Mi pobre nuera no se da cuenta de que está arruinando a la dinastía y a ella misma. Cree sinceramente en la santidad de este aventurero [Rasputín] y nosotros no podemos hacer nada para evitar la desgracia que, sin duda, llegará.
MARÍA FEODOROVNA,
suegra de Alejandra Romanov,
emperatriz de Rusia
En la noche del 16 de julio de 1918, la emperatriz Alejandra Romanov escribió en su viejo diario: «Jugué a las cartas con Nicolás. A la cama. Quince grados». Fueron sus últimas palabras antes de morir asesinada junto a su familia a manos de los bolcheviques, en el lúgubre sótano de la casa de Ipatiev donde se encontraban prisioneros. La zarina falleció en el acto de un único disparo al igual que su esposo el zar Nicolás, quien sostenía entre sus brazos al príncipe heredero Alexei de trece años. Sus cuatro hijas corrieron peor suerte. Las grandes duquesas María, Tatiana, Anastasia y Olga fueron rematadas a golpes de bayoneta porque las balas no conseguían acabar con sus vidas. Más tarde se descubrió que llevaban algunas joyas cosidas en el interior de sus corsés. En apenas veinte minutos aquellos hombres habían cometido uno de los crímenes más espeluznantes de la historia. Los pesares de la última emperatriz de Rusia habían tocado a su fin. Tenía cuarenta seis años y había soportado con asombrosa entereza un largo y humillante cautiverio tras la abdicación de su esposo y el estallido de la revolución que cambiaría para siempre el destino de este país.
La zarina Alejandra nació el 6 de junio de 1872 en Darmstadt, capital del gran ducado de Hesse, en Alemania. Era la sexta de los siete hijos de la princesa Alicia de Gran Bretaña y el gran duque Luis de Hesse. La pequeña, una niña rolliza de ojos azules y cabellos dorados, fue bautizada con el nombre de las cinco hijas de su abuela, la reina Victoria: Victoria Alicia Elena Luisa Beatriz, pero siempre se la conoció como princesa Alix de Hesse. Sus padres se habían casado diez años antes en una breve y triste ceremonia íntima en el castillo de Osborne, residencia de verano de la reina Victoria. Aunque esta unión tenía que haberse celebrado con gran pompa en la capilla real en el palacio de Saint James, la muerte del príncipe consorte Alberto, seis meses antes, ensombreció el enlace.
La reina Victoria, madre de la novia, asistió vestida de riguroso luto y consumida por el dolor ante la súbita pérdida de su amado esposo. En lugar de una capilla se improvisó un altar en uno de los comedores del castillo. Fue, a decir del político conservador Gerard Noel, «la boda real más triste de todos los tiempos». La joven pareja no pudo disfrutar de su luna de miel y la novia tuvo que ocultar en todo momento su felicidad para no ofender a su compungida madre. Cuando se alejaban de Osborne en su carruaje, una fuerte tormenta despidió a los recién casados. Parecía una premonición del trágico destino que aguardaba a la joven pareja real.
Como era habitual, la reina Victoria, que era una experta casamentera, concertó este fatídico matrimonio al igual que los del resto de sus hijos. Cuando la princesa Alicia cumplió los diecisiete años la soberana creyó que era el momento de buscarle un esposo adecuado entre los codiciados solteros de las casas reales europeas. El elegido fue el príncipe Luis, un joven apuesto, cortés y de carácter afable perteneciente a la dinastía protestante más antigua del mundo. La familia Hesse contaba entre sus ilustres antepasados al emperador Carlomagno y a la desdichada María Estuardo, reina de los escoceses. Victoria invitó al príncipe alemán al castillo de Windsor en junio de 1860 para que pudiera asistir a las carreras de caballos de Ascot. La princesa Alicia, que hasta entonces había vivido enclaustrada en las distintas residencias reales —y apenas había tenido contacto con muchachos de su edad—, se enamoró de él a primera vista. Un año y medio más tarde, en plenos preparativos de la boda, el príncipe Alberto falleció de manera inesperada. La reina Victoria decidió que aquel enlace se llevaría a cabo porque había sido bendecido por su esposo, quien además había diseñado el traje de novia de su hija.
La relación de la princesa Alicia y su marido estuvo marcada desde el principio por las desavenencias. La vida en Darmstadt resultó ser muy distinta a lo que ella había imaginado. Era una tranquila ciudad medieval de calles angostas y empedradas a poca distancia del Rin. Añoraba su Inglaterra natal y nunca se sintió cómoda en su país de adopción, un lugar que, en su opinión, estaba repleto de «personas de miras estrechas, intolerantes y entrometidas». Tras la guerra franco-prusiana el ducado de Hesse quedó incorporado por la fuerza al Imperio alemán, lo que implicó su empobrecimiento. La princesa tendría que acostumbrarse a una vida sin grandes lujos ni pretensiones. En aquellos días escribió a su madre: «Debemos vivir con tanta economía, sin salir a ninguna parte ni ver a mucha gente, para ahorrar anualmente todo lo posible… Hemos vendido cuatro caballos de tiro y ahora nos quedan solamente seis… estamos bastante apretados en ciertas cosas». Estas privaciones influyeron negativamente en la relación con su esposo, que además era muy distinto a ella. Alicia, sensible y emotiva, era una intelectual mientras él, mucho más superficial y reservado, tenía un carácter muy infantil.
A pesar de los esfuerzos que hizo para adaptarse a su nuevo país y a su nuevo rango, siempre se sentiría una extraña. Tanta infelicidad, que a nadie podía confesar, comenzó a afectar a su ya compleja personalidad. Alicia sufría una profunda melancolía y frecuentes crisis nerviosas. Sus problemas de salud se agravaron aún más porque durante los diez primeros años de su matrimonio había dado a luz seis hijos. A su primera hija Victoria —nacida en Windsor en presencia de su abuela la reina— le seguirían Isabel —conocida por Ella—, Irene, Ernesto —Ernie— y Federico —Frittie— y Alejandra en 1872. La princesa Alicia educaría a sus hijos en los mismos valores victorianos que a ella le inculcó su madre: la sencillez, el amor al trabajo y a la familia, y una estricta moralidad. En cierta ocasión, le escribió a la reina sobre este tema: «Coincido completamente con lo que dices acerca de la educación de nuestras hijas, y me esforzaré para lograr que crezcan completamente a salvo del orgullo de su posición, que nada significa, fuera de lo que el valor personal de cada una pueda asignarles… Opino totalmente como tú acerca de la diferencia de rango y de lo importante que es para los príncipes y princesas saber que no son nada mejor ni superior a otros, salvo en lo que se refiere al ejemplo que puedan ofrecer: es decir, la bondad y la modestia. Y espero que mis hijos lleguen a practicar estos preceptos».
En diciembre de 1871, Bertie, príncipe de Gales y el hermano más querido de Alicia, cayó enfermo de fiebres tifoideas. La princesa al enterarse acudió de inmediato junto a su lecho en su residencia de Norfolk, donde se debatía entre la vida y la muerte. No se separó de él ni un instante y le cuidó hasta que milagrosamente Eduardo recuperó la salud. Cuando estuvo fuera de peligro, Alicia tenía los nervios destrozados y tuvo que guardar cama días enteros. Se encontraba embarazada de tres meses y llegó a temer por la vida del hijo que esperaba. Así que cuando la princesa Alix de Hesse, futura zarina de Rusia, vino al mundo el 6 de junio de 1872, para su madre fue un auténtico regalo.
En su bautizo la recién nacida tuvo entre sus ilustres padrinos a los futuros soberanos Eduardo VII de Inglaterra y Alejandro III de Rusia. La pequeña fue una niña feliz, de carácter alegre —la apodaban Sunny (Risueña)—, que dio sus primeros pasos en el Palacio Nuevo de Darmstadt, construido apenas seis años antes de su nacimiento. El edificio se levantaba en medio de un extenso parque de tilos y castaños rodeado por una alta verja de hierro. Su madre quiso recrear en su nuevo hogar la atmósfera de su infancia en Osborne y lo decoró con muebles traídos de Londres y grandes retratos de la reina Victoria, su esposo el príncipe Alberto y el resto de la familia real. Las Navidades se celebraban siguiendo la tradición alemana: se instalaba un enorme pino en el centro del salón de baile y sus ramas se adornaban con manzanas y nueces doradas, y pequeñas velitas encendidas. La cena de Navidad comenzaba con el tradicional ganso y terminaba con un budín de ciruelas.
Aunque los duques de Hesse se ocuparon de sus hijos más de lo que era habitual en los matrimonios reales, la educación de Alix recayó en una institutriz inglesa, la señora Orchard, que impuso un rígido programa diario a los niños con horas fijas para todas las actividades. Ella se encargaba de despertar a la pequeña puntualmente a las seis de la mañana porque las lecciones empezaban a las siete. También la bañaba y la vestía para después llevarla de la mano a la habitación de su madre y que le diera los buenos días. A las nueve desayunaba de manera muy copiosa para luego seguir la rutina de sus hermanos. Orchie, como la llamaban los pequeños, le enseñaba dibujo, le leía la Biblia y le contaba cuentos a la hora de dormir. Era su principal apoyo en ausencia de una madre que debido a su rango debía cumplir otras obligaciones. A Alix le encantaban los animales y solía recorrer el parque en un carrito tirado por un poni acompañada por un lacayo vestido de librea que sujetaba las riendas. Con el tiempo se reveló como una buena amazona y siempre le gustó la vida al aire libre y el contacto con la naturaleza.
Pero la agradable infancia de Alix se vio truncada con la trágica muerte de su hermano pequeño Federico, que padecía la enfermedad de la hemofilia. Un día el príncipe de dos años y medio cayó al vacío mientras jugaba desde una de las ventanas del palacio en presencia de su madre que nada pudo hacer por evitarlo. Aunque tras el fatal accidente aún estaba vivo y los médicos creyeron que podría recuperarse, por la noche falleció a causa de una hemorragia cerebral. La princesa Alicia se encargó de que nadie olvidase a su querido Frittie y al igual que la reina Victoria arrastraría a toda su familia a un interminable duelo. Cada cierto tiempo los niños visitaban con su madre la cripta donde descansaban los restos mortales de su hermano y rezaban todos juntos «por la salvación de su alma». Alicia lo tenía presente en todas las oraciones y hablaba a menudo de él como si aún viviera. Ya entonces manifestaba una tendencia al fatalismo y escribía pensamientos como éstos: «En medio de la vida estamos con la muerte. Nuestra vida entera debe ser la preparación y la espera de la eternidad».
Al dolor por la pérdida de su hijo predilecto y la relación distante con su esposo, Alicia tenía que añadir el sufrimiento por las desavenencias con su madre. Cuando la reina Victoria se enteró de que había decidido amamantar a todos sus hijos se enfureció porque era contraria a esa práctica que le parecía «antinatural». También le indignaba el interés que su hija mostraba por la ginecología y que le hiciera preguntas sobre el cuerpo humano. En una época en que las madres no hablaban de sexo con sus hijas, la curiosidad de la princesa le resultaba «poco delicada y grosera», como así se lo hizo saber en una dura carta. Además como Alicia ahora vivía lejos de Inglaterra, ésta la visitaba menos y cuando lo hacía sentía que no era bien recibida. La soberana no soportaba que su hija quisiera reconfortarla; se encontraba muy a gusto con su tristeza y no quería que nadie la animara.
Tras la muerte de su pequeño, Alicia se sintió más próxima a su hijo Ernie y a su recién nacida María. A pesar del distanciamiento cada vez mayor de su esposo, la princesa seguía siendo un fuerte apoyo para él. En 1877, el padre de Alix se convirtió en el gran duque Luis IV de Hesse, lo que no afectó a la rutina de los niños pero sí a la princesa que pasó a ejercer de primera dama y a realizar funciones de representación del pequeño ducado. Las obligaciones que su nuevo cargo le exigían como gran duquesa de Hesse le provocaban una gran angustia porque temía no estar a la altura de lo que el pueblo esperaba de ella.
Si desde un principio se volcó en las labores sociales y la mejora de los hospitales fueron su prioridad, se sentía muy incómoda cumpliendo el papel de Landsmutter (Madre de la Patria). Alix heredaría de su madre la presión psicológica, las tensiones de su posición, el temperamento melancólico y el sentido de la fatalidad. En 1878, Alicia escribió muy afligida a la reina Victoria: «No creo que sepas, mamá, hasta qué punto me siento lejos del bienestar y cuán absurdamente me fallan las fuerzas… Soy una persona casi inútil… En mi vida antes estuve así. Vivo en un sofá y no veo a nadie, y sin embargo continúo empeorando…».
En aquel tiempo para la pequeña Alix su madre era una figura casi desconocida a la que veía muy poco. Cuando estaba en palacio se pasaba días enteros en la cama encerrada en su dormitorio; en realidad, nunca se recuperaría de la pérdida de su hijo. Los escasos momentos que podían compartir no eran muy reconfortantes. La gran duquesa le hablaba del cielo y de la muerte y de que pronto todos se reunirían con su pequeño Frittie. Para una niña de su corta edad semejantes reflexiones resultaban incomprensibles pero calaron hondo en la futura zarina. De aquellos primeros años de luces y sombras Alix sólo recordaría con agrado el verano de 1878 cuando viajó con sus padres y hermanos por toda Europa. Durante varios días se alojaron en espléndidos palacios y castillos de cuento disfrutando de la compañía y la hospitalidad de sus tíos y tías, y jugando con sus primos en la campiña inglesa.
De regreso en Darmstadt, los niños retomaron sus ocupaciones pero una inesperada tragedia les golpeó de nuevo. En noviembre de 1878 el Palacio Nuevo se vio afectado por una virulenta epidemia de difteria. Alix y sus cuatro hermanos cayeron enfermos de gravedad. Su madre les atendió personalmente día y noche pero nada pudo hacer por salvar a la pequeña María. Débil y agotada, ella también se contagió y no consiguió superar la enfermedad. El 14 de diciembre Alix perdía a su progenitora a la temprana edad de treinta y cinco años. Fue enterrada en el gran mausoleo ducal en Rosenhöhe con la bandera del Reino Unido cubriendo su ataúd. La muerte de su hermana menor y compañera de juegos, y dos semanas más tarde la de su madre la destrozó. Alix, al igual que sus hermanos, no acudió al funeral y vio desde las ventanas del antiguo palacio ducal la solemne procesión que acompañaba su féretro hasta el mausoleo familiar.
La reina Victoria —muy conmovida porque era la primera hija que perdía— les envió una emotiva y triste carta en la que les decía que su abuela trataría de ser una madre para ellos: «Queridos niños, vuestra amada mamá ha ido a reunirse con el abuelo y con el otro abuelo y con Frittie y la dulce y tierna María, a un lugar donde ya no existe dolor ni separación. Haced todo lo posible para reconfortar y ayudar a vuestro pobre y querido papá. Sea la voluntad de Dios. De vuestra devota y muy desgraciada abuela. VRI».
Cuando Alix regresó con sus hermanos al Palacio Nuevo todo había cambiado. Ni siquiera podía buscar consuelo en sus juguetes favoritos porque los habían quemado para evitar que la enfermedad se propagara. Se había quedado huérfana de madre a los seis años y nunca superaría este doloroso trance. En apenas unos meses todo aquello que le resultaba cálido y familiar había desaparecido para siempre. Su semblante, siempre risueño, se volvió triste y serio. A partir de este instante en ninguna de las fotografías que se conservan de ella se la ve sonreír. La reina Victoria en persona se encargaría de la educación de su nieta preferida y exigiría a sus preceptores que le enviaran informes mensuales para controlar sus progresos. En ocasiones la soberana les indicaba qué libros tenía que leer, qué asignaturas debían desarrollar más y qué piezas de música debía practicar.
Alix recibió, a diferencia de otras princesas europeas, una educación muy completa que no se limitaba a la danza, el canto y a aprender las normas de etiqueta. Era una excelente estudiante y a los quince años ya poseía sólidos conocimientos de historia, geografía y literatura, tanto alemana como inglesa. También tocaba el piano con gran brillantez, pero cuando la reina le pedía que interpretase alguna pieza para sus invitados en Windsor lo pasaba muy mal porque era extremadamente tímida. A diferencia de su madre no le interesaban las labores sociales, aunque comprendía que la obligación de una princesa era ayudar a los más necesitados. Tampoco estaba de acuerdo con la sumisión que en aquella Inglaterra victoriana se imponía a la mujer. Ella se miraba en el espejo de su abuela que era la soberana más respetada y poderosa de Europa.
Los largos años que Alix de Hesse vivió con su abuela la reina de Inglaterra tuvieron gran influencia sobre ella. Victoria, a pesar del tiempo transcurrido desde la muerte de su esposo, continuaba su doloroso y exagerado duelo. Había cumplido los sesenta años y tenía el aspecto de una anciana venerable, bajita y oronda, pero de aspecto imponente. Alix la recordaba siempre luciendo sobre sus cabellos canosos una cofia de viuda de tul blanco con un largo velo y envuelta en vaporosos vestidos de seda negra. Esta soberana, que muchos temían por su fuerte carácter, se comportaba con ella como una abuela cariñosa y fue su mejor consejera.
La joven pasaría los inviernos en Darmstadt y los veranos con la reina y sus primos en las distintas residencias reales: el castillo de Windsor cercano a Londres, Balmoral en las tierras altas de Escocia y Osborne en la isla de Wight, a orillas del mar. La suya fue una infancia y adolescencia solitarias pues había una gran diferencia de edad con sus hermanos. Con el tiempo, se convirtió en una niña muy encerrada en sí misma que solía caer, al igual que su madre, en períodos de melancolía y aislamiento. Únicamente se sentía cómoda rodeada de un grupo pequeño y selecto de familiares y amigos. Sólo entonces volvía a ser «Sunny», la alegre y risueña princesa que hacía las delicias de su abuela.
En la primavera de 1884 la hermana de Alix, la princesa Victoria, se casó con su primo el príncipe Luis de Battenberg. Aquel día que debía ser muy feliz se vio ensombrecido por un escándalo protagonizado por el padre de la novia. Pocos años después de quedarse viudo a los cuarenta y un años, el gran duque había tomado como amante a una dama con la que ahora deseaba casarse. El problema es que la elegida era divorciada y además practicaba la fe ortodoxa rusa, lo que no le permitía ser la esposa del gran duque de Hesse-Darmstadt. Pero lo peor es que éste había decidido contraer matrimonio la misma noche de la boda de su hija. Y así lo hizo, en el más absoluto secreto. Fue una boda vista y no vista porque cuando Luis IV de Hesse comprobó la reacción que su enlace había provocado no sólo en su suegra la reina Victoria —que le amenazó con retirarle su apoyo— sino entre sus súbditos, tuvo que anularlo.
