Caminamos rápidamente hasta que llegamos al pasillo de piedra por el que salí apenas ayer. Allí Erik reduce el paso y relaja la mano con la que me agarra. Levanto la vista y descubro que está sonriendo de forma burlona. Parece muy profesional con su elegante traje oscuro, cuidadosamente afeitado y arreglado. Su salvaje melena rubia y su sonrisita torcida son lo único que traiciona su seriedad. Es más joven de lo que pensé, aunque en nuestros anteriores encuentros yo estaba o medio drogada o medio muerta de hambre. Aun así, no puedo evitar preguntarme si es tan peligroso como su jefa.
—¿Me he perdido algo divertido? —pregunto.
—Bueno, tú estabas allí —me asegura Erik, todavía sonriendo—. Realmente sabes cómo sacar de quicio a Maela. Nunca la había visto perder el control de esa manera.
—Tienes un extraño sentido del humor —pienso de nuevo en la perfecta calma de Maela, rota por un único y desastroso instante de furia. Pero incluso en ese momento, mantuvo el control, sin alejarse del firme propósito de su ira, que era volver a Pryana en mi contra.
—¿Por qué no lo hiciste? —pregunta Erik.
—No era necesario. Esa hebra era fuerte —respondo sin dudar.
—Pero la Corporación tendrá alguna razón para solicitar su extracción —sostiene Erik, soltando mi brazo.
—¿De verdad? —pregunto, y al instante deseo no haberlo hecho. Estoy segura de que cualquier cosa que le diga será comunicada inmediatamente a Maela, sobre todo si suena a que lo estoy cuestionando. Pero si Erik tiene una respuesta a mi escepticismo, no la comparte.
Nos detenemos frente a una enorme puerta de roble, y la abre de un empujón.
—¿Te interesa una visita guiada breve? —dice con un ligero brillo en sus ojos azules.
Echo un vistazo a la celda de piedra vacía y niego con la cabeza.
—He estado aquí antes, pero gracias de todas maneras.
—Te echaré un vistazo más tarde —añade, regresando al pasillo.
—Lo estoy deseando.
—Lo sé —Erik me guiña un ojo y cierra la enorme puerta.
Lo primero que veo es el aseo. Debo de haber hecho algo para merecer esta ligera mejoría en mi encierro, pero no estoy segura de qué. Aun así, es una pequeña comodidad. Ahora sé que moriré aquí dentro. Tal vez no en esta celda, pero sí en algún lugar del coventri. En la oscuridad, en vez de concentrarme en mi propio destino, pienso en mi madre y en Amie. En esta celda, sin las cegadoras luces y el abrumador colorido del complejo, puedo esbozarlas en mi mente. La manera en que mi madre se iba quitando la pintura de los labios al mordérselos cuando estaba concentrada. O cómo Amie le enumeraba lo que cada chica de su clase llevaba puesto, hasta el color de los calcetines, y quién se había metido en problemas por hablar durante la hora de silencio. La oscuridad me permite imaginar que estamos de nuevo en nuestra habitación, riendo como tontas porque a Yuna Landew la convocaron durante las clases para interrogarla sobre su pureza. Por supuesto, esa parte ya no me parece tan divertida.
Ahora que sé lo lejos que es capaz de llegar la Corporación para demostrar algo, me pregunto qué le sucedería a Yuna. Tal vez se hiciera mejor la tonta que yo. Debería haber supuesto que la pequeña prueba de Maela no iba tan dirigida a descartar a las chicas débiles, como a probar mi lealtad. Cientos de personas han muerto por mi culpa. ¿Y a quién he «salvado»? ¿A un profesor anciano o a un niño con una enfermedad terminal?
Justo cuando me estoy hundiendo en la más profunda desesperación, la puerta de mi celda se abre con un chirrido. Doy un respingo al advertir que es el extraño muchacho con los ojos decepcionados que me trae la comida.
—¿Tanto me echabas de menos? —bromea, colocando la bandeja cerca de mí. Me he acurrucado en un rincón que parece más cálido que el resto de la celda.
—No te hagas ilusiones. Los suelos fríos de prisión son fetiche para mí.
—¿Fetiche? Vaya palabra —alza una ceja, desafiándome a explicarle cómo una candidata pura conoce un término como ese.
Quiero decirle que, al contrario que las demás idiotas de risa fácil que hay por aquí, yo he leído un libro o dos, pero, sin importarme lo mucho que podría impresionarle, me callo esa información y alzo los ojos. No consigo lanzarle una mirada hostil muy convincente porque algo en la sonrisita que está tratando de ocultar, provocada por mi expresión dolida, me hace sentir tonta y entusiasmada y feliz, todo al mismo tiempo.
