park
Cuando Park subió al autobús dejó los cómics y la cinta de los Smiths en el asiento contiguo, para que ella los encontrara allí. Así no tendría que decirle nada.
Al ver llegar a Eleanor pocos minutos después, Park advirtió enseguida que algo iba mal. La chica caminó hacia su sitio con cara de sentirse derrotada y perdida. Llevaba la misma ropa que el día anterior —lo cual no era tan raro, pues siempre se ponía una versión distinta de lo mismo— pero aquel día parecía diferente. No se había adornado el cuello ni las muñecas y su melena era una maraña de rizos rojos.
Se detuvo ante el asiento que compartían y miró el montón de cosas que Park había dejado allí para ella. (¿Por qué no llevaba libros?). Lo cogió todo, tan cuidadosa como siempre, y se sentó.
Park quería mirarla a los ojos, pero no pudo. En cambio, le miró las muñecas. Eleanor cogió la cinta. Él había escrito How Soon Is Now y otras en la etiqueta adhesiva.
La chica le tendió el casete.
—Gracias… —dijo. Bueno, era la primera vez que le daba las gracias—. Pero no me la puedo quedar.
Park no la cogió.
—Es para ti, quédatela —susurró. Ahora le miraba la barbilla.
—No —repitió Eleanor—. O sea, gracias, pero es que… no puedo.
Intentó devolverle la cinta, pero él seguía sin cogerla. ¿Cómo se las arreglaba esa chica para complicar hasta las cosas más sencillas?
—No la quiero —replicó Park.
Ella apretó los dientes y lo fulminó con la mirada. Debía de odiarlo con toda su alma.
—No —insistió Eleanor, ahora sin molestarse en bajar la voz—. En serio, no puedo. No tengo equipo. Venga, cógela.
Él la cogió. Ella se tapó la cara. El chico del otro lado del pasillo, un pijo de bachillerato llamado Junior, los estaba observando.
Park lo miró de mala manera hasta que el otro desvió la vista. Entonces se volvió hacia ella.
Se sacó el Walkman del bolsillo de la gabardina y extrajo una cinta de los Dead Kennedys. Introdujo la cinta nueva, pulsó la tecla de reproducir y —con cuidado— le colocó a Eleanor los auriculares por encima del pelo. Fue tan cuidadoso que ni siquiera la tocó.
A los oídos de Eleanor llegó la turbia guitarra del principio y luego el primer verso de la canción: I am the son… and the heir…
Ella alzó la cabeza un poco pero no lo miró. No apartó las manos de la cara.
Cuando llegaron al instituto, se quitó los auriculares para devolvérselos a Park.
Bajaron juntos del autobús y ya no se separaron. Fue muy raro. Normalmente, en cuanto pisaban la acera echaban a andar en direcciones opuestas. Y eso era lo más extraño de todo, pensó Park. Hacían el mismo camino cada día, la taquilla de Eleanor estaba a pocos pasos de la de Park… ¿cómo se las ingeniaban para tomar caminos distintos cada mañana?
Cuando llegaron a la altura de la taquilla de Eleanor, Park se detuvo un momento. No se acercó, pero dejó de andar. Ella también.
—Bueno —dijo él, mirando hacia el pasillo—, ahora ya has oído a los Smiths.
Y ella…
Eleanor se rio.
eleanor
Tendría que haberse limitado a coger la cinta.
No hacía ninguna falta que todo el mundo supiera lo que tenía y lo que no. Y no hacía ninguna falta que le confesara nada a ningún asiático rarito.
A aquel asiático rarito en concreto.
Estaba bastante segura de que era asiático, aunque no al cien por cien. Tenía los ojos verdes. Y la piel del color del sol a través de la miel.
A lo mejor era filipino. ¿Pertenecía Filipinas a Asia? Seguramente. No controlaba todos los países de Asia. Ese continente es enorme.
Eleanor solo había conocido a un asiático en toda su vida: Paul, que iba con ella a clase de mates en el otro instituto. Paul era chino. Sus padres se habían trasladado a Omaha huyendo del gobierno. (Le parecía una decisión un tanto extrema. Como si hubieran cogido el globo terráqueo y hubieran dicho: «Sí. Eso está en la otra punta del mundo»).
Había sido Paul quien le había enseñado a decir «asiático» en vez de «oriental».
—«Oriental» se usa para hablar de la comida —le había dicho.
—Lo que tú digas, Jackie Chan —había respondido ella.
Eleanor no se explicaba qué hacía una persona asiática en aquellos suburbios de Omaha. El resto de la población era rigurosamente blanca. O sea, hacían alarde de su condición de blancos. Eleanor jamás había oído hablar de los negros con términos despectivos antes de trasladarse allí, pero los chicos del autobús los utilizaban como si fuera la única forma de referirse al color de la piel.
Ella nunca lo hacía, ni siquiera en su cabeza. Ya era bastante desgracia que, gracias a la influencia de Richie, se hubiera acostumbrado a referirse mentalmente a los demás como «hijos de puta». (Ironía).
En el nuevo instituto había tres o cuatro asiáticos más aparte de su compañero de asiento. Eran primos. Uno de ellos había escrito una redacción sobre lo que se sentía siendo un refugiado de Laos.
Y luego estaba ojitos verdes.
A ese paso, iba a acabar por contarle la historia de su vida. Quizás de camino a casa le dijese que no tenía teléfono ni lavadora ni cepillo de dientes.
Estaba pensando en comentar esto último con la orientadora del centro. El día de su llegada, la señora Dunne le había hecho sentar y le había largado un rollo sobre la importancia de que se sintiera libre para hablarle de cualquier cosa. Durante su perorata, no paraba de apretar el brazo de Eleanor por la parte más gorda.
