EPÍLOGO DEL COMPILADOR

La correspondencia de Hermann Hesse con Stefan Zweig —quien era cuatro años más joven— se extendió por un periodo de treinta y cinco años, y sería, junto al diálogo con Thomas Mann, que duró más de cuatro décadas, el intercambio epistolar más duradero que Hesse mantuviera con otro escritor prominente. Lo desacostumbrado de esta relación radica en que fue Hesse, que, por lo demás, prefería tratar con músicos y pintores en lugar de hacerlo con literatos, quien le dio inicio, mientras que, por lo general, sucedía lo contrario, y eran los escritores los que acudían él. Quizá esa peculiaridad se explique si se piensa que, en enero de 1903, cuando Hesse escribió a Zweig por primera vez, rogándole que le enviara una antología de traducciones de poemas de Verlaine que había aparecido poco antes, estaba en los inicios de su carrera literaria; de modo que aún no era —como sucedería un año más tarde, tras el éxito de su primera novela, Peter Camenzind— un reconocido joven de talento, mimado por todo el ámbito de la cultura. A ello se añadiría el hecho de haber encontrado en Zweig a un simpatizante de su poeta preferido de entonces, cuyos versos —«Les sanglots longs…»— estimaba por encima de todos los demás. En razón de una afinidad electiva con la vida vagabunda y antiburguesa del poeta francés, fallecido tan sólo nueve años antes, Hesse había establecido en Basilea el llamado «Club de los Descarriados», cuyo libro fundacional estuvo dedicado a «Nuestro finado hermano Verlaine». Zweig respondió de inmediato y con entusiasmo, tal y como era su costumbre siempre que podía establecer un vínculo personal con algún colega. En reciprocidad por la antología solicitada, Hesse envió a Zweig un ejemplar de su segundo libro de poemas. Se trataba de un pequeño libro, publicado en 1902 por la berlinesa editorial Grote, que llevaba por título Gedichte, y en cuyo capítulo «Buch der Liebe» [El libro del amor] aparecía la versión de Hesse de un poema de Verlaine: «Mon reve familier». Resulta asombroso —y también muy significativo— que, simplemente a partir de unos cuantos poemas aislados publicados en revistas, aquel poeta que malvivía en la lejana Basilea con su salario de empleado de una librería de viejo —que no superaba los ciento diez francos— había llamado ya la atención de Zweig. Y no menos notable resulta que Hesse tuviera en su poder, a esas alturas, la primera publicación de Stefan Zweig, el libro de poemas Silberne Saitem en diciembre de 1901, Hesse había sido invitado por la Asociación de Maestros de Basilea a dictar una conferencia sobre los poetas contemporáneos más importantes, y ya ahí había llamado la atención sobre el primer trabajo, que comprendía unos sesenta poemas, de aquel estudiante oriundo de Viena que muy poco antes había cumplido veinte años.

El trueque de su propio libro de poemas por la colección de poemas de Verlaine elaborada por Zweig satisfizo las expectativas de Hesse: la traducción del poema francés incluida en Gedichte sería recogida más tarde en la segunda edición de la antología. Y no menos satisfecho quedó el propio Zweig, que vio cumplido su deseo de conocer, a vuelta de correo, algo más sobre el poeta de Calw.

En cualquier caso, no es posible pasar por alto que, ya desde las primeras cartas, se pusieron de manifiesto las diferencias de origen y naturaleza de ambos escritores. En contraste con la de Hesse —hijo de un misionero; criado en circunstancias más bien modestas y provincianas; que no tenía sino el título de bachiller y que, al año y medio de haber comenzado una formación como mecánico, la abandonó para capacitarse como librero—, la vida de Stefan Zweig, que era hijo de un industrial textil de la cosmopolita ciudad de Viena y provenía de la clase pudiente, había transcurrido de un modo manifiestamente menos dramática. Igual que Hesse, Zweig había descubierto muy tempranamente su vocación de escritor. En su caso, sin embargo, esa vocación entró en conflicto con las expectativas de sus padres, por lo que se vio obligado, de acuerdo con lo planeado, a terminar el bachillerato —cosa que logró obteniendo además magníficas calificaciones— y, tras hacer el examen final de enseñanza media, a empezar una carrera que culminaría con una tesis doctoral sobre la filosofía de Hippolyte Taine, luego de cursar estudios de filosofía, filología románica e historia de la literatura en Viena y en Berlín. Sólo después de eso los padres de Zweig toleraron las ambiciones literarias de su hijo, decisión en la que sin duda influyó el renombre, muy satisfactorio para su familia, que el joven Zweig había ganado a raíz de la publicación de sus primeros libros —que habían ido apareciendo mientras cursaba sus estudios—, y fundamentalmente gracias a sus primeros relatos, que vieron la luz en el prestigioso diario vienés Neue Freie Presse. Por otra parte, la propia naturaleza cosmopolita y entusiasta del estudiante Zweig le había ganado múltiples contactos con escritores que eran célebres en aquel entonces, como Georg Ebers, Karl Emil Franzos, Richard Dehmel, Franz Karl Ginzkey, Richard Schaukal, Theodor Herzl y el barón Börries von Münchhausen. Una respetable nómina que Zweig detalla en su primera carta a Hesse, ampliándola con nombres de escritores residentes en el extranjero con los que lo unían lazos de amistad cultivados a través de la correspondencia.

Hesse no era, desde luego, un entusiasta de los contactos: la avalancha de nombres de la primera carta de Zweig hizo reaccionar de inmediato al joven de humilde extracción, que no pudo sino dar a entender al austriaco que prefería evitar los mundanos círculos de artistas, en los que había que echar mano de formas y de palabras selectas. Según Hesse, su querencia, por el contrario, estaba en la naturaleza silvestre, o entre los libros; prefería viajar como un vagabundo por Italia, o tratar con gente sencilla, a socializar con personas distinguidas. Zweig podía haberle enviado su poema «Soirée», publicado poco antes, en el que se lee: «Me habían invitado, | No sé decir la razón; | Señores de flacas piernas | Estaban por todo el salón. | Eran señores de nombre | Y de fama colosal, | Uno dramas escribía | Y el otro novelas hacía. | Con soltura se mostraban | Y con gran algarabía, | Pero a mí me dio vergüenza | Decir que también yo escribía». En lugar de eso, adjuntó a su carta su libro Escritos y poemas póstumos de Hermann Lauscher. Hermann Lauscher era un supuesto poeta amigo, muerto prematuramente, cuyos escritos Hesse firmaba como compilador. Stefan Zweig se dio cuenta enseguida de que Hesse era el autor del libro, e hizo ver a su colega lo mucho que se aproximaban las preferencias de uno y otro, ya que, según el propio Zweig, uno podía sentirse un extraño incluso en la gran ciudad, y él no correspondía al cliché de un literato de café vienés. Zweig insiste en que él también prefiere reunirse en el campo con autores menos ruidosos, y que, por lo demás, intenta satisfacer las expectativas de sus padres, esto es, acabar lo más pronto posible su tesis de doctorado, sin que eso le impida soñar con emprender un corto viaje a Italia.

Ese viaje, planeado para la Pascua de 1903, no se realizaría nunca; de lo contrario, ambos escritores hubiesen podido encontrarse en Venecia, teniendo en cuenta que el segundo viaje de Hesse a Italia, previsto inicialmente para mayo, tuvo que ser adelantado un mes a fin de que el joven escritor concluyese su primera novela, Peter Camenzind.

Hesse había enviado el manuscrito a Berlín, a la editorial S. Fischer, donde fue aceptado de inmediato. Antes de aparecer en forma de libro fue publicado en la prestigiosa revista cultural Die Neue Rundschau. Uno de los primeros en felicitar a Hesse por su novela sería Stefan Zweig: tras la lectura de unas pruebas, en las que la historia aparecía algo abreviada, el austriaco auguró al libro «tiradas innumerables».

