Cuando era una niña, me sentaba embelesada en el suelo del baño y contemplaba cómo mi madre se perfilaba los ojos con un lápiz muy fino y luego repartía colorete rosado sobre sus mejillas. Era la mujer occidental perfecta —atractiva, bien vestida y obediente—, sin embargo eran las arrugas y las patas de gallo que se le formaban al sonreír lo que más la embellecía. Día tras día, me convierten en otra persona distinta, y me pregunto si la edad dejará alguna vez sus marcas en mi rostro. Ahora tengo dieciséis años y mantendré un aspecto casi perfecto para siempre. Este pensamiento me ayuda a quedarme dormida por las noches, segura de mi lugar aquí, pero también me produce pesadillas que me despiertan temblando.
Las medias han sido el principal cambio de vestimenta en mi vida. La primera vez que me enfundé el ligerísimo tejido me encantó cómo la seda acariciaba mis piernas desnudas, aunque no tardé en darme cuenta de que dejaban una película de sudor sobre mi piel. La costura se tuerce constantemente en la parte trasera de mis piernas y las medias se me caen sin parar. Mantener el aspecto adecuado ha dejado de resultar glamuroso, y ahora que voy a viajar con Cormac Patton, es incluso peor.
Desde su visita he dedicado poco tiempo o nada a tejer. En vez de trabajar, me han estado arreglando, midiendo y enseñando normas de protocolo. Todo esto me está impidiendo emplear mi habilidad como hilandera, y también me está dejando mucho espacio para darle vueltas al destino de mi madre y mi hermana. La imagen de mi padre en una bolsa para cadáveres está grabada a fuego en mi mente y, aunque lo veo al cerrar los ojos para dormir, al menos su muerte es real para mí. Sin embargo, el pelo rubio de mi hermana y el rostro perfecto de mi madre aparecen sin parar en mis sueños. Me obsesiono con la nueva vida de Amie mientras colocan alfileres e hilvanan mis nuevos vestidos. A ella le encantaría todo esto de que te tomen medidas para confeccionarte vestidos elegantes. Al menos a mi Amie. La idea de que está viva, pero como una persona completamente distinta, me duele como si me hubieran vaciado y dejado demasiado tiempo sin interior. Es excesivo para asimilarlo todo, así que decido contar los vestidos que voy a necesitar. Vestidos para las transposiciones, vestidos para las entrevistas, vestidos para las fotografías. Vista la cantidad de seda y tul que va llegando a mi habitación, no estoy deseando ponerme ninguno de ellos.
Y Enora podría mudarse a mi cuarto. Se supone que debo conocer a todos los oficiales de la Corporación, los nombres de sus esposas, dónde residen y las principales exportaciones de su sector. Arras cuenta con un primer ministro y luego en cada sector hay un ministro de gobierno; cada ciudad dispone de uno también. Los puestos se heredan de padres a hijos, siempre que el hombre tenga un hijo varón. Un oficial de la Corporación jamás puede legar su cargo a una mujer. Es más información de la que aprendí en diez años de escuela, y no me imagino para qué va a servirme. No voy a entablar más que conversaciones triviales.
—¿Me van a hacer un examen? —pregunto a Enora después de la tercera hora de interrogatorio sobre el Sector Este.
—¿Por qué no llamas a Cormac y se lo preguntas? —exclama, claramente tan cansada de esto como yo, pero preocupada por enviarme sin una buena preparación.
—Entonces, ¿cómo me dirijo a estos oficiales?
—¿A qué te refieres con dirigirte?
—Sí, qué les llamo. ¿Se les considera ministros? —recuerdo que muchos de los agentes de Cormac se dirigen a él como ministro Patton, en vez de embajador.
—Tú no deberías dirigirte a ellos en absoluto —me mira como si hubiera perdido la cabeza.
No me molesto en ocultar mi fastidio.
—Entonces, ¿para qué estoy aprendiendo todo esto?
Enora deja escapar un largo y maternal suspiro antes de responder.
—Como acompañante del embajador Patton, se supone que debes recordarle nombres y datos importantes.
—Espera un minuto —escapo de las manos de la costurera que está cosiendo en silencio a mis pies y me vuelvo hacia Enora—. ¿Me estás diciendo que debo aprender todo esto para que Cormac no tenga que hacerlo?
—Por supuesto.
