Cuando Erik y yo rompemos nuestro abrazo, Maela está a unos metros de distancia sobre el pequeño camino de piedras. La luna brilla a su espalda, oscureciendo su rostro, pero su postura —erguida y rígida— me dice todo lo que necesito saber. Bueno, casi todo. Necesito saber cuánto tiempo lleva ahí, más que cualquier otra cosa. Más que lo que ha sentido al ver que nos besábamos o lo que nos hará después de descubrirlo. Respecto a esto último, tengo una idea bastante aproximada.
—Erik —dice Maela con voz calmada—. Necesito que acompañes a un par de ministros a las habitaciones de huéspedes. Todos los mayordomos están ocupados.
Erik me mira primero a mí y luego a ella. Su mano sigue apoyada en mi espalda y cuando la retira, el frío cortante del aire nocturno recorre mi piel desnuda, provocándome un escalofrío. Me lanza una mirada preocupada, pero se vuelve hacia Maela.
—Primero acompañaré a Adelice a su apartamento.
—Creo que ya le has prestado suficiente atención esta noche —murmura Maela, dando un paso adelante. Al moverse, las sombras se desvanecen de su rostro y veo que está llorando.
Nunca pensé que sentiría pena por ella, especialmente porque nunca pensé que se me presentara la oportunidad de hacerle daño. Pero al ver su rímel corrido siento deseos de retroceder y esconderme entre las enredaderas y las ramas.
—¿Me estabas siguiendo? —pregunta Erik.
—Te necesitaba —responde ella en voz baja.
—Hay otros cincuenta guardias ahí dentro —dice él, sacudiendo la cabeza—. No te pertenezco. Trabajo para ti.
Maela resopla ante la crueldad de sus palabras, e incluso yo siento su aguijón. Esta situación empieza a resultar incómoda.
—No estarías aquí si no fuera por mí —le recuerda Maela—. Estarías trabajando como un burro en la cocina o pudriéndote en un barco tratando de pescar para vivir. Así que, a menos que quieras regresar a eso, me gustaría que te reunieras con los ministros en el piso de arriba. Adelice puede encontrar ella sola el camino de vuelta.
Ante la mención de su pasado, Erik no parece dispuesto a seguir presionando, así que desaparece entre la negra silueta de los árboles sin dirigirle ni una palabra más a Maela —ni a mí.
Maela permanece quieta. Sopeso mis opciones. Podría intentar marcharme, aunque tendría que pasar junto a ella y colocarme al alcance de sus manos, algo que no me atrae demasiado. También podría entablar una conversación, pero no puedo pensar en nada, excepto en el roce de los labios de Erik, y no creo que Maela quiera hablar de eso. La tercera opción es sostener su mirada y como es la menos peligrosa, es la que elijo.
—Buenas noches, Adelice —dice Maela, apartando los ojos—. La fiesta aún no ha terminado, pero he tenido suficiente —sin decir nada más, se aleja por el mismo sendero que Erik.
Cuando regreso al vestíbulo, Erik está ocupado recogiendo del suelo a políticos borrachos, y evito captar su atención. La situación es ya bastante complicada en este momento. Ni Maela ni Enora se encuentran a la vista. Estupendo. No me gustaría pasar una noche en las celdas o escuchar un sermón. Lo único que necesito es una cama.
Gracias al alivio que me produce la esperanza de que mi madre esté viva, o a haberme pasado un poco con el vino, me sumerjo en un profundo sueño tan pronto como rozo las sábanas, aunque pasado lo que parecen unos instantes me despiertan a sacudidas. Me cuesta un poco enfocar la imagen de una Enora aterrada inclinándose sobre mí.
—¿Qué hora es? —pregunto con voz ronca y la garganta seca y áspera.
—Las cuatro de la mañana —responde apresuradamente. Me pregunto, casi con absoluta coherencia, por qué ha venido tan temprano.
—Vale —murmuro, e intento rodar fuera de su alcance.
—Esto es serio —sisea—. Maela va a enviar a alguien a buscarte en unos minutos. No tengo mucho tiempo.