La decisión del famoso editor fue tan estimulante para Hesse que, en septiembre de 1903, dejó el empleo del que malvivía y canceló el contrato de su piso alquilado en Basilea para intentar ganarse la vida exclusivamente con la literatura. Un tema prioritario de sus futuros cuentos sería la superación de las dramáticas circunstancias de su niñez y su juventud. Para alcanzar tal meta, nada más obvio que desplazarse hacia el escenario de las tempranas vivencias que tanto lo marcaron: la casa paterna. Además, allí podía vivir sin pagar alquiler, cosa indispensable en un momento en el que aún no tenía ingresos fijos. Tras la muerte de su madre, ocurrida en abril de 1902, la atmósfera de la casa —que albergaba la editorial de la Misión de Calw— era más tranquila, y había más espacio. A principios de octubre de 1903, Hesse ocupó allí su antigua habitación y escribió su segunda novela, Bajo la rueda, que envió a Berlín, al mismo S. Fischer, dos meses después. Mientras tanto, la edición en forma de libro de Peter Camenzind había aparecido también, por lo que los pronósticos de éxito hechos por Zweig comenzaron a volverse realidad de inmediato: apenas unas pocas semanas después de que la novela saliera al mercado, su autor, Hermann Hesse, era ya tan conocido que no sólo los periódicos empezaron a interesarse por él, sino también otros editores. A raíz del éxito de la novela, Hesse comenzó a escribir, para distintas publicaciones, algunos relatos cuya trama tenía lugar en su ciudad natal. La editorial Schuster & Loeffler, por su parte, lo invitó a escribir dos monografías, una sobre Boccaccio y otra sobre san Francisco de Asís, para su serie Die Dichtung [La poesía], que serían publicadas en abril y julio de 1904, respectivamente. Para entonces, la novela Peter Camenzind había alcanzado ya su cuarta edición, lo cual significó una mejoría tan notable en la situación financiera de Hesse que el joven pudo pensar en casarse con su prometida, Maria Bernoulli, fotógrafa e hija de un abogado de Basilea, y en ir a ocupar con ella, en su condición de autor independiente, el «primer taller legítimo» de su oficio. En agosto, la pareja se trasladó a Gaienhofen, un pueblo de trescientos habitantes, situado en la zona más tranquila e inaccesible del lago de Constanza, donde se establecerían en una antigua casa de campesinos por la que pagaban un alquiler anual de ciento cincuenta marcos.

Entretanto, Zweig había escrito ya un afectuoso comentario sobre la novela Peter Camenzind y, si bien éste tenía cierto dejo de principiante, en él se destacaban algunos aspectos que más tarde se revelarían como característicos del escritor de Calw: la cercanía con la naturaleza y la seca sobriedad que diferenciaban al prototipo de hombre encarnado en Peter Camenzind de los resbaladizos y blandos ciudadanos del mundo, cualidades que permitían al escritor poner de manifiesto su propio amor por el mundo natural.

Seis meses después, Hesse publicó su primera reseña sobre un libro de Stefan Zweig, dedicada a las traducciones de Zweig de los poemas del poeta flamenco Émile Verhaeren, al que, en los años siguientes, Zweig haría muy popular en Alemania —incluso más de lo que sería nunca en su propio ámbito de origen, el mundo de habla francesa— gracias a otras ocho publicaciones entre las que se contaban una biografía, traducciones de piezas teatrales y una monografía sobre Rembrandt y Rubens. En su comentario, Hesse destacaba, con razón, la plasticidad de las traducciones de Zweig, su elegancia rítmica y su belleza. Le parecieron de tal manera notables que llegó a decir algo que muy pocas veces se escucha en relación con las traducciones: que podían llegar a enriquecer la propia poesía alemana.

Mientras, Zweig celebraba en Verhaeren al cantor de un himno dedicado al progreso tecnológico; al tiempo que, una vez concluida su tesis de doctorado, el escritor austriaco viajaba durante seis meses por París, Bélgica, Italia, España para luego marcharse durante cuatro meses a Londres, Hesse había fundado una familia y se había asentado en un lugar fijo para ensayar una forma de vida alternativa, apegada a la naturaleza y alejada de toda civilización. «Casi le envidio su vida apacible —escribió Zweig a Hesse el 20 de septiembre de 1904—. Tanto más porque este año tengo planes de ir al lugar de mayor efervescencia, a París». Esa inquietud cosmopolita perduraría durante toda la vida de Stefan Zweig. Dada la extroversión y la avidez de conocimientos de Zweig, características propias de un personaje del mundo de la cultura, la introversión y el carácter reservado de Hesse debían resultarle algo insólito. Zweig, que poco tiempo antes había escrito al autor de baladas Börries von Münchhausen que la fotografía de un poeta en una revista famosa hacía a un autor más popular que diez artículos en un periódico literario, no podía sino asombrarse ante la resistencia de Hesse a ese tipo de publicidad, ante su negativa a divulgar su retrato. Hasta el propio editor S. Fischer, que en algún momento tuvo intenciones de publicar una fotografía de Hesse en un anuncio editorial, supo por boca del escritor que, en su opinión, su aspecto no era de la incumbencia de los lectores. Fischer, que en algún momento declaró «los autores de mi editorial cuyo retrato no publico se sienten perjudicados», no reaccionó negativamente, en cualquier caso, ante ese veto tan poco habitual. Hesse, por su parte, sólo varias décadas después se volvería más flexible en ese aspecto.

En octubre de 1904, apareció el primer volumen en prosa de Stefan Zweig. Incluía cuatro novelas cortas y llevaba el título del primer relato del libro: «El amor de Erika Ewald». La reseña de Hesse, publicada poco tiempo después en una revista de Leipzig, repite lo que un mes antes había comunicado al propio Zweig en una carta. A juicio del autor alemán, esos «estudios del alma» resultaban todavía demasiado vacilantes. La contemplación reflexiva y el razonamiento psicológico relegaban el elemento narrativo a un segundo plano. Hesse confiesa haber deseado ver en ellos, «en ocasiones, una intervención más audaz, una mano más tosca y osada». Lo que frena la atención del lector en estos primeros relatos de Zweig, que no se han vuelto a publicar hasta ahora, es el inconveniente de que allí haya demasiadas palabras y, en cambio, la trama sea pobre y los mensajes escasos. «La alegría y la fuerza ingenua y robusta del gran narrador», que Hesse echaba de menos en estos primeros intentos, no se hicieron esperar por mucho tiempo, y pronto condujeron a una intensificación de lo argumental y lo dramático en la escritura de Zweig, no siempre con los resultados apetecidos por Hesse. Ello probablemente explica la reticencia de éste ante los futuros volúmenes de relatos de Zweig, de los cuales no reseñó uno solo, si bien está claro que apreciaba mucho algunos textos aislados, como Ardiente secreto o Die unsichtbare Sammlung [La colección invisible].

En junio de 1905 se produjo el primer encuentro personal, algo que, en las cartas, había aparecido como un constante deseo. El 21 de junio, Zweig partió de Constanza, donde había visitado al escritor Wilhelm von Scholz, e hizo una breve excursión hasta Gaienhofen para ver a Hesse. Varias décadas después, en su retrospectiva titulada Beim Einzug in ein neues Haus [Al ocupar una nueva casa], Hesse recordaría esa visita y el percance con el que comenzó aquel encuentro que, por lo demás, fue del todo feliz. En su entusiasmo, Zweig entró de un modo tan temperamental al despacho de Hesse, situado en la primera planta de la antigua casa de campesinos, que no vio el bajo dintel de la puerta, y se golpeó con tal fuerza en la cabeza que tuvo que tumbarse durante un cuarto de hora antes de conseguir recuperarse. Por desgracia, no parece haberse conservado ninguna de las fotos que Zweig hiciera entonces de Hesse, de su esposa y de los amigos escritores Ludwig Finckh y Emanuel von Bodman, de lo contrario hubiéramos tenido constancia gráfica de ese encuentro.

La siguiente ocasión se reunirían en Viena, donde Hesse tenía que participar en dos veladas de lectura, los días 15 y 22 de octubre de 1908. Según las notas de prensa, ambos actos estuvieron tan concurridos, y las actividades sociales posteriores con numerosos amigos y colegas fueron tan agotadoras para Hesse, que éste abandonó su alojamiento en el ruidoso centro de la ciudad y se trasladó por dos días a Semmering, a fin de recuperarse de toda aquella agitación.

En los años posteriores, y hasta 1910, el contacto entre ambos escritores parece haber sido más bien esporádico. Más tarde cesó totalmente, aunque sólo para reanimarse de nuevo en el año 1915, bajo la presión de los acontecimientos históricos de aquellos momentos. Ambos autores habían reaccionado de forma muy parecida ante el inicio de la Primera Guerra Mundial. Ya a finales de julio de 1914, Zweig dirigió una carta al Ministerio de Guerra austriaco a fin de presentarse voluntario al servicio de prensa. Aunque nunca había hecho el servicio militar ni había sido llamado a filas, el austriaco se mostró dispuesto a «poner su capacidad de trabajo, sin retribución alguna, a disposición del Ministerio Real e Imperial de Guerra» y a «responder de inmediato al llamamiento en cuanto éste se produzca». También Hesse —quien en el año 1912 se había trasladado a Suiza— se presentó voluntario a filas en la delegación alemana de Berna, en agosto de 1914, aunque fue rechazado en un primer momento debido a su miopía. Igual que Hesse —que esperaba el llamamiento— coqueteó entonces con la idea de servir como sanitario. Ambos, además, parecieron reaccionar de un modo igualmente positivo ante los acontecimientos, cuando menos así ha quedado reflejado en las cartas escritas durante los primeros meses del conflicto bélico. «Ser sacados por la fuerza de esta estúpida paz capitalista —le escribía Hesse a Volkmar Andreae el 26 de diciembre de 1914— les haría un gran bien a muchos en Alemania, y, según mi parecer, a un auténtico artista le resulta más valioso un pueblo de hombres que ha enfrentado la muerte y conoce la frescura de la vida en los campamentos. Fuera de eso, me prometo pocas cosas de la guerra, y tal vez no falte un renovado grito de victoria». El aplauso de Zweig, por su parte, iba dirigido a la solidaridad del Imperio austro-húngaro con Alemania, al hecho de que esa «hermandad de la espada» diera lugar también, gracias a la cordial vecindad, a una unidad política.

