QUINCE

Estamos tumbados el uno junto al otro dentro de la red y contemplamos la brillante luz que nos rodea. Nuestras manos apenas se rozan. No decimos nada. Podría permanecer así para siempre, recordando nuestro primer beso.

Jost finalmente deshace el espejismo, ladeándose e incorporándose junto a mí. Se inclina y me besa la nariz.

—Oye, traidora, ¿tienes hambre? —pregunta, y alarga la mano hacia la bandeja que trajo antes.

—Ahora no —una vez roto el hechizo, la ansiedad me invade de nuevo. Lo último que me apetece es comer.

Le da un mordisco a una manzana.

—Como quieras.

Ha sido un instante perfecto, completamente bajo mi control, hasta que algo me recuerda que lo único que deseo controlar no puede ser tejido: mis propios pensamientos. Cierro los ojos e imagino que estoy en mi casa; que Jost y yo nos hemos conocido a través de un perfil de matrimonio; que Amie está tratando de espiarme durante mi cita de cortejo; que más tarde me meteré con ella en la cama y nos reiremos como tontas de su pelo o le susurraré lo que se siente cuando te mira con esos ojos perfectamente azules; y que después me tumbaré en mi propia cama, diseñando mi vestido de boda. Pero al abrir los ojos, estoy bajo mi bóveda congelada con los planes de Cormac cerniéndose sobre mi futuro, en vez de una boda. El único consuelo es tener a Jost descansando junto a mí, pero incluso eso es un problema.

—Van a cartografiarme —susurro.

—¿Qué? —suelta la manzana y me mira.

—Enora había venido a comunicarme que me lo harán el viernes.

Jost traga saliva y se sienta.

—¿Qué significa eso exactamente?

—Los médicos van a cartografiar mi cerebro. Enora asegura que es para que puedan estudiar las habilidades de las tejedoras.

—O controlarlas —sugiere él.

—Creo que eso es lo que le ha sucedido a Enora. Han limpiado su hebra, aunque no tengo claro por qué.

—Con el cartografiado mental no se podría conseguir algo así —dice él—. Incluso aunque puedan controlar vuestras capacidades…

—El nuevo método lo permite —le interrumpo—. ¿No escuchaste el discurso del estado de la Corporación?

—No —dice Jost—. Estaba jugando a las cartas con otros mayordomos en la parte trasera. Alterar y limpiar una hebra es demasiado delicado para arriesgarse a hacerlo en una tejedora —pero no suena convencido.

—Ahora la técnica es mucho más segura. No sé exactamente cómo funciona, pero el primer ministro Carma aseguró que puede acabar con los problemas de conducta, que puede cambiar el modo de actuar y pensar de una persona —le cuento lo que Cormac me dijo sobre aislar zonas problemáticas en la hebra y empalmar material nuevo en el hilo de un individuo. Mientras hablo, cierro los puños—. Se suponía que era un procedimiento reservado para personas con conducta desviada, pero la Corporación parece tener una política bastante flexible respecto a lo que es una conducta desviada.

Jost alarga las manos, toma mis puños y entrelaza suavemente sus dedos con los míos.

—¿Y vas a permitirles que lo hagan?

—No tengo elección. Además, podría ser la única manera de descubrir en qué consiste exactamente el procedimiento —y me llevaría hasta el ala de investigación del complejo. Podría encontrar documentos útiles, aunque algo me empuja a guardarme esta información.

—Pero ya has visto lo que le ha hecho a Enora —dice bajito.

—Esperemos que me haya equivocado respecto a eso —murmuro—. Y no te preocupes, que iré preparada.

El guardia que controla el acceso a los talleres del piso superior me observa con recelo. Nunca había estado aquí antes, así que confío que mi ascenso a aprendiz de crewel me permita acceder, aunque resulta obvio que ignoro por completo el procedimiento de seguridad. La pesada puerta roja que da paso a los talleres no se mueve, así que estudio el panel comunicador que hay junto a ella. El guardia se aclara la garganta.

—Tienes que colocar tu prueba de identidad sobre el escáner —dice, señalando el panel comunicador.

Presiono la palma de la mano sobre el aparato, y aguardo en silencio que se abra la puerta. Ojalá no tuviera público en este preciso momento.

