park
Park ya no cogía el autobús. No hacía falta. Su madre le regaló el Impala cuando el padre de Park le compró a ella un Taurus…
Ya no cogía el autobús porque tenía todo el asiento para él solo.
Lástima que el Impala estuviera inundado de recuerdos.
Algunas mañanas, si Park despertaba temprano, se sentaba en el aparcamiento con la cabeza sobre el volante y dejaba que la presencia de Eleanor lo inundase hasta que se quedaba sin aire.
En el instituto, no se sentía mejor.
Eleanor no estaba en las taquillas. Ni en clase de literatura. El señor Stessman había dicho que era inútil leer Macbeth en voz alta sin Eleanor.
—¡Qué vergüenza, señor, qué vergüenza! —se lamentó.
A la hora de la cena, Eleanor ya no lo acompañaba. Cuando Park veía la tele, Eleanor ya no estaba allí para apoyarse en él.
Park pasaba casi todas las tardes tendido en la cama porque era el único lugar de la casa en el que Eleanor no había estado.
Se tumbaba en la cama y nunca encendía el equipo.
eleanor
Eleanor ya no cogía el autobús. Su tío la llevaba al instituto. La había obligado a matricularse, aunque solo quedaban cuatro semanas de clase y todo el mundo estaba estudiando para los finales.
En el nuevo centro no había ningún chico asiático. Ni tampoco chicas negras.
Cuando su tío se disponía a viajar a Omaha, le dijo a Eleanor que no hacía falta que lo acompañase. Pasó tres días fuera y a la vuelta trajo consigo la bolsa de basura con las cosas de Eleanor. Ella ya tenía ropa nueva. Y una cartera nueva y un radiocasete. Y un paquete de seis cintas vírgenes.
park
Eleanor no llamó aquella primera noche.
Bien pensado, no había prometido que lo haría. Ni tampoco que le escribiría, pero Park lo había dado por supuesto. No lo había dudado ni por un momento.
Cuando Eleanor bajó del coche, Park permaneció a la espera delante de casa de su tío.
Habían quedado en que se marcharía en cuanto alguien respondiese. Así se aseguraban de que hubiera alguien en la casa. Park, sin embargo, no podía marcharse así como así.
Una mujer abrió la puerta y le dio a Eleanor un gran abrazo. Park esperó, por si ella cambiaba de idea. Por si al final decidía pedirle que entrara a conocer a sus tíos.
La puerta se cerró. Park recordó su promesa y arrancó el motor. Cuanto antes llegue a casa, pensó, antes tendré noticias suyas.
Le envió a Eleanor una postal desde la primera estación de servicio. «Bienvenidos a Minnesota, tierra de los diez mil lagos».
Cuando Park llegó a casa, su madre corrió a abrazarlo.
—¿Ha ido todo bien? —le preguntó el padre.
—Sí —respondió el chico.
—¿Qué tal con la camioneta?
—Bien.
El hombre fue a echarle un vistazo de todos modos.
—Tú —le dijo la madre de Park—. Yo era muy preocupada por ti.
—No me pasa nada, mamá, solo estoy cansado.
—¿Y Eleanor? —quiso saber la mujer—. ¿Ella bien?
—Eso espero. ¿Ha llamado?
—No. Nadie ha llamado.
En cuanto su madre lo dejó marchar, Park corrió a su habitación para escribirle una carta a Eleanor.
eleanor
Cuando la tía Susan abrió la puerta, Eleanor ya estaba llorando.
—Eleanor —repetía la tía Susan una y otra vez—. Oh, Dios mío, Eleanor. ¿Qué haces aquí?
Eleanor trató de explicar que no pasaba nada grave. Aunque no era verdad. No estaría allí si todo fuera bien. Eso sí, nadie había muerto.
—Nadie ha muerto —dijo Eleanor.
—¡Ay, Señor! ¡Geoffrey! —gritó la tía Susan—. Espera aquí, cielo. Geoff…
Una vez a solas, Eleanor comprendió que no debería haberle pedido a Park que se marchara de inmediato.
