófagos de granito de Aberdeen, regalo de Victoria, son una copia exacta de la tumba de Napoleón I en los Inválidos de París, al igual que el suelo de mármol en cuyo centro figura una gran estrella. En 1895 Eugenia invitó a unos monjes benedictinos franceses expulsados de su país a instalarse en la abadía para rezar y vigilar el descanso eterno de la familia imperial. Aún hoy los monjes de Saint Michael que allí residen continúan respetando la voluntad de la emperatriz y celebran misas por los tres fallecidos, y también por Napoleón I, en las fechas de aniversario de sus respectivas muertes.
En una carta a la reina Victoria —que entendía muy bien su desgarro al haber perdido también a su esposo y a su hija la princesa Alicia—, Eugenia le decía: «Siento que toda mi vida está entre estas dos tumbas, a la espera de que Dios se apiade lo suficiente de mí como para abrirme la tercera». Pero el destino le deparaba a Eugenia una larga vida y aún tardaría más de cuarenta años en reunirse, como era su deseo, con los suyos. A partir de ese instante, recobró la tranquilidad, dormía bien y se alimentaba con normalidad. Durante las largas obras de construcción de Saint Michael sintió una gran angustia pues le aterrorizaba morir antes de su finalización. Como diría su secretario privado Filon que la conocía muy bien: «Su misión en la tierra ya no era vivir, sino organizar el mundo de los difuntos». El poder ver desde las ventanas de su habitación la cúpula de la iglesia que alberga la cripta imperial le daba «una gran serenidad y paz espiritual».
A punto de cumplir los setenta años la emperatriz se convierte en una incansable viajera. Aunque tiene el aspecto de una venerable anciana se mantiene en forma gracias a las largas caminatas que se impone a diario. Eugenia odia el invierno inglés y echa muy en falta el sol y el mar. Cuando su esposo reinaba en Francia, su amigo Mérimée la había animado a comprar terrenos cerca de Cannes. Pero en aquel entonces ella prefería la costa vascofrancesa y se sentía muy a gusto en su villa de Biarritz. Cuando en el transcurso de uno de sus viajes por la Costa Azul se detuvo en Cannes y descubrió la belleza de Cap Martin, casi de inmediato compró un extenso terreno frente al Mediterráneo para levantar una residencia de veraneo.
Eugenia, que había sido muy previsora, no tenía problemas financieros. Además del dinero y las joyas depositados en diferentes bancos europeos, conservaba inmuebles en París y propiedades en España. Cuando Francia levantó el embargo de sus bienes recuperó muebles y objetos personales, así como colecciones privadas de arte que había dejado en su huida en distintos palacios. También había vendido la villa de Biarritz que, al igual que las Tullerías y Saint-Cloud, fue destruida por un incendio en 1903. En Cap Martin construirá una espléndida villa blanca de dos plantas, con amplias terrazas y rodeada de un cuidado jardín, que bautizará con el nombre griego de Cyrnos (Córcega). Aquí se rodeara de los amigos de antaño en una atmósfera que la trasladaba a los tiempos felices del Segundo Imperio. En los días despejados se divisaba en el horizonte la silueta de la isla natal del emperador Napoleón I, donde comenzó una epopeya de la que ella se siente guardiana.
Mientras esperaba que las obras de su nueva mansión de Cap Martin concluyesen, Eugenia, que echaba de menos los viajes que hacía a bordo del Aigle, compró un yate de seis camarotes, el Thistle. A pesar de su avanzada edad, durante los siguientes veinte años iba a surcar el mar recorriendo aquellos países que más le atraían. Con energías renovadas visitaría todos los puertos del Mediterráneo, desde Italia hasta las orillas de la Cirenaica, pasando por la isla de Elba, Argelia, Marruecos, hasta España. Regresaría a Sicilia, Grecia, Turquía, Creta e incluso Egipto. En este país donde tiempo atrás había sido recibida con todos los honores imperiales, ahora se sentía una simple turista recorriendo unos escenarios que seguían cautivándola. En verano se instalaba de nuevo en su querido Farnborough Hill para rezar a sus desaparecidos y disfrutar de la compañía de su amiga la reina Victoria y de su familia en Osborne, Balmoral o Windsor.
Durante el invierno de 1896 Eugenia coincidió en Cap Martin con otra emperatriz marcada por la tragedia y que al igual que ella vagaba por el mundo para olvidar. Era la emperatriz Isabel de Baviera —la célebre Sissi—, a la que había conocido en Salzburgo cuando acudió junto a Napoleón III para dar el pésame al emperador Francisco José por la muerte de su hermano en Querétaro. Sissi es once años menor que ella, pero ha envejecido prematuramente tras el suicidio de su hijo el príncipe Rodolfo —de treinta y un años y heredero del Imperio austrohúngaro— en Mayerling. Tras esta tragedia su madre recorrería el mundo huyendo del dolor y durante su estancia en la Riviera francesa visitó a la emperatriz.
