Saco todos los trajes del armario y los cuelgo en la puerta del baño. El digiarchivo entra en la mayoría de los diminutos bolsillos de las chaquetas, pero algunos tengo que deshilvanarlos. A partir de ahora llevaré encima este pequeño aparato, cueste lo que cueste. Para mayor seguridad he cambiado el nombre a la nota de Enora. Al menos ahora sé por dónde empezar, aunque no tenga nada más claro.
El digiarchivo contiene información que podría conducirme a la muerte. Mapas. Sistemas de rastreo. Sin embargo, es la nota de Enora lo que abrasa mi mente. Creo que podría soportar que descubrieran todo lo que contienen los archivos, excepto esa nota. Es demasiado personal. Pero, a pesar de haberla leído tantas veces que la he memorizado, soy incapaz de borrarla. La escucho una y otra vez dentro de mi cabeza en la suave voz de Enora. Sus palabras escritas suenan tanto a ella que, al leerlas, siento el mismo dolor que si me estuviera rompiendo en pedazos.
Querida Adelice:
Si tropiezas con este archivo por casualidad, ciérralo. Nada de lo que contiene te hará ningún bien, y ¡ya sabes que no me gusta que te metas en líos!
Pero si estabas buscándolo, significa que te encuentras preparada para obtener respuestas. Supongo que habrás acudido a mí en persona. Así que, en primer lugar, siento haberte abandonado. Ojalá pudiera demostrarte que luché por quedarme. Supongo que eso ya no importa, pero ahora que yo no estoy, la única persona en la que puedes confiar es Loricel. Por favor, ten por seguro que te ayudará cuando lo necesites.
Una vez dicho esto, hay respuestas que has estado buscando y que deberías encontrar por ti misma. Te he facilitado todo lo que he podido para ayudarte en esa tarea, pero protege estos archivos o me temo que irán a por ti.
Y por último, Adelice, no estés triste por mí. Soy libre, y mi más sincero deseo es que tú también lo seas. Esa es la razón por la que te he protegido con todas mis fuerzas, y por la que ahora te entrego esto. Eres inteligente. Si te mantienes alerta y confías en tu instinto, todo saldrá bien. Y no olvides quién eres.
Con cariño,
Enora
Sus palabras me ofrecen poco consuelo, pero me dan esperanza. Elijo un traje color lavanda como atuendo para la cena, y cuando estoy deslizándome dentro de la ajustada falda, alguien llama a la puerta. Después de embutirme en la chaqueta, escondo el digiarchivo en el bolsillo izquierdo, justo debajo del corazón.
Cormac está en la puerta, lo que no puede significar nada bueno.
—Adelante —intento que no me tiemble la voz, pero no lo consigo. Suelto una risita nerviosa con la esperanza de parecerme a las histéricas y atemorizadas chicas que formaban mi cohorte. Aunque tal vez sea un poco tarde para convertirme en fanática suya.
Entra sin decir una palabra, deambula por la habitación y se detiene para toquetear los trajes que cuelgan de la puerta.
—¿Estás haciendo el equipaje?
—No —contesto, recogiendo las prendas para meterlas de nuevo en el armario—. Me gusta planificar lo que me voy a poner durante la semana.
—¿El miércoles? —pregunta, poniéndome en evidencia.
Coloco los trajes con los demás vestidos y cierro las puertas del armario de golpe. Respiro hondo y me giro para encararme con él.
—¿Puedo ayudarte en algo?
—No —dice encogiéndose de hombros—. Se me ocurrió que nunca había visto tu habitación.
—Pues aquí está.
—Impresionante lo que la tecnología puede lograr —murmura—. ¿Sabías que cada habitación de la torre alta está tejida según los gustos de la tejedora a la que ha sido asignada? Requiere mucho tiempo hacerlo, pero queremos que estéis contentas.
—Me encanta mi habitación —le digo, y es verdad. Esta acogedora estancia con enormes y mullidos cojines es mi hogar. Es el primer espacio que he tenido para mí sola en toda mi vida. Pero lo cambiaría sin dudarlo por el pequeño dormitorio que compartía con Amie.
—Es agradable —afirma, mirando a su alrededor—. Aunque no es exactamente de mi estilo. Yo me inclino por una decoración más moderna.
Vaga por la habitación hasta que se sienta al borde de la cama; anoto mentalmente pedir sábanas limpias en cuanto se marche.
—¿Puedo ofrecerte algo? —pregunto.
—Un Martini. Solo.