Para mi sorpresa, atraviesa la celda y se acuclilla junto a mí.
—Pensé que te había aconsejado que te hicieras la tonta —dice en voz baja.
—Imagina que no te escuché —contesto encogiéndome de hombros.
—Conseguirás que te maten —su voz suena resignada, como si supiera que me he dado por vencida.
—Ya estoy muerta. Todos lo estamos.
—La muerte es tranquilidad —gruñe—. Esta vida a medias es peor.
Está menos sucio que la otra vez, pero aun así sigue sin afeitar y mantiene su aspecto rudo, y ni se ha molestado en recoger su ondulado pelo castaño. No se parece en nada a mi padre o a los padres de mis amigas, ni siquiera a los guardias del complejo. Es esa tosquedad lo que le diferencia de los hombres bien arreglados de Arras que conozco. Sin embargo, su penetrante mirada me obliga a contener el aliento cuando nuestros ojos se encuentran.
—Estás mucho más limpio que la última vez que te vi —le digo, y al instante me arrepiento de mi comentario.
—Yo no pierdo el tiempo haciéndome la manicura como otros hombres —responde suavemente.
Supongo que se referirá a Erik, aunque mi padre también mantenía sus uñas limpias.
—Así que no te afeitas, ni te haces la manicura. ¿A qué dedicas el tiempo?
—Mantengo este lugar en funcionamiento —dice, como si fuera suficiente respuesta.
—¿Y? —insisto.
—Técnicamente soy el mayordomo jefe, lo que significa que sirvo de enlace entre el personal y las hilanderas. Me aseguro de que todo marche bien. Recibí la notificación de que tenías que ser trasladada a los salones y pensé que debía asegurarme de que así fuera.
Me muerdo el labio y asiento.
—¿Qué? —pregunta—. Bueno, supongo que estaba bastante desaliñado cuando nos conocimos, incluso para mí. Había estado arreglando el jardín. Es lo único que hago solo para mí. Me gusta el tacto de la tierra. Es un trabajo honrado.
—Mi abuela tenía un jardín —comento—. Hace mucho tiempo, antes de que se necesitara un permiso. Ella afirmaba lo mismo.
—Estúpida Corporación —exclama—. Apuesto a que luego lo echaba de menos. Aquí dentro tengo suerte de poder saltarme las normas. Todos están demasiado ocupados en controlar el mundo exterior para preocuparse de mí.
—¿Cómo es posible que no estés muerto? —pregunto—. ¿O al menos encerrado en una celda? Todavía no he oído nada de tu boca que no suene a traición.
—Al contrario que tú, yo tengo cuidado de con quién hablo. Tengo un filtro especial para identificar a los traidores —me ofrece una sonrisa cansada que pertenece a alguien mucho mayor.
—¿Y por qué me lo cuentas a mí?
—Porque huiste —responde sencillamente.
—No puedo ser la primera candidata que lo hace —sacudo la cabeza ante la imposibilidad de que nadie más haya intentado escapar del coventri.
—No, pero tú eres especial.
—Sí, claro, ¿y cuál es la diferencia? ¿O es que hablas de traición con todas las chicas? —me doy cuenta de que estoy flirteando con él, y me sorprende lo cómoda que me siento.
—No te han matado —el ánimo juguetón se disipa inmediatamente. Es obvio que no está de broma.
—Bueno, supongo que está bien ser diferente —mascullo.
Ninguno de los dos se ríe.
—¿Por qué? —pregunto después de un instante.
—¿Qué quieres decir?
—¿Por qué no me han matado? Huí. Mis padres trataron de ocultarme. ¿Por qué mantenerme con vida? —pregunto con seriedad; él aparta la mirada.
—Tengo mis teorías.
—¿Y cuáles son? —insisto.
—No estoy seguro de que estés preparada todavía para escucharlas.
—Eso suena algo condescendiente. Decirme solo lo que piensas que estoy preparada para escuchar —exclamo, enfadada tanto por su afirmación como por su falta de claridad.
—Pensé que te resultaría entrañable que te cuidara —sonríe de manera burlona y el ambiente de la oscura celda vuelve a relajarse.
—¿Estás tratando de ganarte mi cariño?
—Tengo querencia por los traidores.
—De todas maneras, ¿cómo sabes que soy una traidora? —pregunto—. Tal vez todo el mundo esté equivocado sobre mí.
—Estás en las celdas por segunda vez en una semana y todavía sigues viva —mira hacia la oscuridad entrecerrando los ojos, como para conseguir una imagen más nítida de mi rostro—. O Maela está domando a su nueva mascota, o tienes algo que ellos quieren.