Erik. Está de camino a mi habitación. Me siento en la cama y me retiro el pelo de la cara.
—Toma —Enora me lanza un vestido a las manos—. Ponte esto. No querrás ir vestida de esa manera.
Bajo los ojos y me doy cuenta de que aún llevo puesto el vestido de seda de la fiesta. Me lo quito rápidamente. Enora no me da tiempo para decirle que necesito ropa interior, así que me deslizo dentro del nuevo vestido, sintiéndome incómoda y vulnerable.
—Acerca tus manos —me ordena, pero las agarra ella misma cuando no me muevo con suficiente rapidez. Al instante, empieza a extenderme esmalte de uñas transparente por las yemas de los dedos—. Esto te ayudara, aunque no evitará que lo sientas.
—¿Sentir el qué? —pregunto muy despacio. Pero antes de que Enora pueda contestar, el brutal guardia de Maela con la cabeza afeitada entra en la habitación. Me siento aliviada y decepcionada.
—Enora —inclina la cabeza hacia ella a modo de saludo—. Maela necesita a Adelice para una prueba especial.
—Espera —digo yo, aunque no se ha dirigido a mí—. Pensé que ya había terminado con las pruebas.
Ambos intercambian una mirada que empuja los ácidos de mi estómago hacia la garganta.
—De vez en cuando —dice Enora con sílabas acompasadas—, se nos pone a prueba por sorpresa. Es para comprobar cómo trabajamos bajo presión —su expresión me recuerda a la del rostro de mi madre antes de que huyera por el túnel. Se siente perdida, haga lo que haga, y eso llena sus ojos de tristeza.
Instintivamente, la rodeo con los brazos y me acurruco en su cuello. Los brazos de Enora son fuertes y cálidos y deseo que fueran los de mi madre.
—Tu alma te pertenece —susurra sobre mi pelo—. No les permitas que te la arrebaten. No importa lo que hagan.
Las palabras me traicionarían y dejarían fluir las lágrimas, así que sonrío con valor mientras me alejo de ella y sigo al fornido guardia sin hacer más preguntas. Al volverme una última vez, encuentro una expresión preocupada en el rostro de Enora, pero cuando nuestros ojos se encuentran, la sustituye rápidamente por una sonrisa. Ambas sabemos que no se trata de una prueba por sorpresa ni de una evaluación de mi progreso. Es un nuevo castigo.
Noto las puntas de los dedos duras como piedras donde Enora ha aplicado el esmalte de uñas. Aún tengo sensibilidad en ellas y al presionarlas entre sí las uñas se doblan hacia atrás. Sin embargo, la piel está entumecida donde tengo el esmalte.
—A buen entendedor pocas palabras bastan —comenta el guardia con voz áspera—. No hagas eso.
—¿El qué? —pregunto.
—Eso —responde dirigiendo los ojos rápidamente hacia las yemas de mis dedos—. La meterás en problemas por ayudarte.
Un frío doloroso se extiende lentamente por mi pecho y desciende por mis brazos y mis piernas. ¿En qué lío estoy metida?
—¿Está bien Erik? —pregunto, tratando de que mi voz suene indiferente—. Normalmente quien me acompaña a estas cosas es él.
—Sí —brama el guardia—. Maela le ha cambiado de puesto por el momento. En un futuro trabajará más cerca de ella.
La noticia no me sorprende, pero aun así me duele. Erik podría haber sido un amigo, e incluso si sus intenciones no eran exactamente nobles, me hacía reír. Y luego está lo del beso. Algo a lo que no sé cómo enfrentarme.
Los pasillos están en silencio. No hay ni rastro de la fiesta —hasta los más trasnochadores deben de estar en la cama—. ¿Qué tipo de castigo se lleva a cabo a las cuatro de la mañana? El castigo del que nadie puede saber nada. Enora me avisó de que esto sucedería si rondaba a Erik, pero no la escuché.
Mi nuevo escolta me conduce hasta dos puertas batientes y mantiene una de ellas abierta.