En realidad, las anotaciones de Zweig y de Hesse en sus respectivos diarios contradicen sus primeras reacciones periodísticas o epistolares ante la guerra. Ya el 4 de agosto de 1914, Zweig había apuntado en su diario: «No creo en una victoria contra el mundo entero; en este momento sólo quisiera poder dormir durante seis meses seguidos, no saber nada, no ser testigo de este hundimiento, de este horror último. Es el día más espantoso de toda mi vida». Hesse, por su parte, anota en su diario, el 27 de agosto de 1914 —dos días antes de presentarse voluntario—, lo siguiente: «Desde hacía mucho tiempo sabía que no es la razón la que rige el mundo pragmático, pero la brutalidad de la guerra y el casi total fracaso de las razonables y sólidas fuerzas de la cultura son algo extremadamente triste».

Un año después, cuando la correspondencia entre ambos escritores se reanudó, los dos habían superado ya el conflicto entre su patriotismo y el horror de la violencia relacionada con éste, a favor de un rechazo cada vez más rotundo de la guerra. Este proceso comenzó, en el caso de Hesse, un poco más temprano que en el de Zweig (por no hablar de la mayoría de sus colegas escritores de entonces). Medio año después de su primer llamamiento periodístico a la paz, fechado en octubre de 1914,[295] Hesse había fundado en Berna, con la colaboración del catedrático de Zoología Richard Woltereck, una Central para la Atención a los Prisioneros de Guerra Alemanes, organización que tenía por objetivo, desde ese primer momento y hasta el mes de abril de 1919, abastecer a los centenares de miles de internos, no con la literatura de tendencia patriotera, sino con un material de lectura que hiciera más llevadero su destino y los preparara para un nuevo y constructivo comienzo una vez terminada la conflagración. Zweig, por el contrario, trabajó desde noviembre de 1914 hasta octubre de 1917 en el Archivo de Guerra y Cuartel de Prensa en Viena, en compañía de otros escritores, como Alfred Polgar, Rainer Maria Rilke y Franz Werfel. Allí, Zweig emprendió un tipo de labor informativa que, tal y como le comentaría más tarde al escritor F. M. Huebner, en una misiva fechada en diciembre de 1914, «no lastimara el elevado espíritu patriótico de nadie, y que no se contradijera con mi forma de pensar más íntima». En 1915, tras haber sido enviado como reportero al frente de la región de Galitzia, los idealizados comentarios de Zweig sobre los acontecimientos cambiaron. Fue entonces que comenzó a trabajar en Jeremías, su primera obra de teatro, que, en medio de toda aquella euforia belicista, presentaba un inequívoco rechazo de todo tipo de violencia. Con aquel drama, Zweig no pretendía «poner en palabras y versos ciertas verdades de Perogrullo, como que la paz es mejor que la guerra, sino decir que aquel que es despreciado como débil y cobarde en la época del entusiasmo, se revela luego, casi siempre, como el único que, en el instante de la derrota, no sólo sabe soportarla, sino también prevalecer sobre ella».

A raíz de un artículo de Hesse titulado «Wieder in Deutschland» [De nuevo en Alemania] y de una carta que el escritor había hecho llegar al periodista danés Sven Lange (1868-1930) con motivo del premio Patriota de la Palabra —carta en la que, entre otras cosas, le decía: «No he conseguido adaptarme a la guerra desde un punto de vista literario. Tengo la esperanza de que Alemania no continúe imponiéndose ante el mundo con la mera fuerza de las armas, sino con las artes de la paz y con la puesta en marcha de un humanismo supranacional»—, se había iniciado en contra de Hermann Hesse una hostil campaña de prensa en los periódicos nacionalistas alemanes.

Algo parecido le sucedió en Francia al escritor francés Romain Rolland, luego de su llamamiento en defensa de la reconciliación de las naciones titulado Au-dessus de la mêlée [Por encima de las pasiones], publicado en París en 1915. En aquel texto, Rolland se había solidarizado con las ideas que Hesse —a quien visitaría luego, por dos veces, en Berna— había expuesto en su propio llamamiento periodístico a la paz, de 1914. Correspondió a Zweig, que mantenía un vínculo de amistad con Rolland desde 1910, informar al escritor francés de los ataques dirigidos contra el autor de Peter Camenzind, y lo hizo contento de haber encontrado un aliado en su defensa de Hesse. Rolland, por su parte, había puesto a disposición de la Cruz Roja Internacional la retribución en metálico de su Premio Nobel de Literatura, otorgado el mismo año 1915, y se había comprometido desde octubre de 1914 con la central ginebrina de aquella institución, a título honorífico, en la búsqueda de desaparecidos de todas las naciones y en el intercambio de noticias entre los prisioneros de guerra y sus familiares.

A pesar de las muestras de simpatía de Rolland y de Zweig, Hesse había ido cayendo poco a poco en una fuerte depresión a causa de los ataques dirigidos en su contra, y quizá también de la falta de tiempo para abordarlos desde un punto de vista artístico —dada su incesante actividad a favor de los prisioneros de guerra—. A fin de recuperarse, no le quedó más remedio que someterse en 1916 a un tratamiento psicoanalítico. El resultado fue la novela Demian, aparecida en 1917, que marcó un claro punto de inflexión en su obra creativa. Al mismo tiempo, y por recomendación de su psicoanalista, el escritor alemán había comenzado a pintar, lo cual abrió sus capacidades a un nuevo medio de expresión que, en las décadas siguientes, se revelaría como extraordinariamente útil para superar ulteriores crisis. «El agotamiento de la imaginación poética», al que Zweig se refiere en una carta del 9 de noviembre de 1915, también preocupaba a Hesse, que al cabo respondería que, tras los primeros éxitos, las cosas le habían ido demasiado bien, y que la guerra había venido a cambiar todo de una manera radical.

En octubre de 1917, poco después de que Hesse terminara su novela Demian, Zweig fue licenciado de su servicio militar en el Archivo de Guerra, gracias a lo cual pudo viajar a Zúrich, Berna y Basilea respondiendo a la invitación a participar en lecturas de su obra. Su pieza teatral Jeremías, de carácter pacifista, que entretanto había sido publicada por la editorial Insel, tuvo un éxito de ventas asombroso, pero ni los escenarios austríacos ni los alemanes se atrevieron a representarla antes del fin de la guerra. Sólo el Teatro de la Ciudad de Zúrich se declaró dispuesto a estrenarla. En el transcurso de su viaje por Suiza, Zweig visitó, en Berna, a Hesse, a raíz de lo cual, el día 22 de noviembre de 1917, anotó en su diario: «Sobremesa con Hermann Hesse, que vive a una hora de la ciudad, en una sencilla y antigua casita de campesinos desprovista de toda comodidad. En su habitación prácticamente sólo hay libros; el mobiliario es escaso y casi pobre. Su rostro, parecido al de un personaje de Holbein, germánico, afilado, inteligente, se ha vuelto casi juvenil, aunque, en conjunto, Hesse conserva el aspecto de un refinado y erudito anciano. Habla como un suizo. En dos minutos nos pusimos al día. Me cuenta que él (como yo) ha cavilado mucho sobre todas las cosas [del] servicio obligatorio, y que lo ha hecho partiendo de lo que le dicta su conciencia, no desde el punto de vista de su utilidad. También él está en contra de la “opinión pública”: está lleno de asco ante la publicidad. Le repugna toda esa palabrería, desconfía de muchos antiguos amigos y vive completamente retirado. Para consolarse, ha comenzado con la pintura; como regalo, me dibujó una hermosa hoja. Es curiosa la manera en que coincidimos en todos nuestros juicios (Dehmel, Rolland): hay un tipo muy selecto de personas con las que ahora ya no tengo nunca una diferencia de opinión. Por lo visto, una vez alcanzada cierta altura moral, lo mismo se hace obvio para todos. Sólo es preciso haber alcanzado esa altura. Tuvimos una larga charla sobre el arte más reciente. A él le sorprendía la simultaneidad con la que se manifiesta (y lo explicaba con un fenómeno de la naturaleza), pero yo se lo explico como un fenómeno de la cultura, como un fenómeno relacionado con la velocidad de la comunicación moderna. Es lo mismo que sucede con las modas, que, en la actualidad, se difunden mucho más rápido; en ese sentido no existe ya la provincia. Una vez más, al final, me sentí unido a un ser humano que sigue empeñado en alcanzar la justicia, y también en ese aspecto mi despedida fue totalmente íntima y amistosa».

