eleanor
Cuando despertó por la mañana, Eleanor se sintió como si fuera su cumpleaños; o más bien como se sentía el día de su cumpleaños cuando aún existía la remota posibilidad de comer helado.
A lo mejor el padre de Eleanor tenía helado… De ser así, seguro que lo tiraba antes de que ella llegara. Siempre le estaba lanzando indirectas sobre su peso. Bueno, le lanzaba. A lo mejor, cuando dejó de preocuparse por ella, la cuestión del peso pasó a segundo plano también. Eleanor se puso una vieja camisa de hombre a rayas y le pidió a su madre que le atara una corbata —o sea, que le hiciera un nudo de corbata— al cuello.
La madre le dio un beso de despedida en la puerta y le dijo que se divirtiera, y también que llamara a los vecinos si su padre le organizaba alguna escena.
Muy bien, pensó Eleanor, me aseguraré de llamarte si la novia de papá me llama puta y luego me obliga a usar un baño sin puerta. Ay, no, espera…
Estaba un poco nerviosa. Llevaba un año, como mínimo, sin ver a su padre, un poco más en realidad. El hombre no la había llamado ni una sola vez mientras vivía con los Hickman. A lo mejor no sabía que Eleanor estaba allí. Ella nunca se lo dijo.
Cuando Richie empezó a aparecer por casa, Ben se enfadaba mucho y amenazaba con irse a vivir con su padre. Era la amenaza más cutre del mundo y todo el mundo lo sabía. Incluido Mouse, que solo era un bebé por aquel entonces.
Su padre no los aguantaba, ni siquiera unos días. Cuando aún iba a buscarlos, los recogía en casa de su exesposa y luego los llevaba al hogar de la abuela mientras él se iba a hacer lo que quiera que hiciese los fines de semana. (Seguramente, fumar marihuana como loco).
Park se partió de risa cuando vio la corbata de Eleanor. Fue aún mejor que verlo sonreír.
—No me avisaste de que teníamos que vestirnos de gala —dijo cuando Eleanor se sentó a su lado.
—Esperaba que me llevaras a un sitio bonito —repuso ella con voz queda.
—Lo haré —prometió Park. Le cogió la corbata con las dos manos y se la arregló—. Algún día.
Por lo general, Park solía hacer aquel tipo de comentarios de camino al instituto más que de vuelta a casa. A veces Eleanor se preguntaba si no sería porque aún estaba medio dormido.
Él se sentó casi de lado.
—Entonces te vas en cuanto acaben las clases.
—Sí.
—Y me llamarás en cuanto llegues allí.
—No, te llamaré en cuanto acueste al niño. Tengo que estar con él.
—Te pienso hacer un montón de preguntas personales —dijo él, echándose hacia delante—. Tengo una lista.
—Tus listas no me dan miedo.
—Es larguísima —la amenazó Park—. Y extremadamente personal.
—Supongo que no esperarás que te responda.
Park volvió a arrellanarse en el asiento y la miró.
—Ojalá ya te hubieras ido —susurró— para que pudiéramos charlar por fin.
Eleanor aguardó en las escaleras de entrada. Esperaba ver a Park antes de que subiera al autobús, pero debía de haber salido pronto.
No estaba segura de qué tipo de coche buscar; su padre siempre se compraba coches clásicos para luego venderlos cuando iba justo de dinero.
Empezaba a temer que no apareciese —que se hubiera equivocado de instituto o que hubiera cambiado de idea— cuando oyó un claxon.
El padre de Eleanor llegó en un viejo Karmann Ghia descapotable. Parecía el coche en el que había muerto James Dean. Llevaba un brazo colgando por fuera de la ventanilla, con un cigarrillo en la mano.
—¡Eleanor! —gritó.
Ella se acercó al auto y se montó. No vio ningún cinturón de seguridad.
—¿No has traído nada más? —le preguntó su padre mirando la cartera de Eleanor.
—Solo es una noche —repuso ella, y se encogió de hombros.
—Muy bien —dijo él.
Dio marcha atrás por el aparcamiento a toda velocidad. Eleanor había olvidado lo mal conductor que era. Lo hacía todo muy deprisa y con una mano.
Eleanor se cogió al salpicadero. Hacía fresco, y una vez en marcha el frío se hizo insoportable.
—¿Podemos poner la capota? —gritó.
—Aún no la he arreglado —respondió él, y se rio.
Seguía viviendo en el dúplex al que se había trasladado tras el divorcio. Era una gran casa de ladrillo a unos diez minutos en coche del instituto de Eleanor.
Cuando entraron, su padre se la quedó mirando.
—¿Así se visten las chicas modernas de hoy en día? —preguntó.
Eleanor se miró la enorme camisa, la ancha corbata estampada y los pantalones de pana que se caían a pedazos.
—Sí —dijo con indiferencia—. Más o menos este es nuestro uniforme.