Repito sus palabras en el panel comunicador —sin tener ni idea de lo que es un Martini solo— y me aseguro de que el personal de cocina se entere de que es para Cormac. Luego espero junto a la puerta a que lo traigan. Llega con la rapidez habitual en todo lo que está destinado a un oficial, y dejo que el mayordomo se lo entregue.
Tomo asiento en una silla junto a la chimenea y empiezo a contar cada vez que aspiro y espiro. Llego a veinte antes de que Cormac diga algo.
—Sin duda Loricel te advertiría sobre nuestra intención de reprogramarte —dice Cormac, pero no espera a que se lo confirme—. Quiero que sepas que existen otras opciones.
—¿A qué coste? —pregunto, manteniendo los ojos al mismo nivel que los suyos.
—Eso es lo que me encanta de ti, que eres pura eficiencia.
Algo en su manera de decir «me encanta» me aplasta contra la silla, pero mantengo la boca cerrada.
—La Corporación necesita asegurarse de que puede contar contigo para servir al pueblo de Arras —dice, colocando el vaso sobre la bandeja—. Ahora mismo tu lealtad es discutible.
—No he hecho nada que les incite a cuestionarme —el tono de mi voz le anima a contradecirme.
—Huiste —me recuerda.
—Mis padres me obligaron a escapar y estaba lo suficientemente asustada como para escucharlos.
—Entonces, si no hubiera sido por ellos, ¿habrías venido sin más y habrías sido una buena chica? —me pregunta con una mueca.
—Supongo que nunca lo sabremos —es verdad que no acudí inmediatamente a abrir la puerta cuando vinieron, porque esperaba que mi padre lo hiciera. Pensé que llorarían y que yo me sentiría asustada, pero mi intención era marcharme con el escuadrón de recogida. En mi mente no existía ninguna otra opción, hasta que me empujaron hacia el túnel.
—Nunca has sido como las demás —dice Cormac, poniéndose en pie y acercándose al fuego, a unos pasos de mi asiento. Se apoya en la repisa de la chimenea y se cierne sobre mí; yo me encojo aún más en la silla.
—Entonces, ¿cómo demuestro mi fidelidad? —pregunto. O al menos, ¿cómo gano algo de tiempo?
—¿Sabes ya por qué la maestra de crewel es imprescindible para la continuidad de Arras? —pregunta.
Me confunde este repentino cambio de conversación, pero repito mecánicamente lo que Enora y Loricel me han enseñado.
Cormac alza una mano para interrumpir mi discurso.
—Sí, eso es lo que hace una maestra de crewel, pero por qué la necesitamos es algo completamente distinto.
—Para proteger a los inocentes —murmuro.
—Sí, pero ese concepto resulta vago para alguien tan joven como tú, que no ha sufrido una verdadera tragedia —dice él.
Mis padres. Enora. Mi hermana convertida en una extraña. ¿Cómo puede insinuar que no sé lo que es una tragedia?
Observa mi reacción, pero como no respondo, se humedece los labios con la lengua y continúa.
—Crees saber lo que significa perder a alguien, pero antes de que existieran Arras y la Corporación de las Doce, las guerras cubrían la Tierra de sangre. Generaciones enteras de hombres jóvenes murieron para que otros hombres pudieran incrementar su poder.
Me muerdo la lengua y le miro. Loricel ya me ha contado todo esto, pero para mi asombro, me doy cuenta de que Cormac cree en lo que está diciendo. Como si él fuera diferente de aquellos malvados hombres.
—Los dictadores asesinaban a mujeres y niños por tener un color de piel distinto o diferentes creencias —hace una pausa y se acerca un paso más a mi silla—. Porque no teníamos la capacidad de controlar la paz.
Control —la palabra que me obsesiona—. Esa es la verdadera diferencia entre la Tierra y Arras. Los hombres como Cormac pueden eliminar problemas, alborotadores y diferencias con mucha mayor eficacia que nuestros antepasados de la Tierra.
—¿Y tus decisiones son mejores que las suyas? —pregunto, agarrando con fuerza los brazos de la silla.
—Mis decisiones pretenden el bien de la mayoría —afirma Cormac, pero sus ojos brillan y cambia de táctica—. En Arras, garantizamos la distribución de alimentos y que todo el mundo disponga de ellos. No hay peligro de hambruna. Controlamos el tiempo meteorológico y evitamos las consecuencias negativas de la escasez de agua, además de los riesgos que conllevan unas condiciones climáticas desordenadas. En el pasado, la humanidad sufría los caprichos de la naturaleza, pero ahora la naturaleza nos sirve a nosotros.
