TRECE

Maela no me enviaría a sabiendas a la persona a la que me muero por ver y al mismo tiempo deseo evitar, pero encargar a Jost que se ocupe de mí sería el colmo de la mezquindad. ¿Sabrá que me están castigando por besar a Erik? O tal vez sea solo que ha estado pensando en mí, él también. La idea de que pudiera desear verme me acelera tanto el pulso que mis dedos heridos palpitan. Este no es el mejor momento para preocuparse de eso. Me ha visto en situaciones peores, así que le dejo entrar. Jost mantiene la cabeza girada para no mirar hacia la puerta abierta.

Me aclaro la garganta para captar su atención.

—No estoy desnuda, ¿sabes?

—Trataré de ser menos educado la próxima vez —dice él.

—¿Qué haces aquí? —pregunto mientras envuelvo cuidadosamente mis manos ensangrentadas con una toalla limpia.

—Pediste asistencia médica —alza un pequeño botiquín.

—Exacto. ¿Es que aquí no hay una clínica? —consciente de que mi exasperación podría interpretarse de manera equivocada, ya que prefiero estar aquí con él que sobre una mesa de exploración, añado rápidamente—: Me alegra que atiendas llamadas a domicilio, pero ¿cuál es exactamente tu cometido?

—Hago el trabajo sucio, ¿recuerdas? Estoy preparado para hacer arreglos médicos básicos. A menos que te estés muriendo, te atiendo yo. La clínica está reservada para otras cosas —su tono implica que la historia es mucho más larga, pero en este momento soy incapaz de asimilar más información. Anoto mentalmente sacar de nuevo el tema cuando no esté sangrando a borbotones.

—¿Así que tú limpias lo que yo ensucio? —pregunto, ladeando la cabeza para verle mejor. Por desgracia, el leve movimiento me produce un terrible mareo.

Jost me sujeta a tiempo.

—Exactamente.

Me ayuda a llegar hasta los enormes cojines del suelo y toma mis manos con cuidado. Mientras me las inspecciona siento las suyas, cálidas y ásperas, sobre mi muñeca. Su ligero tacto no me ayuda mucho con el mareo, pero me trae sin cuidado.

—¿Me cuentas lo que ha sucedido? —pregunta.

Sacudo la cabeza.

—Maela se ha quedado prendada de mí.

—¿Y lo de pasar desapercibida? —pregunta Jost, antes de lanzar un gruñido para reafirmar su desaprobación.

—Me gusta llamar la atención.

A pesar de su clara frustración, sonríe un poco.

—Vamos a limpiar esto. Será necesario enjuagarlas —dice, agarrándome del codo para que pueda ponerme en pie. Aparentemente no le he hecho gracia. Pero si no pudiera tomarle el pelo, no estaría segura de cómo comportarme con Jost.

En el baño abre el grifo por completo. El torrente de agua produce eco sobre el mármol.

—Ponlas aquí —dice Jost.

Le devuelvo una mirada burlona, pero él simplemente coge mis manos. En vez de colocarlas bajo el grifo abierto, toma un poco de agua en el hueco de su mano izquierda y la vuelca sobre las heridas, limpiando con delicadeza la sangre. Ya estoy acostumbrada a que la gente haga las cosas por mí —que me peine, me maquille e incluso me vista—, pero la bondad de Jost me recuerda a los cuidados de mi madre cuando estaba enferma. Entonces, el dolor que se extiende por mi pecho es pura nostalgia.

Abre la bolsa que traía y saca un pequeño recipiente con bálsamo.

—Esto te va a escocer.

—He soportado cosas peores —mientras lo aplica sobre los cortes abiertos me arrepiento de mi bravuconada. Tengo que morderme el labio para no gritar.

—¿Cómo vas? —pregunta con amabilidad.

—He estado mejor —admito, y respiro hondo para distraerme—. ¿Así que la Corporación te ha encargado curar a las tejedoras, además de tus tareas como mayordomo? ¿Por qué has venido exactamente?

Se inclina más hacia mí y me susurra al oído.

—¿Pensabas que podríamos hablar en tu habitación? No necesito la excusa de mis múltiples tareas para saber por qué estoy aquí.

—Supongo que no esperaba que me dieras… —mi mente deja de formar pensamientos coherentes cuando su aliento roza mi cuello.

—¿Una respuesta sincera? —retrocede, rompiendo el hechizo.

—Una respuesta controvertida —admito al fin—. Pensé que eras simplemente un trabajador esclavizado.

—Gracias —responde él—. Eso suena solo un poco insultante.

—Lo siento. No era mi intención.

—Lo sé. Supongo que paso más desapercibido de lo que pensaba —añade, colocando gasas sobre la mano limpia—. ¿Qué es esto?

Desliza un dedo sobre la marca de mi muñeca y no sé qué decirle exactamente.