—¿Es una pose?
—Maela sabe mucho de eso —gruñe—. Si pudieras pasar desapercibida y no llamar tanto la atención, tal vez seríamos capaces de descubrirlo, Adelice.
—Bueno, ese es el problema —le digo.
—¿Cuál? ¿Tu incapacidad para pasar desapercibida? —pregunta.
—No, que ni siquiera sé cómo te llamas. ¿Cómo se supone que voy a confiar en ti?
—Josten —sonríe abiertamente, incluso con los ojos—. Pero los traidores me llaman Jost.
—Encantada de conocerte, Jost —tiendo una mano, pero me arrepiento al segundo porque el cambio de postura me provoca un escalofrío.
—Toma —se quita una sencilla y raída chaqueta y me envuelve con ella—. Por desgracia, tendré que llevármela cuando me marche. No sería conveniente que me vieran haciendo regalos a los prisioneros. Desmerecería mi intento de pasar inadvertido.
La chaqueta es suave y huele a humo y a lavanda cortada. Asiento con la cabeza, agradecida por su calor, aunque solo sea unos momentos.
—No deberías estar aquí —digo—. Probablemente me estén vigilando.
—La buena noticia es que no se preocupan de echar un vistazo a las celdas. Poca luz, muros de piedra, ¿para qué? —hace un gesto a nuestro alrededor—. La mala noticia es que tienes razón. Definitivamente te están controlando.
—Entonces, ¿por qué has venido? ¿De qué puedo servirte si ya estoy bajo sospecha?
—Eso es cierto, pero nadie baja aquí, así que nos resultará bastante fácil charlar si logras que te sigan encerrando —señala.
—Por supuesto —asiento—. Pero a eso no me ayudará demasiado el pasar desapercibida, ¿no crees?
—Sí, es un dilema sin solución —afirma—. De hecho, yo estoy aquí únicamente porque Erik tenía obligaciones de perrito faldero.
—¿Erik te envió?
—El mismo rubio guapo que te metió aquí dentro.
—Sé quién es, y sí, es guapo, pero ¿por qué te mandó a ti?
—Es mi trabajo mantener a las tejedoras contentas y alimentadas, así que el guaperas me envió. Siento decepcionarte, pero por favor dime que tienes suficiente gusto para pasar de él.
—No voy a casarme con él. Simplemente va bien arreglado —aseguro a Jost—, aunque eso suele ser lo habitual en los perritos falderos.
—Buen ejemplo —Jost toca el dobladillo de mi falda entallada.
—Creo que yo no estoy consiguiendo pasar por un perrito faldero.
—Claro que no —añade él—. Así que te recordaré mi primer consejo: hazte la tonta.
—Es más fácil decirlo que hacerlo.
—Ob-via-men-te —dice alargando la palabra—, pero es importante si quieres seguir con vida. Puede que Maela tenga intención de utilizarte para algo, pero no es lo bastante sentimental como para tenerte por aquí de manera indefinida.
—¿Por qué?
—En ese asunto vas a tener que confiar un poco en mí.
—Mientras tus razones sean tan vagas y amenazantes como las suyas —mascullo.
—¡Vaya! —Jost frunce el ceño—. Tal vez no esté contándotelo todo, pero mis intereses van en la misma dirección que los tuyos.
Jost se endereza; me quito la chaqueta y se la devuelvo.
—Gracias.
—De nada —responde, sacudiendo la mano mientras se pone la chaqueta.
—Por la chaqueta, no —hago un esfuerzo para transformar en palabras mis sentimientos—. Por la compañía.
—De nada, también. Sigue mi consejo, Ad —esta vez la petulancia ha desaparecido de su voz y el apodo cariñoso me envuelve como su chaqueta, suave y agradable. Siento más calor—. Te sacarán pronto. Intenta no meterte en líos.
Jost me deja sumida en la oscuridad y yo continúo esperando, recordando sus palabras. Ha sido excesivamente honesto conmigo. O sabe algo que le empuja a confiar en mí más de lo que debería, o… no continúo. No quiero considerar su otro posible motivo.
Saber que aquí no me están vigilando me tranquiliza. Jugueteo con las hebras del tiempo a mi alrededor. Si al menos hubiera un punto de calor en la habitación, podría tejer un ambiente cálido, o tal vez incluso luz.
La comida que tengo a mis pies está rancia y fría. Un trozo de pan duro y un caldo. Es comida para mantenerme viva y poco más. Podría tejer una mayor cantidad, pero tengo que trabajar a partir de los materiales de los que dispongo, y más comida de esta no supondría una gran mejoría. Luego recuerdo haber prometido a mis padres que no volvería a hacer crecer la comida, y flaqueo.
