eleanor
¿Se comportaría Park de un modo distinto?
¿Ahora que le había dicho que la quería? (O más bien que la quiso, como mínimo durante un par de minutos, el viernes por la noche. Al menos el tiempo suficiente para decírselo).
¿Se comportaría de un modo distinto?
¿Desviaría la mirada?
Estaba distinto. Más guapo que nunca. Cuando Eleanor cogió el autobús, vio a Park sentado al fondo. Estaba muy tieso para que ella pudiera verlo. (O quizás para ver a Eleanor cuando subiera). Y después de dejarla pasar, volvió a acomodarse pegado a ella. Se acurrucaron juntos.
—Ha sido el fin de semana más largo de mi vida —dijo Park.
Eleanor se rio y se apoyó contra él.
—¿Pasas de mí? —le preguntó Park.
Ojalá Eleanor pudiera decir cosas así. Ojalá pudiera preguntarle cosas así, aunque fuera en broma.
—Sí —respondió ella—. Paso muchísimo.
—¿Sí?
—¿Tú qué crees?
Eleanor se metió la mano en el bolsillo de la chaqueta y deslizó la cinta de los Beatles en el de Park. Él le cogió la mano y se la llevó al corazón.
—¿Qué es esto?
Se sacó la cinta con la otra mano.
—Las mejores canciones que se han compuesto jamás. De nada.
Park se frotó la mano de Eleanor contra el pecho. Solo un poco. Lo suficiente para hacerla sonrojar.
—Gracias —dijo.
Eleanor esperó a estar en las taquillas para darle el segundo notición del día. No quería que nadie la oyera. De pie a su lado, Park le golpeteaba el hombro con la mochila.
—Le he dicho a mi madre que a lo mejor paso por casa de una amiga después de clase.
—¿En serio?
—Sí, pero no hace falta que sea hoy. No creo que cambie de idea.
—No, mejor hoy. Ven hoy a casa.
—¿No le vas a pedir permiso a tu madre?
Park negó con la cabeza.
—No le importará. Incluso me deja llevar chicas a mi habitación, siempre y cuando deje la puerta abierta.
—¿Chicassss? ¿Has llevado a tantas chicas a tu habitación como para tener normas al respecto?
—Claro —asintió Park—. Ya me conoces.
No, pensó Eleanor. En realidad, no.
park
Por primera vez desde hacía semanas, Park no terminó las clases con un nudo en el estómago, como si tuviera que empaparse de Eleanor lo suficiente para sobrevivir hasta el día siguiente.
Lo invadía otro tipo de ansiedad. Ahora que iba a presentársela a su madre, no podía evitar verla con otros ojos.
Su madre era esteticista y vendía productos Avon. Jamás salía de casa sin ponerse máscara de pestañas. Al ver a Patti Smith en la tele, la madre de Park se había enfadado.
—¿Por qué viste como hombre? Qué triste.
Aquel día, Eleanor llevaba una americana de piel y una vieja camisa vaquera. Tenía más en común con el abuelo de Park que con su madre.
Y el problema no solo era la pinta. También ella.
Eleanor no era… simpática.
No se podía negar que fuera buena persona. Honrada y sincera. Habría ayudado a una abuelita a cruzar la calle sin dudarlo un instante. Pero nadie —ni siquiera esa misma abuelita— habría dicho de ella: «¿Conoces a Eleanor Douglas? Qué mona es».
A la madre de Park le gustaba la gente agradable. Le encantaba. Adoraba sonreír, charlar del tiempo y mirar a los ojos… Todo aquello que Eleanor detestaba.
Además, su madre no pillaba el sarcasmo. Y Park estaba seguro de que no se debía a sus dificultades lingüísticas. Sencillamente, no lo pillaba. Llamaba a David Letterman «el feo antipático después de Johnny».
Park se dio cuenta de que le sudaban las manos y soltó las de Eleanor. Le puso la mano en la rodilla. La sensación fue tan agradable, tan nueva, que dejó de pensar en su madre durante unos minutos.
Cuando llegaron a la parada de Park, él se puso en pie para esperarla, pero Eleanor negó con la cabeza.
—Nos vemos allí —le dijo.
Lo inundó el alivio. Y luego el sentimiento de culpa. En cuanto el autobús se alejó, echó a correr hacia su casa. El hermano de Park aún no habría llegado, gracias a Dios.
—¡Mamá!
—¡Allí! —gritó ella desde la cocina. Se estaba pintando las uñas en un rosa nacarado.
—Mamá —repitió Park—. Hola. Oye, Eleanor vendrá a casa dentro de un rato. Mi, esto, mi Eleanor. Ahora. ¿Te parece bien?
