Cuando yo tenía ocho años, la chica que vivía en la casa de al lado, Beth, encontró un nido caído en el límite entre su jardín y el nuestro. A mí no me estaba permitido acceder a su jardín, y ella nunca entró en el mío. Beth mantenía esa separación en todas nuestras relaciones, estableciendo una frontera infranqueable entre nosotras en casa, en la escuela y en los espacios comunes donde jugábamos con las demás niñas del vecindario. Beth se aseguraba de que las otras chicas tampoco hablaran conmigo, así que me encerré en mí misma. Su acoso me volvió tímida en su presencia —siempre retrocediendo en vez de avanzar—, así que contemplé cómo golpeaba el nido con un palo a lo largo del límite del jardín. Permanecí callada hasta que vi unas motitas azules mientras el nido rodaba.
—Para —le di esta orden tan bajito que Beth no debería haberla escuchado, pero nuestra calle estaba tan silenciosa como siempre, así que levantó la cabeza y me miró, con el palo quieto.
—¿Qué has dicho? —preguntó con un tono de voz que pretendía recordarme mi lugar, no obtener una respuesta.
Me aferré a lo que quiera que despertara aquel destello azul y repetí mi exigencia más alto.
Beth se acercó más a la linde, pero no la traspasó. En vez de eso, levantó el nido con el palo y lo lanzó a mi jardín.
—Ahí lo tienes —se burló—. Toma tu precioso nido. De todos modos, la mamá pájaro ya no va a volver. No quieren los huevos después de que alguien los haya tocado.
El odio bulló en mi interior, pero permanecí en mi lado, observando cómo regresaba a su casa sin decir una palabra más. Ella me miró una sola vez mientras abría la puerta de su casa, con los ojos llenos de desprecio. Contemplé el nido durante largo rato: dos huevos asomaban entre la hierba, junto a él. Al mirarlos, pensé en mi hermana y en mí: dos hermanas gorrión. Recogí algunas hojas caídas para cubrirme las manos desnudas antes de meter los huevos en el nido y lo coloqué de nuevo en el árbol de nuestro jardín. Pero aquel pequeño gesto no logró apaciguar la dolorosa rabia que crecía en mi pecho.
Mientras observaba el nido, cada vez más frustrada por mi incapacidad para proteger las diminutas vidas de su interior, las hebras de la trama aparecieron brillantes a mi alrededor. El árbol y el nido se difuminaron como un delicado tapiz ante mis ojos, convirtiéndose en hilos que me pedían que los tocara, así que alargué las manos y deslicé los dedos a su alrededor. Aunque ya era consciente de la existencia de la tela de la vida tejida a nuestro alrededor, por primera vez distinguí las franjas doradas que se deslizaban a través de ella de forma horizontal, y cómo los hilos de colores se entretejían con ellas para crear los objetos que me rodeaban. Mientras observaba todo, las franjas doradas de luz titilaron apenas y me di cuenta de que se movían muy despacio hacia delante, alejándose del instante que había frente a mí. No eran simples fibras del tapiz de Arras, sino líneas temporales. Tímidamente, alargué la mano hacia uno de los hilos dorados. Animada por su textura sedosa, lo agarré y tiré de él con fuerza, tratando de obligar a la franja del tiempo a retroceder hasta el momento en que la mamá pájaro estaba protegiendo a sus preciosas crías. Pero se resistió. No importaba lo que yo hiciera, ella continuaba su avance hacia delante. No había vuelta atrás.
La mamá pájaro nunca regresó. Yo revisaba los pequeños huevos azules cada mañana, hasta que un día mi padre me relevó de mi vigilancia y el nido desapareció. Yo no había tocado aquellos huevos, pero me imagino que la mamá pájaro no supo dónde buscarlos; por eso no volvió.
Todo está oscuro. Hay humedad y con las palmas de las manos noto que el suelo de mi celda es alternativamente suave y rugoso, aunque con una constante: está frío por todas partes. Las sospechas de mis padres sobre la Corporación estaban bien fundadas. Me pregunto si mi madre sabrá dónde me encuentro. La imagino merodeando alrededor de nuestra casa, buscándome en su propio nido vacío.