Pero en aquel año de 1884 hubo otros acontecimientos de especial relevancia que iban a alterar la tranquilidad en el Palacio Nuevo. Poco tiempo después de la boda de Victoria, se anunció el compromiso de su hermana mayor Isabel —Ella— con el gran duque Sergio, hermano menor del emperador Alejandro III y tío del futuro zar Nicolás II de Rusia. La reina Victoria despreciaba a los Romanov y los consideraba moralmente «corruptos, falsos y arrogantes». Las ansias expansionistas de Rusia en Turquía y Afganistán entraban en conflicto con los intereses de Gran Bretaña sobre estas regiones, lo cual aumentaba el odio de la soberana hacia el imperio zarista. El recuerdo de la guerra de Crimea tampoco servía para apaciguar la profunda fobia que Victoria sentía por este país.
Cuando Alix tenía doce años un tren la llevó a San Petersburgo para asistir al enlace de su hermana. Era un cálido día de primavera y la joven ignoraba que aquel viaje cambiaría para siempre su destino. Para la princesa alemana era su primer encuentro con la corte del zar, la más espléndida de toda Europa. Nada superaba a la magnificencia de la Rusia imperial, donde el lujo y la opulencia eran el sello personal de la dinastía Romanov. Al llegar a la estación principal de San Petersburgo vio que una carroza dorada, tirada por ocho caballos blancos y guiada por lacayos de pelucas empolvadas, librea color escarlata y medias de seda, esperaba a su hermana para conducirla a palacio.
Los viajeros fueron alojados en Peterhof, el palacio imperial de verano a orillas del golfo de Finlandia, con sus deslumbrantes jardines y fuentes salpicadas de estatuas doradas. Aquí fueron recibidos por el zar Alejandro III —padrino de Alix— y su esposa María Feodorovna. A la princesa el zar le pareció un hombre imponente, medía casi dos metros, era muy fuerte y autoritario. Al contrario de su esposa, le desagradaban las fiestas, la pompa y el protocolo ceremonial. Su hijo mayor, el zarevich Nicolás —a quien todos llamaban Nicky—, era primo segundo de Alix y sus padres lo trataban como a un niño a pesar de ser el heredero al trono.
La boda tuvo lugar en la capilla del Palacio de Invierno y aunque su hermana Ella —ahora llamada Isabel Feodorovna tras su conversión a la ortodoxia rusa— era considerada una de las mujeres más hermosas y elegantes de su tiempo, Alix no pasó inadvertida. Vestida con un sencillo traje de muselina blanca con rosas adornándole el cabello, atrajo desde el primer instante el interés del zarevich que la miraba embelesado. Al parecer Nicky se enamoró como un colegial de su prima y durante su estancia le regaló un pequeño broche. Ella lo aceptó emocionada pero más tarde se lo devolvió durante una fiesta porque creyó poco apropiado aceptar un obsequio tan valioso. A Alix el príncipe heredero al trono de Rusia le pareció un muchacho muy cortés, discreto y apuesto con sus cabellos castaños claros y unos impresionantes ojos azules.
Los jóvenes tardarían cinco años en volver a verse. En 1889 la princesa fue a visitar a su hermana a San Petersburgo en compañía de su hermano Ernie y de su padre. Ahora era una joven de diecisiete años de radiante belleza y fuerte carácter. En las fotografías de aquella época se la ve alta y delgada, de facciones casi perfectas, brillantes ojos grises azulados y una larga melena de cabello dorado cobrizo. Él también había cambiado y a sus veintiún años el zarevich resultaba muy elegante y atractivo vestido con su uniforme de oficial. En esta ocasión se vieron numerosas veces en recepciones, banquetes, bailes y en el palco imperial del teatro Mariinski, donde se daba cita la alta sociedad rusa para disfrutar del ballet.
Nicolás la llevaba a patinar en alguna de las lagunas heladas y a pasear en trineo seguidos de una escolta de la guardia cosaca con sus pintorescos uniformes. Antes de la partida de Alix convenció a sus padres, el zar y la zarina, para que dieran un baile especial en su honor. La velada fue espléndida y tuvo lugar en el palacio de Alejandro de Tsárskoye Seló, no muy lejos de la capital. La habitación donde se alojó estaba llena de rosas que perfumaban el aire con un aroma delicioso que nunca olvidaría. Como Nicolás conocía la extremada timidez de la princesa, invitó sólo a un reducido número de amigos personales, los miembros más jóvenes de la familia Romanov, y los oficiales que eran sus compañeros en el ejército. Bailaron juntos toda la noche y Nicky ya no disimulaba en público el interés que sentía por la princesa de Hesse. Como era Cuaresma, la joven asistió con la familia imperial a los oficios de la Pascua ortodoxa en la catedral de San Petersburgo. Ya entonces le impresionó la pompa y esplendor de la Iglesia rusa, que nada tenía que ver con la austeridad del rito luterano.
Habían pasado seis semanas inolvidables y Alix tuvo que regresar a Darmstadt con la promesa de volver al verano siguiente a Rusia. Y así lo hizo, aunque en esta ocasión no se alojó en San Petersburgo sino en Ilínskoie, una extensa finca que el gran duque Sergio heredó de su madre, cerca de Moscú. Aquél fue el primer contacto que la princesa alemana tuvo de la inmensidad del campo ruso, de sus prados, sus bosques de blancos abedules y de los campesinos que recogían la cosecha de trigo vestidos con sus blusas holgadas y sus pantalones amplios. Cuando Alix y su hermana pasaban en su elegante carruaje por los polvorientos caminos le sorprendía las profundas reverencias que estos hombres les hacían en señal de respeto.
Alix de Hesse nunca olvidaría su estancia en la campiña rusa y cuando años más tarde reconocía que su corazón pertenecía a Rusia lo hacía pensando en aquellos plácidos días que pasó en Ilínskoie. Nicolás no pudo visitarla porque los compromisos reales le mantuvieron alejado de Moscú. Al llegar el otoño el zarevich partió para un largo viaje al Extremo Oriente, pero sus sentimientos hacia Alix no habían cambiado.
Tras la boda de sus tres hermanas —Victoria, Ella e Irene—, la princesa Alix era la única hija del gran duque de Hesse que aún vivía con él. El Palacio Nuevo le parecía vacío sin ellas pero ahora contaba con su propia dama de compañía, la señorita Von Fabrice, que actuaba como su secretaria pero acabó siendo su amiga. En aquel año de 1889 la princesa se preparó para su confirmación en la Iglesia luterana, un paso obligatorio para cualquier joven que pretendiera ingresar en la alta sociedad o ser presentada en una corte europea. Alix se lo tomó muy en serio, estudió a fondo las lecciones y permaneció largas horas arrodillada rezando en la intimidad de su habitación. Para ella se trataba de un acto importante porque era muy devota. Con el tiempo su profunda fe religiosa la ayudaría a aceptar con gran serenidad las tragedias personales que la vida le deparaba.
Tras su confirmación, el gran duque Luis de Hesse ofreció un espectacular y costoso baile en el Palacio Nuevo para presentar a su hija a la sociedad de Darmstadt. A partir de este momento tuvo que asumir el papel de primera dama de la corte junto a su padre y su hermano Ernie, el heredero. Aunque había sido muy bien instruida por su abuela Victoria para estas funciones, debido a su timidez el contacto con la gente extraña le producía una angustia casi patológica. Aun así, organizó cenas, bailes, recepciones, sin desatender las labores sociales. En aquellos años Alix viajó a menudo por Europa con su padre, al que se sentía muy unida. Pero en marzo de 1892 otra desgracia truncó su felicidad. El gran duque Luis de Hesse falleció de manera inesperada de un ataque al corazón a la edad de cincuenta y cuatro años.
La muerte de su progenitor la afectaría tanto que durante años no pudo mencionar su nombre ni hablar de él. La reina al conocer la noticia escribió a su nieta Victoria: «Esto es demasiado terrible… mi dolor que ya es completamente abrumador aumenta al pensar en tu angustia y en que el pobre Ernie y Alix están solos —huérfanos—… ¡Es terrible! Pero yo todavía estoy aquí, y mientras yo viva, hasta que se case, será más que nunca mi propia hija». Ernie sucedió a su padre con el título de gran duque de Hesse a la edad de veintitrés años y fue el mayor apoyo para su hermana. La soberana, al saber que su nieta estaba al borde de la depresión y su salud era muy delicada —se negaba a comer y guardaba cama durante semanas enteras—, la invitó a pasar una temporada con ella en Inglaterra.
UNA PRINCESA EXTRANJERA
«Era alta y estaba formada con rasgos delicados y hermosos, el cuello y los hombros blancos y exquisitos… Tenía el cutis claro y sonrosado como el de un niño pequeño. La emperatriz tenía ojos grandes, intensamente grises y muy lustrosos». Así describía Anna Výrubova —dama de compañía y fiel amiga de la futura zarina de Rusia— a la entonces princesa Alix de Hesse. Había cumplido dieciocho años y su belleza hacía suspirar al zarevich Nicolás, quien a finales de 1891 escribía en su diario: «Mi sueño es casarme, algún día, con Alix. La amo desde hace mucho tiempo, pero con mayor profundidad e intensidad desde 1889 […]. Durante mucho tiempo, luché contra mis sentimientos y traté de engañarme sobre la imposibilidad de lograr mi objetivo más ansiado. Pero ahora que Eddy se retiró o fue rechazado, el único obstáculo o abismo entre nosotros ¡es el tema de la religión!».
El tal «Eddy» al que Nicolás hace referencia era el príncipe Alberto Víctor, hijo mayor del príncipe de Gales y el candidato que la reina Victoria había elegido para Alix. Era su nieto más desagradable, un joven torpe, inmaduro y con fama de libertino. Se rumoreaba que era homosexual e incluso se llegó a decir que era el mismísimo Jack el Destripador cuyos horribles crímenes sacudieron Londres en aquel año. La princesa rechazó su propuesta de matrimonio alegando que no sentía nada hacia él. Victoria reconoció que aunque esta decisión le causó «una verdadera pena», admiraba el valor y la integridad de su nieta. El príncipe Eddy, duque de Clarence y Avondale, era el segundo en la línea de sucesión al trono de Inglaterra pero falleció antes que su padre y su abuela a causa de una neumonía. Cuando Nicolás supo que su amada había rechazado al pretendiente que su abuela deseaba para ella, redobló sus esfuerzos para que la princesa aceptara ser su esposa. No iba a ser fácil, primero tendría que enfrentarse a sus padres y después a la propia Alix, que se negaba rotundamente a abandonar su religión.
La reina Victoria no se daba por satisfecha y, aunque su nieta le había dicho que sólo se casaría por amor, le seguía buscando pretendientes entre los miembros de las casas reales. Con la esperanza de que Alix se olvidara de su príncipe ruso le eligió un segundo candidato, el príncipe Maximiliano de Baden, que no era un político brillante ni un joven apuesto pero sí un buen partido. Cuando éste llegó al Palacio Nuevo para proponerle matrimonio Alix lo pasó muy mal. Aquellos arreglos de su abuela la deprimían y le provocaban una tremenda angustia. Por una parte no deseaba enfadar a la soberana que era como una madre para ella, pero por otra se negaba a un matrimonio de conveniencia. El problema era que la melancólica princesa de Hesse estaba muy enamorada de Nicky pero nadie lo sabía. Por lo que respectaba al zarevich, éste sólo pensaba en ella y cuando sus padres le urgieron a que contrajera matrimonio él declaró que sólo se casaría con su prima. No la veía desde 1889 y sólo se intercambiaban cartas y algún presente, pero la distancia no había menguado el amor que sentía hacia ella.
Si la reina Victoria no veía con buenos ojos a los Romanov y se negaba a que su nieta tuviera que renunciar a la fe luterana, los padres de Nicolás también se oponían a este enlace. Para la madre del zarevich el que fuera una princesa alemana no era la única desventaja. Conocían a Alix desde la infancia y aunque les parecía atractiva, buena y educada la consideraban una «histérica y desequilibrada». La emperatriz María Feodorovna sabía por propia experiencia que este cargo demandaba grandes destrezas y habilidades de las que, a su parecer, la joven carecía. Además, a causa de su timidez y su aire afligido la princesa parecía muy fría y altanera, algo que el pueblo ruso no le perdonaría. Es cierto que Alix con su familia podía ser muy divertida y reír a carcajadas, pero tendía a evitar cualquier relación con extraños. Tampoco manifestaba sus sentimientos y en público se mostraba muy reservada.
Pero el mayor obstáculo, y Nicolás lo sabía bien, era su firme negativa a abandonar su religión. Cuando su hermana se convirtió a la fe ortodoxa rusa, Alix no pudo entender su decisión. En aquel momento le confesó a Ella: «Seré luterana hasta la muerte. La religión no es un par de guantes que uno puede sacarse y ponerse». Pero Nicky no estaba dispuesto a darse por vencido y su obstinación sorprendía a sus propios padres. Hasta el momento había sido un hijo obediente, de buen carácter, que no les había dado muchos problemas. Pero por primera vez se mostraba inflexible y decidido a salirse con la suya aunque estuviera en juego el futuro de Rusia.
En la primavera de 1894, el gran duque Ernesto, el hermano mayor de Alix, contrajo matrimonio en la ciudad alemana de Coburgo con su prima, la princesa Victoria Melita de Edimburgo. Al enlace acudieron importantes personajes de la realeza europea, entre ellos la reina Victoria y su nieto el káiser Guillermo II, así como el zarevich Nicolás en representación de Rusia. Había pasado un año desde la última vez que los jóvenes se habían visto pero la situación había cambiado. El zar Alejandro III, preocupado por su mala salud e inquieto por la sucesión al trono, tras un año oponiéndose al enlace, cedió y autorizó a su hijo a pedir la mano de la princesa Alix.
La primera noche en Coburgo la pareja acudió a la ópera y al día siguiente Nicolás solicitó ver a solas a su prima. Tras una larga y tensa conversación de más de dos horas, ella le rogó con lágrimas en los ojos que la dejase en paz porque no pensaba cambiar de religión. Durante la boda todas las miradas estaban pendientes de la joven pareja, cuyo romance eclipsó a los recién casados. Al día siguiente Guillermo II, primo de Alix, mantuvo con ella una charla amistosa. Al káiser la unión de una princesa alemana y el heredero al trono ruso le parecía una excelente jugada política. Le dijo que casarse con Nicolás era su «auténtico deber» y que «la paz en Europa justificaba sacrificar algunas dudas religiosas».
Pero quien acabó convenciendo a Alix fue su hermana la gran duquesa Isabel Feodorova, quien, a pesar de no estar obligada a convertirse a la fe ortodoxa, lo hizo de manera voluntaria cuando contrajo matrimonio con el gran duque Sergio. La hermosa y dócil Ella le dijo que un cambio de religión no era algo tan terrible y destacó las semejanzas entre las iglesias rusa y luterana. Alix finalmente cedió y Nicolás escribió exultante en su diario: «¡Éste ha sido un día maravilloso e inolvidable! ¡Porque hoy es el día de mi compromiso con mi adorable Alix! […] Dios, qué terrible peso me he sacado de los hombros». La princesa Alix de Hesse en aquellos días llegó a la conclusión de que la mejor manera de servir a Dios era convertirse en la esposa de Nicky y ayudarle a desempeñar el difícil papel de zar para el que no estaba preparado. Nicolás logró que sus padres le prometieran que, al igual que su hermana mayor Ella, Alix no tuviera que abjurar de su antigua fe cuando adoptase formalmente la ortodoxia. Fue afortunada al no tener que renunciar, como otras princesas, a su antigua religión, lo que le hubiera resultado aún más doloroso.
La reina Victoria invitó a su nieta Alix a pasar el último verano con ella en el castillo de Windsor antes de contraer matrimonio. Aunque al principio se había opuesto a esta unión, cuando la feliz pareja de enamorados le comunicó la noticia de su compromiso, se limitó a sonreír y a darles su bendición. Tras la boda del gran duque Ernesto en Coburgo, Nicolás tuvo que separarse de Alix y regresar a Rusia junto a la familia imperial que residía en el palacio de Gátchina, al sur de San Petersburgo. En aquellos días la princesa de Hesse y su prometido se enviaron muchas cartas que reflejaban la profunda pasión que sentían el uno por el otro. Tras su apariencia victoriana y su actitud siempre reservada, Alix se muestra profundamente entusiasmada y emotiva: «Ay, si tan sólo supieras cuánto te adoro y cuánto se ha fortalecido e intensificado mi afecto por ti en estos años; tan sólo quisiera ser más digna de tu amor y ternura». A lo que Nicky responde: «Soy todo tuyo, por siempre y para siempre, mi alma y mi espíritu, mi cuerpo y mi corazón, todo es tuyo, tuyo; quisiera gritarlo en voz alta para que el mundo lo sepa. Soy yo el que se enorgullece de pertenecer a un ángel tan dulce como tú y de atreverse a pedir tu amor en respuesta».
Durante su estancia en Windsor, la reina —preocupada por la grave salud del zar Alejandro III— le explicó a Alix las obligaciones que debería afrontar cuando ocupase el trono de Rusia. Para ayudar a su nieta a aceptar la conversión Victoria encomendó la delicada tarea al honorable obispo de Ripon. Éste sostuvo largas conversaciones con la princesa de Hesse y se esforzó en destacar las similitudes entre la fe protestante y la ortodoxa. Por su parte Alejandro III envió a su confesor personal a Windsor, el padre Yanishev, para iniciar la educación de Alix en el catecismo ruso ortodoxo.
El zarevich estaba tan ansioso por volver a ver a su prometida que apenas un mes más tarde viajó de nuevo a la campiña inglesa para pasar el resto del verano junto a ella. En Windsor, Nicolás obsequió a su novia los primeros regalos de compromiso: un anillo con una perla rosada, un collar de grandes perlas a juego con aquélla, un brazalete en forma de cadena con una esmeralda de gran tamaño colgada del mismo y un broche de zafiros y diamantes. Pero la joya más fabulosa fue un magnífico sautoir, un collar largo de perlas que llegaba hasta la cintura de Alix, regalo del zar a su futura nuera. Diseñada por Fabergé, el famoso joyero de la corte rusa, era la pieza más valiosa que hasta el momento había realizado para la familia imperial.
Al contemplar estas deslumbrantes joyas, la reina Victoria advirtió a su nieta: «Alix confío en que todo esto no te vuelva demasiado orgullosa». A mediados del mes de julio el idílico verano tocó a su fin y el príncipe ruso abandonó Inglaterra a bordo del yate imperial. Durante la travesía descubrió que Alix le había escrito una plegaria en las páginas de su diario, que siempre llevaba consigo: «¡Duerme serenamente y deja que las olas te acunen! Tu ángel de la guarda vigila sobre ti. ¡El más tierno de mis besos para mi adorado Nicky!».