Es cierto que Hesse, que medio año antes había leído con muy buena acogida el drama Jeremías, no pudo cumplir con la invitación que le hiciera Zweig para acudir al estreno de la obra en Zúrich, el día 27 de febrero de 1918, sin embargo, hasta el final de la guerra el diálogo entre ambos autores no volvió a interrumpirse. A principios de mayo de 1919, Zweig se había mudado a su nueva casa del monte de los capuchinos de Salzburgo en compañía de Friderike von Winternitz, con quien se casaría en enero de 1920. Mientras tanto, la vida matrimonial de Hesse se había vuelto cada vez más problemática debido a una grave enfermedad de su esposa quien, entre 1918 y 1925, tuvo que ser ingresada varias veces en distintos hospitales psiquiátricos. En abril de 1919, Hesse decidió abandonar la casa de Berna, dejar a sus hijos al cuidado de amigos y establecerse en la región del Tesino para arriesgarse a comenzar de nuevo en una pequeña y apartada aldea, situada no muy lejos de Lugano. A fin de manifestar al mundo su nueva situación, pretendió publicar sus libros futuros bajo un seudónimo, y esto fue así ya con la novela Demian, que apareció en junio de 1919. «Porque quien escribió esta pieza de poesía —le comunicaba Hesse a Eduard Korrodi en julio de 1920— no fui yo, no fue Hesse, el autor de tal o cual libro, sino otro hombre, alguien que ha vivido y se enfrenta a cosas nuevas». Al cabo, la revelación demasiado temprana —apenas al año siguiente de la publicación del libro— de la identidad de quien se escondía detrás de aquel Emil Sinclair que figuraba como autor en la tapa, echaría por tierra esos planes. Zweig, por su parte, no era ajeno a esos sentimientos de rechazo de la condición de celebridad. Unos diez años después le escribiría a Joseph Roth: «Detesto la opinión pública y ya no lamento nada salvo el haber escrito con mi auténtico nombre: la vida verdadera es la vida doble. Sólo desde el anonimato se puede ver el mundo en su forma genuina» (17 de enero de 1929).

Como Hesse, Zweig también se enfrentaba a cosas nuevas. Los siguientes catorce años, hasta la llegada al poder del nacionalsocialismo, fueron para él extremadamente fructíferos. Fue la época de sus primeros grandes éxitos, que debió a los volúmenes de relatos Amok (1922) y Verwirrung der Gefühle [La confusión de los sentimientos] (1927), a otros libros como Momentos estelares de la humanidad[296] (1927), a sus biografías de Romain Rolland (1920), Joseph Fouché (1929) y María Antonieta (1932), a obras teatrales como Legende eines Lebens [Leyenda de una vida] (1919), Das Lamm des Armen [El cordero de los pobres] (1929) y, la más popular de todas, la comedia Volpone (1926), representada en más de quinientas ocasiones y que estaba basada en un argumento de Ben Jonson. A todas estas obras se añadieron los volúmenes Tres maestros[297] (1920), La lucha contra el demonio[298] (1925), Drei Dichter ihres Lebens [Tres poetas de sus vidas] (1928) y La curación por el espíritu[299] (1931), con retratos tipológicos de Balzac, Dickens, Dostoievski, Holderlin, Kleist, Nietzsche, Casanova, Stendhal, Tolstói, Mesmer, Mary Baker-Eddy y Sigmund Freud. Para Zweig, estos personajes eran referentes morales que servían para mostrar que los méritos intelectuales y artísticos siempre se impusieron, y que a lo largo de la historia han sido fuente de una satisfacción que «nos consuela frente a la estulticia y la absurdidad del presente». Asimismo, Zweig continuó su labor como traductor y mediador entre las distintas culturas europeas, con ediciones de y sobre otros escritores, como André Suarès, M. Desbordes-Valmore, Rousseau, Rolland, Barbusse, Sainte-Beuve, Chateaubriand, Renan, J. P. Jacobsen, Schalom Asch, Verlaine y Máximo Gorki; y también con la fundación de una Biblioteca Mundi, una serie asesorada por él, que incluía obras de la literatura universal en sus idiomas originales. Algunos de esos escritos fueron públicamente recomendados por Hesse en sus reseñas de libros, en especial la biografía de Romain Rolland, si bien esta última, desde el punto de vista estilístico, es, con diferencia, la más floja de las obras biográficas realizadas por Zweig: en ella, el austríaco sucumbe a esa tendencia a lo retórico que Hesse había señalado como un defecto del tríptico Tres maestros, (Balzac, Dickens, Dostoievski). A Hesse, sin embargo, esos excesos retóricos de Zweig parecen haberle resultado menos molestos en este caso que en otras obras posteriores; quizá pensaba, sobre todo, en la necesidad de divulgar la figura de Rolland y su actitud humanista y política a favor de la reconciliación de las naciones.

Algo que llama la atención en la correspondencia entre ambos escritores es que el diálogo de Zweig cobrase siempre un renovado impulso en cuanto aparecía un nuevo libro de Hesse, sobre todo si se tiene en cuenta la escasa reciprocidad del de Calw. Zweig celebraba los libros de Hesse de una manera espontánea, usándolos como prueba de la afinidad entre ambos. Hesse, por su parte, se refería brevente a las nuevas publicaciones de su colega, y casi nunca entraba en detalles acerca de su contenido. A pesar de todo, Zweig no se equivocaba cuando decía: «recorremos interiormente caminos muy próximos, […] esta época nos ha estremecido de igual modo a los dos, y […] hemos sido empujados [ambos] por un camino interior que a algunos les parecerá tal vez demasiado apartado, como si huyésemos, mientras que nosotros sabemos que es, precisamente, un intento de llegar a lo esencial» (otoño de 1922).

En cuanto a sus diferencias, hay que decir que, mientras que la paleta temática de las obras de posguerra de Hesse es, comparativamente, bastante limitada, y representa sus propias experiencias en forma de «biografías del alma» con un creciente espíritu autocrítico y un carácter implacable, el espectro del ámbito argumental de Zweig es mucho más amplio y universal. Siendo, como era, un apasionado investigador de inexplorados testimonios vitales de personajes que hicieron historia, y como poseedor de la colección de autógrafos más importante de su época —entre los que había, por ejemplo, alrededor de mil textos de personalidades históricas que le fascinaban, así como de autores del pasado y del presente sobre los cuales había escrito—,[300] Zweig indagaba, con una curiosidad psicológica insaciable, los motivos que se ocultaban detrás de las acciones de esas figuras, y sabía analizar, en un estilo tan sugerente que apenas ha sido igualado por otro escritor, las catástrofes de la historia, casi siempre determinadas por el afán de protagonismo y la codicia, así como los trasfondos biográficos de los cuales había surgido ese otro universo opuesto, el de las conquistas culturales de la humanidad.

Esa diligencia, sus incansables investigaciones y descripciones del destino de otros hombres, así como la productividad infatigable de Zweig, eran aspectos más bien opuestos a la naturaleza de Hesse, principalmente cuando desplazaban a la elegancia estilística. En ese punto, Hesse no era el único que se mostraba muy sensible; también lo hacían otros escritores, como Thomas Mann, Hugo von Hofmannsthal o el implacable crítico del lenguaje Karl Kraus. Zweig era consciente de esa debilidad, como se infiere de una carta fechada el 1 de mayo de 1926 y dirigida al biógrafo musical Richard Specht; en ella critica a aquellos escritores o periodistas que se ven «arrastrados más allá de sí mismos» por su tema y por el «ritmo verbal (como un tal St. Z., por ejemplo)». Sin embargo, a Zweig le resultaba difícil contener ese desbordamiento.

