ONCE

El evento es absolutamente desmesurado. Debería haberme imaginado algo así, teniendo en cuenta que asistirán los oficiales de la Corporación, pero a pesar de estar acostumbrada a las ridiculeces del coventri, esto es demasiado.

Todo empezó con el vestido. En la ceremonia de inauguración de Cypress mi atuendo me hizo sentir fuera de lugar, pero esta noche parece que voy desnuda. Incluso ahora, mientras estrecho manos despreocupadamente y bailo con un oficial detrás de otro, es como si no fuera yo. Al menos con mis habituales trajes de chaqueta voy bastante tapada. Decir que este vestido no deja nada a la imaginación es quedarse corto. Es de seda verde esmeralda y se adapta a las curvas de mi cuerpo. No tengo muchas, pero algo en este vestido —y en la consiguiente necesidad de ir sin ropa interior— las realza. Cae formando pliegues hasta la rabadilla, dejando al aire toda mi espalda, y de la parte delantera ya ni hablamos: la brillante seda es tan ligera que tengo la sensación de no llevar nada encima. Podría igualmente cubrirme con unas hojas de parra y esconderme en un rincón.

Los fotógrafos se vuelven locos alrededor de mi cuerpo semidesnudo y de Pryana, ataviada con un vestido de terciopelo negro sin tirantes y con una abertura hasta el muslo por la que asoma una de sus largas piernas color ámbar, revelando que no lleva medias. Mientras toman instantáneas, veo un cerdo entero clavado en un espetón en el centro de la estancia, con una manzana colocada ceremoniosamente en su boca. Sé a la perfección cómo se siente. Pryana parece mucho más cómoda delante de las cámaras y les regala su impresionante sonrisa y poses espontáneas. No suelo ser tímida, pero nunca había sido el centro de atención de esta manera.

Una mano robusta me agarra del codo y evita que desaparezca entre bambalinas.

—Estás sentada en mi mesa —me susurra Cormac al oído.

—Mi sueño hecho realidad —respondo.

—¿Cómo dices? —su tono de voz me desafía a repetir mis palabras.

—He dicho que me muestres el camino.

Nuestra mesa es la primera en una hilera cuidadosamente colocada cerca del podio, apartada del ruido de la pista de baile. Mientras Cormac retira mi silla para que me acomode, echo un vistazo a las demás tarjetas de invitados. Reconozco algunos nombres y el pánico punzante que estoy tratando de controlar palpita con mayor intensidad.

—¿Te traigo algo de beber? —pregunta Cormac.

Echo otro vistazo en torno a la estancia y reconozco a casi todos los hombres presentes de los reportajes de la Continua que vi de pequeña; acepto la bebida.

—Tarde o temprano todo el mundo empieza a beber —se ríe y se dirige hacia un pequeño bar situado en un rincón.

Estoy examinando la vajilla de plata cuando los demás invitados de nuestra mesa se unen a nosotros. Me encuentro atrapada entre políticos y sus esposas. Mantengo la cabeza gacha, excepto para tomar rápidos sorbos del vino que Cormac me ha traído. Loricel toma asiento y noto cómo se atenúa el pánico que atenaza mi pecho, pero dirige la mirada hacia el podio, resoplando a través de sus labios casi cerrados. Las demás mujeres la ignoran —y a mí—, burlándose tontamente del vestido de fulana o de si mengano se ha quedado calvo. Los hombres discuten sobre política y personas de las que jamás he oído hablar. Agradezco muchísimo la bebida que Cormac me ha traído, aunque apenas pueda soportar el modo en que me abrasa la garganta.

Llegan los camareros con gigantescas bandejas de plata, y me maravillo de su habilidad para transportarlas. La mayoría son los típicos trabajadores demacrados de clase baja, traídos especialmente para la ocasión. Cuando se reciben menos víveres se come menos, lo que implica un menor tono muscular. Pero sujetan las bandejas en equilibrio y sirven cada plato con facilidad y precisión. Al menos aquí hay comida. Desdoblo mi servilleta con anticipación, pero Cormac me la arrebata de las manos y la coloca de nuevo en la mesa.

