La reina, mi madre, me ha asegurado que los magos la llevaron a engaño y la persuadieron de que en mi parto daría a luz a un varón; tuvo sueños que creyó misteriosos, y el rey también los tuvo. Los astrólogos, siempre dispuestos a alabar a los príncipes, le aseguraron que estaba embarazada de un heredero; así siguieron los halagos, se mantuvieron las esperanzas, hasta que llegó el desengaño…
Memorias de Cristina de Suecia
El 8 de diciembre de 1626, la reina María Leonor de Brandeburgo se puso de parto en el palacio real de Estocolmo. Era medianoche y a la luz de las antorchas alumbró en sus aposentos a una criatura tan «grande, fea y velluda» que las comadronas creyeron que era un varón. Desde el inicio de su embarazo los astrólogos de la corte estaban convencidos de que la soberana llevaba en su vientre el anhelado heredero al trono de Suecia. La propia reina había tenido sueños que presagiaban el nacimiento de un príncipe que llevaría la grandeza a su país. Su decepción fue enorme al descubrir que el hijo que esperaba era en realidad una niña. Así recordaba la futura reina Cristina de Suecia su llegada al mundo: «Nací con buena estrella; tenía una voz ronca y fuerte y todo el cuerpo cubierto de vello. Al ver eso, las comadronas creyeron que era un niño. Llenaron el palacio con sus errados gritos de alegría, que durante un tiempo engañaron al mismo rey. El deseo y la esperanza se aliaron para embaucarlos a todos y las mujeres se hallaron en un serio aprieto al ver que se habían equivocado. Apuradas, no sabían cómo decirle la verdad al rey». Fue la hermana del monarca, la princesa Catalina, quien cogió a la pequeña en brazos y se la mostró a su padre. Al rey Gustavo Adolfo no le inquietó lo más mínimo el equívoco y comentó en tono eufórico: «Demos gracias a Dios, hermana mía. Confío que esta niña me valdrá como un varón. Ruego a Dios que la guarde, ya que me la ha dado. Será astuta, porque se ha burlado de todos nosotros».
Considerado uno de los soberanos suecos más prominentes de todos los tiempos, Gustavo II Adolfo de Suecia pertenecía a la dinastía de los Vasa, la fundadora del protestantismo en Suecia y que reinaba en el país desde 1523. Desde que fue coronado en Uppsala a los veintitrés años, sintió que tenía la misión divina de proteger y conservar el reino sueco de todas las amenazas. Aunque al principio se mostró tolerante en materia religiosa, bajo la influencia de sus consejeros proclamó que ninguna religión podía coexistir con la religión estatal luterana, y condenó en términos muy duros la fe católica: «Esa religión, si es que se la quiere calificar de tal, no sólo es en sí misma idolatría e invención humana, sino que además nos enseña cosas especialmente condenables». En adelante calificó a los jesuitas de «engendros del diablo» y los católicos fueron perseguidos y amenazados con la pena de muerte. El rey disfrutó de gran popularidad y su éxito en los campos de batalla —donde solía luchar en primera línea de fuego— le valió el apelativo de «León del Norte». Fue un hábil estratega y gobernante que hizo de su país una gran potencia mundial. Cuando Cristina nació en 1626, hacía ocho años que Europa se encontraba inmersa en una lucha armada feroz entre los partidarios de las doctrinas protestantes propagadas por Lutero —que abogaban por la separación de la Iglesia de Roma— y los partidarios del Papa. La participación de Gustavo II Adolfo en la guerra de los Treinta Años le daría un gran renombre y tras ella se ensancharían las fronteras de Suecia y se fortalecería su presencia en el mar Báltico.
Pero la vida privada del valiente monarca fue menos brillante y estuvo marcada por los escándalos. Gustavo Adolfo el Grande, como también le apodaban, era un hombre campechano y vividor que no ocultaba su debilidad por las jóvenes hermosas. El amor de su vida fue Ebba Brahe, una dama de honor de la corte sueca de singular belleza con quien mantuvo un romance en su juventud. Pero su severa madre se opuso a esta relación y desterró sin miramientos a la muchacha de la corte. El ardiente y muy vigoroso soberano —al que los italianos llamaban «re d’oro» por sus rizos rubios— conquistó más tarde el corazón de una plebeya que le dio un hijo, el posterior conde de Vasaborg, del que apenas se ocupó. Al parecer fueron varios los hijos bastardos de este apuesto rey que también sentía inclinación, según insinuaciones de los jesuitas polacos, por los hombres. Hacia 1617 compartía su lecho en el campo de batalla con el joven y rubio Axel Baner, por quien mostraba una viva pasión.
En 1620 el rey Gustavo II Adolfo de Suecia contrajo matrimonio con la princesa alemana María Leonor de la dinastía de Hohenzollern. La elegida era hija del príncipe elector Juan Segismundo de Brandeburgo y Ana de Prusia. El suyo fue un matrimonio de conveniencia en el que pesaron las razones políticas, así como la confesión luterana de la joven. La madre del rey buscaba el matrimonio de su hijo con una princesa protestante a fin de fortalecer a Suecia frente a la amenaza del monarca de Polonia, que pretendía anexionarse su país.
Gustavo Adolfo viajó a Berlín en 1618 para conocer a la candidata, una muchacha exuberante y de gran belleza por la que se sintió muy atraído. Dos años más tarde y tras pedir su mano con gran insistencia, la princesa aceptó casarse. El compromiso contó con serios obstáculos. El hermano de María Leonor, el príncipe Jorge Guillermo, que acababa de sustituir a su padre en el gobierno de Brandeburgo, se resistía a consentir la boda, pues temía que se rompieran las relaciones con la vecina Polonia. La princesa Ana, madre de María Leonor, decidió que aquella unión se llevaría a cabo aunque tuviera que sacar a escondidas a su hija, como así hizo. Madre e hija viajaron en secreto a la ciudad alemana de Wismar, a orillas del mar Báltico, donde la muchacha fue recogida por una comitiva sueca. El enlace se celebró con gran pompa en Estocolmo el 25 de noviembre de 1620 y unos días más tarde María Leonor fue coronada reina.
En un primer momento la flamante soberana cautivó a los miembros de la corte y la nobleza por «su belleza, modestia e inteligencia». Todos felicitaron al rey por su sabia elección, pero pronto cambiarían de opinión. Al inicio la pareja se mostraba feliz en público, parecían muy enamorados y compartían el gusto por el arte y la música. Tras la luna de miel, María Leonor comenzó a comportarse de manera irracional. Mostraba un amor posesivo por su esposo y cualquier separación, por breve que fuera, se convertía en una catástrofe. Al rey Gustavo Adolfo le atraía sobre todo la belleza de su escultural esposa, a quien hacía llamar junto a él cuando se encontraba en el campo de batalla. Aunque existía entre ellos una gran atracción física, la soberana tardó tres años en quedarse embarazada y tras un primer aborto logró dar a luz a una hija en 1623. La pequeña fue bautizada con el nombre de Cristina Augusta, pero falleció al año siguiente y dejó a sus padres sumidos en el dolor. Un año más tarde María Leonor tuvo otro aborto, esta vez un niño que nació muerto.
La frustración por no poder dar a su adorado esposo un heredero la convirtió en una mujer neurótica e imprevisible. Para desdicha del monarca, ésta no tardó en presentar síntomas de desequilibrio emocional. Cuando Gustavo Adolfo se casó con ella no ignoraba que entre sus antepasados —tanto en la rama de los Vasa como en la familia Hohenzollern— existían antecedentes de «anomalías psíquicas congénitas». La reina llegaría a bordear el abismo de la locura tras la prematura muerte de su esposo. La propia Cristina de Suecia manifestó una compleja personalidad debido en parte a la confusión sobre su identidad sexual, que la perseguiría toda su vida.
Desde su llegada a la corte, María Leonor, para quien Suecia era un país de bárbaros, se mostró altiva y caprichosa frente a sus súbditos. Su amor por el lujo desmedido y su ostentoso estilo de vida resultaron muy costosos para las arcas del reino. Cuando se trasladó desde Brandeburgo a la residencia real de Estocolmo se llevó consigo un gran séquito compuesto no sólo por sus doncellas y damas de compañía. Con ella viajaron músicos, maestros de baile, sastres, peluqueros, pintores y escultores. También la acompañaba un grupo de hábiles artesanos ebanistas y tapiceros que confeccionaron el mobiliario de sus aposentos reales. María Leonor nunca disimuló el rechazo y la antipatía que le provocaban tanto Suecia —un país cuyo clima frío detestaba— como sus habitantes. Rodeada de extraños y viviendo en una corte donde muy pronto se la llegó a odiar, su único refugio y razón de vivir era su esposo.
Días antes de dar a luz de nuevo aquel gélido día de diciembre de 1626, la reina estaba muy alterada y tuvo que guardar cama. Los médicos predecían un parto especialmente difícil e incluso alguno llegó a temer por la vida de la madre y del hijo. No es de extrañar pues la alegría del rey sueco al oír que la recién nacida lloraba a pleno pulmón emitiendo «un extraordinario e imperioso rugido», según él lo describió. Cristina fue la única descendiente de la pareja real y un milagro para su padre tras los sucesivos abortos de su esposa. Desde el primer instante María Leonor rechazó a su hija y se mostraba muy afligida ante lo que consideraba una terrible e injusta desgracia. La propia Cristina confesaba en su autobiografía: «Mi madre la reina, que tenía todas las debilidades así como las virtudes propias de su sexo, estaba inconsolable. No podía sufrirme porque decía que era niña y fea; y no le faltaba razón, porque yo era morena como un morito». La soberana no podía entender cómo siendo ella una mujer tan bella había traído al mundo un ser tan poco agraciado. La pequeña fue entregada al cuidado de doncellas y criadas. El rey en persona le adjudicó por nodriza a Anna Svensson, una de sus antiguas queridas casada entonces con un oficial de alto rango y madre de dos robustos niños, famosa por «su leche inagotable y saludable».
El desinterés de la reina llegó hasta tal punto que ni siquiera quiso asistir al bautizo de su hija en la capilla real. La princesa fue bautizada como Cristina en recuerdo de la madre de Gustavo Adolfo muerta el año anterior. En sus Memorias, da a entender que su madre no sólo se despreocupó de ella, sino que pudo estar implicada en oscuras maniobras para acabar con su vida. A las pocas semanas de nacer, una mano desconocida empujó desde el techo una enorme viga que fue a parar a los pies de su cuna. En otra ocasión, las damas de la reina la dejaron caer intencionadamente al suelo mientras la estaban cambiando. Como consecuencia de esta caída, uno de los hombros de Cristina quedaría deforme y le causaría molestias de por vida. En la corte se pensaba que tras estos extraños atentados podía estar la mano negra del rey de Polonia, Segismundo Vasa, primo hermano de Gustavo Adolfo, que fue expulsado del país por su fe católica. Heredero de la monarquía sueca, este personaje intrigante y maquiavélico nunca perdió la esperanza de recuperar una de sus coronas, pero el nacimiento de Cristina puso fin a todas sus esperanzas y ambiciones.
Gustavo Adolfo manifestó por su hija un amor y un interés difícil de encontrar en aquella época respecto a un niño de corta edad. Cristina, por su parte, lo adoraba y más cuando su madre seguía sin mostrar hacia ella ni un ápice de ternura. El monarca se sentía orgulloso de su pequeña, a quien crió como un varón, y solía presumir de que había heredado su valor. Con sólo dos años de edad la llevaba a pasar revista con él y celebraba que la princesa no se asustara con el estruendo de las salvas de cañón. Al igual que sus súbditos suecos, la niña admiraba a su padre, al que no encontraba ningún defecto y tenía idealizado. Sólo en una ocasión confesó que «el rey amaba demasiado a las mujeres», en alusión a su fama de mujeriego.
Durante la primavera de 1627, cuando Cristina todavía no había cumplido seis meses de edad, el rey Gustavo Adolfo cruzó el Báltico al frente de sus ejércitos para atacar a Polonia. En una de las escaramuzas de la «guerra alemana» (como entonces se conocía la de los Treinta Años), resultó gravemente herido y permaneció varios meses inmovilizado. Por primera vez el valiente monarca temió seriamente por su vida y vio la necesidad de nombrar a su sucesor. Cuando pudo regresar a Estocolmo convocó a los Estados Generales y el 24 de diciembre los diputados proclamaron a la princesa heredera del trono de Suecia en el caso de que el rey muriera. Gustavo Adolfo, ante las dificultades de su esposa para darle un varón, decidió no esperar más tiempo y asegurar la sucesión. Un testigo de la ceremonia comentó: «Se vio a Su Majestad Real reclamar el pecho de su nodriza en medio de las interminables genuflexiones de todos los Grandes del Imperio».
En mayo de 1630 el soberano sueco partió a las costas alemanas de Pomerania para aguardar el desembarco de sus tropas. A los ocho meses, cuando reclamó la presencia de su esposa, confió el cuidado de su hija a su hermana, la princesa Catalina Vasa, y al marido de ésta, el conde palatino Juan Casimiro, que vivían en Alemania. El rey les había invitado a instalarse en Suecia y les cedió como residencia el castillo de Stegeborg, cerca de la ciudad de Norrköping. Consideraba que su hija, de tres años y medio, estaría más feliz y segura al cuidado de ellos que entre la gente de la corte y la nobleza. Cristina pasaría en compañía de sus primos, y viviendo en plena naturaleza, los mejores años de su infancia. Más allá de los vínculos familiares, Juan Casimiro ejercía como consejero del rey y se ocupaba de sus finanzas. Antes de partir Gustavo, preocupado por su larga ausencia, le escribiría a su cuñado y buen amigo en los siguientes términos: «Como es aún muy pequeña, espero que mi hija no os suponga una carga muy pesada, cuidadla bien».
Tras un emotivo discurso en Estocolmo, el soberano se despidió de su pequeña ignorando que no volverían a verse. Cristina, según algunos testigos, quedó inconsolable y no paró de llorar: «Me aseguraron que cuando se fue lloré tanto durante tres días enteros que mis ojos casi quedaron ciegos, porque eran, como los del rey, muy débiles. Hubo quien vio en mis lágrimas un mal presagio, porque por naturaleza lloraba raras veces y muy poco». Antes de su partida, el rey dejó una orden expresa de mantener alejada a su esposa de los asuntos de Estado y de la educación de su única hija. Tras los primeros y felices años de su matrimonio, Gustavo Adolfo se refería a ella como su «malum domesticum» y creía que su temperamento «ardiente e histérico» tendría graves consecuencias para su hija. En una carta a su canciller y más fiel colaborador, Axel Oxenstierna, le decía: «Si me ocurriera algo, los míos serán dignos de compasión tanto por mi pérdida como por muchas otras consideraciones. Al fin y al cabo no son más que mujeres. Una madre incapaz de dar consejos y una hija sin educar. Ambas serán desdichadas si han de reinar solas, y ambas estarán en peligro si son gobernadas por otros».
Durante toda su vida, Cristina recordaría los malos augurios que sintió cuando vio desaparecer en el horizonte el navío de guerra de la flota sueca en el que viajaba su padre. Por aquellas fechas un astrólogo de la corte observó el paso de un cometa desconocido, algo que en aquella época se juzgaba un mal presagio. Al año siguiente, el río Motala, de abundante cauce, interrumpió su curso. Todos estos signos convencieron a la niña de que algo horrible estaba a punto de ocurrir. Mientras ese día llegaba, la princesa Cristina se educaba para el papel de reina. Su padre quería que tuviera la formación de un soldado, y así se hizo. A pesar de su corta edad y su sexo, aprendió equitación, esgrima y tiro. Con el tiempo se convertiría en una espléndida amazona que recorría incansable a caballo los bosques suecos y desconocía el miedo o el agotamiento. Su cariñosa tía, a la que Cristina llamaba «mi madre natural», le ofreció lo que su fría y casi siempre ausente madre le negó.
El 6 de noviembre de 1632 el gran Gustavo Adolfo murió en la batalla de Lützen luchando contra el general católico Wallenstein. Tenía treinta y ocho años y dejaba a su país devastado por el dolor. Su cuerpo fue encontrado cubierto de sangre y de lodo, y completamente desnudo. Unos vagabundos le habían robado sus ropas, el reloj, el anillo de boda, la cadena de oro y las espuelas. Su esposa, que le había acompañado a Alemania y había establecido su corte en Maguncia, recibió allí la fatal noticia. En verano el navío que transportaba los restos mortales del monarca, acompañados por María Leonor, llegó a Nyköping, un puerto al sur de Estocolmo dominado por un alcázar propiedad de la Corona. La reina viuda había pasado los últimos ocho meses en Wolgast, una ciudad al nordeste de Alemania, en la costa de Pomerania, velando el cadáver embalsamado de su esposo. Su trágica muerte, que se negaba a aceptar, agudizó aún más su débil salud mental.
La reina fijó por el momento su residencia en el castillo de Nyköping. El ataúd del rey fue expuesto en el gran salón, apenas iluminado con unos cirios y mandado tapizar enteramente de negro. La desconsolada viuda, presa de una fuerte depresión, se negaba tajantemente a autorizar su entierro, mientras ella siguiera con vida. No quería separarse de él y retrasó todo lo que pudo sus exequias. En sus aposentos del castillo, mandó colgar de la cabecera de su cama un relicario de oro que contenía el corazón «muy voluminoso y pesado» de Gustavo Adolfo.
Cristina, al igual que el resto del país, no conoció la noticia de la muerte de su padre hasta un mes más tarde. En sus Memorias recordaba que fue su tía paterna Catalina quien se encargó de informarla sobre esta tragedia: «De inmediato […] impartieron todas las órdenes necesarias relativas a mi seguridad y a la del reino. Me hicieron vestir de luto, con toda la corte y villa, y no se omitió nada de todo lo que debe hacerse en ocasiones similares. Yo era tan niña que no conocía ni mi desgracia ni mi fortuna […] pero recuerdo no obstante que estaba encantada de ver a toda esa gente a mis pies besándome la mano». Poco tiempo después la princesa Cristina fue proclamada formalmente «reina de los suecos, godos y vándalos, gran princesa de Finlandia, duquesa de Estonia y Carelia». Como sólo tenía seis años, heredaba el trono y reinaría bajo la tutela de Axel Oxenstierna hasta su mayoría de edad. El canciller no pudo estar presente en aquella memorable ceremonia por encontrarse en Alemania reorganizando las tropas suecas tras la muerte del rey.