Zweig, según confiesa Hesse en una carta al crítico literario Otto Basler, «había escrito una gran cantidad de libros con gran habilidad y mal alemán», en un «jadeante, arduo y, a la vez, magnífico estilo periodístico». Incluso el libro Momentos estelares de la humanidad, concebido para causar efecto, era para Hesse «poesía aparente» o, más exactamente, «caricatura de poesía», tal y como le expresó en noviembre de 1931 a una estudiante.

Hoy en día, dado que ahora es posible apreciar desde una perspectiva nueva la obra completa de Stefan Zweig, no todos los entendidos se atreverían a ir tan lejos. Quien se haya tomado el trabajo de investigar los puntos débiles del estilo de Zweig habrá comprobado seguramente que éste se encuentra indisolublemente vinculado a otros aspectos de sus textos, elementos cuya calidad muy pocos autores pueden igualar. Los defectos de la obra de Zweig pueden atribuirse, en general, a una misma causa: una tendencia al exceso de claridad, la necesidad de que sus afirmaciones fueran, en lo posible, comprensibles para todo el mundo. De ahí los contornos excesivamente nítidos, las simplificaciones arrebatadoras y exaltadas, que no molestan tanto al público común cuanto incordian al lector exquisito, al que hubiese bastado un piano allí donde Zweig echa mano de un fortissimo. Expresiones como «Jamás se sufrió tanto», que Zweig emplea repetidas veces —y que parece ser su preferida a la hora de caracterizar el entorno de destacados artistas, a fin de mostrar la fuerza creativa del dolor, su condición de premisa para el surgimiento de ciertas obras—, pierden toda su contundencia justamente a causa de su reiterado uso. Pero, a fin de cuentas, ¿qué son esas recapitulaciones y exageraciones encaminadas a promover la eficacia y la inteligibilidad, en comparación con la abundancia y la variedad de lo que este escritor es capaz de percibir y describir? Hay que ver cómo esos fallos desaparecen en la vastedad de la figura de un hombre que no sólo recorrió toda Europa, sino el mundo entero, siempre a la caza de conocimientos detallados y ejemplos ilustrativos; un hombre capaz de descubrir los móviles más ocultos de la psiquis humana. ¿Qué autor podría, como él, trasponer el pasado en el presente de una manera tan concisa? ¿Quién tiene la suerte de expresar tanta emotividad, trasladarla a la consciencia y, así, mantener en jaque a sus demonios? ¿Quién sabe mostrar, como Stefan Zweig, o de un modo que se le aproxime por su eficacia, lo que es bueno y deseable, es decir, aquellos caminos que conducen a la humanización de los hombres? No faltan en la literatura análisis ingeniosos sobre una época, ni anticipaciones visionarias de un futuro deprimente. Faltan, sin embargo, motivaciones que nos arranquen de la miseria, ejemplos de una integridad que no permita división entre la forma de pensar y la de actuar. En ese aspecto, es decir, en las cuestiones principales, Hesse y Zweig estuvieron siempre de acuerdo, y jamás aquél cuestionó los puntos en común de sus respectivas posturas políticas, ni el estimulante idealismo de su colega.

Es a esa congruencia a la que autores como Hesse y Zweig deben la inquebrantable simpatía de los lectores de todo el mundo. Sin embargo, sucede curiosamente lo contrario con su aceptación académica. Y es que, en comparación con otros escritores de su generación, más necesitados de exégesis (como Romain Rolland), Zweig y Hesse permanecen en la sombra en lo que a los estudios filológicos y literarios se refiere. Los mensajes transmitidos por las obras de autores como Kafka, Musil, Joyce o Beckett, que han de ser elucidados por medio de arduas estrategias de interpretación, salen a relucir en el mundo académico con mucha mayor frecuencia. Por el contrario, el efecto constructivo y humanizador de las obras de escritores como Hesse y Zweig es desdeñado por la crítica y, por desgracia, rechazado también por autores de la talla de Jean-Paul Sartre (que calificaba la obra de Saint-Exupéry de «kitsch humanista»). Como si la gente de todo el mundo no se preguntara precisamente por aquellas cosas que nos facilitan, enriquecen y alivian la vida. Es quizá su inequívoca defensa de la razón, del bien y del humanismo, que no admite divisiones entre la ética y la estética, lo que bloquea a los libros de escritores como Hesse y Zweig el camino hacia el debate académico. Y es que, al parecer, no hay nada a lo que la academia esté menos dispuesta que a estudiar los contenidos, es decir, a las incómodas exigencias y consecuencias que resultan de la lectura de los libros. Sin embargo, en épocas de extravío, en periodos de desorientación, nada es más urgente como las enseñanzas que esos autores han extraído de las catástrofes del siglo XX. En un «Selbstporträt» [Autorretrato] escrito en 1936, Zweig ofrece una personal explicación de su postura: «Desde la guerra, he sentido como un deber moral escribir únicamente en una dirección, justamente en aquella que sirve de auxilio a nuestra época, a fin de que siga desarrollándose de un modo positivo: ilustrando el pasado y amonestando al presente, porque creo que sólo puede ser considerado valioso aquel esfuerzo que estimula la unidad entre los hombres y hace más profundo el entendimiento entre los pueblos».

Hesse y Zweig no sólo contribuyeron a consolidar esas ideas por medio de sus libros, sino también a través de los homenajes que dedicaron a figuras afines de la historia de la cultura, tanto en sus respectivos países como en el extranjero. A la recomendación de buenos libros dedicaba Hesse una cuarta parte de su energía de trabajo, como ha quedado plasmado en cinco volúmenes de reseñas que abarcan un total de cuatro mil quinientas páginas. Lo mismo vale para Stefan Zweig, en sus facetas de traductor, compilador y mediador cultural. La dimensión de su influencia como reseñista —comparable a la de Hesse— se pondrá de manifiesto en cuanto se reúnan todos sus comentarios y reseñas, así como los homenajes a otros escritores, y todo ello, actualmente disperso en periódicos y revistas, aparezca en forma de libro.

Si el interés de Hesse por Zweig no hubiese estado atravesado por reticencias frente a los excesos formales y la emotividad de los libros del austriaco, quizá la correspondencia entre ambos hubiese sido tan abundante y rica como la que unió a Zweig con Romain Rolland, autor este último que, por no tener como lengua nativa el alemán, sin duda prestó más atención al contenido de las obras que al aspecto estilístico.

En la relación entre Hesse y su colega austriaco, hubo distintos momentos culminantes. Entre ellos estuvo la aparición, en 1923, del ensayo «El camino de Hermann Hesse». Con gran agudeza y afinidad, apartándose de toda etiqueta, Zweig sigue la pista a la evolución creativa del hijo del misionero de Wurtemberg, a todo aquello que lo condujo desde su apego al terruño alemán hasta lo supranacional y lo humano en general. Muy acertadamente, Zweig equipara los inicios de Hesse, de un romanticismo tardío, con los cuadros idealizados, autóctonos y de tonalidades delicadas de Hans Thoma (1839-1924), el pintor de la Selva Negra, y vincula la ironía contenida de sus primeros relatos con la atmósfera anímica, íntimamente alemana, pero muchas veces quebrada, del pintor biedermeier Carl Spitzweg (1808-1885). Según Zweig, esos primeros relatos —por ejemplo, la historia del vagabundo Knulp—, «lleno[s] de una música pura, como una canción popular», guardan para nosotros un fragmento inmortal de la «pequeña Alemania» de la juventud de Hesse. Al mismo tiempo, sin embargo, Zweig vislumbra en todas esas novelas cortas, «tan justamente populares, […] cierta cautela comedida, una consideración sentimental que, con su música y su lirismo, se desentiende del problema allí donde éste es más caliente, más punzante y doloroso». Sólo la experiencia de la guerra puso punto final a esta cautela, y estimuló, gracias al exceso de presión del ambiente, el despliegue interior de Hesse, un aumento en su capacidad de penetración psicológica, lo que lo capacitó para expresar incluso cosas aparentemente inefables. Eso diferenciaba a Hesse, según Zweig, de la siguiente generación de expresionistas, que, por lo general, intentó «describir y reflejar lo más poderoso a través únicamente de formas o no-formas caóticas, a través del grito y del éxtasis». Gracias a su insatisfacción y a su enorme olfato para lo demoníaco, Hesse llegó, en opinión de Zweig, mucho más lejos en el esclarecimiento de la verdad que el resto de sus compañeros de juventud.