Cuando cumplió veintidós años, Alix le escribió una carta a la reina Victoria en que intentaba tranquilizarla sobre su inminente separación al convertirse en la esposa del zarevich: «Sí, querida abuelita, estoy segura de que la nueva posición me presentará muchas dificultades, pero con la ayuda de Dios y de un marido amoroso, será más fácil de lo que nos imaginamos ahora. La distancia es muy grande, pero en sólo tres días uno puede llegar a Inglaterra desde San Petersburgo. Estoy segura de que los padres de Nicky nos permitirán venir a visitarte seguido. Realmente no soportaría no volver a verte, después de lo buena y amable que has sido conmigo desde que mi querida mamá murió, y me aferro a ti más que nunca, ahora que soy casi una huérfana. […] Por favor, no pienses que mi casamiento cambiará en algo el amor que siento por ti: por supuesto que no será así, y cuando esté lejos, tendré el consuelo de pensar que existe alguien, la mujer más buena y amable del mundo, que me ama un poco». Pero a la soberana no le preocupaba tanto la ausencia de su nieta como la enorme responsabilidad a la que tendría que hacer frente más pronto de lo que imaginaba.
En octubre de 1894 el emperador Alejandro III yacía muy grave en su lecho. Temiendo lo peor, Nicolás escribió a Alix pidiéndole que se reuniera con él en la residencia que la familia imperial tenía en Livadia, Crimea. La joven no se lo pensó ni un instante y a toda prisa, sin llamar apenas la atención, hizo el equipaje y puso rumbo a su nueva patria. A su llegada al palacio su presencia pasó casi inadvertida pues la corte imperial se encontraba tan pendiente de la salud del zar que no se organizó ningún evento para celebrar su llegada. Al ser la prometida del zarevich, un tren especial hubiera debido esperarla para recibirla, pero cuando llegó a la frontera al no ver a nadie se subió a un tren regular. El conde Vorontsov-Dashkov, gran mariscal de la corte imperial, se había olvidado de ella. En el vagón que la llevó a Livadia la futura emperatriz de Rusia viajó sentada al lado de gente corriente. Nunca volvería a estar tan cerca del pueblo llano ruso como en aquel viaje que cambiaría para siempre su vida.
Ya en el palacio, Alejandro III esperaba a Nicolás y a su futura nuera sentado en un sillón de su dormitorio. A pesar de las objeciones de los médicos y familiares, había insistido en que el único modo adecuado de recibir a la prometida de su hijo era con su uniforme completo de gala y sus condecoraciones. Arrodillada ante el demacrado y débil emperador, Alix recibió su bendición. Durante los diez días siguientes la vida de la familia real giró en torno al lecho del moribundo zar. La recién llegada se sentía una extraña y nadie le prestaba atención. Pero lo que más le irritaba era el modo en que todos trataban a su futuro esposo ignorando que era el heredero al trono.
Nicolás, siempre educado y cortés con su madre María Feodorovna, era incapaz de plantarle cara y le dejaba que se ocupara de todos los asuntos. La princesa escribió en el diario de Nicolás unas líneas donde le pedía que impusiera su voluntad en tan difíciles momentos: «¡No te dejes dominar por la desesperación! Tu Sunny está rezando por ti y por el amado enfermo… Sé firme y haz que los médicos acudan a ti todos los días para informarte sobre el estado de Su Majestad. Tú debes ser siempre el primero que se entere. No permitas que nadie se anteponga a ti o trate de hacerte a un lado. A ti que eres su hijo, se te debe decir y preguntar todo. Muéstrate enérgico y no dejes que los demás se olviden de quién eres. Perdóname, amorcito mío…». Alix añadía que podía confiar plenamente en ella y que compartiera todo con su amada. Este estrecho vínculo marcaría la relación de ambos hasta su trágica muerte.
En la tarde del 1 de noviembre de 1894 Alejandro III falleció a los cuarenta y nueve años. Su viuda se desmayó en los brazos de Alix y Nicolás se sentía hundido y abrumado. No sólo había perdido a su padre sino que ahora debería acceder al trono sin contar con ninguna experiencia ni preparación. Llorando desconsolado sobre el hombro de su cuñado el gran duque Alejandro, exclamó: «Sandro, ¿qué voy a hacer? ¿Qué va a ser de mí, de Alix, de mi madre, de toda Rusia? No estoy preparado para ser el zar. Nunca quise serlo. Ignoro completamente la profesión de gobernar. Ni siquiera sé cómo hablar con los ministros». Nicolás, un joven de carácter caprichoso, obstinado y algo pueril, había vivido siempre bajo la imponente sombra de su padre. Alejandro III nunca confió en él los asuntos de Estado y siempre le trató como a un niño. Alix no ignoraba que su esposo carecía de la firmeza necesaria para dominar el vasto y rebelde imperio que su padre había gobernado durante trece años con mano férrea.
En tan duros momentos a Nicky sólo le aliviaba saber que su prometida estaba a su lado, tal como le escribió en una carta a la reina Victoria: «El único gran consuelo que tengo, en mi enorme sufrimiento, es el profundo amor de mi querida Alix, que le retribuyo por completo». Ansiosa por convertirse en un nuevo miembro de la familia Romanov, la joven insistió en que su conversión tuviera lugar lo antes posible. Un día después de la muerte de Alejandro III la princesa de Hesse fue confirmada en la Iglesia ortodoxa rusa y adoptó el nombre de Alejandra Feodorovna. La ceremonia quedó eclipsada por la trágica y prematura pérdida del zar. Alix vestía de riguroso luto y a su lado la emperatriz viuda no dejó de llorar amargamente durante el oficio religioso. El destino quiso que, al igual que le había ocurrido a su madre Alicia de Hesse —quien celebró su boda en Osborne como un funeral—, su enlace con el zar de Rusia también se viera ensombrecido por una tragedia familiar. Para muchos un fatal presagio que anunciaba, como confesó el gran duque Alejandro, «la inminencia de una catástrofe».
Cuando la reina Victoria recibió la noticia de que el gran Alejandro III había muerto, temió por el futuro de la joven pareja. En su diario anotó con gran preocupación: «Pobres, mi querido Nicky y mi amada Alix. ¡Qué terrible carga de responsabilidad y angustia deberán soportar los pobres jóvenes! Yo que tenía la esperanza y la ilusión de que tuvieran muchos años de relativa tranquilidad y felicidad antes de asumir esa posición engorrosa». Nicolás, dos días después de la muerte de su padre, intentó adelantar la boda y contraer matrimonio con su amada en una ceremonia íntima en Livadia. Pero sus cuatro tíos —hermanos del zar fallecido que ejercían una poderosa influencia sobre su joven e inexperto sobrino— le instaron a que se casara de manera oficial, en San Petersburgo. Según ellos esa boda era un acontecimiento nacional demasiado importante para celebrarlo de manera privada y lejos de la capital.
Por lo tanto se decidió que el enlace se llevaría a cabo con toda la pompa y esplendor de los Romanov una semana después del funeral de su padre. Alejandra ni siquiera tenía ajuar y en una carta a su hermana Victoria le confesaba: «Es fácil imaginar cuáles fueron nuestros sentimientos. Un día sumida en el luto más profundo, llorando al ser amado, y al día siguiente con las prendas más elegantes, contrayendo matrimonio. No podría existir un contraste más hondo; pero ese hecho nos acercó más, si tal cosa era posible».
El día de la boda imperial la ciudad de San Petersburgo amaneció cubierta por la nieve. La ceremonia tuvo lugar en el impresionante Salón de Malaquita del Palacio de Invierno. La novia lucía un recargado vestido antiguo de fiesta ruso, de brocado de plata y un manto imperial de tejido dorado, forrado y bordeado de armiño. Estas prendas eran tan pesadas que necesitó la ayuda de cuatro pajes para sostenerlas. El largo velo de tul se mantenía fijo en su sitio gracias a una pequeña tiara de diamantes, y a la corona nupcial de los Romanov. Alejandra iba literalmente cubierta de fabulosas joyas, regalo del zar, entre ellas una serie de broches de diamantes que cubrían la pechera de su vestido, además de la cadena enjoyada de la Orden de San Andrés y varias hileras de perlas alrededor del cuello. También llevaba a modo de gargantilla un collar de diamantes y un par de aros a juego. Eran tan pesados que hubo que sostenerlos con alambres alrededor de las orejas. La novia lucía el cabello recogido hacia atrás y adornado con fragantes capullos anaranjados que habían sido traídos especialmente de los invernaderos imperiales de Polonia.
Nicolás, que vestía el uniforme rojo de húsar de sus tiempos juveniles en el ejército y sobre los hombros una capa blanca con alamares de oro, le esperaba nervioso en el Salón Árabe junto a familiares y las más altas personalidades invitadas al enlace. La feliz pareja, cogida de la mano y seguida de una numerosa comitiva, atravesó una serie de magníficas salas perfumadas —decoradas con enormes jarrones de rosas, orquídeas y lirios— hasta alcanzar la capilla donde les esperaban tres mil invitados. Todos los asistentes se emocionaron ante el evidente amor que les unía. Jorge, duque de York, escribió a su esposa que permanecía en Inglaterra: «Creo que Nicky es el hombre más afortunado del mundo, al haber conseguido una esposa tan hermosa y encantadora, y debo decir que jamás he visto a dos jóvenes tan enamorados el uno del otro ni más felices que ellos».
La ceremonia fue soberbia pero Nicolás II reconoció a su hermano menor, el gran duque Jorge, que la experiencia había sido «una tortura absoluta tanto para ella como para mí». A la salida del palacio la multitud irrumpió en gritos y vivas en honor de los recién casados. A pesar de que muchos veían con mal presagio la llegada de una zarina al país «escoltando un ataúd», la gente se rindió ante la evidente felicidad del zar. Alejandra había arribado a su nueva patria en circunstancias muy sombrías. Durante diecisiete interminables días, vestida de luto con un largo vestido y el rostro cubierto por un velo, tuvo que acudir mañana y tarde a la catedral de San Petersburgo con la familia imperial para asistir a los solemnes oficios fúnebres en memoria de su suegro. Nunca olvidaría el olor de los cirios, la imponente presencia de los monjes y sacerdotes agitando sus incensarios junto al ataúd y el murmullo ensordecedor de las plegarias. El cuerpo del zar estuvo expuesto al público durante más de dos semanas antes de sepultarlo. Parte del rito de cada servicio consistía en besar los labios del muerto. Para Alejandra fue una auténtica tortura porque el rostro del zar había adquirido «un color terrible, y el olor era espantoso».
Fue en aquellos dramáticos momentos cuando el pueblo ruso pudo ver por primera vez a su futura zarina: apenas una sombra negra que seguía al cortejo fúnebre. La princesa alemana Alix de Hesse ascendía al trono de Rusia a los veintidós años, una posición extraordinaria para una persona tan joven. Con su matrimonio se convertía en «Su Majestad Imperial, la zarina Alejandra Feodorovna, emperatriz de Rusia». A partir de este instante su nombre sería incluido en las oraciones que todo el pueblo ruso entonaba por la familia reinante.
Debido al luto, tras la larga y agotadora ceremonia nupcial no hubo recepción. Tampoco los novios habían tenido tiempo para planificar su luna de miel y acondicionar su nueva residencia. Los recién casados regresaron al palacio Anichkov donde vivía María Feodorovna, la emperatriz viuda. Alejandra y Nicolás estuvieron despiertos hasta muy entrada la madrugada respondiendo los numerosos telegramas que habían llegado de todo el mundo. En su noche de bodas, antes de acostarse, la joven escribió en el diario de su flamante esposo: «Al fin unidos, por toda la vida, y cuando esta vida concluya, nos reuniremos de nuevo en el otro mundo y nos mantendremos así por toda la eternidad. Tuya, tuya». A la mañana siguiente, abrumada por tanta felicidad, escribió de nuevo: «Jamás creí que existiera semejante felicidad absoluta en el mundo, semejante sentimiento de unión entre dos mortales. TE AMO: esas dos palabras expresan mi vida». Una semana después de la boda al fin pudieron escapar y estar solos durante cuatro días en la residencia imperial de Tsárskoye Seló, en las afueras de San Petersburgo.
Aquel primer invierno la pareja imperial vivió en seis pequeñas y estrechas habitaciones del palacio Anichkov. Para la flamante esposa esta situación le debió resultar muy incómoda, pero no tenía otra opción. Estaban redecorando las habitaciones de sus dos futuras residencias, el Palacio de Invierno y el Palacio Nuevo de Peterhof, y no podían trasladarse hasta que las obras hubieran finalizado. «Todavía no siento que esté casada, conviviendo aquí con otros parece que estuviese de visita», escribió con gran pesar a su hermana Ella. Alejandra apenas tenía intimidad con su esposo pues además de su suegra, en el palacio compartía sus habitaciones con los hermanos pequeños del zar, Miguel de dieciséis años y Olga de doce. Sin embargo a la pareja les preocupaba más las largas horas que debían estar separados que los problemas domésticos. Nicolás se lamentaba: «¡Peticiones y audiencias sin fin! Hoy sólo he podido estar con Alix una hora. No me es posible describir la felicidad que siento al saber que ya es mía. Es triste que mi trabajo me absorba tantas horas, que yo preferiría dedicar exclusivamente a ella».
En los escasos ratos que podían estar juntos, Nicolás le leía en francés pues Alejandra deseaba mejorar su conocimiento de este idioma que era el que se hablaba en la corte rusa. En ocasiones, en las noches nevadas, el zar envolvía a su esposa en bufandas de armiño y la sentaba a su lado para dar un romántico paseo en trineo. Pero muy pronto estos momentos de felicidad se verían eclipsados por las tensiones y los problemas que Alejandra tendría con una mujer que se convertiría en su peor rival, la emperatriz madre María Feodorovna. Su suegra no estaba dispuesta a ceder su privilegiada posición en la corte y se negó a retirarse de la escena pública. En las cartas que se conservan de los primeros meses de su matrimonio, Alejandra pasa de la más exultante felicidad a la más sombría desesperación. «Me siento completamente sola —escribió a una amiga suya alemana—. Lloro y me desespero todo el día porque tengo la impresión de que mi marido es demasiado joven y carece de experiencia… Estoy sola la mayor parte del tiempo. Mi marido está muy ocupado todo el día y pasa muchas de las veladas con su madre».
Al principio de su reinado Nicolás acudió a su madre en busca de consejo y trató de consolarla con su presencia. Muy a menudo comía con ella, y solía quedarse después de la cena para pasar la velada a su lado. Para la emperatriz viuda, Alejandra seguía siendo una pobre princesa extranjera, inexperta y sin el menor conocimiento del país ni de los asuntos de Estado. Lejos de ayudarla, se mostraba prepotente, celosa y muy obstinada con su nuera. Al finalizar el período de duelo, María Feodorovna reapareció espléndida ante sus súbditos dispuesta a seguir desempeñando su papel de primera dama de Rusia. Era aún una mujer joven y a sus cuarenta y siete años tenía una desbordante energía y era muy popular en su país. Amaba las fiestas, la pompa y los chismes. No estaba dispuesta a ocultarse tras un velo negro el resto de sus días, así que ante el malestar de su nuera comenzó a organizar como en los viejos tiempos fiestas y brillantes bailes.
Alejandra tendría que soportar la humillación de ver cómo en los actos públicos y en las fiestas de palacio su suegra entraba la primera cogida del brazo de su hijo mientras ella, detrás, lo hacía junto al gran duque Miguel. Pero hubo un incidente que sellaría para siempre la enemistad entre las dos mujeres. Por tradición, la emperatriz viuda debía entregar algunas piezas de la colección de joyas imperiales a la zarina reinante. Sin embargo María, que sentía debilidad por los collares de perlas y las diademas de diamantes, esmeraldas y zafiros que tenía en su poder, se negó a separarse de ellas. En su lugar ofreció a Alejandra algunas antiguas joyas que habían pertenecido a Catalina la Grande y que por su incomodidad nunca se ponía en público. Su nuera se sintió profundamente ofendida por su feo comportamiento, pero supo cómo vengarse. Alejandra afirmó que ya no le interesaban las joyas y que aunque su suegra se las devolviera, se negaría a usarlas en las ceremonias oficiales. El zar Nicolás transmitió el mensaje a su madre que, temerosa de un escándalo en la corte, se apresuró a entregarle las joyas más valiosas. A partir de este momento la relación entre ambas fue muy tensa y más cuando se veían obligadas a vivir bajo el mismo techo.
Para Alejandra los primeros meses de matrimonio fueron decepcionantes aunque tratara de disimularlo. Se encontraba muy sola, lejos de su familia y en un país extraño rodeada de desconocidos que la miraban por encima del hombro. Sus días eran largos, ociosos y tremendamente aburridos; vivía casi recluida en sus aposentos del palacio a la espera de poder estar apenas unos minutos con su esposo, entre audiencia y audiencia. No conocía en absoluto a los miembros de su séquito, elegidos por su suegra. Su única amiga era la señora Orchard, su antigua institutriz, que había venido de Darmstadt para acompañarla. Alejandra se dedicaba a estudiar música, a aprender el ruso y a perfeccionar el francés.
La pareja imperial nunca podía estar a solas, ni siquiera tenían su propio comedor y compartían la hora de la comida con la emperatriz viuda. En la mesa Alejandra se sentaba entre la madre y el hijo, ignorada por ambos. María Feodorovna casi nunca la incluía en la conversación, y su esposo era demasiado débil para defenderla. Así que la zarina reinante permanecía sentada, en silencio, hasta el final de la comida. Pero en público Alejandra nunca se quejó ni lamentó haber cambiado de vida. Esperaba resignada el momento de poder abandonar el palacio Anichkov y comenzar una nueva vida lejos de su suegra, una mujer orgullosa y manipuladora que trataba al zar como a un niño. En los primeros años de su reinado, Nicolás se vería atrapado entre estas dos mujeres de fuerte temperamento que ejercían una poderosa influencia sobre él.
Cuando a principios del nuevo año Alejandra y Nicolás pudieron al fin mudarse al Palacio de Invierno, las tensiones domésticas cesaron. El imponente palacio con su fachada de estilo barroco reflejaba la grandeza y el poder de la Rusia imperial. Tenía mil quinientas habitaciones, ciento veinte escaleras —entre ellas la espectacular escalinata de Jordania en mármol blanco— y enormes salones, algunos revestidos de piedras semipreciosas o de oro desde el suelo hasta el techo; era la residencia oficial de la monarquía rusa y el edificio más espléndido de San Petersburgo. Construido a orillas del río Neva, sus proporciones eran descomunales y su interior, gélido y húmedo, muy poco acogedor. Alejandra residió poco en él, le parecía un lugar insalubre debido a las corrientes de aire y la falta de higiene de sus aposentos, y poco seguro. Hasta seis mil personas trabajaban y vivían en palacio cuando los zares residían en él. Tampoco tenían privacidad y todos sus movimientos eran observados por «mil ojos».
El matrimonio no se instaló, como se esperaba de ellos, en los suntuosos salones y habitaciones decoradas con muebles franceses, tapices gobelinos y antigüedades provenientes de las valiosas colecciones de la emperatriz Catalina la Grande. Eligieron unos aposentos más bien pequeños que amueblaron con dudoso gusto. El salón de la emperatriz estaba lleno de palmeras en enormes macetas y las paredes habían sido tapizadas con tela de algodón estampada de flores, muy de moda entre la burguesía. La emperatriz adornó su dormitorio conyugal con sedas copiadas de las paredes de las habitaciones de la infortunada María Antonieta en el palacio de Fontainebleau y de las que se enamoró cuando visitó París con su esposo.