Si es que sigue viva. Mi corazón se agita ante esta nueva emoción. La noto como un gran nudo en la garganta al recordar la bolsa para cadáveres goteando sobre el suelo. Y ahora tienen a Amie. La idea de que esté a su merced me atenaza el estómago. Durante los años en que mis padres estuvieron instruyéndome, nunca comprendí por qué lo hacían. Me dijeron que no querían perderme. Mi padre hablaba de los peligros del poder absoluto, pero en términos vagos y evasivos, y mi madre le mandaba callar siempre que su discurso se tornaba demasiado apasionado. La Corporación nos proporcionó comida y arreglos meteorológicos y sanitarios perfectamente controlados. Y ahora tengo que asumir que esa gente —el gobierno humano en mi mente— tiene a Amie. Cualquiera que sean mis delitos, esos oficiales no deberían culparla a ella. Sin embargo, no puedo ignorar lo equivocada que estaba respecto a la Corporación y a mis padres. Y es culpa mía que la hayan cogido. Fueron mis manos las que me delataron en las pruebas. Las arrastro sobre las rugosas losas de piedra hasta que tengo las puntas de los dedos agrietadas y ensangrentadas.
Los hechos son inexorables. Mis padres me habían enseñado a ocultar mi don. Lo único que debía hacer era fingir durante un mes, mientras realizaba las pruebas de la Corporación, y habría quedado eximida del servicio. Y si no hubiera sido tan egoísta, si no hubiera estado tan asustada de decepcionar a mis padres en la noche de mi recogida, nada de esto habría sucedido. Sin embargo, no estoy segura de cómo podría haber sido todo distinto. Incluso si les hubiera confesado que había cometido un error durante la prueba, ¿habríamos escapado? Repaso con cuidado las memorias de mi infancia en busca de pistas y recuerdo que mis padres eran fuertes, pero que se mantenían aislados del resto de la comunidad. Se querían de verdad. Mi padre dejaba por la casa notitas de amor para mi madre, y cuando yo tropezaba con alguna de ellas, me resultaba al mismo tiempo espantoso y extrañamente tranquilizador. Él la trataba con un respeto que pocos de los hombres adultos con los que yo tropezaba en Romen mostraban hacia las mujeres y las niñas. Pensé que esa era la razón por la que no querían que me convirtiera en hilandera, porque rompería nuestra familia —y la familia era lo único que teníamos—. Pero bajo el barniz de felicidad de mi casa, hubo siempre secretos, en especial mi instrucción, de la que Amie no sabía nada. Me aseguraron que no lo entendería, y al explicármelo, su tono de voz era el mismo que empleaban cuando hablaban entre ellos sobre mi «condición».
En la oscuridad, no puedo obviar lo único que por fin comprendo. Que no quise reconocer la traición en sus actos. Que ignoré la implicación de sus palabras y escuché lo que necesitaba escuchar para sentirme segura, no lo que en realidad me estaban diciendo. Y ahora he perdido la oportunidad de conocer a mis padres. Lo único que puedo hacer es reunir los fragmentos que dejaron en mi memoria.
Nadie viene a verme. No tengo comida ni agua. Y no hay luz. Este no puede ser el trato que dan a las hilanderas. Me deben de estar castigando por la traición de mi familia. En la escuela nos hablaron de los coventris y nos mostraron fotografías de sus formidables complejos con torres, en uno de los cuales creo estar ahora. Pero los muros y contrafuertes de aquellas construcciones albergaban suntuosas habitaciones con obras de arte y cuartos de baño. En esta celda no hay ni siquiera un inodoro. Me veo obligada a hacer mis necesidades en un rincón. Al principio, el olor a humedad de la piedra ocultaba el hedor, pero ni siquiera la mugre de la celda ha podido taparlo indefinidamente y ahora la peste acre de la bilis me irrita la nariz. En la oscuridad, los olores se vuelven más intensos y me abrasan la garganta.
