Sin maquillaje. Sin medias. Sin un peinado elaborado. Y sin ropa. Me siento desnuda en más de un sentido. La fina bata de algodón que me han dado como vestimenta para el cartografiado inicial de mi cerebro se cierra a la espalda, dejando incluso menos a la imaginación que algunos de los vestidos que he llevado en los últimos tiempos. Las paredes completamente blancas de la estancia se reflejan en el pulido instrumental plateado que se distribuye con esmero sobre una mesa, colocada junto a la larga camilla metálica en la que llevo sentada treinta minutos. Noto el culo entumecido por el frío y el tiempo de espera no hace sino alterar mis pensamientos.
Una mujer vestida con chaqueta blanca y una redecilla en el pelo entra afanosamente en la habitación y regula la camilla para que quede plegada en un extremo. Me ayuda a recostarme en ella y me coloca un brazalete médico digital. Pensé que sentiría alivio cuando todo comenzara, pero me invade el miedo. Si el objetivo de esto es hacerme perder la cabeza, los resultados ya son bastante buenos.
—Esto controlará tu ritmo cardíaco y tu presión sanguínea —dice la enfermera con los ojos fijos en los números.
—¿Es peligroso? —pregunto, mirando el afilado instrumental médico sobre la mesa que hay junto a mí.
—Casi nunca. Si sufres alguna reacción al procedimiento, te administraremos Valpron para calmarte —me asegura al tiempo que me da una palmadita en el brazo.
Hay una cuchilla especialmente larga que me hipnotiza. Me veo reflejada en ella.
—¿Duele?
—¿Prefieres que te pongamos el Valpron ahora? —me dice; yo niego con la cabeza—. El doctor Ellysen no tardará en llegar —añade, blandiendo una diminuta aguja—. Vas a notar un pinchacito de nada.
Mientras la aguja se hunde en mi antebrazo, inhalo con fuerza y parpadeo sobre mis ojos llorosos.
—Buena chica —dice con voz distraída mientras cuelga una bolsa con un líquido ambarino en un soporte que hay a mi lado. Gotea despacio por un tubo hasta llegar a mi brazo.
Un médico muy joven entra en la habitación con los ojos pegados a su digiarchivo. Resulta un tanto desconcertante que parezca tan joven como yo, aunque, con los arreglos disponibles aquí, tal vez sea mucho mayor de lo que aparenta.
—Adelice, ¿cómo te sientes? —pregunta.
Los doctores de Romen que nos hacían el reconocimiento médico anual eran siempre viejos y gruñones. Los puestos masculinos se distribuyen atendiendo a las aptitudes, sin embargo el don de gentes no es uno de los requisitos imprescindibles. La juventud de mi nuevo doctor no le vuelve menos intimidante.
—Bien —miento. La terapia intravenosa de mi brazo me ataca los nervios.
—El procedimiento durará unas dos horas —dice, sin levantar la vista de la pantalla—. Durante ese tiempo tendrás que permanecer tumbada y quieta. Puedes dormir, si así lo deseas, o puedo pedirle a la enfermera Renni que te administre un poco de Valpron.
—La paciente lo ha rechazado —susurra la enfermera.
—Muy bien —responde él, y desliza el pequeño aparato dentro de su bolsillo—. Voy a colocar la máquina de cartografiado sobre tu cabeza para que escanee diversas zonas de tu cerebro. Durante el proceso te iré haciendo preguntas y ella controlará cómo elabora tu mente las respuestas.
—Pensé que podía dormirme —rezongo.
—Así es —me asegura—. Te acaban de inyectar un estimulante mental que te permitirá procesar información incluso en estado de inconsciencia.
Me entran ganas de arrancarme la aguja del brazo. De ningún modo voy a dormirme durante un interrogatorio.
—Yo estaré sentado en la habitación contigua, observando el proceso. Me escucharás a través de este intercomunicador —me dice al tiempo que acopla un pequeño aparato negro en torno a mi oreja derecha—. Enfermera Renni, ¿estamos listos para ajustar el cartografiador?