—Por cierto, soy Darius —me informa, y tan pronto como la franqueo desaparece.
Un protuberante plástico blanco cubre las paredes del inhóspito taller. Una ventana. Un telar. Una persona. Maela ya está allí, totalmente arreglada. Y yo sin ropa interior. Debe de tener encerrada a su esteticista en el baño. Pero cuando se vuelve, veo que no lleva maquillaje. Su rostro parece más terso sin los duros ángulos que le dibujan el colorete y el rímel. Tiene un aspecto normal, incluso se podría decir que es bonita, pero sus ojos son los mismos: fríos y llenos de odio.
—En ocasiones —me dice—, nos vemos obligados a realizar una prueba sorpresa a alguna de las nuevas hilanderas. Algunos oficiales de la Corporación han expresado dudas respecto a tu preparación para empezar con el bordado crewel. Como sabes, es un trabajo de suma importancia, y es mi deber asegurarles que estás lista.
—¿Qué oficiales? —pregunto, poniéndola en evidencia.
Maela sonríe, sin inmutarse.
—No te preocupes por eso. Lo importante es que te concentres en completar la tarea que tengo para ti.
—¿Has hablado con Cormac?
—Cormac no tiene que aprobar las actividades de la instrucción —responde, mirando por la ventana.
—¿Y con Loricel? —insisto, preguntándome si ella estará al corriente de esto.
—Loricel no se interesa por el resto de nosotras —espeta—. Y dada su avanzada edad, lleva horas en la cama.
Asiento con la cabeza y reviso mentalmente todas las réplicas que podría darle. Al final, opto por el silencio.
—El trabajo de tejedora es delicado —ronronea, y por primera vez me doy cuenta de lo silenciosa que está la habitación sin el zumbido del telar—. Sé que eres consciente de ello.
Noto que se me tensa la mandíbula. Todo lo que he visto hacer a Maela es mutilar Arras; ¿y pretende darme consejos?
—Debes enfrentarte a tu tarea con atención y delicadeza, al margen de lo que esté ocurriendo fuera de esta habitación —continúa—. A esto lo llamamos una prueba de estrés.
Se vuelve, pero no me mira, así que sigo sus ojos. Distingo un gran telar de roble con gruesas hebras de acero sobre él. No se parece en nada a las modernas máquinas automáticas en las que he estado practicando. Es rudimentario. La madera está combada y arañada y el pequeño banco que lo acompaña es un tocón de árbol sin pulir. No va a resultar cómodo.
—Si eres cuidadosa, puedes tejer con cualquier material —murmura, indicándome que tome asiento en el tocón—. ¿Cómo, si no, podría una tejedora manipular el tiempo? Es algo valiosísimo. Hubo una época en que no teníamos control sobre el tiempo. Se nos escapaba entre los dedos. No podíamos controlar la muerte ni el hambre ni la enfermedad. Y entonces la ciencia nos regaló los telares. Pero si no somos cuidadosas, podríamos perder el control que tenemos ahora.
He escuchado bastante de su farsa condescendiente.
—¿Esto es por lo que ha sucedido entre Erik y yo?
Maela resopla y se aleja de mí.
—Este ejercicio —continúa, eludiendo mi pregunta por completo— te enseñará delicadeza y control.
Se inclina hacia el telar y hábilmente, pero con suavidad, toma una hebra de acero. Al soltarla, produce un sonido metálico. Luego coge un delgado hilo parecido a un alambre y lo teje con sutileza a través de los cables de acero del telar. Arriba. Abajo. Arriba. Abajo. Hasta que lanza un gemido y se lleva el dedo índice a los labios, con gesto de dolor.
Me gustaría preguntarle qué sucede, pero no parece adecuado dado que somos enemigas y todo eso, así que espero hasta que saca el dedo de su boca. Tiene un pequeño corte del que fluye sangre, lo que me muestra con claridad la naturaleza de esta prueba.
—Este carrete —dice, acercándome un gran cilindro metálico— tiene que estar tejido cuando llegue el mediodía.