Si Eleanor se lo contara todo a la señora Dunne —acerca de Richie, de su madre, todo—, a saber lo que pasaría.
En cambio, si le decía lo del cepillo de dientes… a lo mejor la señora Dunne le proporcionaba uno. Y entonces Eleanor ya no tendría que meterse en el baño después de cenar para frotarse los dientes con sal. (Lo había visto hacer en una película del Oeste. Seguramente ni siquiera funcionaba).
Sonó el timbre. Las diez y doce.
Solo dos sesiones más antes de la clase de literatura. Eleanor se preguntó si él le dirigiría la palabra. A lo mejor se hablaban a partir de ahora.
Seguía oyendo aquella voz en su cabeza; no la del chico, la del cantante. El de los Smiths. Se le notaba su acento inglés hasta cuando cantaba. Su voz parecía un lamento.
I am the sun…
and the air…
En clase de gimnasia, Eleanor tardó un poco en darse cuenta de que la gente no la trataba tan mal como de costumbre. (Aún tenía la cabeza en el autobús). Tocaba voleibol, y Tina le había dicho:
—Tú sacas, zorra.
Pero eso fue todo, y prácticamente podía considerarse una broma, teniendo en cuenta la personalidad de Tina.
Cuando Eleanor llegó al vestuario, comprendió por qué Tina la había dejado más o menos en paz; estaba esperando. La rubia y sus amigas —y las chicas negras también, todo el mundo quería su trozo del pastel— la miraban desde el fondo del pasillo, aguardando a que Eleanor llegase a su taquilla.
La habían forrado con compresas. Toda una bolsa, al parecer.
Al principio, Eleanor creyó que las compresas estaban sucias, pero cuando se acercó descubrió que solo las habían pintarrajeado con rotulador rojo. Alguien había escrito «Mocho» y «Dubble Bubble» en unas cuantas, pero eran de las caras y ya habían absorbido buena parte de la tinta.
Si la ropa de Eleanor no hubiera estado dentro de la taquilla, si hubiera llevado encima algo que no fuera el equipo de gimnasia, se habría marchado sin más.
En cambio, pasó junto a sus compañeras con la barbilla bien alta y empezó a quitar las compresas una a una. Incluso había unas cuantas por la parte de dentro, pegadas a su ropa.
Eleanor derramó algunas lágrimas, no pudo evitarlo, pero lo hizo de espaldas a todo el mundo para no dar un espectáculo. Todo terminó en pocos minutos en cualquier caso porque nadie quería llegar tarde a comer. Las chicas aún tenían que cambiarse y arreglarse el pelo.
Cuando todas se fueron yendo, dos chicas negras se quedaron atrás. Se acercaron a Eleanor y la ayudaron a quitar compresas de la pared.
—No te preocupes —susurró una a la vez que estrujaba una compresa.
Se llamaba DeNice y parecía demasiado joven para estar en cuarto. Era bajita y llevaba trenzas.
Eleanor hizo un gesto negativo con la cabeza pero no respondió.
—Esas tías no valen nada —prosiguió DeNice—. Son unas pobres desgraciadas.
—Ajá —asintió la otra.
Eleanor creía que se llamaba Beebi. Esta última era lo que la madre de Eleanor llamaría «una chica gruesa». Mucho más que Eleanor. Incluso su equipo de gimnasia era de otro color, como si lo hubieran confeccionado especialmente para ella. La idea hizo que Eleanor se sintiera culpable de encontrarse tan a disgusto en su propio cuerpo… y también que se preguntara por qué la habían nombrado a ella gorda oficial de la clase.
Tiraron las compresas a la basura y pusieron encima toallas de papel mojadas para que nadie las viera.
Si DeNice y Beebi no hubieran estado allí, Eleanor se habría guardado unas cuantas, las que no estaban pintadas, porque, por el amor de Dios, menudo desperdicio.
Llegó tarde a comer y también a literatura. Y de no haber sabido ya que el cretino del asiático le gustaba, lo habría comprendido entonces.
Porque después de todo lo sucedido durante los últimos cuarenta y cinco minutos —y durante las últimas veinticuatro horas— no pensaba en nada más que en volver a ver a Park.
park
Cuando subieron al autobús, Eleanor aceptó el Walkman sin poner objeciones. Ni siquiera hizo falta que él lo pusiera en marcha. Y en la parada anterior a la suya, Eleanor se lo devolvió.
—Te lo dejo si quieres —dijo Park con voz queda—. Así podrás oír la cinta entera.
—¿Y si lo rompo? —preguntó ella.
—No lo vas a romper.
—¿Y si te gasto las pilas?
—No te preocupes por las pilas.
En aquel momento, ella lo miró a los ojos, quizá por primera vez desde que se conocían. Iba aún más despeinada que por la mañana, el pelo aún más crespo y rizado, como si se hubiera hecho un gigantesco peinado afro de color rojo. Sin embargo, tenía una expresión mortalmente seria, fría y formal. Cualquiera de los tópicos que emplea la gente para hablar de Clint Eastwood habría servido para describir la expresión de Eleanor.
—¿De verdad? —preguntó ella—. ¿No te importa que las gaste?
—Solo son pilas —repuso Park.
Eleanor sacó las pilas y la cinta del Walkman y le devolvió el aparato a Park. Luego se bajó del autobús sin mirar atrás.
Jo, qué rara era.
eleanor
Las pilas empezaron a fallar a la una de la madrugada, pero Eleanor siguió oyendo música una hora más, hasta que dejó de oír las voces.