Ella asiente y teclea un código en el panel comunicador. El techo se abre por encima de mi cabeza y de la enorme grieta surgen dos focos. Parpadeo para proteger mis ojos del brillo y veo cómo desciende el cartografiador. Es una gran cúpula, pero al acercarse más me doy cuenta de que no es de una pieza; está formada por una serie de ruedas y engranajes tan firmemente conectados entre sí que parecen fundirse unos con otros. Dirijo la mirada hacia el médico, que se escabulle por la puerta del observatorio, y luego hacia la enfermera, que está consultando mi brazalete médico. Mientras el aparato desciende sobre mi cabeza trato de averiguar cómo funciona, pero se interpone un rayo de luz verde y me ciega.
—Es normal —murmura la enfermera mientras manipula el brazalete médico—. Recuperarás la visión cuando el procedimiento haya terminado.
Arqueo la espalda para incorporarme sobre la camilla y aparto el aparato de mi cabeza de un empujón.
—Respira hondo, Adelice, o tendré que administrarte el Valpron —me advierte.
Esto me obliga a regresar a la oscuridad. El frío de la yerma estancia me provoca un hormigueo en los brazos y las piernas. Sin poder ver me siento atrapada e inmóvil, como una mosca en una tela de araña.
—Adelice —la voz del médico resuena en mi oído—. Vamos a comenzar la prueba.
Tomo aire entrecortadamente y lo suelto poco a poco.
—Adelice, ¿dónde naciste?
—En Romen, en el Sector Oeste.
—Bien. Responde así, de manera concreta —me indica—. ¿Cómo se llamaban tus padres?
Cojo de nuevo aire y respondo.
—Benn y Meria Lewys.
—¿A qué se dedicaba tu padre?
—Era mecánico. Trabajaba para la motoflota de la Corporación, en Romen.
—¿Y tu madre?
—Era secretaria.
—¿Cómo se llama tu hermana?
—Amie —susurro. Cada vez que pronuncio su nombre veo los pequeños rizos detrás de sus orejas.
—Repítelo, por favor.
—Amie —digo con tono más autoritario, notando cómo aumenta la presión en mi pecho.
—¿Viven tus padres?
Tomo aliento y exhalo mi respuesta.
—No —miento.
—Adelice, ¿mantuviste los estándares de pureza antes de las pruebas?
—¿Qué tipo de pregunta es esa? —exclamo, con los puños cerrados.
—Por favor, responde.
—Sí —digo—, mantuve los estándares de pureza.
Como si hubiera otra opción. Los barrios de chicas se encuentran en el extremo opuesto de la ciudad a los barrios de chicos, y los padres controlan muy de cerca los viajes al centro urbano durante las horas autorizadas de desplazamiento. Pero no siempre fue así. Mi abuela susurraba historias sobre cómo habían cambiado las cosas desde que ella era una niña. Cuando cumplí catorce años, un mes antes de su extracción, le pregunté sobre los perfiles matrimoniales del Boletín. Las niñas los llevaban a la escuela y los escondían bajo los pupitres, pasándoselos entre ellas y riendo tontamente al ver las fotografías de los chicos.
—¿Por qué hay perfiles de matrimonio en el Boletín? —le pregunté—. ¿Es que los chicos y las chicas no pueden conocerse en persona en la ciudad cuando cumplen dieciséis años?
Mi abuela tenía unos profundos ojos castaños y dirigió toda la intensidad de su mirada hacia mí, antes de responder.
—Hoy en día no es tan fácil que los chicos y las chicas se conozcan. A los padres no les gusta esa opción y la mayoría de los jóvenes se sienten cohibidos la primera vez que se ven. Por supuesto —se ríe entre dientes—, eso no es muy diferente a como era antes de la segregación.
—Nunca me había planteado que existiera un antes y un después de la segregación —le dije, sintiéndome muy pequeña bajo su sabia mirada.
—Siempre, incluso antes de que apareciera el hombre, ha habido un antes y un después de todo —añadió frunciendo los labios—, y algún día habrá también un después de la humanidad. Pero sí, cuando yo era una niña, los chicos y las chicas vivíamos juntos. No había barrios separados.
—Entonces al abuelo le conociste, antes… —dejé que mi voz susurrante insinuara una pregunta. Incluso hablar sobre chicos parecía extraño.
—Él creció en la casa contigua a la mía —abrió los ojos fingiendo sorpresa al hacerme esta confesión—. Creo que entonces era más sencillo satisfacer las exigencias del matrimonio. Las chicas no se casaban con completos extraños.
