eleanor
El sábado era el peor día.
Los domingos, Eleanor podía pasarse el día esperando el lunes. Los sábados, en cambio, se le hacían eternos.
Ya había terminado los deberes. Algún degenerado le había escrito te mojas pensando en mi? en el libro de geografía y Eleanor había dedicado mucho rato a taparlo todo con boli negro. Lo convirtió en una especie de flor.
Vio los dibujos animados con los pequeños hasta que pusieron por la tele un partido de golf, y entonces jugó un doble solitario con Maisie hasta que las dos se aburrieron como ostras.
Más tarde, estuvo escuchando música. Eleanor había reservado las dos últimas pilas que le había dado Park para poder usarlas el día que más lo añoraría. Ya tenía cinco cintas grabadas; si las pilas no se agotaban, podría pasar cuatrocientos cincuenta minutos pensando en Park e imaginando que hacían manitas.
A lo mejor era una boba, pero Eleanor no hacía nada más con Park, ni siquiera en sus fantasías… ni siquiera en ese territorio donde todo es posible. Según Eleanor, eso demostraba lo alucinante que era hacer manitas con Park.
(Además, hacían algo más que manitas. Park le acariciaba las manos como si tocara algo precioso, como si los dedos de Eleanor estuvieran íntimamente conectados con el resto de su cuerpo. Y así era, por supuesto. No sabía cómo explicarlo. Park le hacía sentir algo más que la suma de las partes).
La única pega de su nueva rutina en el autobús es que sus conversaciones se habían reducido al mínimo. Eleanor apenas podía mirar a Park cuando él le acariciaba las manos. Y Park, por su parte, parecía incapaz de acabar las frases. (Eso significaba que ella le gustaba, ¿no? Ja).
El día anterior, de camino a casa, el autobús había tenido que tomar un desvío a causa de una cañería rota. Steve se había puesto a maldecir diciendo que llegaría tarde a su nuevo empleo en la gasolinera. Y Park había dicho:
—Guau.
—¿Qué pasa?
Últimamente Eleanor ocupaba el asiento de la ventana porque así se sentía más segura, menos expuesta. Casi podía fingir que tenían todo el autobús para ellos solos.
—Puedo reventar cañerías con la mente —explicó Park.
—Como mutación genética, no es gran cosa —replicó Eleanor—. ¿Y te conocen por el nombre de…?
—Me llaman… mmm…
Park se echó a reír y le tiró del pelo.
(Eso de tocarse el pelo era un avance alucinante. A veces Park llegaba por detrás después de las clases y le tiraba de la coleta o le daba unos toques en el moño).
—Pues… no sé cómo me llaman —dijo.
—A lo mejor Obras Públicas —repuso ella, posando una mano sobre la suya, dedo contra dedo.
Las manos de Eleanor eran más cortas que las del chico. Le alcanzaban solo hasta la segunda falange. Todo el resto de su cuerpo debía de ser más grande que el de Park.
—Eres una cría —dijo él.
—¿Por qué lo dices?
—Tus manos. Parecen… —le tomó la mano entre las suyas—. No sé… vulnerables.
—Maestro de Tubas —susurró ella.
—¿Qué?
—Ese es tu nombre de superhéroe. No, espera… el Flautista. Ya sabes: «¡Pagadle al Flautista!».
Park se echó a reír y volvió a tirarle del pelo.
No habían hablado tanto en dos semanas. Eleanor había empezado a escribirle una carta —la había comenzado un millón de veces— pero se le antojaba algo propio de una chica de primero. ¿Qué iba a decirle?
Querido Park:
Me gustas. Tu pelo es muy gracioso.
Era verdad que su pelo era muy gracioso. Precioso. Corto por detrás pero más bien largo y desfilado por delante. Lacio y prácticamente negro, algo que, en el caso de Park, parecía una declaración de principios. Iba siempre de negro, casi de la cabeza a los pies. Camisetas negras de grupos punk encima de prendas térmicas de manga larga, también negras. Zapatillas de deporte negras. Vaqueros azules. Casi todo negro, casi a diario. (Tenía una camiseta blanca pero en el pecho ponía «Black Flag» en grandes letras negras).
Si alguna vez Eleanor se vestía de negro, su madre le decía que parecía que fuese a un funeral… dentro del ataúd. Daba igual, su madre siempre le hacía ese tipo de comentarios las pocas veces que reparaba en su atuendo. Eleanor había cogido todos los imperdibles del costurero para tapar lo agujeros de los vaqueros con seda y terciopelo, y su madre no había protestado.