—Hasta que no hayan traído tu plato, no —farfulla. Su voz deja traslucir cierto matiz de horror por mi metedura de pata.

No vuelvo a levantar los ojos del plato. Ensalada de verduras amargas con trocitos de tarta de fruta y aliño dulce. Sopa de aleta de tiburón y puerro. Un enorme filete poco hecho para los hombres y pequeñas lonchas de pollo sobre un lecho de arroz para las mujeres. Se me van los ojos a la cena de Cormac.

—Toma —dice, acercándome el tenedor—. Sigues estando muy delgada.

Saboreo el pedazo de jugosa carne, y la mujer que está sentada frente a mí me observa mientras lo mastico.

—Magdalena —dice Cormac simulando tono de reprimenda, y ella se ríe tontamente.

—Soy incapaz de recordar la última vez que vi a una mujer comer ternera —admite, y las otras dos mujeres de la mesa asienten entre risas.

—Nosotras la comemos en el coventri —comento; me ruborizo al notar que he atraído su atención.

—Por supuesto que sí —dice Magdalena—. Vosotras disponéis de arreglos de renovación de tercera generación. Para nosotros solo están disponibles los de segunda.

—Vaya —no tengo ni idea de lo que está hablando.

—Tengo entendido que están trabajando en una cuarta generación —comenta otra mujer en voz baja mientras los hombres retoman su charla sobre política.

—Estupendo, así dejarán disponible la tercera para el resto de nosotros —dice Magdalena a las otras mujeres—. Ni me imagino cómo será la cuarta generación.

—Dicen que es como si te devolvieran al vientre materno. Sales igual que un bebé —explica la otra.

Magdalena fija su mirada en mí.

—Me conformo con la tercera generación.

Me vuelvo hacia Loricel, que observa este intercambio de opiniones con una insinuación de sonrisa en los labios. Me pregunto cuántos años tendrá. Si tiene al alcance de la mano tanta tecnología, ¿por qué muestra su edad? ¿O tal vez sea extremadamente mayor y es ahora cuando empiezan a revelarse sus años?

—Mayor de lo que piensas —masculla. Aparto la mirada, avergonzada de que me haya leído el pensamiento.

Están retirando los platos del postre y sirviendo el café cuando un señor con hombros anchos atraviesa la estancia en dirección al podio. Espera hasta que las conversaciones se apagan. Es el primer ministro Carma, actual jefe de Estado.

—Bendiciones, guardianes de Arras. Este ha sido un año memorable. Hemos disfrutado de una paz y una prosperidad sin precedentes…

Fuerzo el cuello para verle. Ojalá estuviera en casa, donde podría continuar con mis tareas nocturnas mientras el discurso se deslizara discretamente por mi vida. Aquí, junto a Cormac, los equipos de la Continua graban las reacciones de los invitados, así que adopto una expresión vacía. No creo que enfoquen a alguien tan poco interesante como yo. Mi mente vaga hasta Jost, y me pregunto si estará sirviendo a los oficiales. Me encantaría que me diera de comer como hizo en Cypress. Jost sabía exactamente cuánta cantidad de comida pinchar en el tenedor y cuándo estaba lista para el siguiente bocado. Recuerdo la sensación cálida y suave de su chaqueta en la celda. Me gustaría que estuviera cuidando de mí en este momento. Pensar en él resulta una distracción agradable frente a los temas políticos de la noche, hasta que los comensales de la mesa empiezan a susurrar con júbilo, atrayendo mi atención de nuevo hacia el discurso.

—Confiamos en que el próximo año por estas fechas esté disponible para el gran público un sistema seguro de cartografiado del cerebro —asegura el primer ministro Carma desde el podio—. Imaginaos la posibilidad de conservar los valiosos recuerdos de vuestros abuelos antes de su extracción o de resolver sin esfuerzo los problemas de conducta de vuestros hijos. Hasta ahora, estos pequeños inconvenientes han sido los únicos defectos de Arras, pero muy pronto serán cosa del ayer.