Ya antes de cumplir los siete años, Cristina había comenzado a conceder audiencias y a recibir embajadores. En agosto de 1633, durante la recepción de una legación rusa, asombró a todos por su entereza y precoz madurez. Ella misma reconocía: «Yo era aún tan pequeña que se temía que no sería capaz de recibir a los embajadores rusos con la debida seriedad. Algunos pensaban que yo pudiera asustarme ante sus bárbaros modales y vestimentas, que eran del todo nuevas para mí. […] Concedí a los rusos la audiencia que querían, sentada en el trono y manteniendo una actitud mayéstica y orgullosa, en vez del miedo que otros niños experimentarían en iguales circunstancias, con lo que los emisarios me miraban con el temor y la veneración que se infunde en toda persona en presencia de la realeza».
Mientras lloraba la pérdida de su esposo, María Leonor no olvidaba sus propios intereses y urdió un plan para recuperar a Cristina. En ausencia del canciller Oxenstierna —que se quedó en Alemania defendiendo los intereses suecos y estaría ausente diez años—, la reina conspiró para que le fuera retirada la custodia de su hija a su tía Catalina. Ésta nada pudo hacer ante las exigencias y amenazas de María Leonor, que se llevó a la fuerza a la pequeña al castillo de Nyköping. Aquellos fueron días terribles para Cristina, que se vio arrastrada por la histeria de su madre a compartir un duelo interminable y cruel. La viuda había hecho tapizar de negro las paredes de todas sus habitaciones, incluso el suelo se cubrió de telas negras en señal de luto. Cada vez más perturbada, obligaba a su hija a dormir con ella en una cama incómoda y espartana, y a compartir sus ritos macabros. Durante un tiempo la viuda conservó en sus propios aposentos el sarcófago del rey y hacía besar a la niña las frías mejillas de su padre antes de acostarse.
Cuando los regentes se enteraron de esta situación, alertaron al canciller Oxenstierna, quien, desde Sajonia, ordenó de una vez por todas romper con la resistencia de la reina. En julio de 1634, un año después de su regreso a Suecia, María Leonor se vio forzada a entregar a las autoridades el cadáver de su esposo. Un fastuoso cortejo fúnebre lo transportó de Nyköping a Estocolmo, donde se celebró la inhumación. Finalmente sus restos recibieron sepultura en la iglesia de la isla de Riddarholmen, próxima al palacio de las Tres Coronas. Para inmortalizar su dolor, la reina viuda fundó la Orden Real de la Fidelidad Triunfante, cuyo emblema, colgado de una cinta negra, consistía en un corazón y un ataúd.
Pero la pesadilla de Cristina aún no había acabado y todavía tendría que vivir en Nyköping dos años más. La joven recordaría con horror la tristeza de aquellas habitaciones enlutadas, el olor de los cirios y el maltrato —físico y psicológico— de su posesiva madre. Una anécdota ilustra el calvario que sufrió en su niñez. Un día María Leonor, para divertir a sus bufones, hizo probar vino en una copa a la niña, que se negó en rotundo. Enojada, Cristina decidió saciar su sed bebiendo el agua limpia y clara que su madre guardaba celosamente en un jarrón de su dormitorio para su aseo personal. Al descubrir lo ocurrido, la reina montó en cólera y mandó buscarla. Según testigos le pegó con tal ensañamiento que cayó enferma y tuvo que guardar cama varios días, presa de fuertes ataques de fiebre. Durante su convalecencia la pequeña escribiría en secreto a su tía Catalina, a la que le seguía uniendo un gran afecto.
Tras años ignorando a su hija, María Leonor ahora no podía vivir sin su compañía. La obligaba a dormir con ella en la misma cama y no permitía que se alejara de su vista ni un instante. Su comportamiento neurótico resultaba insoportable a la pequeña, que lo recordaba así: «Me ahogaba en sus lágrimas y casi me asfixiaba con su abrazo. Lloraba casi incesantemente, y algunos días su dolor aumentaba de forma tan singular que no era posible contemplarla sin sentir la más mínima compasión. Yo sentía por ella una gran veneración y un amor verdaderamente tierno. Pero esa veneración me intimidaba y me agobiaba, en especial cuando, contra la voluntad de mi tutor, ella quería encerrarse conmigo en sus habitaciones». La temprana muerte de su padre y la inestabilidad emocional de su madre dejarían graves secuelas en la reina Cristina.
A medida que pasaban los meses, la reina viuda se mostraba cada vez más desafiante y amargada. Sus encontronazos con el gobierno eran constantes y no dudó en recurrir a las intrigas para conseguir sus fines. Se sentía humillada al haber sido excluida de la regencia y llevaba una vida de dispendio que provocaba gran indignación en la corte. Si al menos hubiera podido intervenir, como era su deseo, en la educación de su hija, la situación se hubiera suavizado. El rencor y el odio que padecía recaían sobre la pobre Cristina, que sólo encontraba sosiego en sus estudios y el trato con su preceptor. El rey había ordenado «darle a su hija una educación en todo viril y de enseñarle todo lo que un joven príncipe debe saber». Por fortuna, María Leonor no interfirió en sus deseos y la niña recibió una educación amplia y muy esmerada.
Desde su infancia, Cristina se distinguió por un insólito entusiasmo por aprender. Tras la muerte de su padre en 1632, y por deseo de éste, el Consejo de Estado sueco nombró oficialmente a Johannes Matthiäe su preceptor. Persona ilustrada, sensible y de carácter tolerante, asumió sus funciones poco antes de que Cristina cumpliese los siete años. Muy pronto este teólogo se ganó su estima y confianza, tanto que llegó a llamarle en público «papá». Como jefe de estudios y a la vez encargado de su formación religiosa, Matthiäe enseñó a su aplicada pupila filosofía, historia, política, teología, matemáticas, astronomía y geografía. El preceptor dejó constancia en sus escritos del interés y la enorme curiosidad que la niña mostraba por todo. Su memoria era prodigiosa y hacía incesantes preguntas, un hábito que conservó toda la vida. Su rutina de estudios era agotadora y muy estricta pero nunca se la oyó quejarse. Recibía casi doce horas diarias de clase, sólo interrumpidas por un frugal almuerzo. Las tardes las dedicaba a perfeccionar las lenguas extranjeras. Había aprendido el alemán —lengua de la madre— y el sueco desde la cuna, y los escribía con elegancia desde los ocho años de edad. Es en aquella época cuando se inició en el latín que entonces se utilizaba como idioma diplomático en toda Europa. Su facilidad para los idiomas era extraordinaria, pues además del sueco y del alemán, hablaba con fluidez latín, francés, italiano, español, holandés y algo de hebreo.
Por su parte, Cristina recordaba así la figura del hombre que fomentó su curiosidad intelectual: «Mi maestro Johan Matthiäe me hacía estudiar mucho, actividad a la que yo me entregaba con entusiasmo. Yo amaba los buenos libros, y los leía con placer. Tenía una ilimitada sed de saber, estaba versada en todas las disciplinas y lo entendía todo sin esfuerzo. Mi maestro era mi confidente». Los escasos momentos de descanso que tenía los dedicaba a la práctica de ejercicio físico, a aprender bailes de salón y el manejo de las armas. Cuando cumplió veinticuatro años y fue coronada reina de Suecia, le fue retirado su preceptor y quedó liberada de los controles escolares.
De su niñez en el castillo de Nyköping Cristina recordaría con especial desagrado la presencia de bufones y enanos —muy frecuente en las cortes europeas en el siglo XVII—, de los que su madre se rodeaba en el castillo para intentar aliviar su soledad. Las reinas, como María Leonor, obligadas a una vida de reclusión y tedio, derrochaban afecto hacia sus enanos favoritos y se divertían con sus extravagancias. Cristina no olvidaba que de pequeña alguien había pretendido lesionarla, incluso matarla. Sobre este asunto ella misma escribió: «Sea lo que sea, no me queda ningún otro prejuicio que una ligera irregularidad en mi cintura, que hubiera podido corregir si hubiese querido esforzarme en ello». Aunque trató de quitarle importancia a este suceso, la realidad es que le dejó graves secuelas físicas. Las personas cercanas a Cristina y los miembros del gobierno fueron siempre muy cautos y discretos sobre este delicado asunto. Pero otros, como el prior de Blanchelande que vio a Su Majestad cuando ésta llegó a París, en una carta confidencial la describía sin tapujos: «Tiene un pecho medio pie más bajo que el otro y tan hundido en la espalda que parece que tenga la mitad del seno totalmente plana. La otra parte se presenta mejor, bien repleta, en verdad, y del todo amable».
Aunque la mayoría de los retratistas de la época consiguieron «borrar» de un plumazo este notable defecto físico de Cristina de Suecia, un grabado sobre cobre que data de 1662, cuando ella contaba treinta y seis años, nos la muestra con todo el realismo: la reina aparenta el doble de edad, aparece claramente contrahecha, con un hombro izquierdo mucho más alto que el derecho y el pecho hundido, como aplastado. No es de extrañar que se sintiera muy acomplejada y tratara de disimular su deformidad vistiendo prendas masculinas holgadas. La reina, aunque de complexión fuerte, era muy baja de estatura. Sensible a estos defectos, la presencia de enanos y bufones le causaba un gran malestar.
En los escasos cuadros que se conservan de Cristina de Suecia es muy notable el parecido físico con su padre. En 1634 posó para el pintor de la corte, Elbfas, quien la retrató lujosamente vestida y engalanada con perlas y otras valiosas joyas. La reina luce en el pelo, de color rubio ceniza, una corona diminuta. Tiene sólo ocho años pero los rasgos de su rostro —frente amplia y alta, nariz prominente y aguileña, cejas finas y arqueadas, grandes ojos de color azul intenso y un labio inferior prominente— recuerdan mucho a los del gran Gustavo Adolfo. Posa con aire regio, segura de sí misma y mostrando una precoz madurez. El que a la gente le recordara tanto a su padre era para ella motivo de orgullo. Hay una anécdota que evidencia este punto. Cuando se proclamó a Cristina reina de Suecia, un anciano campesino miembro del Riksdag, la asamblea de los cuatro estados del reino, encontró absurda la idea de elevar al trono a una niña que nadie conocía ni habían visto antes. Se decidió por unanimidad presentar a la princesa a todos los miembros de la asamblea. Cuando apareció por la puerta un pomposo dignatario llevando de la mano a una niña bastante fea y vestida de negro, el anciano exclamó: «¡Es verdad! ¡Tiene la misma nariz, los ojos y la frente que su padre! Que esta chiquilla sea, pues, nuestra reina».
Durante la larga ausencia de su madre, Cristina, tras ser investida reina, siguió viviendo con sus tíos y primos —uno de ellos el joven príncipe Carlos Gustavo, que sería su pretendiente oficial— en el castillo de Stegeborg. Aunque ahora era muy consciente de que algo había cambiado entre ellos porque Juan Casimiro fue uno de los primeros en acercarse a ella para rendirle pleitesía. El detalle tenía su importancia pues el futuro de los condes palatinos, tras la muerte del rey Gustavo, era bien incierto. El gobierno sueco no ocultaba los sentimientos hostiles que albergaba hacia ellos y les hacía la vida imposible para que abandonaran el reino. Los consideraban unos extranjeros, sin patria ni fortuna, dispuestos a hacerse con el trono en cualquier momento. La gran influencia que ejercía el príncipe palatino sobre la reina provocaría un enorme malestar al canciller Oxenstierna y a la familia de éste, que ostentaba los cargos más importantes en el país.
LA REINA NIÑA
En 1636 Axel Oxenstierna regresó de Alemania tras una larga ausencia y se hizo cargo de la regencia. En cuanto llegó a Estocolmo la primera orden que dio fue mandar separar a la reina Cristina de su desequilibrada madre, tal como dispuso Gustavo Adolfo. El canciller quería evitar a toda costa la nefasta influencia de María Leonor, que llevaba a su hija «por malos derroteros y acostumbrándola a mirar con desprecio a los suecos». Pero había otras poderosas razones. Apartada por completo de cualquier participación en el gobierno y llevada por sus propias ideas e intrigas, la reina madre estaba cayendo bajo la influencia danesa y considerando las insinuaciones de casar a Cristina con Federico, el hijo del rey Cristián IV de Dinamarca. Este monarca, acérrimo enemigo de Suecia, tras la muerte del rey Gustavo Adolfo acariciaba la idea de unir a los tres reinos escandinavos bajo dominio danés.
Tras apartarla de su madre, se pidió a la princesa Catalina que viniese a residir, junto a sus hijos, al palacio de las Tres Coronas en Estocolmo. Cristina tenía diez años y había pasado los últimos cuatro a merced de los altibajos emocionales de su madre. La reina viuda, aparentemente destrozada por la separación de su pequeña, quedó confinada en el castillo de Gripsholm, una fortaleza situada a unos sesenta kilómetros de Estocolmo. Sólo se le permitiría visitar a su hija durante tres semanas al año o antes, si caía enferma. Nuevamente la princesa palatina Catalina ocupó el lugar de su madre pero por poco tiempo. Su querida tía, la única persona que le dio cariño, falleció de manera inesperada en 1639 dejándola huérfana y sumida en un gran dolor.
Pero María Leonor no iba a aceptar lo que consideraba un destierro obligado y empezó a tramar un plan para fugarse de Suecia. Contaba para ello con la ayuda del rey Cristián IV y la complicidad del ministro danés residente en Estocolmo, quien servía de intermediario. Los daneses hacía tiempo que estaban dispuestos a ponerle un barco a su disposición, pero sus cambios de planes los desconcertaban. La dama había decidido que se escaparía de Gripsholm en trineo, en pleno invierno de 1640. Al encontrarse indispuesta no pudo poner en práctica su rocambolesco plan, algo que alivió enormemente al ministro danés que informó a su rey: «Parece que Dios, con esta enfermedad providencial, ha querido impedir esta aventura contra la que de nada valían nuestros consejos».
En los meses siguientes María Leonor le escribirá a diario doloridas cartas a su hija en las que se lamenta de que no le permitan ver la sepultura de su amado esposo, que se la trate como una prisionera y que no pueda vivir con ella en el palacio de las Tres Coronas. En Estocolmo, la soberana, que ya ha cumplido los trece años y desconfía de su madre, archiva una por una las misivas que ésta le manda.
En el castillo de Gripsholm, a orillas del lago Mälar y en medio de un bucólico paisaje, la reina viuda parece haber hallado por un momento la paz. Los que la visitan dicen que se dedica a la música —una de sus grandes pasiones—, a consultar a sus astrólogos, a caminar por los senderos empinados y las amplias alamedas del parque y a leer novelas francesas, siempre junto a su dama de compañía preferida, la hermosa Anna Sophia de Bülow. Entre la servidumbre se rumorea que la relación entre la señora y su dama es muy íntima y pasan mucho tiempo a solas. Ajena a los rumores que su conducta provoca, María Leonor no se resignará a permanecer el resto de su vida entre estos cuatro muros de piedra. En una carta dirigida a Oxenstierna le amenaza con abandonar Suecia, «un país perdido y lleno de bárbaros», y regresar a su Prusia natal. El canciller refuerza la vigilancia en el entorno de la viuda porque teme que ésta pueda huir al extranjero e intercepta su correo. En una carta que cae en sus manos descubre que le ha pedido asilo al rey de Dinamarca, lo que se considera un delito flagrante de alta traición.
La reina madre es convocada de urgencia a Estocolmo para explicar semejante afrenta. La escena es bien conocida porque la propia Cristina estuvo presente y se encargó de describirla con todo detalle en sus Memorias. María Leonor negó todas las acusaciones entre llantos y gritos, quejándose del trato que recibía y de la actitud irrespetuosa del canciller. Finalmente su hija, mostrando «una impresionante autoridad», le pidió que regresara a Gripsholm, prometiendo «retirarse y lamentar todo lo que había acaecido hasta entonces». Muy pronto, la viuda iba a protagonizar un escándalo del que se hablaría en todas las cortes europeas y que dejaría una profunda huella en Cristina.
María Leonor, avergonzada y humillada, abandonó Estocolmo a toda prisa y llegó a sus dominios con una sola idea en la cabeza: huir de aquel país que detestaba. Tres días más tarde, el 17 de julio de 1640, mandó llamar al mariscal encargado de vigilarla y le anunció que se retiraba temprano a sus aposentos en compañía de su dama de honor para poder concentrarse en la lectura de una voluminosa novela que le acababa de llegar de París. Ordenó que nadie la molestara, ni siquiera a la hora de la comida. Durante la noche, María Leonor, vestida de campesina, y su inseparable dama de compañía consiguieron escapar descolgándose por una ventana. Atravesaron el lago y subieron a un carruaje que las transportó rápidamente a Nyköping, en la costa. Una vez allí, una lancha danesa les llevó a la isla de Gotland donde estaban esperándolas dos navíos de guerra de Dinamarca.
A la mañana siguiente, la noticia de su desaparición llegó a la corte de Estocolmo. Nadie conocía su paradero. El canciller fue el encargado de informar a Cristina, que quedó abatida y se puso a llorar de manera incontrolable, según los testigos. La joven reina cayó enferma de tristeza, se negaba a comer y culpaba al gobierno de haber forzado a su madre a huir del país. Hasta mediados de agosto no se conocieron todos los detalles de su fuga. Cristina encajó muy mal la noticia; al dolor por su desaparición se unía ahora el insulto y la humillación de saber que su madre era huésped del rey de Dinamarca. En una carta a su tío Juan Casimiro reconocía que se sentía desamparada: «Este incidente nos ha sumido, a mí y al gobierno, en una profunda perplejidad».
María Leonor, cada vez más inestable y prepotente, pronto se convertiría en un invitado incómodo para el rey Cristián y permaneció sólo una temporada en Copenhague cambiando constantemente de residencia. Con el tratado de paz entre Suecia y Brandeburgo en 1641, su sobrino, el príncipe elector Federico Guillermo, acordó darle alojamiento en Prusia. Pero la dama, a quien siempre le gustó vivir por encima de sus posibilidades, producía grandes gastos y el elector pronto exigió a Estocolmo que contribuyese a su mantenimiento. La indignación del gobierno sueco fue tremenda pero finalmente aceptaron pasarle una pensión. María Leonor no volvería a ver a su hija hasta diez años más tarde, cuando obtuvo su permiso para asistir a su coronación como reina de Suecia. Sin embargo la relación entre ambas no mejoraría.
Cristina tardó un tiempo en superar la depresión por el abandono de su madre. Poco a poco fue saliendo de su encierro, se la vio comer en público y aplicarse en sus estudios. Para una joven de sus inquietudes, la vida en la corte sueca era monótona y tenía escasos alicientes. Nunca mostró interés por las tareas que le correspondían como mujer de alta alcurnia y repartía su tiempo entre la esgrima, la caza y la equitación. Era una magnífica amazona y le apasionaba participar en cacerías, pero la mayor parte del tiempo se sentía «mortalmente aburrida». Ansiaba escapar de la capital siempre que podía y disfrutar de la vida al aire libre. En el campo, en contacto con la naturaleza, era realmente feliz. Practicaba largas y extenuantes marchas, y entrenaba su cuerpo para soportar los rigores del clima sueco, el hambre, la sed y la falta de sueño. Sus damas de compañía se quejaban del ritmo desenfrenado al que las sometía y que eran incapaces de seguir.