La capital de San Petersburgo, con sus magníficos edificios diseñados por los arquitectos más importantes de la época, impresionó a Alejandra pero detestaba el ambiente ocioso y superficial de la corte. Debido a su juventud e inexperiencia ignoraba las obligaciones que implicaba su alto rango. Se esperaba de ella que ejerciera de primera dama, marcara la moda con su estilo, ofreciera cenas y recepciones, y disfrutara de los privilegios de ser la esposa del monarca más poderoso del mundo. Pero la joven decepcionó a muchos porque no tenía ni el carácter ni la presencia de una emperatriz rusa. Se vestía teniendo en cuenta su comodidad y le interesaba muy poco seguir las tendencias.
Cuando se casó, todo su ajuar consistía en prendas de luto y de colores oscuros de modo que llegó al trono sin los lujosos vestidos apropiados para su rango. Aunque era clienta de los modistos más prestigiosos del momento como Paquin o Worth de París, prefería los vestidos de seda amplios en tela blanca, crema o malva, cubiertos de encaje. Alejandra disponía de la más valiosa colección de joyas del mundo pero las perlas eran sus favoritas. Le gustaba lucir largos collares de dos y tres vueltas de las mejores perlas naturales, que también usaba en broches y aros engastados en platino. Al contrario de ella, las anteriores emperatrices se habían tomado muy en serio su cometido de ir a la última moda y organizar deslumbrantes fiestas que mostraran al mundo el poderío y la opulencia de los Romanov. Su suegra, María Feodorovna, dedicó su tiempo y energías a formar una familia —tuvo seis hijos—, a las organizaciones benéficas pero sobre todo a la vida social. Le encantaba bailar hasta altas horas de la madrugada, agasajar a sus invitados y ser la perfecta anfitriona de una corte que no tenía rival en toda Europa.
Los bailes de la corte que se celebraban en los salones del Palacio de Invierno, con sus suelos de mármol, maderas preciosas y enormes arañas de cristal que colgaban de sus altos techos, eran una explosión de lujo. El personal al servicio del emperador y los miembros de su cuerpo de guardia llevaban uniformes de gala. La entrada de sus majestades era anunciada solemnemente por un golpe de vara del maestro de ceremonias. Como era tradición, Alejandra y Nicolás abrían el baile al compás de una polonesa ante miles de invitados. La emperatriz, que era torpe bailando, se sentía aterrorizada ante la gente y no disimulaba que le parecía una tortura. Durante las recepciones permanecía en silencio para sorpresa de sus invitados y cuando tendía su mano para que la besaran lo hacía con auténtica desgana.
Un testigo de aquella época escribió: «La emperatriz no poseía el talento necesario para atraer a la gente. Bailaba mal, pues el baile no le interesaba, y ciertamente no era una conversadora brillante… Tenía los brazos enrojecidos, lo mismo que los hombros y la cara, y siempre suscitaba la impresión de que estaba al borde de las lágrimas… Todo alrededor de su persona era hierático y eso podía aplicarse incluso al modo de vestir con ese grueso brocado que tanto le agradaba y con los diamantes distribuidos sobre toda su persona, como desafío al buen gusto y al sentido común».
Las chismosas damas de la aristocracia de San Petersburgo sentenciaron a la emperatriz desde su primera aparición pública: era demasiado tímida, tenía una expresión muy melancólica y no resultaba nada cordial. Además, la estricta moral victoriana de Alejandra se hizo notar enseguida tachando de la lista de invitados a las personas que venían precedidas del más mínimo escándalo. Esta selección también se aplicaba a los miembros de la familia de su esposo. La influencia que la reina Victoria ejerció sobre su nieta era indudable, tal como reconocía Lili Dehn, una de las mejores amigas de la zarina: «No cabe duda de que ella era en muchos aspectos la típica victoriana; al igual que su abuela amaba la ley y el orden, era fiel y apegada a su familia y al deber, detestaba la modernidad». Estos ideales de aquella Inglaterra decimonónica no encajaban bien en una corte hedonista y ostentosa como la de San Petersburgo. La sociedad rusa se tomó la revancha y no dudaron en calificar a la nueva zarina de «aburrida, puritana, provinciana, carente de interés y altanera».
En poco tiempo la joven emperatriz se convirtió en el blanco de todas las críticas y burlas, y aunque intentó representar su papel lo mejor que pudo, no consiguió ganarse al pueblo ruso. Ignorada en la corte imperial, se volcaría en ayudar a su esposo en sus asuntos políticos y en formar su propia familia. Nicolás, angustiado por no poder desempeñar el papel de zar, intimidado por su propia familia y sin amigos fieles que pudieran asesorarle, se dejaría influir cada vez más por su dominante mujer. Pero muy pronto todos los problemas se desvanecieron cuando Alejandra descubrió que estaba embarazada apenas seis meses después de su boda. Emocionados ante la feliz noticia, los zares decidieron trasladarse a un entorno más acogedor para esperar la llegada de su primer hijo.
El lugar elegido era un oasis de paz a sólo veinticinco kilómetros al sur de San Petersburgo conocido como Tsárskoye Seló, la aldea del zar. Durante casi dos siglos los monarcas rusos recrearon en este paraje de cuatrocientas hectáreas un paraíso artificial en miniatura. El inmenso parque se hallaba cubierto de robles y tilos, y extensos lagos artificiales. Tal como describió un visitante, uno de ellos tenía «una colección de barcos de todas las naciones, desde un sampán chino hasta un bote inglés de cuatro remos; desde una góndola veneciana hasta un catamarán brasileño». El resto del terreno estaba lleno de jardines colgantes de flores, grutas, fuentes, estatuas y en una amplia avenida destacaban las relucientes mansiones que pertenecían a las grandes familias rusas de la corte. En medio de un prado se alzaban dos magníficos edificios, situados uno junto al otro: el extravagante palacio de Catalina y el palacio de Alejandro, más pequeño y sobrio, que se convirtió en su residencia preferida en los siguientes veinte años.
La emperatriz, muy ilusionada, comenzó a decorar los que serían sus apartamentos privados en el ala oeste del palacio. Éstos estaban vigilados por cuatro gigantescos lacayos abisinios, ataviados con chaquetas bordadas en oro, pantalones escarlata, turbantes de seda blancos y zapatillas turcas. Su única función era abrir y cerrar las puertas y anunciar cuando los zares hacían su aparición. Alejandra, como era su costumbre, intentó recrear los ambientes que recordaba de su niñez en Osborne y en Windsor. El príncipe Félix Yusupov —casado con una sobrina del zar Nicolás— escribió más tarde: «A pesar de sus proporciones modestas, el palacio de Alejandro no habría carecido de encanto de no ser por las lamentables “mejoras” que introdujo la joven emperatriz. Reemplazó la mayoría de los cuadros, los adornos de estuco y los bajorrelieves con maderas de caoba y rincones cómodos del peor gusto posible. Desde Inglaterra Maple envió muebles nuevos y los antiguos que eran magníficos fueron enviados a depósito».
El «modesto» palacio de estilo neoclásico contaba con cien habitaciones distribuidas en dos plantas y una de sus sorpresas era la gran piscina cubierta de agua salada situada en el extremo de una de sus alas. Alejandra, ajena a las críticas, había comprado todo el mobiliario de su residencia enviando los pedidos por correo a la tienda Maple de Londres, muy popular entre la burguesía inglesa. Pero la habitación preferida de la zarina era conocida como el «Boudoir Malva» (Tocador Malva) y debía su nombre a la costosa seda muaré de este color que cubría las paredes. Todo en esa estancia —desde las cortinas, las alfombras, los muebles y los jarrones— era malva. Le encantaba esta sala que utilizaba como tocador, y solía permanecer en ella largas horas sentada en un cómodo sillón mirando las vistas al parque desde su balcón privado. Por la mañana allí desayunaba huevos y tocino, leía o escribía bebiendo su té favorito «muy fuerte y amargo» y fumando sus delicados cigarrillos franceses. Los esposos compartían el mismo lecho, algo inusual en las parejas reales y al parecer mantenían una apasionada relación física. El dormitorio imperial reflejaba la creciente devoción religiosa de la zarina. En una de las paredes había infinidad de iconos religiosos, y a su lado un rincón de oración que Alejandra utilizaba con frecuencia. En este idílico refugio la zarina se sentía más relajada y pasó feliz todo su embarazo.
Alejandra y Nicolás aguardaban con ansias el nacimiento de un varón, el futuro heredero al trono de Rusia. Pero aquel 15 de noviembre de 1895, tras un doloroso parto que duró casi veinte horas, la emperatriz dio a luz una niña, rubia y fornida, de cuatro kilos. El anuncio se hizo mediante ciento una salvas de cañón (trescientas si hubiera sido un varón). La gran duquesa Olga, a pesar de su sexo, llenó de satisfacción a sus padres que aún eran jóvenes para dar a Rusia el heredero que todos esperaban. Alejandra fue madre por primera vez a los veintitrés años y para asombro de todos decidió cuidar personalmente de su pequeña. Ella misma la alimentaba y bañaba todos los días, y mientras dormía sentada junto a su cuna le tejía diminutas prendas de vestir. Al contrario de su abuela la reina Victoria que había sido una madre poco entusiasta, la emperatriz era muy maternal y trasladó la cuna de su hija a su propia alcoba.
Durante los primeros siete años de su matrimonio, y en rápida sucesión, daría a luz a cuatro hijas. A la pequeña Olga le seguirían Tatiana en 1897, María en 1899 y Anastasia en 1901. Su única obligación como zarina era concebir un heredero varón de la dinastía Romanov y al no conseguirlo sentía que había fracasado. El nacimiento de su segunda hija fue para todos, incluida ella misma, una gran decepción. Cuando despertó de la anestesia y vio «los rostros preocupados y nerviosos» de las personas que la rodeaban en el lecho, tuvo un fuerte ataque de histeria y comenzó a gritar delante de todos: «Dios mío, no, es una niña de nuevo. ¿Qué dirá la nación, que dirá la nación?». Mientras todas sus hermanas eran madres de una numerosa prole, incluidos varones fuertes y sanos, Alejandra no lograba su tan ansiado propósito. Las presiones del clan Romanov y los rumores sobre su incapacidad para engendrar un varón que garantizase la continuidad dinástica fueron para ella una dura prueba.
Cuando nació su cuarta hija Anastasia, la zarina no gozaba de popularidad en Rusia y la sociedad de San Petersburgo seguía dándole la espalda. La relación con su suegra tampoco había mejorado y en la corte eran muchos los que la culpaban de no desempeñar como era su deber el importante papel de esposa del zar. Pero los múltiples embarazos la mantenían indispuesta y, con el paso del tiempo, sus problemas de salud —fuertes jaquecas, ciática y debilidad en las piernas— contribuyeron a que se alejara de la vida pública. Cuando nació su tercera hija María, se temió por su vida y la del bebé. En aquella ocasión el zar Nicolás se sintió tan desilusionado al saber que no era un niño, que para que no se notase su consternación tuvo que dar un largo paseo por el jardín del palacio antes de visitar a su esposa después del parto. Hasta la reina Victoria al recibir la noticia de la venida al mundo de la gran duquesa María no pudo contener su desencanto y dijo a Nicolás: «Lamento mucho la llegada de una tercera hija para Rusia. Sé que un heredero sería mejor que una niña».
Sin embargo, aunque al zar le preocupaba la sucesión al trono, seguía muy enamorado de su esposa y feliz de la familia que habían formado. Ambos se sentían muy orgullosos de sus hermosas hijas a las que llamaban «nuestro pequeño trébol de cuatro hojas». En una carta al obispo de Ripon, la zarina le decía: «Nuestras niñitas son nuestra dicha y nuestra felicidad; cada una de ellas, tan distintas en su aspecto y temperamento. Que Dios nos ayude a darles una educación buena y sólida, y a convertirlas, sobre todo, en valientes soldaditos cristianos que luchen por Nuestro Salvador».
Menos de seis meses después del nacimiento de su primogénita Olga, Alejandra se quedó de nuevo embarazada pero sufrió un aborto y perdió el hijo que esperaba. En aquellos días estaba muy tensa porque se iba a celebrar con gran pompa y boato la coronación del joven zar Nicolás II en Moscú, una ceremonia de gran trascendencia y valor simbólico. De nuevo tendría que enfrentarse al miedo escénico que le producía asistir a un acto público multitudinario, donde sería el centro de todas las miradas.
SUS MAJESTADES IMPERIALES
Habían pasado trece años desde la última coronación del zar Alejandro III y la expectación en Moscú era enorme. La víspera del gran día el matrimonio se encontraba en el palacio Petrovski, en el límite de la ciudad, orando y ayunando como preparación para una ceremonia que era mucho más que un enlace real. Alejandra era muy consciente de que ella y su esposo —siguiendo una tradición de más de trescientos años de historia de los Romanov— iban a ser consagrados, coronados y reverenciados como los elegidos por Dios para gobernar Rusia. El 26 de mayo de 1896 amaneció soleado y nada hacía presagiar la tragedia que estaba a punto de ensombrecer la coronación de los zares en la catedral de la Asunción.
Alejandra, ataviada con un recargado vestido de corte ruso de brocado de plata adornado con perlas y magníficas joyas, soportó con gran entereza la larga ceremonia de cinco horas. Dentro de la iglesia, engalanada con frescos y repleta de iconos con incrustaciones de piedras preciosas, dos mil personas les esperaban. Nicolás se sentó en el trono del zar Alexei I, una pieza del siglo XVII incrustada con 879 diamantes. A su lado Alejandra hizo lo mismo en el trono de marfil de Iván el Grande. Tras la misa le fueron entregados al zar los símbolos reales: el orbe, el cetro y la cadena de la Orden de San Andrés. Finalmente fue proclamado «Nicolás II, el Legítimo y Único Emperador y Autócrata de todas las Rusias». Tras la investidura el zar se coronó él mismo demostrando de ese modo que su poder provenía directamente de Dios.
A diferencia de Nicolás, que acusaba el agobio por el insoportable peso de las túnicas, el manto revestido de armiño y la corona, su esposa se mantuvo todo el tiempo muy erguida. Según un testigo, «la zarina mostraba una profunda emoción pero su rostro era el de un mártir que camina, con ritmo pausado, hacia la pira funeraria». Alejandra y Nicolás eran ahora la pareja más rica y poderosa del mundo. El zar gobernaba un territorio de más de veintidós millones de kilómetros cuadrados y cerca de ciento cincuenta millones de personas. Pero la joven e inexperta zarina ignoraba lo que este título significaba y el cambio que iba a producirse en su vida cotidiana. Entraba a formar parte de una dinastía muy poderosa y de una enorme riqueza que se remontaba al siglo XVII.
Su amado y pueril esposo era en aquel momento el hombre más acaudalado del mundo; era dueño de fabulosas colecciones de joyas, poseía empresas madereras y mineras, un total de setenta millones de hectáreas a su propio nombre y una fortuna incalculable en bancos extranjeros. A esto había que sumarle sus residencias oficiales, entre ellas el impresionante Palacio de Invierno en San Petersburgo, dos palacios en Tsárskoye Seló, tres en Peterhof, dos en Livadia (Crimea) y el gran Kremlin en Moscú. Además de estos enormes y fastuosos palacios históricos, era propietario de otros más pequeños como el palacio Anichkov, el palacio Elagin y Gátchina, en la capital o en sus alrededores. En Moscú tenía dos palacios más, así como tres cotos de caza en Polonia, con millares de hectáreas, y varios pabellones de caza en Finlandia. La familia imperial disponía de cuatro yates y dos lujosos trenes para su uso exclusivo. No es de extrañar que Alix de Hesse, una sencilla princesa alemana de un pequeño condado, se dejara deslumbrar por la opulencia bizantina de la corte rusa y muy pronto olvidara sus orígenes.
Siete mil invitados asistieron al banquete de la coronación y cuatro días después se ofreció al pueblo un gran festín para celebrar el acontecimiento. Más de medio millón de personas se congregaron en Jodynka, un extenso campo a las afueras de la ciudad, para beber y comer gratis a la salud de los zares. Pero de repente, comenzó a circular el rumor de que quizá no hubiera suficiente comida ni regalos para todos y cundió el pánico entre la gente. En apenas unos minutos, cerca de mil quinientas personas perdieron la vida, en su mayoría aplastadas por una multitud desenfrenada. La noticia conmovió a los zares que visitaron a los cientos de heridos en los hospitales y trataron de consolar a sus familias. Nicolás II ordenó cancelar el resto de los festejos previstos y se retiró a rezar con su esposa.
Aquella misma noche debía celebrarse un espléndido baile ofrecido por el embajador francés en honor de la pareja imperial. El zar declaró que en semejantes circunstancias el baile tenía que aplazarse. Pero sus cuatro tíos insistieron en que debían asistir para evitar un incidente diplomático con Francia, un buen aliado de Rusia. No tuvieron más remedio que acudir aunque ninguno de los dos disfrutó lo más mínimo pensando en el terrible suceso. Alejandra, según los testigos, «estaba terriblemente afligida y tenía los ojos enrojecidos de tanto llorar». La tragedia de Jodynka se podría haber evitado y se culpó de la mala organización al gran duque Sergio, gobernador general de Moscú y cuñado de Alejandra. Aunque el matrimonio imperial compensó económicamente a las familias de los fallecidos, el pueblo no les perdonó su actitud. Les tacharon de insensibles y de divertirse mientras centenares de súbditos morían o sufrían en los hospitales. A Nicolás se le recriminó el no tener criterio y a su esposa la despreciaron por su falta de compasión.
A partir de 1900, los zares retomaron la costumbre de pasar la Pascua —la fiesta más relevante en la tradición ortodoxa rusa— en Moscú para conocer mejor la antigua capital y a sus habitantes. En estas fechas era frecuente que las familias se reunieran y se regalasen huevos decorados, símbolo de la nueva vida y la esperanza. El zar, siguiendo una usanza que inició su padre Alejandro III en 1885, encargó al artesano joyero Carl Fabergé unos huevos de Pascua elaborados en oro, plata y platino con incrustaciones de zafiros, diamantes, rubíes y esmeraldas, y los más refinados esmaltes. Nadie, ni siquiera el propio emperador, conocía el diseño de esta joya que cada año regalaba a su madre y a su esposa respectivamente. Alix nunca olvidaría el huevo que Nicolás le regaló la primera Pascua tras su coronación en 1897. Estaba confeccionado en esmalte de oro, sobre el que se habían engarzado diamantes para dibujar el escudo del águila imperial. La joya se abría y en su interior había una réplica de oro en miniatura del carruaje en el que Alejandra hizo su entrada en Moscú.
