eleanor
Al día siguiente, cuando Eleanor subió al autobús, encontró un montón de cómics en su asiento.
Los cogió y se sentó. Él ya estaba leyendo.
Eleanor guardó los cómics entre los libros y miró por la ventanilla. Por alguna razón, no quería leerlos delante de él. Sería como comer delante de él. Como… admitir algo.
Sin embargo, no podía dejar de pensar en los cómics. En cuanto llegó a casa, se encaramó a su litera y empezó a leerlos. Todos llevaban el mismo título: La cosa del pantano.
Eleanor cenó sentada en su cama. Llevó muchísimo cuidado de no manchar los tebeos porque estaban como nuevos; no tenían ni una esquina doblada. (Asiático cretino y perfeccionista).
Aquella noche, cuando sus hermanos se durmieron, Eleanor volvió a encender la luz para poder leer un poco más. Aquellos críos eran las personas más escandalosas del mundo cuando dormían. Ben hablaba en sueños y tanto Maisie como el chiquitín roncaban. Mouse se meaba en la cama y aunque no hiciera ruido perturbaba igualmente el bienestar general. La luz, sin embargo, no los despertaba.
Eleanor solo era consciente a medias de la presencia de Richie, que veía la televisión en la habitación contigua, y estuvo a punto de caer de la cama cuando la puerta se abrió de repente. Por la expresión del rostro de Richie, se diría que esperaba encontrar una fiesta en el dormitorio, pero cuando descubrió que solo Eleanor estaba despierta, gruñó y le dijo que apagara la luz para no molestar a los pequeños.
Cuando Richie cerró la puerta, Eleanor bajó de la cama y apagó la luz. (Había aprendido a levantarse sin pisar a nadie. Menos mal, porque siempre era la primera en levantarse).
Habría podido dejar la luz encendida, pero no merecía la pena correr el riesgo. No quería volver a ver a Richie por allí.
Tenía cara de rata. Como una rata en versión humana. Parecido al villano de una película de Don Bluth. A saber lo que su madre había visto en ese tipo; el padre de Eleanor también tenía una pinta rara.
Muy ocasionalmente —cuando Richie se las ingeniaba para darse un baño, ponerse ropa limpia y mantenerse sobrio todo al mismo tiempo— Eleanor casi podía entender que su madre lo encontrara guapo. Gracias a Dios, eso no pasaba muy a menudo. Cuando sucedía, a Eleanor le entraban ganas de ir al baño y meterse los dedos en la garganta.
En fin. Daba igual. Podía leer un poco más. Entraba algo de luz por la ventana.
park
Ella leía los cómics de un día para otro. Y cuando se los devolvía a la mañana siguiente, se comportaba siempre como si le estuviera entregando algo muy delicado. Un tesoro. Se diría que no los había tocado siquiera, salvo por el olor.
Cuando la chica nueva le devolvía los cómics a Park, los libros siempre emanaban un olor como a perfume. Pero aquel perfume no se parecía al que usaba su madre (Imari). Ni tampoco al de ella, que olía a vainilla.
Cuando la nueva se los devolvía, los cómics desprendían un aroma a rosas. A todo un jardín.
La nueva había tardado menos de tres semanas en leer todos los Alan Moore. Ahora Park le estaba dejando los X de cinco en cinco, y sabía que a ella le gustaban porque escribía los nombres de los personajes en sus libros, entre nombres de grupos y letras de canciones.
Seguían sin dirigirse la palabra, pero el silencio se había vuelto menos hostil. Casi amigable (aunque no del todo).
Hoy Park no tendría más remedio que hablar con la nueva. Debía disculparse, porque no le había traído nada. Se había dormido y, con las prisas, había olvidado coger el montón de cómics que había dejado preparados para ella la noche anterior. Ni siquiera había desayunado ni se había lavado los dientes. Qué fastidio, tener que ir tanto rato a su lado en esas condiciones.
Pese a todos sus planes, cuando la nueva subió al autobús y le devolvió los cómics de la víspera, Park se limitó a encogerse de hombros. Ella desvió la vista. Ambos bajaron la mirada.
La chica se había vuelto a poner aquella corbata tan fea, esta vez atada a la muñeca. Tenía muchísimas pecas por los brazos y las muñecas, capas y capas en distintos tonos de oro y rosa. También en el dorso de las manos. Parecen manos de niño, habría dicho la madre de Park, con esas uñas tan cortas y las cutículas sin arreglar.
Ella se quedó mirando sus propios libros. A lo mejor pensaba que Park se había enfadado con ella. Park también posó los ojos en los libros de la chica. Estaban todos pintarrajeados y llenos de garabatos al estilo art nouveau.
—Y qué —empezó a decir él sin saber cómo iba a continuar—. ¿Te gustan los Smiths?
Tuvo cuidado de no soplarle el aliento.
Ella alzó la vista, sorprendida. Confusa, quizás. Park señaló el libro, donde la nueva había escrito «How Soon Is Now?» en grandes letras verdes.
—No lo sé —contestó ella—. Nunca los he oído.
