CUATRO

Cuando llega el amanecer estoy descansando sobre suave satén y algodón. Mi cama, un amplio colchón que cubre por completo una de las paredes, está colocada junto a unos enormes ventanales que miran hacia el mar Infinito. Me imagino sumergiendo los dedos en el agua y me pregunto si estará fría, si la sal picará en la piel, mientras el sol asciende y tiñe el agua con tonos rosados y naranjas.

Nunca había estado tan cómoda en toda mi vida. A mis pies descansa una bandeja con manjares a medio comer. Mi madre era una cocinera aceptable, y hacía lo que podía con las raciones de comida disponibles en nuestra ciudad, pero anoche cené pato en salsa de mantequilla, arroz con azafrán y albaricoques y torta di cioccolato. Sé los nombres de los platos porque venían escritos en una pequeña tarjeta, bajo la bandeja de plata grabada en la que estaban colocados.

Fuera, en un extremo del paisaje, se forma una tormenta que estropea la mañana de color rosado. Se teje dentro del conjunto como un mero espectáculo o para beneficio de los cultivos locales. Las nubes empiezan a crecer y se hinchan con la lluvia que se avecina. Mientras lo contemplo, la textura del tejido se vuelve visible y distingo cómo los añadidos de la lluvia y los rayos van serpenteando lentamente a través del cielo. Alargo la mano para abrir la ventana y me sorprende que mis dedos toquen directamente las fibras, atrayendo la tormenta hacia mí. No hay cristal entre el tejido exterior y yo. Pero ¿cómo puede ser? Intento comprender por qué soy capaz de expandir la tormenta desde los confines de mi estancia. A menos que no esté mirando a través de una ventana. Al observarlo más detenidamente, descubro que el tejido de la ventana y el del paisaje exterior son artificiales y se encuentran superpuestos sobre la verdadera trama de la habitación, como un cuadro pintado sobre una obra maestra. Con un poco de esfuerzo se puede apreciar todavía el tejido original de la estancia, sin embargo la capa artificial es una simple imitación del producto genuino. Lo sé porque las bandas doradas que deberían estar ahí permanecen estáticas. El tiempo no avanza en esta ventana, porque no es un fragmento auténtico de Arras. Debe de ser algún tipo de programa creado para parecer una ventana real con un paisaje real. Mientras pienso en esta posibilidad, pierdo la noción de lo que estoy haciendo con las manos. La tormenta va hinchando las nubes hasta que aparecen repletas de humedad. Parece tan genuino que tengo la sensación de que las hebras de la lluvia humedecen mis dedos. Noto las manos pesadas por el material que he tejido con los dedos, así que suelto la trama, sorprendida al descubrir la cantidad que se ha acumulado en mi regazo. Todo se desvanece cuando los truenos retumban y estallan tras los vidrios falsos. Comienza a llover, como un dique que se rompiera en el cielo. Ojalá pudiera tejer lágrimas en mis ojos para atenuar el dolor constante que siento en el pecho. Pero es imposible, así que contemplo la lluvia que he liberado para que caiga desde las nubes hinchadas.

Hasta que se aclara la garganta, ni siquiera me doy cuenta de que me está observando, con los ojos muy abiertos y llenos de curiosidad. Me vuelvo con torpeza. No es mucho mayor que yo, pero luce el estilo típico de las hilanderas: el pelo, rizado y color miel, recogido en lo alto de la cabeza y un traje negro perfectamente entallado abrazando su esbelta figura. Parece más amable que la mayoría de las mujeres que he conocido hasta ahora en este lugar, y su maquillaje está aplicado para realzar sus atractivos rasgos, no para llamar la atención de forma innecesaria. Todo en ella parece asequible y acogedor. Y aquí estoy yo, tumbada con el maquillaje de anoche corrido por la cara y un montón de platos a medio comer a mis pies.

Alza una mano para indicarme que no me levante.

—No pretendía asustarte. Pensé que estarías dormida. Estoy aquí para ser tu mentora. Llámame Enora.

—¿Debería estar en algún sitio? —las palabras salen de mi boca en un discurso atropellado que ni siquiera yo puedo entender—. ¡Voy a vestirme!