—¿Y que no debo hablar con esas personas?
—Solo si se dirigen a ti y únicamente para entablar una conversación informal.
—Increíble —no estoy segura de si me refiero a las expectativas o a que Enora piense que esto es normal.
—Y hay otro asunto —Enora vacila—. Tu actitud con él es un tanto familiar. ¿Te ha pedido el embajador Patton que le llames por su nombre de pila?
—No lo recuerdo. A él parece darle igual.
—Adelice —dice Enora en voz baja—. Él suele visitarnos una o dos veces al año, y ha informado a nuestro mayordomo jefe de que vendrá al menos una vez a la semana durante el próximo mes. Porque está enamorado de ti.
—¿Enamorado? Qué dices, si solo comí con él —no me importa que la mitad de la población femenina de Arras estuviera dispuesta a meterse desnuda en su cama, es demasiado viejo para mí. Y todavía no confío en él.
—Le diviertes —continúa ella, ignorando mi comentario—. Recuerda solo que es el único que puede firmar el decreto de ejecución.
Así que lo sabe. No me había preocupado de informarla sobre los particulares de mi reunión con Cormac, y había olvidado a propósito mencionar su comentario sobre matarme. Ya tiene bastantes preocupaciones.
—Hasta que te diga lo contrario, llámale embajador Patton.
—De acuerdo —regreso al taburete para que la costurera pueda continuar trabajando en el dobladillo.
Enora hace una pausa y toma aire, contemplando mi atuendo un instante.
—Maela ha solicitado repasar el itinerario contigo.
—Eso va a ser divertido.
—Compórtate —me ordena Enora en un susurro de desaprobación.
Minutos después, Maela entra en el baño y lanza una mirada crítica al vestido que llevo puesto.
—Interesante elección.
Pretendo no haberla oído.
—La oficina del embajador Patton me ha teleenviado tu itinerario oficial.
—Estaré encantada de repasarlo con ella —ofrece Enora.
Los ojos de Maela se encienden, pero se ríe de la sugerencia.
—Creo que sería más adecuado que la instruyera alguien que haya asistido a un evento oficial de la Corporación fuera del complejo. ¿Por qué no corres al almacén y seleccionas algunos complementos para ella?
Enora me ofrece una sonrisa comprensiva y desaparece. Una vez que se ha deshecho de Enora, Maela sabe que estoy a su merced.
—¿Has estado en algún evento de estos? —le pregunto.
—No pensarás que eres la primera tejedora que llama la atención de Cormac, ¿verdad? —pregunta Maela.
Así que ese es su punto débil.
—La verdad es que no me lo había planteado.
Maela se concentra en su digiarchivo.
—Saldrás de aquí mañana a las siete de la mañana y serás transpuesta a la estación Nilus, donde tendrás una sesión fotográfica con el equipo local de la Continua.
—A mí me trajeron a través de Nilus —le comento, pero Maela me ignora.
—Desde allí, viajaréis a la estación Allia en el Sector Este, seguida de la estación Herot en el Sector Sur y la estación Ostia en el Sector Norte.
—Da la sensación de ser un montón de trabajo —digo, enfatizando mis palabras con una mueca. Pensaba que así rompería el hielo entre nosotras, pero me equivocaba.
Maela se vuelve hacia mí y me fulmina con la mirada.
—No mereces todo esto. Hay docenas de chicas que harían cualquier cosa por acompañar a Cormac sin actuar como niñas mimadas.
Me imagino que ella incluida.
Su cólera se desvanece tan deprisa como ha aparecido.
—En cada etapa participarás en una sesión fotográfica —continúa—. Se te entregará una serie de respuestas adecuadas para las preguntas del equipo de la Continua y solo debes hablar cuando se te pregunte algo directamente. ¿Entiendes?
—Sí —asiento—. ¡Ves! ¡Lo he conseguido! —añado fingiendo entusiasmo.
Esta vez Maela ignora mis burlas.
—En cada parada charlaréis con los oficiales de la Corporación. Imagino que Enora te habrá comentado lo que se espera de ti.
—Sí —sonrío alegremente—. Cerrar el pico y estar guapa.
Maela levanta la cabeza de golpe, con un gesto de profundo enfado, pero no me sermonea de nuevo.