—Pero los estándares de pureza… —no pude terminar la frase. Resultaba demasiado embarazoso.
—Oh, sí, eso —respondió haciéndome un guiño—. Eran más difíciles de mantener.
No le pregunté si ella los había mantenido; parecía una pregunta demasiado personal, incluso para una abuela, y su guiño me hizo sentir realmente incómoda.
—Mis padres se conocieron a través de un perfil, ¿verdad?
—Sí, nuestros hijos fueron la primera generación segregada —me explicó con un ligero tono de arrepentimiento en las palabras.
—Pero ellos se querían cuando se casaron —le aseguré, sin comprender la tristeza de su voz—. Así que no pasa nada.
—Sí, se querían —afirmó en voz baja, y yo sentí una sensación de paz en el pecho. Aquel día no hice más preguntas. Ahora me lamento de las respuestas que me perdí.
—¿Qué rango obtuviste en la escuela? —la voz del médico se filtra entre mis recuerdos y me doy cuenta de que he estado respondiendo a las preguntas del cartografiado sin escucharlas. Maldito estimulante mental.
—Cuarto superior.
—¿Te castigaban a menudo? —pregunta él.
—Tenéis mi ficha, así que lo sabéis —respondo, conteniendo un nuevo impulso de golpear el cartografiador.
—Estamos estudiando la manera en que tu cerebro procesa cada pregunta y cada respuesta —me recuerda.
Cuando el médico me pregunta por mi profesora de quinto curso, empiezo a sentirme aburrida e incómoda. La forzada postura en la que estoy tumbada me provoca espasmos en los músculos de la espalda y el láser hace que me lloren los ojos. Respondo rápidamente, tratando de mantenerme despierta. Estoy segura de que están reservando las preguntas más jugosas para cuando me quede dormida.
—Adelice —continúa el doctor—, ¿cuándo descubriste que podías tejer?
—En las pruebas, cuando lo hice en el telar.
Hace una pausa, y yo me muerdo el labio. ¿Cuánto puede decirles ese dato?
—¿En ningún momento anterior mostraste esa habilidad?
—No tenía acceso a ningún telar.
—Mmm —murmura algo que no entiendo—. Y tu hermana, Amie, ¿ha mostrado alguna vez el talento?
Agarro con fuerza el borde de la camilla.
—No.
—Está bien —dice el médico—, vamos a pasar a hablar de tu periodo en el coventri. ¿Cuál es tu plato favorito de los generadores de comida?
Suspiro y relajo los dedos, regresando al modo de respuesta automática. Me pregunta por mi vestuario, dónde trabajo, cuáles son mis tareas y cuál de ellas me supone un mayor desafío. No menciona a Maela, así que logro mantener mi presión sanguínea a un nivel normal.
—Gracias, Adelice. La enfermera Renni te retirará el cartografiador y la terapia intravenosa —me comunica al oído.
La mano de la enfermera Renni regula el brazalete médico y luego retira la aguja de mi brazo. Espero unos instantes, pero el casco no se levanta de mi cabeza. Me contengo para no chillarle que me lo quite.
—¿Puedes quitarme esto? —le pregunto.
—Espera un momento —murmura.
—Adelice —dice el doctor, captando de nuevo mi atención a través del intercomunicador—. Lo siento, pero tengo algunas preguntas adicionales.
—¿Adicionales? —mi mente se acelera y, aunque no puedo verla ni oírla, estoy segura de que Maela le está indicando qué más preguntarme. Probablemente alargue esto durante otra hora.
—Solo tardaremos un momento —me asegura él—. ¿Has aceptado algún regalo de miembros del personal o de otras tejedoras desde que estás aquí?
Pienso en el diminuto digiarchivo que Enora me dio antes del recorrido por Arras. Algo me dice que se está refiriendo a él.
—No, no realmente. El embajador Patton envió flores a mi habitación después del baile del estado de la Corporación.
El joven doctor se aclara un poco la garganta y noto que vacila después de haber mencionado a Cormac.
—¿Has mantenido alguna relación sexual desde tu llegada al coventri?
—¿Lo preguntas en serio? —exploto—. Besé a Erik. Ella lo sabe.
Que Maela se ocupe de explicar lo de su mascota.
El médico continúa, ignorando mi reacción.
—¿Alguna otra persona se te ha insinuado?
—¿Te refieres a los guardias? —pregunto.