—Ojalá lo hubiéramos tenido el año pasado —comenta Magdalena en voz baja a las demás mujeres—. Korbin se aferró a su madre durante dos años antes de que pudiera convencerle de presentar la solicitud de extracción.

La mujer sentada a mi izquierda se ríe y susurra:

—Y qué os voy a decir de lidiar con Joei. ¡Pensé que la mataría antes de poder enviarla a las pruebas!

Mi mirada se cruza con la de Loricel, pero no digo nada.

El discurso continúa con pronósticos e informes sobre cosechas y propuestas de cambios en el tejido, que aparentemente serán votadas por la Corporación en las próximas elecciones. A continuación, el primer ministro empieza a nombrar a distintos oficiales para que se acerquen a recibir el reconocimiento por sus contribuciones a lo largo del año. Cuando se escucha el nombre de Cormac, trato de sonreír a las cámaras enfocadas hacia nosotros.

El primer ministro Carma finaliza los honores con el brazo extendido hacia nuestra mesa.

—Y, como siempre, la Corporación quiere mostrar su gratitud a la directora del Departamento de Manipulación, Loricel, por su continuo trabajo y destreza.

No se levanta. Ni siquiera sonríe. No obstante, la aplauden.

Cormac tiene que ausentarse una vez el discurso ha finalizado. Loricel se retira poco después y yo permanezco en la mesa, temerosa de acercarme a la pista de baile, por donde merodean los oficiales mayores de la Corporación para arrastrar a las hilanderas a bailar. Esto me permite escuchar a hurtadillas a la pandilla de mujeres que susurran frente a mí.

—Puede que haya tenido a la mitad de las mujeres de Arras babeando por él, incluida tú —dice Magdalena, dando un codazo a la mujer que está sentada a su lado—, pero nunca conseguirá la nominación.

—Ni siquiera le apoyan los hombres —protesta la otra mujer.

—No, están celosos. Él es diferente —señala Magdalena—. Y aunque nosotras tuviéramos voto, tampoco saldría elegido. Cormac no está casado, y ningún soltero será jefe de Estado.

—Tú lo que estás deseando es que Korbin reciba una señal —susurra la otra mujer.

Las miro de reojo y veo que Magdalena aguanta la acusación sin rechistar. Sus ojos se dirigen a mí.

—A pesar de todo, Cormac nunca llegará a ser primer ministro como siga saliendo con muchachitas —comenta con amargura.

Creo que ha llegado el momento de deslizarme de vuelta a mi habitación. Estoy segura de que seré el siguiente objetivo de sus venenosos comentarios. Oteo la sala y no veo a nadie que pueda detenerme, a menos que alguno de los oficiales trate de ponerme las manos encima. Es algo que me gustaría evitar, pues los hombres que han venido solos son de lo más indeseables —regordetes, peludos y malolientes—. Solo una chica con ansias de poder estaría dispuesta a ir tras alguno de ellos.

Supongo que es por eso por lo que Pryana está acaramelada con el más regordete, peludo y maloliente de todos los indeseables: el ministro de Ambrica, una amplia región situada junto a la costa que abarca gran parte del Sector Este. Su prominente barriga evidencia que disfruta de los beneficios de una dieta rica en marisco, así como de los abundantes vinos que produce la región. Por desgracia, me agarra el brazo cuando trato de pasar furtivamente junto a ellos.

—Tú debes de ser la otra nueva adquisición —dice, guiñándome un ojo. Pryana me fulmina con la mirada, aún pegada a él.

—Supongo que sí —respondo con el gesto más aburrido que consigo poner.

—Sois una pareja preciosa. Últimamente, no es habitual que en el Coventri Oeste aparezcan dos tejedoras maravillosas en un mismo año —dice, acercándose tanto a mí que el hedor a ajo y whisky me provoca picores en la nariz—. Pero vosotras sois exquisitas.

Trato de pensar una respuesta inteligente que no le insulte, ni aliente su pervertido comentario, pero no se me ocurre nada.