Sin embargo, mi última palabra me detiene en seco. Aún llevo puesto el vestido de ayer y no dispongo de ninguna otra prenda. He pasado toda la noche en la cama, contemplando las olas, y ni siquiera sé si tengo un armario.

—Adelice —Enora pronuncia mi nombre con tono enérgico, pero amable—. Toma asiento y relájate. El desayuno no tardará en llegar. He venido para comentar contigo todos los pormenores.

Me quedo clavada en el sitio, aún avergonzada por mi absoluta ignorancia.

—Incluida tu ropa —asegura, como si supiera exactamente lo que estoy pensando.

Obedezco y me siento sobre un gran cojín en el centro de la habitación. Instantes después aparecen varias bandejas repletas de comida que nos envuelven con aromas salados y a mantequilla. El sirviente distribuye los platos en las pequeñas mesas salpicadas por el amplio espacio que rodea la chimenea. Mi huésped sonríe y toma asiento en una de las escasas sillas de la habitación, al tiempo que el sirviente aviva las ascuas de la chimenea y atiza el fuego.

—Debes de tener un millón de preguntas —empieza Enora con calidez.

Asiento con la cabeza, consciente del persistente rugido de mi estómago. Nervios y hambre, una mala combinación.

—Tienes hambre —es obvio que ha percibido el ligero temblor de mis manos—. Tú come, yo hablaré. Puedes formular tus preguntas cuando hayas terminado.

Hay algo indulgente y genuino en Enora. Tengo la sensación de que se puede confiar en ella, al contrario que en Maela. Me siento lo suficientemente cómoda para empezar a comer, poco a poco y con tanta educación como puedo.

—Seré tu mentora mientras aprendes a hilar. Soy una tejedora designada por la Corporación y ayudo a la maestra de crewel. Mi misión es responder tus preguntas, proporcionarte consejo y ofrecerte apoyo moral. Tus primeros años en el coventri pueden requerir cierta… transición —percibo el cuidado con el que elige esta palabra, pero al contrario que la otra tejedora, cuyo discurso azucarado ocultaba veneno, las intenciones de esta mujer resultan claras. Está tratando de que no me asuste.

—¿Qué es una maestra de crewel? —la pregunta abandona mi boca antes de que haya tragado y, a pesar de su amable sonrisa, siento vergüenza de mi grosero comportamiento.

—Te lo explicaré después. Tenemos asuntos más urgentes que tratar.

Como si estuviera preparado, se abre la puerta de mi apartamento y aparecen varias muchachas vestidas de forma sencilla empujando unos grandes percheros con ruedas y telas de colores vivos.

—Gracias —Enora alarga una pequeña tarjeta y una de las muchachas la recoge rápidamente con una reverencia. Se marchan tan deprisa como llegaron.

—Tus esteticistas enviaron tus medidas a la fábrica de tejidos anoche y este es el principio de tu ropero —comenta, revisando rápidamente las perchas y sacando un vestido verde brillante y un traje negro. La escucho murmurar algo como «precioso».

—Sé que debemos seguir un código de vestimenta, pero ¿hay alguna razón para que tenga que engalanarme tanto? —pregunto, mientras descuelga del perchero un vestido de noche en satén.

—¿No son maravillosos? —exclama, dándome la espalda.

—Sí —y es cierto—. Pero ¿dónde voy a ponerme esto? —levanto un ceñido vestido gris. Siempre he entendido que las mujeres trabajadoras tengan que vestir de forma elegante para sus jefes (mi madre se ponía trajes con botones de oro y solapas planchadas a diario para acudir a la oficina), pero no puedo imaginarme tejer con un vestido de noche.

—Es uno de los privilegios. Todas las chicas acuden a diversas cenas organizadas por la Corporación y luego, por supuesto, están los reportajes para el Boletín. Tendrás ocasión de ponértelos, aunque para el trabajo diario no hay que llevar nada tan extravagante —asegura Enora—. En ocasiones, la Corporación convoca a chicas con mucho talento, pero que carecen de la delicadeza necesaria para trabajar en los telares. Sería una pena ponerlas a trabajar como personal de servicio o en la cocina, así que se convierten en nuestras costureras.