Tras su coronación Nicolás y Alejandra emprendieron sus primeras giras oficiales como soberanos. En verano visitaron Austria para saludar al emperador Francisco José y a su esposa, la emperatriz Sissi, que acudió a recibirles en persona. Era un gran honor y algo inusual dado que la soberana, tras el suicidio de su único hijo el príncipe heredero Rodolfo, vivía retirada de la deslumbrante corte de los Habsburgo. La estancia en Austria duró apenas dos días pero Alejandra guardaría un dulce recuerdo de aquel viaje, al ser su primera visita oficial al extranjero como emperatriz de Rusia.
Tras pasar unos días en Alemania en compañía del káiser Guillermo II, el zar y la zarina subieron a su nuevo yate, el Standart, y pusieron rumbo a Escocia para visitar a la reina Victoria en su castillo de Balmoral. La cantidad de personal que les acompañaba, entre guardias de seguridad y el séquito del zar, era tan desproporcionada que tuvieron que construir albergues improvisados para alojarlos en los alrededores del castillo. La llegada de los zares y la pequeña Olga llenó de felicidad a la soberana de setenta y siete años, que en aquellos días celebraba el reinado más longevo de un soberano británico. En su diario Victoria anotó que se alegraba de que, a pesar de que su nieta hacía dos años que era la gran emperatriz de Rusia, apenas había cambiado y su cargo no se le había subido a la cabeza. El día que Alejandra debió abandonar con su familia Balmoral, escribió en una carta a su institutriz inglesa: «Ha sido una visita tan corta, me duele en el alma tener que dejar a la querida y amable abuela. Quién sabe cuándo y dónde volveremos a vernos».
El 22 de enero de 1901 Victoria fallecía en su lecho en el castillo de Windsor. El suyo había sido el reinado más largo en la historia de Inglaterra. Alejandra, a mil quinientos kilómetros de distancia, no podría asistir al funeral porque en ese momento estaba embarazada de Anastasia y el médico consideró que el viaje podría ser peligroso para su ya delicada salud. La zarina, abrumada por la triste noticia, escribió a su hermana Victoria: «Cómo te envidio, porque puedes ver a la amada abuela cuando la llevan hasta su último descanso. No puedo creer que de verdad se haya ido y que nunca más volveremos a verla. Parece imposible. Intervino en nuestra vida desde que tenemos memoria y nunca hubo un ser más amante y bondadoso. El mundo entero llora por ella. Inglaterra sin la reina parece imposible». La correspondencia que abuela y nieta habían mantenido durante tantos años le fue devuelta a la zarina tras la muerte de la soberana.
Desde el principio de su reinado la pareja imperial se mantuvo casi aislada de la política y las intrigas de la corte. Preferían la vida hogareña en Tsárskoye Seló, y en ella se refugiaba el zar huyendo de la toma de decisiones importantes para la nación. Aunque en sus primeros años de matrimonio la zarina permaneció al margen de la política, poco a poco, y viendo la debilidad de su esposo, influiría cada vez más en él. Alejandra no tenía experiencia en este campo pero antes de contraer matrimonio, su cuñado el gran duque Sergio la instruyó sobre los principios de la autocracia rusa y el carácter místico del oficio del zar. Con el paso de los años consideraba normal que el pueblo ruso tratase a su esposo como un semidiós y a ella se la reverenciase en todo el país. Hasta el día de su muerte creyó que los verdaderos rusos amaban a la familia imperial simplemente por la posición que ocupaban. Nunca entendió que el afecto y el apoyo del pueblo había que ganárselo día tras día. En una ocasión escribió a la reina Victoria: «Rusia no es Inglaterra. Aquí no es necesario realizar grandes esfuerzos para conquistar el afecto popular».
Alejandra no sólo daría consejos a su esposo, en ocasiones muy desacertados, sino que llegaría a retocar sus discursos. También dejó de lado a casi todos los hombres de confianza del zar, con el propósito de que nada perturbara su felicidad conyugal. Los zares pagarían un alto precio por vivir ajenos a las necesidades de su pueblo. En aquellos inicios del siglo XX, Rusia estaba muy atrasada respecto al resto de Europa y las diferencias sociales eran abismales.
La zarina vivía de espaldas a la cruda realidad del campesinado ruso, al que tenía ingenuamente idealizado. A sus ojos, esa «pobre gente» reflejaba el verdadero espíritu ruso y carecían de la hipocresía de las clases más cultas y adineradas. Al igual que ellos, se tomaba muy en serio la religión y apreciaba la honestidad de las personas. En 1890, durante su visita a su hermana en su finca de Ilinskoie, la visión de las aldeas humildes pero limpias, y de los hombres y mujeres que trabajaban afanosamente los campos, quedó para siempre grabada en su memoria. Pero era una imagen ficticia sólo válida para los campesinos que tenían la suerte de vivir en una gran propiedad como Ilinskoie. En el resto del país millones de hombres, mujeres y niños vivían explotados y sumidos en la más absoluta pobreza. En Rusia la familia imperial, los militares y la Iglesia eran los dueños absolutos de todo.
En una fotografía histórica tomada el 4 de febrero de 1903 Alejandra y Nicolás posan solemnes luciendo fastuosos trajes antiguos rusos. Fue durante el baile de disfraces celebrado en el Palacio de Invierno con motivo del tricentenario de los Romanov. Todos los asistentes vestían ricos trajes inspirados en la nobleza rusa del siglo XVI. El vestido de Alejandra era de brocado de oro adornado con esmeraldas y perlas. Alrededor del cuello lucía un collar realizado por Fabergé especialmente para esa fiesta en cuyo centro destacaba un zafiro de 159 quilates. Mientras los invitados a la fiesta bailaban cubiertos de joyas en un decorado de ensueño y se hacían fotos para la posteridad, en la calle los obreros de las fábricas de Moscú se helaban de frío y morían de hambre. Aquél fue el último gran baile de la Rusia imperial. La mecha de la revolución no tardaría en encenderse y sacudir los cimientos del imperio.
Aquéllos fueron los meses más difíciles y tensos del reinado de Nicolás y Alejandra. Cuando la zarina supo que estaba de nuevo embarazada, el imperio se desangraba en una cruenta guerra contra Japón en el Pacífico. Alejandra, preocupada por la pérdida de miles de hombres en el bando ruso, volcó todos sus esfuerzos en ayudar en la guerra. Se dedicó a organizar talleres en el Palacio de Invierno, donde se reunían mujeres de distintas clases sociales para preparar suministros y confeccionar ropa para los soldados rusos. También animó a sus hijas a que tejieran bufandas y gorros para combatir el frío. Las tropas rusas agradecieron a la zarina el envío de paquetes durante las Pascuas con productos de primera necesidad. Años después, crearía su propio hospital en Tsárskoye Seló, donde a diario visitaba a los heridos, y fundó un hogar para inválidos que acogería a muchos de ellos. No dejó de trabajar como una voluntaria más hasta dos meses antes del parto de su hijo. Después tuvo que permanecer unas semanas en cama debido al cansancio y la angustia acumulados.
En agosto de 1904, Alejandra, a sus treinta y dos años, dio a luz a su quinto hijo en el palacio de Peterhof donde residían en verano. Cuando la madre vio que era un varón rompió en sollozos y exclamó: «¡Oh, no puede ser cierto! ¡No puede ser cierto!». En San Petersburgo los cañones dispararon trescientas salvas en su honor y en todo el país las campanas de las iglesias no dejaron de repicar. El recién nacido, un niño hermoso de rizos dorados y ojos muy azules, fue bautizado como Su Alteza Imperial Alexei Nikolaievich, en honor al zar favorito de Nicolás, Alexei I, el padre de Pedro el Grande.
Por primera vez en muchos años se veía a la zarina alegre y relajada. Un visitante que la conoció cuando el pequeño tenía dieciocho meses escribió: «Advertí que la zarina estaba transportada por la exaltada alegría de una madre que al fin ha visto realizar su deseo más difícil. Se la veía orgullosa y complacida por la belleza de su hijo. Ciertamente el zarevich era uno de los niños más hermosos que uno pueda imaginar, con sus bellos rizos rubios, los grandes ojos azul grisáceo bajo las pestañas largas y curvas, y el color sano y sonrosado de un niño saludable. Cuando sonreía se le formaban dos hoyuelos en sus regordetas mejillas». El bautizo del pequeño se celebró en la iglesia de Peterhof y numerosos miembros de la realeza europea estuvieron presentes. Entre los padrinos del zarevich estaban el káiser Guillermo II, el rey Eduardo VII de Inglaterra, el gran duque Ernesto Luis de Hesse y su abuela, la emperatriz viuda María Feodorovna.
La felicidad de la pareja imperial no duró mucho porque apenas seis meses después de su nacimiento el pequeño Alexei comenzó a sufrir una hemorragia por el ombligo. Nicolás describió en su diario personal su inquietud al no saber qué le pasaba a su hijo: «Alix y yo estamos muy perturbados por la constante pérdida de sangre del pequeño Alexei. Sigue sangrando a ratos hasta la noche». A partir de ese incidente la vida de los zares dio un giro inesperado y no tendrían un minuto de descanso. Durante los siguientes meses, mientras su hijo daba los primeros pasos, veían impotentes cómo el pequeño cuando tropezaba o caía gritaba de dolor y el cuerpo se le cubría de llamativos cardenales.
Aquel niño encantador que parecía un ángel y estaba destinado a llevar sobre su cabeza la corona de Rusia tenía la hemofilia. Esta grave dolencia no era nueva para Alejandra pues su hermano pequeño Frittie también la padeció y murió tras un fatal accidente. Aunque seguramente antes de casarse la zarina sabía que existía una posibilidad de que pudiera transmitir este gen defectuoso a alguno de sus hijos varones —al igual que la reina Victoria se la transmitió a su hijo el príncipe Leopoldo—, esta tragedia le afectó profundamente. El resto de su vida estaría pendiente de su pequeño, sufriendo la incertidumbre de no saber si en cualquier momento podía morir a causa de una simple caída.
Mientras Nicolás y Alejandra vivían aislados en su palacio de Tsárskoye Seló, el pueblo ruso se mostraba cada vez más combativo por sus precarias condiciones de vida. En la capital se sucedían los motines, las huelgas y las manifestaciones. La falta de derechos políticos y la pobreza que tenían que soportar los campesinos se hizo insostenible. En el mes de enero de 1905 cerca de doscientos mil trabajadores se manifestaron frente a las puertas del Palacio de Invierno para reclamar al zar mejores condiciones laborales. Era una marcha pacífica organizada por un joven sacerdote, el padre Gapón, pero acabó en un baño de sangre. Nicolás no se encontraba en palacio pero su tío Vladimir ordenó abrir fuego contra la multitud. Murieron más de mil manifestantes y hubo centenares de heridos, la mayoría mujeres y niños. El padre Gapón sobrevivió a la masacre y desde un lugar secreto declaró que el zar era «un asesino de almas y que sus manos estaban manchadas con la sangre inocente de los trabajadores, sus esposas y sus hijos».
Alejandra al conocer los detalles de la tragedia se sintió abrumada, al igual que el propio zar. En una carta a su hermana Victoria le abría su corazón como nunca antes lo había hecho: «Ya comprendes la crisis que estamos viviendo. En efecto, es un momento dolorosamente difícil. La cruz que soporta mi pobre Nicky es muy pesada sobre todo porque no tiene una persona en la cual pueda apoyarse totalmente y que sea una verdadera ayuda para él. […] De rodillas pido a Dios que me dé la sabiduría necesaria para ayudar a Nicky en su pesada tarea. Me devano los sesos para encontrar un hombre de confianza y no consigo nada; es desesperante […]. El pueblo ruso está profunda y sinceramente consagrado a su soberano, y los revolucionarios utilizan su nombre para provocarlos contra los terratenientes, pero ignoro cómo lo hacen. Desearía mostrarme inteligente y ser realmente útil. Amo a mi nuevo país. Es tan joven, poderoso y tiene tantas cosas buenas, sólo que todo está desequilibrado y es infantil. Pobre Nicky, tiene que llevar una vida dura y amarga».
Por aquella época Alejandra sentía que era su obligación ayudar a su esposo a elegir a sus ministros y orientarlo en el cumplimiento de sus deberes. Y así lo hizo, aunque su manera de interferir en los asuntos políticos aún le granjearía más enemigos. La terrible matanza realizada por la guardia imperial rusa contra manifestantes pacíficos —conocida como el Domingo Sangriento—, unido a la aplastante derrota que iba a sufrir Rusia en la guerra contra Japón, menoscabaron el prestigio del zar y su gobierno.
En octubre de aquel convulso año el zar Nicolás II intentó apaciguar a los manifestantes aprobando la creación del Parlamento ruso, conocido como la Duma. No fue una decisión fácil pero frente a la amenaza de la anarquía, el zar y el gobierno no tuvieron más remedio que poner fin a los trescientos años de absolutismo de los Romanov. Nicolás II reconoció que había sido una «terrible decisión» pero que su único consuelo es que «esta grave decisión sacará a mi querida Rusia del intolerable caos en el que ha estado sumida durante casi un año». De puertas adentro, el zar se mostraba profundamente abatido, tal como le confesó a un amigo con lágrimas en los ojos: «Estoy deprimido. Siento que al firmar este acto he perdido la corona. Ahora todo ha terminado».
Cuando en abril de 1906, la zarina y la emperatriz viuda le acompañaron a la sesión inaugural de la Duma no pudieron evitar sentir el desprecio de muchos de los presentes hacia el monarca y su familia. Mientras el zar leía el discurso que ponía fin a la autocracia en Rusia, tanto su esposa como su madre tuvieron que contener las lágrimas. Así lo recordaba la emperatriz viuda María Feodorovna: «Nos miraban como si fuéramos sus enemigos, y yo no podía dejar de mirar ciertos rostros, tal era el odio incomprensible que parecían reflejar hacia nosotros».
Tras la inauguración del Parlamento ruso la situación en Rusia siguió siendo caótica y los asesinatos, robos y atentados con bombas eran muy frecuentes. Los zares seguían aislados en Tsárskoye Seló y desde el primer instante decidieron ocultar a la corte y al pueblo la grave enfermedad de su hijo. Fue una decisión errónea porque de conocer la verdad la gente hubiera sido más comprensiva con la zarina, que en público se mostraba muy seria y distante debido al sufrimiento del príncipe heredero. Pronto comenzaron a circular rumores que decían que el zarevich era epiléptico, retrasado o que sufría alguna deformidad y por este motivo sus padres lo mantenían escondido. El escaso afecto que a esas alturas el pueblo ruso prodigaba a los zares se fue esfumando y pronto se convirtió en absoluto desinterés.
Nicolás y Alejandra apenas se dejaban ver en público ni recibían visitas. Cuando no se encontraban en Tsárskoye Seló la familia imperial pasaba el verano en el palacio de Peterhof, a orillas del Báltico, el equivalente ruso de Versalles. Durante su estancia allí, los soberanos solían navegar a bordo del lujoso yate Standart con sus hijos y desembarcaban en las hermosas islas del golfo para disfrutar de un día al aire libre. Tras unas semanas en Peterhof, la familia imperial se trasladaba de nuevo con su séquito, esta vez a su retiro en la Polonia rusa, donde el zar cazaba bisontes en sus frondosos bosques. Los zares también pasaban sus vacaciones en el palacio de Livadia, en Crimea. Este lugar, de clima cálido, a un paso del Mar Negro, era uno de los retiros preferidos de Alejandra porque le recordaba los años de su niñez en el castillo de Osborne, en la isla de Wight.
Tras la primera hemorragia que sufrió su hijo, la vida de la zarina se convirtió en una pesadilla. La confirmación de que su adorado Alexei era hemofílico fue un golpe devastador para ella, que siempre se sentiría culpable por haberle transmitido este mal genético. Nunca antes se había encontrado tan sola y lamentaba no tener junto a ella a su querida abuela Victoria, que hubiera podido aconsejarla al haber sufrido la misma tragedia. Aunque los miembros de la familia Romanov conocían la verdadera naturaleza de la enfermedad del zarevich, no contó con su apoyo ni comprensión. Por el contrario, las críticas hacia su persona no hicieron más que aumentar. En aquellos días nefastos, la zarina sólo podía confiar en una mujer que con el tiempo se había convertido en su única amiga verdadera, Anna Výrubova. Cuando se conocieron Alejandra tenía veintinueve años y ella diecisiete, pero a pesar de la diferencia de edad entre ellas se estableció un vínculo especial. La joven, cuyo padre había servido a la familia imperial, había enfermado de fiebres tifoideas y Alejandra solía visitarla cuando hacía su ronda por los hospitales. Para la zarina era un deber pero para Anna resultaba algo tan excepcional que desde aquel primer encuentro sintió una auténtica veneración por la soberana.
A Alejandra le resultaba muy difícil establecer relaciones de amistad debido a su timidez y al rango que ostentaba. En una ocasión escribió a una conocida una carta donde reconocía: «Debo preservar mi propia persona, si quiero ser yo misma. No estoy hecha para brillar frente a una asamblea, no poseo la conversación fácil ni ingeniosa que se necesita para eso. Me agrada el ser interior y eso me atrae con mucha fuerza. Como usted sabe pertenezco al tipo del predicador. Quiero ayudar a otros en la vida, ayudarles a librar sus propios combates y soportar su cruz». Aunque físicamente no llamaba la atención —era bajita, regordeta, de cara redonda y mejillas rosadas—, la zarina encontró en ella una persona sencilla y en quien poder confiar.
Cuando Anna Výrubova llegó a la corte y se convirtió en la favorita de la zarina, las críticas no se hicieron esperar. El propio embajador francés se sintió sorprendido cuando la conoció en palacio: «Jamás una favorita real pareció menos pretenciosa. Era más bien robusta, con el cuerpo tosco y las carnes abundantes, la cabellera espesa y reluciente, el cuello grueso, los labios carnosos, bonitos y llenos. Siempre se vestía muy sencillamente y con sus adornos baratos mostraba una apariencia provinciana». Para estar más cerca de su amiga la zarina, Anna compró una humilde casa en la aldea de Tsárskoye Seló. En ocasiones los zares se desplazaban hasta allí para tomar con ella una taza de té. A las elegantes damas de la corte de San Petersburgo les resultaba chocante que la zarina pasara tanto tiempo con una mujer desconocida y plebeya. Cuando Alejandra decidió concederle un cargo oficial para acallar las críticas, pasó a ser su doncella de honor y su única confidente.
Con el tiempo el pueblo llegó a odiar a Anna por el simple hecho de ser amiga íntima de la zarina. Comenzaron a correr rumores de que ella y Rasputín se habían puesto de acuerdo para provocar la caída de la monarquía. También se la acusó de haber organizado orgías sexuales en el palacio de Alejandro y de haber mantenido relaciones íntimas con la propia zarina. Tras la abdicación del zar Nicolás II en 1917, la doncella fue detenida y encarcelada acusada de «actividades políticas». Convencida de que su vida peligraba, y para demostrar su inocencia, pidió que se le practicara un examen médico. Con gran desconcierto se demostró que Anna Výrubova aún era virgen.