La reflexión del escritor austriaco concluye con una advertencia que probó, más tarde, ser justa: «todavía es imposible delimitar su esfera, mucho menos sus posibilidades definitivas», de modo que, «a pesar de la admiración por todo lo ya hecho, se pueden, y se deben depositar, en este hombre de algo más de cuarenta años, las mismas esperanzas que tendríamos ante un principiante». Zweig esbozaba así, con gran exactitud, la evolución de Hesse, sus metamorfosis, desde Klingsor hasta Die Morgenlandfahrt [Viaje a Oriente] o El juego de abalorios, pasando por Siddhartha, El lobo estepario, Narziss und Goldmund [Narciso y Goldmundo], y anunciaba que, a partir de ese momento con mucha mayor claridad que en su obra temprana, el escritor alemán estaría en condiciones de dar respuestas cada vez más concretas a los problemas de su tiempo.

Para la fecha en que fue escrito este homenaje, diciembre de 1922, ya habían sido publicadas, con sorprendente simultaneidad, las leyendas hindúes de ambos escritores, Die Augen des ewigen Bruders [Los ojos del hermano eterno], de Zweig y Siddhartha, de Hesse. En ninguna de sus obras, Hesse y Zweig habían estado tan próximos desde el punto de vista temático como en esos relatos. Es cierto que Los ojos del hermano eterno trata de un juez justo obligado a admitir que no debe imponer castigos que él mismo no conoce; el relato tiene lugar en la India prebudista y reflexiona sobre la afirmación principal de «que cualquiera que mate a un hombre está matando a su propio hermano»; pero, sobre todo, esta narración discurre acerca de la vivencia de la guerra, mientras que, al mismo tiempo, en Siddhartha, Hesse, a partir del ejemplo del desarrollo ascético de Buda, actualiza para Occidente los conocimientos universales del taoísmo. Sin embargo, ambas son novelas de aprendizaje que pretenden mostrar un camino en ese sentido, y ambas tienen en común el entorno que Hesse y Zweig, en 1908 y 1911 respectivamente, habían experimentado en sus viajes de varios meses por Asia.

La profundización en los aspectos psicológicos de la trama que observamos ya en el Hesse de Demian, y la descarnada visión que aparece pocos años después en obras como Kurgast [En el balneario], Nürnberger Reise [Viaje a Nuremberg] y El lobo estepario, con las cuales el escritor pone en claro lo que él mismo calificaba de «conflictos de mi vida personal y espiritual» (10 de febrero de 1923), puede observarse también en las obras de posguerra de Zweig. Sólo que a éste, a diferencia del autocrítico Hesse, no le importa en principio elucidar los problemas de la época a partir de su propio caso; en Zweig, dichos conflictos desembocan, más bien, en las narraciones que él denominó «relatos de la pasión», en las biografías y en los estudios psicológicos de algunas personalidades, estudios que tienen como propósito extraer una «tipología del espíritu» tomando como ejemplo figuras de la talla de Dostoievski, Hölderlin, Kleist, Nietzsche, Freud, etcétera. Sea como sea, apenas dos décadas después, en su libro de memorias Die Welt von Gestern [El mundo de ayer],[301] Zweig intentará someterse a un análisis autocrítico muy similar a los de Hesse, y el resultado será un retrato que está más cerca de ser una fascinante historia de su época que una detallada y fiel historia de su propia vida. Queda claro, de este modo, que Zweig era capaz de comprender el implacable problema de El lobo estepario, el hambre de vida del hombre quincuagenario y su conflicto con una burguesía que, seis años más tarde, entregaría las riendas del poder al nacionalsocialismo, contribuyendo así, decisivamente, a provocar una nueva conflagración mundial que la misma novela de alguna manera pronosticaba, y que atribuía a la autocomplacencia generalizada. «El mundo, en la actualidad, está tan diabólicamente a gusto y satisfecho consigo mismo como si una “gran época” hubiese comenzado de nuevo», escribía Hesse en una carta dirigida a Zweig en noviembre de 1929.

Parejamente desilusionados por sus experiencias en la Primera Guerra Mundial, ambos escritores reaccionaron de un modo un tanto disímil ante las exigencias de esta supuesta «gran época» recién iniciada. Aunque fue uno de los primeros autores cuyos libros fueron a parar en las hogueras de los nazis (si bien sus obras estuvieron disponibles en librerías de Alemania hasta principios de 1936), Zweig no participó de un modo tan activo en la batalla periodística que se desató entre emigrantes y perseguidores como lo hicieron, por ejemplo, Thomas Mann o Hermann Hesse. Su negativa a colaborar con la revista del exilio Die Sammlung, fundada y dirigida por Klaus Mann, fue entendida como una traición por quienes habían sido forzados a emigrar. Apenas nadie se dio cuenta entonces de que, en caso de colaborar, Zweig hubiese proporcionado argumentos a los nazis para prohibir a uno de los autores más populares en lengua alemana. No sería él mismo quien justificara esa prohibición, más bien dejaría el ataque en manos de los enemigos. En el caso de Zweig, ese ataque tomó la forma de un humillante registro efectuado en su casa, en febrero de 1934, con el absurdo objetivo de buscar supuestas armas ocultas. «Cuatro policías revolvieron mi dormitorio —informaba a Romain Rolland en una carta del 25 de febrero de 1934— a fin de encontrar allí granadas de mano y ametralladoras». Lo revolvieron todo, escribió, excepto la buhardilla, y eso «a mí, que jamás estuve en ningún partido y que rechazo todo tipo de violencia». Fue entonces cuando Zweig emigró a Inglaterra —cosa que hizo sin su esposa (que se oponía a abandonar su país) y sus hijas (fruto de un primer matrimonio de Friderike)—, y cuando se separó de la editorial Insel, que había manejado su obra durante casi treinta años, y que, llegado el momento, actuó con él de un modo particularmente insolidario. A partir de entonces, los libros de Zweig comenzaron a aparecer en la editorial vienesa Herbert Reichner y, más tarde, lo hicieron en Estocolmo, en la editorial del exilio fundada por Gottfried Bermann Fischer.

Thomas Mann tuvo un destino similar. Tras una orden de prisión preventiva de julio de 1933 y la confiscación de su casa de Múnich, se vio obligado a emigrar primero a Zúrich y, en 1938, a los Estados Unidos. Por su parte, la situación de Hesse resultó aún más difícil. Dado que, desde 1912, residía en Suiza y era imposible para el régimen nazi hacerle pasar por humillaciones comparables a las de sus colegas; las restricciones a la publicación de sus libros no se produjeron sino hasta 1935, a raíz de una campaña de prensa iniciada contra él por Willi Vesper, que se oponía a sus reseñas de libros en la revista Bonniers Litterära Magasin, de Estocolmo. «El poeta alemán Hermann Hesse —informaba por entonces la revista Die Neue Literatur, de Leipzig— asume el mismo papel de traidor al pueblo que correspondió ayer a la crítica judía», con lo cual «traiciona a toda la poesía alemana a favor del judaismo y de los enemigos de Alemania». Fueron esos ataques los que obligaron a Hesse a considerar que había llegado la hora de confiar su obra a una editorial del exilio, y nada parecía más obvio para él que ponerla en manos del exiliado yerno de su editor Samuel Fischer que, por su parte, había fallecido en 1934.

Pero las cosas tomaron un rumbo diferente. A raíz de la llamada «arianización» de las editoriales alemanas, se exigió a los dueños judíos de la editorial S. Fischer —que desde principios de siglo manejaban la obra de Hermann Hesse y de Thomas Mann, entre otros autores desafectos al régimen— que abandonaran la empresa. De ese modo fue expropiada la editorial más prestigiosa de Alemania, así como todas las demás casas editoras judías, que debían ser posteriormente adquiridas por empresas adictas al régimen nazi. En cualquier caso, y gracias a hábiles negociaciones con la Cámara de Escritores del Reich, Peter Suhrkamp, nombrado en 1933 gerente de la editorial por el propio Samuel Fischer, logró burlar esos propósitos. Suhrkamp consiguió una autorización para transferir a Suiza los derechos de los autores de la editorial que eran considerados indeseados en Alemania, llevar sus stocks de libros a Viena e indemnizar financieramente a la familia Fischer, lo cual posibilitó a Gottfried Bermann Fischer la creación de su propia editorial austríaca en el exilio. Un resultado bastante sorprendente por feliz, teniendo en cuenta los procedimientos al uso en aquella época. En el asunto tuvieron que ver varios factores. En primer lugar, y según la jerga de entonces, Suhrkamp era «ario», y, siendo sargento, había sido condecorado en la Primera Guerra Mundial. Pero al fin y al cabo, lo verdaderamente decisivo fue que, durante su temprana actividad docente, Suhrkamp había ejercido el cargo de director pedagógico de la comunidad escolar libre de Wickersdorf, donde había sido el maestro preferido de un sobrino de su interlocutor nazi en aquellas negociaciones, el doctor Heinz Wismann. Eso determinó, por último, que le autorizaran a refundar la prestigiosa editorial S. Fischer y a continuar dirigiéndola, a modo de sociedad comanditaria, sin la presencia de los autores indeseados.