Menos mal que Pryana, aparentemente deseosa de pegarse a él de forma permanente, interviene y abanica sus larguísimas pestañas. Su lenguaje corporal me invita a alejarme; me encantaría gritarle que este es el último lugar en el que deseo estar.

El ministro agarra a Pryana con firmeza por la cintura.

—Cariño, tú eres como la medianoche.

Ella sonríe y se inclina para susurrar algo al oído del ministro, pero él se suelta y me coge por la muñeca. Se me pone carne de gallina cuando sus dedos pastosos me tocan y agradezco que mi brazo sea lo único que haya podido alcanzar.

—Pero tú —continúa con voz ronca— eres como una perla.

—Qué gracia, Cormac dice lo mismo —ha funcionado. Me suelta al instante.

—Es una pena que tuviera que marcharse —balbucea el ministro—. He oído que le han llamado de Northumbria.

La razón de su marcha es nueva para mí, pero asiento con la cabeza como si estuviera al tanto de todo.

—Comentó algo durante la cena.

El ministro, demasiado borracho, intenta ponerse derecho, como si estuviéramos tratando asuntos oficiales, lo que provoca que Pryana se despegue —literalmente— de su cuerpo. Aprieta los labios contra los dientes y resopla, alejándole de manera descarada de mi lado.

—Baila conmigo.

—Claro que sí —babea el ministro mientras ella le arrastra hacia la pista de baile intensamente iluminada en el centro del salón de banquetes—. Ha sido un placer conocerte, Alice.

Alice. Me pregunto cómo pensará que se llama Pryana.

—¿Estaba hablando contigo? —pregunta una voz suave y profunda a mi espalda. Me vuelvo creyendo que es Jost, a quien he visto deambular por el vestíbulo, pero encuentro a Erik.

—Pareces decepcionada —comenta.

Estoy decepcionada, pero niego con la cabeza.

—No, es que tu voz me pareció la de otra persona.

Su pálido rostro adopta un gesto contrariado, que desaparece tan rápidamente como ha aparecido.

—Si estás esperando a alguien…

—Sí, bueno, estoy esperando a que unos viejos gordos me acosen y devoren viva en cualquier momento —respondo con total naturalidad.

—Entonces, supongo que debería marcharme —finge alejarse y yo le golpeo suavemente el hombro—. Oye, podrías haber mencionado que no querías que esos viejos gordos te acosasen —exclama.

Señala a Pryana, que está colgada del ministro.

—A ella no parece importarle.

—Bueno, yo no soy Pryana.

—¿Significa eso que estás libre para este baile? —sonríe con gesto burlón. Ningún bordado crewel ni tejido podría lograr una sonrisa torcida tan perfecta.

Asiento con la cabeza y me conduce hacia la pista de baile. Pryana nos lanza una mirada mordaz, pero se concentra de nuevo en su presa.

—Sabes, bailar desnuda es más sencillo de lo que imaginé —digo de manera espontánea mientras el ritmo de la música decrece y Erik me rodea con los brazos para iniciar el baile.

—¿Desnuda? —me pregunta en voz baja al oído.

—Bueno —no puedo creer que haya dicho eso en voz alta—, es que con este vestido me siento desnuda —dos veces.

—Lo pareces —admite—. Para ser sincero, me encanta este vestido.

Por alguna razón su comentario me resulta increíblemente divertido, y de hecho empiezo a reír como una idiota.

—Debería haberlo imaginado.

—Entonces, ¿a cuál de nuestros lascivos embajadores tienes en tu punto de mira? —pregunta, oteando la sala pensativamente.

—No sé si te sigo.

—Hacen esto cada año. Celebran el baile del estado de la Corporación para que los oficiales puedan babear sobre las chicas nuevas. Los otros coventris organizan cenas oficiales parecidas a lo largo del año.

—Es asqueroso —mascullo.

—Así es —susurra con expresión divertida—. No obstante, ¿no hay ningún soltero con suerte este año?

—Creo que dejaré que Pryana elija el que quiera —comento mientras la veo sonreír como una tonta y hacer mohines al ministro.