No hice nada malo. Tenía solo nueve años y no era consciente de mis actos. Supongo que pensé que estaba ayudando. Cada mes mi madre dedicaba una pequeña cantidad de nuestros racionamientos a golosinas. Nunca daba para mucho y además un mes la cooperativa se quedó sin dulces. Mi madre nos explicó que había escasez en los suministros de azúcar y colocó los trocitos de chocolate que quedaban del mes anterior en el armario más alto, advirtiéndonos que los guardaríamos para el cumpleaños de mi padre. No es que no quisiera reservar el chocolate para mi padre, es que no podía permitir que Amie se metiera en problemas.
Desde que descubrí que era capaz de tocar el tejido de nuestro jardín, lo había estado estudiando, aunque rara vez lo manipulé. Pero cuando Amie regresó a casa llorando porque había llevado un poco de chocolate a clase y la habían pillado, decidí que tenía que hacer algo.
La mayoría de los días, Amie y yo regresábamos juntas de la escuela, sin embargo aquel día me obligaron a quedarme después de que terminaran las clases. Había estado soñando despierta, algo que mi profesora consideraba intolerable.
—¿Qué pensaría tu jefe si te encontrara contemplando el cielo en vez de haciendo tu trabajo? —me había preguntado con frialdad.
Mantuve los ojos fijos en el suelo mientras ella me reprendía, y cuando todo acabó, el enfado y la humillación ardían en mi pecho. Y luego, para empeorar aún más la situación, Amie no me había esperado para regresar conmigo.
Cuando llegué a casa, había concentrado mi rabia en Amie por dejarme sola. Estaba tan furiosa que, al principio, no me di cuenta de cómo le temblaba el labio inferior. Pero al verme, rompió a llorar y mi enfado se desvaneció.
—¿Qué ha pasado? —le pregunté en voz baja.
Amie sacudió la cabeza.
—Puedes contarme cualquier cosa —insistí.
Amie vaciló un instante, pero luego empezó a relatarme su día. Entre sollozos, reconstruí lo que había sucedido. Una de sus amigas había propuesto que cada una llevara un trozo de chocolate a la escuela aquel día. Era un juego para ver quién tenía el pedazo más grande, pero la pobre Amie sabía que mi madre no le daría ninguno. Así que lo cogió por su cuenta.
—No iba a comérmelo —me aseguró Amie—. Quería enseñárselo a las demás y luego traerlo a casa. No quería sentirme excluida.
—No pasa nada, Ames —le dije, abrazándola—. Ve a lavarte la cara y veré si puedo encontrar un poco.
Amie volcó toda la intensidad de sus ojos verde pálido en mí y vi lágrimas brillando en ellos.
—Pero ya he mirado. Solo queda un trocito diminuto —susurró.
—No te preocupes por eso —respondí encogiéndome de hombros—. Conozco un secreto. Ve a lavarte.
Amie me miró con recelo, pero obedeció.
Tras asegurarme de que mi hermana estaba en el baño, me encaramé a la resbaladiza encimera de la cocina y tomé el último pedazo de chocolate. No quería que Amie me viera manipulando el tejido del chocolate. Estaba aún estirando las hebras del chocolate para fabricar más cuando mi madre llegó del trabajo.
—¿Qué haces subida a la encimera? —me preguntó—. Y además, estás sucísima. No estarías… —se quedó sin palabras al ver lo que había en mi mano—. Ese chocolate es para tu padre —dijo en voz baja.
—No me he comido nada —aseguré, mostrándole los trozos. Había por lo menos el doble de chocolate que antes.
—Vete a tu habitación —me ordenó.
Dejé los pedazos sobre la encimera y me marché sin decir nada. No les conté lo que Amie había hecho, sino que dejé que creyeran que me había comido el chocolate. Y como castigo me mandaron a mi cuarto, donde esperé hasta que mis padres regresaron a casa a última hora de la tarde. Amie estaba probablemente demasiado asustada para hablar con ellos, así que se quedó en el salón viendo la Continua.
—¿Entiendes por qué está mal lo que hiciste? —me preguntó mi padre mientras se sentaba a mi lado, al borde de la cama. Mi madre permaneció junto a la puerta.
Yo asentí con la cabeza, pero sin mirarle a los ojos.
—¿Por qué estuvo mal? —preguntó él.
Apreté los dientes un instante antes de responder. Sabía la respuesta. Nos lo habían enseñado en la escuela año tras año.
—Porque no sería justo que nosotros tuviéramos más.