Cristina a sus catorce años poseía un temperamento fuerte, inquieto y vivaz, así como una gran energía física. Todo el que llegaba a la corte sueca y la conocía se quedaba impresionado por su vasta cultura. Era inteligente, curiosa y capaz de absorber todo tipo de conocimientos. Pero tenía, como su madre, un carácter inestable y también la describían como colérica, impaciente y desconfiada. Pierre-Hector Chanut, el embajador francés destinado en Estocolmo, en sus Memorias publicadas en 1674 ensalza constantemente su «inteligencia admirablemente aguda y memoria prodigiosa». Este diplomático y fino observador fue un testigo privilegiado del corto período de reinado de Cristina, así como de la vida privada de ésta. Chanut, que acompañó a menudo a la soberana en sus viajes por Suecia, fue su hombre de confianza y entregado amigo. Cuando después de la abdicación de la reina empezaron a circular panfletos contra ella, él siempre la defendió públicamente. Era tal la admiración que sentía por Cristina que sus amigos de París llegaron a pensar que el veterano diplomático se había enamorado de la reina. A esto Chanut les respondió: «Si hubierais visto un solo día a la reina jamás creeríais que un hombre, por generoso que fuera, osara enamorarse de ella […]. Es cierto que se la ama, pero como se ama a la virtud».
A pesar de su escaso atractivo físico Cristina era una reina poderosa y un magnífico partido. Muchos a su alrededor desean verla casada. Ya desde corta edad, no le faltaron pretendientes. Los daneses estaban muy interesados en desposarla con alguno de sus príncipes, en especial con Ulrich, hijo muy querido del rey Cristián. Cuando éste murió presentaron como alternativa a su hermano menor, el príncipe Federico. Por su parte María Leonor, refugiada en Copenhague, intentó reconciliarse con su hija animándola a contraer matrimonio con este príncipe danés. La reina madre en su exilio afirmaba con vehemencia que jamás consentiría que su hija se casase con alguien que no fuese de sangre real y que estaba convencida de que su «niña» no actuaría contra sus deseos. Cristina respondió a su madre a través de una carta, de forma educada pero firme, «que abordara otros temas y no se inmiscuyera en sus asuntos privados».
Cuando la reina de Suecia cumplió dieciséis años se había convertido en una adolescente anémica y de aspecto desgarbado. Nunca tuvo mucho apetito y aunque comía de todo, detestaba la carne de cerdo —base de la alimentación sueca—, la cerveza y el vino. Como la cerveza le parecía una «bebida infame», y el agua estaba prohibida por razones de higiene, podía pasar días sin beber, lo que le provocaba graves problemas de salud. Vestía como un muchacho y aborrecía la compañía de las damas de la corte, que tenían orden de espiarla y vigilar todos sus pasos. Ya entonces prefería el trato y la conversación con hombres. Solía burlarse en público de las ocupaciones y pasatiempos femeninos y guardaba cierto odio hacia las labores de aguja. Sin embargo, a pesar de sus excentricidades Cristina de Suecia conocía a la perfección las reglas del juego de la política. Siendo tan joven ya asistía al Consejo de Estado, y antes de las sesiones estudiaba a conciencia el orden del día, intervenía y daba su opinión con buen criterio. A la vista de su madurez política e intelectual, los Estados Generales decidieron darle plenos poderes al cumplir los dieciocho años y no esperar a los veinticuatro como estaba previsto.
El 7 de diciembre de 1644, en el gran salón de las Tres Coronas, Cristina se sentaba en el trono que una vez ocupó su admirado padre. Ataviada con un aparatoso manto de terciopelo rojo —el color imperial— y según testigos «bien peinada, lavada y empolvada», algo inusual en ella, aceptó la dimisión de los regentes y asumió la total responsabilidad del gobierno de Suecia. La reina prometió bajo juramento «respetar y defender la Iglesia luterana, los privilegios de los nobles, apoyar al Senado y cumplir la Constitución». Se daba por supuesto que la inexperta soberana dejaría la tarea de gobernar en manos de los que hasta ese momento se habían encargado de ello. La realidad iba a ser muy distinta. Detrás de aquella muchacha seria y cautelosa, cuya personalidad nadie conocía, se ocultaba una mujer ambiciosa por naturaleza y segura de sí misma, deseosa de asumir cuanto antes el poder pues se sentía capacitada para mandar. Aunque tardaría aún seis años en ser coronada, aquel día comenzaba su breve y glorioso reinado. El pueblo lo celebró con enorme alegría y se dispararon innumerables salvas en su honor.
La reina se sumergió en las tareas de gobierno con todas sus energías. Apenas dormía unas horas y se levantaba a las cuatro o las cinco de la mañana para leer y estudiar. Pasaba las noches en vela leyendo tratados de derecho, textos históricos, matemáticos y de astronomía que eran sus preferidos junto a las obras de Catulo, Ovidio o Platón. A los pocos días cayó enferma víctima del agotamiento y la tensión nerviosa, y sufría frecuentes achaques.
Ya por entonces tenía la espalda muy arqueada, la vista débil y cansada y una gran rigidez en las cervicales. En 1634 se le detectó un pequeño tumor en el seno pero al no ser maligno pudo llevar una vida normal. Sin embargo, la salud de Cristina empeoró desde el instante que comenzó a gobernar. Padecía fuertes dolores menstruales, insomnio, y a menudo le aquejaban fiebres y desvanecimientos. Estos desmayos, que podían prolongarse durante horas, era lo que más preocupaba en su entorno.
Viendo que los remedios y curas populares a base de sangrías y la ingestión de aguardientes especiados eran incapaces de sanar su extraña enfermedad, se decidió consultar al famoso médico francés Pierre Bourdelot, que acababa de llegar a Estocolmo. Este polémico personaje —que un biógrafo de la reina sueca describía como «un alegre tunante, rechoncho y con la cara rojiza, buen bailarín y tocador de laúd, propenso a las bromas groseras, parlanchín inagotable, gran tragón, bebedor y aficionado a perseguir criadas»— devolvería pronto la salud a la soberana. Para la mayoría de los historiadores suecos este hombre, que adquirió gran celebridad como médico personal del príncipe de Condé, fue un libertino que «pervirtió a la infortunada reina» y sólo le enseñó inmoralidad. Para Cristina, fue su mejor remedio para recuperar las ganas de vivir. Lo cierto es que cuando llegó al palacio de las Tres Coronas y pudo examinar a la soberana, ésta presentaba un aspecto deplorable. Se le informó además que la paciente no comía prácticamente nada desde hacía semanas, se desmayaba varias veces al día y, con una lucidez que desarmaba a todos, confesaba sentirse perdida.
Para Bourdelot el diagnóstico era claro: la reina había enfermado debido «al exceso de trabajo, el agotamiento físico, la falta de sueño, una mala alimentación y un serio abandono de su persona». Le aconsejó que rebajara su ritmo de vida, que descansara más tiempo y se entretuviera con pasatiempos propios de su edad. Eligió para ella una dieta ligera que incluía carne de ternera, mucha fruta y líquidos, y la animó a que tomara baños calientes y baños de pies. En poco tiempo la salud de Cristina mejoró, y segura de que Bourdelot le había salvado la vida, se puso en sus manos. La vida en palacio se transformó, las representaciones teatrales, las óperas, las fiestas, los bailes, las mascaradas se sucedían sin descanso. El médico contrató a comediantes italianos y a músicos, y organizó animadas veladas donde participaban las damas y caballeros de la corte. Contagiada por la alegría y el buen humor de Bourdelot, que sabía componer canciones, tocar la guitarra, preparar perfumes y cocinar los platos más exquisitos, la reina se divertía como nunca lo había hecho. El médico francés se convirtió en una excelente compañía para Cristina, quien toleraba su falta de vergüenza y sus bromas de mal gusto. En poco tiempo era uno de los hombres más poderosos de Estocolmo. También el más odiado por su hiriente sentido del humor y la forma humillante en que trataba a los eruditos de la corte cuando asistía a los debates literarios en compañía de Su Majestad.
Fue también el vividor Bourdelot quien descubrió a la reina sueca los clásicos de la literatura erótica y la poesía pornográfica —como los Sonetos lujuriosos de Pietro Aretino— que leyó con gran avidez. Seguramente el médico francés, además de prescribirle descanso y distracciones, a través de estas poesías ilustradas con grabados de alto contenido erótico, le mostraría la importancia del amor físico tan necesario para el equilibrio nervioso. No sabemos si la reina Cristina puso en práctica los consejos de Bourdelot, de quien se dice que fue el primer hombre en seducirla, pero es cierto que llegó a ejercer una gran influencia sobre ella durante los dos años que pasó en Suecia. En este tiempo la soberana, arrastrada por las locuras de su médico, se había desinteresado casi por completo de los asuntos de gobierno. Pasaban meses enteros sin que convocara el consejo de ministros o recibiera a un consejero de Estado. Aquella situación no podía durar demasiado y finalmente, en 1653, Bourdelot abandonaría el país rumbo a Francia donde proseguiría alegremente su vida libertina hasta su muerte. La reina, para tranquilidad de todos, volvería a consagrarse a los asuntos de Estado y a la lectura que tanto le apasionaba.
Pero Cristina, además de una débil salud, era muy consciente de su personalidad problemática. En 1679 le confiaba a su médico de infancia que su temperamento era «fuego y llama» y lo calificaba de «colérico, altanero e impaciente». En sus Memorias da las gracias a Dios por haberla protegido de la desgracia «a la que mi libre actitud y mi sangre ardiente fácilmente podían haberme precipitado. Sin duda me hubiera casado si Tú no me hubieras dado la fuerza para poder renunciar a las alegrías del amor». Los biógrafos de Cristina afirman que la obsesión de ésta por mantenerse virgen y soltera de por vida se debía a los conflictos con su propio cuerpo. Es cierto que el comportamiento excéntrico de la reina y lo que muchos tacharon como «anormalidad sexual» hizo correr ríos de tinta en su época. En 1654 un contemporáneo suyo escribió: «Tenía sólo el sexo de una mujer; su actitud, sus gestos, incluso su voz, eran total y enteramente masculinos». Otros soberanos que la conocieron, como Enrique II, duque de Guisa, comentó: «Tiene la voz y la actitud de un hombre». Incluso la prima del Rey Sol, la duquesa de Montpensier, que frecuentó a la reina de Suecia durante la estancia de ésta en París, la describe en sus Memorias como un «guapo y muy varonil muchacho». Los estudiosos de su comportamiento aseguran que sus amores, tanto con hombres como con mujeres, fueron más platónicos que carnales. Ella nunca se sinceró sobre este asunto tan íntimo, pero su conducta y supuesta bisexualidad dio pie a todo tipo de burlas y crueles libelos que la hirieron profundamente.
Aunque se sabía que la reina no tenía ningún interés en contraer matrimonio, en su entorno se empeñaban en casarla cuanto antes, pues debía tener hijos que garantizasen la continuidad de la dinastía. Entre sus pretendientes se encontraban Federico Guillermo de Brandeburgo —el candidato ideal para su madre—, Fernando IV rey de Hungría, el rey Juan de Portugal, el rey de Polonia, el gobernador de los Países Bajos y hasta el rey de España Felipe IV. Este monarca, al quedarse viudo, mandó a la corte sueca a su embajador Saavedra para intentar convencer a los miembros del gobierno de las ventajas de un matrimonio español. Cristina, con suma diplomacia, dejó claro que por el momento no buscaba marido, y desde luego el poco agraciado Felipe IV, «abúlico, mujeriego empedernido y pésimo gobernante», no le atraía lo más mínimo.
Pero la insuperable aversión al matrimonio de la soberana desbarató todos los planes. Entre los candidatos el único por el que mostró algo de interés —al menos en su primera juventud— fue su primo Carlos Gustavo. Hijo de los condes palatinos y compañero de juegos en el castillo de Stegeborg, durante siete años se profesaron un tierno amor infantil, como atestiguan las cartas, redactadas en alemán, que se mandaban. En una de ellas, la pequeña princesa le pide paciencia «hasta que tenga la corona en la cabeza, y vuestro amor, más experiencia en la guerra». Pero ya en su adolescencia, Cristina no sentía ninguna atracción por este joven regordete, de manos húmedas, párpados cargados y bastante torpe.
Para demostrar su fidelidad a la reina y sus aptitudes en el campo de batalla, en 1642 el príncipe Carlos Gustavo obtuvo permiso para irse a Alemania y reunirse allí con el ejército sueco. Pero cuando el joven regresó a casa tres años más tarde, y a pesar de haber demostrado su valor en el frente, la reina le recibió con frialdad. Ante la insistencia de su primo, convertido en héroe nacional, Cristina le consoló declarándole que le nombraría su sucesor en el trono y príncipe heredero del reino. Con este gesto, dejaba muy claro que no pensaba contraer matrimonio ni tener descendientes. Quizá Cristina también se sintió desengañada de su adorado primo al conocer los «excesos» de éste durante su larga ausencia y traerse consigo un hijo bastardo a Suecia. El radiante héroe al que la joven reina le había escrito entusiastas cartas de amor se había transformado en un guerrero corpulento y de aspecto tosco que había dejado de interesarle.
Para acallar los rumores que circulaban en torno a su soltería, en 1649 Cristina reconoció ante el Parlamento que no estaba preparada para el matrimonio: «Quiero que se sepa que es imposible que yo me case. Ésta es mi verdadera decisión. No voy a explicar las razones, pero no estoy en disposición mental de contraer matrimonio. He pedido fervientemente a Dios que me hiciera desearlo, pero mis ruegos no han sido atendidos». Acostumbrada a mandar desde niña, no entraba entre sus planes someterse a la autoridad de un esposo ni compartir el trono con él. Finalmente, para solucionar el problema de la sucesión, la soberana nombraría a su primo Carlos Gustavo como único heredero al trono.
La constante negativa de Cristina de Suecia a contraer matrimonio dio pie a todo tipo de conjeturas. Algunos médicos de su época hablan de «defectos físicos» que impedían consumar un matrimonio. Consciente de los rumores maliciosos que circulaban en torno a su sexualidad, la reina solía bromear en público sobre este asunto. En una ocasión salió despedida de una calesa y sus faldas se alzaron, algo que no la enojó, y comentó con ironía: «que se me haya visto como me creó la naturaleza, porque así las gentes sabrán que no soy ni un hombre ni un hermafrodita, como se ha querido difundir acerca de mí». La leyenda sobre su supuesto «carácter híbrido» la acompañó hasta su muerte. Cuando en 1689 se realizó la autopsia a su cadáver, los médicos informaron que no existía «anormalidad alguna en sus genitales externos».
Cristina de Suecia ha cumplido veinticinco años y su aspecto dista mucho de la imagen seductora que la actriz Greta Garbo ofrecía en la película del director Rouben Mamoulian, donde daba vida a la reina sueca. Su aire varonil sigue sorprendiendo a todos los que la conocen. Los testigos de su época la describen como una sabionda de aspecto desaliñado, poco aseada y mal vestida. Sin embargo, aunque carecía de encanto y belleza, su reputación había adquirido tales proporciones que en toda Europa se hablaba de ella con admiración y gran curiosidad.
Este interés por la reina luterana era especialmente intenso en la corte de Francia. A petición de la reina madre Ana de Austria, el embajador francés Chanut le envió un minucioso informe sobre la soberana a la que califica como «un fenómeno». El diplomático destacaba la resistencia física de Cristina, cuyas proezas en el campo causaban grandes envidias. Al parecer podía cabalgar durante diez horas seguidas a caballo sin fatigarse cuando participaba en una cacería, o tumbar de un solo tiro a una liebre a la carrera. Podía dormir en cualquier sitio, incluso bajo las estrellas, y le encantaba la vida campestre. Ni el frío más gélido ni el calor más sofocante parecían molestarla. A la reina le gustaba la comida sencilla, dormía apenas cinco horas al día y no demostraba el más mínimo interés por su aspecto físico. Se vestía, según Chanut, en un cuarto de hora y en las ocasiones más festivas los únicos adornos de su tocado solían ser una peineta y una cinta en el cabello. No se preocupaba de su cutis y siempre llevaba la cara expuesta a la lluvia y al viento, sin una pizca de maquillaje. Si a esto añadimos que se reía de manera estruendosa, que silbaba y blasfemaba como un soldado raso, es comprensible el desconcierto que provocaba. Cuando pasaba a galope, libre e intrépida, con sombrero de hombre y jubón, los cabellos al viento y el rostro bronceado, sus súbditos no sabían muy bien si tenían un rey o una reina.
A pesar de su rechazo constante hacia el matrimonio, a la reina Cristina siempre le gustó rodearse de hombres de la nobleza jóvenes, atractivos y ricos aunque con poco cerebro. Al principio los trataba con gran pompa, los colmaba de regalos y atenciones, pero se cansaba pronto de ellos. Como compensación les arreglaba ventajosos matrimonios de conveniencia o les otorgaba algún título nobiliario. El apuesto conde Magnus Gabriel de la Gardie, amigo íntimo de su primo Carlos Gustavo, fue uno de sus favoritos. Desde el primer instante no ocultó la atracción que sentía hacia él y trató de retenerlo a su lado nombrándole en 1645 coronel de su guardia. En poco tiempo «el bello Magnus» gozaba de una situación privilegiada en la corte, donde Cristina le colmó de atenciones y honores. Este joven cortesano, elegante, instruido y mundano, se ganó la confianza de la reina y su ascenso fue imparable. Tras ser enviado en misión diplomática a Francia, a su regreso fue nombrado consejero del reino, más tarde gobernador de Sajonia y llegó a alcanzar el cargo de tesorero real. De la Gardie pronto se convertiría en un rico e influyente terrateniente. De nuevo el embajador francés en Estocolmo, Chanut, fue testigo de la «ardiente pasión» que la reina mostraba hacia él. Pero Cristina, por razones desconocidas, acabaría organizando el compromiso del ambicioso conde con una hermana de su primo Carlos Gustavo.