Me tumbo en el suelo y trato de imaginar el lugar en el que me encuentro. Pienso que hay una ventana en la habitación y que a través de ella penetra la luz del sol. Cormac me dijo que me llevaban al Complejo Oeste, que alberga el mayor coventri de tejedoras de Arras y está ubicado a orillas del mar Infinito, así que si mirara hacia el exterior, vería pinos y tal vez el océano. Aunque Romen, mi ciudad natal, se halla a solo unas horas del mar, nunca había traspasado sus límites. La población de cada ciudad está estrictamente controlada para asegurar que el tejido de la zona no sufra daños a consecuencia de excesivos cambios en su estructura. Por eso se vigilan con tanto celo las fronteras de cada ciudad, por nuestra seguridad.
En cada uno de los cuatro sectores, a orillas del mar Infinito, hay uno de estos complejos especiales, que son los responsables de mantener Arras en funcionamiento. En la escuela nos enseñaron un mapa muy básico que solo esbozaba los sectores y sus capitales. Cuatro triángulos perfectos de terreno rodeados por un océano sin fin y sus coventris totalmente simétricos, como los brazos de una cruz. Pero eso era todo. La Corporación no quería incitar a los estudiantes a intentar viajar fuera de sus ciudades de origen. Nos explicaron que si viajaba demasiada gente al mismo tiempo, podría debilitarse la integridad estructural de Arras. Así que todos los desplazamientos tenían que ser aprobados con anterioridad a través de los canales correspondientes o no resultaría seguro; las hilanderas, sin embargo, disfrutan de privilegios fronterizos especiales, lo que las convierte en personas casi tan importantes como los hombres de negocios y los políticos. Era lo único que me atraía de convertirme en tejedora —ver el mundo—, pero la idea de no regresar jamás a mi casa pesaba más que la posibilidad de viajar.
Aunque según veo, ser una hilandera no implica muchos privilegios más. Soy incapaz de imaginar que hay una ventana en la celda. Porque no hay sol. Ni un reloj. Ni zumbido de insectos. Ignoro cuánto tiempo llevo aquí. Estoy empezando a preguntarme si estaré muerta. Decido dormirme y no despertar. Si esto es la vida después de la muerte, no debería soñar. Pero no tengo tanta suerte: las pesadillas interrumpen sin cesar mi sueño. Permanezco tumbada, con los ojos doloridos de tanto intentar adaptarlos a la oscuridad, sin lograrlo, y mi mente protesta ante la injusticia.
De pronto, la puerta se abre y entra luz, cegándome hasta que logro distinguir los oscuros contornos de la diminuta estancia.
—¿Adelice?
¿Es ese mi nombre? No lo recuerdo.
—¡Adelice! —la voz suena menos tímida esta vez, pero sin dejar de ser chillona—. Llévala a la clínica y rehidrátala. Quiero verla en el salón en una hora —ordena la voz chillona a alguien a quien no me digno a mirar. La persona sin voz se acerca a mí, golpeando las piedras con sus botas, y me carga con indiferencia sobre su hombro.
—Vaya peste. Nunca pensé que de alguien tan diminuto pudiera salir algo tan asqueroso —se ríe. Tal vez más tarde se tome una copa para celebrar su ingenio—. Al menos pesas poco.
Me planteo recordarle que privar de comida a una persona influye en su peso, pero no quiero alentar su pobre sentido del humor. Y estoy demasiado débil para pensar en algo ingenioso con que defenderme.
—¿Tienes siquiera edad suficiente para convertirte en candidata?
No respondo.
—Sé que te encontraron durante las pruebas —continúa.
Empiezo a contar cada uno de sus enmarañados rizos. Son tan oscuros que parecen casi negros, pero al fijarme mejor me doy cuenta de que su pelo es en realidad castaño. No es como los hombres de la ciudad, que se pulen, arreglan y cincelan hasta que sus mandíbulas quedan angulosas y suaves, sin rastro de barba. Incluso mi padre se cepillaba las uñas y se afeitaba cada noche. Huele a lúpulo, a sudor y a esfuerzo. Debe de realizar más trabajo físico que la mayoría de los hombres de Arras, porque me carga como si nada. Noto la firmeza de los músculos de sus brazos y su pecho a través de mi fino vestido.