—Tal vez existiera algún propósito en el orden natural de las cosas —digo en voz baja, pero él me ignora.
—Las familias no asisten al deterioro de sus seres queridos y los individuos se han librado del temor a una muerte inesperada —continúa—. La tecnología de la renovación nos permite curar la mayoría de las enfermedades graves…
—¿Y las que no se curan?
—En ese caso, mitigamos el dolor de nuestros ciudadanos —responde rápidamente.
—Querrás decir que los asesináis —le acuso.
—Los extraemos del plano consciente donde existirían con dolor. Hemos racionalizado las cargas de la vejez.
Siento dolor en la mano que mi abuela agarró con fuerza, y sacudo la cabeza ante sus mentiras. Es imposible que Cormac sea más joven que ella en aquel momento. Lo que a la Corporación le interesa es eliminar la materia innecesaria del tejido.
—¿Has perdido a alguien? —pregunto.
—No de la misma manera que tú —admite—, por eso deberías saber mejor que nadie el dolor que provoca una muerte inesperada.
—Una muerte inesperada —es una manera muy diplomática de expresarlo—. Me refiero a si has perdido a alguien de una extracción —aclaro.
—Extraer no significa perder. Es controlar —le tiemblan los músculos de la mandíbula. Le gusta demasiado esa palabra—. Y sí, mis padres y mi esposa fueron extraídos.
—¿Tu esposa? —pregunto con voz ahogada. Cormac Patton: el soltero de oro. Imaginarle manteniendo una relación estable con una mujer resulta incomprensible.
—Me casé cuando era muy joven —dice con indiferencia—. Como sabes, se espera que los ciudadanos formen unidades domésticas al alcanzar los dieciocho años. Yo no fui una excepción.
Salvo que él siempre ha sido una excepción. Aparece en la Continua con una chica distinta en cada evento de la Corporación. Es el tipo al que mi padre describía, medio en broma, como un cabrón con suerte cada vez que nos conectábamos a la cadena.
Trato de imaginar a la mujer con la que se casó. En mi mente aparece como una combinación entre Maela y una de las insulsas azafatas de las estaciones de transposición. Insulsa y malvada; el cóctel perfecto para Cormac.
—¿Qué le ocurrió? —le pregunto.
—Enfermó antes de que la tecnología de la renovación pudiera aplicarse a ciertas dolencias psicológicas. Opté por no prolongar su sufrimiento —su voz suena indiferente, solo está exponiendo unos hechos. Sin embargo, los músculos de su mandíbula se tensan y las venas que llegan hasta sus hombros se ponen tirantes. Es algo de lo que prefiere no hablar, así que se convierte en el principal tema sobre el que me apetece discutir.
—Pero no se estaba muriendo —insisto con los labios temblorosos.
—No —afirma él—, pero no era un miembro productivo de Arras y su estado impedía que yo pudiera dedicar todos mis esfuerzos a servir a la Corporación.
Giro la cabeza, temerosa de que mis ojos dejen traslucir la abrasadora indignación que siento. Se libró de ella para promocionarse políticamente y disfrutar de las ventajas de ser un soltero viudo.
—Supongo que por eso coqueteas con tantas mujeres —añado con voz fría.
—Esa es la cuestión, Adelice. Que ha llegado el momento de volver a promocionar la unidad familiar en Arras —asegura, desplegando su sonrisa de político.
—No sabía que hubiera dejado de promocionarse —exclamo, pensando en los perfiles matrimoniales anunciados cada día en el Boletín. Yo tendría que estar acudiendo a citas de cortejo y buscando una pareja compatible. Este pensamiento me provoca un temblor en el pecho al imaginar la vida que nunca tendré.
Mi sarcasmo le anima a continuar con la retórica.
—Nuestras leyes nos ayudan a proteger la familia, pero existe un número creciente de amenazas antinaturales a la tradicional dinámica familiar.
Como Enora.
—Contenemos estas peligrosas tendencias lo mejor que podemos, pero el hecho es que algunas de las mujeres descartadas en las pruebas se están negando a casarse a la edad que establece el reglamento. En el Sector Este, la tendencia se está expandiendo y los hombres jóvenes ni siquiera anuncian sus perfiles de matrimonio —me explica.
—¿Y se lo permitís? —pregunto sin ocultar mi sorpresa—. ¿Con los métodos tan persuasivos que la Corporación tiene a su disposición? —¿será esta la mancha de la que le oí hablar, o un mero síntoma de un descontento mayor?