El continuo sufrimiento y temor por la vida del heredero de la dinastía Romanov acabaría por minar la salud de la zarina. A su drama personal se sumó otra tragedia familiar, el asesinato en Moscú de su cuñado el gran duque Sergio a manos de un revolucionario. Ocurrió tres semanas después de la terrible masacre del Domingo Sangriento en San Petersburgo. Aunque Sergio era uno de los miembros más odiados por la familia Romanov y el pueblo lo despreciaba por sus maneras altivas y prepotencia, su muerte —víctima de un brutal atentado con bomba cuando salía del Kremlin en su carruaje— afectó mucho a Alejandra. Por primera vez fue consciente de que el trono de Rusia y el destino de su esposo estaban en grave peligro. Cuando conoció la noticia quiso viajar de inmediato a Moscú para reunirse con su hermana Ella, pero el zar se lo impidió porque era muy peligroso.
Tras el asesinato de su esposo, la gran duquesa Isabel Feodorovna se retiró de la vida mundana y tomó una drástica decisión: vendió todas sus joyas —incluido su anillo de bodas— y demás posesiones. Con el dinero recaudado construyó un convento y un hospital a orillas del río Moscú. La antaño considerada una de las princesas más bellas y elegantes de todas las cortes europeas, se transformó en una humilde abadesa y fundó su propio convento. Su entrega y dedicación a los pobres y a los enfermos le granjearon una reputación de santa.
Como el príncipe heredero Alexei era un niño vivaz y travieso sus padres decidieron seguir manteniendo en secreto su enfermedad. Incluso Pierre Gilliard, que fue preceptor de las grandes duquesas durante ocho años, desconocía la verdadera dolencia que aquejaba al zarevich. Para evitar que el niño se lastimara con fatales consecuencias, le asignaron como guardaespaldas a dos fornidos marineros de la flota imperial que lo tenían constantemente vigilado. A esas alturas la zarina sabía que los médicos nada podían hacer por devolver la salud a su hijo. Deprimida y abatida, Alejandra se refugió en la Iglesia ortodoxa y en su fe halló un verdadero consuelo a sus pesares. Su cuñado Alejandro dijo de ella: «Se negaba a someterse al destino. Hablaba sin cesar de la ignorancia de los médicos. Manifestaba una preferencia franca por los hechiceros. Se volvió hacia la religión y sus oraciones estaban tocadas por cierta histeria. La escena estaba preparada para la aparición de un milagrero…».
Aunque en un principio la zarina se negó a abandonar su religión, cuando abrazó la fe ortodoxa lo hizo con un fervor y devoción que sorprendían a muchos. Desde el primer momento se sintió impresionada con la pompa y el esplendor de la Iglesia ortodoxa en contraste con la austeridad de la Iglesia luterana. La visión del interior sombrío de las imponentes iglesias rusas envueltas en incienso y decoradas con brillantes iconos y frescos, con sus sacerdotes de largas y pobladas barbas, vestidos de negro, cubiertos de cruces y cantando sentidas letanías, llegó a su corazón. En la corte se criticaba su fervor religioso y muchos habitantes de San Petersburgo la consideraban una fanática. Sin embargo la zarina, ajena a las críticas, pensaba que el milagro de la curación de Alexei llegaría de la mano de algún santón, de los muchos que habitaban en Rusia.
Los llamados «starets» eran una especie de monjes que solían vagar por el campo en peregrinaciones religiosas. Estos hombres, que atraían a una gran cantidad de seguidores, renunciaban a los bienes terrenales y consagraban su vida a ser los guías espirituales de hombres poderosos, a los cuales ayudaban a acercarse a Dios. En la Iglesia ortodoxa proliferaban estos santones y se admitía que tenían poderes especiales. No es de extrañar que cuando a principios de noviembre de 1905 la gran duquesa Militza presentó a la zarina a un misterioso campesino proveniente del pueblo siberiano de Pokróvskoye, llamado Grigori Rasputín, mostrara interés por él. En su diario el zar Nicolás escribió sobre su primer encuentro con Rasputín: «Hemos conocido a un hombre de Dios, Grigori, de la provincia de Tobolsk».
Este hombre, de gran estatura, aspecto tosco y mirada hipnótica, que acababa de hacer su aparición en el palacio de Alejandro también contaba con el respaldo de importantes miembros de la Iglesia en San Petersburgo, entre ellos el archimandrita Teófanes que lo recomendó a la pareja imperial con las siguientes palabras: «[…] es un campesino, un hombre de pueblo. Vuestras Majestades harán bien en escucharlo, pues a través de su persona habla la voz del pueblo ruso. Conozco sus pecados, que son muchos, y la mayoría de ellos repulsivos. Pero en él mora un ansia tan profunda de arrepentimiento y una confianza tan implícita en la compasión divina que yo me atrevería a garantizar su salvación eterna. Cada vez que se arrepiente, se le ve puro como un niño lavado en las aguas del bautismo. Es evidente que Dios ha decidido que él sea uno de Sus Elegidos».
El problema para Nicolás y Alejandra fue que Rasputín —apodado el Monje Loco—, a pesar de la fama que le precedía, no era un santo varón sino un farsante. Los verdaderos starets llevaban una vida religiosa austera, y renunciaban a la sexualidad. En el caso de este misterioso campesino se sabía que estaba casado, tenía tres hijos y mantenía un hogar en Siberia. Tampoco había dejado de lado los placeres relacionados con las mujeres y su apetito sexual era insaciable. Cuando hizo su aparición en San Petersburgo muchas damas aristocráticas, elegantes y envueltas en joyas, buscaron en él algo nuevo y atrevido. Si hay que creer en su interminable lista de conquistas femeninas, parece que él se sentía encantado de complacerlas en el lecho. Aunque los zares conocían el escandaloso pasado de Rasputín y su fama de libertino, lo aceptaron porque les parecía un pecador arrepentido cuyos poderes de sanación podían ser beneficiosos para su hijo.
Cuando Rasputín conoció a la zarina, ésta era una mujer enferma y muy vulnerable. Alejandra se podía pasar días enteros tumbada en su sillón del tocador presa «de terribles jaquecas, dolor en la espalda, las piernas y el corazón». Y sin embargo, a pesar de sus problemas y sufrimientos nunca se quejaba. Aceptó este nuevo golpe sin apenas protestar, tal como le confesó a su hermana Victoria, la única con la que podía sincerarse: «No creas que las enfermedades me deprimen en lo personal. No me importan, excepto al ver que mis seres queridos sufren por mi culpa y que no puedo cumplir con mis deberes. Pero cuando Dios envía una cruz como ésta, hay que cargar con ella». Aún era una mujer joven —tenía treinta y cinco años—, pero el sufrimiento de Alexei la había envejecido prematuramente. En una de sus conversaciones íntimas con Anna Výrubova, al comparar su vida de recién casada con su situación actual, le confesó: «Entonces me sentía tan feliz, tan sana y fuerte. Ahora soy una ruina».
La salud de la zarina nunca había sido buena, ni siquiera en su juventud. Ya entonces sufría dolores de ciática y los cinco embarazos y dos abortos que tuvo, unidos a la inquietud por el bienestar de su hijo, contribuyeron a empeorar su estado. A pesar de estar sobreprotegido, era inevitable que el pequeño Alexei sufriera algún accidente. Un leve golpe o un corte le producía episodios prolongados de dolor que la zarina vivía con enorme angustia. Mientras duraban no se separaba ni un instante de su lado, sosteniéndole la mano y escuchando sus gritos. El preceptor de francés de sus hijas, Pierre Gilliard, escribió: «El zarevich yacía gimiendo dolorosamente en la cama. Tenía la cabeza descansando sobre el brazo de la madre y la cara pequeña y mortalmente pálida era irreconocible. A veces, los gemidos cesaban y murmuraba una sola palabra: “Mami”. Su madre le besaba los cabellos, la frente y los ojos como si el contacto con sus labios pudiese aliviar el dolor del niño y de su madre, testigo impotente del martirio de su hijo. […] Fue entonces cuando comprendí la tragedia secreta de su vida».
Hacia 1910 la influencia de Rasputín en la pareja imperial era cada vez mayor, y aunque eran muchos los detractores del falso santón, nada ni nadie podía hacer cambiar de opinión a la zarina. Ni siquiera lo consiguió su propia hermana, la gran duquesa viuda Isabel Feodorovna, quien viajó desde el monasterio de Moscú donde vivía recluida como una monja para hablar de este espinoso tema con ella. Conversaron en el Boudoir Malva de la zarina y su hermana le pidió que mandara a Rasputín de regreso a Siberia lo antes posible. Le advirtió sobre los inquietantes rumores que corrían fuera de la corte: se decía que era tal el poder del santón que influía sobre las decisiones del zar y su gobierno. Alejandra, tras escuchar impasible a su hermana, le rogó que no se inmiscuyera en sus asuntos personales y que debía mostrar una actitud menos crítica frente a un «hombre de Dios». Desde aquel tenso encuentro las dos hermanas, antaño bien avenidas, dejaron de hablarse.
La preocupación en la corte por la presencia de Rasputín era tan grande que el primer ministro ordenó investigar al supuesto starets, que tenía fama de mujeriego. Aunque las pruebas contra Rasputín eran más que evidentes, el zar estaba atado de pies y manos. Era consciente de que la influencia de este extraño personaje en su esposa aumentaba día tras día, pero tal como llegó a admitir en una ocasión: «Es mejor un solo Rasputín que diez ataques de histeria por día».
En 1912 tuvo lugar un suceso que acrecentó a los ojos de la zarina la santidad de su protegido. En otoño de aquel año, la familia imperial se encontraba en Spala, el pabellón de caza situado en Polonia, un lugar tranquilo rodeado de frondosos bosques. El zarevich se puso inesperadamente enfermo tras sufrir una caída y los médicos por primera vez temieron seriamente por su vida. Era necesario operar pero a causa de la hemofilia consideraron que la intervención era muy peligrosa. Cuando ya todo parecía perdido, y el niño sufría terribles accesos de dolor, Alejandra desesperada le pidió a Anna Výrubova que enviara un telegrama a Rasputín para que rezara por su hijo. La respuesta del santón tranquilizó a la zarina y decía así: «Dios ha visto tus lágrimas y ha oído tus plegarias. ¡Deja atrás tu sufrimiento! Tu hijo vivirá […]. El pequeño no va a morir. No permitas que los médicos le molesten demasiado». Casi de inmediato Alexei comenzó a mostrar signos de recuperación. La gran duquesa Olga, que no sentía la menor simpatía por Rasputín, confesó: «Por increíble que pueda parecer, en una hora, mi sobrino estaba fuera de peligro». Los médicos del zarevich no daban crédito a lo ocurrido y reconocieron que «la recuperación era absolutamente inexplicable desde un punto de vista médico».
Durante los años siguientes, Rasputín fue capaz de aliviar los sufrimientos del zarevich. No fue una ilusión de su madre la zarina porque muchos testigos lo vieron. Aunque nadie sabía a ciencia cierta cómo obraba estos «milagros», Alejandra estaba convencida de que podía curar a su hijo mediante la fuerza de la oración. En una ocasión su cuñada Olga Alejandrovna afirmó tajante: «Ni mi hermano el zar Nicolás ni su esposa creyeron nunca que aquel hombre estuviese dotado de poderes sobrenaturales. Ellos lo veían como un campesino a quien su profunda fe había convertido en un instrumento de Dios, pero nada más que para el caso de Alexei. La zarina tenía neuralgias y sufría ciática, pero nunca vi que ese siberiano la ayudase o aliviara su dolor». Rasputín, aunque jamás tuvo un cargo oficial en la corte y no recibió ningún salario, supo aprovecharse de su privilegiada posición y la confianza que le tenía la pareja imperial. Pero tras lo ocurrido en Spala en aquel otoño de 1912 Alejandra sólo tenía claro que mientras este personaje estuviera a su lado su hijo viviría y el mundo sería para ella un lugar mejor.
EL OCASO DE UN IMPERIO
En 1913 se cumplían los trescientos años de reinado de la dinastía Romanov en Rusia y la ocasión se celebró por todo lo alto. Pero en sus viajes por el interior del país, el zar descubriría con gran preocupación el poco entusiasmo que mostraba el pueblo ante una fecha para él tan señalada. Las ceremonias comenzaron el 6 de marzo en San Petersburgo con un grave incidente. En el interior de la catedral un desconocido con aspecto de campesino estaba sentado en uno de los asientos reservados para los miembros de la Duma. Cuando el presidente del Parlamento se acercó, comprobó sorprendido que era Rasputín. Tras una violenta discusión el presidente consiguió echarle. La familia imperial llegó poco después a la catedral y fueron recibidos con un silencio hostil en lugar de las habituales ovaciones. Era su primera gran aparición pública en la capital en diez años y aun así las celebraciones dejaron indiferentes a la mayor parte del público. Alejandra decidió suspender los bailes imperiales programados para festejar el tricentenario y sólo apareció en un baile ofrecido por la nobleza de San Petersburgo en la Salón de las Columnas.
Aquella noche la zarina no bailó y a medida que pasaban las horas se mostraba más tirante e irritable. En un momento de la velada no pudo aguantar más y le pidió a su esposo que la acompañara fuera de la sala. Cuando se cerraron las puertas tras ellos, Alejandra se desmayó en sus brazos. En verano, el ambiente era tan tenso en San Petersburgo que el zar adelantó sus vacaciones en Livadia, donde se alojaron en su nueva residencia, el espléndido Palacio Blanco. De estilo renacentista y diseñado al gusto de la zarina, tenía más de cien habitaciones, amplios balcones y frescas galerías con vistas a los jardines y un extenso parque. Uno de sus patios interiores era una copia magnífica del claustro de San Marcos de Florencia. El suntuoso palacio, grande y muy caro, construido lejos de la capital, demostraba que en 1911 los zares pensaban aún que su reinado sería largo. Tras la revolución, Lenin lo transformó en sanatorio para obreros y campesinos. La familia imperial apenas pudo pasar cuatro veranos en ese lugar de ensueño que tanto gustaba a la zarina porque le recordaba al castillo de Osborne.
Las celebraciones del tricentenario culminaron con una peregrinación de toda la familia Romanov para conmemorar al primer zar, Miguel. Navegaron en barco por el río Volga hasta Kostromá y a lo largo del trayecto muchos campesinos se acercaron a la orilla más por curiosidad que por honrar a su zar. Era una ocasión única para ver a las cuatro grandes duquesas y al zarevich que rara vez aparecían en público. La zarina había criado a sus hijas totalmente apartadas del pueblo ruso, y para la mayoría eran unas desconocidas. Alejandra eligió que permanecieran alejadas todo lo posible de la influencia perniciosa de otros miembros del clan Romanov y del ambiente hedonista de la capital. Aunque la mayor, Olga, iba a cumplir los dieciocho años, no se dejaba asistir a las chicas a las fiestas y los espléndidos bailes que se celebraban en San Petersburgo, ni tener contacto con jóvenes de su edad. Al mantenerlas protegidas en el cerrado mundo de Tsárskoye Seló, las grandes duquesas crecieron muy apegadas a sus padres y tenían un carácter muy infantil. El jefe de la cancillería de la corte imperial, Aleksandr Mossolov, escribió: «Jamás escuché la más mínima palabra o sugerencia de coqueteo entre ellas, incluso cuando las dos mayores ya se habían convertido en verdaderas mujeres, uno podía escucharlas hablar como niñas de once o doce años».
Cuando se convirtieron en adolescentes comenzó a destacar la belleza y personalidad de cada una de ellas. Aunque se juzgaba a la zarina altiva, manipuladora y cegada por Rasputín, también era generosa y tenía un gran sentido del sacrificio, tal como demostró al atender a los soldados rusos heridos en la guerra. Sus hijas heredaron su bondad, su sencillez y su capacidad de entrega. Las cuatro fueron educadas por su madre en los ideales victorianos: Dios, la familia y el país. Los que las trataron recuerdan que no eran nada altivas, estaban muy unidas y sentían debilidad por su hermano pequeño Alexei.
En el palacio de Alejandro dormían en camas plegables, de manera espartana, en dormitorios decorados sin ninguna pretensión. Olga, la mayor y la más unida a su padre, se mostraba seria y responsable, y dedicaba gran parte de su tiempo a la lectura. Tatiana, la más hermosa de todas, tenía un porte muy elegante, era refinada y muy parecida en carácter a su madre. De cabello oscuro, piel muy blanca y ojos grises, se la veía reservada pero muy segura de sí misma. María era una artista con un talento innato para el dibujo. Aunque la menos estudiosa, era fuerte, enérgica y muy inteligente. La menor, Anastasia, era la más traviesa y divertida, y la que pasaba más tiempo jugando y entreteniendo al zarevich.
La zarina quería a todas sus hijas pero con el tiempo Alexei se convirtió en su favorito. Día y noche no dejaba de prodigarle atenciones y afecto, y nunca se separaba de su lado cuando el pequeño sufría con intensidad a raíz de la hemofilia que ella le había transmitido. Esa devoción era recíproca porque el zarevich sentía adoración por su madre. La familia era el orgullo y la única alegría de Alejandra. En una carta escrita en 1913, así lo reconocía: «Mis hijitos están creciendo con gran rapidez y en verdad son un consuelo para nosotros (las mayores muchas veces me reemplazan en mis funciones y están mucho con su padre); los cinco enternecen por la forma en que me cuidan, mi vida familiar es un rayo de sol bendito, excepto por la angustia de nuestro hijo».
Aunque en ocasiones podía ser una madre muy estricta y severa, tenía claro que ella no intervendría en los futuros matrimonios de sus hijos, al contrario de lo que hizo su querida abuela Victoria: «Tengo el deber de dejar que mis hijas sean libres de casarse según los deseos de cada una. El emperador tendrá que decidir si este o aquel matrimonio es adecuado para sus hijas, pero la autoridad de los padres no tiene que extenderse más allá de eso». Mientras la zarina veía crecer a sus hijos en su palacio de Livadia, donde se sentía libre de los convencionalismos sociales y las miradas hostiles de la corte, un terrible atentado iba a encender la mecha de una guerra de proporciones catastróficas.
Una soleada mañana de verano, el archiduque Francisco Fernando de Habsburgo, heredero del trono austrohúngaro, y su esposa murieron asesinados a tiros en la ciudad de Sarajevo. Era el 28 de junio de 1914 y cinco semanas más tarde el estallido de la Primera Guerra Mundial tendría consecuencias devastadoras sobre las tres grandes dinastías reinantes en Europa. En menos de cinco años las casas imperiales de los Habsburgo, los Hohenzollern y los Romanov fueron derrocadas. El Imperio ruso, aliado de Serbia, no pudo mantenerse neutral y sufriría las consecuencias de la guerra de manera más directa e inmediata. Ante la gravedad de los acontecimientos que se avecinaban, la zarina se mostraba profundamente preocupada y pasaba largos ratos en la iglesia rezando con gran fervor.
