CATORCE

Sueño con mis seres queridos. Tengo cinco años y mi madre se está maquillando sobre el lavabo del baño, pero cada cosmético que se aplica apaga su belleza en vez de realzarla. El rímel borra sus pestañas, el colorete hunde sus mejillas y el pintalabios elimina su sonrisa. Se cepilla la melena color cobrizo y los mechones desaparecen en el aire. Su cuerpo decapitado se vuelve hacia mí, me hace una seña para que le dé el visto bueno y pregunta, como hacía cada día: «¿Qué tal estoy?».

Amie es un bebé y me aferro a ella, pero cuanto más fuerte la agarro, más se desvanece. Soy incapaz de protegerla. Ahora la veo retejida, como una joven con ralas trenzas rubias. La saludo con la mano, pero no me ve. Yo soy la que ha desaparecido. Yo soy el fantasma.

Una enorme tarta blanca del tamaño de un telar descansa sobre una mesa; debajo de ella, mi padre se deshace en un líquido negro y pegajoso formando un charco que se acerca cada vez más a mis pies desnudos. Pide ayuda a gritos, pero me preocupa demasiado mancharme, así que contemplo cómo desaparece.

Y como telón de fondo de todos los sueños, aparece Jost congelado. El parpadeo de sus ojos es lo único que indica que sigue vivo, esperando a que le ayude. Pero cuando me acerco, la veo a ella, más hermosa que yo, sonriente y embarazada, sujetando su mano, así que aparto la mirada. Cuando me vuelvo otra vez, se transforma en Erik, cuyos brazos se extienden hacia mí, animándome a que me acerque a él.

Mientras duermo borro y reconstruyo el mundo, y por la mañana trato de recordar cómo reconstruirme a mí misma. Cada día me pregunto si seré capaz de regresar al telar. ¿Podré seguir tejiendo después de lo que sé? No puedo borrar el pasado de Jost. Yo no tuve la culpa, pero eso no cambia nada. Sigo siendo una hilandera.

Jost acude a diario para aplicarme una crema regenerante en las manos, que se curan con rapidez, pero no viene ninguna estilista. Ha pasado una semana y ni siquiera he visto a Enora, así que me pregunto si no la habré metido a ella también en un lío. La comida sigue llegando a las horas previstas. Permanezco en camisón, tumbada junto al fuego, ansiando que llegue el momento en que Jost viene a cuidarme. Hoy trae el almuerzo y comemos juntos. Nuestras conversaciones parecen triviales, pero es que hablamos en clave. Podemos compartir abiertamente algunas de nuestras historias, sin embargo las cosas que de verdad quiero saber no pueden preguntarse en voz alta porque la vigilancia podría captar nuestras palabras. Solo podemos permanecer cierto tiempo en el baño —donde el ruido del agua corriente tapa nuestras voces— sin levantar sospechas, pero a pesar de mis intentos para conducir cada conversación hacia sus planes, él parece más interesado en mí.

—No fue una pelea de verdad —me río mientras continúo con una historia sobre mi vecina Beth—. Ella estaba acosando a Amie y yo me cansé, así que la tiré al suelo.

—Pero tú querías a tu hermana pequeña, ¿verdad? —insiste Jost—. Da la sensación de que os estuvierais metiendo siempre en líos.

—Amie respetaba las normas más que yo, así que cuando yo hacía algo que podía traernos problemas, perdía el control —le explico—. Cuando me peleé con Beth le preocupaba que me enviaran a terapia por mal comportamiento.

—Pero no te enviaron —dice él.

—A mí no, pero a Beth sí —no me había acordado hasta ahora. Es uno de esos recuerdos que permanecen en tu memoria aunque intentes arrinconarlos o ignorarlos. Beth se marchó cuando teníamos doce años y al regresar, era otra. Seguía igual de antipática, pero no solo conmigo, sino con todo el mundo.

—Mi hermano mayor me sacaba diez meses —me cuenta, devolviéndome a la conversación—. Mi madre decía que éramos unos vándalos.

Sonrío, pero al hacer las cuentas abro los ojos de par en par.

—¿Diez meses?

Su sonrisa se ladea un poco más.

—No hay mucho que hacer en una pobre aldea de pescadores.