—Dudo que su esposa le permita llevársela a casa —responde Erik guiñándome un ojo.

—¿Su esposa? —simulo una náusea.

—Todos están casados —me explica—. Las esposas de los más jóvenes insisten en acompañarlos, por razones obvias, pero en el momento en que tu marido tiene ese aspecto —señala con un gesto a un hombre mayor con más pelo en las orejas que en la cabeza—, agradeces que una pobre jovencita se ocupe del asunto por ti.

Suspiro.

—Debería avisarla. Romperá los estándares de pureza y entonces…

—¿Por qué? Ella no te ha hecho ningún favor —Erik sujeta con más fuerza mi cintura para evitar que me dirija hacia Pryana.

—¿Entonces? La están utilizando.

—Por lo que he podido ver, ha sido ella la que se ha lanzado sobre él —dice—. Y con total descaro, podría añadir.

—Esa es tu opinión. Simplemente me parece que no está bien.

—Pryana está deseando ascender —añade—. Todas vosotras esperáis que exista alguna manera de subir en el escalafón o de escapar. Cuanto antes aprenda que no la hay, mejor.

Su fría respuesta me corta la respiración. Puede que esté hablando de Pryana, pero sabe que yo también he pensado lo mismo.

—No te ofendas —toma mi barbilla con la mano y alza mi cabeza hasta que nuestras miradas se encuentran. Puedo ver mi pelo rojizo llameando en sus profundos ojos azules—. Tú no te has lanzado en brazos de un viejo gordo y lascivo.

—Pero sabes que aprovecharía cualquier oportunidad para escapar —susurro.

—La diferencia —añade, igualando su tono de voz al mío— es que tú eres lo bastante inteligente para darte cuenta de que un ardid como ese no funcionaría. Tú urdirías un plan.

Me ruborizo y retiro la cara de su mano para que no vea mi bochorno.

—De hecho —murmura, inclinándose sobre mi pelo—, estoy ansioso por descubrir lo que intentas.

—¿Lo que intento? —pregunto inocentemente.

—Para escapar —aclara, y me pongo rígida entre sus brazos—. No, no te preocupes. Si logras huir, te deseo suerte. Nadie lo ha conseguido hasta ahora.

—¿Quizás porque dependían de los hombres para hacerlo? —sugiero. Al levantar los ojos veo que sus labios se abren en una amplia sonrisa.

—¿Ves a lo que me refiero? —se ríe y me acerca más a él—. Ya eres más inteligente que todas las chicas que hay aquí.

—¿Incluida Maela? —la veo con el rabillo del ojo: mantiene una animada charla con un señor en el bar. Me alegro de que esté ocupada.

—Especialmente Maela —suspira—. Ella no reflexiona. Actúa según le dictan sus caprichos.

—Debe de haber tenido una infancia dura.

—Sí —afirma con solemnidad—, creció sin un solo cachorrito con el que jugar.

Me río y me recuesto sobre su pecho, contenta de ser lo bastante inteligente para no estar acurrucada junto a un viejo borracho, sino preguntándome qué me traigo entre manos exactamente con este atractivo joven.

La voz de Enora siseando en mi oído me arranca de mi ensoñación.

—Acompáñame ahora.

Mientras me aleja de Erik, le lanzo una mirada de disculpa. Sin perder un instante, Enora me mete en el tocador.

—¿En qué estás pensando? —pregunta.

—Yo no…

Me interrumpe levantando un dedo y abre la puerta del baño. Está vacío, así que se acerca a la puerta de entrada y la cierra con llave.

—¿Ahora sí? —pregunto.

—Sí —responde bruscamente.

Cruzo los brazos sobre mi pecho desnudo.

—No estoy segura de saber a qué te refieres —excepto que, por supuesto, sí lo sé.

—No te hagas la tonta. No te pega.

—No sabía que no pudiera bailar.

—Por supuesto que puedes bailar —responde con tono irritado—. Puedes bailar con los oficiales mayores. Incluso puedes bailar con alguno joven si su esposa te lo permite.