Pero si a alguien amó la reina Cristina de Suecia en su juventud fue a la dulce Ebba Sparre. Esta noble sueca y dama de compañía, apodada la «belle comtesse» (la bella condesa), era célebre en la corte por su hermosura. Según se cuenta, Cristina se la presentó al embajador inglés Whitelocke con estas palabras: «Señor, le presento a mi compañera de lecho y dígame si su interior no es tan hermoso como su exterior». Desde que la vio en la corte, se quedó prendada de ella hasta tal punto que encargó al pintor francés Sébastien Bourdon que la retratara. A pesar del rechazo que solía mostrar hacia las mujeres, Cristina cayó rendida ante los encantos de esta dócil joven por la que llegó a sentir, según sus palabras, una «violenta pasión». Incluso después del matrimonio de Ebba con Jakob de la Gardie, hermano de su antiguo favorito, seguiría escribiéndole ardientes cartas de amor. Belle, como la llamaba la reina, fue su amiga íntima, amante y consejera. Tras su abdicación, la reina le pediría que la siguiera primero a Hamburgo y luego a Roma, donde se instaló con su corte. La muerte prematura de Ebba en 1662 trastocó estos planes y la posibilidad de vivir de nuevo juntas. Las cartas que la reina Cristina le escribió a su amada Belle revelan el grado de intimidad y erotismo entre ambas. En una de ellas, escrita desde su nueva residencia en Roma en 1656, Cristina dice: «Qué feliz sería si me fuera dado encontraros, Belle, pero estoy condenada a amaros y adoraros eternamente sin poder reunirme jamás con vos». En marzo de 1657, la reina vuelve a escribirle, esta vez una de sus cartas más apasionadas, a la mujer que hace doce años amó: «[…] tuve la dicha entonces de ser amada por vos, en pocas palabras, de perteneceros de una forma que os hace imposible abandonarme. Sólo con la muerte dejaré de amaros».
Aunque Ebba ocuparía un lugar importante en el corazón de la reina, no sería la única dama a la que Cristina seduciría, sin importarle el escándalo que su conducta pudiera ocasionar. Durante su primer viaje a Francia, la reina sueca mostró una repentina pasión por la señora de Thianges, hermana de madame de Montespan, la favorita de Luis XIV. Según algunos, «se esforzó con ardor en persuadirla de separarse de su marido para seguirla a Italia; hay que decir en honor a la señora de Thianges que no acompañó a la reina a Roma, sino que permaneció fiel a su marido».
En 1654, cuando Cristina acababa de llegar a Hamburgo, conoció en casa de un rico judío portugués a su hermosa sobrina. La joven se llamaba Raquel y la soberana, atraída por sus encantos, la invitó a almorzar y pronto intimaron. Se las veía pasear juntas en carroza descubierta, cogerse de la mano y besarse ante la mirada atónita de los curiosos. Cuando la reina abandonó la ciudad, Raquel se vio obligada a comparecer ante un consejo de familia para dar explicaciones. La muchacha no sólo no negó las acusaciones sino que se defendió con estas palabras: «Los actos practicados con una de las soberanas más gloriosas de Europa dejan más honor que vergüenza». El argumento debió surtir efecto porque el asunto se olvidó, aunque poco tiempo después su padre la casaba con el barbero de la ciudad para poner a salvo su honorabilidad.
El 20 de octubre de 1650, la reina de la que toda Europa hablaba fue coronada con gran pompa y solemnidad. Era un radiante día de otoño y a estas alturas era obvio que Cristina no pensaba casarse y había reconocido a su primo Carlos Gustavo y a sus descendientes como sus sucesores. Por su expreso deseo la ceremonia tuvo lugar en la catedral de Estocolmo y no en Uppsala, como era la tradición por ser la sede del arzobispado. Se creía que el reinado de un soberano que no fuese coronado en esta ciudad histórica sería de corta duración. Pero esta arraigada superstición no impresionó a la reina sueca, dispuesta a celebrar por todo lo alto tan insigne día en la capital rodeada del cariño de sus súbditos.
Cristina era entonces muy querida por el pueblo que valoraba sus esfuerzos en conseguir la paz para su país y convertir a Suecia en una gran potencia europea. Consciente de la importancia que tenía su coronación, ella misma se ocupó con esmero de todos los detalles de la ceremonia. Fueron invitadas todas las personalidades de la nación y llegaron a Estocolmo impresionantes delegaciones de las principales cortes europeas. Seis días antes, Cristina abandonó la ciudad para retirarse al castillo de Jakobsdal mientras el pueblo podía saciar su sed bebiendo vino tinto que manaba gratuitamente de cuatro fuentes doradas. Cuando dos días después una larga comitiva la acompañó de regreso a Estocolmo, miles de suecos la aclamaron a su paso. La soberana hizo su entrada en la capital en una lujosa carroza, tapizada de terciopelo negro con pasamanería de oro y de plata, tirada por cuatro caballos blancos que llevaban herraduras de plata. Iba escoltada por su guardia personal, escuderos de la corte, oficiales del palacio real y portadores de alabardas que lucían sus mejores galas. Los miembros de la nobleza, senadores, las delegaciones y los embajadores de países extranjeros fueron distribuidos en veinticuatro lujosas carrozas de la corte.
Finalmente el 20 de octubre tuvo lugar la coronación en el palacio de las Tres Coronas. El propio Carlos Gustavo, envuelto en una capa de armiño, recibió a su prima al pie de las escalinatas de la catedral y la condujo justo enfrente del altar. Tras leer con gran emoción el juramento de los reyes de Suecia, el arzobispo le colocó encima de la cabeza la pesada corona de oro. La misma con la que años más tarde se hará enterrar. Allí, de pie, erguida y con aire solemne, Cristina lució con orgullo las insignias del poder: el cetro, el globo, la espada y la llave. Tras la ceremonia la reina regresó al palacio en su carroza engalanada precedida por el gran tesorero, que echaba sobre la multitud monedas de oro y de plata. Las campanas de la ciudad doblaban al vuelo mientras desde lo alto de las murallas cientos de cañonazos anunciaban el feliz acontecimiento.
Durante el festín que siguió a la coronación en el palacio de las Tres Coronas, los invitados fueron repartidos en largas mesas bien separadas. Sola, en un extremo del enorme salón, la reina se hizo servir aparte, mientras todas las miradas se fijaban en ella. En realidad, salvo personas tan cercanas como el canciller Oxenstierna o Carlos Gustavo, eran muy pocos los que podían vanagloriarse de conocer lo más mínimo a la flamante soberana. En general se sabía que había recibido una educación varonil, que montaba bien a caballo, que era una hábil tiradora de fusil y que tenía muchos conocimientos.
En la calle, el pueblo lo festejó con bailes y asados regados con buen vino. Hubo espectáculo de fuegos artificiales, combates de leones y de osos, y varias cacerías, según algunos testigos. Aquel dichoso e inolvidable día para la reina sólo se vería empañado por la presencia entre los invitados de su madre. María Leonor no quiso perderse la coronación de su hija y ésta le dio permiso para regresar por fin a Suecia. Públicamente la perdonó pero nunca olvidaría la humillación y el dolor al enterarse de su escandalosa fuga. Por orden de Cristina, se le asignó el castillo de Nyköping como residencia. Madre e hija no volverían a verse hasta cuatro años más tarde, cuando la reina sueca renunció al trono y abandonó el país.
LA MINERVA DEL NORTE
En 1652, el célebre bibliotecario francés Gabriel Naudé escribía acerca de Cristina: «Europa se interesaba por esta soberana que se vestía de hombre…, no se rizaba el cabello jamás, amaba a las mujeres, se hacía adorar por sus favoritos del momento, trabajaba día y noche y terminó por alejarse, de la forma más extraordinaria posible, de la senda trazada en la que la retenían sus deberes de Estado. Europa hablaba con respeto de aquella extraña literata que poseía una docena de diplomas, de ciencias y de literaturas, que atraía hacia ella, desde todo el mundo, las energías espirituales de su tiempo…, que estimulaba en sus trabajos a los sabios de su entorno y que, por añadidura, no se jactaba mucho de su ciencia».
Durante los diez años de su reinado la corte sueca se convirtió en un radiante centro de la vida intelectual y artística que cautivó a toda Europa. Cristina quiso convertir la austera capital de Estocolmo en una nueva Atenas donde florecieran las artes y las ciencias. Se levantaron hermosos edificios de estilo clásico, como el ayuntamiento, la Casa de la Nobleza y el palacio Wrangel, todos ellos obra, entre otros, del francés Jean de La Vallée o del alemán Tessin. Desde su llegada al trono reemplazó los torneos medievales y las bárbaras costumbres del norte por veladas musicales, animadas tertulias literarias, fastuosas fiestas y representaciones teatrales que igualaban a las de Versalles. A ella le gustaba especialmente el llamado teatro campesino, de origen alemán, una de las fiestas de disfraces más populares en su país. Se dice que en 1650 se presentó vestida de criada holandesa, y años más tarde disfrazada de pastora, con un corpiño bordado de diamantes que ordenó repartir entre los asistentes al final de la velada.
El viejo palacio de las Tres Coronas, que entonces recordaba más a una fortaleza, se estaba convirtiendo gracias a su erudita reina «en un ámbito de libertad y de goce estético», en palabras del poético Chanut. El diplomático francés escribiría acerca de esta nueva Suecia: «Dios ha hecho gobernar allí a una muchacha que tiene una gran inclinación hacia la literatura y la filología e inteligencia para introducirlas allí, porque esta nación guerrera no había tolerado jamás que un rey apreciara las ciencias».
Cristina seguía llevando una vida ascética, entregada al estudio y la investigación. Poco a poco se rodeó de intelectuales, sabios, eruditos, filólogos, filósofos y poetas que llegaban de todos los rincones de Europa. Pero a mil kilómetros de la pacífica capital de Estocolmo, en territorio alemán, protestantes y católicos seguían librando encarnizadas batallas. La guerra de los Treinta Años parecía no tener fin y se cobraba nuevas víctimas. Cristina, heredera del liderazgo protestante, sólo deseaba la reconciliación y que la guerra no se prolongase. Su firme deseo de diálogo contribuyó a alcanzar un acuerdo de alto el fuego. Por primera vez impuso su opinión ante el canciller Oxenstierna que ya no gozaba, como antaño, de su favor. La firma de la Paz de Westfalia en 1648 marcaría el apogeo de su reinado y Suecia se convertirá en una gran potencia europea.
La reina había recibido de sus predecesores apenas unas finas tapicerías de Aubusson que el rey de Francia Carlos IX había regalado al soberano sueco Erik XIV. Pero ya en su juventud demostró un interés insaciable por las obras de arte, desde estatuas antiguas, a tapices o cuadros, que siempre conseguía a cambio de un título o una condecoración. Su primera adquisición de importancia sería la magnífica biblioteca de Grotius que, tras meses de duras negociaciones con la viuda del sabio, fue transportada por tierra desde París a Estocolmo en un convoy formado por cuarenta y ocho carretas. Sus fieles militares que conocían la pasión que sentía por los libros, en las victoriosas campañas alemanas saquearon las bibliotecas de castillos, casas solariegas, palacetes y monasterios para contentar a su soberana. Sólo en el año 1647 un veterano mariscal mandó a Estocolmo quinientos toneles llenos de incunables y valiosos manuscritos.
Gracias a estos saqueos militares Cristina de Suecia lograría formar el grueso de sus famosas y controvertidas colecciones. Pero el botín de guerra más extraordinario sería el procedente de la corte de Praga. Cuando en julio de 1648 las tropas suecas, al mando de Königsmark, entraron en el palacio real de Hradcany se apoderaron de todos sus tesoros artísticos, incluida la biblioteca imperial. Durante casi treinta años, el emperador Rodolfo II había dedicado todos sus esfuerzos, su tiempo y su dinero para reunir una de las colecciones de arte más importantes de Europa. Entre ellas se encontraban objetos de valor incalculable que reportarían a Suecia una enorme riqueza: joyas y piedras preciosas, monedas, porcelanas, grabados, bronces antiguos, esmaltes, relojes de chimenea, objetos de marfil, sedas, encajes, instrumentos musicales, espejos y armaduras de todas las épocas. Entre los cuadros —más de cuatrocientos— había obras maestras de grandes artistas como Miguel Ángel, Leonardo da Vinci, Rafael, Tiziano, Tintoretto, Veronese, Durero o El Bosco, que pasaron a ser propiedad de las colecciones reales de Suecia. El traslado de estos tesoros de Praga a Estocolmo duraría más de un año en lo que muchos consideran el mayor saqueo artístico de la historia. Un visitante de la corte sueca declaraba en 1654 que la reina le mostró en sus galerías privadas «once Correggios, dos Rafaeles, doce Rubens y obras maestras de Tiziano, Veronese, Leonardo da Vinci y Bellini».
Aunque la situación del reino era precaria, debido en parte a los gastos militares que implicaban ser una gran potencia, la reina no dudó en invertir grandes sumas de dinero en aumentar su colección de arte y su magnífica biblioteca. Su fama de mecenas y protectora de las artes comenzó a expandirse y varios conocidos intelectuales se interesaron en sus proyectos. Cristina vio la posibilidad de atraerlos a su corte mediante el mecenazgo. De esta manera había llegado a Estocolmo en 1649 el intelectual francés René Descartes, con quien la soberana mantenía correspondencia desde hacía dos años. Cristina le advirtió contra el frío extremo del invierno nórdico —que podía llegar a los veinte grados bajo cero— y le sugirió que la visitara en primavera o en verano. Pero el filósofo y matemático, deseoso de conocerla cuanto antes, se presentó en la corte a principios de octubre. La reina le recibió con todos los honores y le admiraba tanto que le pidió que se quedara para siempre a vivir en Suecia donde ella le otorgaría tierras y un título nobiliario. Descartes rechazó cortésmente la oferta y tras un primer encuentro a las cinco de la madrugada en la enorme y gélida biblioteca del palacio de las Tres Coronas, se pasó casi un mes esperando una nueva audiencia.
La reina sueca acariciaba la idea de crear una academia de sabios, bajo la dirección intelectual de Descartes. Le pidió al filósofo que redactara los estatutos, pero el entusiasmo inicial dio paso a la decepción. Se sentía engañado y temía que la reina sólo quisiera incluirlo en su equipo de eruditos como un objeto más de su colección. Además, su «discípula» le había defraudado porque «dominaba diez idiomas, lo había leído todo y sentía curiosidad por lo nuevo, exactamente lo contrario para alcanzar el conocimiento y la capacidad de juicio», según su filosofía cartesiana. Las escasas entrevistas que la reina mantuvo con su ilustre huésped provocaron mucha envidia y celos entre los cortesanos suecos. Se llegó a acusar a Descartes de distraer a la reina de las tareas de gobierno con discusiones filosóficas y religiosas que tendrían un hondo calado en ella. Sin duda, ejerció una gran influencia en el pensamiento de Cristina y en su posterior conversión al catolicismo. El frío invernal no le sentó bien a Descartes, de constitución frágil, que fallecería en Estocolmo a los cinco meses de su llegada. Aunque la versión oficial fue que había muerto víctima de una neumonía, pudo ser envenenado.
Suecia ha dejado de ser un país bárbaro y se ha convertido, gracias a su reina, en el centro del humanismo en Europa. La llaman por su erudición «la Minerva del Norte», en alusión a la diosa de la sabiduría y las artes. Las universidades de Estocolmo y Uppsala, gracias a su impulso, atraen a eminentes especialistas extranjeros que ocupan las principales cátedras. La soberana las visita con frecuencia y asiste a los discursos y a las discusiones académicas, crea becas y manda a los estudiantes especialmente dotados a completar sus estudios fuera del país. Todo el reino se ha beneficiado de su política cultural, pero el pueblo pasa hambre. Cristina dedica enormes sumas de dinero a sus adquisiciones de arte y es espléndida con sus invitados. Su actitud derrochadora debilita aún más las arcas del reino.
Pero las inquietudes de la reina van más allá de lo artístico. En su interior hace tiempo que vive una gran contradicción: se siente católica de corazón, pero luterana en su conducta. Sus desavenencias con las creencias protestantes que cuestionaba sin límites llegaron a oídos del bando católico. En 1650 la reina, curiosa por naturaleza, departió ampliamente sobre teología con el jesuita Antonio Macedo, intérprete y director espiritual del embajador portugués en Estocolmo. En poco tiempo este hombre se convirtió en su favorito y confidente. Macedo detectó enseguida la simpatía que la doctrina católica suscitaba en ella. Fue entonces cuando la soberana le comunicó que anhelaba tener en la corte a dos jesuitas que la instruyesen y le demostrasen la verdad de la fe católica. El 7 de agosto de 1651, pocos días después de su entrevista con Macedo, Cristina de Suecia informó al Senado de su intención de abdicar. Afirmó que la decisión adoptada era la que mejor servía a los intereses del país y a los de su primo Carlos Gustavo, y que ella estaba deseando dedicarse a la vida contemplativa. «Lo que vosotros necesitáis es un hombre, un capitán que en tiempos de guerra pueda cabalgar y luchar a vuestro lado en la defensa del reino, algo que una mujer es incapaz de hacer».
La decisión de la reina de abandonar el trono no fue un acto precipitado, llevaba ocho años madurando esta idea. Además de su admiración por el catolicismo, pesaban otras razones. Deseaba librarse de las obligaciones de la monarquía, marcharse de un país donde se sentía acosada por las deudas y ser al fin libre. En una ocasión afirmó: «No tener que obedecer es dicha mayor que mandar en toda la Tierra». Mientras ese anhelado día llegaba, Cristina mantuvo en palacio largas conversaciones con los dos jesuitas enviados por Roma.
Por su parte, el entonces rey de España, Felipe IV, le envió a don Antonio Pimentel de Prado en calidad de embajador extraordinario con la misión de conseguir que la reina se mantuviera firme en su decisión de abrazar la fe católica. La elección no pudo ser mejor y más efectiva. Pimentel era un cincuentón atractivo, seductor y muy dado a la galantería, que pertenecía a una de las más ilustres familias del antiguo reino de León. Cuando llegó a Estocolmo desde Flandes, donde se encontraba destinado como militar de alto rango, presentó con gran pompa sus cartas credenciales a la reina Cristina. Al parecer la atracción fue mutua. Pimentel se quedó gratamente impresionado por la arrebatadora personalidad de la soberana y su gran erudición. Ella, por su parte, cayó rendida ante su elegante porte, sus exquisitos modales y su sonrisa perpetua: «[…] traía la pasión meridional, tenía tal ardor que no me disgustaba, así se adueñó de mi corazón y me condujo a mi derrota». La reina siempre se había interesado por la cultura española, adoraba a Velázquez, Quevedo y Calderón de la Barca. En 1647 se creó una cátedra de español en la Universidad de Uppsala y la reina, que hablaba perfectamente este idioma, recomendó a sus ministros que aprendieran la lengua porque «era muy útil no sólo en la corte sino por todas las cosas relevantes que se habían escrito y descrito en español».