—¿Y qué pasa si no quiero vestir ropa como esta? —trato de evitar un tono desafiante en la voz, pero se me escapa.

Enora me mira, sin parpadear, antes de preguntarme:

—¿Desperdiciarías el talento de estas chicas?

—¿Y por qué no las envían a casa? —siento deseos de tragarme mi pregunta cuando dirige sus ojos rápidamente hacia mí, para luego volverlos hacia el perchero.

—Nadie regresa a casa —responde sin alterarse, pero percibo cierto tono en su voz y le tiemblan los dedos mientras revisa mi nuevo vestuario.

—Supongo que ya lo sabía.

—No te preocupes por eso —añade con alegría, en un intento evidente de aliviar la tensión—. Debes saber que cualquier cosa que me cuentes permanecerá entre nosotras.

Sus palabras suenan justo a lo que se suele decir cuando eres un espía, pero mi instinto desea creerla, así que asiento con la cabeza.

—Bien —Enora se acerca para sentarse en un cojín junto al mío y baja la voz—. Adelice, lo que te he visto hacer, tejer sin telar, ¿lo habías hecho antes?

Tardo un momento en darme cuenta de que se refiere a la tormenta.

—Sí. Pero no muy a menudo.

—¿Y no necesitas ningún instrumento? —insiste, bajando la voz hasta convertirla en un leve susurro.

—No —me siento confusa, pero también cuchicheo—. Siempre he podido hacerlo así. Pero las ventanas no son reales…

Ella asiente con gesto cómplice.

—Por supuesto que no. El vidrio se rompe, y la Corporación quiere que las hilanderas estén seguras. Es básicamente una gran pantalla creada para parecer una ventana. Hay un programa especial codificado para emitir vistas panorámicas por todo el complejo. No hay ninguna ventana de verdad. Aquí, casi todos los muros son gigantescas pantallas programadas con imágenes concretas. Vemos cambiar las estaciones y todo eso. La mayoría de las chicas nunca se da cuenta de que se trata de un programa.

—Parece tan real, pero me preguntaba por qué podía tocarlo —murmuro.

En sus ojos color chocolate aparece cierto temor.

—Necesito que confíes en mí. Jamás debes contarle a nadie que eres capaz de hacer eso. Cuando tejas, utiliza siempre un telar; trata de no hacerlo sin él, aunque estés sola.

Levanto las cejas. Sus palabras me recuerdan al muchacho de la prisión y a su advertencia de hacerme la tonta. Estos amables consejos de misteriosos extraños me están manteniendo viva. Medito si debería confesarle mi desliz en las pruebas y mi sospecha de que Cormac ya lo sabe, pero no sé si será buena idea.

—Entonces, ¿son como pantallas de vídeo? —aclaro.

—Algo así, pero con una tecnología más avanzada que las disponibles para uso doméstico. Las imágenes son más realistas.

Tiene razón. Pensé que era una ventana real hasta que la toqué y descubrí que era tan fácil de manipular. No obstante, algo me preocupa en la manera en que alteré la tormenta.

—Si alguien más fuera capaz de tocar el tejido, ¿podría alterarlo?

—Yo nunca había visto a nadie hacerlo —admite—. Aquí todas las hilanderas trabajan sobre un telar. Por eso no puedes contarle a nadie lo que te he visto hacer. ¿Lo entiendes?

No comprendo de qué modo mi habilidad para tejer podría resultarme peligrosa ahora que estoy encerrada en el coventri, pero asiento con la cabeza para asegurarle que guardaré el secreto.

—Chica lista —susurra. Se alza de nuevo sobre sus tacones para retomar el trabajo—. Tus estilistas llegarán en torno a las siete y media. Por favor, asegúrate de estar bañada para entonces. Ese no es su trabajo. Si necesitas que alguien te ayude, te asignaré un sirviente.

—¿Para bañarme? —repito extrañada—. ¿Por si no sé hacerlo?