La novia de su padre —la prometida—, Donna, no salía de trabajar hasta las cinco y luego tenía que ir a recoger a su hijo a la guardería. Mientras la esperaban, padre e hija se sentaron en el sofá a ver los deportes.
Él fumaba un cigarrillo detrás de otro y tomaba whisky en un vaso achatado. De vez en cuando sonaba el teléfono, y entonces el hombre se enzarzaba en una conversación muy larga y generosa en risas acerca de un coche, una venta o una apuesta. A juzgar por su actitud, habrías jurado que todos los que le llamaban eran sus mejores amigos del mundo. El padre de Eleanor era rubio, con una cara redonda y aniñada. Cuando sonreía, algo que hacía constantemente, el rostro entero se le iluminaba como una valla publicitaria. Si Eleanor prestaba demasiada atención, empezaba a odiarlo.
El dúplex había cambiado desde la última vez que ella había estado allí, y no solo por la caja de juguetes Fisher Price que había en la sala o por el maquillaje del baño.
Cuando empezaron a visitarlo —después del divorcio pero antes de Richie— la casa de su padre era un picadero sin amueblar. Ni siquiera contaba con platos soperos suficientes para todos sus hijos. Una vez le había servido a Eleanor sopa de almejas en un vaso de tubo. Y solo tenía dos toallas.
—Una mojada —decía— y una seca.
Ahora Eleanor podía ver pequeños lujos diseminados por toda la casa. Paquetes de cigarrillos, diarios, revistas… Cereales de marca y papel de váter acolchado. La nevera estaba atiborrada de productos de esos que echas al carro de la compra por puro capricho. Yogur con sabor a natillas. Zumo de pomelo. Quesitos redondos envueltos en cera roja.
Eleanor estaba deseando que su padre se marchara para empezar a atiborrarse. Había montones de refrescos en la nevera. Pensaba pasarse la noche bebiendo Coca-Cola, a lo mejor hasta se lavaba la cara con ella. Y además encargaría pizza. A menos que le tocara pagarla a ella con el dinero del canguro. (Eso era típico de su padre. Si no leías la letra pequeña, te dejaba sin blanca). A Eleanor le daba igual si se cabreaba al descubrir que su hija se había puesto las botas, o si Donna se ponía histérica. De todas formas no volvería a verlos…
Deseó haber llevado una bolsa de viaje consigo. Podría haber mangado unas latas de conservas y de pasta con pollo Campbell para los críos. Se habría sentido como Papá Noel al volver a casa…
No quería pensar en sus hermanos en aquel momento. Ni en la Navidad.
Quiso cambiar de canal para ver la MTV, pero su padre la miró frunciendo el ceño. Volvía a estar al teléfono.
—¿Puedo poner música? —susurró Eleanor.
Él asintió.
Se había llevado una cinta vieja para grabarle a Park unas cuantas canciones, pero descubrió un paquete de cintas Maxwell vírgenes sobre el tocadiscos de su padre. Eleanor le mostró una y él asintió mientras sacudía la ceniza del cigarrillo en un cenicero con forma de africana desnuda.
Eleanor se sentó delante de los cajones que contenían los viejos álbumes.
Eran los discos que sus padres compartían cuando vivían juntos. A lo mejor su madre no los había querido. O puede que su padre los hubiera cogido sin preguntar.
A su madre le encantaba el álbum de Bonnie Raitt. Eleanor se preguntó si su padre lo escucharía alguna vez.
Se sintió como si volviera a tener siete años, rebuscando entre los discos.
Antes de que la dejaran sacarlos de las fundas, Eleanor los colocaba en el suelo y miraba las portadas. Cuando tuvo la edad suficiente, su padre le enseñó a quitarles el polvo con un cepillo de terciopelo.
Eleanor recordaba que su madre prendía incienso y escuchaba sus discos favoritos —Judee Sill y Judy Collins y Crosby, Stills and Nash— mientras limpiaba la casa.
También recordaba a su padre poniendo discos —Jimi Hendrix, Deep Purple y Jethro Tull— cuando sus amigos venían de visita y se quedaban hasta la madrugada.
Eleanor se tumbaba boca abajo en la vieja alfombra persa, bebiendo zumo de uva en un tarro de mermelada. Sin hacer ruido, porque su hermano dormía en la habitación contigua, se dedicaba a observar los discos, uno a uno. Dejaba que los nombres se deslizasen por su boca, una y otra vez. Cream. Vanilla Fudge. Canned Heat.
Los discos seguían oliendo como entonces. Igual que la habitación de su padre. Igual que el abrigo de Richie. A hierba, comprendió Eleanor. Cómo no. Rebuscó entre los álbumes ahora con más decisión. Tenía un propósito. Buscaba Rubber Soul y Revolver.