El acuerdo tuvo, sin embargo, ciertos inconvenientes: la Cámara de Escritores del Reich no aprobó la liberación de los derechos de las obras de Hermann Hesse, por más que Bermann Fischer (con la anuencia del escritor) se esforzara por negociar este punto con las autoridades de Berlín. Y es que los gobernantes conocían muy bien la popularidad de esos libros, sobre todo entre los jóvenes. Por otro lado, la obra temprana del poeta, con su arraigo en el ámbito alemán, no parecía contradecir las ambiciones nacionalistas de las autoridades. Por último, la esperanza de ganar a Hesse para el bando nazi tuvo que haber desempeñado algún papel. De lo contrario, quizá, las autoridades alemanas jamás hubiesen reaccionado de un modo tan evidentemente pasivo ante las reseñas de libros que Hesse publicaba en Bonniers Litterära Magasin, y mucho menos ante su negativa a firmar el formulario de la Asociación de Escritores del Reich, esbozado por Gottfried Benn y mediante el cual, a partir de 1934, todo autor que desease publicar en Alemania en el futuro se comprometía a tributar lealtad al régimen nazi. Con el veto de Berlín quedó bloqueado de momento el propósito de Hermann Hesse de seguir el ejemplo de Thomas Mann y de Stefan Zweig y marcharse al exilio con sus libros. Sólo después de 1942 se pudieron publicar de nuevo en Suiza (sin autorización de importación) sus libros de crítica, indeseados en Alemania y agotados en aquel país. Su obra restante permaneció en manos de la editorial berlinesa, permanentemente amenazada. Sin embargo, Peter Suhrkamp consiguió una vez más evitar la prohibición total de Hesse, y siguió publicando, con riesgo de su propia vida, al autor alemán, lo mismo que a casi un tercio de los autores indeseados en la época del nacionalsocialismo. Finalmente, en 1944, Suhrkamp fue arrestado por la Gestapo, acusado de alta traición a la patria, condenado ante el Tribunal Popular e internado en los campos de concentración de Ravensbrück y Sachsenhausen, a los que sobrevivió milagrosamente, a pesar de padecer una enfermedad mortal.

En cuanto a Stefan Zweig, su respuesta a la campaña de prensa en la que se vio envuelto en el año 1933 —cuando su editor, Anton Kippenberg, entregó para su publicación en la recién «nazificada» revista Börsenblatt des Deutschen Buchhandels la justificación del autor sobre por qué no quería colaborar con la revista del exilio de Klaus Mann— fue la biografía Erasmo de Rotterdam: triunfo y tragedia de un humanista, publicada en 1934. Igual que el Jeremías de la pieza teatral publicada en tiempos de la Primera Guerra Mundial, el Erasmo de Zweig confirmaba los propios puntos de vista del autor, en este caso su reticencia a la polémica. Porque ese humanista holandés, que aspiraba a un equilibrio entre Roma y las fuerzas reformistas, y que por ello no se solidarizaba con ninguno de los partidos en pugna, fue rechazado y discriminado por ambas partes. De él proviene también la conocida profecía «Donde se empieza quemando libros, se terminará luego quemando a seres humanos», que pronunciara a raíz del auto de fe de los escritos de Lutero. Usando como ejemplo a Erasmo, Zweig fundamentó su propia moderación y la de otros compañeros de generación, como Hesse y Thomas Mann, frente a la estandarización del espíritu.

Zweig se resistió durante meses, en un esfuerzo que finalmente no fructificó, a la posibilidad de verse atrapado en las pugnas políticas en las que, según escribe en una carta a Hesse fechada el 9 de diciembre de 1933, habían estado «tirando» de él «tanto desde la derecha como desde la izquierda». Al final, sin embargo, y a raíz de la publicación de algunas cartas privadas, escribe, habían conseguido arrastrarlo al «estercolero de la política». Fue a raíz de eso, según confirma en la carta, que escogió a Erasmo como figura salvadora: «[Erasmo] el hombre del centro y de la razón, que también se vio atrapado entre las ruedas de molino del protestantismo y del catolicismo; como nosotros, que ahora nos encontramos en medio de los grandes movimientos contrapuestos de nuestros días. Fue para mí un pequeño consuelo ver lo mal que le fue, saber que uno no está solo cuando se atormenta, como hombre decente, a la hora de tomar decisiones y resoluciones difíciles, en lugar de acomodarse y salir corriendo en busca de resguardo tras las espaldas de un partido». Y Zweig fue aún más claro en una carta dirigida a Otto Basler, amigo de Hesse, el 1 de diciembre de 1933, y todavía inédita: «Yo pretendía callar, puesto que no deseo multiplicar el odio en el mundo (eso se lo dejo a otros)». Pero la equidistancia de Zweig provocó a los hombres de partido, que no suelen escatimar recursos a la hora de machacar a cualquier persona prominente que no se compromete con lo que ellos defienden. Zweig, desde luego, estaba al tanto, por una variedad de vías, de lo que acontecía en Alemania, y así lo hacía saber a sus corresponsales desde su exilio londinense; pero ni siquiera eso condicionó su inclinación por un partido o por otro. «Recibo líneas tan estremecedoras desde ese silencio, que no quiero decir nada en contra de Alemania, salvo que ahora no tengo ningún vínculo ni me gustaría tenerlo con ese país […] Esa ha sido, desde siempre, la postura más desagradecida en el mundo, el situarse en medio de los fanáticos; porque sobre el bondadoso y el mediador se arrojan siempre los de ambos bandos: y es precisamente ese destino, el del hombre no fanático, el que quisiera exponer en un libro sobre Erasmo».

Hesse tuvo una experiencia similar, y así se lo comunicó a Zweig en una carta del 15 de febrero de 1935: «En los últimos tiempos, las cosas se han desenvuelto de modo tal que nosotros, ya antes bastante aislados, nos vemos ahora detestados e infamados por nuestros propios correligionarios, y todo porque no nos entregamos como mero instrumento de lucha política. En alguna parte deben de quedar algunas existencias que den continuidad […] a ciertas tradiciones, y […] pienso […] en algunas antiguas y respetables convenciones como la honestidad intelectual, etcétera. Entre esas tradiciones a las que hago referencia y cuya protección nos incumbe, están, sobre todo, el sentido de la calidad, el no doblegarse ante la cantidad».

Era ése, precisamente, el mensaje que Hesse más estimaba del libro de Stefan Zweig sobre Erasmo. Al mismo tiempo, Hesse compartía algunas reticencias de Thomas Mann frente a las tesis de Zweig. Mann se negaba a aceptar la analogía entre Hitler y Lutero —a quien el austriaco describía como el «zafio hombre de Wittenberg, de ánimo fuerte y ciego de violencia»—. Tras la lectura de la versión publicada en noviembre de 1933, Mann comunicó a Zweig: «Está escribiendo usted, en cierto modo, el mito de nuestro tiempo, […] y la legitimación de la aparente ambigüedad que sufrimos». Hesse expresaba una opinión similar en su reseña del libro, que no fue publicada hasta septiembre de 1935 —y en Suecia, dado que no hubiera sido posible hacer una recomendación pública de la obra en Suiza y mucho menos en Alemania—. Para Hesse, el rival de Erasmo no era Lutero, sino «el no menos sagaz Nicolás Maquiavelo, el racionalista teórico de la política del poder. A él opone Zweig en el último capítulo —escribía Hesse— al humanista, y llega a la conclusión de que, a pesar de todas las guerras y todas las victorias de la política de poder, siempre estará vivo el ideal de una justicia supranacional y una “humanización de la humanidad”, ideal que ejerce también su influencia, como fuerza espiritual, en la educación de los hombres. Erasmo, hombre célebre y sin embargo apenas leído, […] cobra en esta biografía una notable actualidad, y, en la medida en que el lector aprenda a ver de un modo nuevo a esta figura ejemplar, también sabrá apreciar de una manera inédita al autor de este libro».

Esa fue la última reseña de Hermann Hesse sobre una obra de Stefan Zweig. Después de 1936, Hesse hubo de suspender sus, hasta entonces, bastante regulares comentarios de libros, y sustituirlos por recomendaciones esporádicas que, además, sólo eran posibles en publicaciones suizas. Con todo, Hesse no renunció a dar contestación al terror aberrante de los sistemas totalitarios, y lo hizo por medio de su obra pedagógica de madurez, El juego de abalorios.

