Conforme me arrastran fuera del túnel, alguien me clava una aguja en la pierna herida. Me revuelvo mientras el líquido abrasador se extiende por mi pantorrilla, pero de repente estoy tranquila. Uno de los agentes me ayuda a ponerme en pie en el húmedo sótano, y le sonrío. Nunca me había sentido tan feliz.
—Arreglad eso —ladra un oficial alto que desciende por la escalera del sótano. No es como los demás, que visten el típico uniforme de soldado. Es mayor y muy atractivo. Su mandíbula está esculpida con demasiada suavidad para ser natural y el ligero tono grisáceo que salpica su cabello bien peinado revela su edad. La nariz, los ojos y los dientes son perfectos, así que podría asegurar que se ha beneficiado de los arreglos de renovación. Tiene el tipo de rostro que emplean en la Continua para retransmitir las noticias.
Parpadeo con ojos soñadores mientras un médico me limpia la herida abierta por la zarpa. Varias mujeres descienden apresuradamente detrás del oficial y comienzan a lavarme la cara y a peinarme. Resulta tan agradable que me entran ganas de quedarme dormida. Lo único que me mantiene despierta es el cemento frío y arenoso bajo mis pies desnudos. He perdido los zapatos durante el forcejeo.
—Le has puesto demasiado —refunfuña el oficial—. Ordené que estuviera lista para la emisión de la Continua, no que la dejarais inconsciente.
—Lo siento, pero es que se resistía —le explica uno de los agentes. Noto un tono burlón en su voz.
—Arréglalo.
Un instante después otra aguja se clava en mi brazo y dejo de sonreír. Todavía me siento tranquila, pero la euforia se ha desvanecido.
—¿Adelice Lewys? —pregunta el oficial, y yo asiento con la cabeza—. ¿Comprendes lo que está sucediendo?
Trato de responder con una afirmación, pero soy incapaz de emitir ningún sonido, así que muevo de nuevo la cabeza.
—En el piso de arriba hay un equipo de la Continua y están la mayoría de tus vecinos. Preferiría que no tuviéramos que arrastrarte como un hilo flojo, pero si vuelves a intentar algo parecido, ordenaré que te mediquen. ¿Me entiendes? —señala al doctor que ha terminado de curarme la herida.
Logro articular:
—Sí.
—Buena chica. Nos ocuparemos de esto más tarde —añade, indicando con un gesto hacia el túnel—. Tu misión es sonreír y parecer emocionada de que te hayan seleccionado. ¿Podrás hacerlo?
Le miro fijamente.
El oficial suspira y ladea la cabeza para activar el microscópico chip comunicador que lleva implantado en el oído izquierdo. Es un aparato que sirve para contactar automáticamente con cualquier otro usuario de esa tecnología o con un panel comunicador de pared. Había visto hombres en la ciudad charlando a través de ellos; sin embargo, el trabajo de mecánico de mi padre no le permitía disfrutar del privilegio de llevar uno. Un instante después asisto a la conversación unidireccional del hombre.
—Hannox, ¿los tienes? No, mantenla vigilada —volviéndose hacia mí, señala el hueco por el que desaparecieron mi madre y Amie—. Vamos a imaginar que mi colega tiene bajo su custodia a alguien a quien quieres mucho y que tu representación ante los equipos de la Continua decide si ella vive o muere. ¿Puedes mostrarte emocionada ahora?
Simulo la sonrisa más amplia que puedo y la dirijo hacia él.
—No está mal, Adelice —pero de repente frunce el ceño y aparta al equipo que me está arreglando—. ¿Sois idiotas? Esto es una ceremonia de recogida. ¡No puede ir maquillada!
Aparto la mirada mientras él continúa reprendiendo a las esteticistas y busco rastros de mi padre. No le veo por ninguna parte, y al recorrer el muro con los ojos no distingo ninguna grieta que pudiera ocultar un pasadizo. Por supuesto, hasta hace veinte minutos ni siquiera conocía la existencia de los dos primeros túneles.
—¿Estamos listos? —pregunta el oficial al médico.
—Concédele un minuto más.
—Me encuentro bien —afirmo con una sonrisa, practicando para el equipo de la Continua. Pero tan pronto como pronuncio estas palabras, mi estómago se contrae con fuerza y envía la cena de nuevo hacia mi garganta. Doblo el cuerpo y vomito carne guisada y nata espumosa.
—Fantástico —brama el oficial—. ¿Es que ni siquiera puedo disponer de un equipo competente?
—Ahora estará bien —asegura el médico, retrocediendo unos pasos.
El oficial le fulmina con la mirada, se vuelve y me conduce hacia la escalera. En el último escalón, me agarra el brazo y se inclina hacia mí.
—Actúa con naturalidad. Su vida depende de ello.