Mi incredulidad recibe como respuesta una breve risita.

—Algunas hilanderas prefieren que otra persona…

—¿Haga el trabajo sucio?

—Algo así —Enora sonríe abiertamente y entonces siento cómo la confianza arraiga en mi interior. A pesar de mis esfuerzos por mantenerme cautelosa y distante, me gusta Enora. Tal vez sea así como consigan desmoronarme, proporcionándome una amiga—. Valery es tu esteticista principal —continúa—. Es amable y no te maquillará de forma ridícula.

Contemplo el delicado rostro y el pelo de Enora.

—¿Es ella tu estilista?

—Lo fue… —vacila, como si el tema le resultara doloroso, o tal vez fuera simplemente tabú—. La fase de preparación dura un mes —me explica.

—¿Se necesita tanto tiempo? —pregunto, desmenuzando pastelitos para extraer los frutos secos y frutas desecadas.

—Algunas chicas sí —responde, encogiéndose de hombros—. Otras reciben el visto bueno mucho más rápido, pero todo el mundo dispone de un mes como mínimo para demostrar su valía.

—¿Y si no lo consigo?

Enora se muerde un labio y finge inspeccionar los zapatos alineados junto a los carritos con mi nuevo vestuario.

—¿Me enviarán a confeccionar ropa para las demás tejedoras? —pregunto con un tono de voz demasiado esperanzado.

—Sí, algunas chicas son designadas para esa tarea, pero otras se convierten en sirvientas aquí, en el coventri.

—Tienen que hacer literalmente el trabajo sucio —murmuro. Ahora me queda más clara la jerarquía y comprendo la importancia de encajar en el lugar adecuado.

—Algunas veces sucede. A muchas candidatas les resulta excesivo el estrés que entraña la labor de tejer. Carecen de la concentración y la precisión imprescindibles en una hilandera.

Detesto admitirlo, pero tiene sentido. No quieren tener a alguien con manos temblorosas manipulando la trama. Es tan delicada que podría resultar desastroso.

—Pero ¿cómo aprendemos?

—¿A tejer? —pregunta Enora.

—Sí —me muerdo un labio—. ¿Qué sucede si cometo un error?

—Bueno, yo no me preocuparía en exceso por tu habilidad, pero se vigilará tu trabajo. Las hilanderas siguen patrones fijos creados por la maestra de crewel. Una vez que has pasado cierto tiempo en las diversas secciones de prácticas y aprendido los distintos patrones, el trabajo es bastante simple. Pasará algún tiempo antes de que avances al nivel donde se arranca y altera.

—¿Arrancar? —la palabra me araña la lengua. No estoy segura de querer saber lo que significa.

—No es tan terrible como suena —asegura Enora, aunque con voz poco convincente—. Se trata simplemente de retirar los hilos débiles o quebradizos.

—¿Por «hilos» te refieres a personas?

Se produce un breve silencio antes de que ella conteste:

—Sí.

—Entonces, cuando arrancas un hilo, ¿estás matando a alguien? —recuerdo a mi madre llorando en el hospital, junto a la habitación de mi abuela, después de que una severa enfermera nos obligara a salir un momento; nunca volvimos a verla.

—Es mucho más humano que lo que sucedía antes —continúa Enora, con sus cálidos ojos color chocolate ligeramente empañados—. En el pasado, la gente veía morir a sus seres queridos, y luego enterraba sus cuerpos.

—¿Qué le sucede a las personas cuando son arrancadas de la trama? —murmuro, recordando la frágil mano de mi abuela apretando con fuerza la mía antes de que nos enviaran al pasillo.

—Para serte sincera, no lo sé —confiesa—. Lo siento, pero no corresponde a mi departamento.

Por el tono de su voz resulta obvio que da esta conversación por terminada.

—Has mencionado a la maestra de crewel en dos ocasiones —comento, cambiando de tema y deseando que esté dispuesta a responder algunas preguntas más—. ¿Qué es lo que hace exactamente?

Enora sonríe y algo en la manera en que sus ojos se calman me indica que esta va a ser una respuesta ensayada.