—A la mañana siguiente el embajador Patton te acompañará a varias sesiones fotográficas y actos programados. Tu equipo de esteticistas será enviado detrás de ti.
—¿Todas ellas?
—Sí —el rostro de Maela se crispa de impaciencia, lo que revela su edad—, además de tu guardia personal.
—Pero yo no tengo guardia personal —exclamo.
—El embajador Patton ha designado a Erik para que te escolte —añade con tranquilidad.
Soy plenamente consciente del número de tijeras repartidas por la habitación.
Maela no levanta los ojos del digiarchivo, tratando probablemente de no apuñalarme. Parece que Erik tenía razón al asegurar que Cormac desea fastidiarla.
—Por supuesto, Valery se ocupará de ti y contará con una ayudante. Cormac ha ordenado también que Josten Bell le sirva de mayordomo.
—¿Josten Bell? —mantengo el rostro inclinado hacia la costurera que trabaja a mis pies.
—Te atendió en la celda —responde, examinando mi rostro—. ¿No te acuerdas de él? Es nuestro mayordomo jefe. Pensé que se había interesado por ti.
—¿El maleducado? —pregunto.
—El mismo.
—¿Por qué va él? —parece una trampa enviarme de viaje con dos hombres jóvenes, o tal vez Cormac sea realmente estúpido.
—Él se ocupa de Cormac, digo, del embajador Patton, cuando visita el Coventri Oeste —me explica, consultando la pantalla de su digiarchivo—. El embajador le aprecia, o más bien aprecia su habilidad para elaborar cócteles, y como su mayordomo habitual no está disponible, se lleva al nuestro. Parece que le trae sin cuidado nuestra capacidad de funcionamiento mientras estáis de viaje.
—No creí que fuera alguien importante —trato de mantener un tono de voz desdeñoso y superficial, pero soy consciente de lo rápido que palpita mi corazón. No es solo que Maela se haya percatado del interés de Jost por mí, sino que ahora él también se ha visto arrastrado por este lío.
—No lo es —asegura Maela mientras regresa al dormitorio.
—Eso pensaba —murmuro para nadie en particular.
Enora acude para ayudarme a hacer el equipaje y mi esteticista principal, Valery, le sigue los pasos. Agradezco la compañía. Sé que no podré dormir, como la noche anterior al solsticio de invierno, cuando lo único en lo que piensas es en los regalos. Pero en esta ocasión es el miedo, no los nervios, lo que me mantiene despierta.
Valery susurra algo al oído de Enora y esta le responde con un ligero apretón en el antebrazo.
—¿Lista para mañana? —me pregunta, apoyándose en Enora.
Me muerdo el labio y hago una mueca de pánico. Valery se ríe y Enora sacude la cabeza, fingiendo enfado.
—Llevo todo el día preparándola —comenta Enora a Valery, pero con los ojos fijos en mí—. Más le vale estar lista.
—Si tú la has ayudado, yo no me preocuparía —dice Valery, dando una amigable palmadita en el brazo de mi mentora—. Aunque será mejor que yo me ponga en marcha —mi esteticista me regala una sonrisa burlona y entra en el baño. Quiere asegurarse de tener todas las herramientas listas para el viaje; este pensamiento vuelve a provocarme pánico.
La mayoría de mis pertenencias serán enviadas con el personal, que viajará detrás de mí por las distintas estaciones de transposición, sin embargo Enora me entrega una pequeña caja roja atada con un lazo de satén blanco. Me recuerda los regalos que mis padres me traían a la habitación cada año en mi cumpleaños. No pude disfrutar del perfume que compraron para el último, un regalo para celebrar mi decimosexto cumpleaños y la promesa de mi ansiada desestimación en las pruebas. Lanzo exclamaciones de sorpresa mientras abro el regalo de Enora, aunque debo contener el dolor hueco que provoca en mi pecho.
Es un digiarchivo.
—Para tus transposiciones —dice mientras me muestra cómo encenderlo—. Sé que te mareas, así que pensé que esto podría distraerte. Incluye toda la información que necesitas.
Toco suavemente la pantalla y aparecen diversas opciones de ocio: catálogos de cosméticos y ropa, vídeos de la Continua y el último Boletín de la Corporación.
—Gracias —exclamo, realmente contenta con el regalo. Aunque he visto a personas como Maela usando estos aparatos, en Romen solo podían permitírselos los hombres de negocios de rango superior y fuera del coventri jamás vi a una mujer con uno. Tener un digiarchivo propio me hace sentir importante.