A veces tenía la sensación de que nada de lo que le ofreciese nunca a Park estaría a la altura de lo que él le había dado. Le cedía sus tesoros cada mañana como si nada, como si no les concediese ningún valor.
Jamás se lo podría pagar. Ni siquiera podía darle las gracias como era debido. ¿Cómo puedes darle las gracias a alguien que te ha descubierto a los Cure? ¿O a La patrulla X? A veces tenía la sensación de que siempre estaría en deuda con él.
Y entonces se enteró de que Park no conocía a los Beatles.
park
Park acudió al parque a jugar al baloncesto después de clase. Por matar el tiempo, más que nada. Por desgracia, no se pudo concentrar en el juego. No paraba de mirar el jardín trasero de Eleanor.
Cuando llegó a casa, llamó a su madre.
—¡Mamá! ¡Estoy en casa!
—¡Park! —gritó ella—. ¡Allí! ¡En garaje!
Cogió un polo de cereza del congelador y se dirigió hacia allí. Notó el tufo de la permanente en cuanto abrió la puerta.
El padre de Park había transformado el garaje en una peluquería cuando Josh había empezado a acudir al parvulario y la madre de Park se había apuntado a clases de belleza. Incluso habían colgado un letrero en la puerta lateral: «Mindy: peluquería y manicura».
«Min-Dae» ponía en su carné de conducir.
Todas las mujeres del barrio que se lo podían permitir acudían a la peluquería de la madre de Park. Cuando se acercaban la fiesta de bienvenida o el baile de graduación, su madre se pasaba el día entero en el garaje. De vez en cuando reclutaba a Park y a Josh para sostener rulos calientes.
Aquel día Tina estaba sentada en la butaca. Llevaba rulos en el pelo, y la madre de Park los estaba empapando con el líquido que sacaba de una botella de plástico. El olor era tan fuerte que a Park le empezaron a llorar los ojos.
—Hola, mamá —saludó—. Hola, Tina.
—Hola, cielo —dijo la madre de Park. Pronunció «sielo».
Tina obsequió al recién llegado con una gran sonrisa.
—Cierra ojos, Tina —ordenó la mujer—. Deja cerrados.
—¿Qué, señora Sheridan? —empezó a decir Tina mientras se colocaba un paño sobre los ojos—. ¿Ya conoce a la novia de Park?
La madre de Park siguió trabajando como si nada.
—Nooo —respondió esta en tono de incredulidad—. No novia. Park no.
—Ajá —repuso Tina—. Díselo, Park. Se llama Eleanor y es nueva de este año. En el autobús, no se separa de ella ni un momento.
Park se quedó mirando a Tina sin dar crédito a la traición que acababa de sufrir. Alucinaba de que hubiera aireado tan alegremente las intimidades del autobús. Y le sorprendía que le prestara atención siquiera, no solo a él sino también a Eleanor. La señora Sheridan miró un momento a Park, pero enseguida devolvió la vista a su trabajo. El pelo de Tina estaba en una fase crítica.
—Yo no sé nada de novias —dijo la madre de Park.
—Seguro que la ha visto por el vecindario —prosiguió Tina, insistente—. Tiene un precioso pelo rojo. Rizado natural.
—¿Es verdad? —preguntó la madre.
—No —replicó Park. La rabia y todos aquellos sentimientos confusos le revolvían el estómago.
—Eres un caballero, Park —dijo Tina por detrás del paño—. Estoy segura de que es natural.
—No —repitió Park—. No es mi novia. No tengo novia —le dijo a su madre.
—Vale, vale —lo tranquilizó ella—. No hablamos más de chicas. No hablamos más de chicas, Tina. Ve a mirar cena —le dijo a Park.
Park salió del garaje con ganas de seguir discutiendo. Las negativas se amontonaban en su garganta. Cerró de un portazo. Luego fue a la cocina y siguió dando golpes a lo primero que pilló. El horno. Los armarios. La basura.
—¿Qué diablos te pasa? —le preguntó su padre a Park al entrar en la cocina.
Park frunció el ceño. Aquella noche, no podía meterse en líos.
—Nada —dijo—. Perdona. Lo siento.
—Por Dios, Park, desahógate con el saco…
Tenían un viejo saco de boxeo colgado en el garaje, demasiado alto para Park.
—¡Mindy! —gritó el padre de Park.
—¡Allí!
Eleanor no llamó durante la cena, de lo que Park se alegró. Su padre se ponía histérico si sonaba el teléfono mientras cenaban.
Por desgracia, tampoco llamó después de cenar. Park pululaba por la casa, cogiendo cosas al azar y volviéndolas a dejar. Aunque la idea carecía de lógica, le preocupaba que Eleanor hubiera decidido no llamarle porque se sentía traicionada. Que se hubiera enterado de algún modo de su deserción, que hubiera notado una perturbación en «la Fuerza».