—Pero ¿Erik está vedado porque es soltero?

—No, está vedado porque es de Maela —contesta alzando las manos. Normalmente no reacciona de forma tan dramática—. Y por si no te habías dado cuenta, ella ya te odia.

—Tenía esa impresión —la diversión de hace unos instantes se desvanece—. ¿Y qué quiere decir que «es de Maela»?

—Adelice, no eres estúpida.

—Imagina que lo soy.

—De acuerdo. Maela está enamorada de Erik. Él era un don nadie cuando vino a trabajar a la cocina hace unos años, y entonces ella le adoptó —su voz tiembla de pánico, no de rabia.

—Tiene diez años más que él. Por lo menos.

Enora me mira de nuevo con exasperación.

—Retrocede antes de que Maela empeore su actitud hacia ti.

—Solo estaba bailando con él —alego, sin estar segura de creerme mis propias palabras—. Es eso o dejar que algún asqueroso oficial de la Corporación me manosee durante toda la noche.

—Ad —suplica—, te comprendo, de verdad, y Erik es encantador, pero hay dos cosas que debes considerar. La primera es lo que Maela va a enfadarse si se entera.

—¿Y la segunda?

—Que las intenciones de Erik tal vez no sean tan honestas como él pretende que parezcan.

Me ruborizo.

—Oye, sé que no podemos casarnos y que hay ciertos límites, pero nunca pensé…

—No me estoy refiriendo a eso —dice con tono mordaz—. Estás flirteando con el ayudante de Maela. ¿No te parece sospechoso que se haya fijado en ti?

—Bueno, ahora sí —¿cómo no se me había ocurrido? Después de nuestro viaje juntos, he empezado a confiar en él sin planteármelo siquiera.

—Debes andar con pies de plomo, por la manera en que huiste y por lo que estás llamando la atención. Arras no funciona así, Adelice. Los secretos…

—No tienen lugar aquí —pronuncio estas palabras con fiereza.

Enora, en vez de mostrarse enfadada, deja escapar una risita irónica.

—No, hay multitud de secretos, créeme, pero algunas somos conscientes del peligro de airearlos.

Abro la boca para protestar, pero me obliga a callar alzando una mano.

—Déjame terminar. No quiero ser otra persona más tratando de controlarte…

—¡Pues no lo hagas! —grito—. No eres mi madre.

—No pretendo reemplazar a tu madre. Nadie puede hacerlo —asegura en voz baja.

—No —replico—. Ni siquiera la Corporación.

Enora se aparta de mí. Abre la boca, pero la vuelve a cerrar, como si no encontrara las palabras adecuadas. Ambas sabemos que es imposible definir lo que la Corporación le hizo a mi familia.

—Tengo que regresar antes de que noten mi ausencia —Enora alarga una mano como para consolarme, pero se lo piensa mejor y regresa a la fiesta.

Me tomo mi tiempo antes de volver al baile, temerosa de romper a llorar delante de las cámaras de la Continua. Cuando estoy segura de sentirme lo bastante calmada, me deslizo fuera del tocador, mientras trato de decidir cómo deshacerme de Erik para regresar a hurtadillas a mi habitación y destrozar una almohada. Pero de repente unas robustas manos me sacan de la bulliciosa sala de banquetes hacia el oscuro vestíbulo.

—Pensé que yo también tendría que esquivar a viejos borrachos —dice Erik en voz baja para evitar el eco en el vacío pasillo de mármol.

—Los oficiales de la Corporación tienen una mentalidad cada vez más abierta —murmuro y entonces, el dolor que me oprime el pecho se extiende a donde sus manos sujetan mis brazos desnudos.

—Ven, quiero enseñarte algo —enlaza sus dedos con los míos y, contra mi voluntad, le sigo.

—Erik, no creo que sea buena idea.

—Déjame adivinar —dice con tono afable—. ¿Enora te ha advertido que, como Maela nos pille juntos, clavara tu cabeza en una estaca?