—También te permitirá comunicarte directamente con el embajador Patton —añade Enora, deslizando el dedo para seleccionar la opción de compatibilidad con chip comunicador—. Él quería que te implantáramos un chip comunicador, pero Maela se puso furiosa.
Por primera vez agradezco los celos de Maela.
—¿Cormac quería que yo tuviera un chip comunicador?
—Lleva años presionando para que se dote a las hilanderas de esa tecnología —me explica—. Asegura que permitiría una respuesta más rápida ante amenazas inminentes en Arras.
—¿Y tiene razón?
—No. Disponemos de tejedoras de guardia a todas horas. A él le interesa más mantenernos vigiladas.
Trato de ocultar mi sorpresa ante tanta sinceridad. A pesar de su amabilidad, Enora rara vez me habla con esta franqueza.
—¿Por qué se negó Maela?
—No te preocupes —me asegura y ríe—, no está reconsiderando vuestra relación. No consiguió el visto bueno de Loricel, así que sugerí esto.
—¿Loricel? —pregunto mientras repaso los archivos.
—Ella es la única persona del coventri que le niega algo a Cormac.
Bajo el digiarchivo y presto más atención.
—¿Quién es?
—La maestra de crewel.
—¿Como tú? —pregunto, recordando las distintas obligaciones de Enora.
—No, yo no soy ni mucho menos como ella —admite—. Simplemente la ayudo en determinados proyectos.
—Pero hay más de una maestra de crewel, ¿verdad?
—En realidad, no —dice, recostándose sobre un cojín en el suelo—. Las verdaderas maestras de crewel son muy escasas. Loricel es la única de Arras.
—¿La única? —dejo de caminar de un lado a otro y me siento junto a ella.
—El bordado crewel es pura creación. Las maestras de crewel hacen más que tejer la tela de Arras. Ellas pueden recopilar los materiales para crearla. Y solo ellas pueden ver la trama de las materia primas —Enora me mira fijamente—. Arras sobrevive gracias a Loricel. Las hilanderas no tendrían nada que tejer si no fuera por su don especial.
—¿Cuántos años tiene? —pregunto, sintiendo cómo se me encoge el estómago. Todos los años ocultando y mintiendo sobre mi habilidad para tocar el tejido sin un telar, incluso aquí a petición de Enora, cobran sentido ahora.
—Es difícil de precisar, teniendo en cuenta los arreglos de renovación y la medicación —dice Enora suavemente—, pero lleva trabajando más de sesenta años.
Debe de ser una anciana.
—¿Y qué sucederá cuando muera?
—Buscarán una nueva maestra de crewel —los ojos de Enora están fijos en los míos—. Pero hasta ahora no ha aparecido ninguna aspirante adecuada.
—¿Y si no encuentran ninguna? —susurro.
—Arras se desvanecerá.
Examino su rostro en busca de algún signo de tristeza o miedo, pero no hay nada. Si la posibilidad de la muerte de Loricel la asusta, no lo demuestra. De repente, la imagen de Amie riendo con su amiga vaga por mi mente, seguida de un Jost con arrugas en torno a los ojos provocadas por la risa. Sin una maestra de crewel, ellos también desaparecerán. Es una posibilidad que ni siquiera había considerado.
—Cormac me enseñó a Amie, ¿lo sabías? —digo en voz baja.
—¿Tu hermana? —pregunta Enora, y yo asiento con la cabeza.
No he hablado mucho de ella desde que estoy aquí. Siento que mi vida está dividida en dos partes: antes y después. Todo lo que precedió a mi recogida es secreto. Una vida pasada que carece de espacio aquí, y aunque Amie siga viva, para mí ella solo existe en ese otro tiempo. La mantengo en mis pensamientos más íntimos, sin embargo algo en los recuerdos que desfilan por mi mente mientras me preparan para el viaje ansía ser liberado y reconocido.
—Estaba feliz —añado, y noto cómo mi voz está a punto de reflejar mi dolor. No le cuento que ahora Amie es diferente, ni lo que le han hecho. Tampoco que mis pensamientos se han transformado de recuerdos en planes, y que la verdadera razón de acceder a este viaje es dejar atrás los muros del coventri y salir al mundo de antes, donde Amie todavía existe, aunque haya cambiado.