—No tienes mucho que decir, ¿eh? —se burla—. Bueno, mejor. Será un cambio agradable no tener otra mocosa con demasiados privilegios dándonos órdenes. Ojalá todas fueran mudas como tú.
—Supongo que incluso una chica muda —gruño— tiene más privilegios que la escoria que tiene que cargar su apestoso cuerpo escaleras arriba.
Me deja caer, pero no siento dolor al golpear contra el suelo duro, lo que demuestra el tiempo que he pasado encerrada. Estoy tan acostumbrada a la piedra que me siento y alzo la vista hacia él. Me sorprende descubrir que mis ojos se han adaptado lo suficiente como para distinguir el odio que refleja su rostro. Está tan sucio como su olor insinúa: tiene una capa de mugre repartida casi teatralmente por la cara y el cuello, aunque debajo de ella, hay una persona muy atractiva. Sus ojos azul cobalto, resaltados por la suciedad, irradian una luz que contrasta con la roña. Algo se retuerce en mi estómago y me quedo de nuevo sin habla.
—Puedes caminar por ti misma. Te estaba haciendo un favor —gruñe—. Pensé que tal vez serías diferente. Pero no te preocupes, encajarás perfectamente con las demás.
Trago saliva y me levanto con dificultad. Estoy a punto de perder el equilibrio, pero soy demasiado orgullosa para disculparme o pedir ayuda al extraño joven. Además, ahora que le he mirado con atención, no puedo negar que me siento rara ante la idea de que me toque otra vez. En mi ciudad, las chicas no hablan con los chicos, y por supuesto no les permiten que las lleven a cuestas. La mayoría de los padres, incluidos los míos, no suelen llevar a sus hijas a la ciudad para evitar cualquier contacto con el sexo opuesto antes de pasar las pruebas. Sin embargo, imagino que el impulso eléctrico que recorre mi piel donde sus brazos y sus manos la rozaron no ha sido provocado por el recato que la escuela trató de inculcarme durante años. Quiero decir algo ingenioso, pero las palabras no acuden a mi boca, así que me concentro en tratar de andar. Algo definitivamente más complicado de lo que solía ser.
—Puedes denunciarme cuando te hayan inscrito. Tal vez arranquen mi hebra por maltratar a una nueva candidata —su tono es cruel y me sorprende lo mucho que me duele. Yo le había considerado igual que el resto de mis captores, y ahora él me está equiparando a la Corporación.
Avanza a paso rápido y apenas puedo mantener su ritmo. Siento pinchazos en los pies, como agujas que ascienden a la carrera por mis piernas, pero le sigo y al fin le alcanzo. Me echa un vistazo, a todas luces sorprendido de verme caminar a su lado.
—Seguramente estés ansiosa por poner tus manos sobre unos estupendos cosméticos —me reprocha, y siento la tentación de llamarle de nuevo escoria.
—Las tejedoras cuentan con las mejores esteticistas —continúa—. Es uno de sus privilegios. Y las nuevas candidatas, pobrecitas, estáis todas deseosas de que os pongan guapas. Debe de ser una carga tremenda esperar dieciséis años para pintarse los labios.
Detesto que me traten como si fuera una estúpida chica de ciudad ansiosa por maquillarse, rizarse el pelo y entrar en el mundo laboral. He visto fotografías de hilanderas maquilladas hasta parecer plástico moldeado, pero no voy a hablar con él de eso. Puede pensar lo que quiera; de todas formas, es un don nadie. Repito mentalmente estas últimas palabras —es un don nadie—, pero soy incapaz de creérmelas.
—Aunque a ti te han metido en una celda —añade, dejando claro que no necesita que yo participe en la conversación—, lo que significa que intentaste escapar —nos miramos a los ojos por primera vez y el azul brillante de los suyos parece adquirir cierta calidez—. Imagino que tendrás algo de fuego en tu interior, niña.