—¿Ahora?
La madre de Park agitó el frasco. Clic, clic, clic.
—Sí, no hagas muchos aspavientos, ¿vale? Solo… sé guay.
—Vale —dijo ella—. Soy guay.
Park asintió. Echó un vistazo a la cocina y a la sala para asegurarse de que todo estuviera en orden. Luego comprobó su habitación. Su madre le había hecho la cama.
Abrió la puerta antes de que Eleanor tocara el timbre.
—Hola —lo saludó. Parecía nerviosa. Bueno, parecía enfadada, pero Park estaba seguro de que solo estaba aterrada.
—Hola —dijo Park a su vez. Por la mañana, solo podía pensar en cómo pasar más rato con Eleanor, pero ahora que ella estaba allí… empezó a preguntarse si todo aquello había sido buena idea—. Entra —la invitó—. Y sonríe —susurró en el último instante—, ¿vale?
—¿Qué?
—Sonríe.
—¿Por qué?
—Da igual.
La madre de Park los esperaba en el umbral de la cocina.
—Mamá, esta es Eleanor —la presentó.
La mujer sonrió de oreja a oreja.
Eleanor intentó sonreír también, pero se hizo un lío. Más parecía que estuviera deslumbrada o que se dispusiera a dar una mala noticia.
Park creyó advertir que las pupilas de su madre se dilataban, pero seguramente fueron imaginaciones.
Eleanor le tendió la mano a la mujer y esta agitó las suyas en el aire como diciendo: «Lo siento, me acabo de pintar las uñas», un gesto que dejó perpleja a la otra.
—Encantada de conocerte, Eleanor.
E-la-no.
—Encantada de conocerla también —respondió Eleanor, todavía rara y bizqueando.
—¿Vives cerca? —preguntó la madre de Park.
Eleanor asintió.
—Muy bien —dijo la mujer.
La otra volvió a asentir.
—¿Queréis palomitas? ¿Patatas fritas?
—No —la cortó Park—. O sea…
Eleanor negó con la cabeza.
—Solo vamos a ver la tele —dijo él—. ¿Te parece bien?
—Claro —asintió la madre—. Sabes dónde encontrarme.
La mujer volvió a la cocina y Park se acercó al sofá. Habría dado algo por vivir en una casa de dos plantas o con el sótano terminado. Cada vez que iba a casa de Cal, en Omaha oeste, su madre los enviaba abajo y los dejaba en paz.
Park se sentó en el sofá. Eleanor se acomodó en la otra punta. Ella miraba al suelo y se mordisqueaba las cutículas.
Él puso la MTV e inspiró profundamente.
Al cabo de unos minutos, Park se deslizó hacia el centro del sofá.
—Eh —dijo. Eleanor miraba la mesa baja, donde descansaba un frutero repleto de uvas. A la madre de Park le encantaban las uvas—. Eh —volvió a decir Park.
Se acercó más a ella.
—¿Por qué me has pedido que sonriera? —susurró Eleanor.
—No lo sé —respondió Park—. Porque estaba nervioso.
—¿Por qué estás nervioso? Esta es tu casa.
—Ya lo sé, pero nunca había traído a nadie como tú.
Eleanor clavó la vista en el televisor. Ponían un vídeo de Wang Chung.
Se levantó de repente.
—Nos vemos mañana.
—No —exclamó Park. Se levantó también—. ¿Qué dices? ¿Por qué?
—Lo que has oído. Nos vemos mañana —repitió Eleanor.
—No —repitió él. Le cogió los brazos por los codos—. Acabas de llegar. ¿Qué pasa?
Ella lo miró desolada.
—¿A nadie como yo?
—No he querido decir eso —se explicó Park—. Me refería a que nunca he traído a nadie que me importase tanto como tú.
Eleanor inspiró y negó con la cabeza. Las lágrimas corrían por sus mejillas.
—Da igual. No debería estar aquí. No quiero ponerte en evidencia. Me voy a casa.
—No —Park la atrajo hacia sí—. Tranquilízate, ¿vale?
—¿Y si tu madre me ve llorar?
—Pues… sería bastante incómodo, pero no quiero que te vayas —Park temía que, si la dejaba marchar, ella no volviera nunca—. Venga, siéntate a mi lado.
Park se sentó y tiró de Eleanor para obligarla a acomodarse a su lado. Él se había sentado en la parte del sofá que quedaba más cerca de la cocina.
—Odio conocer gente —susurró ella.
—¿Por qué?
—Porque no caigo bien.
—A mí me caíste bien.
—No, no te caí bien. Nos hicimos amigos por puro agotamiento.
—Ahora me caes bien —la rodeó con el brazo.