Sé más sobre bebés y esas cosas que la mayoría de las chicas de mi edad. Bueno, supongo que las demás adolescentes de Romen habrán empezado ya con los cursos de preparación al matrimonio. Ahí es donde te hablan de sexo. Por supuesto, mis padres me contaron hace años todo lo referente a la procreación con todo lujo de turbadores detalles. Otro de sus magníficos planes para asegurarse de que comprendiera el mundo que me rodeaba. Pero aquí sentada, con un chico que provoca cosquilleos por todo mi cuerpo, en el coventri, donde los «privilegios del matrimonio», como mi madre los llamaba, están fuera de mi alcance, esa información resulta bastante inútil. Y además, está la cuestión de que él posee una experiencia de primera mano que yo jamás tendré. Definitivamente ha llegado el momento de cambiar de tema de conversación.

—Así que, ¿eras cazador? —pregunto, retomando nuestro lenguaje en clave y llevándome arroz a la boca de forma descuidada; los vendajes de mis manos siguen resultando un incordio para las habilidades motrices complejas, y para coger tenedores.

Jost asiente con la cabeza, poniéndose de nuevo serio.

—Me interesaba la caza mayor. El tipo de piezas con las que se alimenta a mucha gente y que dan dinero.

—¿Qué animales son los de caza mayor? —pregunto sin alterar el tono indiferente de mi voz. De esta manera, ningún panel comunicador detectará nada extraño, o siquiera interesante.

—Sobre todo los osos y los pumas.

—¿Se comen los osos y los pumas? —hago una mueca, fingiendo asco.

—Ad, si tienes hambre suficiente, te comes cualquier cosa —Jost sonríe y señala un muslo de pollo.

La conversación decae y permanecemos en silencio mientras comemos. El hambre no es un tema adecuado para una discusión, ni siquiera en clave. Roza la traición, ya que la Corporación asegura que no existe. Yo vivía con mi familia en los alrededores de una gran ciudad y tanto mi padre como mi madre tenían trabajo asignado, así que, aunque nuestras raciones de alimentos no fueran nunca apasionantes, siempre teníamos qué comer. Jost, sin embargo, trabajaba duro para conseguir alimento y muchas personas en su pequeña aldea carecían de él, excepto lo que conseguían de la generosidad de los pescadores, aunque incluso eso estaba limitado a lo que les quedaba después de haber entregado sus cuotas a la Corporación.

Por supuesto, Jost no ha salido de caza ni una sola vez en su vida. Trabajaba quince horas al día para alimentar a su familia y a un puñado de vecinos, pero en el mar. Lo sé porque, durante los breves momentos relajados de los que podemos disfrutar, hemos establecido algunas palabras en clave. Ha sido a base de ensayo y error y con más de un malentendido, pero estamos mejorando en los dobles sentidos. Los osos son los oficiales ministeriales, y los pumas, las tejedoras. Jost está buscando al responsable de los ataques a las mujeres de Saxun. Todavía no hemos acordado una clave para que me explique lo que planea hacer cuando lo encuentre, aunque tampoco estoy segura de querer saberlo.

—¿Alguna vez un puma ha atacado a un venado? —estoy tratando de preguntarle por Erik, pero por más que lo intento de distintas maneras, Jost no entiende lo que quiero decir.

—Seguro que sí —se encoge ligeramente de hombros, disculpándose por no saber a qué me refiero. Ojalá mis preguntas fueran tan fáciles de interpretar como su lenguaje corporal.

En ese instante descubro la solución a nuestro problema. Es tan sencilla que no se me había ocurrido.

—Jost, a la hora de cazar, ¿es más importante la vista o el oído? —pregunto entusiasmada.

—¿A qué te refieres?

—Si estuvieras de caza, ¿preferirías ver u oír a tu presa?

Jost entiende y asiente ligeramente con la cabeza.

—La vista es útil, pero la mayoría prefiere el oído.

Ahí está: el coventri escucha en las habitaciones privadas, pero, al contrario que en los talleres, no observa. Al menos es lo que Jost piensa, y él sabe mucho sobre cómo funcionan las cosas aquí. Ahora sé qué hacer, si soy capaz, aunque ello implique romper una promesa.