A primeros de noviembre de 1653, debido a una epidemia de peste que azotaba la capital sueca, Cristina decidió establecer su corte en Uppsala. Antes de partir invitó a su querido Pimentel a vivir en su propio alcázar del palacio de las Tres Coronas, lo que dio pie a chismes de mal gusto. Muy pronto se extendió el rumor de que la soberana sueca mantenía una relación amorosa con el temperamental español. El pintor de la corte Sébastien Bourdon escribe en sus Memorias que Cristina se pasaba el día conversando durante horas con Pimentel, que la colmaba de regalos y que, de noche, se iba a pasear con ella, lo que generaba todo tipo de murmuraciones. Ella, por su parte, le otorgó los más altos favores y honores, además de valiosos obsequios, como un magnífico carruaje y seis de los mejores caballos de sus cuadras reales. El plan urdido por la Corona española iba a dar sus resultados. El apuesto hidalgo Pimentel ejercería una notable influencia sobre la reina y estaría presente en Bruselas en 1654, cuando se produjo su conversión al catolicismo y más tarde en Innsbruck, en la ceremonia oficial.
La renuncia de Cristina al trono sueco conmocionó a toda Europa y era un desafío que rompía todas las reglas establecidas. Pero su conversión al catolicismo dejaría perplejos a todos. Que la hija del gran paladín del protestantismo abrazara la fe católica era considerado alta traición. Hacía años que la reina se sentía atormentada por las cuestiones religiosas. En su interior estaba convencida de que el catolicismo le daría más libertad de espíritu y de acción que el luteranismo. De nada sirvieron los ruegos de sus consejeros más próximos como el canciller Axel Oxenstierna o el propio Carlos Gustavo, que le suplicó que «siguiera conservando aquel cetro que con tanta firmeza sostenían sus manos, por la gloria, la salvación y la seguridad del reino». Cristina no dudaba de que el príncipe heredero, a pesar de su torpeza, su gusto por la bebida y los excesos, sería un buen gobernante. Había demostrado tener sentido común y un gran talento militar que recordaba al del rey Gustavo Adolfo.
También la reina se atrevió a anunciar su decisión ante todo el Senado, al que convocó en sus aposentos. Fue la reunión más tensa y emotiva, la mayoría se negaban a aceptar su abdicación por entender que significaría el derrumbamiento de su política y de sus ideales. Con voz alta y solemne Oxenstierna recordó el juramento que había prestado a su padre Gustavo Adolfo antes de morir de mantener por todos los medios la descendencia de los Vasa luteranos a la cabeza del reino. Pero si algo emocionó a la reina y la obligó a abandonar la habitación al borde de las lágrimas fue cuando el propio canciller le anunció que todos los allí presentes se declaraban dispuestos a pagar con sus propios patrimonios las deudas de la Corona y a «subvencionar las necesidades de la corte de tal forma que se hiciera todavía más brillante y gloriosa que la de ningún otro soberano». Esta inesperada muestra de afecto la conmovió profundamente.
El ostentoso tren de vida de Cristina había vaciado literalmente las arcas reales. Al igual que su madre María Leonor, la soberana derrochaba el dinero a manos llenas. Justas, cacerías, costosos conciertos, representaciones de ballet y actuaciones teatrales engullían sumas enormes. A esto se añadían los gastos de manutención de sus favoritos, a los que demostraba su afecto y amistad de manera muy generosa. Para cubrir sus gastos, en 1651 se había visto obligada incluso a reducir a la mitad los salarios de los funcionarios y a aplazar el pago de su guardia real. Tras reunirse con el Senado, la reina se retiró dos semanas a la agreste isla de Gotland «en la única compañía de Platón», y regresó más segura de sí misma y dispuesta a dar el paso que cambiaría para siempre su destino. A los pocos días informó oficialmente al rey Felipe IV de su intención de convertirse al catolicismo y le manifestó su interés en fijar su residencia en Roma. En señal de agradecimiento por todo el apoyo que recibió del monarca español —a quien pidió que intercediera por ella ante el Vaticano—, le regaló un espléndido retrato ecuestre suyo de grandes dimensiones. Muchos eran los que culpaban a hombres como el libertino Bourdelot o al ilustre pensador Descartes, sin olvidar a los jesuitas, de haberla alejado de los estudios y de los deberes políticos.
Entre los variados motivos que Cristina esgrimió para abdicar se encontraba el hecho de que por ser mujer no era apta para reinar. En el fondo, y por muchas excusas que diera, se sentía incapaz de asumir un papel de tanta responsabilidad. En aquellos días de dudas, cuando maduraba su abdicación, le confió a su embajador inglés: «La razón que me ha llevado a tomar tal decisión es que soy mujer, y por tanto inadecuada para gobernar». Esta confesión en boca de una de las reinas más cultas, valientes e inteligentes de su época, resulta contradictoria. Ella misma había demostrado que una mujer con sus capacidades y vastos conocimientos podía gobernar igual o mejor que un hombre. Pero públicamente se negaba a aceptar esta idea y reconocía que, a sus ojos, las mujeres eran incapaces de gobernar un Estado: «Es casi imposible para una mujer satisfacer dignamente las obligaciones de un cargo, con independencia de si gobierna en persona o en nombre de un heredero menor de edad. El desconocimiento de las mujeres, su debilidad espiritual, intelectual y física, no sirven para el oficio de príncipe […]. Yo misma no soy una excepción a esa regla, y en el futuro resaltaré mi insuficiencia si la observo en mí». Llamativas serían a lo largo de su azarosa vida sus contradicciones tanto en el plano político como en el emocional. Tras su abdicación, Cristina no dudaría en aspirar a los tronos de Polonia, Nápoles e incluso al de Suecia, que había despreciado.
El 11 de febrero de 1654, la reina informó a la asamblea por segunda vez de su intención de abdicar. Esta vez fue la definitiva y nada la haría cambiar de opinión. Se discutió largamente si Cristina tenía derecho a sacar del país el botín de guerra de Suecia. En realidad hacía meses que la soberana había iniciado los preparativos para abandonar el país. Algunas obras de arte y manuscritos de su biblioteca real ya habían sido empaquetados. En verano de 1653, con la excusa del brote de peste declarado en Estocolmo, Cristina anunció que debía alejarse de la capital y que establecería su corte durante el invierno en Gotemburgo. Nadie conocía —salvo su fiel Pimentel— sus planes de convertirse al catolicismo y fijar su residencia en Roma. Con el pretexto de amueblar su nueva residencia de invierno, empezó a embalar parte de los tapices de la colección real y muchos de los tesoros artísticos que habían sido traídos del palacio real de Praga. Este valioso cargamento sería transportado siguiendo sus órdenes a Gotemburgo, pero la reina nunca llegaría a instalar allí su residencia. Más tarde la preciosa carga fue embarcada con destino a Amberes.
Poco antes de la fecha fijada para la abdicación, Cristina fue al palacio de Nyköping, que tan terribles recuerdos le traía, para despedirse de su madre. Allí también vio a su primo Carlos Gustavo por última vez antes de su renuncia. El encuentro entre ambas fue tenso y discutieron de manera acalorada sobre religión. María Leonor, visiblemente envejecida, criticó duramente su decisión de abandonar el trono así como los excesos y derroches de la corte. Cristina, al escuchar los reproches de su madre, perdió los nervios y abandonó la habitación encolerizada. A la mañana siguiente, su enfado se había esfumado; volvió a ver a su madre para pedirle perdón y asegurarle que no tenía que inquietarse por su futuro, y que «si bien perdía una hija, iba a ganar en cambio un hijo, le rogó que amase al príncipe Carlos y luego llamó a éste en su presencia y le suplicó que cuidase de su madre». No volverían a verse. Tras su partida, la reina viuda de Suecia llevaría una vida de total reclusión en Nyköping. Un año más tarde fallecía, sola y amargada, en Estocolmo. Sus restos descansan en la iglesia de Riddarholmen junto a los de su amado esposo el rey Gustavo Adolfo.
La ceremonia de abdicación de Cristina de Suecia tuvo lugar en Uppsala el 6 de junio de 1654, en el salón de actos del alcázar. Vestida de blanco bajo el manto real de terciopelo púrpura, la reina entró en el salón y tomó asiento en el trono de plata maciza. Con gran solemnidad se despojó de las insignias reales: devolvió el cetro y el globo, y la corona de plata dorada, cobre y piedras preciosas tan pesada que apenas podía sostenerla unos minutos sobre su cabeza. Por último le retiraron la capa real forrada de armiño y bordada con coronas de oro. Como su ministro de Justicia, el anciano Per Brahe, no se atrevió como era su deber a quitarle la corona, ella misma lo hizo y la depositó en un cojín.
Con este acto la soberana renunciaba definitivamente a la corona —aunque seguiría siendo reina toda su vida— en favor de su primo, ahora rey Carlos X Gustavo. Cristina recibiría como manutención la concesión de algunos territorios a título hereditario y una renta anual de doscientos cincuenta mil táleros, suma que según sus cálculos le permitiría vivir con gran desahogo. Cuatro horas después, su sucesor fue coronado en la catedral pero ella se negó a estar presente y prefirió pasear sola a las afueras de la ciudad. También escribió a su madre una carta de despedida, mostrando al mismo tiempo frialdad y dignidad real: «Daos por satisfecha con esta reparación de mis faltas y ahorradme la incomodidad de vuestro reproche».
Poco después de la ceremonia, a pesar del mal tiempo y de la fiebre que padece, Cristina abandona en secreto la ciudad a galope de su caballo blanco. Le acompañan el rey, la mayoría de los senadores y numerosos cortesanos. El grueso de la comitiva no pasó de la aldea de Flottsund, pero Carlos Gustavo quiso escoltarla a Märsta. En este lugar la antigua soberana y el nuevo rey se despidieron al borde mismo del camino. Antes de partir su primo le propone de nuevo matrimonio, pero Cristina le responde con una sonora carcajada. Él le entrega entonces para sus gastos de viaje una letra de cambio de cincuenta mil escudos, así como una horquilla de diamantes y perlas magníficas.
El rey de Suecia sabía que Cristina dejaba a su país sumido en una enorme deuda que algún día debería pagarse. Tampoco ignoraba que unos días atrás, doce grandes naves cargadas hasta la bandera zarparon rumbo a Alemania con los tapices, los muebles, los cientos de cuadros, los miles de manuscritos e impresos, los bronces, las joyas, las monedas de oro y plata, las piezas de orfebrería, su valiosa colección de cuadros y hasta los mármoles. La reina no dejaba nada a su pueblo y se llevaba del palacio de las Tres Coronas todos los objetos de valor. Cuando el soberano se instaló en él no encontró más que «una vieja cama y dos alfombras agujereadas». Al conocer la noticia el canciller Oxenstierna —que moriría a las pocas semanas—, visiblemente afectado, exclamó: «Jamás enemigo alguno costó tanto a Suecia».
Aunque en Kalmar la esperaba una flota de doce buques de guerra que Carlos X Gustavo había ordenado disponer para su viaje a Spa, la intrépida dama prefirió llegar hasta Hamburgo, atravesando a caballo Dinamarca. Lo consiguió en apenas seis días, toda una hazaña para la época. Cristina se hizo cortar el pelo, vestía ropas de hombre, iba armada con un fusil y se hacía pasar por el conde Dohna. Cuando al fin cruzó la frontera sueca, cuentan que se apeó de su caballo y gritó jubilosa «¡Por fin soy libre!». En los meses siguientes a la espera de ser recibida en Roma, disfrutaría al máximo de su libertad sin preocuparse lo más mínimo de la impresión que causaba en la gente. Le apasionaba su disfraz de hombre, y el poder usar un rudo vocabulario digno de un soldado. Estaba dispuesta a romper con el pasado y a vivir grandes y nuevas aventuras impensables para una mujer de su tiempo.
El 23 de julio llega a Hamburgo y por primera vez desde su partida abandona sus ropas masculinas; luce un vestido de terciopelo negro, y con ayuda de una peluca recobra su aspecto de mujer. En la ciudad, donde es recibida con todos los honores, se aloja en la casa de Diego Teixeira, un rico judío portugués y astuto hombre de negocios que se encargará de poner en orden las finanzas de su ilustre huésped. Durante su estancia la reina visita a hombres de letras y eruditos de la villa. Los aristócratas le presentan sus respetos y se dieron suntuosas fiestas en su honor. En casa de Teixeira, la reina disfrutó también de la compañía de su hermosa sobrina Raquel de la que se quedó prendada. Sin importarle el que dirán, se muestra en público de lo más cariñosa con ella. También dará mucho de que hablar la irrespetuosa actitud de Cristina durante su asistencia a un solemne oficio religioso luterano. Sentada en primera fila, no dudó en reírse a carcajadas y hablar en voz alta durante el sermón, ante la indignación de todos los presentes. Sin embargo, las autoridades de Hamburgo demostraron gran paciencia con su excéntrica invitada, a la que no dejaron de agasajar. Un residente imperial de la ciudad que frecuentó a Cristina describía así el aspecto físico que en aquellos días ofrecía la reina: «[…] me ha recibido vestida con un chaquetón del tipo de los que visten los hombres y con una falda puesta para esta ocasión sobre los pantalones de varón que llevaba debajo. Su pelo estaba sin peinar y cortado al modo de los hombres».
La reina sueca no podría evitar las críticas que su extravagante conducta y falta de discreción provocaban. Comenzaron a circular mordaces panfletos y sátiras insultantes que se burlaban de su aspecto «vulgar, deforme, jorobada, con una nariz más grande que su pie, y una peluca negra para gustar a su español». Libelos anónimos la dibujaban como un «desenfrenado hermafrodita que, en sus excesos, se divertía tanto con mujeres como hombres». Estos panfletos procedían en su mayor parte de Francia, que no había perdonado la estrecha relación de Cristina con España, ahora su país enemigo. La soberana había llegado a pedir a su entonces buen amigo Felipe IV que intercediera ante el Papa para que éste le permitiera establecerse en Roma.
De nuevo disfrazada de hombre, Cristina abandonó Hamburgo en plena noche a lomos de su caballo. El 5 de agosto llegaba a Amberes donde su presencia causó un gran revuelo. Nobles, eruditos, autoridades religiosas y el pueblo llano… todos querían conocerla. Las cartas que le sigue enviando a su amada condesa Ebba Sparre dan una idea de su nueva sensación de libertad: «Paso el tiempo comiendo bien, durmiendo bien, estudiando muy poco, asistiendo a comedias francesas, italianas o españolas y viendo pasar agradablemente los días. En breve, no oigo ya sermones y desprecio a los oradores. Pues, como dice Salomón, es vanidad todo lo que no sea vivir con alegría, comer, beber y cantar». En la Nochebuena de 1654, la intrépida soberana hizo su entrada triunfal en Bruselas a bordo de una extraña falúa real, dorada y de estilo barroco, puesta a su disposición. Una vez más, es recibida con el tañido de las campañas, una salva de cañones y fuegos artificiales. La ciudad estaba totalmente iluminada y la gente abarrotaba las calles para darle la bienvenida.
Durante nueve meses disfrutaría de la hospitalidad de su anfitrión el archiduque Leopoldo Guillermo de Habsburgo, gobernador general de los Países Bajos. Este hombre polifacético, hijo del emperador Fernando II, era un reconocido mecenas y consiguió reunir una magnífica colección de obras de arte flamencas e italianas.
En realidad Cristina, aunque compartía con su anfitrión su amor por el arte, no deseaba permanecer mucho tiempo en la ciudad pero antes de partir tenía que poner en orden sus asuntos. Le preocupaba que las tierras que le habían cedido en herencia, y debido a una mala gestión, no le reportaran las sumas previstas. En enero de 1655, la reina le propone a su primo Carlos Gustavo que le pague la cantidad única y definitiva de cuatro millones de escudos a cambio de todas sus posesiones. Le asegura, con total franqueza, que jamás las reclamará porque no regresará nunca a su país, pues tiene la intención de instalarse en Italia. El soberano de Suecia hubiera abonado de buen grado la cantidad que su prima le exigía a cambio de recuperar porciones considerables del reino, pero no podía reunir una suma tan considerable. El asunto, por el momento, quedó aplazado aunque Cristina pronto volvería a insistir porque seguía necesitando dinero.
El archiduque invitó a Cristina a residir en el palacio del conde de Egmont, noble de los de más alto rango en los Países Bajos. Este aristócrata tuvo que acceder a regañadientes a abandonar su residencia de manera precipitada para hacer sitio a la reina y a su séquito, que cada vez era mayor. Aquí se reencontraría con algunos de sus antiguos favoritos, entre ellos su médico Bourdelot y su querido Antonio Pimentel. Como antaño en la corte sueca se muestra muy generosa, les invita a opíparas cenas y discute con ellos hasta altas horas de la madrugada. Lo mejor de la sociedad de Bélgica se mata por asistir a sus recepciones y al poco tiempo Cristina dispone de una pequeña corte que la sigue donde va. Los gastos ocasionados por los bailes, las recepciones para más de trescientas personas o la manutención de su servidumbre personal acaban en poco tiempo con el dinero que le concedió el rey el día de su despedida. A principios de diciembre de aquel año de 1654, la dama debía ya una fortuna a su anfitrión y se vio obligada a empeñar su vajilla de plata y parte de sus joyas.
Cuando se conoció la intención de la reina de abjurar del protestantismo, Suecia hizo todo lo posible para evitar lo que consideraban una herejía. El propio rey Carlos Gustavo escribió a su prima una severa carta y le pidió que regresara de inmediato a su reino. Pero Cristina hizo oídos sordos y, en una ceremonia privada —y en total secreto— acompañada del archiduque Leopoldo, su querido Pimentel y unas pocas personas de confianza, abjuró de la fe luterana y abrazó el catolicismo. En mayo, cuando aún se encontraba en Bruselas recibió la noticia de la muerte de su madre que la afectó mucho a pesar de su distanciamiento. Ordenó que el palacio de Egmont fuera revestido de crespones negros y se retiró durante tres semanas al castillo de Tervueren, para guardar allí luto en la más completa soledad.
La reina tenía intención de viajar a Roma inmediatamente, pero Alejandro VII le exigió que para poder entrar en la Ciudad Santa tenía que hacer pública su conversión. Cristina se mostraba reticente dado que pensaba que este acto pondría en riesgo la pensión que le otorgaba su país. Finalmente, la conversión pública se celebraría en la ciudad austríaca de Innsbruck adonde llegó en compañía de un numeroso séquito y su inseparable Pimentel. Para la importante ceremonia se lavó, se empolvó y mandó que le rizaran el cabello, algo muy inusual en ella. Apareció en público con un sencillo vestido de seda negro y como único adorno una gran cruz de plata, diamantes y zafiros. El Papa, que aún no conocía la compleja personalidad de su invitada, creía que la reina sueca había abrazado la fe católica debido a una crisis interior. Por esas fechas, Cristina escribió una carta oficial a su primo Carlos Gustavo para informarle de su decisión. La noticia, tan inesperada, produjo una gran indignación en Suecia. La antaño amada soberana, hija del gran Gustavo Adolfo, era ahora considerada por todos una traidora y «persona non grata».