Al principio Eugenia se muestra reticente a compartir sus penas con esta soberana de comportamiento excéntrico, que oculta su rostro tras un velo o un abanico y parece vivir en otro mundo. A sus familiares les confesaría: «Me asusta cuando la veo aparecer como un fantasma por una pequeña puerta de hierro que le he indicado y que sólo utilizan los jardineros». Pero con el tiempo se establecerá entre ellas una gran complicidad y pasearán juntas por los bosques de Cap Martin. Las dos damas que en el pasado habían deslumbrado por su belleza y estilo en sus respectivas cortes, estaban irreconocibles. Ambas vestían de luto riguroso, se protegían del sol con una sombrilla y cubrían sus manos con guantes. Las dos comparten la pasión por los viajes y no pueden estarse quietas. Sissi, al igual que Eugenia, tiene un yate con el que recorre el Mediterráneo y en Corfú ha hecho construir una villa de ensueño, el Achilleion, frente al mar Adriático. Dos años después de aquel emotivo encuentro la emperatriz Isabel de Baviera moría asesinada en Ginebra a manos de un anarquista.
Otras muertes llenarían de aflicción a Eugenia que veía cómo el pasado se desvanecía ante sus cansados ojos. El 22 de enero de 1901 fallecía su gran amiga la reina Victoria siendo la gran emperatriz de la India y tres años después la princesa Matilde Bonaparte, que al final le había extendido su mano y compartido su dolor por la pérdida de su esposo y de su hijo. Pero este vacío se llenaba con la presencia de sus sobrinos y sobrinas, y de sus primos españoles que la visitaban con frecuencia en Farnborough donde siempre pasaba los inviernos. También de los amigos y personalidades que acudían a saludarla. Eugenia se había convertido en una venerable y respetada dama cuyos consejos y puntos de vista eran muy apreciados por diplomáticos y hombres de Estado. Gozaba de una memoria privilegiada y aunque se había apartado de la política seguía con enorme interés las noticias del mundo.
En el mes de mayo de 1906, la infatigable Eugenia se hizo de nuevo a la mar a bordo del Thistle rumbo a Nápoles, Palermo, Corfú y Venecia. Cumplía ochenta años y el emperador austríaco Francisco José la invitó al balneario de Bad Ischl al finalizar su crucero. Eugenia pasó unos días inolvidables con este anciano monarca con el que siempre mantuvo una buena amistad. Después de tantos años, lo consideraba el más respetable y majestuoso de todos los soberanos de su época: «Al igual que yo, el emperador había perdido a su esposa y a su hijo de manera trágica. Pero él seguía en el trono, en cambio yo era una pobre emperatriz sin corona. Nunca olvidaré con qué nobleza, tacto y bondad nos había recibido en Salzburgo tras el drama de Querétaro». Qué poco imaginaba entonces Eugenia al despedirse de su anfitrión que unos años más tarde el asesinato en Sarajevo del sobrino del emperador, el archiduque Francisco Fernando —heredero del Imperio austrohúngaro—, sería el detonante de la Primera Guerra Mundial.
Eugenia se enteró de la noticia a principios del verano de 1914, cuando navegaba en su yate por la costa dálmata. Al conocer el ultimátum de Austria a Serbia, la emperatriz exclamó: «Ahora sí que es la guerra. Volvamos». Los fantasmas de una contienda larga y sangrienta regresaron, y la emperatriz se dispuso como antaño a ayudar a su país. Francia estuvo siempre en su corazón y aunque nunca se defendía de las calumnias que sobre ella seguían vertiendo, en una ocasión, harta de que la llamaran «la extranjera», exclamó: «¿Qué no soy francesa? ¡Siempre he puesto a Francia por encima de todo, por encima del emperador, por encima de mi hijo…! Por ella hubiera dado mi vida y hubiera abandonado de buena gana lo que me queda de ella. Acaso no saben, los que me llaman “la española”, que una extranjera que pone en su frente la corona de Francia tiene un alma muy cobarde si sólo se convierte a medias en francesa. Amo a España y siempre la querré, pero sólo tengo una patria, Francia, y moriré con su nombre escrito en mi corazón».
Eugenia propuso al gobierno francés instalar un hospital en Cap Martin corriendo ella con todos los gastos, pero el gobierno rechazó la propuesta. Sin embargo en Farnborough pudo convertir un ala nueva de su residencia en hospital para atender a los heridos, jóvenes que luchaban por su patria y que tanto le recordaban a su hijo.
Cuando el 11 de noviembre de 1918 se firmó el armisticio que puso fin a la Gran Guerra, Eugenia no era más que una anciana encorvada de mirada opaca pero la victoria de Francia contra el ejército alemán la hizo muy feliz. «Es mi primera alegría desde 1870», confesaría. Aquella noche, la emperatriz olvidó por un instante los horrores de la guerra y celebró una fiesta en Farnborough para celebrar la victoria en compañía de un reducido grupo de amigos. A una amiga le comentó que ahora entendía por qué Dios le había permitido vivir durante tanto tiempo y le había concedido la gracia de ver el honor de Francia restablecido.