—No lo hagas. ¿Y si entra tu madre?
—No le importará.
—A mí sí —dijo Eleanor, y lo empujó—. Estoy agobiada. Me estás poniendo nerviosa.
—Vale —accedió Park, separándose de ella—. Pero no te vayas.
Eleanor asintió y se quedó mirando la televisión.
Al cabo de unos veinte minutos, volvió a levantarse.
—Quédate un rato más —le pidió Park—. ¿No quieres conocer a mi padre?
—Lo último que me apetece es conocer a tu padre.
—¿Volverás mañana?
—No lo sé.
—Ojalá pudiera acompañarte a casa.
—Puedes acompañarme a la puerta.
Park lo hizo.
—¿Le dirás adiós a tu madre de mi parte? No quiero que piense que soy una maleducada ni nada.
—Sí.
Eleanor salió al porche.
—Eh —dijo Park. Su voz sonó seca y frustrada—. Te he pedido que sonrieras porque estás preciosa cuando sonríes.
Ella bajó las escaleras y se volvió a mirarlo.
—¿Qué tal si me dijeras que estoy preciosa cuando no?
—No quería decir eso —intentó explicarse Park, pero Eleanor ya se alejaba.
Cuando Park entró, su madre salió sonriente.
—Tu Eleanor parece simpática —dijo.
Él asintió y se metió en su cuarto. No, pensó mientras se dejaba caer en la cama. No lo parece.
eleanor
Seguro que Park cortaba con ella al día siguiente. ¿Y qué? Al menos así no tendría que conocer a su padre. Jo, ¿qué pinta tendría? Idéntico a Tom Selleck; Eleanor había visto un retrato familiar en el mueble del televisor. En cuanto a Park de pequeño… Era monísimo. En plan Arnold. Toda la familia era mona. Incluido el hermano blanco.
La madre de Park parecía una muñeca. En El Mago de Oz —el libro, no la película— Dorothy llega a un lugar llamado «el delicado país de porcelana», cuyos habitantes son todos minúsculos y perfectos. Cuando Eleanor era pequeña y su madre le leía el libro, Eleanor había creído que los habitantes del delicado país eran chinos, por la porcelana china. Pero no, solo eran de porcelana, o más bien se convertían en tal si intentabas llevártelos a Kansas.
Eleanor se imaginaba al padre de Park, Tom Selleck, guardándose a su delicada muñeca en la chaqueta ignífuga y sacándola de Corea de extranjis.
Comparada con la madre de Park, Eleanor se sentía una giganta. No debía de ser mucho más alta que ella, unos cuatro o cinco centímetros, pero sí muchísimo más grande. Si un extraterrestre bajara a la Tierra a estudiar sus formas de vida, daría por supuesto que la madre de Park y ella no pertenecían a la misma especie.
Cuando Eleanor estaba entre chicas así —como la madre de Park, como Tina, como casi todas las chicas del barrio— se preguntaba dónde metían los órganos. O sea, ¿cómo alguien que tiene estómago, intestinos y riñones se puede enfundar unos vaqueros tan estrechos? Eleanor sabía que estaba gruesa, pero no se sentía gorda hasta tal punto. Notaba los huesos y los músculos justo debajo de la piel, de modo que eran muy grandes también. La madre de Park podría haberse puesto la caja torácica de Eleanor como chaleco y le habría quedado holgada.
Seguro que Park cortaba con ella al día siguiente, y no por que fuera inmensa. Cortaría con ella porque era un desastre. Porque no sabía relacionarse con gente normal sin ponerse histérica.
Todo aquello la sobrepasaba. Conocer a la madre de Park, tan preciosa y perfecta. Ver su casa, normal y perfecta. Eleanor no concebía siquiera que existieran casas así en aquel barrio infecto; viviendas enmoquetadas, con cestas de popurrí por todas partes. No concebía que existieran familias como aquella. Era la ventaja de vivir en una zona tan penosa: sus habitantes hacían honor al sitio. Por más que sus compañeros la detestaran por considerarla una tía enorme y rara, nadie la despreciaría nunca por vivir en un hogar roto y en una casa destartalada. En ese sentido, Eleanor era una más.
Era la familia de Park la que no encajaba. Parecían los Ingalls en versión urbana. Y Park le había dicho que sus abuelos vivían en la casa de al lado, que tenía jardineras y todo. Por Dios santo. Ni que fueran los Rockefeller.
La familia de Eleanor ya era un desastre antes de que llegara Richie y lo mandara todo directamente al infierno.
Nunca se sentiría a gusto en la sala de Park. Jamás estaría cómoda en ninguna parte salvo allí, en su cama, fingiendo encontrarse muy lejos.