—La maestra de crewel ayuda a la Corporación a recolectar materias primas para el tejido de Arras, y también guía nuestro trabajo.

—Entonces, ¿trabajaré a sus órdenes? —por un instante, deseo preguntarle si Maela es la maestra de crewel, aunque si fuera así, preferiría no saberlo.

—No —contesta Enora con voz dura—. Su trabajo es delicado y necesita mucho tiempo. Ella no suele relacionarse con nadie, excepto con los oficiales y las hilanderas de alto rango. Tienes mucho que aprender todavía sobre cómo funcionan las cosas aquí, Adelice.

En cierto modo no me sorprende, pero me callo el comentario que desearía hacer.

—Lo siento, tengo un montón de preguntas —opto por decir. Quiero caerle bien. Necesito aliados aquí dentro, aunque su contestación airada ha dejado un regusto amargo en mi boca.

—No puedo culparte. Tu transición ha sido un tanto complicada —se traba al decir transición y me doy cuenta de lo inadecuado que suena ese término. Con el estómago lleno y un buen fuego, ha sido sencillo olvidar mi encierro inicial, sin embargo la incertidumbre vuelve a subir por mi columna vertebral y a bajar por mis brazos, provocándome escalofríos en todos los nervios. Me odio por olvidar lo que me hicieron (lo que le hicieron a mi familia) después de dos comidas calientes y una noche de lujos.

Enora obvia sus últimas palabras y me indica con la mano que me levante. Instantes después, está repasando conjuntos de forma nerviosa, uno tras otro, murmurando y suspirando con desaprobación. Veo prendas de seda y satén, y cada una me parece más escasa de tela que la anterior. En casa nunca me permitieron vestir nada tan atrevido. No habría sido apropiado enseñar los brazos, por no decir mi escaso busto. Espoleada por la culpa y el pánico a cualquier cosa sin mangas, empiezo a apretarme los nudillos hasta hacerlos crujir. Enora se da cuenta y me acompaña hasta el baño. Mi madre solía hacer lo mismo —distraerme cuando estaba disgustada—. Ahora que los efectos del Valpron se han desvanecido por completo, siento un dolor punzante cada vez que pienso en mi familia. Y al librarme de la atenazadora sensación de hambre, se ha vuelto más intenso. Casi insoportable.

—Enora —susurro, mientras ella desliza la mano sobre el escáner de encendido—, ¿sabes qué le ha sucedido a mi familia?

Enora contesta sacudiendo ligeramente la cabeza, pero veo comprensión en sus ojos.

—Veré qué puedo averiguar, pero ahora debes concentrarte en tu orientación.

El baño es tan descomunal y decadente como el dormitorio. En un extremo, espera una pequeña zona con una amenazante silla de esteticista. Imagino la de horas que pasaré en ella mientras me maquillan. El resto de la estancia está alicatado en mármol y porcelana. En el centro hay una enorme bañera con pequeños escalones de mármol y bancos labrados a su alrededor. No me resultaría difícil nadar dentro de ella. Está llena y me pregunto cómo la habrán preparado sin yo darme cuenta, como muchas otras cosas en el coventri. No estoy segura de querer saber la respuesta. No hay grifos ni chorros de agua cerca, pero sumerjo el dedo gordo con cuidado y descubro que está caliente. La idea de sentir el calor inundando mi piel resulta muy tentadora. Estoy casi segura de que vendería mi alma por un baño después de las noches pasadas en la celda.

—Tu perfil indicaba que te gustaba el agua, así que se creó esto especialmente para ti —Enora señala la lujosa bañera— y se te asignó una vista marítima.

—Habría sido suficiente con una ducha —murmuro.

—Podríamos solicitar que lo cambiaran… —comenta con una sonrisa juguetona en los labios. Yo sacudo rápidamente la cabeza, recordando la estrecha y vieja bañera en el único baño de mi familia.

—No importa —aseguro.

—Eso imaginaba —ríe entre dientes y toma mi brazo para conducirme hasta la silla situada al fondo—. Valery ya está aquí para arreglarte.