El teléfono sonó a las siete y cuarto; la madre de Park respondió. Él adivinó enseguida que era la abuela quien estaba al otro lado de la línea.
Park hizo tamborilear los dedos en un estante. ¿Por qué sus padres no tenían llamada en espera? Todo el mundo tenía llamada en espera. Incluso sus abuelos. ¿Y por qué su abuela no pasaba por casa, si tenía ganas de charlar? Vivían puerta con puerta.
—No, no creo —decía su madre—. Fantástico en domingo. ¿No dices Esta noche? ¿No? ¿… John Stossel? ¿No? ¿Geraldo Rivera? ¿Dianne Sawyer?
Park estampó la cabeza suavemente contra la pared de la sala.
—Maldita sea, Park —ladró su padre—. Pero ¿qué te pasa?
Josh y su padre intentaban ver El equipo A en la tele.
—Nada —dijo Park—. Nada. Lo siento. Es que estoy esperando una llamada.
—¿Una llamada de tu novia? —preguntó Josh—. Park sale con Dubble Bubble.
—No se llama… —Park se dio cuenta de que estaba gritando y apretó los puños—. Si vuelves a llamarla así delante de mí, te mataré. En serio, te mataré. Iré a la cárcel durante el resto de mi vida, y a mamá se le romperá el corazón, pero lo haré. Te mataré.
El padre de Park lo miró como hacía siempre, como si intentase adivinar qué cojones le pasaba.
—¿Park tiene novia? —le preguntó a Josh—. ¿Por qué la llaman Dubble Bubble?
—Creo que es porque tiene el pelo rojo como el chicle y dos tetas enormes —explicó Josh.
—Esa lengua, malhablado —los interrumpió la madre. Tapó el auricular con la mano—. Tú —señaló a Josh—. A tu cuarto. Ahora.
—Pero mamá… Están echando El equipo A…
—Ya has oído a tu madre —intervino el padre—. En esta casa no hablamos así.
—Pues tú sí que hablas así —protestó Josh a la vez que se levantaba del sofá a regañadientes.
—Tengo treinta y nueve años —replicó su padre— y soy veterano de guerra condecorado. Hablaré como me salga de los cojones.
Su esposa lo señaló con una larga uña y volvió a tapar el auricular.
—A ti también te mandaré a tu cuarto.
—Por mí encantado, cielo —respondió el padre tirándole un almohadón al mismo tiempo.
—¿Hugh Dawns? —dijo ella en dirección al auricular. El cojín cayó en el suelo y la mujer lo recogió—. ¿No?… Vale, sigo pensando. Vale. Te quiero. Vale, adiós.
En cuanto colgó, sonó el teléfono. Park se incorporó de golpe. El padre lo miró esbozando una sonrisa burlona. La madre de Park cogió el teléfono.
—¿Sí? —dijo—. Sí, un momento, por favor —miró a Park—. Para ti.
—¿Puedo cogerlo en mi cuarto?
Su madre asintió. El padre vocalizó en silencio:
—Dubble Bubble.
Park corrió a su habitación y se detuvo un momento para recuperar el aliento antes de coger el teléfono. No pudo. Lo cogió de todos modos.
—Ya lo tengo, mamá, gracias.
Park aguardó a oír el chasquido.
—¿Sí?
—Hola —dijo Eleanor.
Toda la tensión lo abandonó de golpe. De repente, apenas se podía tener en pie.
—Hola —musitó.
Eleanor soltó una risilla.
—¿Qué? —preguntó Park.
—No sé —respondió ella—. Hola.
—Pensaba que ya no llamarías.
—No son ni las siete y media.
—Ya, bueno… ¿se ha dormido tu hermano?
—No es mi hermano —repuso Eleanor—. O sea, aún no. Creo que mi padre está prometido con su madre. Pero no, no está dormido. Estamos viendo Los Fraguel.
Park cogió la base del teléfono con cuidado y se la llevó a la cama. Se sentó despacio. No quería que Eleanor pudiera oír nada. No quería que ella supiera que tenía una cama doble con un colchón de agua y un teléfono en forma de Ferrari.
—¿A qué hora llegará tu padre a casa? —preguntó.
—Tarde, espero. Me han dicho que casi nunca contratan canguros.
—Guay.
Ella volvió a reírse.
—¿Qué? —repitió Park.
—No sé —respondió ella—. Tengo la sensación de que me estás susurrando al oído.
—Siempre te estoy susurrando al oído —dijo a la vez que se apoyaba contra las almohadas.
—Sí, pero normalmente me estás hablando de…, no sé, Magneto o algo así.
La voz de Eleanor sonaba más alta por teléfono, y más sonora, como si la estuviera escuchando a través de unos auriculares.
—No pienso decir nada esta noche que no te diría en el autobús o durante la clase de literatura —declaró Park.