Algo en su informal manera de presentarlo me hace sentir tonta por haber escuchar a Enora.

—¿Por qué crees que te estoy raptando esta noche? —pregunta con seriedad.

La advertencia de Enora sobre las intenciones de Erik resuena en mi cabeza.

—No estoy segura.

—Porque Maela está demasiado ocupada para darse cuenta y llegado este momento, todos los demás se encuentran demasiado achispados para vigilarte.

—Entonces, ¿es cierto? —pregunto jadeando—. Aún me vigilan.

—Por supuesto que sí —afirma él—. A todos nosotros, pero en noches como esta, el Departamento de Seguridad se centra en controlar que las hilanderas mantengan sus estándares de pureza. Además, les aseguré que te echaría un ojo.

Otra razón por la que no debería estar con él en este momento.

—De todas maneras, ¿dónde vamos? —pregunto mientras me conduce por otro pasillo vacío.

—Ya hemos llegado —suelta mi mano y abre de manera teatral dos grandes puertas de madera situadas justo delante de nosotros.

La luna proyecta un tenue resplandor plateado sobre las flores y su brillo se refleja en el paseo adoquinado que conduce al corazón del jardín, el mismo que atravesé el primer día de mi preparación. Rara vez he salido al exterior desde mi llegada al coventri, y siempre bajo estricta vigilancia. Sin embargo, en este momento Erik es solo un acompañante.

Me ofrece el brazo y me arrastra al centro del jardín.

—¿Te gustaría bailar lejos de miradas entrometidas?

No hay música, pero realiza unos elegantes pasos de vals. Su pelo rubio brilla bajo el leve fulgor de las estrellas y en la noche fresca, parece formar parte de este lugar.

—Todavía no me has preguntado por qué hago esto —me susurra al oído.

Trago saliva para atenuar el frenético pulso de mi garganta.

—¿Me dirás la verdad?

—Posiblemente —contesta—. Aunque no estoy seguro de que se deba decir la verdad a una dama.

—No lo sabrás hasta que lo intentes —me quejo.

—De acuerdo, me gustan las chicas listas —dice—. ¿Y cómo iba a resistirme a una chica lista que además es preciosa?

Reposo la cabeza sobre su hombro para que no vea lo mucho que me agradan sus palabras, aunque probablemente esté mintiendo.

—¿Por eso estás con Maela? —pregunto, aún sin mirarle.

Da un resoplido.

—¿Con Maela? Esa mujer no sabe cuándo dejar de apretar.

—No has… —no estoy segura de querer escuchar una respuesta clara, aunque él me la ofreciera.

—Nunca ha entendido cómo funciona esto —continúa—. No es tan inteligente como tú.

Recuerdo la advertencia de Enora y trato de alejarme de él.

—Erik, ya tengo a Maela en mi contra. No hay necesidad de empeorar las cosas.

—No olvides que ella también me controla a mí —por un instante parece sincero, pero luego recupera la arrogancia—. Tal vez no tengamos otra oportunidad —pero bajo la confianza, sus ojos esconden un ligero temor que me resulta familiar. Se parece a la mirada de mi padre cuando me arrastraba hacia el túnel. Me acerco a Erik un poco más, recordando con qué facilidad pueden desaparecer las personas.

—Y eso qué importa. Supongamos que nos divertimos un poco y que Maela lo descubre y le hace algo horrible a uno de nosotros, o a los dos, y ¿para qué? —me obligo a alejarme de los brazos de Erik y a mirarle a los ojos—. No hay futuro para nosotros.

—Oye, puedes hacerte la inocente con todo el mundo, menos conmigo —habla en voz baja, pero con firmeza—. Sé que Maela te está vigilando. Piensa que eres peligrosa, lo que significa que lo eres.

—Maela se cree el centro del universo. Yo no confiaría demasiado en sus opiniones.

—Te tiene miedo —dice él.

—¿Por qué? Ya no soy problema suyo.

—No lo sé —Erik suspira. Está claro que le gustaría que me abriera más—. Tiene que ver con algo que sucedió en tus pruebas. Se comporta de otra manera desde que estás aquí.