—Adelice Lewys. Acceso concedido —chirría el panel comunicador, y la cerradura de la puerta emite un chasquido.

La abro de un tirón y me deslizo hacia el interior sin volver la vista hacia el guardia. Ya he captado demasiado su atención. No sé exactamente dónde voy, pero tengo una corazonada. Como aquí todo sigue una jerarquía, me dirijo hacia las escaleras. Ascienden infinitamente en espiral y paso por varios pisos con silenciosos talleres antes de llegar al final, donde encuentro la estancia más impresionante que jamás haya visto. Tengo la sensación de encontrarme en la azotea de una torre. Las pantallas de las paredes han sido tejidas para que parezca que no hay nada entre la frondosa vegetación que cubre el exterior del complejo, o el cielo en lo alto, y yo. Al oeste, el oleaje del mar lame la torre, y al volverme y mirar al norte, las olas chocan contra un litoral rocoso que asciende hacia unas abruptas montañas alrededor del complejo. No es la misma vista que está programada en mi estancia.

En el centro de la habitación, un antiguo telar metálico, más grande y magnífico que cualquiera de los que haya visto hasta ahora, tiembla y brilla mientras sus diminutos engranajes se mueven y producen chasquidos. Sobre él aparecen grabadas intrincadas palabras en un idioma que no puedo leer ni pronunciar. A su lado hay una silla de terciopelo color rubí, cubierta con cojines de seda en tonos esmeralda, ónice y zafiro. A mi alrededor el océano ruge, los pájaros remontan el vuelo y nieva, sin embargo lo único que escucho es el tenue zumbido del telar.

—Es precioso, ¿verdad? —dice Loricel a mi espalda. Al volverme la encuentro acariciando un animal con el pelo color jengibre—. En el complejo hay más de ochocientos telares y todos permiten trabajar sobre el tejido de Arras, pero este es el más antiguo. Fue el primer telar instalado en el Coventri Oeste.

—Lo siento. No era mi intención entrar sin llamar —me ruborizo. A pesar de mi conexión con ella, me siento como una ladrona al estar aquí y robarle lo único bello de su vida.

—No te preocupes —me tranquiliza Loricel. Al darse cuenta de que estoy mirando fijamente la criatura que lleva en brazos, la señala con la cabeza—. Es un gato. Lo tengo como mascota.

—Creía que ya no estaba permitido tener mascotas —de hecho, estoy segura de ello. En la escuela, en la clase de responsabilidades civiles, nos enseñaron que las mascotas fueron prohibidas hace dos décadas. Hoy en día, la palabra mascota es un apodo habitual para las secretarias. Sonrío al recordar cómo se enfurecía mi madre cuando su jefe usaba ese término.

—Los ciudadanos no pueden tenerlas —dice encogiéndose de hombros—. Pero es uno de los escasos privilegios de los que me aprovecho como maestra de crewel.

Asiento con la cabeza. Tiene sentido. Si alguien pudiera tener una mascota, esa persona sería Loricel.

—Dime, Adelice, ¿qué ves?

Miro en torno a la estancia y describo las espumosas olas que se alzan sobre la abrupta costa rocosa y las montañas que se cubren rápidamente de nieve.

—Tus pantallas son impresionantes. Tengo la sensación de estar en una azotea. Me siento libre.

—Adelice, ¿cómo era tu casa? —pregunta, observándome con atención.

Me confunde el cambio de conversación, pero le hablo de mi pequeño barrio a las afueras de Romen. La perfecta avenida salpicada de casitas unifamiliares y jardines. Y mientras hago mi descripción, el manzano del señor Figgins, el que estaba al otro lado de la calle, crece en la pared que hay frente a mí. Ahogo un grito de sorpresa y me vuelvo para encontrar mi propia casa escondida tras el telar. Está tan cerca. Cuando noto la primera lágrima en los ojos, la imagen tiembla y se desvanece en una noche cerrada y sin estrellas.

—Así está mejor —dice Loricel—. Como bien has dicho son pantallas, pero hace años les instalé un programa localizador. Cuando accedes a la habitación, te muestran el lugar que tú quieras.

—Pero yo vi montañas y el mar —le digo.