Aunque Zweig no vio El juego de abalorios publicado en forma de libro —había sido prohibido en Alemania y sólo apareció en Suiza en 1943—, el capítulo inicial publicado a modo de anticipo lo llevó, en enero de 1935, a escribir a Hesse: «Pocas veces una obra poética y de pensamiento me ha conmovido tanto como El juego de abalorios […]. No hay nada más importante que la idea sobre cómo lo individual puede desplegarse en oposición a la mecanización […], y el hecho de que usted resuelva ese problema en un sentido afirmativo, y no con la forma habitual de la mera resignación, ha sido de mucho provecho para mí. […] Estimo y aprecio mucho su actitud resoluta en lo más íntimo, una actitud que no reacciona ante los movimientos periféricos». El imperturbable terror llegado desde el exterior obligaba a los mejores a una interiorización: «en la misma medida en que los otros se vuelven más gregarios, con tanta mayor tozudez afirmarán su derecho los hombres que caminan solos».

La carta de enero de 1935 termina con el deseo de un reencuentro que, al cabo, no tuvo lugar sino hasta dos años después, en el transcurso de una estancia de dos semanas de Zweig en Lugano. La tarde que pasaron juntos, el 17 de septiembre de 1937 —y por la cual Hesse daba las gracias en una carta perdida—, parece haber sido tan placentera y emocionante que Hesse terminó por invitar a Zweig a visitar Montagnola la semana siguiente. Este plan finalmente no se concretó: Zweig había acordado previamente alojarse unos días en la casa de Arturo Toscanini.

En cualquier caso, ésa fue la última vez que se vieron, y un año después su intercambio epistolar también llegó a su fin. En su última carta, Hesse agradecía a Zweig informaciones sobre el establecimiento en Inglaterra de cierta emigrante; uno de los centenares de casos que, tras el comienzo de la Segunda Guerra Mundial, acapararon el tiempo de ambos escritores, y que terminarían por arrastrar al austriaco en un torbellino de desazón. «Lo más triste, querido Hermann Hesse, es que el trato forzoso y constante con personas desesperadas y sin salida lo debilita a uno demasiado; y éstas, que nos arrasan, son únicamente las primeras oleadas de una avalancha descomunal», le escribía Zweig a Hesse el 9 de julio de 1938.

Zweig apenas fue capaz de soportar esa terrible situación durante cuatro años, y como en una floración forzosa —a pesar de las turbulencias políticas y los continuos cambios de domicilio— escribió sus últimas obras, que probablemente sean las mejores. Tras divorciarse de su esposa Friederike, Zweig se trasladó, del Londres repleto de exiliados, a un sitio más tranquilo: el balneario de Bath, en el suroeste de Inglaterra. Allí escribió, tras un viaje de investigación por los Estados Unidos, la historia de la primera circunnavegación del mundo, emprendida por Magallanes y finalizada por Elcano; emprendió también una biografía de Balzac, que quedaría inconclusa, y la novela Ungeduld des Herzens [La impaciencia del corazón].[302] Al estallar la Segunda Guerra Mundial, se estableció en Estados Unidos con su secretaria Lotte Altmann, con la que se había casado poco tiempo antes. Cuando Estados Unidos —país en el que publicó su libro de memorias El mundo de ayer—entró en la guerra, Zweig huyó de allí, y se marchó a Brasil, lugar al que describiría en otra de sus últimas obras como un «país de futuro» cuya apacible mezcla de culturas le parecía contradecir, como ninguna otra nación, cualquier ideología racista. Allí concibió también la historia de otro gran error histórico, el de Américo Vespucio, así como un ensayo sobre Montaigne[303] y, por último, su novela corta Schachnovelle [Novela de ajedrez],[304] que contenía una profunda crítica al mundo contemporáneo y que, con razón, es uno de sus textos más conocidos. Después de eso, se agotaron sus reservas: como pesos de plomo, también en Brasil seguían abrumándolo los destinos de sus colegas que buscaban auxilio. Ayudaba cada vez que podía, con dinero, con consejos, sirviendo de mediador. Solía hacer envíos regulares de cheques a colegas que se encontraban en la pobreza, ése fue el caso de Joseph Roth y de Ernst Weiss, sólo por mencionar los dos ejemplos más conocidos. Pero aquello era un barril sin fondo. «Ellos no sospechan cuántas desgracias me confían, sin darse cuenta de que yo también estoy desesperado», escribió a Romain Rolland. Ya en 1915 se había quejado ante el francés de los padecimientos que le imponía su imaginación visionaria: «preveo la desgracia de millones de personas y no me siento capaz nunca —¡nunca!— de decir: ése no soy yo, ésos son los otros». Lo que hasta entonces había conseguido, esto es, ponerse a salvo a través de la escritura, le parecía ahora imposible. Entonces, aún predominaba la sensación de que la triunfal marcha de Hitler era indetenible, y que también lo era la «perversa fascinación que impulsaba a los hombres a besar la misma mano que los mantenía bajo un yugo». Según Zweig, la posibilidad de generar confianza en otros nacía de la propia capacidad de confiar; transmitir entusiasmo a los otros dependía de nuestro entusiasmo. «¿Y cómo voy a encontrar yo ahora ese entusiasmo?», se preguntaba en su carta de despedida. Y dado que no se sentía capaz de hacer responsable a toda Alemania por la crueldad de sus verdugos, y porque consideraba vedado responder a la violencia con más violencia, esa presión del exterior se fue dirigiendo cada vez más al interior, contra sí mismo. «La incapacidad de responder al odio con más odio», le había escrito a Hans Carossa en noviembre de 1933, era para él «un profundo peligro, porque, del mismo modo que el hombre que llora se libera a través de las lágrimas, también lo hace el hombre que odia, a través de un odio terrible que blande como un arma». Zweig, por el contrario, conocía una única reacción ante los acontecimientos: el desconcierto interior. Si se añade a todo esto su gran capacidad de análisis de los acontecimientos y su impaciencia, se comprende mejor su sensación de desesperanza. A Zweig le pareció mejor quitarse la vida, en lugar de verse en la situación de ser incapaz de afirmar nada más. El escritor y su mujer, Lotte, pusieron fin a esa situación insoportable el 22 de febrero de 1942, con una sobredosis de Veronal.

«En ocasiones la amargura nos impregna como el agua a la esponja». Con esa frase sobre la época que le tocó vivir concluye Hesse su última carta a Stefan Zweig, fechada el 27 de julio de 1938. Las ideas de suicidio también resultaban familiares a Hesse, que intentó suicidarse en dos ocasiones: la primera, siendo apenas un quinceañero, y la siguiente durante la gran crisis que rodeó la creación de El lobo estepario, a la edad de cuarenta y seis años. El último de esos intentos —con Veronal, igual que los Zweig— hubiese prosperado si Hesse no hubiera sido descubierto a tiempo y llevado a una clínica. Al final, no menos afectado que Zweig por las consecuencias del nacionalsocialismo, Hesse sobrevivió a su amigo veinte años.

Establecido desde 1912 en Suiza, país cuya ciudadanía adoptó a partir de 1924, casado desde 1931 con una mujer judía, sobrevivió a los difíciles años y a las estrecheces económicas que le impuso la prohibición de sus libros en Alemania y la retención de sus escasos honorarios en cuentas alemanas bloqueadas. Como ya había sucedido durante la Primera Guerra Mundial, Hesse consiguió mantenerse a flote gracias a la generosidad de distintos mecenas suizos, principalmente Georg Reinhart y Helene Welti, pero también el coleccionista beethoveniano Hans Conrad Bodmer, que en 1931 construyó una casa para Hesse, vivienda que puso luego a disposición del autor de forma vitalicia. (Zweig, por el contrario, jamás tuvo problemas financieros: ya en vida era el autor de lengua alemana más traducido, un estatus que Hesse sólo alcanzó post mortem).

Thomas Mann, que conoció muy bien a Zweig y a Hesse, y que, durante su exilio, trabajó con igual compromiso que ellos en favor de los perseguidos, el escritor de Calw era el «más querido y próximo de sus colegas». Sobre Stefan Zweig dijo que nunca antes «se había llevado con mayor modestia, con más auténtico pundonor y humildad menos fingida una celebridad universal […]. Su fama mundial era bien merecida, y es trágico que la resistencia de este hombre tan talentoso se haya quebrado bajo la presión de la época […]. Pocos saben hasta qué punto aprovechó el largo brazo de su influencia, sus elevados ingresos, ante los que sentía gran desapego, a fin de promover, salvar y apoyar a otros. Su fama literaria se convertirá en leyenda, como la de aquel gran otro pacifista de Rotterdam, pero su capacidad de amar seguirá siendo la insignia de ese hombre generoso y esencialmente bueno».

V. M.

Fráncfort, abril de 2006