eleanor
Solo faltaba un día para las vacaciones de Navidad. Eleanor no fue a clase. Le dijo a su madre que se encontraba mal.
park
Cuando llegó a la parada del autobús el viernes por la mañana, Park estaba dispuesto a disculparse. Pero Eleanor no apareció. Se le quitaron las ganas de pedir perdón.
—¿Y ahora qué? —preguntó en dirección a la casa de Eleanor.
¿Iban a cortar por eso? ¿Iban a pasar tres semanas sin hablarse?
Sabía que Eleanor no tenía la culpa de que en su casa no hubiera teléfono y que aquel lugar era la Fortaleza de la Soledad pero… venga. Qué fácil le resultaba desaparecer del mapa cada vez que le venía en gana.
—Lo siento —dijo mirando su casa, en voz demasiado alta. En el jardín que Park tenía detrás, un perro empezó a ladrar—. Lo siento —le susurró al animal.
El autobús dobló la esquina y se paró. Tina lo miraba desde la ventanilla trasera.
Lo siento, pensó, ahora sin volver la vista atrás.
eleanor
Como Richie estaba en el trabajo, Eleanor no tenía que quedarse en su cuarto, pero lo hizo de todos modos. Como un perro escondido en su caseta.
Se le acabaron las pilas. Se le acabó la lectura…
Pasó acostada tanto tiempo que cuando se levantó el domingo por la tarde para cenar, se mareó. (Su madre le dijo que tendría que salir de la cripta, si tenía hambre). Eleanor se sentó en el sofá junto a Mouse.
—¿Por qué lloras? —le preguntó el niño.
Sostenía un burrito de judías que le goteaba por la camiseta y el suelo.
—No lloro —dijo Eleanor.
Mouse levantó el burrito para lamer las gotas.
—Sí lloras.
Maisie miró a Eleanor y luego devolvió la vista a la tele.
—¿Es porque odias a papá? —preguntó Mouse.
—Sí —dijo Eleanor.
—Eleanor —la reprendió su madre, que salía de la cocina.
—No —se corrigió Eleanor, negando con la cabeza—. Ya te lo he dicho, no lloro.
Volvió a su cuarto y se acostó. Frotó la cara contra la almohada.
Nadie la siguió para preguntarle qué le pasaba.
Tal vez su madre se hubiera dado cuenta de que había perdido el derecho a hacerle preguntas por toda la eternidad cuando la había mandado a casa de unos extraños durante un año entero.
O puede que le diese igual.
Eleanor se tumbó de espaldas y cogió el agotado Walkman. Sacó la cinta y la sostuvo contra la luz mientras hacía girar las ruedas con el dedo y miraba la letra de Park, escrita en la etiqueta.
Never mind the Sex Pistols… Canciones para Eleanor.
Park pensaba que había sido ella misma quien había escrito aquellas groserías en sus propios libros.
Y se había puesto de parte de Tina contra ella. De Tina, nada menos.
Volvió a cerrar los ojos y recordó aquel primer beso. Eleanor se había echado hacia atrás y había separado los labios. Había creído a Park cuando le había dicho que la consideraba especial.
park
Llevaban ya una semana de vacaciones cuando el padre de Park le preguntó a su hijo si Eleanor y él habían roto.
—Más o menos —respondió Park.
—Es una pena —dijo el hombre.
—¿Ah, sí?
—Bueno, debe de serlo, porque pareces un niño de cuatro años perdido en unos grandes almacenes.
Park suspiró.
—¿Y no puedes pedirle que vuelva? —le preguntó su padre.
—Ni siquiera quiere hablar conmigo.
—Ojalá pudieras hablar de esto con tu madre. La única estrategia que conozco para ligar es fardar de uniforme.
eleanor
Llevaban ya una semana de vacaciones cuando la madre de Eleanor la despertó antes del alba.
—¿Te vienes de compras conmigo?
—No —dijo Eleanor.
—Venga, necesitaré ayuda para llevar las cosas.
La madre de Eleanor tenía las piernas muy largas y caminaba a paso vivo. Ella se veía forzada a corretear un poco para no quedarse atrás.
—Hace frío —dijo.
—Ya te he dicho que te pusieras un gorro.
También le había sugerido que se pusiera calcetines, pero quedaban fatal con las Vans de Eleanor.
La caminata duró cuarenta minutos.
Cuando llegaron a la tienda, la madre de Eleanor compró un cuerno de crema de oferta y un café de veinticinco centavos para cada una. Eleanor se echó crema en polvo y sacarina en el suyo. Luego siguió a su madre a la cubeta de saldos; tenía la manía de ser la primera en rebuscar entre las cajas de cereales aplastadas y las latas abolladas.
Después se dirigieron a la tienda de segunda mano. Eleanor encontró un montón de revistas Analog y se acomodó en el sofá menos mugriento que encontró de la sección de muebles.
Cuando llegó la hora de marcharse, la madre de Eleanor se acercó por detrás con una gorra horripilante y se la plantó en la cabeza.
—Genial —dijo Eleanor—. Ahora tendré piojos.
Se sintió mejor de camino a casa. (Aquella, seguramente, había sido la finalidad de aquel viaje). Seguía haciendo frío, pero brillaba el sol y la madre de Eleanor tarareaba una canción de Joni Mitchell sobre nubes y circos.
Eleanor estuvo a punto de contárselo todo.
De hablarle de Park, de Tina, del autobús y de la pelea, acerca de aquel lugar entre la casa de los abuelos de Park y la autocaravana.
Las palabras le quemaban la garganta, como si tuviera una bomba a punto de estallar —o un tigre a punto de saltar— en la base de la lengua. Le costó tanto guardárselas para sí que se le saltaron las lágrimas.
Las bolsas de plástico se le clavaban en las palmas. Eleanor negó con la cabeza y tragó saliva.
park
Una mañana, Park se dedicó a pasar en bici por delante de la casa de Eleanor una y otra vez hasta que la camioneta del padrastro partió y un niño salió a jugar en la nieve.
Era el mayor, Park no recordaba su nombre. El chico subió las escaleras a toda prisa cuando Park se detuvo delante de la vivienda.
—Eh, espera —lo llamó Park—. Perdona, oye… ¿está tu hermana dentro?
—¿Maisie?
—No, Eleanor…
—No te lo pienso decir —replicó el niño mientras se metía corriendo en casa.
Park se dio impulso y se alejó pedaleando.