Cuando Cristina abandonó su reino a lomos de su caballo iba ligera de equipaje y apenas la acompañaban tres o cuatro hidalgos suecos. Pero a medida que pasaron los meses la fueron abandonando uno tras otro al verla «engolfarse con extranjeros indignos». Ahora que iniciaba el viaje a Roma, su séquito era digno de una soberana poderosa. Su escolta estaba compuesta por nobles españoles, flamencos, portugueses, belgas, franceses y alemanes. Cerca de ella permanece Antonio Pimentel al que valora como «su amigo de siempre» y hombre de confianza que sigue representando al rey de España. Su séquito contaba además con músicos italianos, cocineros franceses, guardias, lacayos, cocheros y mozos de caballerizas alemanes. En total viajan con la reina más de doscientas personas, repartidas en una caravana formada por medio centenar de carruajes y carrozas, que en los caminos alemanes, lleno de baches, causan la admiración de las poblaciones locales.
UNA INVITADA INCÓMODA
La llegada de Cristina de Suecia al Vaticano iba a ser, en un principio, de incógnito pero al atravesar los jardines de Belvedere se encontró que todo el personal del palacio y la guardia papal le estaban esperando. Era la noche del 20 de diciembre de 1655 y la ciudad estaba iluminada con antorchas. El papa Alejandro VII había decidido agasajar a su invitada con los más altos honores y sin reparar en gastos. A Cristina se le otorgó el honor, jamás concedido a otra persona, de ser alojada junto a su séquito en las dependencias del Vaticano. Se le asignaron unos apartamentos recién acondicionados para ella en la Torre de los Vientos, un edificio que se alzaba junto a los jardines y la biblioteca vaticana. Tras cambiarse de ropa, la reina fue escoltada hasta una sala —abarrotada de gente— donde el Papa la recibió brevemente en audiencia privada. A la mañana siguiente se levantó temprano para pasear por los jardines del Beldevere y se encontró con que el pontífice había ordenado que los regalos elegidos para ella estuvieran allí expuestos. Entre los magníficos obsequios había un carruaje, seis caballos de tiro y otro espléndido ejemplar que la soberana no dudó en montar al galope para asombro de todos los presentes que pudieron comprobar su legendaria maestría ecuestre.
Tres días más tarde, Cristina hizo su entrada triunfal en Roma. El espléndido séquito de la reina sueca atravesó por la Porta Pertusa, tapiada desde la visita de Carlos V en el año 1527 y vuelta a abrir en su honor. Allí mismo fue recibida por el gobernador y los cargos más prominentes de la ciudad. Embajadores, miembros de la nobleza romana y altos representantes de la iglesia vestidos con sus mejores ropas de gala le dieron una cálida bienvenida. Los palacios romanos fueron ricamente engalanados para la ocasión con tapices y colgaduras de plata, y las casas decoradas con flores y banderas en sus fachadas. Como homenaje a ella el día se declaró festivo en los Estados Pontificios y los cañones del castillo de Sant Angelo dispararon salvas en su honor. Las tiendas se cerraron para que el pueblo pudiera participar en los festejos. Montada sobre su caballo blanco, y escoltada por la guardia suiza, la soberana y su cortejo recorrieron las principales calles y plazas de la ciudad, abarrotadas de gente, hasta llegar a la plaza de San Pedro.
Para Alejandro VII aquel era un momento histórico; que justamente la reina de Suecia, soberana del país más prominente y amenazador de las potencias protestantes, se hubiera convertido al catolicismo, le parecía una oportunidad de oro y estaba dispuesto a convertir a Cristina en un ejemplo para toda la cristiandad. Muy pronto descubriría con gran pesar que aquella extraña mujer que había llegado a Roma no iba a ser una dócil y piadosa conversa.
Dos días después, durante la misa de Navidad que el Papa celebró en la Basílica de San Pedro, Cristina recibió la confirmación. En las estancias del Vaticano decoradas por Rafael tuvo lugar un banquete en el que la reina y el Santo Padre comieron en mesas distintas, pero bajo un baldaquino común, tal como exigía el estricto protocolo. Cristina se sentía muy halagada al ser el centro de todas las miradas y atenciones. «Roma y el mundo entero no hablaban más que de ella. Había obtenido lo que deseaba: eliminar de su realeza todo lo que equivalía al deber o las penas y poder vivir a partir de entonces en la ebriedad de su independencia romana», escribió alguien cercano a ella.
La reina vive en un sueño permanente. Es la conversa más famosa de Europa y el Papa la colma de atenciones, de consejos y regalos valiosos. Las grandes familias italianas le ofrecen libros preciosos, obras de arte, caballos, carrozas o los productos que llegan de sus vastos dominios: frutas, leche fresca y sobre todo toneles de vino, aunque ella no bebe. También la soberana cuenta con un puñado de admiradores, entre ellos el viejo cardenal Francesco Colonna que se sintió muy atraído por ella. Durante meses, con el pelo empolvado para parecer más joven y disfrazado de trovador, le cantaba apasionadas serenatas bajo las ventanas de su residencia. Cristina se burlaba del pobre desdichado, que fue reprendido por sus superiores y desterrado de Roma.
Desde el 26 de diciembre Cristina se alojaba en el palacio Farnesio, uno de los más hermosos de Roma, puesto a su disposición por el duque de Parma. La reina está a sus anchas en este fastuoso edificio renacentista que acababa de ser remodelado y donde en su fachada luce el escudo de armas del reino de Suecia, mandado esculpir en su honor. Su propietario había vaciado el palacio de muebles pero dejó en él sus famosas colecciones de esculturas antiguas, cameos y gemas. Cristina se acomodó en una esquina del enorme palacio, en unas habitaciones con vistas al río Tíber. En las suntuosas galerías de la planta noble instaló las obras de arte procedentes de sus colecciones privadas. Cada miércoles se abrían las puertas del palacio al público para que los habitantes de la ciudad pudieran admirar su magnífica pinacoteca. En poco tiempo el palacio Farnesio se convertiría en el verdadero centro de la vida mundana, literaria y artística de Roma. La reina organizaba en sus lujosos salones decorados con frescos representaciones de teatro y ópera para sus invitados.
La presencia de Cristina en Roma causó un gran revuelo y todas las grandes familias se la disputaban. Su erudición y ansias de saber impresionaron profundamente a los romanos. Las primeras semanas, las antecámaras del palacio Farnesio desbordaban de visitantes. Cardenales, diplomáticos, príncipes y matronas romanas, todos querían presentar sus respetos a la célebre conversa. La reina comenzó una frenética actividad, visitó templos e iglesias así como los monumentos civiles más importantes de la villa. En todas partes era aclamada y honrada con presentes por la gente. Pero a pesar de las generosas asignaciones del Papa, y los obsequios ofrecidos por la nobleza romana, tenía que hacer frente a los gastos de su propio séquito, en una época en que no le llegaba su pensión desde Suecia debido a los costes de la guerra. Roma era una ciudad cara y ella debía corresponder con igual fasto a sus ricos anfitriones, que se habían gastado auténticas fortunas en espectáculos de entretenimiento en su honor.
Al principio el Vaticano sufragó su costoso tren de vida por razones de prestigio. Pero el Papa pronto descubrió que la conversión no había servido para frenar las excentricidades de su insigne invitada. Es cierto que la soberana visitaba las iglesias de Roma pero más como museos de arte que como lugares de oración. Evitaba siempre pasar por el confesonario y lo que más le gustaba de la misa católica era su teatralidad y puesta en escena tan diferente de la sobria liturgia luterana. El pontífice le exigía un comportamiento ejemplar pero la reina se indignaba porque no toleraba ninguna norma y al fin y al cabo ella «no era una monja». Roma ya no era la alegre y liberal metrópoli del Renacimiento, sino que se había transformado en un «bastión espiritual de la Contrarreforma». Los fanáticos religiosos del entorno papel apenas se diferenciaban de los estrictos luteranos de Suecia, de los que Cristina había intentado escapar. Ella no se dejaría amilanar y seguiría comportándose de forma despectiva y provocadora.
A pesar de que en público se mostraba serena y disfrutaba de todos los honores que se le rendían, en su interior se sentía terriblemente sola y triste. No tenía a su lado a nadie en quien confiar y sus pensamientos la llevaban a Estocolmo junto a su amada Belle, cuyo retrato siempre portaba con ella. El 6 de enero le escribe en una carta: «Qué feliz sería si me fuera posible verte, Belle, pero estoy condenada a quererte y estimarte sin poder verte nunca y la envidia que los astros tienen a la felicidad humana me impide ser enteramente feliz, porque no lo puedo ser estando lejos de ti». Al sentimiento de soledad se unía ahora su precaria situación económica. Durante los primeros meses en Roma le faltaría dinero incluso para cubrir sus necesidades más básicas. La situación mejoró a mediados de año cuando el rey Carlos Gustavo pudo al fin enviarle unas rentas anuales que le garantizaban poder vivir sin aprietos y conservar su rango real. Pero Cristina, que nada sabía de ahorro y contabilidad, seguía gastando para rivalizar con los fastos de las adineradas fortunas romanas.
Mientras Cristina de Suecia vivía a lo grande y derrochaba el dinero, los miembros de su corte llevaban meses sin cobrar su paga. El palacio Farnesio era una «auténtica cueva de ladrones». En la planta baja se celebraban timbas en improvisados garitos de juego, los peores elementos de la ciudad se paseaban a sus anchas extorsionando al servicio y robando a su antojo. Pero lo más grave eran los destrozos en el mobiliario y la desaparición de valiosas obras de arte. Testigos de aquel vandalismo contaban que «las camareras cortaban los galones de oro de las colgaduras para venderlos, los ujieres se calentaban echando al fuego artesonados dorados, marcos de cuadros y hasta sillones de gran valor, los lacayos cambiaban candelabros de plata por otros de peor metal». Un día que Pimentel, de visita, dejó estacionado su carruaje en el porche principal, los palafreneros lo desmontaron por completo para recuperar las linternas, las portezuelas, las cortinas y hasta los cojines de los asientos. Cuando el duque de Parma se enteró de que su palacio estaba siendo saqueado hizo llegar sus quejas al pontífice pidiéndole que tomase medidas con la «nueva católica».
A medida que pasaban los meses, las groseras bromas y extravagancias de Cristina corrían en boca de todos. Su comportamiento resultaba inadmisible para los romanos y un quebradero de cabeza para el Papa. Eran muchos los que opinaban en voz baja que la reina estaba loca y no era dueña de sus actos. Cristina no dudaba en interrumpir a los actores en las representaciones teatrales públicas, les silbaba y les lanzaba improperios. Cuando acudía a misa en San Pedro charlaba alegremente con los cardenales, reía y bromeaba. La reina desaprobaba el excesivo culto a las reliquias que le parecía «pagano y ridículo». A veces se arremangaba las faldas para sentarse con las piernas abiertas como un hombre, ante la mirada atónita de los predicadores que perdían de inmediato el hilo de su discurso. Se negaba a arrodillarse en público y a rezar «juntando las manos con humildad». Cuando el Papa le pidió que al menos recitase una sola avemaría al día en público y con devoción, ella le respondió de modo desafiante que «antes su libertad que cualquier imposición».
En el palacio Farnesio —donde dormía cada noche en una habitación distinta— su conducta también era de lo más extravagante. Apenas se instaló en él, dio orden de que se quitasen las hojas de parra que cubrían a manera de taparrabos el sexo de las estatuas afirmando que ella no era ninguna mojigata. También ordenó hacer colgar en sus habitaciones cuadros de Venus y otros grandes desnudos de su colección italiana. En sus audiencias, donde siempre estaba presente un buen puñado de cardenales, empezó de pronto a llevar vestidos con grandes escotes. Informada de que el Papa no aprobaba aquella manera de vestir, su reacción fue adornarse con gran profusión de collares de perlas. Estas noticias colmaron la paciencia de Alejandro VII que lamentaba su «falta de adaptación y de decoro». En 1658 el Papa manifestó a un enviado de Venecia que la reina «era una mujer nacida bárbara, educada como bárbara y con la cabeza llena de bárbaras ideas».
Sin embargo Cristina también ocupaba su tiempo en asuntos culturales y abrió su propia academia en el palacio donde una vez por semana invitaba a intelectuales, sabios y filósofos a discutir temas universales. El 24 de enero de 1656 tuvo lugar en la llamada sala imperial del palacio Farnesio la primera sesión de la Academia Real, cuyos principios se regían por el modelo de la Academia Francesa que ella tanto admiraba. Las materias de estudio incluían la astrología, la alquimia y también acalorados debates filosóficos. Tampoco se descuidó la música y la propia Cristina tomaba clases de canto con Loreto Vittori, un famoso castrato, compositor de ópera y miembro de la orquesta de la Capilla Sixtina.
Durante sus primeras semanas en Roma, Cristina había conocido a un joven y ambicioso cardenal que tendría un papel decisivo en su vida. Se llamaba Decio Azzolino, tenía treinta y dos años y pertenecía a una noble familia que llevaba generaciones al servicio de la Iglesia. La reina, que siempre se había negado a «convertirse en campo para el arado del hombre», encontró en él un alma gemela. Hábil diplomático y dotado de un gran talento para la política, en la corte papal se le denominaba con el apodo de «el águila». Sus biógrafos le describen como un hombre de mundo, poeta y músico, que hablaba varios idiomas y tenía mucho ingenio. Sin ser apuesto, era alto y corpulento, y lucía un porte majestuoso bajo su sotana de seda roja. A las mujeres les resultaba muy atractivo y él mismo tenía fama de conquistador. En 1653, el Vaticano le nombró secretario para la correspondencia con los príncipes. Cuando se convirtió en amigo íntimo de Cristina, ésta escribió: «Tiene la inteligencia de un demonio, la virtud de un ángel y un corazón tan grande y noble como el de Alejandro».
Desde el principio, los dos se sintieron muy atraídos y comenzaron una romántica amistad. Pero la intensa relación que ambos mantenían fue muy criticada por la sociedad romana. El Papa llegó a pedir a Azzolino que suspendiera «sus prolongadas visitas» a la reina y se limitara al intercambio epistolar. Tal orden no fue obedecida, y el cardenal y la reina siguieron viéndose. Cuando Cristina le conoció éste vivía un tormentoso idilio con la princesa Olimpia Aldobrandini, viuda de un Borghese y casada en segundas nupcias con un antiguo cardenal. Quizá la reina ignoraba la fama de mujeriego que pesaba sobre su amigo, pero esta nueva relación le hizo olvidar a sus antiguos amantes De la Gardie y Pimentel. En Roma, donde los rumores circulan con rapidez, nadie duda que la reina y el cardenal son amantes.
La estancia en Roma de Cristina se convirtió en una auténtica pesadilla. El pontífice deseaba alejarla para siempre de su vista pero no podía enviarla de regreso a Suecia. Si la retenía en la ciudad se vería obligado a mantener su costoso tren de vida y exponerse a sus intrigas políticas. La relación entre ambos se volvía cada vez más tensa. Cuando se estaba buscando la mejor solución posible, Cristina cayó enferma debido a la tensión nerviosa. Durante su convalecencia una epidemia que causaba estragos en Nápoles amenazaba con extenderse a toda Roma. El cardenal Azzolino informó a la reina del peligro que corría si se quedaba en la villa y le aconsejó que se marchara cuanto antes.
Se le propuso entonces que viajara a Francia, un país que ella admiraba y donde sería muy bien recibida por el rey Luis XIV. Al principio Cristina se negó a abandonar el palacio Farnesio pero cuando se enteró de que Alejandro VII pondría cuatro galeras a su disposición, aceptó de buen grado. El 19 de julio de 1656 partió de su amada Roma llorando desconsoladamente. Había vendido su carroza y los caballos que le regaló el Papa así como varios diamantes de su propiedad para reunir algo de dinero. Cristina no se iría de Roma con las manos vacías, el pontífice le obsequió con diez mil escudos y una bolsa llena de monedas de oro y plata de las que habían sido acuñadas para conmemorar su llegada a la Ciudad Santa. Por fortuna la soberana no pudo leer un panfleto holandés que circulaba en aquellos días y que proclamaba: «Llegó a Roma española, católica, virgen y rica y se va francesa, atea, puta y mendiga».
En el puerto de Civitavecchia recuperó el buen humor al comprobar que tenía para ella cuatro magníficas galeras pontificias con más de cuatrocientos hombres como personal de servicio y una tripulación de ciento setenta presidiarios. En la nave en que ella embarcó, la más suntuosa, el Papa había mandado instalar tapices y muebles de gran valor, así como «el agua potable y las provisiones suficientes para hacer por lo menos cuatro veces el viaje proyectado». A pesar del mal tiempo y los peligros de caer en manos del Gran Turco, que dominaba el Mediterráneo, las naves pusieron rumbo al puerto de Marsella donde llegaron tras diez días de dura travesía.
En Francia, la curiosidad por Cristina no conocía límites. Cerca de Lyon, fue recibida por una impresionante comitiva encargada de acompañarla hasta Compiègne, donde la corte pasaba el caluroso verano. El séquito lo encabezaba el joven duque de Guisa, uno de los cortesanos más elegantes del reino, junto al arzobispo de Lyon, el conde de Comminges —representante de la reina Ana de Austria—, su querido Pierre Chanut y su viejo amigo Bourdelot, que a pesar de haber sido nombrado abad seguía tan irrespetuoso y libertino como siempre. De este encuentro nos queda el relato del duque de Guisa, representante personal de Luis XIV, quien envió una detallada descripción de ella a la corte francesa. La carta fue leída ante el rey y su madre Ana de Austria:
Tiene un hombro un poco más alto que el otro, pero sabe ocultar fácilmente ese pequeño defecto con su ropa, su forma de andar y sus movimientos. Su rostro es grande, pero sin tacha; la nariz aguileña y la boca grande pero agraciada. Su tocado es extravagante, y consiste en una gran peluca que se apoya sobre una ancha frente; a veces también se toca con un sombrero. La camisa le sobresale del vestido, que viste con bastante desorden. Siempre lleva el pelo muy empolvado y engominado. Casi siempre prescinde de los guantes, y sus zapatos son masculinos, al igual que su voz y su carácter. Es una magnífica amazona, y tiene el valor y el orgullo de su padre, el gran Gustavo. Es muy cortés y encantadora, habla ocho lenguas distintas, y especialmente la francesa, que domina como si hubiera nacido en París. Sabe más que nuestra Academia y la Sorbona juntas. Entiende de pinturas, como de todo lo demás. Conoce las intrigas que se urden en nuestra corte mejor que los propios cortesanos. En una palabra, es una persona extraordinaria.