—Y yo no pienso decir nada que un niño de tres años no pueda oír.
—Genial.
—Es broma. Está en la otra habitación y pasa muchísimo de mí.
—Pues… —empezó Park.
—Pues… —dijo Eleanor a su vez—. A ver, cosas que no podemos decir en el autobús.
—Cosas que no podemos decir en el autobús. Tú primero.
—Odio a esos tíos —declaró Eleanor.
Park se echó a reír, pero enseguida pensó en Tina y se alegró de que Eleanor no pudiera verle la cara.
—Yo también, a veces. O sea, supongo que estoy acostumbrado a ellos. Los conozco de toda la vida. Steve es mi vecino de al lado.
—¿Y cómo?
—¿A qué te refieres?
—Quiero decir que no pareces de aquí…
—¿Porque soy coreano?
—¿Eres coreano?
—En parte.
—Creo que no sé lo que significa eso.
—Yo tampoco —dijo Park.
—¿Qué quieres decir? ¿Eres adoptado?
—No. Mi madre es coreana. No habla mucho de su país.
—¿Y cómo acabó en Omaha?
—Por mi padre. Fue a la guerra de Corea, se enamoraron y se la trajo consigo.
—Hala, ¿en serio?
—Sí.
—Qué romántico.
Eleanor no tenía ni idea de hasta qué punto; sus padres seguramente lo estaban haciendo en aquel mismo instante.
—Supongo que sí —asintió Park.
—Pero no me refería a eso. O sea… eres distinto a la gente de por aquí, ¿sabes?
Claro que lo sabía. Llevaba oyéndolo toda su vida. Cuando Tina escogió a Park en vez de a Steve, este le había dicho:
—Creo que se siente segura contigo porque eres como una chica.
Park odiaba el fútbol. Lloraba cuando su padre lo llevaba a cazar faisanes. Y en Halloween, nadie sabía nunca de qué iba disfrazado. («Soy el doctor Who». «Soy Harpo Marx». «Soy el conde Floyd»). Incluso había considerado la idea de pedirle a su madre que le hiciera mechas rubias. Park sabía que era distinto.
—No —dijo—. No lo sé.
—Eres… —le aclaró Eleanor—. Eres muy interesante.
eleanor
—¿Interesante? —preguntó Park.
Qué fuerte. Eleanor no se podía creer que hubiera dicho eso. Qué comentario tan patético. Justo lo contrario de interesante. O sea, si buscases interesante en el diccionario, encontrarías una foto de una persona muy guay diciendo: «Pero ¿en qué narices estás pensando, Eleanor?».
—No soy interesante —dijo Park—. Tú eres interesante.
—Ya —se burló Eleanor—. Ojalá estuviera bebiendo leche, y ojalá tú estuvieras aquí para poder ver cómo la escupo por la nariz al oír eso.
—¿Me tomas el pelo? —le dijo Park—. Eres Harry el Sucio.
—¿Que soy qué?
—Ya sabes, Clint Eastwood.
—No.
—No te importa lo que la gente piense de ti —le explicó Park.
—¿De qué hablas? —se extrañó ella—. Me preocupa muchísimo lo que la gente piense de mí.
—No se nota —señaló Park—. Siempre eres tú misma, hagan lo que hagan los demás. Mi abuela diría que te sientes cómoda en tu propia piel.
—¿Y por qué iba a decir eso?
—Porque dice ese tipo de cosas.
—Estoy atrapada en mi propia piel —lo corrigió Eleanor—. Además, ¿por qué hablamos de mí? Estábamos hablando de ti.
—Prefiero hablar de ti —dijo Park.
Había bajado un poco la voz. A Eleanor le gustaba eso de oír la voz de Park sin ningún ruido de fondo. (Nada aparte de Los Fraguel en la habitación de al lado). Tenía la voz más profunda de lo que Eleanor había advertido nunca, pero tirando a cálida. Le recordaba un poco a la de Peter Gabriel. Sin las melodías, claro. Y sin el acento inglés.
—¿Y tú de dónde sales? —preguntó él.
—Del futuro.
park
Eleanor tenía respuesta para todo… y sin embargo, se las arreglaba para eludir casi todas las preguntas de Park.
No hablaba de su familia ni de su casa. No le contaba nada de su vida antes de llegar al barrio ni de lo que pasaba cuando se bajaba del autobús escolar.
Cuando el hermanastro o lo que fuera de Eleanor se durmió, hacia las nueve, ella le pidió a Park que la llamara transcurridos quince minutos para poder llevarlo a la cama.
Park corrió al baño con la esperanza de no cruzarse con su padre o su madre. De momento, habían optado por dejarlo en paz.
Volvió a su habitación. Miró el reloj… aún faltaban ocho minutos. Puso una cinta en el equipo. Se cambió la ropa de calle por un pantalón del pijama y una camiseta.