—Creo que la transposición te resultará mucho más cómoda esta vez —añade, apretando el digiarchivo contra mis manos y obligándome a regresar al presente.
Me asalta el recuerdo de los grilletes del primer viaje y me provoca temblores en las manos.
—No me…
—No —confirma rápidamente, leyendo mi pensamiento—. Viajarás en compartimentos de primera clase. El embajador Patton quiere que estés contenta.
—Todavía no estoy segura de qué he hecho para merecer esto —admito.
Enora sonríe con tristeza. No somos tan estúpidas como para creer que los enormes privilegios de los que estoy disfrutando tengan nada que ver con que los merezca.
—Supongo que tendremos que esperar y ver qué sucede.
Por la mañana acudo a mi transposición en megavehículo. Erik y Jost me acompañan y el resto del equipo viene detrás. Erik charla sin parar, sin embargo Jost permanece en silencio, sentado a mi lado. Erik me hace reír, pero siento la tensión en el ambiente en la parte trasera del vehículo: a Jost no le hace gracia que le envíen a recorrer todo Arras. Y tampoco parece encantado con que hable con Erik.
Mi desaliñado amigo se ha arreglado para la ocasión. Jost está perfectamente afeitado y lleva el pelo peinado y colocado detrás de las orejas. Le roza el cuello de la chaqueta de lana gris.
—¿De qué os conocéis vosotros dos? —pregunto a Erik, señalando a Jost.
Jost abandona su actitud de malestar y me mira.
—Me dijiste que él te envió… —dejo la frase inacabada, sin querer decir demasiado sobre lo que Jost me contó en la celda, por si acaso la Corporación ha instalado audiotransmisores en nuestro megavehículo.
—Jost es el mayordomo jefe —me informa Erik—. Como me resultó imposible acudir a tu celda, le pedí que te atendiera.
—Entiendo —comento sin estar segura de que sea tan simple. Jost hablaba como si conociera a Erik. Como si compartieran algún tipo de historia, y no muy agradable.
—¿Estás nerviosa por la transposición? —pregunta Erik, cambiando de tema.
Con el rabillo del ojo veo que Jost se recuesta de nuevo en su asiento, pero sin dejar de observarme.
—Sí —admito, mientras trato de ignorar la intensa mirada de sus ojos azules—. Mi primera experiencia no fue muy agradable.
—Bueno, no fue una experiencia típica —responde Erik.
—Olvidaba que estabas allí —recuerdo en voz alta.
Él asiente con la cabeza. Si se arrepiente de haber ordenado al doctor que me medicara, no lo demuestra.
—Enora me regaló esto —le digo, sacando el digiarchivo del bolso.
Erik deja escapar un leve silbido.
—Vaya un regalo.
—¿De verdad? —pregunto con rubor—. Supuse que la mayoría de las hilanderas tendrían uno.
—De eso nada. Maela tiene uno, pero solo porque forma parte del equipo de instrucción. Enora habrá tenido que tirar de algunos hilos para conseguirlo —continúa Erik.
—No tenía ni idea —admito.
Durante un breve instante, Erik y Jost cruzan la mirada, pero lo que quiera que provocara ese gesto no les arranca ni una palabra. La conversación se apaga de nuevo y me siento agradecida de que el recorrido sea corto, porque tengo un nudo en el estómago.
La estación de transposiciones ubicada fuera de los muros del complejo es pequeña y sencilla. Erik franquea conmigo la puerta metálica doble que da a un pequeño vestíbulo con una silla de terciopelo, en la que me obligan a sentarme. Detrás de nosotros empieza a entrar mi equipo, junto a mis vestidos, bolsos y carritos, abarrotando la diminuta estancia. Una mujer vestida con un elegante traje azul cielo aparece por el pasillo e intercambia unos breves comentarios con Erik. Veo cómo él asiente y señala al grupo. Un instante después, ella se acerca y me hace señas para que la siga. Camino a su lado. Detrás de nosotras, escucho cómo Erik da instrucciones resueltas al resto del grupo para que formen una fila ordenada.