—No, Adelice —dice él—. Me refiero a las otras hilanderas.
—¿Las otras tejedoras? —pregunto lentamente—. No te sigo.
—Lo tomaré como un no.
—Está bien —respondo, confusa. ¿Me estará preguntando si tengo conducta desviada?—. ¿Algo más?
—No en esta sesión —responde él, y el intercomunicador se desconecta.
—¿En esta sesión? —gimoteo, pero el cartografiador se está levantando ya de mi cabeza. Lo veo todo blanco. La enfermera introduce un brazo bajo mi espalda y me incorpora suavemente hasta que quedo sentada. Un instante después un espeso gel me escuece en los ojos y lanzo un aullido.
—Parpadea rápido —me ordena.
A pesar del escozor consigo enfocar poco a poco la habitación y estiro las piernas entumecidas, saboreando el delicioso dolor que siento.
—Te trasladaré a observación —me dice la enfermera Renni.
—¿A observación? —pregunto—. ¿Cuándo podré irme?
—Queremos asegurarnos de que ni los escáneres láser ni el estimulante neuronal te provocan ningún efecto secundario —me explica, mientras me ayuda a ponerme en pie y a salir de la habitación.
La sala de observación tiene las paredes de color verde pálido y varias camas cubiertas con sábanas blancas, pero tengo los ojos todavía cubiertos de gel y no puedo distinguir mucho más. La enfermera me alcanza una suave bata que me pongo sobre el fino vestido; luego me siento en la cama más cercana y las sábanas se arrugan en torno a mis piernas. Me recuesto y noto un plástico basto debajo de mí. No se parece en nada a la blanda y cómoda cama a la que estoy acostumbrada en mi habitación, pero es una gran mejoría respecto a la camilla de exploración.
Aprieto los párpados, los abro de nuevo y repito la operación para intentar sacar el gel de mis ojos. Quiero ver dónde estoy. Cualquier zona del complejo donde trabajen personas externas es territorio que me gustaría explorar. Pero antes de que pueda examinar siquiera la estantería que hay en el rincón, la enfermera reaparece y ayuda a Pryana a tumbarse en la cama junto a la mía.
—Chicas, pensé que os gustaría estar juntas —dice la enfermera alegremente.
—Qué amable —respondo y ella me devuelve una sonrisa antes de salir a toda prisa de la estancia.
Pryana mantiene la mirada al frente, ignorándome.
—Bueno, ha sido divertido —digo en tono coloquial.
—Qué humor más retorcido —responde Pryana sin mirarme.
—Tal vez, pero han sido las dos mejores horas de mi vida.
—¿Dos horas? —pregunta ella—. ¿Contigo han tardado tanto?
Frunzo el ceño. ¿Qué quiere decir?
—Yo he estado lista en media hora —añade, dirigiendo los ojos un instante hacia mí.
—Bueno —digo yo—, probablemente hubiera menos que cartografiar.
—Probablemente no necesito que me reprogramen —espeta.
—Claro, eres justo como ellos quieren —respondo.
Entrecierra los ojos, pero toma un catálogo y comienza a ojearlo.
—Madilyne me aseguró que, a menos que los escaneos iniciales registren la necesidad de una reprogramación, el procedimiento completo dura menos de una hora —me dice insinuando una sonrisa.
—¿Quién es Madilyne? —pregunto.
—Mi mentora —responde, como si fuera obvio—. ¿Es que la tuya no te dijo nada?
—Me dijo lo suficiente.
—Sabes —añade Pryana con una sonrisita—, yo buscaría una nueva mentora. Está claro que la tuya no está haciendo su trabajo.
—¿Te estás presentando voluntaria? —pregunto.
—Ten cuidado, Adelice, o pensarán que quieres algo conmigo.
A pesar de lo mucho que detesto a Pryana, me giro y la miro directamente.
—¿Te han preguntado sobre eso?
—¿Sobre qué? —exclama, pero luego suspira y me mira a regañadientes.
—Sobre otras hilanderas, ya sabes…
—Que hayan tratado de ligar conmigo —se encoge de hombros—. Sí, me pareció raro.
Pryana regresa a sus compras. Parece muy poco interesada en las preguntas del proceso de cartografiado. Aunque, si me ha dicho la verdad y se trata de un procedimiento de solo media hora, tiene muy poco de lo que preocuparse.
