17

eleanor

El lunes era el mejor día.

Por la mañana, cuando Eleanor subió al autobús, Park le sonrió. O sea, sonrió al verla y siguió sonriendo mientras ella recorría el pasillo.

Eleanor no se atrevió a responder abiertamente a su sonrisa, no delante de todo el mundo. Sin embargo, no pudo sino esbozar una sonrisa a su vez, de modo que mantuvo la cabeza gacha, alzándola cada pocos segundos para comprobar si él la seguía mirando.

Sí.

Tina también la observaba, pero Eleanor pasó de ella.

Park se levantó para dejarla pasar. En cuanto ella se sentó, le tomó la mano y se la besó. Sucedió tan deprisa que Eleanor no tuvo tiempo de morirse de gusto o de vergüenza.

Apoyó la cara unos instantes contra el hombro de su gabardina negra. Park le apretó la mano con fuerza.

—Te he echado de menos —susurró él.

Eleanor se volvió hacia la ventanilla. Se le saltaban las lágrimas.

Guardaron silencio durante el resto del camino. Park acompañó a Eleanor hasta la taquilla y se quedaron allí en silencio, apoyados de espaldas a la pared casi hasta que sonó el timbre. El vestíbulo estaba prácticamente vacío.

Entonces Park alargó la mano y se enrolló al dedo color miel un rizo de Eleanor.

—Y ahora también te echaré de menos —dijo al soltarlo.

Eleanor llegó tarde a tutoría y no oyó al señor Sarpy cuando le dijo que tenía que ir a ver a la orientadora. El profesor le estampó el aviso contra el pupitre.

—¡Eleanor, despierta! Tu orientadora te está esperando.

Jo, el tío era un capullo. Eleanor se alegraba de no tenerlo de profesor. Mientras se acercaba al despacho, arrastró los dedos por la pared de ladrillos tarareando una canción que Park le había grabado.

Estaba tan contenta que hasta sonrió a la señora Dunne.

—Eleanor —la saludó dándole un abrazo. La señora Dunne siempre abrazaba a todo el mundo. Había abrazado a Eleanor el día de su llegada—. ¿Cómo estás?

—Muy bien.

—Tienes buen aspecto —comentó la señora Dunne.

Eleanor se miró el jersey (algún gordinflón debía de habérselo comprado para jugar al golf allá por 1968) y los vaqueros rotos. Vaya, ¿tan mal aspecto tenía normalmente?

—Pues gracias.

—He hablado de ti con tus profesores —prosiguió la señora Dunne—. ¿Sabes que has sacado excelente en casi todas las asignaturas?

Eleanor se encogió de hombros. No tenía tele por cable ni teléfono y se sentía como si estuviera viviendo en el sótano de su propia casa… Le sobraba tiempo para hacer los deberes.

—Bien, pues así es —dijo la señora Dunne—. Estoy muy orgullosa de ti.

Eleanor se alegró de que hubiese un escritorio entre las dos. La señora Dunne parecía a punto de volver a abrazarla.

—Pero no es por eso por lo que te he avisado. Estás aquí porque esta mañana te han llamado por teléfono, antes de que empezaran las clases. Ha llamado un hombre. Ha dicho que era tu padre y que te llamaba aquí porque no tenía el número de tu casa…

—La verdad es que no tengo teléfono —explicó Eleanor.

—Ah —dijo la señora Dunne—. Ya veo. ¿Y tu padre lo sabe?

—Seguramente no —reconoció Eleanor. Le sorprendía hasta que su padre supiese a qué instituto iba…

—¿Quieres llamarlo? Puedes hacerlo desde aquí.

¿Quería llamarlo? ¿Y por qué la habría llamado él? Tal vez hubiera ocurrido alguna desgracia (una auténtica desgracia). Puede que la abuela hubiera muerto. Qué horror.

—Claro… —respondió Eleanor.

—¿Sabes? —prosiguió la señora Dunne—, puedes usar mi teléfono siempre que quieras.

Se levantó y se sentó en el borde del escritorio, con la mano apoyada en la rodilla de Eleanor. Ella estuvo a punto de pedirle un cepillo de dientes, pero pensó que una petición como esa provocaría una maratón de abrazos y caricias en la rodilla.

—Gracias —prefirió contestar.

—Muy bien —dijo la señora Dunne con una inmensa sonrisa—. Vuelvo enseguida. Voy a retocarme el pintalabios.

Cuando la orientadora se marchó, Eleanor marcó el teléfono de su padre, sorprendida al descubrir que aún se lo sabía de memoria. El hombre contestó al tercer timbrazo.

—Hola, papá. Soy Eleanor.

—Eh, nena, ¿cómo estás?

Consideró un instante la idea de decirle la verdad.

—Bien —respondió.

—¿Cómo están todos?

—Bien.

—Nunca me llamáis.

No tenía sentido decirle que no tenían teléfono. U observar que él nunca les devolvía las llamadas cuando sí lo tenían. O comentar siquiera que él debería haber encontrado un modo de contactar con ellos, puesto que tenía teléfono, coche y una vida propia.

No tenía sentido hacerle ningún reproche. Eleanor lo sabía desde hacía tanto tiempo que ya ni siquiera recordaba cuándo lo había averiguado.

—Oye, quiero proponerte algo que a lo mejor te interesa —siguió diciendo él—. Había pensado que a lo mejor te apetecía venir el viernes por la noche.

La voz de su padre recordaba a la de un presentador de televisión, a la de alguien que quiere venderte una colección de discos. Los grandes hits de los setenta o Las canciones de tu vida.