El 2 de agosto de 1914 el zar declaró la guerra a Alemania desde el Palacio de Invierno de San Petersburgo ante miles de personas que se congregaron en la gran plaza. Cuando la familia imperial hizo su aparición en el balcón, una multitud entusiasta se arrodilló frente a ellos en un gesto espontáneo de lealtad y afecto hacia los zares. A pesar de las huelgas y el descontento popular, el anuncio de la guerra contra Alemania levantó el fervor patriótico del pueblo ruso. Alejandra era muy consciente de que la batalla que iban a librar sería larga y cruenta: «Será una lucha terrible, monstruosa; la humanidad está a punto de pasar por un sufrimiento atroz».
Muy pronto el entusiasmo del pueblo ruso dejaría paso a la decepción tras sufrir los primeros reveses en el campo de batalla. Alemania, muy superior en armamento y destreza táctica, en pocos meses aplastaría al ejército ruso en el frente. A finales de 1914 habían muerto más de un millón de soldados rusos. Rasputín, que desde el principio se mantuvo en contra de la guerra, envió una advertencia al zar en los siguientes términos: «Que Papá no planee una guerra, porque con la guerra llegará el fin de Rusia y de ustedes mismos, y perderán hasta el último hombre». Cuando Nicolás leyó el mensaje que le entregó en mano Anna Výrubova, indignado rompió el telegrama delante de ella.
A medida que pasaban los meses, Rusia mostraba un mayor sentimiento antialemán. En las calles turbas violentas destrozaron tiendas alemanas y el edificio de su embajada fue arrasado. Incluso el Santo Sínodo prohibió los árboles de Navidad por entender que era una costumbre alemana. En aquellos días el odio contra la zarina, alemana de nacimiento, se acentuó. La acusaban de ser una espía y de intentar entregar a Rusia al enemigo, su primo el káiser Guillermo. Sin embargo, los sentimientos de Alejandra eran muy distintos y en más de una ocasión había declarado que se sentía más rusa que muchos de los que la atacaban. El embajador de Francia en Rusia desde 1914 a 1917, Maurice Paléologue, quien conocía bien la devoción de la zarina por Rusia, anotó en su diario: «Alejandra Feodorovna no es alemana ni en espíritu ni en pensamiento, y nunca lo fue. En su fuero interno se ha vuelto rusa por completo, no tengo dudas sobre el patriotismo de la zarina. El amor que siente por Rusia es profundo y sincero».
Desde el primer momento Alejandra creyó que la responsabilidad de la guerra recaía sobre Alemania, un país que confesaba no reconocer. Nunca había sentido simpatía hacia su primo el káiser, quien le parecía un hombre poco sincero, engreído y manipulador. Pero el pueblo no conocía estos pensamientos de su emperatriz. Un día una gran multitud se reunió en la Plaza Roja de Moscú reclamando su arresto, la abdicación del zar y la ejecución de Rasputín. Los manifestantes no dejaban de repetir el nombre de la zarina y se referían a ella como «la puta alemana». Parecía que Alejandra iba a correr la misma suerte que la reina de Francia nacida en Austria, María Antonieta, cuyo retrato colgaba en un salón del palacio de Alejandro. Uno de los tíos de Nicolás II, el gran duque Pablo, reconocía que se planeó encerrar a la zarina bajo llave en un convento de Siberia o en los Urales, método que se había utilizado en el pasado para encargarse de las mujeres de la realeza con demasiadas ambiciones o acusadas de traidoras.
A pesar de las protestas del pueblo, Alejandra no estaba dispuesta a alejar de su vida a Rasputín aunque éste se mostrara cada vez más altivo y orgulloso al ser su protegido. En una ocasión el falso santón le dijo a un diplomático ruso: «Se dicen muchas cosas sobre la emperatriz y yo. Es algo infame. Ayer fui a verla. Pobrecita; ella también tiene la necesidad de hablar con alguien con franqueza. Sufre mucho. Yo la consuelo: le hablo de Dios y de nosotros, los campesinos, y ella se calma. ¡Ah! No fue sino ayer que se durmió sobre mi hombro».
El muy astuto sabía cómo chantajear emocionalmente a la zarina y el poder que ejercía sobre ella. «Recuerde que no la necesito ni a usted ni al emperador. Si me abandonan a mis enemigos, no me preocuparé; puedo encargarme de ellos bastante bien. Los mismísimos demonios no pueden hacerme nada […]. Pero ni el emperador ni usted pueden prescindir de mí. Si no estoy yo para protegerlos, ¡a su hijo va a pasarle algo malo!». Ante estas amenazas y la idea de perder al hombre que era capaz de curar a su querido zarevich, Alejandra le rogó al zar que confiara plenamente en su amigo. Llegó a estar tan convencida de que el campesino era realmente un ser especial, que en una ocasión le regaló a su esposo el peine del santón y le suplicó que lo utilizara «para peinarse antes de tomar decisiones difíciles».
El 5 de agosto de 1915, Varsovia caía en manos de los alemanes y el zar, abrumado por el pesar y la humillación, destituyó a su primo el gran duque Nicolás Nikolaievich que ejercía el mando supremo del ejército. De manera inesperada, Nicolás II decidió reemplazarle y asumir personalmente el cargo de comandante en jefe del ejército. Cuando anunció la noticia a sus ministros, éstos trataron de disuadirle pero fue inútil. Los miembros de la familia Romanov se sentían horrorizados de la imprudente decisión que había tomado y del gran riesgo que corría si perdía la guerra.
A diferencia de todos, Alejandra se alegró de que su esposo asumiera esta responsabilidad y estaba convencida de que el zar había sido elegido por Dios para salvar a Rusia. Cuando viajaba en tren rumbo al cuartel general, Nicolás recibió una carta de felicitación de su esposa donde, entre otras cosas, le decía: «Nosotros, a quienes se nos enseñó a mirarlo todo en una perspectiva distinta, a ver en qué consiste realmente la lucha y lo que significa: tú mostrando tu dominio, probando que eres el autócrata sin el cual Rusia no puede existir. Si en estos difíciles momentos hubieses cedido, te habrían arrancado todavía más cosas. Mostrarse firme es la única salvación. Sé lo que te cuesta y los sufrimientos horribles que tienes que afrontar y afrontas. […] Será una gloriosa página de tu reinado y de la historia de Rusia, y Dios, que es justo y está cerca de ti, salvará a tu país y a tu trono gracias a tu propia firmeza».
Fue en tan duros momentos cuando la zarina demostró su compleja personalidad. Por un lado era una mujer dominante, obstinada y fanática que creía firmemente que había que preservar el poder absoluto de la monarquía en Rusia; sin embargo, llegado el momento era capaz de sacrificarse por el pueblo ruso y ayudar a los que más lo necesitaban. En ausencia de su esposo se consagró al trabajo en los hospitales pero no se limitó a visitar y a consolar a los heridos. Alejandra quiso ofrecer un ejemplo y aunque durante muchos años se negó a participar en actividades sociales y aparecer en actos públicos, la guerra la transformó. Antes llevaba una vida ociosa y casi recluida, solía dormir hasta el mediodía y rara vez abandonaba sus aposentos. Pero durante la contienda se levantaba a las seis de la mañana, asistía a misa y a las nueve, vestida con su uniforme de enfermera, iba al hospital en compañía de Olga y Tatiana.
Su amiga Anna Výrubova alabó los esfuerzos de la emperatriz durante la Gran Guerra: «He visto a la emperatriz de Rusia en la sala de operaciones sosteniendo las mascarillas de éter, trayendo los instrumentos esterilizados, ayudando en las operaciones más difíciles y recibiendo de las manos de los atareados cirujanos las piernas y los brazos amputados, retirando los vendajes ensangrentados e incluso podridos que provenían del campo de batalla, soportando todas las imágenes y todos los olores y los sufrimientos del más terrible de los lugares que uno pueda imaginar, un hospital militar en medio de la guerra». Aunque muchos lo ignoraban, la zarina no sólo organizó hospitales y trenes sanitarios, también donó grandes sumas de dinero para conseguir material médico. Gracias a ella, hacia finales de 1914 funcionaban sólo en la ciudad de San Petersburgo ochenta y cinco hospitales. El propio zar estaba impresionado por el éxito de su esposa y su capacidad de trabajo.
Desde el frente ruso llegaban oleadas de soldados heridos a la ciudad y hubo que improvisar hospitales en grandes edificios, entre ellos varios palacios de la familia imperial emplazados dentro de San Petersburgo y en sus inmediaciones. Alejandra organizó su propio hospital para los oficiales rusos en una sala del palacio de Catalina de Tsárskoye Seló. La zarina y sus dos hijas mayores realizaron un cursillo de primeros auxilios en la Cruz Roja, tal como le escribió emocionada en una carta a su hermana Victoria: «Nuestras mañanas en el hospital continúan y cada semana llega un tren con nuevos heridos. En el palacio grande tenemos a los oficiales, y voy allí todas las tardes para ver a uno que sufre mucho. Ha sufrido contusiones, y durante la última semana siempre estuvo inconsciente, sin reconocer a nadie. Cuando le hablo y conversamos, me mira y entonces me reconoce, me lleva las manos a su pecho y dice que ahora se siente reconfortado y feliz».
En este tiempo Alejandra Feodorovna representó dos papeles: la regia esposa del zar y la entregada enfermera que atendía a los heridos de guerra. En público seguía mostrándose fría y orgullosa incluso cuando debía visitar a los jóvenes cadetes que partían al frente. Era la digna representante de la dinastía de los Romanov y nunca bajaba la guardia. Jamás se permitía en público una sonrisa o una lágrima. Pero en las salas del palacio de Catalina dejaba atrás el rígido protocolo y se convertía en una mujer compasiva y humana que no reprimía sus sentimientos. Así se lo confesó a Nicolás: «Mi consuelo, cuando me siento deprimida y desdichada, es ir con quienes están muy enfermos e intentar llevarles un rayo de amor y esperanza».
Durante los dos años que Nicolás permaneció en el cuartel general, Alejandra le escribió más de cuatrocientas cartas, en ocasiones dos o tres al día. Le gustaba perfumar el papel con su fragancia favorita o introducir en el sobre flores que recogía de los jardines de Tsárskoye Seló. En sus cartas le detallaba las jornadas en el hospital y el sufrimiento de los soldados, pero también expresaba sus sentimientos más íntimos. Extensas y escritas en inglés, sus páginas reflejan la pasión y el amor físico que aún siente por su esposo. «Hace cuatro meses que no dormimos juntos» o «Deposito mi beso de buenas noches sobre tu almohada y ansío tenerte cerca… en mis pensamientos, te veo acostado en el compartimiento, me inclino sobre ti, te bendigo y beso dulcemente toda tu cara… oh, querido, cuán intensamente deseo que estés conmigo…». También le informaba puntualmente en sus misivas de sus períodos menstruales, en los siguientes términos: «El Ingeniero Mecánico me vino», «Becker nos vino hoy a Tatiana y a mí, qué bueno que haya sido antes de tiempo, pues así viajaré mejor».
Nicolás II dirigía a sus tropas desde su cuartel general, la Stavka, situado en la ciudad de Mogilev, lejos de San Petersburgo. El zar se alojaba en la mansión del gobernador provincial, una hermosa y amplia residencia situada en lo alto de una colina. En 1915, decidió llevar a su hijo Alexei, de once años, a vivir con él para que aprendiera sobre el terreno las técnicas de mando. Alejandra en un primer momento se negó pero luego recordó que su esposo llegó al trono de Rusia sin la menor preparación para afrontar sus responsabilidades como zar. Era comprensible que Nicolás no quisiera repetir el mismo error que cometió con él su padre Alejandro III.
Durante las siguientes semanas la zarina, temerosa de que su hijo cayera enfermo, le escribió a diario a su esposo y le enviaba un sinfín de consejos maternales. Pero las extremas medidas de seguridad que rodeaban y asfixiaban al niño no pudieron impedir lo inevitable. Alexei sufrió un grave ataque de hemofilia a causa de un resfriado y estuvo al borde de la muerte. Cuando regresó con su padre al palacio de Alejandro, los médicos le dieron pocas esperanzas; el pequeño podía morir en cualquier instante. Una vez más Alejandra, desesperada, recurrió a Rasputín, quien se presentó en el palacio y fue directamente a la habitación del niño. Tras permanecer un rato al borde de la cama, mientras los zares a su lado oraban de rodillas, dijo: «No se alarmen. No sucederá nada». El campesino abandonó el palacio y Alexei, que había estado sufriendo lo indecible a causa del dolor, se durmió. La hemorragia se detuvo durante la noche. Para la zarina, Rasputín había obrado otro nuevo milagro.
Durante la larga ausencia de su esposo, Alejandra hizo algo más que organizar hospitales y atender a los heridos. Cuando Nicolás abandonó la capital rumbo al cuartel general, dejó a su esposa al frente del gobierno. Una decisión descabellada teniendo en cuenta que la zarina no tenía experiencia política y creía que la Duma y los ministros eran enemigos. Ajena a las críticas, se sentía orgullosa de poder ayudar a su marido en tan difíciles momentos, tal como le indicaba en las cartas que le escribía: «Amor mío, estoy aquí, no te rías de tu tonta y vieja esposita, pero ella tiene “pantalones” invisibles». Para la zarina lo que Rusia necesitaba era firmeza y preservar la autocracia por el bien de su hijo, el príncipe heredero.
La torpe influencia que ejercía sobre el zar queda reflejada en los consejos que le daba tratándole como si fuera un niño: «¡Juega al emperador! Recuerda que eres el autócrata. Háblales a tus ministros como señor. […] Sé como Pedro el Grande […]. Aplástalos a todos. No te rías, niño malo. Deseo tanto ver que tratas así a quienes intentan gobernarte, cuando eres tú quien tendría que gobernarlos a ellos». Lejos de sentirse molesto porque su esposa lo reprendiera, al zar le hacían gracia sus palabras y le respondía firmando sus cartas: «Te quiere tu pobrecito y débil esposo». Embriagada por el poder que ahora tenía, Alejandra no dejaría de dar órdenes directas a su marido y emitir juicios políticos mientras Rusia se precipitaba al abismo. Su interferencia en los asuntos de gobierno le granjearon muchos enemigos pero la zarina creía que sabía muy bien lo que le convenía a Rusia. En 1916, le escribió a Nicolás: «¿Por qué me odia la gente? Porque saben que tengo voluntad, y cuando estoy convencida de que algo está bien, no cambio de idea. Los que me tienen miedo, los que no me miran a los ojos, o están haciendo algo malo, nunca me quieren […]. Pero los que son buenos y leales a ti con honestidad y sencillez, sí me quieren; fíjate si no en la gente común y en los militares».
Todos los miembros de la familia Romanov sabían que el fin estaba cerca. Algunos habían visitado al zar en su cuartel general intentando que modificase su política, que exiliara a Rasputín y que no permitiera que su esposa interviniera en los asuntos de Estado. Pero el zar se negó en rotundo a seguir sus recomendaciones. En otoño de aquel año la gran duquesa viuda Isabel Feodorovna, vestida con el hábito gris de su orden, abandonó de nuevo su convento de Moscú para hablar con su hermana. La conversación en uno de los salones del palacio de Alejandro fue tensa y aunque Ella le advirtió que podían correr la misma suerte que Luis XVI y María Antonieta, la zarina no la escuchó. Fue el final de la relación entre ambas hermanas, que no volverían a verse.
Cuando Isabel, muy respetada en el seno de la familia imperial, le contó al príncipe Félix Yusupov que su hermana nunca cambiaría de idea respecto a Rasputín, los acontecimientos se precipitaron. Fue entonces cuando el príncipe Félix, el gran duque Dimitri Romanov —primo del zar— y un integrante de la Duma conspiraron para asesinar al campesino. Le invitaron a cenar al palacio de los Yusupov de San Petersburgo, propiedad de la familia de Félix, donde le sirvieron vino y pasteles envenenados. Viendo que no le hacía efecto, le dispararon con un revólver para acabar con su vida. Los asesinos arrojaron de noche su cuerpo al río Neva. Cuando unos días más tarde la zarina se enteró de la muerte de Rasputín se quedó en estado de shock. La idea de perder a la única persona que ella consideraba indispensable para la supervivencia de su hijo, unido al horror de descubrir que detrás de su asesinato estaban algunos miembros del clan de los Romanov, le hicieron venirse abajo.
El zar se sentía tan aterrado como ella. Rasputín había dicho a la zarina en más de una ocasión: «Si muero o me abandonas, perderás a tu hijo y tu trono en el plazo de seis meses». Como castigo Nicolás II ordenó el destierro de Félix a una propiedad en Rusia central y Dimitri fue enviado al frente en Persia. El gran duque Pablo, tío de Nicolás, rogó al zar que no castigara a su hijo Dimitri con tanta severidad, pero éste le respondió: «La emperatriz no puede permitir que lo liberen». Esta negativa tensaría aún más las difíciles relaciones entre el matrimonio y el clan Romanov. Las puertas de Tsárskoye Seló se cerraron definitivamente a los familiares del zar. Nicolás y Alejandra estaban cada vez más solos y aislados.
La zarina, desconsolada, enterró a su protegido en un rincón del parque de Tsárskoye Seló, en presencia de su viuda y de sus hijos. Antes de cerrar el ataúd, depositó un icono firmado por los zares y sus hijos, y una carta escrita de puño y letra por la propia emperatriz. Durante las semanas siguientes a su muerte, Alejandra apenas abandonó sus aposentos y pasaba horas enteras llorando. El asesinato de Rasputín fue un duro golpe para ella pero no la destruyó ni la apartó de la política. Al contrario, la influencia en las decisiones de su marido sería aún mayor. Nicolás no hacía nada sin el beneplácito de su esposa. Ante esta situación la familia imperial intentó apartar al zar del trono, se habló incluso de matar a la zarina, porque veían en ella el principal escollo para que se produjera un cambio en Rusia. En el Parlamento se habló por primera vez de un golpe de Estado, y su presidente avisó al zar de que se estaba gestando una revolución. El 9 de marzo de 1917 estalló una violencia sin precedentes en la capital, se organizaron huelgas por doquier, se clausuró la universidad y muchas escuelas cerraron sus puertas. Frente a la catedral de Kazán los soldados dispararon contra los manifestantes y la anarquía se apoderó de las calles. El presidente de la Duma desoyó la orden del zar de disolver el Parlamento.
Tras la deserción de la guardia imperial, el 16 de marzo Nicolás II supo que había perdido totalmente el poder y el control del país. Sin dudarlo, aceptó abdicar para evitarle al pueblo ruso un baño de sangre. Con una simple firma —y tras la renuncia a la sucesión de su hermano menor el gran duque Miguel— se puso fin a la dinastía Romanov. La caída del zar conmocionó a toda Europa. El hecho de que el pueblo hubiera derrocado a una familia tan antigua y poderosa significaba que las demás coronas podían correr la misma suerte.