La llamó otra vez.
—No han pasado quince minutos —objetó Eleanor.
—No podía esperar. ¿Quieres que te llame más tarde?
—No —Eleanor hablaba con voz aún más queda.
—¿Sigue dormido?
—Sí —asintió ella.
—¿Dónde estás ahora?
—¿En qué parte de la casa?
—Sí, dónde.
—¿Por qué? —preguntó Eleanor, en un tono que no llegaba a ser desdeñoso, pero casi.
—Porque estoy pensando en ti —repuso él, exasperado.
—¿Y?
—Porque quiero tener la sensación de que estoy contigo —aclaró Park—. ¿Por qué me lo pones todo tan difícil?
—Seguramente porque soy una chica interesante —replicó ella.
—Ja, ja, ja.
—Estoy tendida en el suelo de la sala —dijo Eleanor con suavidad—. Delante del tocadiscos.
—¿A oscuras? Hablas como si estuvieras a oscuras.
—A oscuras, sí.
Park volvió a tenderse en la cama y se tapó los ojos con el brazo. La veía. Mentalmente. Imaginó las luces verdes del equipo de música. La luz de las farolas a través de la ventana. Imaginó que le brillaba el rostro con la luz más irreal de toda la habitación.
—¿Estás escuchando a U2? —preguntó Park. Le parecía oír «Bad» de fondo.
—Sí, me parece que ahora mismo es mi canción favorita. No paro de rebobinarla. La pongo una y otra vez. Es genial no tener que preocuparse por las pilas.
—¿Qué parte es tu favorita?
—¿De la canción?
—Sí.
—Toda entera —dijo Eleanor—. Sobre todo el estribillo. O sea, el estribillo.
—I’m wide awake —canturreó él.
—Sí… —dijo Eleanor con mucha suavidad.
Park siguió cantando. Porque no estaba seguro de qué debía decir a continuación.
eleanor
—¿Eleanor? —dijo Park.
Ella no respondió.
—¿Estás ahí?
Estaba tan ensimismada que asintió con la cabeza.
—Sí —asintió en voz alta cuando reaccionó.
—¿En qué piensas?
—Pienso en… No pienso en nada.
—¿No piensas en nada en el buen sentido? ¿O en el malo?
—No sé —dijo Eleanor. Se puso boca abajo y hundió la cara contra la alfombra—. Las dos cosas.
Park guardó silencio. Eleanor lo oía respirar. Quería pedirle que se colocara el teléfono más cerca de la boca.
—Te echo de menos —le dijo.
—Estoy aquí.
—Ojalá estuvieras aquí. O yo allí. Me gustaría que pudiéramos hablar así algún otro día, que pudiéramos vernos. En plan, vernos. Estar solos, juntos.
—¿Y por qué no? —preguntó Park.
Eleanor se rio. Entonces se dio cuenta de que estaba llorando.
—Eleanor…
—Basta. Para de decir mi nombre. Aún lo empeoras más.
—¿Empeoro qué?
—Todo —respondió ella.
Park guardó silencio.
Eleanor se sentó y se secó la nariz con la manga.
—¿Tienes un diminutivo? —preguntó Park. Era uno de los trucos que usaba cuando Eleanor estaba triste o enfadada: cambiar de tema del modo más dulce posible.
—Sí —dijo ella—. Eleanor.
—¿No te llaman Nora? ¿O Ella? O… Lena, podrías llamarte Lena. O Lenny o Elle…
—¿Me estás buscando un diminutivo?
—No, me encanta tu nombre. No quiero privarme de pronunciar ni una sola sílaba.
—Qué tonto eres.
Eleanor se secó los ojos.
—Eleanor —volvió a decir él—. ¿Por qué no podemos vernos?
—Jo —protestó ella—. Para. Casi había dejado de llorar.
—Dímelo. Háblame.
—Porque… —empezó a decir Eleanor—. Porque mi padrastro me mataría.
—¿Y por qué le molesta?
—No le molesta. Está buscando una excusa para matarme.
—¿Por qué?
—Deja de preguntar —se enfadó Eleanor. Ya no podía contener las lágrimas—. Siempre preguntas eso. Por qué. Como si hubiera respuestas para todo. No todos tenemos una vida como la tuya, ¿sabes?, ni una familia como la tuya. En tu mundo, las cosas suceden por una razón concreta. Las personas actúan con lógica. Pero no en mi mundo. En mi mundo nada tiene sentido.
—¿Ni siquiera yo? —preguntó Park.
—Ja. Tú menos que nada.
—¿Por qué dices eso?
Parecía herido. Como si tuviera motivos.
—Por qué, por qué, por qué… —se impacientó Eleanor.
—Sí —insistió Park—. Por qué. ¿Por qué estás siempre tan enfadada conmigo?
—Nunca me enfado contigo.
Eleanor lo dijo casi sollozando. Park parecía tonto.