—Bueno, gracias por traerme el almuerzo —digo al tiempo que le conduzco hacia la puerta. Jost me acompaña, pero está claro que no comprende mis intenciones. Hemos terminado gran parte de la comida, pero normalmente se queda más tiempo. Cuando abro la puerta y la cierro de golpe sin que haya salido, permanece en silencio, esperando a que ponga en marcha mi plan. Señalo la alfombra que hay delante del fuego. Jost se acerca a ella y yo avanzo tras él, concentrándome con todas mis fuerzas en el tejido de la estancia hasta que brilla a mi alrededor. El tiempo y la materia forman un tejido apretado, así que debo fijarme en las bandas doradas de luz hasta que estoy segura de poder ubicar con exactitud las hebras del tiempo. Es mucho más sencillo verlas en el telar, pero al menos el tiempo se mueve siempre en horizontal, así que podré encontrarlas si me fijo con suficiente atención. Lentamente, alargo los dedos heridos, tiro de las hebras y las retuerzo. El fuego crepita en el hogar y chisporrotea con tal fuerza que el sonido satura mis oídos. A nuestro alrededor, un frío intenso llena el aire de humedad, a pesar de que el climatizador esté encendido. Con las enmarañadas hebras de tiempo tejo una red de luz dorada que forma una bóveda resplandeciente hasta la alfombra que hay bajo nuestros pies. Seguimos viendo el fuego y la habitación a través de la red translúcida, pero ya no escuchamos el chisporroteo de la chimenea. Cuando uno los últimos fragmentos de luz dorada, las llamas que lamen los troncos parecen detenerse hasta quedar congeladas, como en un cuadro.

—¿Qué has hecho? —susurra Jost.

—He tejido un instante paralelo —estoy tan sorprendida como él de que haya funcionado—. No estaba segura de que pudiera hacerlo —esto es lo que hice en las pruebas. Cometí el desliz de agarrar el tejido de la habitación en la que me encontraba, no el del telar, y enmarañarlo un poco. Lo estiré de nuevo al instante, pero eso les bastó. Llevaba suficientes años estudiando el tejido a mi alrededor como para saber que los supervisores de la prueba notarían lo que había hecho. Pero, hasta ahora, nunca había pensado en cómo utilizar esa habilidad.

—¿Qué significa eso? —pregunta Jost. Alarga la mano hacia la red dorada, pero la retira antes de rozarla.

—No lo sé —admito.

—¿Nos pueden oír?

—Creo que no —me muerdo un labio y le hago un gesto para que permanezca en silencio, luego tiro cuidadosamente de las hebras que nos separan del fuego cercano. Crepita de nuevo con fuerza. Las vuelvo a tejer rápidamente y se detiene otra vez.

—Está congelado —murmura incrédulo—. Pero ¿cómo es posible?

—Este momento existe fuera de esa realidad. Realmente no sé cómo explicarlo —Jost me mira como si estuviera loca. No le culpo. Se supone que no debería funcionar así—. En teoría se necesita un telar para manipular el tejido, pero yo puedo verlo sin él.

Su cara adquiere un nuevo gesto de sorpresa, así que seguramente piense que estoy loca de verdad.

—¿Siempre has podido hacer esto? —pregunta.

—No exactamente así, pero soy capaz de tejer desde niña.

—¿Sin telar? —pregunta sobrecogido.

—Sí.

—Así que, ¿has descompuesto la habitación? —veo que le está costando asimilarlo. A mí misma me resulta difícil de comprender.

—Estas hebras —digo tomando entre mis dedos los filamentos de luz— son el tiempo. Se mueven por el tejido siempre en horizontal. Me imagino que porque el tiempo avanza hacia delante.

—¿Se pueden mover hacia atrás? —pregunta en voz baja. Sé lo que está pensando.

Niego con la cabeza. Me encantaría poder retroceder en el tejido y salvar a mis padres, pero por primera vez parte de mí se alegra de que no sea posible. Si pudiera enviar a Jost hacia atrás para salvar a su familia, ¿lo haría? Es una decisión a la que no deseo enfrentarme.

—Pero ¿cómo lo haces sin telar? —pregunta, tratando de ocultar su desilusión—. ¿Cómo puedes siquiera verlo?

—Ojalá lo supiera —respondo con una risita hueca—. Tal vez así no estaría en este lío.

—¿Lo saben ellos?

Hago una pausa, porque no estoy segura. Cormac afirma que me vieron hacerlo en las pruebas, pero aquí he tenido cuidado de no manipular el tejido sin telar. No obstante, no comparto estos pensamientos con Jost.

—Enora me advirtió de que no se lo contara.

Jost deja escapar un suave silbido y se pasea por la pequeña bóveda, inspeccionándola de cerca pero sin tocarla.

—Enora es inteligente. ¿Qué sucedería si alguien entrara en la habitación justo ahora?