—Para serte sincero, después de la broma pesada de Enora, me preocupa la seguridad de nuestros actuales métodos. Quizá el procedimiento le provocara algún daño. Los restos de su hebra apenas se mantenían unidos cuando los retiramos del tejido. Tal vez te sorprenda si te digo que no pretendemos reprogramar a toda la población femenina.
—Pero lo harías, ¿no es así? —le acuso, notando cómo me hierve la sangre.
—Por supuesto, no hay nada que no hiciera por el bien de Arras —asegura, bajando los ojos hacia los míos—. Algún día lo entenderás. En este momento, eres incapaz de ver más allá de ti misma. Si las muchachas dejan de casarse, si, Arras nos libre, vivieran de forma independiente, no podremos protegerlas.
—Entonces, ¿tu intención es cuidar de las mujeres? —pregunto.
—Sí. Cuando las expectativas son claras, son fáciles de cumplir, pero al distorsionar las normas, fomentamos la discordia.
Me doy cuenta de que Cormac se cree realmente lo que está diciendo, pero yo he visto las consecuencias de esas estrictas normas. Mi madre, a la que negaron la autorización para tener más hijos; nuestros barrios escrupulosamente segregados; Enora tratando de vivir una mentira. ¿Es la desesperación callada el precio de la felicidad superficial?
—Tal vez no estén preparadas para casarse —sugiero—. Yo no lo estaría.
Cormac aprieta los labios y me observa un instante antes de responder.
—Siento escuchar eso, Adelice, porque la Corporación ha decidido que la mejor forma de enfrentarse a este asunto es proporcionar ejemplo a esas jóvenes.
—¿Qué tipo de ejemplo? —pregunto con voz firme.
—La Corporación ha logrado que, mediante el trato de favor y los privilegios proporcionados a las hilanderas —continúa—, la mayoría de las candidatas estén ansiosas de ser conducidas al coventri.
Siento mi propio pulso aporreándome los oídos, ahogando cualquier ruido ambiental. Solo se cuela la voz suave y estudiada de Cormac, como un programa de la Continua que estoy obligada a ver.
—Por lo tanto tiene sentido ofrecer a las jóvenes un ejemplo de perfecta armonía doméstica. Lo promocionaremos del mismo modo que hacemos con el coventri: asegurando que estar casada es disfrutar de una vida de privilegios. Y utilizaremos a alguien del coventri como ejemplo.
—Pero las tejedoras no pueden… —me resulta demasiado violento para decirlo en voz alta.
—¿Consumar la relación? —pregunta con una sonrisita en los labios.
Asiento ligeramente con la cabeza, pero manteniendo los ojos en mis pies.
—Tú no eres tonta —dice con un toque de fastidio—. No es posible que te hayas creído todo lo de los estándares de pureza.
—Entonces, ¿por qué nos lo dicen? —la sangre me sube apresuradamente a la cara y se instala en mis mejillas. En general, no me considero necia, pero siempre me había creído «todo lo de los estándares de pureza».
—Familia, Adelice. No podemos permitir que las mujeres anden correteando por ahí. Las necesitamos en casa, pariendo hijos y sirviendo a Arras. Y estoy seguro de que conocerás a mujeres aquí que…
—Pero nos hace perder nuestras habilidades.
—Tú has tenido ciertas experiencias desde que estás aquí —me acusa— y todavía puedes tejer.
El rubor de mis mejillas se intensifica. Menos mal que he tratado de ser discreta.
—Nunca he sobrepasado los límites.
—Tal vez no —se encoge de hombros como si no estuviera convencido.
—Entonces, ¿vais a permitir que las hilanderas se casen? —pregunto con una ligera sensación de mareo.
—No —me asegura—. Necesitamos que las hilanderas se dediquen a su trabajo, y además nuestra filosofía de que la primera obligación de una esposa es atender a su marido quedaría socavada por un cambio de política semejante.
Suspiro aliviada. La idea de verme forzada a un matrimonio, o de obligar a Jost a pasar por ello… no imagino una tortura peor.
—Pero a una maestra de crewel se le pueden conceder ciertos privilegios especiales —el corazón me da un vuelco.
—¿Quieres… que… me… case…?
—Considéralo una orden —responde con una sonrisa.
—O me reprogramarás —susurro—. ¿Podré al menos elegir con quién? —me aferro al ligero rayo de esperanza que me ofrece este pensamiento. Nadie podría poner objeción a Jost. Puede que a él no le gustara tener que arreglarse constantemente. Pero por mucho que trate de creer que es posible, incluso si lo fuera, le estaría colocando directamente en el punto de mira de la Corporación. No importa cuánto pueda dolerle; lo mejor sería que me casara con otra persona.