Después de meses insistiendo a su esposo que se mantuviera firme en su puesto y se hiciera valer, cuando Alejandra se enteró de que había abdicado, se mostró muy comprensiva con él. En lugar de lamentarse por lo ocurrido, sólo pensó en el sufrimiento que estaba atravesando Nicolás y le escribió: «Entiendo totalmente lo que hiciste, ¡mi héroe! Yo sé que no podías firmar nada contra lo que juraste en tu coronación. Sabes que nos conocemos profundamente, no necesitamos hablar, mientras yo viva, te veremos otra vez en tu trono, que te devolverá tu pueblo, para gloria de tu reino. Has salvado el reino de tu hijo y el país y tu santa pureza. Te aprieto fuerte entre mis brazos y nunca les permitiré que toquen tu alma brillante. Te beso, te beso, te beso y te bendigo y siempre te comprenderé».
Tras la abdicación del zar, pusieron bajo arresto domiciliario a la zarina y a sus hijos en un ala del palacio de Alejandro vigilados por soldados revolucionarios. En aquel momento sus hijos Olga, Tatiana y Alexei yacían enfermos en la cama muy graves a causa del sarampión. Alejandra, desesperada, telefoneó a Lili Dehn que vivía en San Petersburgo para que se reuniera con ella y la ayudara en tan duros momentos. Cuando su amiga llegó en tren a la estación intentó tranquilizar a la zarina diciéndole que no se preocupara, que la situación no era grave y que su vida no corría peligro.
La realidad era muy distinta, el caos y la violencia se habían apoderado de la capital. Aquella noche, antes de acostarse, Alejandra le dijo a Lili: «No quiero que las niñas sepan nada hasta que sea imposible ocultarles la verdad, pero la gente está bebiendo demasiado y hay disparos indiscriminados en las calles. Oh, Lili, qué suerte que tengamos aquí las tropas más fieles. Está la guardia, todos son nuestros amigos». Pero en pocas horas una turba comenzó a llegar a los límites del parque imperial de Tsárskoye Seló y los soldados leales a la familia real que defendían el palacio de Alejandro desertaron.
Mientras esperaba ansiosa el regreso del zar a la capital, Alejandra se dedicó a destruir numerosas cartas, documentos y diarios para evitar que los revolucionarios se apoderaran de ellos y pudieran utilizarlos en su contra. Las cartas que más le costó quemar fueron las que le había escrito durante años su querida abuela la reina Victoria y las cartas de amor de su esposo. Ahora todo había acabado y sólo le quedaban los dulces recuerdos del pasado. Durante veintidós azarosos años había sido la gran emperatriz de Rusia y entonces bruscamente perdía el poder y el prestigio. Ya sólo era Alejandra Romanov, prisionera en su propio palacio y sin saber qué le depararía el destino a ella y a su familia. Los que antes les protegieron ahora eran sus carceleros.
Los revolucionarios les cortaron la luz eléctrica y el abastecimiento de agua. La temperatura exterior en aquellos días era de veintidós grados bajo cero y en el interior del palacio la calefacción dejó de funcionar. Aunque muchos pensaban que la zarina, con su frágil salud, no soportaría esta terrible y humillante situación, supo mantener en todo momento la compostura. Un amigo dijo al respecto: «La fe que profesaba acudió en su rescate».
Durante su cautiverio en el palacio de Alejandro, lo que más le dolía a la emperatriz eran los ataques que la prensa dirigía a su esposo. En una carta a un oficial de la armada rusa que había sido paciente de ella en el hospital de Tsárskoye Seló durante la Gran Guerra, le expresó su indignación con estas palabras: «Escriben tantas porquerías sobre él [Nicolás II], que es una mente débil y cosas por el estilo. Y cada vez es peor; tiro los periódicos al suelo, duele, siempre duele. Todo lo bueno se olvida, es tan difícil leer mentiras sobre la gente que uno ama… Cuando escriban porquerías sobre mí… déjalos, ya han empezado a atormentarme hace tiempo, ya no me importa, pero que lo difamen a él, que ensucien el nombre del Soberano Ungido por Dios, eso no se puede soportar. Tú sabes que he perdido casi toda la fe en las personas, y sin embargo, todo mi ser descansa en Dios y no importa lo que suceda, esta fe no me la pueden arrebatar…».
Cuando Nicolás pudo regresar al fin a Tsárskoye Seló unos días después de su abdicación, su rostro delataba la tensión y el agotamiento que había vivido. Aunque en público trataba de mantenerse sereno, cuando se encontraba a solas con su esposa en el Boudoir Malva lloraba como un niño. Durante las primeras semanas de cautiverio a Nicolás se le permitía salir al exterior del palacio y dar un paseo diario de treinta minutos escoltado por sus captores. El emperador y sus hijas también trabajaban en el jardín y en los meses más cálidos podían cultivar la huerta. La zarina en cambio no salía apenas, parecía envejecida, tenía débiles las piernas y el corazón. Su esposo debía llevarla en silla de ruedas y ella se desplazaba por la habitación con ayuda de unas muletas.
El 3 abril, de manera inesperada, los zares recibieron la visita de Kerenski, ministro de Justicia del gobierno provisional y principal líder de la revolución de marzo. Deseaba interrogar a la zarina acerca de sus «actividades traidoras durante la guerra» e inspeccionar el palacio en busca de pruebas incriminatorias. La investigación duró dieciocho días y en este tiempo Kerenski ordenó que el zar fuera apartado de su esposa y confinado en otra ala del palacio. Nicolás sólo podría verla durante las comidas y en presencia de un oficial de la guardia. Tenían que hablar en ruso y se les prohibió tratar temas de política. Tras someter a Alejandra a un largo interrogatorio sobre el papel político que ésta había desempeñado, Kerenski creyó en su sinceridad. Le llamó la atención «la claridad, la energía y la franqueza de las palabras de Alejandra». Cuando terminó su investigación, declaró a la zarina inocente de las acusaciones de traición y dijo al zar: «Su esposa no miente».
Antes de salir del palacio, Kerenski ordenó que las compañeras de la zarina, Lili Dehn y Anna Výrubova, abandonaran la residencia. Para Alejandra fue muy triste despedirse de las únicas personas de confianza que todavía conservaba a su lado. Eran sus únicas amigas y confidentes. Como temiendo lo peor, la emperatriz tras abrazar a Lili, le dijo: «Querida amiga, al sufrir nos purificamos para ir al cielo. Esta despedida significa poco. Volveremos a vernos en otro mundo».
Alejandra, confinada en el palacio, apenas abandonaba su sillón del Boudoir Malva y tenía la mente perdida en el pasado. Ya no podía adornar sus aposentos con los ramos de flores frescas que a diario le traían de los invernaderos de Tsárskoye Seló. Tampoco podía recibir noticias del mundo exterior y estaban estrechamente vigilados. El comportamiento digno y sereno de Nicolás y Alejandra contrastaba con la insolencia y brutalidad de los soldados encargados de su custodia. El trato que les dispensaban, incluidos sus hijos, era cada vez más denigrante. A la zarina la llamaban «la mujer del tirano» y recibía toda clase de insultos. Nicolás, al que se dirigían como «señor coronel», tampoco se libraba de las burlas y el hostigamiento de sus captores. Un día Alejandra descubrió horrorizada que aquellos hombres se habían dedicado a disparar y matar no sólo a los ciervos domesticados sino también a los hermosos cisnes de los lagos.
En aquellos funestos días la zarina reflexionaba sobre todo lo ocurrido, y por primera vez se sintió culpable del derrocamiento de su esposo. Alejada de la vida política y de sus tareas de enfermera, se refugió en lo único que le daba consuelo: su fe religiosa. La invadió el fatalismo y comenzó a pensar que ella y su marido debían pagar por los pecados que habían cometido. De alguna manera en aquellos solitarios días Alejandra se preparaba para un largo e inminente martirio. La noticia de que un grupo de soldados había saqueado la tumba de Rasputín y profanado su cadáver, no hizo más que reafirmarla en su convencimiento de que su protegido «era un hombre de Dios que había muerto para salvarnos». Sólo la idea de que finalmente se les permitiría exiliarse a Inglaterra le daba ánimos en tan críticos momentos. A esas alturas de su largo cautiverio Alejandra y Nicolás ignoraban que en Londres su primo el rey Jorge V se había lavado las manos y su gobierno les había negado el asilo. En Inglaterra imperaba un sentimiento muy antialemán y los Romanov no contaban con el cariño de los británicos.
En agosto de 1917, tras seis meses de cautiverio, Alejandra y su familia recibieron la noticia de su inminente traslado. Primero se alegraron porque creían que serían conducidos a su residencia de Livadia en Crimea, cuyo clima resultaría beneficioso para la frágil salud de Alexei. Prepararon ilusionados el equipaje sin saber cuál iba a ser su nuevo destino. Sólo les aconsejaron llevar ropa de abrigo y no cargar muchos objetos personales. La noche del 15 de agosto la familia real y su séquito abandonaron el palacio de Alejandro para siempre. En una carta de despedida a su dama de compañía Anna Výrubova, la zarina le expresaba su angustia por el futuro de sus hijos: «[…] mi corazón ya débil se rompe cuando pienso qué les sucederá». El zarevich acababa de cumplir trece años.
La nueva residencia de los zares se encontraba en Tobolsk, una remota ciudad situada a unos mil doscientos kilómetros al este de Moscú, en Siberia. Allí se alojaron en la mansión del gobernador, un edificio grande de dos plantas emplazado en una avenida polvorienta. En un principio su vivienda no les pareció mal pues tras decorarla con algunos muebles, cuadros, alfombras y objetos personales que les permitieron llevarse consigo de Tsárskoye Seló, quedó bastante confortable. Además se les autorizó a pasear libremente por las calles y visitar a los miembros de su séquito —compuesto, entre otros, por médicos, preceptores, ayudantes de cámara, lacayos, doncellas, cocineros, un encargado de vinos, un mayordomo, enfermeras, un barbero y un secretario—, que se alojaban en un edificio anexo. Los vecinos del pueblo se acercaban a ellos para expresarles su lealtad y cuando iban a misa, la gente se persignaba a su paso.
Pero llegó el invierno y las condiciones de vida se hicieron muy duras. La calefacción de la casa no funcionaba y la temperatura exterior llegó hasta los cincuenta grados bajo cero. El pueblo, durante aquellos meses invernales, quedaba aislado del resto del mundo y sólo se podía acceder a él por el río durante el deshielo. Era imposible escapar de allí. Al zar, que necesitaba hacer ejercicio, se le permitió cortar troncos de leña para utilizar en las estufas y en la cocina. Era su único pasatiempo.
Alejandra leía la Biblia, daba lecciones de alemán a sus hijas y pese a su vista cansada tejía medias para la familia y zurcía las prendas de sus hijos. A pesar de las penurias la zarina aún se mostraba tranquila y resignada. En una carta a su amiga Anna Výrubova que había sido puesta en libertad tras cinco meses prisionera en San Petersburgo, le decía: «Cuanto más sufrimos aquí, mejor será la vida en el otro mundo, donde tantos seres queridos nos esperan… Leo mucho y vivo en el pasado, tan abundante en hermosos recuerdos. Dios está con nosotros, sentimos su apoyo y a menudo nos asombra la posibilidad de soportar acontecimientos y separaciones que antaño nos hubieran podido destruir. Aunque sufrimos horriblemente, de todos modos reina la paz en nuestras almas… Ya no comprendo nada de lo que sucede. Todos parecen haber enloquecido… Amor mío, quema mis cartas. Es mejor. No he conservado nada de ese pasado al que tanto amé… Uno conserva únicamente lágrimas y recuerdos agradecidos. Una por una las cosas terrenales se esfuman, las casas y las posesiones caen arruinadas, los amigos desaparecen. Uno vive de día en día».
A primeros de noviembre de 1917, Vladimir Lenin y los bolcheviques tomaron el poder y derrocaron al gobierno provisional de Kerenski. La vida del zar y de su familia corría más peligro que nunca, aunque ellos en su aislamiento ignoraban el rumbo que estaba tomando Rusia. A medida que se acercaba la Navidad y avanzaba el crudo invierno siberiano, Alejandra cayó en una profunda depresión. Los días eran «desesperadamente tediosos» debido a la prolongada oscuridad —apenas tenían dos horas de luz solar— y el frío intenso que hacía dentro de la casa. El doctor Botkin, médico de la familia imperial que les acompañaba, escribió en su diario: «El invierno siberiano nos tenía, en aquel entonces, entre sus garras heladas… Lo único que se puede hacer es sentarse, desesperado y temblar… uno no vive durante el invierno siberiano, sólo vegeta, en una suerte de helado estupor».
Finalmente el 25 de abril de 1918 los líderes bolcheviques decidieron que el zar debía abandonar Tobolsk y dirigirse a la ciudad industrial de Ekaterimburgo, a quinientos kilómetros de distancia. Temían que el Ejército Blanco, fiel a la monarquía, pudiera liberar a los Romanov y sacarles del país. Aunque Alexei había sufrido otro ataque hemofílico, su madre —presionada por sus hijas— optó por acompañar a su esposo y dejar al niño al cuidado de sus hermanas y su preceptor. Para Alejandra fue uno de los momentos más amargos de su vida porque nunca antes había abandonado a su hijo cuando éste se encontraba enfermo.
Antes de marcharse de Tobolsk, escribió su última carta a Anna en la que le anunciaba lo que les deparaba el futuro: «La atmósfera alrededor de nosotros está bastante electrizada. Sentimos que se aproxima una tormenta, pero sabemos que Dios es compasivo y nos preservará…». Aunque la zarina siempre había temido por la suerte de su amiga, tras ser liberada de su encierro en la fortaleza de San Pedro y San Pablo, Anna Výrubova se fue a vivir a Finlandia, donde falleció a la edad de ochenta años. En homenaje a su venerada zarina, antes de abandonar Rusia le pidió a su amigo, el escritor revolucionario Maksim Gorki, que escribiese sus memorias. El libro, titulado Vida en la corte rusa, es un testimonio histórico excepcional de la vida de la familia imperial rusa.
Aunque la separación de los zares de sus hijos fue muy dura, al cabo de unas semanas la familia se reunió de nuevo en Ekaterimburgo. La casa en que se instalaron pertenecía a la familia Ipatiev, y había sido requisada por los bolcheviques, quienes la rebautizaron con el nombre de «la Casa de la Finalidad Especial». Su vida en esta nueva prisión iba a ser un infierno. Los soldados rodearon la residencia con una alta empalizada de madera y cubrieron con cal todas las ventanas del piso principal impidiendo que pudieran ver el exterior. El espacio que tenían era muy reducido y carecían de las mínimas comodidades.
Los zares, sus cinco hijos y una doncella ocuparon los dormitorios. El resto de los criados que se les permitió conservar dormían en divanes instalados en el salón o en los pasillos. Sus vigilantes, setenta y cinco hombres que montaban guardia día y noche, les trataban con gran severidad. Fue su encierro más duro e inhumano. Sin embargo, ante el comportamiento ejemplar que mostraban tanto Alejandra como su esposo y sus hijos, algunos guardianes sintieron compasión hacia ellos. Uno de sus captores, Anatoly Yakimov, confesaría que dejó de ver a los zares como unos tiranos sanguinarios y a valorar su entereza durante su encierro: «Después de haberlos visto personalmente, comencé a cambiar mi actitud frente a ellos. Empecé a compadecerlos porque eran seres humanos… Concebí incluso la idea de dejarles escapar o hacer algo para liberarles».
Durante los meses siguientes los Romanov vivieron una pesadilla marcada por el miedo y la incertidumbre. Nunca sabían si al día siguiente estarían aún vivos o si les separarían o matarían. A principios de junio se levantó alrededor de la casa una segunda empalizada, más alta que la anterior, de tal modo que la fachada quedó prácticamente oculta desde la calle. Alejandra sintió que el peligro era eminente. Estaban solos y aislados del mundo exterior. Los guardias que ahora les vigilaban eran miembros de la policía secreta bolchevique, liderada por el siniestro Yákov Yurovski, designado comandante de la casa Ipatiev.
El 16 de julio, tras un día tedioso y sofocante como los demás, los miembros de la familia imperial se fueron a acostar a las diez y media. Horas antes Yurovski había convocado en su despacho al capitán de los guardias y había dado la orden de fusilarlos a todos. Tres horas más tarde el comandante despertó al doctor Botkin y le pidió que avisara al matrimonio y a sus hijos de que por motivos de seguridad debían vestirse y pasar la noche en el sótano. Tras lavarse y vestirse, los prisioneros salieron de las habitaciones. Nicolás sostenía en brazos a su hijo Alexei, seguido de su esposa que caminaba con la ayuda de un bastón. Las cuatro grandes duquesas, vestidas con camisas blancas y faldas negras, iban detrás de ellos. Tatiana sujetaba a su perrito spaniel, del que no se había separado desde que abandonaron Tsárskoye Seló. La doncella llevaba dos almohadas que ocultaban en su interior pequeños cofres que contenían las joyas pertenecientes a la zarina y a sus hijas. El doctor Botkin, el ayudante de cámara y el cocinero cerraban la marcha.
Eran las dos de la madrugada y nadie parecía alarmado. Descendieron al sótano sin sospechar nada y el matrimonio se sentó en las dos únicas sillas que había en aquella habitación vacía. Las cuatro muchachas y los sirvientes permanecieron de pie detrás de ellos. Tras unos tensos minutos de espera, un pelotón de ejecución formado por diez hombres irrumpió en la estancia disparando a los presentes. Yurovski dio el tiro de gracia que alcanzó a Nicolás y lo derribó sobre el cuerpo de su hijo Alexei. Alejandra se persignó y al instante una bala atravesó su cabeza y la lanzó hacia atrás. Falleció en el acto, no así sus hijos que sufrieron una auténtica tortura. Las cuatro jóvenes asustadas se agruparon en un rincón del sótano y gritaban horrorizadas. Los asesinos que les disparaban se dieron cuenta de que no conseguían matarlas a causa de las joyas que ocultaban en el interior de sus corsés. Para acabar con ellas, las remataron a golpes de bayoneta.
Los disparos cesaron pero unos gemidos rompieron el silencio del lugar. Era Alexei, que aún estaba vivo porque se había protegido de las balas con el cuerpo de su padre. El propio Yurovski se acercó hasta él y le abatió a sangre fría con su revólver repetidas veces hasta que dejó de moverse. La escena era dantesca, tal como la describió un testigo: «La habitación estaba llena de humo, olía a pólvora y un enorme charco de sangre cubría el suelo de la estancia donde yacían apiñados los cadáveres de la familia del zar y sus sirvientes».
En los años ochenta el destino quiso que los restos de la familia imperial fueran hallados e identificados tras permanecer ocultos en el bosque de Koptiaki, a las afueras de Ekaterimburgo. Hoy descansan al fin todos juntos en un panteón de la catedral de San Pedro y San Pablo de San Petersburgo, donde nunca faltan flores y coronas en su memoria. En noviembre de 1981, en una ceremonia cargada de simbolismo, el zar Nicolás II y su familia fueron canonizados por la Iglesia ortodoxa rusa en el exilio. Aquel día Alejandra Feodorovna, nieta predilecta de la reina Victoria y la última emperatriz de Rusia, se convirtió en mártir y santa. A ella, mujer devota que encontró en la religión consuelo a todos sus tormentos, este gesto seguramente la habría conmovido.