Mi madre lanzó un extraño grito ahogado, como si alguien le hubiera hecho daño físicamente, y al alzar la vista vi que me estaba contemplando con ojos cansados. Apartó la mirada para dirigirla a Amie, que estaba en la habitación contigua.
—Sí, en parte es por eso —dijo mi padre muy despacio—. Pero también porque es peligroso, Adelice.
—¿Comer demasiado chocolate? —pregunté confusa.
Esbozó una sonrisa al escuchar mi respuesta, pero fue mi madre quien tomó la palabra.
—Es peligroso usar tu don —dijo—. Prométenos que nunca volverás a hacerlo.
Su voz tenía un timbre áspero, y me di cuenta de que había estado llorando.
—Lo prometo —susurré.
—Bien —respondió ella—, porque juro que te cortaré las manos antes de permitir que hagas eso otra vez.
Incluso ahora, mientras mordisqueo el pan duro, su amenaza retumba en mis oídos, advirtiéndome de que debo mantener ocultas mis habilidades. ¿Qué importa que la Corporación sepa ya de lo que soy capaz? No puedo traicionar de nuevo a mis padres.
Al día siguiente, cuando al fin alguien viene a verme, no es Erik ni Josten, sino Maela en persona. Entra con aire despreocupado en la celda, vestida con un largo vestido negro y con un cigarrillo encendido entre los dedos. La luz entra a raudales desde el pasillo y perfila su escultural silueta. Así es como imagino que la muerte vendrá a por mí: con ropa demasiado elegante y fumando.
—Adelice, imagino que habrás notado ciertas carencias en tu habitación —ronronea.
—Definitivamente las he visto mejores —comento.
—Has pasado aquí dos noches —me recuerda, dando una cuidadosa calada sobre la boquilla metálica del cigarrillo—. Eres un caso peculiar.
Recuerdo lo que Jost me contó sobre las otras chicas a las que habían asesinado. Soy un caso peculiar porque aún respiro.
—Pensé que te gustaría ver esto —continúa, enseñándome un pequeño digiarchivo. Maela desliza los dedos sobre él y la pantalla se ilumina, mostrando diversos números y gráficos—. Este es el resultado de la insubordinación —murmura, aparentemente divirtiéndose con su pequeño juguete, y me doy cuenta con horror de que me está presentando las cifras de las personas muertas durante la prueba.
—La insubordinación —respondo en voz baja— no tuvo nada que ver con esto.
—Cuando yo te diga que extraigas una hebra floja, tú obedeces —gruñe, abandonando su farsa de tranquila diversión.
—¿O asesinarás a gente? —pregunto sin disfrazar el odio en mi voz.
—Los ejemplos —comienza a decir en voz baja, en un evidente intento por mantener la compostura— son necesarios para mostrar la importancia de nuestro trabajo. Puedes hacerte la víctima, Adelice, pero eres tan culpable como yo. Cuando eres incapaz de tomar una decisión complicada por el bien de los demás, pones en peligro a todo el mundo.
—No fue una coincidencia que la hermana de Pryana estuviera en esa pieza del telar —la acuso, pero ella ignora mis palabras.
—Parece que no vas a aprender la lección —contesta entre caladas.
—Tal vez yo no sea la única.
Maela sonríe, esta vez de verdad y no con la sonrisa falsa y deslumbrante que dedica a todos los demás o la perversa mueca que parece reservar para mí. Esta sonrisa revela todas las imperfecciones cuidadosamente disimuladas con el maquillaje —las arrugas, la línea de las encías demasiado evidente—. Es una visión espantosa.
Su rostro recupera la estudiada calma.
—Estoy dispuesta a darte otra oportunidad. No suelo mostrarme tan indulgente.
Imagino a las otras chicas, asesinadas por menos. ¿Se consumieron en una celda o arrancaron sus hebras y las destruyeron?
—¿Qué sucede? —pregunto, pensando en las brillantes hebras que colgaban del gancho.
—¿Qué sucede cuando qué?
—Cuando extraes las hebras. ¿Dónde van?
Maela sonríe de nuevo, esta vez con una expresión absolutamente envenenada, no de regocijo.
—Tal vez puedas asistir a las clases de preparación y descubrirlo, en vez de perder el tiempo en una celda.
Me abandona a mis cavilaciones, y en lo más profundo de mi ser tengo claro que no responderán el tipo de cuestiones que yo quiero plantear. Enora ignoraba de verdad la respuesta cuando le hice la misma pregunta durante nuestro primer encuentro. Pero ¿por qué ocultar lo que realmente sucede si la extracción forma parte integrante de nuestro trabajo?
A menos que las personas extraídas pudieran ser salvadas.