—Vaya, ¿es que antes no era una psicópata?

Erik sacude la cabeza y la luz de la luna se refleja en su pelo dorado.

—No, eso no es nuevo. Cuando llegaste, pensé que tendría que matarte.

Dejo escapar un gemido. Es todo tan injusto.

—Realmente me odia.

—No —me asegura—, la Corporación ejecuta a cualquier chica que huye. Es la política habitual de tolerancia cero. Cuando me ordenó que te sedara, asumí que…

—Y lo habrías hecho —le acuso.

—No es tan sencillo.

—En realidad, no estaba huyendo —admito—. Mis padres trataban de esconderme.

—Eso da igual —responde Erik, indiferente a mi confesión—. En ese caso, te habrían matado a ti y a tu familia.

—¿Por qué? —las palabras se forman en mis labios, pero soy incapaz de pronunciarlas.

—Una chica que intenta escapar o huir con su familia después de las pruebas jamás será lo bastante leal para confiar en ella. Las fugitivas rara vez llegan al coventri una vez que son capturadas, pero a Maela le encantan los cotilleos, así que me entero si alguna lo intenta. Parece que en el Sector Oeste sucede con frecuencia. Las chicas cuyos padres las esconden, o tratan de hacer trampas en el proceso de pruebas, tienen la mente contaminada.

—¿Y las que vienen de buen grado son leales? —pregunto.

—Por supuesto. La Corporación controla a sus familias, Adelice —responde él—. Nada de hacer preguntas, y quien las hace…

—¿Qué les sucede?

Erik sacude la cabeza.

—¿Y por eso nos vigilan? ¿Por eso me vigilan? —pregunto rotundamente—. ¿Porque mis padres están muertos y mi hermana pequeña no me reconoce? ¿Porque no tienen nada con lo que amenazarme?

—Tal vez —admite Erik, y entonces le golpeo con fuerza en el pecho. Le odio por contarme la verdad. Le pego una y otra vez y él me deja. Al final, me duelen las manos de golpear su corpulento pecho y me derrumbo entre sus brazos. Estamos un largo rato sin decir nada; yo acompaso mi respiración con la suya y nuestros pechos se elevan y descienden rítmicamente, como una promesa de normalidad—. Adelice —susurra, todavía sujetando mi cuerpo inmóvil—. Yo no confiaría en que los dos estuvieran muertos.

Contengo la respiración y se me bloquea el pensamiento.

—La Corporación es demasiado inteligente para asesinar a la familia de una hilandera y pretender que ella siga a su servicio; más bien se asegura de que apenas le quede nada —me advierte, hablando tan bajo contra mi pelo que apenas le escucho.

—Tienen a mi hermana, Amie —me obligo a enfrentarme a los hechos—. Pero la han reprogramado.

—¿Es más joven que tú?

—Tiene doce años.

Frunce el ceño.

—Y a tus padres, ¿los viste morir?

En mi mente aparece la imagen de la bolsa para cadáveres del salón.

—Mi padre. Sé que está muerto —digo con voz hueca.

—Pero ¿solo te dijeron que habían matado a tu madre?

Miles de diminutos pedazos de esperanza desperdigados se reúnen en mi pecho.

—Espera —retrocedo y le miro a los ojos. Mantengo la voz baja pero mis palabras salen atropelladamente—. ¿Estás insinuando que mi madre podría seguir viva?

—Sí, definitivamente está viva —pero apenas puede terminar la frase porque mi boca está sobre la suya. Le beso empujada por la alegría, o tal vez por el pánico, pero la muestra de entusiasmo no tarda en transformarse en algo mucho más serio y mi cuerpo se amolda al suyo. Mueve los labios muy despacio y aprieta su mano sobre la parte baja de mi espalda. Me gustaría tejer este momento fuera del tiempo y hacer que dure para siempre. Mi corazón latiendo a toda velocidad, el ligero gusto a vino en sus labios, mis caderas apretadas contra las suyas.

Pero Maela tiene otros planes.