Suspiro y me desplomo en la silla, resignada a mi destino. Valery es casi tan hermosa como Enora o Maela, pero sus rasgos son de origen oriental, con los ojos elegantemente rasgados en torno a unos iris color castaño. Incluso con tacones, es mucho más baja que el resto de nosotras. Empiezo a comprender por qué las tejedoras se arreglan con tanto cuidado: no podrían permitir que ninguna mujer inferior a ellas fuera más hermosa. Al contemplar la cantidad de instrumentos colocados en el carrito que hay a mi lado, no puedo evitar preguntarme cuánto tiempo dedicarán a perseguir la perfección.

Después de una hora de perfilado, rizado y pulverizado, Enora me trae su elección final para la vestimenta de hoy: un traje verde eléctrico con mangas abullonadas que se va estrechando hasta las rodillas. Es al mismo tiempo sobrio y llamativo. Me deslizo dentro de él y cuando Enora me acerca un zapato agarro el poste de la cama.

—Me he equivocado de pie —digo, devolviéndoselo—. Primero el izquierdo, por favor.

Me lo pasa, alzando una ceja.

—¿Una superstición? Nunca lo había oído antes.

—No es una superstición —niego sacudiendo la cabeza—. Mi abuela me decía siempre que debía calzarme primero el pie izquierdo, porque tengo la pierna izquierda más fuerte que la derecha. De este modo es más sencillo mantenerse sobre un tacón —me pongo el zapato y demuestro mi perfecto equilibrio.

—¿También eres zurda? —pregunta.

—Sí, igual que mi abuela —su recuerdo me arrastra; es una tristeza antigua, más parecida a un fantasma que a un dolor, aunque aquí la noto con mayor intensidad que en los últimos años. Es diferente a la intensa y aterradora pena que siento por mi familia.

Enora me alarga el otro zapato y Valery me conduce hacia el espejo. La imagen no me resulta tan chocante como ayer, pero esa chica con el pelo brillante y los ojos luminosos no soy yo. Estoy simplemente vestida con la piel de otra persona.

Valery y Enora permanecen detrás de mí, como padres orgullosos. Mi nueva mentora coloca con suavidad una mano sobre mi hombro.

—Estás espectacular, Adelice.

—Esa no soy yo —respondo, mientras veo cómo la extraña mueve sus labios color escarlata.

—Ahora sí —susurra Enora con firmeza. En su voz reconozco el mismo tono que yo utilizo con Amie cuando sé lo que es mejor para ella, incluso cuando se trata de algo que detesta como las coles de Bruselas. Me pregunto si alguien la estará cuidando. Siento cómo el pánico asciende desde el estómago hacia la garganta, pero mi reflejo no se altera.

Una vez lista, Enora me acompaña a mi primera clase de instrucción. Trato de memorizar el camino —cuál es el aspecto de mi pasillo, qué piso seleccionar en el ascensor— ante la remota posibilidad de que en algún momento me permitan moverme por el complejo en solitario. No atravesamos los mismos pasillos yermos que utilizamos ayer, y Enora me guía hasta un hermoso jardín rodeado por las altas murallas con torres del coventri. La luz del sol cae directamente sobre nosotras, creando un espacio brillante en el centro de la fortaleza de hormigón. Las palmeras protegen del sol unos pequeños pinos espinosos. Los animales corretean a mis pies. Es el lugar más salvaje —aunque domesticado— que he visto jamás. Justo cuando estoy segura de que son pantallas como las de mi habitación que muestran imágenes preprogramadas, le veo y un escalofrío me encoge el corazón.

Ahí está, en cuclillas junto a una carretilla y limpiándose la frente con un trapo, el chico de la celda. ¿Un jardinero, un escolta? ¿Qué otros trabajos realiza y por qué? Alza la vista cuando pasamos y entonces se fija con más atención; siento la tensión que invade el espacio que nos separa —la intensidad es casi palpable—. Contempla mi vibrante traje entallado y mi nuevo rostro. Por un instante parece desconcertado, pero luego su rostro refleja algo más sombrío. No es enfado ni odio. Ni siquiera es lujuria.

Es decepción.