—Es la opción por defecto —me explica—. Cualquiera que entre verá eso. Tienes que describir el lugar para que cambie. Al igual que nosotros, el programa no puede leer las mentes. Es muy similar al sistema de rastreo que la Corporación emplea para localizar a los ciudadanos.

—Cormac me enseñó a mi hermana una vez en uno de esos —de algún modo, parece una confesión, como si le estuviera revelando una debilidad en vez de un hecho.

Ella sonríe y describe brevemente una playa soleada y solitaria.

—Yo prefiero los climas más cálidos.

Resulta desconcertante estar entre montañas nevadas, en la calle de mi infancia y junto a un océano cristalino sin moverse, así que me dejo caer sobre la alfombra trenzada que hay junto al telar para reflexionar.

—¿Qué hay realmente ahí fuera? —pregunto por fin.

Loricel no responde. Se acerca al extremo de la pantalla, pero no cambia el programa. En vez de eso, abre cuidadosamente una grieta en la ilusión y veo que las imágenes de la pared son también una especie de tejido. Me pregunto si contemplaré la vista del mar que diviso desde mi cuarto o incluso una ventisca de nieve como la que acabo de ver hace unos instantes, aunque jamás habría imaginado lo que la abertura me descubre. Entre las fibras del tejido, aparece un estallido informe de luz y color.

Lo que hay detrás de las pantallas del taller de Loricel no es lo que imaginaba. Y aunque haya estado toqueteando el tejido que me rodea durante años, es ahora cuando descubro la verdad. El tejido que manipulamos en los telares o la habitación que hay delante de nosotras son una mera fachada. Detrás existe otra capa, más brillante incluso que la primera.

—Nada de esto es real —susurro.

—Depende de lo que signifique para ti real —responde Loricel—. Puedo tocar el suelo. Te puedo tocar a ti. También puedo comer los alimentos que me sirven en las comidas. ¿Cómo no va a ser eso real?

No puedo replicarla, porque tiene razón. El cosquilleo del agua cuando entro en la bañera, la forma en que la almohada sujeta mi cabeza, las manos de Jost acariciándome la cara. ¿Cómo no van a ser reales esas cosas? Y aun así, al contemplar la materia prima fluyendo hacia el olvido, nada puede ser de nuevo real.

—Así que es esto. Esto es la realidad —susurro con palabras que apenas resultan audibles al abandonar mis labios.

Loricel frunce los suyos como si no estuviera segura de por dónde empezar.

—Sí y no. Esta es nuestra realidad, pero no es la realidad en el sentido más estricto.

—No entiendo —admito.

—La Corporación no desea que lo comprendamos, pero si vas a tomar el control de esto, debes hacerlo —gesticula hacia el magnífico espacio de trabajo.

No puedo apartar la mirada de la grieta; me tiemblan las manos; quiero tocarlo. Finalmente, Loricel la cierra y me conduce hacia un pequeño sofá.

—¿Lo fabricamos todo? —pregunto.

—Fabricamos Arras —responde ella—. Pero solo creamos un manto, una cobertura, si lo prefieres. La materia y el tiempo existen en otro planeta y nosotros simplemente los aprovechamos. Los telares nos permiten tejer y crear Arras. Nuestra realidad está superpuesta sobre otro mundo: la Tierra.

—¿La Tierra? —la palabra me suena extraña y desconocida, pero arranca un recuerdo enterrado hace largo tiempo.

—Bajo Arras se encuentran los restos de ese antiguo mundo, un mundo que ya no está habitado —me explica—. Quedan pocas personas que recuerden el nombre de la Tierra y resulta peligroso que hablemos de ella lejos de la seguridad de mi taller. Lo que has visto es la materia prima que fluye entre nuestro antiguo hogar y Arras —Loricel dirige la mirada hacia el muro donde se encontraba la fisura.

—Entonces —pregunto—, ¿hemos creado nuestro mundo sobre otro, pero nadie lo sabe?

Loricel sonríe.

—Claro que no, hay algunas personas que lo saben, Adelice, pero no comparten el secreto. Hay formas de alterar la verdad para adaptarla a los propósitos de los que gobiernan. Ellos negarían lo que te estoy contando. La Corporación se ha empleado a fondo para asegurarse de que olvidemos la Tierra. Solo los oficiales de mayor rango lo saben e incluso a los que trabajan en las minas se les miente sobre el verdadero propósito de su trabajo. Debo tener sumo cuidado con mis palabras durante las visitas que realizo cada año a los yacimientos.