—Eso es lo interesante —le explico—, que nadie podría entrar. Ese momento —señalo hacia la habitación fuera de mi instante paralelo— está congelado.

—Así que podríamos permanecer aquí —dice lentamente— y no importaría cuánto tiempo pasara, porque ahí fuera no habría transcurrido ni un minuto.

—Exactamente —hago una pausa al darme cuenta de que en realidad no estoy segura—. Bueno, creo. Lo cierto es que no tengo ni idea.

—Entonces es verdad.

Le miro, tratando de comprender sus palabras.

—Hay rumores de que han encontrado a la sucesora de Loricel. Todo el mundo se ha estado preguntando cuál de vosotras era —me explica—. Si tú o la otra.

—¿Pryana? —pregunto, ligeramente ofendida.

Jost asiente con la cabeza, demasiado ocupado observándolo todo para darse cuenta.

—Yo he sabido que eras tú desde que te metieron en la celda.

—¿Cómo lo han descubierto? —¿fue suficiente aquel desliz para distinguirme como maestra de crewel?

—No lo sé —admite Jost—, aunque la manera que tienen de tratarte, asustados de ti pero con respeto, indica que están seguros de que eres tú.

Pienso en las amenazas expresadas y jamás cumplidas.

—No aparecen maestras de crewel muy a menudo. No pueden perderte —asegura Jost.

—Pero ¿en qué consiste ser maestra de crewel? —toqueteo el tiempo tejido a nuestro alrededor—. Delante de mí, Loricel solo ha trabajado con el telar.

—Las maestras de crewel no solo bordan —Jost se sienta sobre la alfombra y yo me uno a él, a salvo dentro de este instante—. Una vez al año, Loricel visita los yacimientos mineros y separa los elementos del tiempo, de modo que las máquinas puedan depurar y distribuir el material a los coventris para conservar el tejido de Arras. Yo hago de camarero en las reuniones en las que los oficiales programan esos viajes. Sin el don de Loricel, los telares serían inútiles. Por eso les da tantos problemas —hay cierto tono de gratitud en su voz.

—En la escuela nos contaron que las máquinas descubrían los elementos.

—¿Y no te sientes como una máquina? —pregunta él—. ¿Engrasada, bien cuidada y dispuesta a cumplir los deseos de aquellos que te controlan?

No respondo. Lo único que se me ocurre es una advertencia, pero incluso eso suena mecánico y automático.

—No puedes contárselo a nadie.

—No lo haré —promete—. Pero ya lo saben.

—Creen que lo saben —alego.

—Lo saben, Adelice.

Los sueños se han vuelto más vívidos, pero ahora los controlo. Repinto los ojos de mi madre y tejo a mi hermana de nuevo en mis brazos. A mi padre, asesinado de un modo tan violento, todavía no he podido salvarle. Sigo intentándolo. Mientras tanto, Jost y Erik se turnan para vigilarme y despierto con sus ojos grabados a fuego en mis pensamientos.

Cuando por fin aparece Enora para darme instrucciones, estoy considerando seriamente la posibilidad de tejerme fuera del complejo. Pero esta vez no hay comentarios divertidos ni conversación trivial: Enora va directa al grano.

—Como sabrás, la Corporación ha realizado increíbles avances en la tecnología del cartografiado cerebral —su voz resulta tan rígida como su postura y no muestra la más mínima amabilidad. Debo de haberla metido en verdaderos problemas para que actúe de este modo—. Y emplearán esta nueva técnica para cartografiar a todas las hilanderas —continúa.

—¿Cómo? —exclamo, al tiempo que salto de la cama.

Enora apenas parpadea ante mi arrebato.

—Dado que las habilidades únicas de las tejedoras resultan imprescindibles para el progreso continuado de Arras, la Corporación exige que todas las tejedoras pasen por esta prueba.

—En el baile del estado de la Corporación aseguraron que podrían cambiar a la gente. ¿Van a cartografiar o a reprogramar nuestras mentes? —pregunto, observando el apacible comportamiento de Enora. Algo va mal.

—No seas ridícula —exclama, pero sus ojos están vacíos—. No puedes reprogramar una mente que todavía no has cartografiado —no hay familiaridad en su voz, y su tono, por lo general maternal, es ahora burlón.

—Entonces, ¿lo hacen para eso? ¿Para poder reprogramarnos?

—Sería una locura reprogramar a una hilandera. Todos los intentos realizados hasta ahora han provocado la pérdida de la habilidad de tejer —responde ella.