—Una reliquia del pasado —respondo con un suspiro—. Mi padre me marcó antes de…

Jost baja apenas la cabeza para indicarme que lo sabe y que no hace falta que lo exprese en palabras, aunque retumban en mi cabeza: antes de que muriera.

—¿Por qué un reloj de arena? —pregunta, observando la marca.

—No lo sé —murmuro, concentrada en el roce de su mano—. Se supone que me recordará quién soy.

—¿Y funciona? —musita, mirándome a los ojos.

—Supongo que sí —le observo y reflexiono—. ¿Por qué estás aquí, Jost? Me refiero a sirviendo en el coventri.

—Ni siquiera sé por dónde empezar a responder a eso —dice, concentrándose en la otra mano.

—¿Por el principio? —sugiero en voz baja. Jost alza la mirada y sus ojos normalmente brillantes aparecen vacíos.

—Tenía una familia —hace una pausa y devuelve su atención a mis manos—. Pero ya no.

El espacio entre nosotros se va reduciendo, pero ahora solo veo el ancho abismo que nos separaba antes.

—¿Qué ocurrió? —pregunto.

—Me casé cuando tenía dieciséis años con una muchacha de mi pueblo. En nuestra ciudad la segregación no es tan estricta en los años anteriores a las pruebas, y nos aseguramos de que la descartaran.

Me ruborizo ante su confesión, pero trato de ignorar mi desasosiego. Algo se retuerce en mi pecho movido por esta revelación. No me gusta la idea de que estuviera casado. En absoluto. Aunque ya no lo esté.

—¿A los dieciséis? Y yo pensaba que a los dieciocho ya era un horror —tan pronto como digo esto me arrepiento.

—Sí, a los dieciséis —y para mi alivio, se ríe—. La conocía desde que éramos niños. Vivíamos en una pequeña aldea, Saxun, que se encuentra entre los sectores Oeste y Sur. Procedo de una familia de pescadores con una larga tradición. Es una población tan pequeña que las asignaciones de trabajos se rigen por el negocio familiar, así que, como mi hermano había conseguido un pase fronterizo para salir de la aldea, yo era el único que podía encargarme del barco de mi padre.

—¿Así que no os repartían los trabajos? —el día de asignación mensual era un acontecimiento importante en la ciudad de Romen. La mayoría de las veces se cubrían las necesidades de la ciudad, en ocasiones enviaban a alguien a una ciudad vecina, pero de vez en cuando la Corporación necesitaba personal para algún puesto en el coventri o en diversos departamentos del sector, lo que significaba conseguir un pase fronterizo. Casi siempre se asignaban a chicos, pero la ciudad entera vivía esperando esa oportunidad. Nadie se perdía el día de asignación.

—Cuando tienes un montón de dinero o nada en absoluto, las cosas funcionan de otra manera —me dice con ironía—. El sistema no se te aplica del mismo modo.

—En tamaño, Romen es la tercera ciudad del Sector Oeste —le explico—. Es la clase de lugar donde todo es normal: las casas, las asignaciones, la gente.

—El término medio es donde la Corporación prospera.

—Entonces, ¿te casaste antes de venir aquí? —intento que mis palabras suenen tranquilas, pero me siento un tanto descolocada y no quiero que note los celos en mi voz.

Jost asiente con la cabeza y empieza a vendarme las manos.

—Se llamaba Rozenn. Vivía con su padre y su hermano. Yo estaba trabajando para comprar un barco nuevo y… —hace una pausa, como saltándose algo demasiado doloroso para compartirlo, pero continúa, con una voz apenas audible sobre el ruido del grifo—. Debería haber sabido que algo iba mal, pero nunca se me ocurrió.

Reposo una mano vendada sobre su hombro y sus músculos tensos se relajan.

—Su hermano, Parrick, era un solitario, estaba descontento con el trabajo que le habían asignado y no mostraba interés por las chicas. Estaba a punto de cumplir dieciocho. Yo le aguantaba porque se convirtió en familiar mío cuando me casé con Rozenn, pero el carácter de él era completamente distinto. Ella era un día de primavera, estaba llena de vitalidad. Parrick también destacaba, pero por su frialdad. Era capaz de desvanecer la alegría de una conversación. A la gente no le gustaba estar cerca de él. A mí tampoco —admite—. No comprendía por qué se mostraba tan distante, por qué se aislaba.

»Se suponía que estaba de aprendiz con su padre, pero empezó a tomarse largos periodos de descanso. Un día desapareció y no regresó hasta la caída de la noche. A Rozenn le preocupaba que su padre perdiera la paciencia con él y me pidió que interviniera. Pensó que yo podría hablar con Parrick, hacerme su amigo tal vez. Él se negó a relacionarse conmigo y yo no lo intenté demasiado, pero empecé a seguirle.

—¿Adónde iba? —pregunto en voz baja, dejando que el temor desvanezca los celos.