Cristina permaneció nueve días en Lyon, los suficientes para reponerse del agotador viaje y protagonizar otro de sus sonados escándalos. Paseando a orillas del río Saona, la reina y un reducido séquito sorprendieron a la bella marquesa de Ganges que se bañaba casi desnuda. Ante tal gracia y hermosura, Cristina no pudo reprimirse y salió tras la joven: «[…] la besó en todas partes, en el cuello, en los ojos, la frente, muy amorosamente, y quiso incluso besarle la boca y acostarse con ella, a lo que la dama se opuso». De aquel flechazo nos queda una apasionada carta de Cristina a la marquesa, donde, entre otras cosas, le dice: «¡Ah! Si fuera hombre caería rendido a vuestros pies, languideciendo de amor, pasaría así el resto de mis días […] mis noches, contemplando vuestros divinos encantos, ofreciéndoos mi corazón apasionado y fiel. Dado que es imposible, conformémonos, marquesa inigualable, con la amistad más pura y más firme. […] Confiando en que una agradable metamorfosis cambie mi sexo, quiero veros, adoraros y decíroslo a cada instante. He buscado hasta ahora el placer sin encontrarlo, no he podido nunca sentirlo. Si vuestro corazón generoso quiere apiadarse del mío, a mi llegada al otro mundo lo acariciaré con renovada voluptuosidad, lo saborearé en vuestros brazos vencedores».
A principios de septiembre Cristina hizo su entrada en París montada en el espléndido caballo del duque de Guisa y escoltada por mil quinientos hombres. Lucía un sombrero alto, negro y emplumado, llevaba en la mano una larga y delgada fusta y en el arzón de su silla un par de pistolas. La procesión tardó cinco horas en recorrer las calles de la ciudad y finalizó ya entrada la noche. Luego la llevaron a comulgar a Notre Dame, donde Cristina escandalizó a los asistentes por su falta de modales: no dejó de hablar en voz alta, de reír y de moverse durante todo el oficio. Al acabar fue acompañada al Louvre, donde se alojó en los apartamentos del rey decorados para ella con los tapices más bellos del palacio. La cama, en satén blanco y bordada en oro, era un regalo que le había hecho Richelieu al anterior monarca. No se había escatimado ningún detalle para honrar a la reina sueca. Durante una semana, Cristina disfrutó de una intensa actividad cultural. Visitó los monumentos históricos y las bibliotecas más renombradas. En el París de Molière y Racine, conoció a los escritores y poetas franceses del momento, y recibió en palacio a ilustres, sabios y eruditos.
A mediados de septiembre la reina abandonó París en dirección a Compiègne, donde residía la corte y le esperaba el joven Luis XIV. A mitad de camino, en Chantilly, tuvo su primer encuentro con el todopoderoso cardenal Mazarino. Cuando el Delfín contaba cuatro años perdió a su padre Luis XIII y la reina madre Ana de Austria ejerció la regencia confiando el gobierno del Estado y la educación del futuro Rey Sol al cardenal. En una carta a su querido Azzolino, Cristina le describía «como el hombre que en verdad gobierna Francia con una autoridad absoluta». La soberana reparó enseguida que, además de inteligente y refinado, era un hombre ambicioso y con una desmedida sed de poder.
Aunque Cristina había abandonado el trono de Suecia, no había dejado de lado sus aspiraciones políticas. En más de ocasión había confesado a alguno de sus favoritos el deseo que tenía de librar una batalla y demostrar al mundo que era la digna hija del gran Gustavo Adolfo. El astuto Mazarino intentó ganársela en su lucha contra los españoles, pero lo que no esperaba es que la reina sueca estuviera dispuesta a apoderarse del reino de Nápoles. Cristina, que se creía una heroína y sentía pasión por la aventura, llevaba tiempo planeando este temerario y descabellado plan. Deseaba liderar su propio ejército de hombres y arrebatar Nápoles al rey Felipe IV. Uno de los motivos por los que viajaba a Francia era para buscar el apoyo del Rey Sol en esta empresa. El cardenal se comprometió a darle cuanto antes una respuesta.
Luis XIV, que tenía entonces dieciocho años, y su hermano estaban muertos de curiosidad por conocer a la famosa reina de Suecia. Sin pensárselo dos veces galoparon a Chantilly con la idea de mezclarse entre la gente después de la cena y poder verla de cerca. Mazarino los descubrió y los presentó a la reina como «dos de los mejores dotados caballeros de Francia». Ella no cayó en el engaño y los reconoció en el acto, declarando que parecía que habían nacido «para llevar una corona». El joven rey era aún muy tímido pero congenió enseguida con Cristina. Tras una conversación de lo más animada, los hermanos regresaron a galope tendido a Compiègne.
Al día siguiente, el rey, la reina madre y toda la corte se desplazaron a la mansión de Le Fayet, para dar la bienvenida oficial a la soberana sueca. En sus memorias, madame de Motteville, la dama de honor de Ana de Austria, nos ha dejado una detallada relación de lo que entonces ocurrió. Al parecer Cristina llegó en un carruaje acompañada por el cardenal y el duque de Guisa. Aunque todo el mundo esperaba encontrarse con una mujer excepcional, ella se las arregló para desconcertar a sus refinados anfitriones. Se presentó mal vestida, con las manos sucias y la peluca lacia y en desorden. A madame de Motteville, en este primer encuentro, le pareció una «gitana de piel clara». Ana de Austria, aunque al principio Cristina le daba auténtico miedo, al ir tratándola concluyó que tenía un gran encanto. Como era muy vanidosa, se quedó encantada de los halagos que le prodigaba la dama sueca, quien opinaba que sus manos eran de una belleza sin igual. A pesar de sus modales toscos y su descuidada forma en el vestir, todos en la corte francesa acabaron conquistados por su arrebatadora personalidad.
Mientras Cristina acudía a fiestas y representaciones teatrales en su honor, seguía inmersa en sus intrigas políticas con Mazarino sobre Nápoles. A finales de septiembre de 1656 el cardenal, para calmar su impaciencia, redactó un tratado secreto por el que se la nombraba futura reina de Napóles con la condición de que a su muerte el trono pasase al duque de Anjou, hermano menor de Luis XIV. El desembarco debía tener lugar antes del mes de febrero de 1657. El rey de Francia le prometió una flota con cuatro mil soldados de infantería y doscientos de caballería, así como dinero para armas y caballos. Tras firmar el documento Cristina se sentía eufórica ante la idea de conducir un ejército a la guerra y conquistar para ella el reino de Nápoles. Como su presencia por el momento ya no era necesaria en tierras francesas, decidió regresar a Roma.
Durante este tiempo no había dejado de cartearse con el cardenal Azzolino, quien la mantuvo informada de todo lo que sucedía en la Ciudad Santa. Como ya no tiene dinero, Mazarino le prestará de su bolsillo cincuenta mil escudos que no volverá a ver. Ana de Austria acompañó a la soberana sueca hasta las afueras de Compiègne y no disimuló su felicidad por deshacerse de tan incómoda y extravagante invitada. El entusiasmo inicial de Ana de Austria se había enfriado cuando se enteró de que Cristina se había dedicado a animar al joven Luis XIV a casarse con María Mancini. El rey estaba muy enamorado de esta hermosa plebeya que era sobrina de Mazarino. Cristina se atrevió a aconsejarles que se casasen cuanto antes y que ella sería su «confidente». Esta intromisión en la vida privada de Luis XIV disgustó mucho tanto a la reina madre como al propio cardenal que sólo deseaban verla partir cuanto antes.
Cristina prosigue su viaje pero tiene que cambiar sus planes porque la peste causa estragos en Roma. Opta por pasar el invierno a orillas del Adriático, en el palacio apostólico de Pesaro puesto a su disposición por el papa Alejandro VII. Aquí llevaría por primera vez en mucho tiempo una vida tranquila y ordenada. Se hizo traer algunos de sus cuadros de Roma para decorar sus apartamentos y participó en las festividades religiosas de aquella pequeña ciudad de provincias. Pasaba los días leyendo, se dedicó a la astrología e hizo venir de Bolonia a un alquimista bajo cuya dirección empezó a hacer experimentos. Pero como la epidemia de peste en Roma parecía no tener fin, los asuntos de Nápoles se demoraban y su situación económica era muy precaria, permanecería sólo ocho meses en Pesaro. Llevada por sus sueños de grandeza, Cristina había invertido grandes sumas de dinero en su futura residencia napolitana y en ricos uniformes para su séquito. Pero inquieta al no recibir noticias de Mazarino, a quien escribía cartas a diario pidiéndole información sobre la fecha del desembarco, decide regresar a París.
El cardenal y el propio Luis XIV no tienen ningún interés en volver a verla entre otras cosas porque «el proyecto napolitano» ha quedado abandonado, algo que Cristina ignora. La reina sueca se vio obligada a detenerse con su corte, de más de setenta personas, en Fontainebleau y esperar allí la invitación oficial del rey. Para Mazarino, el trono de Nápoles no estaba ya en primer plano. En su mente tenía otros asuntos prioritarios —entre ellos una alianza con Inglaterra para derrotar a España—, aunque no dejaría de dar falsas esperanzas a Cristina. A través de un emisario le informó de que la expedición a Nápoles tendría que ser retrasada hasta septiembre, asegurándole que se llevaría a cabo según lo estipulado.
En esos días de tensa espera la reina siguió adelante ilusionada con sus preparativos para la campaña de Nápoles. Quería que su corte real en la ciudad italiana fuera espléndida. Había encargado una gran cantidad de uniformes y libreas a su sastre de París. No reparó en gastos para la confección de «cuarenta uniformes de gala para la Guardia Suiza de paño color violeta con vivos carmesí y trencilla blanca, completos con sus medias, zapatos, camisas, collarines, espadas y alabardas. Casacas para ciento dos guardias y para dos heraldos y libreas para docenas de pajes y lacayos, tres cocheros y dos docenas de postillones y mozos de cuadra». En París se comentaba que el marqués de Monaldesco, caballerizo mayor de la reina, «andaba muy ocupado comprando caballos, sillas bordadas y magníficas gualdrapas para la real casa de la reina sueca».
Pero durante su estancia en Fontainebleau la soberana recibiría un duro golpe. Sería su antiguo embajador Pierre Chanut quien a principios de octubre de 1657 le notificara que en Nápoles los españoles se habían enterado de los planes de Francia de tomar al asalto su reino. Como muy pocas personas conocían el tratado secreto de Compiègne, la reina sospechó que tenía un traidor entre sus hombres de confianza. Pronto se descubriría que el marqués de Monaldesco, uno de sus favoritos, había informado a Madrid de los proyectos napolitanos. Cristina decidió castigarlo y lo mandó ejecutar con suma crueldad en el patio del palacio de Fontainebleau. Todos quedaron impactados por la falta de humanidad y la prepotencia de la reina sueca. Residiendo en Francia la ejecución de un traidor sólo le competía al propio rey. Con este acto demostraba una vez más que no se dejaba someter a ninguna norma y que era ella quien marcaba sus propias reglas. Arrogante, respondió por escrito a Mazarino que se hacía enteramente responsable de su acción: «Nosotros, las gentes del norte, somos un poco salvajes y poco temerosas por naturaleza. Os ruego que me creáis si os digo que estoy dispuesta a hacer cualquier cosa por complaceros, salvo atemorizarme. En lo que se refiere a mi acción contra Monaldesco, os digo que si no lo hubiera hecho no me iría esta noche a la cama sin hacerlo, y que no tengo motivo ninguno de arrepentimiento, y en cambio cien mil motivos para estar satisfecha».
Luis XIV no le perdonaría tanta osadía y el haberse tomado la justicia por su mano. Su presencia en Francia empezaba a ser muy molesta y el monarca sólo pensaba cómo librarse de ella. Después del grave incidente comenzó a circular una leyenda negra sobre Cristina de Suecia. Se decía que tras el asesinato de su favorito mostraba con sadismo a los visitantes el suelo manchado de sangre sobre el que había tenido lugar el espantoso crimen. «Reina sin reino, princesa sin súbditos, generosa sin dinero, política sin causa, cristiana sin fe, artífice de su propia ruina», la describía entonces un dicho popular.
REINA SIN CORONA
El 18 de mayo de 1658, tras dos años de ausencia, Cristina llegó a Roma con un séquito exhausto de apenas veinte personas. Aunque el Papa, horrorizado ante la ejecución de Monaldesco, le había implorado que no volviera a la ciudad, ella hizo caso omiso. El único que se alegró de verla y la recibió con amabilidad fue su solícito Azzolino. Al distinguido y siempre majestuoso cardenal le sorprendió el deterioro físico de su amiga: «descuida mucho su aspecto, sus rasgos se han endurecido, su espalda está más arqueada y su juventud perdida». Tenía treinta y un años y aunque parecía mucho mayor seguía igual de indómita y desafiante.
El pueblo romano le había retirado su afecto y la que antaño consideraban el «milagro de erudición» se había convertido a sus ojos en un verdugo sanguinario. Pero gracias a las hábiles maniobras del cardenal Azzolino, las relaciones entre la reina sueca y el Vaticano fueron mejorando. En unos meses Cristina consiguió alojamiento en el palacio Riario en el Trastévere y el Papa le asignó una renta anual con la que la ayudó a salir de sus penurias. Azzolino se hizo cargo de la administración de sus asuntos financieros y logró, tras una brillante labor de auditoría, reducir la montaña de deudas que la dama acumulaba. También apartó de su lado a las malas compañías: a los bribones y aventureros de su séquito que se aprovechaban sin piedad de ella y hacían negocios a sus espaldas.
Truncado su sueño napolitano, Cristina estaba dispuesta a seguir adelante en su sueño de desempeñar un papel importante en la política de Europa, pero antes debía solucionar sus problemas financieros. En París le había vendido a Mazarino unos magníficos diamantes muy por debajo de su valor para poder regresar a Roma. Carlos X Gustavo se hallaba inmerso en una costosa guerra contra su declarada enemiga Polonia y los fondos prometidos a la reina no llegaban.
En aquellos días Cristina albergó la esperanza de hacerse con la corona de Pomerania (región alemana entonces en manos suecas), ignorando los términos de su abdicación, que le prohibían actuar contra los intereses de su país natal. Pero la muerte inesperada de su primo Carlos Gustavo, minado por el alcohol, le hizo abandonar su propósito. El soberano dejaba como sucesor a un hijo enfermizo y menor de edad, lo que no garantizaba la continuidad dinástica. Para Cristina, que tenía muchos enemigos en el Consejo de Estado, este suceso podía significar que peligraba el acuerdo alcanzado en el momento de la abdicación. Decidió viajar de inmediato a su país para hablar con sus banqueros acerca de las nuevas posibilidades de crédito y hacer valer sus aspiraciones al trono de Suecia en caso de que el pequeño falleciera. El Papa le prestó el dinero necesario, quizá con la esperanza de que Cristina volviera a reinar en Suecia y convirtiera al país al catolicismo.
El pueblo sueco recibió con respeto a su antigua reina pero los miembros del consejo se mostraron muy hostiles. Tras la muerte de Axel Oxenstierna —de la que muchos culpaban a la propia Cristina—, Carlos X Gustavo había nombrado canciller al conde Magnus de la Gardie. Su antiguo favorito, hombre fuerte del país, se había transformado en su más encarnizado enemigo. Nunca le perdonaría las humillaciones a las que le sometió y ahora sólo veía en la que fue su amada a una excéntrica vagabunda que ponía en ridículo a su nación y de la que era mejor protegerse. Al día siguiente de su llegada Cristina comenzó a provocar a las autoridades al insistir en que deseaba asistir a misa, aunque la ley prohibía a los suecos de nacimiento practicar la religión católica. Decidió transformar en capilla uno de los salones más amplios del palacio de las Tres Coronas y mandó celebrar una misa por un sacerdote italiano. El escándalo fue tremendo y los representantes del clero luterano fueron a visitarla y le dirigieron una dura reprimenda.
Tras ser despedidos los clérigos italianos que la acompañaban y prohibidas las misas en palacio, Cristina sorprendió a todos proclamando públicamente sus aspiraciones al trono. La respuesta no se hizo esperar y el Consejo de Estado se encargó de echar por tierra sus pretensiones y la obligó a firmar el compromiso solemne de renunciar «definitivamente y para siempre» al trono a riesgo de perder sus rentas y privilegios. Su reacción fue tan colérica que el canciller ordenó reforzar la guardia ante los aposentos del heredero al trono de apenas cinco años.
Sintiéndose una extraña en su tierra, y abandonada por todos, la soberana emprendió el camino de regreso a Roma aunque antes se detuvo cuatro meses en el castillo de Norrköping, que aún era de su propiedad. Al principio simuló interesarse por la gestión de sus dominios pero en realidad esperaba impaciente que el débil heredero —futuro Carlos XI— muriera y ella pudiera tomar de nuevo las riendas del país. Por desgracia para Cristina el niño recobraría la salud y con gran amargura tendría que resignarse a embarcar hacia Hamburgo en la primavera de 1661. En este importante puerto alemán pasaría todavía un año más antes de instalarse de nuevo en Roma. Durante los meses siguientes no sólo se ocuparía de cuestiones financieras que discutía con su fiel banquero Diego Teixeira, también se dirigió incansable a los gobiernos europeos para fomentar la tolerancia religiosa. El catolicismo debía ser tolerado en los países protestantes, tal como escribió al rey de Dinamarca y al Senado de Hamburgo. Pero la mayoría de las potencias se mostraron poco dispuestas a abrirse a otras confesiones. El plan de Cristina volvía a fracasar; sin embargo, en años posteriores se recordaría a la reina sueca como protectora de los judíos en Roma, condenados a vivir en guetos.
Aquella época fue una de las peores en la vida de Cristina, se hallaba separada de Azzolino y lejos de su amada Roma, y expuesta a la hostilidad del Consejo de Estado sueco. En aquellos largos y tediosos meses escribió cerca de ochenta cartas a su querido cardenal que describen cómo era su vida cotidiana en Hamburgo, así como sus apasionados sentimientos hacia él. Aunque el tono de las mismas desvela una íntima amistad entre ambos, la reina se confiesa en esta reveladora correspondencia como una amante desdichada. Las respuestas del cardenal eran casi siempre frías y en ocasiones le reprochaba su forma de despilfarrar el dinero. Ella, por su parte, no dudó en abrirle su corazón: «Vuestra frialdad jamás me impedirá amaros hasta la muerte», le dice en una de ellas, y en otra le comunicaba que jamás abandonaría Roma: «Mejor vivir en Roma a pan y agua… que poseer en otro lugar todos los reinos y tesoros del mundo». La certeza de que su amor por él sólo sería correspondido con amistad la afectaba en lo más hondo de su ser y la sumió en una gran melancolía. Con este estado de ánimo, llegaba a Roma el 20 de junio de 1662 y allí permanecería cuatro años.