—Entonces, ¿quieres que los demás piensen que te gustan los Smiths?
Park lo dijo con desdén. No pudo evitarlo.
—Sí —asintió ella mirando a su alrededor—. Intento impresionar a la gente de por aquí.
Park no sabía si la nueva se empeñaba a propósito en hablar como una sabelotodo, pero desde luego no pensaba ponerle las cosas fáciles. El ambiente se enrareció entre los dos. Park se apoyó contra el costado del autobús. Ella miró hacia el otro lado del pasillo.
En la clase de literatura, Park intentó captar su mirada, pero ella la desvió. El chico tenía la sensación de que Eleanor se esforzaba tanto en ignorarlo que no abriría la boca en clase.
El señor Stessman hacía lo posible por sacarla de su ensimismamiento. Se había convertido en su blanco favorito cuando la clase se apagaba. Aquel día tocaba comentar Romeo y Julieta, pero nadie quería intervenir.
—Se diría que sus muertes no la apenan, señorita Douglas.
—¿Perdón? —preguntó Eleanor. Miró al profesor con los ojos entornados.
—¿No le parece triste? —insistió el señor Stessman—. Dos jóvenes enamorados que yacen sin vida. «Jamás se oyó una historia tan doliente». ¿No la conmueve?
—Me parece que no —respondió ella.
—¿Tan fría es usted? ¿Tan indiferente?
Echado sobre el pupitre de Eleanor, fingía suplicar clemencia.
—No —repuso ella—, pero no creo que sea una tragedia.
—Es la gran tragedia —afirmó el señor Stessman.
La nueva puso los ojos en blanco. Llevaba dos o tres collares de perlas falsas, como los que se ponía la abuela de Park para ir a la iglesia, y los retorcía mientras hablaba.
—Ya, pero salta a la vista que se burla de ellos —replicó.
—¿Quién?
—Shakespeare.
—Cuéntenos…
Ella volvió a poner los ojos en blanco. A esas alturas, conocía de sobra el juego del señor Stessman.
—Romeo y Julieta solo son dos niños ricos que están acostumbrados a salirse con la suya. Y ahora se han encaprichado el uno del otro.
—Están enamorados… —dijo el señor Stessman con las manos en el corazón.
—Ni siquiera se conocen —replicó Eleanor.
—Fue amor a primera vista.
—Más bien fue: «Oh, pero mira qué mono es». Si Shakespeare hubiera querido hacernos creer que estaban enamorados, no nos habría informado en la primera escena de que Romeo estaba colado por Rosaline… Shakespeare se está burlando del amor —explicó ella.
—Y entonces ¿por qué ha sobrevivido hasta nuestros días?
—Pues no sé. ¿Porque Shakespeare era un gran escritor?
—¡No! —exclamó el profesor—. Otro, alguien que sí tenga corazón. Señor Sheridan, ¿qué late dentro de su pecho? Díganos, ¿por qué Romeo y Julieta ha sobrevivido a lo largo de cuatrocientos años?
Park detestaba hablar en clase. Eleanor lo miró enfurruñada y luego desvió la vista. Él se sonrojó.
—Porque… —dijo Park con voz queda y la mirada clavada en el pupitre—. ¿Porque todo el mundo quiere recordar lo que significa ser joven? ¿Y estar enamorado?
El señor Stessman se apoyó de espaldas a la pizarra y se frotó la barba.
—¿Tengo razón? —preguntó Park.
—Ya lo creo que sí —respondió el señor Stessman—. No sé si eso explica por qué Romeo y Julieta se ha convertido en la obra más aplaudida de todos los tiempos. Pero sí, señor Sheridan. Acaba de decir usted una verdad como un templo.
Ella no le saludó en clase de historia, pero nunca lo hacía.
Cuando Park subió al autobús por la tarde, Eleanor ya estaba allí. Se levantó para dejarle pasar a su sitio de la ventana y luego, para su sorpresa, le dirigió la palabra. En voz baja. Casi en susurros. Pero le habló.
—En realidad, es una lista de deseos —dijo.
—¿Qué?
—Son las canciones que me gustaría oír. O grupos que me gustaría escuchar. Cosas que parecen interesantes.
—Si nunca has oído a los Smiths, ¿de qué los conoces?
—No sé —replicó ella a la defensiva—. De comentarios de mis amigos, los del otro instituto. De revistas. No sé. De por ahí.
—¿Y por qué no los escuchas?
Eleanor lo miró como si pensase que, decididamente, estaba hablando con un cretino.
—No ponen a los Smiths en Los 40 Principales.
Y luego, al ver que Park no respondía, levantó sus profundos ojos marrones al cielo.
—Por favor —dijo.
No volvieron a hablar durante todo el trayecto de vuelta.
Aquella noche, mientras hacía los deberes, Park grabó una cinta con todas sus canciones favoritas de los Smiths, además de unos cuantos temas de Echo and the Bunnymen y de Joy Division.
Guardó la cinta y cinco cómics de X en la mochila antes de meterse en la cama.