—Sí que te enfadas —repuso Park—. Ahora mismo estás enfadada conmigo. Siempre te pones a la defensiva cuando empezamos a llegar a alguna parte.
—¿A llegar adónde?
—A alguna parte —dijo Park—. Tú y yo. O sea, hace un minuto has dicho que me echabas de menos. Y quizás por primera vez desde que te conozco, no lo has dicho en plan sarcástico, ni a la defensiva, ni dando a entender que soy un bobo. Y ahora la tomas conmigo.
—No la tomo contigo.
—Estás enfadada —insistió Park—. ¿Por qué estás enfadada?
Eleanor no quería que él la oyera llorar. Contuvo el aliento. La cosa empeoró.
—Eleanor —dijo Park.
Todavía peor.
—Deja de decir eso.
—¿Y qué quieres que diga? Pregúntame tú por qué. Prometo contestar.
Parecía frustrado, pero no enfadado. Solo una vez le había hablado de mala manera. El día que se conocieron, en el autobús.
—Pregúntame por qué —repitió Park.
—¿Sí? —Eleanor se sorbió la nariz.
—Sí.
—Vale.
Eleanor miró su propio reflejo en la tapa tintada de la platina. Parecía un fantasma con la cara gordinflona. Cerró los ojos.
—¿Por qué te gusto siquiera?
park
Park abrió los ojos.
Se sentó y empezó a recorrer su cuarto. Se plantó delante de la ventana, la que daba a casa de Eleanor, aunque estaba a una manzana de distancia y ella ni siquiera se encontraba allí. Sostenía la base del teléfono contra la barriga.
Eleanor le había pedido que le explicara algo que él mismo no sabía cómo explicarse.
—No me gustas —le dijo—. Te necesito.
Park supuso que Eleanor le pegaría un corte. Que le diría «Ja, ja, ja» o «Por favor» o «Eso parece sacado de una canción de Bread».
Pero Eleanor guardó silencio.
Park volvió a la cama, sin preocuparse ya por el susurro del agua.
—Pregúntame si quieres por qué te necesito —susurró. Ni siquiera tuvo que decirlo. Por teléfono, en la oscuridad, le bastaba con mover los labios y respirar—. Pero no lo sé. Solo sé que es así…
»Te echo de menos, Eleanor. Quiero estar contigo todo el tiempo. Eres la chica más inteligente que he conocido jamás, la más divertida, y todo lo que haces me sorprende. Y me gustaría poder decir que esas son las razones de que me gustes, porque eso me haría sentir como un ser humano mínimamente evolucionado…
»Pero creo que lo que siento por ti se debe también al color rojo de tu pelo y a la suavidad de tus manos… y a tu aroma, como a pastel de cumpleaños casero.
Park aguardó a que ella dijera algo. No lo hizo.
Alguien llamó con suavidad a la puerta.
—Un momento —susurró él al teléfono—. ¿Sí? —dijo.
La madre de Park abrió la puerta, lo justo para asomar la cabeza.
—No muy tarde —dijo.
—No muy tarde —asintió él.
La mujer sonrió y cerró la puerta.
—Ya está —dijo Park—. ¿Estás ahí?
—Estoy aquí —respondió Eleanor.
—Di algo.
—No sé qué decir.
—Di algo para que no me sienta tan bobo.
—No te sientas bobo, Park.
—Guay.
Guardaron silencio.
—Pregúntame por qué me gustas —pidió Eleanor por fin.
Una sonrisa asomó a los labios de Park. Notó una corriente cálida en el corazón.
—Eleanor —empezó, solo porque le gustaba pronunciar su nombre—, ¿por qué te gusto?
Park esperó. Y siguió esperando.
Luego se echó a reír.
—Eres mala —le dijo.
—No te rías, que entonces me entran ganas de serlo.
Él notó por su tono de voz que Eleanor sonreía también. Podía verla. Sonriendo.
—No me gustas, Park —volvió a decir—. Yo… —se detuvo—. No puedo hacerlo.
—¿Por qué no?
—Es embarazoso.
—De momento, solo para mí.
—Me da miedo hablar demasiado —confesó ella.
—No será demasiado.
—Me da miedo decirte la verdad.
—Eleanor…
—Park…
—No te gusto… —apuntó Park mientras se apretaba la base del teléfono contra la costilla inferior.
—No me gustas, Park —repitió Eleanor en un tono que, por un instante, sonó como si hablara en serio—. Yo… —su voz casi se esfumó— creo que vivo por ti.
Park cerró los ojos y dejó caer la cabeza contra la almohada.