—¿Viajas a Nilus? —me pregunta la mujer con voz inexpresiva, y yo logro asentir con la cabeza. Es mayor, lleva el pelo perfectamente recogido en un sencillo moño, y me guía con la pericia de alguien que lleva toda la vida haciendo esto—. Tu transposición durará alrededor de una hora —continúa, llevándome hacia el interior de una estancia con iluminación tenue e indicándome que me siente en un enorme asiento de cuero colocado en el centro de la estancia.
Alarga el brazo hacia un panel situado junto a mí y escucho el sonido que hace un botón al pulsarlo. Me pongo tensa, esperando que el casco metálico descienda sobre mi cabeza, sin embargo se desliza una pequeña bandeja de roble sobre mi regazo. Espiro mientras la mujer abrocha un largo y grueso cinturón en diagonal sobre mí.
—¿Has sido transpuesta antes? —pregunta con curiosidad.
—Sí.
—Perdona mi atrevimiento —continúa—, pero pareces nerviosa. La mayoría de la gente no se muestra tan asustada la segunda vez.
Me encojo levemente de hombros, sin querer contarle que durante mi anterior transposición me encadenaron a la silla.
—No pasará nada —me dice con dulzura—. Te traeré un té.
Franquea la puerta y aparece la cara de Erik bajo el umbral.
—Te veo en Nilus.
—Nos vemos allí —logro articular.
Sigue adelante, seguido de Jost. Nuestros ojos se encuentran un instante, pero no sé qué decirle. Tan pronto como le pierdo de vista, la azafata regresa con un vaso de té helado.
—Es mejor que no bebas nada caliente hasta que estés más acostumbrada a las transposiciones —me aconseja, colocando el vaso con esmero sobre una servilleta cuadrada blanca delante de mí.
—Gracias —respondo con sinceridad, y ella me da una palmadita en el brazo al salir. Cuando el recuerdo de la otra azafata acude a mi mente, siento cierta opresión en el pecho.
Después de que la puerta se cierre, la habitación empieza a brillar, desvaneciéndose a mi alrededor. Esta vez, sin el casco bloqueando mi visión, me sorprende lo hermoso que es. Unas hebras de luz dorada se deslizan a mi alrededor y el compartimento se disuelve poco a poco. Saboreo los breves instantes en que todo es tiempo entrelazado con materias primas, como aparece segundos antes de que el tejido forme la nueva habitación. Me olvido del té y del digiarchivo que aferro con mi mano sudorosa mientras la estancia parpadea y otra la sustituye de forma lenta y elegante. Me recuesto tranquilamente en la silla mientras pasa la hora, observando cómo cada fragmento de la habitación es retejido con mimo hasta que me encuentro en un luminoso espacio rojo decorado con un atractivo diseño dorado. Cuando el último fragmento de la estancia ocupa su lugar, entra una bonita joven.
—Bienvenida a la estación Nilus, señorita Lewys —saluda con entusiasmo, al tiempo que me retira la bandeja y me desabrocha el cinturón—. El resto del grupo llegará en breve. Por favor, levántese con cuidado.
Tan pronto como empiezo a incorporarme, comprendo su advertencia. Mis piernas se tambalean y tiemblan como si hubiera permanecido sentada durante horas. Agarrándome al brazo de la silla, me obligo a ponerme en pie y respiro hondo.
—Acostumbrarse a esto requiere bastante tiempo —afirma ella—. Al menos es lo que la mayoría de la gente asegura.
Observo a la chica con atención. No puede ser mucho mayor que yo. Probablemente le asignaran este puesto poco después de mi recogida. Este podría haber sido mi trabajo.
—¿Alguna vez lo has probado? —le pregunto.
—Oh, no —se ruboriza. Mientras me ayuda a bajar de la pequeña plataforma, me confiesa bajando la voz—: Mi jefe me dijo que me transpondría a Allia. El director de la estación le debe un favor.
—Bueno —digo, tratando de parecer entusiasmada—, el primer viaje es el más duro.
—¡Lo sé! —exclama con un chillido—. Estoy nerviosa, pero es una oportunidad única en la vida.
Jost me espera en el vestíbulo y la joven azafata me ofrece una amplia sonrisa mientras desaparece por una esquina.
—Resulta agradable ver algo de entusiasmo —comenta con sequedad—. Erik está comprobando que todo está en orden.
—Estupendo.
No sé qué decirle, así que aprieto los labios en señal de disculpa. Odio fingir que él está por debajo de mí, pero no quiero que nadie haga preguntas sobre nuestra familiaridad.