No estaba lista para separarse de él.
Abrió la puerta principal y salió corriendo a la calle. Eleanor miró a ambos lados, pero Park ya se había ido. Cuando ella se dio media vuelta, sus tíos la observaban desde el porche.
Llamadas telefónicas. Poleo menta. La tía y el tío de Eleanor hablando en la cocina mucho después de que ella se hubiera acostado.
—Sabrina…
—Los cinco.
—Tenemos que sacarlos de allí, Geoffrey…
—¿Y si no dice la verdad?
Eleanor se sacó la foto del Park del pantalón trasero y la alisó contra el edredón. No parecía él. Desde octubre había transcurrido una eternidad. Y aquella tarde se le antojó toda una vida también. El mundo giraba tan rápidamente que Eleanor ya no sabía ni dónde estaba.
La tía Susan le prestó algunos pijamas —usaban más o menos la misma talla— pero Eleanor se puso la camiseta de Park en cuanto salió de la ducha.
La prenda olía a él. A su casa, a popurrí. A jabón, chico y felicidad.
Cogiéndose con las manos el hueco que tenía en el estómago, Eleanor se dobló hacia delante en la cama.
Nadie la creería nunca.
Eleanor le escribió una carta a su madre.
Le decía todo lo que había querido expresar a lo largo de aquellos seis meses.
Le pedía perdón.
Le suplicaba que pensara en Ben, en Mouse… y en Maisie.
La amenazaba con llamar a la policía.
La tía Susan le dio un sello.
—Están en el cajón de la cocina, Eleanor, coge los que te hagan falta.
park
Cuando se hartaba de estar encerrado en su cuarto, cuando ya no quedaba nada en el mundo que oliera a vainilla, Park se acercaba a casa de Eleanor.
A veces la camioneta estaba allí, otras no. De vez en cuando, el rottweiler dormía en el porche. Sin embargo, los juguetes rotos habían desaparecido y no se veía niños de cabello rojizo jugando en el jardín.
Josh le había dicho que el hermano pequeño de Eleanor ya no iba al colegio.
—La gente dice que se han marchado. Toda la familia.
—Qué buena noticia —comentó la madre de Park—. Puede que esa mujer tan guapa ha reaccionado por fin. Buena noticia para Eleanor.
Park se limitó a asentir.
Se preguntó si las cartas que le enviaba a diario llegaban siquiera al lugar donde ella vivía ahora.
eleanor
Había un teléfono de disco en el cuarto de invitados. La habitación de Eleanor. Cada vez que sonaba, a Eleanor le entraban ganas de cogerlo y decir: «¿Qué hay, comisario Gordon?».
En ocasiones, cuando estaba sola en casa, descolgaba el auricular de su dormitorio y escuchaba el pitido.
Fingía marcar el número de Park, dejando que el dedo patinase sobre el disco. A veces, cuando el pitido cesaba, simulaba que estaba hablando con él en susurros.
—¿Alguna vez has tenido novio? —le preguntó Dani.
Dani era una amiga del campamento de teatro. Comían juntas, sentadas en el escenario con las piernas colgando hacia el foso de la orquesta.
—No —respondió Eleanor.
Park no era su novio, era un superhéroe.
—¿Y te has besado con algún chico?
Eleanor negó con la cabeza.
No era su novio.
Y no romperían. Ni se cansarían el uno del otro. Ni se distanciarían. (Su historia nunca sería el típico romance de instituto).
Sencillamente, la habían dejado ahí.
Eleanor lo había decidido cuando viajaban en la camioneta. Tomó la decisión en Albert Lea, Minnesota. Si no se iban a casar —si su amor no iba a ser eterno—, solo era cuestión de tiempo.
Iban a dejarlo ahí.
Park nunca la amaría más que el día de su despedida.
Y Eleanor no podría soportar que la amara menos.
park
Cuando se hartaba de sí mismo, acudía a la vieja casa de Eleanor. A veces la camioneta estaba allí. Otras no. En ocasiones, Park se quedaba en la acera, detestando todo lo que aquella casa representaba.