Ya he escuchado suficiente.
—¿Siempre llamas niña a las mujeres que son algo más jóvenes que tú?
—Solo a las que parecen niñas —responde, enfatizando deliberadamente el término ofensivo.
—Ah, bueno. ¿Y cuántos años tienes tú? ¿Dieciocho? —comento; ¿tal vez había pensado que la mugre ocultaba su edad?
Se golpea la frente sucia.
—Aquí arriba soy más maduro que la mayoría de los hombres que me doblan la edad.
No le pregunto por qué. No quiero mostrar demasiada familiaridad con él. No merece la pena. Seguimos caminando, pero sus ojos no se despegan de mí. Debe de haber realizado este trayecto multitud de veces porque no necesita mirar hacia delante para saber hacia dónde se dirige.
—Deja que te lleve —suena resignado, pero hay una nota de amabilidad en su ofrecimiento.
—Estoy bien —respondo con demasiada aspereza, tratando de ocultar el rubor que asciende hacia mi cuello al pensar en sus brazos rodeándome de nuevo.
Resopla y deja de mirarme fijamente.
—¿Así que huiste?
Mantengo los ojos en la puerta situada al fondo del pasillo de piedra.
—Déjame adivinar, ¿piensas que voy a delatarte? —me agarra del brazo para detener nuestro avance y se inclina para evitar que el eco amplifique su voz—. Si escapaste, no importa el porqué. Da igual si lo admites. Estás señalada y te mantendrán vigilada. Así que sigue mi consejo y hazte la tonta.
Sus ojos titilan como el extremo de una llama, acentuando su advertencia, y noto que está siendo sincero.
—¿Por qué te preocupas?
—Porque te matarán —responde sin dudarlo—. Hoy en día es difícil encontrar una chica con el coco suficiente para escapar.
—Entonces, podrían matarte a ti también por hablarme de este modo —susurro con desesperación, con miedo, con todo lo que he sentido en la celda. Parece reaccionar a la emoción de mi voz, como si yo hubiera transformado en palabras la tensión tácita que invade el aire. Durante un breve instante, se acerca más a mí y espero sus siguientes palabras, conteniendo la respiración.
Se encoge de hombros.
—Si tú me delatas, pero no lo harás.
Trato de ocultar mi decepción, pero tiene razón. No le delataré, aunque no estoy segura de si es por llamarme inteligente o porque tengo la sensación de que compartimos un secreto. Ninguno de nosotros es lo que aparenta ser.
Abre la puerta y descubre una escalera yerma con brillantes paredes blancas que no combina con la vieja y enmohecida sección de celdas. Mi guía hace una floritura con el brazo, pero cuando cruzo el umbral, susurra, tan bajito que apenas le oigo:
—Además, aquí hay cosas peores que la muerte.
Los murmullos de desaprobación de las esteticistas del coventri están empezando a agobiarme. El muchacho me dejó en lo alto de la escalera y una chica me condujo hasta una ducha. El agua estaba dolorosamente fría, lo que reforzó mi creencia de que no volveré a entrar en calor a menos que empiece a colaborar. Así que aquí estoy, sentada, con los ojos caídos, callada, dócil por completo a sus designios. No está mal. Me han dado un vestido blanco aterciopelado y, a pesar de mi ferviente deseo de odiar todo esto, que te cepillen y enjabonen el pelo resulta relajante. Tal vez se deba tan solo a que he echado en falta el contacto humano.
Una mujer me corta el pelo con furia, mientras otra extiende crema por mi cara. Me depilan las cejas en forma de estilizados arcos y las perfilan para realzarlas. Luego me aplican un maquillaje lechoso sobre el rostro y lo fijan con polvos. Recuerdo a mi madre seguir cuidadosamente el mismo proceso, explicándome paso por paso lo que era cada producto y deteniéndose para asegurarme que necesitaría muy pocos cosméticos cuando llegara el momento —según ella tengo una piel perfecta—. Se avergonzaría al ver cómo me pintan la cara y la imagino franqueando la puerta a toda velocidad para salvarme de los polvos y las ásperas sombras de color y los largos lápices de ojos que escuecen.