—Ni siquiera puedo respirar cuando no estamos juntos —susurró ella—. Y eso significa que, cuando te veo los lunes por la mañana, tengo la sensación de que llevo sesenta horas sin coger aire. Seguramente por eso refunfuño tanto y te contesto mal. Cuando estamos separados, me paso el tiempo pensando en ti, y cuando estamos juntos me invade el terror. Porque cada segundo cuenta. Y siento que he perdido el control. No soy dueña de mí misma, soy tuya. ¿Qué pasa si de repente te das cuenta de que ya no te gusto? ¿Cómo voy a gustarte tanto como tú me gustas a mí?
Park guardó silencio. Hubiera querido que aquellas palabras fueran las últimas. Deseaba dormirse con aquel «me gustas» en los oídos.
—Qué horror —dijo Eleanor—. Sabía que debía cerrar la boca. Ni siquiera he respondido a tus preguntas.
eleanor
Ni siquiera le había dicho nada bonito. No le había dicho que era más guapo que cualquier chico o que tenía la piel del color del sol bronceado.
Y por eso exactamente se lo había callado. Porque los sentimientos que Park le inspiraba —tan ardientes y hermosos en su corazón— se convertían en un galimatías cuando intentaba expresarlos.
Metió una cinta en el equipo, pulsó la tecla de reproducir y esperó a que Robert Smith empezara a cantar antes de sentarse en el sofá de cuero marrón de su padre.
—¿Por qué no podemos vernos? —preguntó Park. Su voz sonaba desgarrada y pura. Como recién nacida.
—Porque mi padrastro está loco.
—¿Y tiene que enterarse?
—Mi madre se lo dirá.
—¿Y ella tiene que enterarse?
Eleanor pasó los dedos por el borde del cristal de la mesa baja.
—¿Qué quieres decir?
—No sé lo que quiero decir. Solo sé que necesito verte. Hablar como ahora.
—Ni siquiera me dejan hablar con chicos.
—¿Hasta cuándo?
—No sé, nunca. Es una de esas cosas que no tienen lógica. Mi madre no quiere hacer nada que pueda molestar a mi padrastro. Y mi padrastro disfruta torturándonos. Sobre todo a mí. Me odia.
—¿Por qué?
—Porque yo le odio.
—¿Por qué?
Eleanor deseaba con toda su alma cambiar de tema, pero no lo hizo.
—Porque es mala persona. Créeme. Es de esas personas que se empeñan en destruir todo lo bueno que hay a su alrededor. Si supiera que existes, haría lo posible por separarte de mí.
—No puede separarme de ti —dijo Park.
Ya lo creo que puede, pensó Eleanor.
—Puede separarme a mí de ti —le explicó—. La última vez que se puso furioso conmigo, me echó de casa y no me dejó volver hasta al cabo de un año.
—Qué fuerte.
—Sí.
—Lo siento.
—No lo sientas —dijo Eleanor—. Sencillamente, no le pongas a prueba.
—Podríamos vernos en el parque.
—Mis hermanos se chivarían.
—Podríamos vernos en otra parte.
—¿Dónde?
—Aquí —propuso Park—. Podrías venir a mi casa.
—¿Y qué dirían tus padres?
—Encantados de conocerte, Eleanor, ¿te quieres quedar a cenar?
Ella se echó a reír. Quería decirle que no saldría bien, pero quizás sí. A lo mejor.
—¿Estás seguro de que quieres que me conozcan?
—Sí —asintió Park—. Quiero que todo el mundo te conozca. Eres la persona que me cae mejor del mundo entero.
Con Park, Eleanor sentía que no corría peligro al sonreír.
—No quiero ponerte en evidencia… —dijo.
—No podrías ni aunque quisieras.
La luz de unos faros se coló por la ventana.
—Maldición —exclamó Eleanor—. Me parece que mi padre ha vuelto.
Se levantó y miró por la ventana. Su padre y Donna estaban saliendo del Karmann Ghia. Donna iba toda despeinada.
—Maldición, maldición, maldición —repitió—. No he llegado a decirte por qué me gustas y ahora te tengo que dejar.
—No pasa nada —dijo Park.
—Me gustas porque eres amable —empezó Eleanor—. Y porque pillas todos mis chistes…
—Vale —se rio él.
—Y eres más listo que yo.
—No es verdad.
—Y tienes pinta de protagonista —Eleanor hablaba a toda velocidad—. Pareces el típico ganador. Eres muy guapo y muy bueno. Tus ojos son mágicos —susurró—. Y despiertas mi instinto caníbal.
—Estás loca.
—Tengo que irme.
Eleanor se inclinó hacia delante para colocar el auricular muy cerca de la base del teléfono.
—Eleanor… espera —dijo Park.
Ella podía oír a su padre en la cocina y el golpeteo de su corazón por todos sitios.
—Eleanor… espera… Te quiero.
—¿Eleanor?
El padre de Eleanor estaba de pie en el umbral. Se movía en silencio, por si su hija estaba durmiendo. Ella colgó el teléfono y fingió que respiraba muy profundamente.