—Se reunía con personas de nuestro pueblo y otras ciudades cercanas. Hablaban de cambios y revolución. Pensé en delatarlos, pero las historias me detuvieron.

—¿Qué historias? —mi voz es apenas un susurro.

—Historias terribles. Familias aniquiladas, pueblos retejidos. Eran rumores, relatos compartidos entre hombres desesperados. Me encontraba ante un dilema, así que no hice nada —una vez que ha terminado con mis manos, Jost se sienta en el borde de la bañera. Sus ojos azules arden como el extremo de una llama, mirando más allá de esta habitación hacia las ruinas de su pasado.

—¿Se lo contaste a tu esposa? —me atasco en la última palabra, y la incertidumbre de si Jost se encontrará en estos momentos aquí me sube por la garganta y forma un nudo.

Sacude la cabeza, pero su mirada permanece distante.

—No, no quería preocuparla. Debería haberlo hecho, pero me asustaba demasiado repetir lo que había escuchado. Al final he descubierto que hice lo correcto. Hay hilanderas especializadas en localizar conspiraciones y grupos anti-Corporación.

—Sí, nos hablaron de ello durante la instrucción. El tapiz empieza a sangrar y se mancha. Cuando la gente es leal, sus hebras mantienen el color original.

—Apuesto a que la hebra de Rozenn era la más hermosa que se pueda imaginar —dice con veneración.

Mis ojos se inundan de lágrimas calientes cuando pronuncia su nombre.

—Me pregunto cuál sería el aspecto de Saxun cuando decidieron intervenir.

—No puedo decírtelo. Nunca he visto una de esas manchas —admito—. Mis padres me prepararon durante ocho años para fallar durante las pruebas, y nadie vino a por nosotros. Ignoro lo extendida que tiene que estar una mancha para que sea localizada.

—¿Tus padres mostraban una actitud abiertamente anti-Corporación?

Sacudo la cabeza. A pesar de lo que hicieron, no podría afirmar que fueran unos rebeldes.

—No, nunca hablaron en contra de la Corporación. Eran muy cuidadosos en ese aspecto. Y además, mi madre y mi padre eran una simple secretaria y un mecánico.

—¿Eran?

—Yo no fui la única a la que castigaron —digo en voz baja—. Supuse que lo sabías.

—Lo imaginaba —responde él—. De todas maneras, el pueblo de Saxun estaba lleno de rebeldes y tus padres eran solo dos personas.

Pienso en los túneles bajo mi casa. Tenían que conducir a algún sitio. Hay todavía muchas cosas que desconozco de mis padres.

—Supongo que una pequeña traición puede pasarse por alto.

—Pero solo si es pequeña —murmura.

—Sí —mi sonrisa se deshilacha por los bordes—. ¿Qué sucedió?

—La Corporación ordenó un castigo ejemplar —la voz de Jost se desvanece y me inclino para poder oírle—. Arrancaron las hebras de nuestras hermanas, de nuestras madres, de nuestras hijas…

—De vuestras esposas —añado, y él asiente con la cabeza.

Deja caer la cabeza y la distancia entre nosotros desaparece. Cuando habla de nuevo, sus palabras suenan rotas.

—Lo vi, Adelice. Ni te imaginas lo que es eso.

Recuerdo cuando en el hospital me obligaron a salir de la habitación de mi abuela. La enfermera cerró la cortina y esperó de espaldas, como si no soportara mirar.

—Estaba en el muelle, aguardando con las demás mujeres que regresáramos para comer. Simplemente se desvaneció. Primero se borraron sus piernas, y parecía tan confundida que pedí ayuda a gritos, pero no había nada que pudiéramos hacer. Los que estábamos en los barcos vimos cómo sucedía. Luego desapareció su boca, y ya no pudo pedir auxilio. Su cuerpo fue lo último que se disipó —parece que se atraganta y me doy cuenta de que está llorando—. Llevaba en brazos a nuestra hija.

Rompo a llorar con él. Por su pérdida y por la confusión que siento. Este no es el muchacho de sonrisa ladeada que me dio de comer patatas dulces, y mi dolor no es solo por lo que la Corporación le hizo, sino por lo diferentes que somos. Lloro porque soy una cría estúpida que no puede dominar los celos y la inferioridad que siento al pensar que Rozenn le consiguió primero. Y por la distancia que siempre existirá entre nosotros. Él era esposo y padre; yo no soy nada y nunca lo seré. Supongo que, después de todo, la Corporación nos asignó estos roles.

—Fue la última vez que las vi a las dos. Ella tenía dieciséis años y mi hija, tres meses.

No tengo palabras para consolarle, así que tomo su mano y la reposo con suavidad sobre mis dedos vendados.

—Estoy aquí porque es el último lugar en el que buscarán —confiesa, respondiendo por fin a mi pregunta.

—Buscarán, ¿el qué? —pregunto, sin estar segura de querer saber la respuesta.

—La revolución.