—Está horriblemente demacrada —comenta la mujer de las tijeras, repartiendo con un cepillo grandes pegotes de gel sobre mi pelo todavía húmedo.
—¿Ha estado en las celdas…? —la voz de su compañera se desliza en forma de pregunta. Alzo los ojos para ver la expresión que seguramente esté poniendo (insinuante y altanera), pero encuentro un sereno molde de escayola. El tono de su voz es lo único que traiciona su curiosidad, sin embargo no es mi interés por lo que está diciendo lo que me mantiene absorta en su rostro, sino su belleza, comparable solo a la de la mujer que me está cortando el pelo. Una piel tan pura como la miel fresca y unos profundos ojos negros perfilados y exageradamente almendrados. La otra tiene la piel plateada y el pelo fino y rubio, trenzado con mimo en torno a su cabeza. Sus labios son tan rojos como la sangre. Aparto los ojos e imagino lo que estarán pensando de mi pelo cobrizo sin brillo y mi piel pálida. No las vuelvo a mirar mientras me arreglan y transforman. Tampoco hablo. Cuando terminan, continúan con su charla frívola, sin dirigirse a mí, y no estoy segura de si es porque estoy por debajo o por encima de ellas. Se marchan y me dejan en la silla, y es entonces cuando me atrevo a mirarme en los espejos que forran las paredes a mi alrededor. Mis reflejos se enfrentan a mí desde todos lados, algunos mirando hacia atrás y otros volviéndose como un extraño. Con este sencillo vestido, me parezco a mi madre —mayor y más hermosa—. Parezco una mujer.
Avanzo unos pasos hasta tocar el fresco cristal. Nunca he pasado demasiado tiempo delante de un espejo, pero resulta un consuelo estar aquí en este momento. Cientos de imágenes de mí misma me devuelven la mirada, demostrando mi existencia. Le doy vueltas a mi nombre en la cabeza y trato de conectarlo a esa mujer con una melena escarlata cayéndole sobre el vestido blanco y unos ojos esmeralda realzados por oscuras líneas doradas sobre un rostro suave y esculpido. Esa extraña. Yo misma. Adelice.
Mientras me observo, incapaz de apartar la mirada, el extremo de uno de los espejos se resquebraja limpiamente y, sorprendida, retrocedo sin saber cómo lo he roto. La grieta se agranda hasta dejar al descubierto una puerta en el espejo. Una mujer la franquea y el espejo se sella a su espalda. Viste un traje entallado y su pelo color azabache está recogido con maestría en un moño. El maquillaje no deja traslucir su edad, sin embargo los ángulos de sus pómulos y el arco de las cejas realzando unos luminosos ojos color violeta, a todas luces artificiales, hacen que me parezca mayor. Aunque es su modo de actuar —el halo de control y autoridad que refleja su refinado rostro y su elegante traje— lo que me indica que no se trata de una hilandera común y corriente.
En un primer momento no dice nada, sino que me recorre con la mirada; me pregunto si estará permitido dirigir la palabra a una tejedora. Pienso en el muchacho que me llevó a cuestas en la celda. Hazte la tonta. No puedo imaginarme callada y con la lengua seca en la boca día tras día.
—Enhorabuena por tu logro —susurra. Aunque la estancia está vacía, tengo que esforzarme para oírla. Contengo el aliento, temerosa de que una simple inspiración o espiración tape su débil voz—. No son muchas las que llegan hasta aquí, Adelice. Deberías sentirte orgullosa —su sonrisa no llega hasta sus ojos falsos—. Me llamo Maela y me encargo de recibir y preparar a las candidatas. Hemos estado inscribiendo a las otras chicas. La orientación comienza mañana. Has estado a punto de perdértela.
—Lo siento —mascullo al tiempo que la vergüenza me invade, obligándome a bajar los ojos hacia mis pies desnudos.