En 1666 la inquieta soberana —a la que apodaban «la reina errante» por su constante ir y venir— abandonaba la Ciudad Eterna para viajar nuevamente a Hamburgo. A pesar del frío recibimiento de su última visita a Suecia, seguía convencida de que el pueblo sueco la echaba de menos. Entre los grandes cargos del reino algunos seguían guardando cierta fidelidad a la hija del valeroso Gustavo Adolfo, y ella lo sabía. En Hamburgo esperará el momento adecuado para viajar a su país donde el rey Carlos XI está de nuevo gravemente enfermo. Al conocer la noticia Cristina se siente eufórica y se ve a sí misma entrando triunfal en Estocolmo a lomos de su caballo blanco como en los viejos tiempos. Llevada por sus delirios de grandeza, consigue de algunos ingenuos aristócratas importantes sumas de dinero que le permiten encargar una magnífica carroza adornada con pan de oro, mandar bordar un nuevo manto real, cortar libreas negras con pasamanería de plata para sus futuros criados y trajes amarillos y azules, los colores de Suecia, para sus eventuales pajes.
Pero el joven Carlos XI parecía empeñado en no morir y con la llegada del otoño quien cae enferma es Cristina. El clima insalubre, húmedo y frío de Hamburgo, le pasa factura. Durante semanas no abandonará su gélido y enmohecido dormitorio en una de las torres, donde se niega a hacer funcionar las estufas. Las fuertes migrañas y varias gripes sucesivas la obligan a guardar cama. De nuevo, como en sus primeros años de reinado, descuida su salud y su higiene. Duerme poco y mal, lee hasta altas horas de la noche y apenas prueba bocado. A finales de enero parece milagrosamente curada y reemprende su intercambio de cartas con Azzolino. Al enterarse de que en el mes de mayo ha sido convocada una nueva sesión de los Estados Generales en Estocolmo, decide asistir a ella para defender sus intereses financieros. Consigue una autorización para poder pisar su país aunque con ciertas restricciones: no podrá entrar acompañada de sacerdotes católicos y no deberá inmiscuirse en los asuntos de Estado. Sin embargo su sueño de volver al trono de Suecia se desvanecería muy pronto. Al descubrir las autoridades locales que viajaba en compañía de su confesor italiano, recibe la orden expresa de Carlos XI —más bien del canciller De la Gardie— de detener su marcha a riesgo de expulsar al sacerdote. La respuesta al rey está a la altura de su reputación: «Para recordaros lo que sois y lo que soy, os recuerdo que no habéis nacido para impartir órdenes a personas de mi rango… Quedo, no obstante, hermano y sobrino mío, vuestra afectísima hermana y tía. Cristina Alejandra».
Alojada en su castillo de Norrköping, la reina Cristina recibirá un duro golpe. El consejo de regencia decide mostrarse inflexible y no permitirle la entrada en la capital. A principios de junio de 1667, sin el apoyo de nadie, abandonaba para siempre su país y cinco días más tarde llegaba a Hamburgo. Allí se entera por las cartas que le envía Azzolino de que tras una breve enfermedad Alejandro VII había muerto en su ausencia. Su sucesor, Clemente IX, era un viejo conocido suyo y un hombre cultivado, de gran humanidad. A finales de octubre de 1668 la reina parte definitivamente de la ciudad de Hamburgo para regresar a su querida Italia. En el camino recibe la noticia de la muerte de Mazarino, el astuto cardenal que la hizo soñar con el trono de Nápoles.
A pesar de sus fracasos anteriores, Cristina aún intentaría ocupar otro trono, el de Polonia, que quedó vacante tras la abdicación del rey Juan II Casimiro, de la dinastía Vasa. Tanto ansiaba verse coronada de nuevo reina que, por primera vez, planteó la posibilidad de contraer matrimonio, pero los polacos escogieron otro pretendiente. Antes de partir a Roma escribió a Azzolino: «Espero que sepáis que los golpes del destino no han hecho cambiar mi corazón… No temáis, veréis que soy el ser más desdichado del mundo sin quejarme, y no desearé más que la muerte en el lugar en que todos los objetos me recuerdan la pasada dicha. Mi dolor pronto me la traerá…».
Sola, abatida y decepcionada por la fría acogida recibida en su país natal, Cristina llegaba a la Ciudad Santa a finales de noviembre. En esta ocasión su retorno fue celebrado con una entrada triunfal por la Porta del Popolo seguida de un espléndido banquete en el Quirinal. Se instaló de nuevo en el palacio Riario, en el Trastévere, con su séquito cada vez más reducido. Aunque era mucho menos suntuoso que el palacio Farnesio, estaba situado en un lugar privilegiado, en lo alto de una de las colinas que rodeaban la ciudad, con unas espléndidas vistas. El papa Clemente IX la recibió con los brazos abiertos e incluso se desplazó unas semanas más tarde a su residencia para visitarla. Además, le asignó una pensión anual de doce mil escudos, que a Cristina le permitió ejercer como antaño una gran influencia en la vida cultural de Roma. Al lado de este Papa amante del arte y de su fiel Azzolino, nombrado secretario de Estado del Vaticano, se convirtió en la reina sin corona de Roma o la Padrona de Roma, como todos la conocían.
Cuando el cardenal Azzolino vio a Cristina tras dos años y medio de ausencia, le costó reconocerla. La reina contaba cuarenta y dos años pero aparentaba sesenta. Sus rasgos se habían endurecido, le colgaban los carrillos de las mandíbulas y tenía su nariz aguileña llena de protuberancias; sobre el labio superior destacaba una especie de bigotillo y había engordado mucho. Cristina era muy consciente de su fealdad y sobrepeso, y solía reírse de ella misma. Por aquel entonces le escribió con ironía a su libertino amigo Bourdelot: «En lo que a mi gordura respecta, a mí no me importa. Tengo lo necesario para cubrir los huesos. Tal como vivo, no temo engordar más. Como poco y duermo todavía menos». A partir de ese instante el cardenal no volvería a manifestarle sus sentimientos y se mostraría muy casto con ella. Para Cristina fue un duro golpe descubrir —gracias a sus espías a sueldo en Roma— que el prelado sólo era célibe con ella y no dudaba en cortejar a otras hermosas damas de la ciudad a pesar de su rango. Aunque Azzolino no respondiera a las insinuaciones de la soberana mantendrían una relación de mutuo respeto hasta el final de sus días.
Pero la tranquila y prometedora estancia de Cristina en Roma junto a un Papa amigo y su fiel cardenal, tenía las horas contadas. El pontificado de Clemente IX sería de breve duración y tras su muerte le sustituiría el anciano Clemente X. La relación entre ambos sería distante pero el Santo Padre decidió dar una tregua a la extravagante dama y no se inmiscuyó en sus asuntos. Para la reina comenzaba un período de intensa vida cultural y por primera vez en mucho tiempo no le faltaría dinero para vivir como una gran dama. Si bien el consejo de regencia sueco, y especialmente Magnus de la Gardie, habían hecho lo imposible por bloquear el pago de las antiguas rentas que le debían, en 1672, cuando Carlos XI accede a la mayoría de edad, muchas cosas cambiarían. El joven monarca ignorando que durante años Cristina había deseado su muerte para arrebatarle el trono, intentará solucionar los problemas pendientes con su «tía». Así le permite arrendar sin restricciones sus tierras y más adelante le aumentará gradualmente su asignación a costa del erario público. Azzolino impone a su amiga un mínimo de orden en su contabilidad y consigue que por primera vez llegue a ahorrar algo. Durante los últimos años de su vida Cristina no se vería acuciada por problemas económicos y a pesar de llevar un costoso tren de vida, podría residir en Roma con gran desahogo.
A partir de 1670 Cristina de Suecia parece resurgir de sus cenizas y su mala reputación queda en el olvido. Vuelve como antaño a ocupar un lugar destacado en la buena sociedad romana y se convierte en musa de artistas y literatos. El palacio Riario, gracias a su influencia y mecenazgo, es el centro cultural por excelencia de la ciudad. El edificio de estilo renacentista alberga tesoros artísticos de todo el mundo y la gran biblioteca de la reina —con tres mil setecientos libros y dos mil manuscritos—, que fue trasladada íntegramente a Roma desde su país natal. A los visitantes les impresiona el espléndido vestíbulo de la planta baja donde se pueden contemplar dos hileras de bustos y estatuas de la Antigüedad. En el fondo de la Sala de las Columnas, bajo un baldaquino de terciopelo verde, se encontraba el trono dorado de la antigua soberana. En otras salas adyacentes estaban expuestas las colecciones de tapices flamencos, y cientos de cuadros traídos del palacio de las Tres Coronas. El segundo piso lo ocupaba una gran sala de teatro y de conciertos, cuyo foso de orquesta tenía capacidad para más de cien músicos. En su refugio romano seguiría acumulando una extraordinaria colección de obras de arte.
En su madurez la reina sueca se rodea como antaño de un selecto círculo de eruditos, escritores, músicos y artistas. Vuelve a ser aclamada como la Minerva del Norte y funda una nueva Academia Real compuesta por cuarenta miembros, con el objeto esencial de defender la lengua italiana «del mal gusto, la ampulosidad y la exageración». Este proyecto se transformaría tras su muerte en la llamada Academia de la Arcadia, que se ha mantenido hasta nuestros días y de la que los soberanos suecos, en honor de su fundadora, siguen siendo miembros de derecho. Y como no podía ser menos que el rey Luis XIV, quien había fundado en 1666 en París la Academia de las Ciencias, ella le imitaría creando la Academia de Artes y Ciencias cuyos miembros se reunían en el salón del trono de su residencia. Cristina mandó instalar tres laboratorios en los desvanes del palacio para experimentos científicos. También ordenó construir un observatorio en su palacio, donde pasaba las horas mirando al cielo en compañía de dos astrónomos que contrató a su servicio.
Pero sus iniciativas no acabaron aquí. Aunque carecía de reino, pocos monarcas europeos podían igualar su labor artística, acaso sólo superada por Luis XIV y Felipe IV. Ya en Suecia la reina se había interesado por el teatro y en 1652 había invitado a Estocolmo a una importante compañía italiana de ópera, aunque ella prefería el drama francés. En Roma, fundaría el primer teatro público de la ciudad. En un antiguo convento rehabilitado, se acomodó una compañía permanente de actores y cantantes a los que financió mediante suscripciones. Pero lo más innovador fue que la reina obtuvo del papa Clemente X el levantamiento de la prohibición a la presencia de mujeres en los espectáculos artísticos. Hasta la fecha en los melodramas y demás óperas los papeles femeninos eran representados por castrati. De este modo la reina Cristina se fue ganando de nuevo el afecto del pueblo llano de Roma, que entusiasmado llenaba el gallinero de su teatro para asistir gratis a todas las funciones. A pesar de su fealdad, su lenguaje obsceno y de ir siempre como un adefesio, la gente la aplaudía a su paso cuando salía del palacio Riario en su carruaje dorado. Le gustaba lanzar desde la portezuela dulces y calderilla a los niños y los mendigos del barrio.
Cristina había cumplido los cincuenta y seis años cuando llegó a Roma la noticia de que el rey de Suecia se había fracturado la pierna en una caída de caballo. El soberano, aquel niño enclenque y débil durante su infancia, tenía ahora veintisiete años y había demostrado ser un valiente guerrero. Tras el accidente se temía por su vida, y al no tener aún descendencia masculina, la continuidad dinástica no estaba asegurada. Una vez más Cristina sintió renacer sus ambiciones y «todo el orgullo de su rango y de su cuna». De inmediato escribió una carta al administrador de sus tierras en los siguientes términos: «Quiero esperar que no se olvidará que la corona que se posee es el don de una mera gracia que no fue concedida al rey Carlos Gustavo y a sus descendientes más que por mí y Suecia y, en caso de que el actual Carlos faltara, Suecia no puede, sin cometer un crimen ante Dios y ante mí, escoger a otro rey ni a otra reina sin que mis derechos hayan sido asegurados». Como de costumbre, se había precipitado al escribir esta carta porque el accidente del rey no tuvo un desenlace fatal. Al contrario, el monarca se repuso rápidamente y, unos meses más tarde, su mujer, la reina Ulrica Leonor de Dinamarca, dio a luz a su segundo hijo, esta vez un varón. Más tarde nacerían otros hijos —siete en total— quedando el linaje asegurado por largo tiempo.
Quizá porque ya no le quedaban muchos años de vida, a pesar de haber sido sumamente egoísta en el pasado, ahora se mostraba más comprensiva y generosa. Así, encajó de buena manera los sucesivos nacimientos de sus sobrinos que acababan de un plumazo con sus esperanzas de regresar un día al trono que abandonó. Aceptó incluso ser la madrina del primogénito, el futuro rey Carlos XII, a quien escribió algunas cariñosas cartas. Mientras esto ocurría, trató de amoldarse a otros cambios importantes en su vida. Tras la muerte de Clemente X le sucedió el papa Inocencio XI, con quien mantenía una vieja hostilidad personal. El nuevo Papa, hombre bastante ignorante y autoritario, emprendió una auténtica cruzada en Roma contra la inmoralidad. Prohibió todas las representaciones públicas de ópera y teatro, aunque antes de su elección había sido uno de los más asiduos visitantes del palco de Cristina. El teatro fue transformado en almacén de cereales y la reina tuvo que limitarse a las representaciones privadas en el palacio Riario. La relación de Cristina con el inflexible pontífice sería difícil y afectaría a su ya débil salud.
Al envejecer Cristina se autodefinía como una «tranquila espectadora» del teatro del mundo. Eso no significaba que se mostrara pasiva porque hasta el final siguió participando en los acontecimientos políticos de la época y dando su opinión sin que se la pidieran. Tampoco dejaba de provocar y aunque se mostraba en público más silenciosa y reflexiva mantenía intacto su indómito carácter. Los nobles de su corte continuaban oyéndola maldecir con desenvoltura, escupir en el suelo y la veían levantarse las faldas en público cuando se calentaba en la chimenea, dejando ver su arrugada y muy sucia piel. En su siglo, la higiene era más bien una rareza y la reina nunca le dio demasiada importancia a su cuidado personal.
A punto de cumplir los sesenta y dos años, y muy deteriorada físicamente, le escribía lacónica y llena de ironía a su amiga mademoiselle de Scudéry, el 30 de septiembre de 1687: «Os diré que no me he embellecido en modo alguno desde la época en que me visteis. He conservado por entero todas mis buenas y malas cualidades, y a pesar de los halagos sigo tan descontenta con mi persona como siempre he estado. No envidio a nadie ni su suerte, ni sus tierras, ni sus tesoros, pero me gustaría elevarme por encima de todos los mortales en mérito y virtud; de ahí mi insatisfacción. Me repugna profundamente la vejez y no sé cómo acostumbrarme a ella. Si me dieran a elegir entre la vejez y la muerte, elegiría a la última sin titubeos, pero como no se nos pregunta, me he acostumbrado a vivir sin olvidar el placer. La muerte, que nunca deja pasar su hora, no me inquieta. La espero sin desearla ni temerla». Hace un tiempo que la reina alberga sombríos presentimientos y así se lo confiesa a Sibila, una maga a su servicio. Un día mientras se prueba frente al espejo un vestido de satén blanco que guardaba en su armario, le preguntó a la vidente en qué ceremonia iba ella a lucir semejante prenda. La respuesta la dejó helada: «En vuestro funeral, majestad, que se acerca».
El 13 de febrero de 1689, Cristina de Suecia sufrió un repentino desmayo. El médico le diagnosticó una erisipela en la pierna derecha, un mal que hacía años la atormentaba. Tras unos días guardando cama con fiebres altas y repetidos desvanecimientos, pareció mejorar. La inesperada curación fue celebrada como un milagro con grandes fiestas en la ciudad en las que participaron los artistas favorecidos por la reina. En las iglesias romanas se cantó el tedeum y en los palacios de la nobleza hubo espléndidas celebraciones y banquetes en su honor. La villa entera, pero muy especialmente los habitantes del barrio del Trastévere, manifestaron su alegría y gratitud. En una carta a su fiel banquero Teixeira le comunica: «Sigo con vida gracias a un milagro y a la vigorosa constitución que Dios me ha dado».
La enferma había recibido la extremaunción, comulgado dos veces y dictado testamento en el que nombraba al cardenal Azzolino heredero universal. Para la posteridad justificaba su decisión con estas palabras: «Por sus incomparables capacidades, por sus méritos y los servicios que me ha prestado durante largos años, le debo esta prueba de afecto, aprecio y gratitud». En el mismo escrito afirmaba su fe única en la Iglesia, en cuyo seno estaba decidida a morir. En su testamento no dejaba nada al rey de Suecia ni devolvía los valiosos objetos de arte y cuadros que se había llevado del país.
A pesar de su pronta recuperación a los pocos días volvió a recaer. Al ver que su fin estaba próximo, Cristina pidió al Papa —también gravemente enfermo— que le perdonara sus excesos y se hiciera cargo de su servidumbre. El pontífice sin demora le mandó su absolución y le anunció que iría a verla personalmente cuando se encontrara mejor. Pero en la madrugada del 19 de abril la reina falleció serena en su lecho, en la única compañía de su confesor y de su inseparable Azzolino. Tenía sesenta y dos años y mantuvo hasta el final su genio y figura. El cardenal, al que Cristina siempre amó, la veló día y noche junto a su cama. Envejecido también y delicado de salud, sobreviviría unas pocas semanas a su amiga y protectora. Cristina de Suecia dejó escrito que deseaba ser amortajada de blanco y sepultada en el Panteón de Roma, sin que su cuerpo fuera exhibido y en una ceremonia sencilla. Sus últimas voluntades no fueron cumplidas. El cardenal Azzolino y el papa Inocencio XI decidieron darle un solemne funeral de Estado y que sus restos mortales descansaran en la basílica de San Pedro en el Vaticano. Su cuerpo embalsamado, envuelto en un vestido blanco brocado en oro y cubierto con un manto de armiño, fue enterrado con su pesada corona y cetro en la sagrada cripta de San Pedro. Un honor sólo reservado a los pontífices y a unos pocos emperadores. El mejor epitafio de esta mujer enigmática, ambigua y rebelde lo escribió ella misma: «He nacido libre, he vivido libre y moriré libre».