—Lo sé —susurra él.
—Lo siento —su mirada comprensiva hace que me sienta peor.
—Oye, te dije que te hicieras la tonta.
Asiento con la cabeza y entonces empiezo a tambalearme por el mareo de la transposición. Jost me sujeta con facilidad y siento un hormigueo donde me roza la piel desnuda. La sensación me sube por los brazos y se concentra en mi nuca. Sé que debería apartarme de él, pero antes de poder reaccionar, el sonido de unas pisadas en el pasillo que se abre detrás de nosotros nos separa de golpe. Jost retrocede con indiferencia al tiempo que Erik aparece a lo lejos.
—Cormac se reunirá con nosotros en Allia —nos informa—. Ha surgido un imprevisto en el Sector Este. Adelice, ¿necesitas entrar en el tocador?
Sacudo la cabeza, con el estómago de nuevo encogido por la ansiedad. Nunca he hablado en público.
—No te preocupes —dice Erik, ofreciéndome el brazo—. Los reporteros disponen de un máximo de quince minutos. ¿Recuerdas las respuestas?
—Sí.
—Todo saldrá bien —su tono es tranquilizador, pero no consigue calmar mis nervios. Erik parece el tipo de persona que jamás se pone nerviosa.
Atravesamos la sala de espera de la compañía de transposiciones rumbo al vestíbulo de la estación. Está vacío, a excepción de varios guardias estratégicamente colocados.
—Hoy no está permitido viajar entre las distintas estaciones, salvo a los dignatarios invitados, y contaremos con guardias del Servicio Especial en cada estación —me explica Erik.
—Soy una dignataria —exclamo, animándome a creerlo.
—Increíble, ¿verdad? —se burla, lo que me ayuda a sonreír un poco.
Jost se coloca a mi lado y me doy cuenta de que me están escoltando, como había visto hacer a Erik y a otro guardia con Maela. De pie entre ellos, me muevo incómoda mientras esperamos a que el guardia de la entrada principal nos abra el paso. Tras unos minutos, se aparta para que continuemos.
Sin el habitual tránsito de hombres de negocios, el grandioso vestíbulo de mármol de la estación permanece en silencio, y el único ruido procede de un pequeño grupo de reporteros de la Continua. Tan pronto como nos divisan, reaccionan y se arremolinan a nuestro alrededor. Los guardias los mantienen a cierta distancia y me alegro de tener a Erik y a Jost a mi lado, sin embargo, cuando Erik se adelanta para hablar, los guardias son la única barrera entre las cámaras y yo.
—Me han confirmado que han recibido ustedes la asignación de preguntas y ubicaciones. Disponen de quince minutos para grabar antes de la siguiente transposición de la señorita Lewys.
El grupo se organiza rápidamente y me enfrento a las preguntas para las que Enora me preparó ayer.
—Señorita Lewys, ¿cuál es su privilegio favorito como tejedora invitada? —pregunta un reportero de aspecto infantil con voz entrecortada y profesional mientras un cámara se alza por encima de su hombro.
—La ropa —respondo automáticamente. Intento que mi voz suene desenfadada, pero sé que mis palabras se están emitiendo en directo a todo Arras como parte del viaje promocional—. Es estupendo tener prendas bonitas que ponerse cada día.
—Vaya cambio respecto a los anteriores estándares de pureza, ¿verdad? —interrumpe jovialmente un reportero de mejillas sonrosadas; algunos compañeros se ríen, pero un guardia le empuja hacia atrás y el grupo regresa al asunto que tiene entre manos. No obstante, es suficiente para relajarme.
Me preguntan sobre la comida, mi trabajo, las otras candidatas y yo recito mis respuestas del modo más natural que puedo, como una buena máquina.
—La última —me susurra Erik mientras se acerca un hombre de mediana edad con la grabadora adelantada para recoger mi respuesta. Viste un traje azul marino común y corriente y parece tan aburrido como yo estoy empezando a sentirme. Repaso mentalmente las respuestas preparadas en busca de la correspondiente a la única pregunta que todavía no se ha formulado y espero, lista para regresar a la cómoda silla de mi compartimento de transposición.
—Señorita Lewys —comienza con suavidad—, ¿puede decirnos qué le sucedió a sus padres, Benn y Meria Lewys?