—Siéntate —ordena Maela, señalando la silla de maquillaje—. La vida de una hilandera está repleta de honores. Eres capaz de hacer lo que pocos pueden. Tienes poder —su voz susurrante suena febril—. Pero, Adelice —ronronea en mi oído—, no debes presuponer que tienes el control.
Mi corazón parece un tambor de batalla y late atropelladamente. La han enviado para desmoronarme o, al menos, para iniciar el proceso, pero no va a lograrlo. Deslizo el pulgar sobre la cicatriz del reloj de arena de mi muñeca y recuerdo las últimas palabras de mi padre. No permitiré que Maela me asuste. Su recuerdo grabado a fuego en mi piel envía una oleada de odio renovado a todo mi ser. Me atraviesa el pecho y se desliza por los brazos, y tengo que contener el impulso de atacar a esta astuta mujer.
Maela se coloca detrás de mí y me acaricia el pelo. Respiro suavemente —tomo aire, suelto aire—, consciente de cada respiración. Mientras ella sonríe, mostrando unos dientes perfectos entre sus labios pintados, observo a esas dos extrañas en el espejo.
—Nosotras estamos por encima de los habitantes de Arras —ahora habla con voz firme y tono distendido mientras sacude de mis hombros mechones de pelo cortado—. Pero tú perteneces a la Corporación.
Pertenecer. Trago saliva al escuchar esa palabra e intento empujar su amargor garganta abajo.
—Lo tendrás todo —se inclina hacia mí y coloca la barbilla sobre mi hombro, tomando mi extraño rostro con su mano fría y resbaladiza—. Serás hermosa y joven —aprieta mi cara y deja escapar una risita acampanada, como si fuéramos viejas amigas o hermanas haciéndonos confidencias—. Oh, Adelice, la vida que te espera…
Maela lanza un suspiro, se incorpora y observa nuestros reflejos en el espejo. Con un rápido movimiento levanta una vara larga y delgada; me estremezco. Ella se ríe otra vez y enciende una cerilla. Un instante después, la brasa de su cigarrillo parpadea en mil reflejos.
—Casi tengo celos —afirma.
—Me siento muy honrada —logro articular.
Su sonrisa se amplía mientras le sigo el juego.
—Por supuesto que sí. Solo alguien extremadamente estúpido no desearía esta vida.
Empieza a dar vueltas, pero no parece una loca, sino alguien más impresionante incluso, más controlador.
—Aquí, eres hermosa, Adelice. Aquí, tienes la oportunidad de algo distinto a atender las ridículas demandas de los hombres. Aquí —añade Maela con cuidado—, eres más que una secretaria.
Por la forma en que contempla mi rostro, sé que se está burlando de mi madre, pero mantengo la mirada fija en ella.
—Aunque hay una cosa que debes recordar —susurra, y el hedor del cigarrillo impregna mi nariz—. No hay forma de escapar de aquí, Adelice Lewys.
Ahora siento que el maquillaje me oculta, y reconozco a mi madre en mi reflejo.
No permitas que descubra tu preocupación. No reveles nada.
—No hay ningún escondite —su dulce susurro se parece extrañamente a un siseo—. Ni siquiera existe la muerte. Así que elige qué bando prefieres.
Vuelvo la mirada atrás. Escucho las últimas palabras del muchacho y me pregunto qué puede haber peor que la muerte. Pero conozco la respuesta: piedra fría y oscuridad ardiente.
—Por supuesto —mi respuesta es simple, pero no quiero arriesgarme a añadir nada más.
La sonrisa de Maela se transforma en una mueca ufana; estoy segura de que es la única emoción auténtica que ha mostrado hasta ahora.
—Perfecto, entonces —me da una palmadita en el hombro y un poco de ceniza cae sobre mi vestido—. Tu habitación te está esperando.
—Maela —digo con voz tímida, pero firme—, ¿sabes lo que le ha sucedido a mi madre y a mi hermana? —necesito preguntárselo, aunque siento pánico de descubrirle mi debilidad. Trato de parecer fuerte.