—¿Eso es todo? —pregunto con recelo, temerosa de tomar el hilo que me ofrece. La luz provoca destellos en el rollo.
—Eso es todo —Maela sonríe con los labios apretados—. Al mediodía, o se te asignará un nuevo puesto.
—Supongo que los ministros tendrán que supervisar mi trabajo.
Se le contrae la mandíbula, pero mantiene la compostura.
—Por supuesto.
—Por supuesto —afirmo yo.
Maela abandona la estancia y yo toco el «hilo» con cautela. Está tan afilado como una cuchilla. Con más cuidado incluso, alargo la mano para acariciar las bandas de acero que conforman la urdimbre del telar. Están casi rígidas. Un alambre cortante y un telar falso. Esta vez se ha superado a sí misma. Tendré suerte de que me queden dedos al terminar con esto.
La primera pasada la realizo con facilidad y evito cortarme las yemas de los dedos. Me confío en exceso y en la siguiente pasada me hago un corte en la yema del índice izquierdo. Cuando el aire lame la carne abierta se me inundan los ojos de lágrimas. Es una herida sin importancia, pero Maela está buscando cualquier excusa para desterrarme a la cocina o a un sitio peor, así que tiro del cilindro hasta que aflojo suficiente alambre para alcanzar el dobladillo de la falda y cortar unos centímetros de tela. Después de hacer varios pedazos más pequeños, me envuelvo todos los dedos, empezando por el índice ensangrentado. Tendré que habituarme a la torpeza de mis dedos vendados, pero no puedo dejarlos desprotegidos.
Es un trabajo lento. En ocasiones, el alambre se desliza por la parte superior de mis manos y abre cortes, pero sigo adelante, luchando contra la creciente palpitación de las heridas. Los vendajes improvisados duran cierto tiempo, hasta que el del dedo herido se empapa de sangre y los demás quedan hechos jirones. El sol está apareciendo por la ventana oriental. Me quedan cinco horas como mucho, pero el carrete parece intacto. Respiro hondo, me quito los dedales de tela, excepto el que cubre el índice que sangra, y agarro el alambre firmemente entre índice y el pulgar de la mano derecha.
Me concentro en la respiración, llenando por completo los pulmones de aire en cada inhalación y soltándolo lentamente. Tengo las manos cubiertas de verdugones sangrantes, pero continúo, ignorando la sensación de mareo. Mi cuerpo ansía el desayuno —estúpidos horarios de comida— y pierde sangre por todas partes, así que mi mente queda relegada a un segundo plano.
El silencio de la habitación atruena en mis oídos, o tal vez sean los latidos de mi corazón. No hay reloj, solo el tenue resplandor de la luz del amanecer iluminando fragmentos de mi trabajo. Se refleja en las paredes cubiertas de plástico blanco, calentándolas, de modo que su hedor sintético inunda el taller y me revuelve el estómago. Todo resulta brillante, cegador en su artificio. Mi sangre cálida sobre los fríos hilos de acero es lo único que contrasta con el brillo chillón de la estancia. Pero a pesar del dolor punzante, logro tejer tres cuartas partes del carrete antes de que Maela regrese.
Sonríe al ver mis manos heridas.
—Te quedan dos horas, Adelice —se inclina sobre mi trabajo y continúa—: He estado pensando en lo desconsiderado que ha sido por nuestra parte no darte más noticias sobre tu hermana.
Descuido la manera en la que agarro el alambre y abro un nuevo corte en la palma de mi mano.
—Normalmente permitimos el envío de alguna carta o comunicamos alguna noticia durante la instrucción inicial —dice, aún inclinada sobre mí—. Aunque, por lo general, no solemos hacerlo con los traidores.
—Sí, soy consciente de lo que reserváis para los traidores —respondo.
—Entonces sabes que podemos ser clementes —replica con inocencia. Me gustaría enrollar el alambre en torno a su delgado y pálido cuello—. Por desgracia, tus padres cometieron traición, a lo que hay que añadir por supuesto el asunto del contrabando hallado en tu casa —me explica—, así que sus hebras han sido extraídas.