Cormac me contó que tenían casi perfeccionada la técnica para limpiar y empalmar la hebra de un individuo. O Enora no lo sabe, o me está mintiendo. Froto mis manos entre sí y la miro fijamente. ¿Por qué actúa de este modo?

—Tengo las manos mucho mejor —comento, extendiéndolas para que Enora vea los vendajes.

—Me alegra saberlo —responde sin la menor sonrisa.

—Enora, ¿te ocurre algo? —susurro, deseando que los paneles comunicadores no capten mis palabras.

—Estoy bien, Adelice —asegura, parpadeando una sola vez—. He estado enferma, pero los médicos de la Corporación me han ayudado y ahora me encuentro bien.

No es así. Aquí hay algo raro. Mi Enora estaría acariciándome las manos y sermoneándome. Ella no me habría dejado sola toda la semana. Esta mujer es como el cascarón parlante de Enora.

—¿Qué te pasaba? —le pregunto.

—Problemas de ansiedad. Notaba impulsos extraños, así que hablé con Loricel y ella me envió a la clínica de inmediato.

Sus palabras me dejan sin respiración y boquiabierta, aunque reacciono rápidamente. ¿Por qué razón Loricel le haría daño a Enora?

—¿Qué tipo de impulsos? —pregunto, tratando de calmar mi respiración.

—Antinaturales —responde, como si no fuera necesaria más explicación.

—¿Te han cartografiado ya?

—Claro que sí. Pryana y tú seréis las últimas hilanderas en ser cartografiadas. Se ha empezado por las mayores —dice Enora, juntando las manos en su regazo y sonriendo.

—¿Incluso Loricel?

—No lo sé. No tengo acceso a la lista —comenta—. Aunque Loricel debería haber sido la primera.

La primera. ¿Por eso no me ha visitado? ¿Por eso no acudió durante el castigo que me impuso Maela? ¿Ha sido una nueva Loricel la que le ha hecho esto a Enora?

—¿Cuándo me toca a mí?

—El viernes —responde—. Casi no duele.

—Estoy segura de ello —digo automáticamente.

La puerta de mi habitación se abre y aparece Jost con una bandeja plateada.

—Enora —exclama—, ¿cenarás con Adelice?

—No, me están esperando en el refectorio —contesta ella—. Ya me iba.

Enora me saluda con una inclinación de cabeza y se marcha. Continúo mirándola fijamente cuando Jost suelta la bandeja y se aclara la garganta. Reacciono y congelo el tiempo creando una burbuja a nuestro alrededor; luego me vuelvo para mirarle.

—¿Son imaginaciones mías o Enora está rara? —pregunta preocupado y con las cejas fruncidas.

—Definitivamente, no son imaginaciones tuyas —suspiro, tratando de reunir toda la información que tengo.

Jost me indica con un gesto que le acerque las manos. Nos acomodamos en los cojines, retira los vendajes y examina las yemas de mis dedos. Incluso yo tengo que admitir que la crema regeneradora ha hecho maravillas.

—Creo que ya están bien —dice, apartando los vendajes a un lado.

—Vaya —exclamo, tratando de ocultar mi desilusión. Si estoy curada, no hay razón para que Jost siga viniendo a verme.

—Sabía que existía esa posibilidad —me explica—, así que he preparado una comida especial.

—¿Tú has cocinado esto? —pregunto con asombro.

—No —responde tímidamente—. Los generadores de comida hicieron gran parte del trabajo, pero yo elegí los platos y los coloqué.

—Está perfecto.

Como con las manos. Adoro el tacto de los alimentos —grasiento, resbaladizo, rugoso, cremoso—. Jost se ríe y me lanza bayas de color violeta a la boca. Me pregunto si todavía amará a Rozenn. La vergüenza que me produce este pensamiento me abrasa las mejillas. Deja de darme bayas.

—¿Estás lista para regresar al trabajo? —pregunta.

—Me imagino que tendré que hacerlo.

—Podrías quedarte aquí —sugiere, recorriendo el perímetro de la burbuja con la mirada.

—¿Y perderme cuando los de seguridad se den cuenta de por qué has estado visitándome todos los días? —me burlo.

—Me quedaría contigo —dice en voz baja.

Hay un millón de cosas que me gustaría decirle en este momento, pero lo único que soy capaz de articular es la pregunta que ha estado torturando mi mente desde que pronunció la palabra revolución.