—No creo que eso sea buena idea —responde arqueando una ceja—. Tus decisiones no son tan adecuadas como la Corporación desearía.
—Entonces, ¿elegiréis por mí? —pregunto lentamente. Sin duda será una unión política.
—Ya lo hemos hecho —Cormac despliega una sonrisa cegadora—. A mí.
La sangre que se había arremolinado en mi cabeza desciende de golpe y mi cara palidece; me aferro con fuerza a la silla para mantenerme erguida.
¿Casarme con Cormac?
—Solo tengo dieciséis años —susurro.
—Esperaremos a que tengas diecisiete, como dictan las costumbres en las ciudades más grandes —responde con indiferencia.
Trato de comprender sus palabras. Me incorporo para mirar a través de la ventana.
—Pero ¿cuántos años tienes?
Cormac frunce el ceño.
—La técnica de renovación convierte esa cuestión en algo insignificante.
—No para mí.
—¿Cómo? ¿Es que piensas que vas a poder salir y casarte con un jovencito guapo? —pregunta elevando poco a poco el tono de voz—. Permíteme aclararte algo: está decidido. La Corporación quiere garantías de que vas a ser rigurosamente controlada.
—Y tú eres el hombre idóneo para esa tarea —exclamo, entrecerrando los ojos.
—Disfrutarás de los mismos privilegios y podrás tener hijos.
Contengo los jugos gástricos que esta afirmación ha lanzado hacia mi garganta.
—¿Tú puedes tener hijos?
—Por supuesto —afirma, estirando la chaqueta de su esmoquin—. Mi material genético ha sido cuidadosamente almacenado desde que era más joven.
Mucho más joven. De todas las oportunidades que lamenté perder cuando me trajeron al coventri, la de tener hijos no se incluía en la lista.
—Entonces, me… —busco la palabra adecuada, pero mis pensamientos se mueven a tal velocidad que no puedo atraparlos— fecundarán —si es imposible escapar, mi único consuelo es que no sean necesarios los métodos tradicionales de procreación. Aunque tumbarse en una camilla y dejar que alguien…
—Nuestro equipo de biogenética ha desarrollado un arreglo que me permitirá procrear del mismo modo que cualquier padre joven —sus ojos negros brillan mientras habla.
Retrocedo despacio, alejándome de él. La imagen de su cuerpo sobre el mío, su hedor a antiséptico asfixiándome, me roba el aliento; ahogo un grito.
—¿Y si me niego? —pregunto, mientras contengo a duras penas la histeria que crece en mi pecho.
—Te reprogramaremos —responde bruscamente— y luego te casarás conmigo.
Cruzo los brazos sobre el pecho y me agarro los hombros; niego con la cabeza.
—Haré lo que quieras menos eso —suplico con las mejillas surcadas de lágrimas calientes—. Seré maestra de crewel. Seré buena.
—Esperaba que atendieras a razones —gruñe, acercándose a mí—. Hubiera preferido una esposa con cierto temple, pero te reprogramaré y me casaré contigo la semana que viene, si me da la gana.
Cormac sacude mi cuerpo y yo únicamente puedo sollozar:
—Por favor. Por favor. Por favor.
Mis súplicas suenan entrecortadas, se pierden en su brusco ataque.
—¿Pensabas —dice con absoluto desdén— que te dejaríamos a tus anchas, follando con los sirvientes y jugando a disfrazarte? Arras exige tu servicio, Adelice.
Consigo liberar mis brazos y escapo de la habitación. Cormac no me sigue. Finalmente me encontrará; sabe que en este momento no es necesario realizar ningún esfuerzo adicional. Me arrastro hacia la escalera, donde estoy a salvo de la vigilancia de los monitores de seguridad, tiro de las hebras del tiempo y tejo a mi alrededor un espacio donde esconderme. Cuando creo que el momento paralelo es seguro, me desplomo sobre el suelo frío y duro y contemplo el reloj de arena que mi padre grabó en mi muñeca. ¿Cómo voy a recordar quién soy si están dispuestos a borrarlo de mi mente?
Estoy fuera del tiempo. Pero, aunque pudiera fugarme del complejo, Cormac me daría caza. Pienso en la resignación de Loricel ante su muerte inminente, y por primera vez comprendo de verdad el alivio que debe de sentir. Ojalá yo estuviera muerta.
Permanezco atrapada en mi propia red, incapaz de moverme. Solo existe una persona con suficiente poder para ayudarme en este momento, pero incluso ella carece de un lugar al que huir.
De todos modos, acudo a verla.