La otra alegría en aquellos días fue la de recibir de manos de Jorge V, rey de Inglaterra, la gran cruz del Imperio británico por su eficaz actuación con los heridos y por su ayuda durante la contienda. Tras la muerte de Victoria, la familia real británica le había demostrado el mismo afecto de siempre y ahora se lo compensaban con una condecoración que la llenaba de orgullo: «La recibí como un regalo de amistad que me conmovió profundamente y sentí de nuevo el afecto de Victoria que tanto me apoyó en la felicidad y aún más en la desgracia».
A finales de marzo de 1920 Eugenia regresaba a España acompañada por su fiel Aline, su sirvienta desde hacía cuarenta y nueve años, su sobrina y dama de compañía Antonia y su nuevo secretario. La vieja dama y su pequeño séquito embarcaron en el puerto de Marsella y a finales de abril llegaban a Sevilla. Durante unas semanas se alojó en el palacio de las Dueñas, propiedad de los duques de Alba, donde había vivido durante su adolescencia. El olor de los naranjos y el perfume de las flores la hicieron olvidar por un momento las tragedias pasadas y la trasladaron a los felices años de su infancia. En su honor se celebraron fiestas y actuaciones de baile y cante flamenco acompañados con guitarras que tanto le gustaban.
A principios de mayo viajó a Madrid y se instaló en el palacio de Liria en los aposentos de su hermana Paca, cuyo retrato se encontraba sobre la cama de baldaquino. Allí la recibieron sus sobrinos, los duques de Alba, y su ahijada la reina Victoria Eugenia. Todo el mundo quería verla y durante días fueron muchos los amigos, conocidos, artistas y personalidades que acudieron al palacio para rendirle homenaje. A todos les sorprendía la memoria, inteligencia y vivacidad de esta mujer casi centenaria. Pero aunque su estado de ánimo era bueno, Eugenia estaba casi ciega y uno de los motivos de aquel viaje era consultar al prestigioso oftalmólogo catalán, el doctor Barraquer, la posibilidad de operarla de cataratas. Tras examinarla se consideró que la operación no suponía ningún peligro ya que no se utilizaba cloroformo. La intervención duró apenas unos minutos y el resultado fue un éxito. La emperatriz recuperó la vista y lo primero que hizo fue leer unas líneas de su querido Don Quijote. Luego trazó en un papel las palabras: «¡Viva España!».
En los días siguientes se encontraba tan animada que planificó su regreso a Inglaterra para el 14 de julio y se puso a organizar nuevos proyectos y viajes por toda España. Pero tres días antes de su partida, sufrió una inesperada crisis de uremia que acabaría con su vida en pocas horas. Falleció serena en la misma cama que había pertenecido a su querida hermana Paca. Tenía noventa y cuatro años, y cumpliendo su última voluntad, sus restos mortales fueron llevados de vuelta a Inglaterra. Alfonso XIII y su esposa Victoria Eugenia, así como toda la familia de Alba, la acompañaron en un tren especial hasta su último destino.
El 20 de julio, en la iglesia de Farnborough, se celebraron las honras fúnebres presididas por el rey Jorge V y la reina María. La última emperatriz de los franceses fue despedida por una multitud que se agolpaba en la estación y en el recorrido hasta la iglesia. En el último momento el gobierno de Francia, a través de su embajador, se negó a que le rindieran honores militares. Una desafortunada decisión, para muchos, que no hubiera sorprendido a la emperatriz convencida de que algunas heridas nunca llegan a cicatrizar. En vida decidió que jamás respondería a sus censores rehusando la polémica por «el bien de Francia». Cumplió su promesa y nunca hizo declaraciones ni se defendió en público —al igual que su esposo— de las calumnias e insultos que la persiguieron hasta su muerte. A cambio Eugenia recibiría hasta el final el cariño y el respeto del país que la acogió en su largo y doloroso exilio.
Había esperado más de cuarenta años para reunirse con sus seres más queridos y ahora había llegado el momento que tanto ansiaba. Sin embargo, el destino o la fatalidad —como ella diría siendo tan supersticiosa— quiso que los monjes de la abadía de Saint Michael no encontraran el sarcófago de granito que desde hacía tiempo estaba preparado para la emperatriz. Su féretro cubierto por un manto de flores quedó en el suelo de la cripta a la espera de su definitiva ubicación.
En poco tiempo se labró otro sarcófago que fue instalado en el lugar que ella había elegido, en un nicho detrás del altar, con una única inscripción, su nombre de pila en francés: Eugénie. Este inesperado contratiempo permitió al padre prior abrir el ataúd y comprobar con extrañeza que bajo el cristal colocado en su interior la emperatriz estaba vestida con un hábito de monja blanco. La hija de un Grande de España que se convirtió en la esposa de Napoleón III y en la última emperatriz de los franceses, al final de su vida moría con el hábito de una orden terciaria de Santiago. Un misterio, como tantos, que la noble dama granadina se llevaba a la tumba, al igual que su honda preocupación por cómo la juzgaría la historia: «Tendré un sitio entre los monstruos de la humanidad. Me quieren altiva, imperiosa, vengativa y fanática… Se podría añadir orgullosa hasta el punto de no poder decidirme a defenderme cuando sería tan fácil, porque prefiero la calumnia a rebajarme hasta mis calumniadores».