A Park le quedaba bien el negro. Le daba un aspecto como de retrato al carboncillo. Cejas largas, negras, arqueadas. Pestañas cortas y negras. Pómulos altos y brillantes.
Querido Park:
Me gustas mucho. Tienes unos pómulos preciosos.
Lo único en lo que no le gustaba pensar, acerca de Park, era en qué podría ver él en ella.
park
La camioneta se calaba una y otra vez.
El padre de Park no decía nada, pero el chico sabía que se estaba cabreando.
—Vuelve a intentarlo —le decía—. Escucha el motor y cambia de marcha.
Era la simplificación más desvergonzada del mundo. Escucha el motor, pisa el embrague, cambia de marcha, da gas, suelta, conduce, mira los retrovisores, pon el intermitente, vigila las motos…
Lo más triste era que Park ya estaría conduciendo de no tener a su padre a su lado, rabiando. Mentalmente, Park lo hacía todo a la perfección.
En taekwondo le pasaba lo mismo. Park nunca conseguía dominar nada nuevo si se lo enseñaba su padre.
Embrague, marcha, gas.
La camioneta se caló.
—Piensas demasiado —le recriminó el hombre.
Siempre le decía lo mismo. Cuando Park era pequeño, intentaba discutírselo.
—No puedo evitarlo —decía Park durante las clases de taekwondo—. No puedo desconectar el cerebro.
—Si luchas así, alguien te lo desconectará.
Embrague, marcha, chirrido.
—Vuelve a empezar. Ahora no pienses, limítate a cambiar de marcha… He dicho que no pienses.
La camioneta volvió a calarse. Park se cogió al volante y hundió la cabeza entre las manos de puro agotamiento. Su padre irradiaba frustración por los cuatro costados.
—Maldita sea, Park, no sé qué hacer contigo. Llevamos un año con esto. Tu hermano aprendió a conducir en dos semanas.
Si la madre de Park hubiera estado allí, se habría puesto furiosa. «Tú no haces eso —le habría dicho—. Dos chicos. Distintos».
Y el hombre habría apretado los dientes.
—Seguro que a Josh le cuesta bien poco dejar de pensar —dijo Park.
—Llámalo tonto si quieres —replicó el padre—. Él sí sabe conducir un coche con marchas.
—Pero si cogeré el Impala —musitó Park en dirección al salpicadero— y es automático.
—Esa no es la cuestión —repuso el padre casi a gritos.
Si la madre de Park hubiera estado allí, habría dicho: «Eh, tú, de eso nada. Vas fuera y gritas al cielo, si eres tan enfadado».
¿Y qué significaba el hecho de que Park estuviera allí soñando con que su madre saliera en su defensa?
Que era un nenaza.
Eso pensaba su padre. Seguramente lo estaba pensando en aquel mismo instante. Y hacía esfuerzos por no decirlo en voz alta.
—Vuelve a intentarlo —insistió el padre de Park.
—No. Se acabó.
—Se acabará cuando yo lo diga.
—No —repitió Park—. Ya he terminado.
—Muy bien, pues yo no pienso conducir hasta casa. Vuelve a intentarlo.
Park arrancó la camioneta. Se caló. Su padre estampó una manaza contra la guantera. Park abrió la portezuela y se apeó. El hombre lo llamó, pero él siguió andando. Solo estaba a un par de kilómetros de casa.
Si su padre lo adelantó, Park no se dio cuenta. Cuando llegó al vecindario, al anochecer, giró por la calle de Eleanor en vez de enfilar por la suya. Había dos niños de pelo rojizo jugando en el jardín, aunque el tiempo era fresco.
Desde la calle no se veía el interior de la casa. A lo mejor si se quedaba un rato esperando, Eleanor se asomaría por la ventana. Park solo quería ver su rostro. Sus grandes ojos marrones, sus labios llenos y rosados. La boca de Eleanor le recordaba a la del Joker —en función del dibujante— grande y curva. Sin la mueca psicótica, claro… Sería mejor que Park se lo guardase para sí. Desde luego, no sonaba a cumplido.
Eleanor no se asomó a la ventana. Los niños, sin embargo, se habían fijado en él, así que Park se dirigió a su propia casa.
El sábado era el peor día.