—Me lo puedo imaginar —responde, pero en vez de decirme lo que piensa, me abandona a mis desesperadas fantasías y solicita a su ayudante que se una a nosotras. Me sorprende descubrir que se trata de un muchacho, aunque supongo que en este lugar las chicas estarán ocupadas con asuntos más importantes. La contemplo mientras susurra órdenes al chico, lanzándome miradas maliciosas por encima del hombro.
Su ayudante personal me escolta hasta mis nuevas dependencias. Los yermos pasillos del complejo van cambiando poco a poco a medida que accedemos a la zona residencial. En primer lugar, el hormigón deja paso a la madera pulida. Luego, las paredes blancas se colorean: bermellón, granate. Pasamos junto a divanes de terciopelo y pilares de mármol y entramos en un ascensor con puerta de bronce. Se parece al ayuntamiento de Romen. Noto un escalofrío al recordar las grotescas figuras encaramadas en las esquinas exteriores de la cámara de registros; monstruos labrados en piedra, hermosos y terroríficos, que lanzaban miradas lascivas a los ciudadanos.
Todo palpita con una intensa energía, y aun así hay ausencia de vida real. El ascensor sube en silencio y mi guía no pronuncia ni una palabra mientras ascendemos más y más por la torre. Estoy detrás de él y observo cómo su pelo dorado brilla y ondea sobre sus hombros. No es el típico estilo aprobado por la Corporación, pero supongo que será un privilegio por ser el chico de los recados de una tejedora tan poderosa.
Mi habitación se encuentra al final de un pasillo, tras una puerta lacada color ciruela, en el decimoquinto piso. Es un hermoso apartamento decorado con tallas en madera pintadas en tonos crema y dorado. En el extremo más alejado, una hoguera arde en una chimenea de ladrillo y hierro forjado. Sobre ella cuelga el retrato de una mujer que, extrañamente, se parece a mi nuevo yo. Las alfombras que cubren el suelo de la amplia estancia lucen intrincados diseños y hay almohadas de seda en colores esmeralda, granate y champán repartidas alrededor de pequeñas mesas de caoba.
—Me encargaré de que te traigan algo de comer. Te has perdido la cena —me informa mi guía. Me observa mientras recorro la habitación y cuando me vuelvo, sonríe de manera burlona.
—Gra… gra… gracias —tartamudeo.
—Imagino que será algo mejor que la celda —comenta, y me giro para mirarle con más atención: es el mismo muchacho que dio la orden de sedarme en el compartimento de transposición. Es más alto que yo y el traje se le adapta lo suficiente a los hombros corpulentos y los brazos rígidos como para mostrar que posee la fuerza necesaria para ser un guardaespaldas. Pero, a pesar de su robusto cuerpo, tiene un rostro hermoso y enmarcado por un delicado cabello. Es el mismo pelo que aparece en los confusos recuerdos de la noche de mi recogida.
—Tú… —no termino la frase, como acusándole.
—Siento lo del otro día —la sonrisa fanfarrona desaparece de su rostro—. Las órdenes son órdenes. Si te sirve de consuelo, saliste bastante bien parada. Me llamo Erik.
Contemplo con frialdad la mano que me tiende a modo de saludo. Claro, seamos amigos. Solo me dejaste abandonada en un lugar frío y sin nada que comer.
Este pensamiento me provoca retortijones de hambre en el estómago al recordarme que no he comido nada desde los escasos bocados del café de Nilus.
—En realidad, no me alivia.
Erik se ríe y sacude la cabeza, demostrándome que es un absoluto imbécil.
—Me aseguraré de que te envíen bastante comida. Iniciarás tu preparación por la mañana.
Me encantaría rechazar la comida y esta extravagante habitación con sus lujosos muebles. Me encantaría arrastrarme dentro de un agujero y morir de hambre lentamente, pero si lo hago, no estaré en posición de proteger a Amie o de descubrir dónde se encuentra mi madre, así que opto por darle la espalda a Erik. La puerta se cierra con llave tras él y me quedo sola en este mundo nuevo y extraño.