—¿Por qué mantenerlo en secreto?

—Te sorprenderías del descontento que existe, del número de conspiraciones que la Corporación aplasta cada año. Arras no es tan pacífico como quieren hacer creer a los ciudadanos. Algunos querrían abandonar Arras, y eso la Corporación nunca lo permitiría.

Pienso de nuevo en mis padres, que claramente aborrecían a la Corporación e intentaron protegerme de ella. Hasta que llegué aquí, pensaba que actuaban de una manera un tanto paranoica, pero ahora me pregunto cuánto sabían. Y el cuñado de Jost, que se relacionaba con rebeldes. Sí, hay personas que lo saben, aunque comprendo por qué permanecen en silencio.

—Pero tú tienes acceso a alguien que conoce la verdad —continúa Loricel.

—¿Quién?

—Yo.

—Entonces, ¿qué son? ¿Arras y la Tierra? —tengo cientos de preguntas más, pero cierro la boca para evitar que salgan todas a borbotones.

—Mi predecesora fue la segunda maestra de crewel y aunque ella conocía la historia mejor que yo, gran parte se perdió en el traspaso de información entre su propia maestra y ella. Algunos datos carecen de sentido para nosotros porque hemos perdido el conocimiento correspondiente y con él las palabras y la realidad que describen —me explica.

»En la Tierra, se libró una guerra para acabar con todas las guerras. Muchas de las regiones, antaño llamadas países, se vieron implicadas en esa batalla. Uno de ellos creó un arma tan terrorífica que amenazó con destruir a todo el mundo. La denominaron ciencia, pero era básicamente una creación de los hombres destinada a controlar el mundo. Sin embargo, mientras uno de los países se preparaba para utilizar esta arma, otro científico se le adelantó con una idea alternativa. Aunque él mismo había trabajado en esta bomba, estaba más interesado en el tiempo y la materia que conformaban el mundo. A los componentes básicos de la materia los denominó “elementos”.

—¿Elementos? ¿Como las materias primas que utilizamos para trabajar en el tejido?

Loricel asiente con la cabeza.

—Encontró el modo de aislar la estructura celular de su mundo (hierba, árboles, aire, incluso animales) y de ver su relación con el tiempo que surcaba el espacio en el que se encontraba. Sabía que si lograba construir una máquina que mostrara cómo se entretejen los elementos y el tiempo, la gente podría manipular el mundo de forma artificial. Supongo que habrás visto las taladradoras que extraen las materias primas.

Asiento con la cabeza, tratando de visualizarlas mentalmente, pero las recuerdo de forma vaga. Aparecen como bestias monstruosas y potentes que sueltan humo y taladran, pero ¿el qué? Las imágenes que vimos durante la instrucción no lo mostraban.

—Con ellas se extraen los elementos de la Tierra que nosotras integramos en el tejido. Los cuatro coventris descansan sobre cuatro yacimientos mineros y Arras se extiende a partir de los complejos. Hay un tejido primario bajo Arras que mantiene separado nuestro tiempo y nuestro entorno. Nosotros existimos en la periferia de ese tejido, por lo que podemos verlo en los telares con mucho más detalle y manipularlo sin riesgo para el propio tejido. El científico que creó las máquinas lo denominó bordado crewel. Las hilanderas llegaron después de que se crearan el manto inicial y el campo protector. Nosotras ayudamos a insertar a las personas en el tejido de una manera muy parecida a como el Departamento de Orígenes introduce a los bebés en Arras.

—Pero ¿cómo pudieron construir Arras sin tejedoras? Las mujeres son las únicas que pueden trabajar en los telares —sacudo la cabeza, e intento transformar mis pensamientos en una explicación racional.

—Prepararon a las mujeres para realizar esa tarea, pero creo que algunos hombres también podrían ser capaces de hacerla —dice, alzando una ceja de manera insinuante.

—Pero ¿por qué encargarnos a nosotras un trabajo tan importante? —pregunto con un tono sarcástico que deja traslucir mi enfado—. ¿Por qué dejárselo a las mujeres?