—Cormac me lo dijo —respondo. Aunque ya lo sabía, siento el calor de las lágrimas cuando parpadeo. No tengo fuerzas para contenerlas.
—Ya veo. También sabrás que tu hermana, por ser menor, fue retejida. Está en Cypress, donde cada año hallamos a muchas de nuestras mejores candidatas. Como probablemente comparta tu talento, es posible que nos resulte útil en un futuro. La estamos vigilando muy de cerca.
—Amie no tiene ninguna destreza —murmuro, deseando que sea cierto—. Estáis perdiendo el tiempo.
—En absoluto —asegura Maela mientras enciende un cigarrillo—. Tenemos que seguirle la pista por ti. Hay que tener contenta a la última adquisición de la Corporación.
—Me da igual. Apenas nos relacionábamos —miento—. Nos separan muchos años y ella ha estado siempre más preocupada por ser popular y estar al día —tan pronto como estas palabras abandonan mis labios me arrepiento de haberlas dicho.
Por la manera en que Maela alza una ceja, podría asegurar que la información le ha encantado.
—Entonces, sois diferentes. Tal vez ella tenga lo que se necesita para triunfar como hilandera cuando llegue su momento, si es lo que desea.
¿Lo que desea? Vacilo un instante.
—¿Y su nueva familia?
Pienso en la mirada paranoica de su madre adoptiva.
—Viste a su nueva madre. Son una familia excelente, y leal —afirma Maela—. Existen bastantes parejas sin hijos, así que los huérfanos son a menudo retejidos en otras secciones dentro de estas familias que lo merecen.
El alambre se ha hundido casi un centímetro en mi pulgar antes de darme cuenta de lo fuerte que lo estoy apretando. No sé por qué me contengo. Nadie echaría de menos a Maela.
—Gracias por las noticias. Aún me queda mucho por hacer —me obligo a regresar al trabajo y escucho el suave chasquido de la puerta al cerrarse tras Maela.
Al mediodía, Maela entra en la estancia con aire despreocupado y está a punto de atragantarse con el cigarrillo cuando comprueba que he terminado.
—Supongo que no te di suficiente hilo —comenta en voz baja—. Parece que te hubieras aburrido.
—Tal vez posea el talento que tú no me quieres reconocer —contraataco, manteniendo mis ojos fijos en los suyos e ignorando el entumecimiento que invade todo mi cuerpo. Si pensaba que distrayéndome me apartaría de mi propósito, estaba equivocada—. ¿Vendrá alguien a supervisar mi trabajo?
Maela entrecierra los ojos, pero responde con voz tranquila.
—Por supuesto. Más tarde.
—Infórmame de lo que digan —exclamo con toda la arrogancia de la que soy capaz, mientras sangro profusamente. Mi lacónico escolta nuevo me devuelve a mi aposento; trato de no salpicar sangre sobre las caras alfombras de la parte alta de la torre.
No hay nadie en la habitación. Ni siquiera Enora, de la que esperaba, como poco, que se lanzara a abrazarme tan pronto como entrara. Así que me pongo a llorar y mis lágrimas fluyen junto a la sangre que empapa mi falda. No me atrevo a examinarme las manos y al buscar en mi cavernoso cuarto de baño no encuentro nada para curarme. Finalmente, solicito vendas y un médico a través del panel comunicador. Ninguna de las peticiones es denegada.
Una eternidad después alguien golpea la puerta. ¿Quién será? Aquí nadie llama. La sirvienta, el personal de cocina, mis esteticistas, todos entran y salen a conveniencia. De este modo descubro que mi puerta dispone de una mirilla. Al otro lado del diminuto círculo de vidrio me encuentro con un único ojo azul eléctrico. Por un instante, me quedo paralizada. Podría ser Erik o Jost, y me doy cuenta de que no sé a cuál de los dos tengo más ganas de ver, o si resulta seguro que deje entrar a cualquiera de ellos. Finalmente respiro hondo y abro la puerta.