Probablemente no sea buena idea fisgonear con ella aquí, así que trato de no decepcionarme por no poder echar un vistazo a esta ala del coventri. De todas maneras, está vigilada. Hojeo un catálogo, pero no encargo nada. Mientras tanto, Pryana ladra pedido tras pedido en el panel comunicador. Con que su armario contuviera la mitad que el mío, no necesitaría nada de eso, pero sin duda es el tipo de chica que desea aprovechar todo lo que le ofrece su posición. Por fin la enfermera Renni regresa con nuestra ropa. Nos vestimos rápidamente, dándonos la espalda. Un guardia nos espera en la puerta y nos guía a través de los yermos pasillos. Nada distingue una puerta de la otra. Ningún cartel sugiere lo que sucede en las habitaciones junto a las que pasamos. Ni siquiera el ruido de los médicos trabajando. Mi brillante plan de usar la sesión de cartografiado para obtener más información no ha servido de mucho.
Pero mientras el guardia nos conduce hacia el vestíbulo principal, veo a una enfermera poniendo al día afanosamente su digiarchivo al tiempo que desaparece tras una puerta gris de vaivén. Es el único personal médico que he visto, aparte del doctor y la enfermera Renni. Al acercarnos más a la puerta, vislumbro algunos detalles mientras oscila poco a poco hasta cerrarse —un largo pasillo, azulejos grises, una pequeña puerta de seguridad y sobre ella la palabra INVESTIGACIÓN—. Menos mal que no estoy conectada en este momento al monitor, porque el corazón ha dejado de latirme.
—Señoras —dice el guardia, y nos espera como un caballero junto al mostrador de entrada. Salimos de la clínica y nos devuelve a la torre alta. Mientras caminamos, memorizo los giros y cuento cada paso que doy. Regresaré, si tengo la oportunidad. Aunque primero tendré que conseguir una autorización para acceder a la zona de investigación. Nuestro escolta nos deja en el ascensor metálico e inclina ligeramente la cabeza antes de marcharse.
—¿A qué piso? —pregunta Pryana.
—Qui-qui-quince —tartamudeo, sorprendida por su amable gesto.
Abre los ojos con sorpresa.
—¿En qué piso estás tú? —pregunto.
—En el cuarto.
Alargo la mano para pulsar el botón de su piso, pero me la aparta de un manotazo.
—No seas estúpida —sisea—. Si tengo que subir contigo en el ascensor, quiero ver la torre alta.
—Tú vives en la torre alta —le recuerdo.
Me fulmina con la mirada.
—No, yo vivo en las habitaciones inferiores y el ascensor no me permite pasar del piso del salón.
Por primera vez le echo un vistazo a los botones del ascensor. Hay cinco pisos por debajo del salón, incluido el de Pryana.
—Vaya, supuse…
—Sí —responde ella—, ese es siempre tu problema.
—Oye… —exclamo con las mejillas encendidas, pero antes de decirle dónde puede meterse su comentario, llegamos a mi planta y las puertas se abren.
Hay otras dos puertas lacadas de color ciruela en este piso, pero nunca he visto a ninguna otra tejedora, así que decido no empujar a Pryana dentro del ascensor para obligarla a regresar a las estancias inferiores. No hay nada que no pueda ver, y tampoco la voy a invitar a mi habitación a una fiesta de pijamas. Aunque tan pronto como salimos del ascensor, me arrepiento de mi decisión. Hay dos mujeres en el pasillo. Buen trabajo, Adelice. Te acaban de pillar presumiendo.
Están de espaldas a nosotras, aunque luego me doy cuenta de que solo una de ellas está girada. Tiene el pelo rubio recogido en un moño francés. No comprendo lo que estoy viendo. Unos brazos rodean su cintura y ascienden por su espalda. Unos esbeltos brazos aceitunados con brillantes uñas rojas.
—Arras mío —Pryana ahoga un grito y la pareja rompe su abrazo.
Es suficiente para hacerme reaccionar. Empujo a Pryana dentro del ascensor abierto y pulso el botón que cierra las puertas. Me vuelvo de nuevo hacia las mujeres y contemplo a Enora y a Valery, que se han quedado paralizadas. Ahora comprendo por qué el médico me hizo aquellas preguntas. Y Pryana también.