—¿Cuál es tu plan?

—No es tan simple —responde él.

—Olvídalo. No debería habértelo preguntado.

—Lo siento. Es solo que… —Jost hace una pausa, luchando por encontrar las palabras adecuadas.

—No confías en mí —digo yo—. No importa, no tienes ninguna razón para hacerlo.

—Confío en ti, Adelice. Por favor, créeme —alarga la mano y la coloca sobre mi rostro, abrasando con su palma mi pómulo ya caliente—. Pensé que nunca más volvería a confiar en alguien.

—No estás solo —murmuro, inclinando la cabeza hacia su mano extendida. Jost suspira.

—Lo sé —sus palabras suenan más a confesión que a afirmación—. Ad, tú no eres la única persona que sabe por qué estoy aquí.

Tardo un instante en entender sus palabras, pero cuando lo consigo levanto la cabeza rápidamente hacia sus ojos.

—¿Cuánta gente lo sabe?

—¿Ahora? Dos personas. Tú y otra —admite, bajando la mano vacía hacia mi pierna. Mi muslo palpita bajo sus dedos.

—¿Quién? —pregunto, mientras trato de ignorar el cosquilleo que recorre la parte inferior de mi cuerpo.

Jost sacude la cabeza.

—Lo siento. Ese no es mi secreto, así que no puedo compartirlo.

—Pero acabas de decir que yo era la única persona en quien confiabas —insisto.

—En esa otra persona no confío —dice él.

—Pero ¿estáis colaborando?

—No, sin lugar a dudas, pero sabe por qué vine al coventri —hace una pausa antes de añadir—: No sería una buena idea que colaborásemos.

—Pero ¿esa persona está a favor de la revolución?

—No —se apresura a responder.

—Y ¿saben ellos por qué estás aquí? ¿Te delatarán? —me confunde el inesperado giro que ha tomado esta conversación. Estoy obteniendo respuestas, pero del tipo que solo conduce a nuevas preguntas.

—No me preocupa que me delaten —aparta la mirada para indicarme que no añadirá nada más.

Asiento con la cabeza y trato de pensar en cómo cambiar de tema.

—¿Y qué va a ser de nosotros?

Jost retira rápidamente la mano, así que me apresuro a aclarar mis palabras.

—Quiero decir que cuál es tu plan y cómo puedo ayudarte.

—Lo siento —parece avergonzado por su reacción y mueve la mano con nerviosismo, como si quisiera tocarme de nuevo, pero no se atreve—. No lo sé.

—¿Qué has pensado hacer? —pregunto en un intento de relajar el ambiente.

—La verdad es que nunca he tenido un plan —confiesa con los labios a punto de esbozar una sonrisa—. Llegué aquí para vengar a Rozenn, pero nunca he tenido claro cómo lo haría. He estado esperando una oportunidad y entonces tú…

—¿Me caí en tu celda? —sugiero.

—Algo así. Aunque más bien fuiste un tanto insolente y yo te dejé caer.

Hago una mueca al recordarlo y me froto la rabadilla.

—Por cierto, creo que me la rompiste.

—Claro, fui yo quien te la rompió y no todos los días que pasaste sentada sobre un frío suelo de piedra.

—Respecto a eso —agrego—, para otras veces ¿crees que podrías llevarme una almohada o algo así?

—¿Para otras veces? ¿Es que piensas conseguir que te encierren de nuevo?

—Algunas chicas tienen una habilidad especial para meterse en líos —me burlo, sacudiendo la cabeza con dramatismo. Pero antes de que pueda liberar la risa que asciende por mi garganta, la mano de Jost toma mi rostro y lo arrastra hacia el suyo. Recorre suavemente mi barbilla con la nariz y su aliento cálido me cosquillea en el cuello, provocando escalofríos por todo mi cuerpo. Me doy cuenta de que estoy conteniendo el aliento, así que despego ligeramente los labios para tomar aire. Jost desliza sus labios por mi cuello, mi mandíbula y mi barbilla hasta que su boca se encuentra con la mía.

Es un beso distinto al primero con Erik, y aun así siento la misma agitación intensa.

Jost aprieta los labios contra los míos y yo extiendo los brazos sin pensar y le atraigo hacia mí. Mi mano se enreda en su pelo y la red tiembla a nuestro alrededor. El resto del mundo permanece inmóvil mientras nosotros nos movemos, deshaciéndonos el uno en el otro.