—A la Corporación le resulta más sencillo controlarnos a nosotras —Loricel se da cuenta de que voy a empezar a protestar, así que alza la mano para que me calle—. Te guste o no, saben perfectamente bien cómo manejarnos.

Me abrasa el resentimiento hacia los oficiales, Cormac, Maela y todo el que participa en esta farsa.

—¿Quién era ese científico de la Tierra?

—Su nombre y los de todos los habitantes de la Tierra han desaparecido de nuestra memoria colectiva. Su verdadera contribución fue lograr que la guerra terminara de forma pacífica.

—¿Me estás diciendo que Arras no quiere rendir homenaje a la genialidad del hombre que lo creó? —pregunto, al recordar la cantidad de días festivos dedicados a oficiales que han realizado contribuciones mucho menores.

Loricel suspira y me mira con el ceño fruncido.

—No seas estúpida, Adelice. Sabes perfectamente que ellos limpian y alteran. Si piensan que una información es demasiado peligrosa para la estabilidad de Arras, la eliminan. La Corporación no quiere que la ciudadanía cuestione los telares y sobre todo no quiere que la gente sepa nada de la Tierra. Mi abuela me confió hace muchísimo tiempo que había prestado un juramento de lealtad a Arras para mantener a salvo a nuestra familia. No me di cuenta de que se trataba en realidad de una obligación de guardar silencio hasta que vine al coventri y me convertí en aprendiz de la maestra de crewel. La única manera de sobrevivir a la guerra que habían dejado atrás era prometer que mantendrían el secreto de Arras. Pero eso no fue suficiente para la Corporación. Yo ayudé en la retirada de información de la memoria colectiva.

—Pero ¿por qué? —exijo saber—. Si ellos no pueden hacer esas cosas sin ti, ¿por qué las haces?

—Porque soy la única capaz de ello. Yo no puedo alterar todo Arras en solitario. Te guste o no y, créeme, a mí no me gusta, la relación entre las maestras de crewel y la Corporación es simbiótica. Nosotras no podemos realizar nuestro trabajo sin la burocracia y la ayuda de la Corporación. No me arriesgaré a desencadenar otra guerra, no después de lo que nos costó finalizar la última. Arras es demasiado frágil para soportarlo, y por cada hombre como Cormac que hay en nuestro mundo, existen cien mujeres y niños inocentes —su voz no refleja la más mínima rabia ni actitud defensiva.

—Tal vez sea una estupidez —digo yo—, pero ¿cómo consiguió la creación de Arras acabar con la guerra? ¿No hemos arrastrado simplemente nuestros problemas hasta aquí? —ahora que comprendo el origen de Arras, ya no me trago la cantinela de que las normas estrictas permiten garantizar la seguridad.

—Una vez que se creó Arras, se reunieron sus líderes para formar la Corporación de las Doce Naciones. La población fue meticulosamente controlada y surgieron los coventris para mantener la paz y la prosperidad. La Corporación, a pesar de su ineficacia y habitual crueldad, coordina estos esfuerzos.

—¿Y todos los hombres que seguían en guerra en la Tierra? ¿Hicieron las paces sin más?

Los ojos de Loricel brillan como muestra de aprobación.

—Por supuesto que no. Arras está formado por las doce naciones de la Tierra que creyeron poder controlar y cuidar el manto al tiempo que mantenían la paz.

—Pero ¿había otros países?

—Fueron abandonados en la Tierra con sus bombas. Se aniquilaron unos a otros hace años.

—Entonces, ¿la has visto? ¿La Tierra? —me pregunto hasta dónde se extiende el poder de Loricel y qué ve en sus viajes anuales a las minas.

—¡No! —por su tono de voz parece que se divierte, pero no se ríe de mí—. Dudo que haya nada que ver.

—¿Cómo estás tan segura? —pregunto en voz baja.

Un leve destello de duda aparece en sus ojos, pero Loricel lo desecha y su mirada se torna de nuevo distante.

—Supongo que creí a mi mentora. ¿Qué propósito tendría mentirme?

Me encojo de hombros y contemplo de nuevo el oscuro cielo nocturno. Si he aprendido algo en el coventri, es que las mentiras siempre sirven al propósito de alguien.