—Donna quiere que la acompañe a una boda —siguió diciendo— y le he dicho que no te importaría cuidar de Matt. He pensado que te vendría bien hacer de canguro.

—¿Quién es Donna?

—Ya sabes, Donna… Donna, mi prometida. La conocisteis la última vez que estuvisteis en casa. Hace casi un año.

—¿Tu vecina? —preguntó Eleanor.

—Sí, Donna. Puedes pasar la noche aquí. Le echas un vistazo a Matt, comes pizza, hablas por teléfono… Serán los diez pavos más fáciles que has ganado en tu vida.

Y los primeros.

—Vale —dijo Eleanor—. ¿Nos recogerás? ¿Sabes dónde vivimos ahora?

—Te recogeré en el instituto. Solo a ti esta vez. No quiero que tengas que cuidar a un montón de críos. ¿A qué hora sales?

—A las tres.

—Genial. Te veo el viernes a las tres.

—Muy bien.

—Vale, bien. Te quiero, nena, estudia mucho.

La señora Dunne la esperaba en el umbral con los brazos abiertos.

Bien, pensó Eleanor mientras salía al pasillo. Todo va bien. Todo el mundo está bien. Se besó el dorso de la mano, solo por saber qué se sentía en los labios.

park

—No voy a ir a la fiesta de bienvenida —dijo Park.

—Claro que no irás… al baile —repuso Cal—. O sea, ya es demasiado tarde para alquilar un esmoquin.

Habían llegado temprano a clase de literatura. Cal se sentaba dos filas por detrás de Park, y este no paraba de mirar por encima del hombro de su amigo para comprobar quién cruzaba la puerta.

—¿Vas a alquilar un esmoquin? —preguntó Park.

—Eh, sí —dijo Cal.

—Nadie alquila un esmoquin para la fiesta de bienvenida.

—Ya, ¿y quién será el más elegante de la fiesta? Además, ¿tú qué sabes? Tú ni siquiera vas… al baile, quiero decir. Ahora bien, ¿al partido de fútbol? Eso es otra historia.

—Ni siquiera me gusta el fútbol —protestó Park mientras echaba un vistazo a la puerta.

—¿Te importaría no ser el peor amigo del mundo durante cinco minutos como mínimo?

Park miró el reloj.

—Vale.

—Por favor —insistió Cal—. Hazlo por mí. Irá un montón de gente guay y, si tú vas, Kim se sentará con nosotros. Eres un imán para Kim.

—Y eso no te molesta…

—Qué va. Eres justo el anzuelo que necesito para pescar a Kim.

—Deja de pronunciar así su nombre.

—¿Por qué? Aún no ha llegado, ¿o sí?

Park miró por encima del hombro.

—¿Y por qué no te buscas una chica que esté por ti?

—Ninguna está por mí —dijo Cal—. ¿Y qué más da, si la que me gusta es Kim? Venga, por favor. Ven al partido del viernes… Hazlo por mí.

—No sé —dudó Park.

—Hala, mírala. Cualquiera diría que acaba de matar a alguien.

Park volvió la cabeza a toda prisa. Era Eleanor. Y le sonreía.

Lucía una de esas sonrisas que ves en los anuncios de dentífrico, con todos los dientes al descubierto. Debería estar siempre sonriendo, pensó Park; su rostro cruzaba el límite que separa lo extraño de lo bello. Park quería hacerla sonreír así constantemente.

Cuando el señor Stessman entró, fingió caer de espaldas contra la pizarra.

—Dios mío, Eleanor, déjelo ya. Me está deslumbrando. Ahora entiendo por qué guarda esa sonrisa a buen recaudo; los pobres mortales no podrían soportarla.

Eleanor bajó la vista con timidez y su sonrisa se convirtió en una mueca.

—¡Pst! —susurró Cal.

Kim se había sentado entre los dos amigos. Cal unió las manos en ademán de súplica. Park suspiró y asintió.

eleanor

Estaba esperando a que la invadiese el mal humor. (Las conversaciones con su padre eran como latigazos. No siempre dolían al instante).

Sin embargo, no fue así. Nada podía amargarla. Nada podía borrar las palabras de Park de su pensamiento.

La echaba de menos…

¿Y qué añoraba exactamente? ¿Su gordura? ¿Lo rara que era? ¿El hecho de que nunca le hablara como una persona normal? Qué más daba. Fuera cual fuese la perversión que lo había inducido a fijarse en ella, era problema de Park, no suyo.

Ella le gustaba, estaba segura.

Al menos de momento.

Por ahora.

Ella le gustaba. La echaba de menos.

Estaba tan distraída en clase de gimnasia que se olvidó de pasar desapercibida. Jugaban al baloncesto y Eleanor, al coger la pelota, chocó con una amiga de Tina, una chica delgada y nerviosa llamada Annette.

—¿Te las quieres ver conmigo? —le gritó Annette a la vez que le hundía a Eleanor la pelota en el pecho—. ¿Eh? Venga, vamos pues. Venga.

Eleanor retrocedió unos pasos para salir del campo de juego y aguardó a que la señora Burt tocara el silbato.

Annette siguió enfadada durante el resto del partido, pero Eleanor ni se inmutó.

Esa sensación que siempre la envolvía cuando estaba junto a Park, una sensación de aplomo, de estar a salvo de momento… ahora podía reclamarla a placer. Como un campo de fuerza. Como si fuera la Chica Invisible.

En cuyo caso Park sería Míster Fantástico.