No me atrevo a preguntarle si se refiere a mi madre o a mi hermana; su respuesta solo me confirmaría cuál de ellas ha muerto. Subo la escalera con paso vacilante y parpadeo con fuerza ante la intensa iluminación del primer piso. Todas las bombillas están encendidas y la cocina y el comedor, revueltos. Al atravesar el salón de camino a la puerta principal, resbalo sobre algo oscuro y pegajoso. Uno de los agentes me sujeta del brazo cuando me tambaleo, y entonces miro al suelo. Es casi negro y gotea de una bolsa grande y rígida, formando charcos.
Me derrumbo sobre el hombre que hay detrás de mí.
—Ahora no hay tiempo para eso, cariño —susurra entre dientes—. Tienes una representación que hacer o vamos a necesitar más bolsas como esa.
Soy incapaz de despegar los ojos de la bolsa, así que me empuja. Intento decirle que tengo los pies manchados de sangre, pero está ladrando nuevas órdenes a su equipo.
—Alto —ordena un guardia en la puerta.
El oficial se adelanta, me escruta con la mirada, suspira y sale al porche envuelto en un aplauso atronador. Me vuelvo y fijo la mirada en la gran bolsa negra, pero un guardia se acerca a la mesa y bloquea mi visión. Me doy cuenta de que se está comiendo la tarta.
—Oye —grito, y todos me miran con sorpresa—. ¡Eso son los víveres de media semana! Déjalo para mi familia.
El agente dirige rápidamente los ojos hacia su compañero y noto algo en sus rostros —lástima—, pero deja el pastel.
—¡Bendiciones, Romen! Soy Cormac Patton y… —el oficial maleducado habla a la multitud desde el porche. Suenan más aplausos y él espera un instante a que se apaguen.
—Siempre tiene tiempo para los aplausos —comenta con sequedad una esteticista.
—Bendiciones, Arras. Soy Cormac Patton —su compañera le imita en voz baja y ambas ríen hasta que un guardia las manda callar.
Cormac Patton. Embajador del coventri en la Corporación de las Doce y principal chico guapo de la Continua. ¿Cómo no le había reconocido? Realmente me deben de haber drogado. O tal vez es que no estoy acostumbrada a encontrar personajes famosos deambulando por mi sótano. Incluso a mi madre le gusta, aunque no le veo el atractivo. Es cierto que siempre va vestido con un esmoquin negro y que es muy guapo, pero debe de tener al menos cuarenta años. O tal vez más, porque no recuerdo ningún momento de mi vida en que no pareciera rondar esa edad.
No puedo concebir que ahora esté en el porche de mi casa.
—Tenemos el privilegio de convocar a Adelice Lewys —brama Cormac. Un agente me empuja hacia fuera, junto a él—. Que Arras florezca gracias a sus manos.
La multitud corea la bendición y el rubor inunda mis mejillas. Despliego una gran sonrisa y ansío que permanezca pegada a mi rostro.
—Saluda —me ordena Cormac con los dientes apretados y una sonrisa que no se altera al darme la orden.
Saludo tímidamente y continúo sonriendo a la multitud. Instantes después, unos agentes nos rodean y nos escoltan hasta el megavehículo que nos espera. La gente se agolpa y lo único que veo son manos. Los agentes mantienen alejada a la mayoría de las personas y me encojo ante la muchedumbre. Allá donde miro hay dedos que tratan de tocarme, agarrando un pedazo de mi falda o acariciándome el pelo. Empiezo a jadear y Cormac frunce el ceño a mi lado. Las drogas no deben de ser tan potentes como él creía. Recuerdo su amenaza y me esfuerzo en parecer entusiasmada.
Es un megavehículo más grande que cualquiera de los minivehículos que haya en Romen. Había visto alguno como este en la Continua. Los minivehículos son coches para viajar a diario a la ciudad, sin embargo los megavehículos disponen de chófer. Fijo la mirada en el auto; solo tengo que llegar hasta él y esta farsa pública habrá terminado. Un agente me conduce hasta la puerta lateral trasera y me ayuda a entrar. Cuando la puerta me separa de la multitud entusiasmada, me cambia la expresión.
—Qué alivio —refunfuña Cormac mientras se desliza a mi lado—. Al menos, tú eres la última que tenemos que recoger.
—¿Un día duro? —pregunto con aspereza.
—No, pero no podría soportar arrastrar tu peso muerto de un lado a otro mucho más tiempo —responde bruscamente mientras se sirve un líquido ambarino en un vaso. No me ofrece nada.
Permanezco en silencio. Peso muerto. La imagen de la bolsa para cadáveres abandonada en el suelo del salón atraviesa mi mente y me escuecen los ojos, inundados de lágrimas calientes que amenazan con derramarse.
Miro por la ventanilla para que no me vea llorar. Los cristales están tintados y la muchedumbre ya no puede contemplarnos, aunque la gente sigue arremolinada a nuestro alrededor. Los vecinos charlan animadamente, señalando hacia nuestra casa. Algunas cabezas se ladean para comunicar la noticia a personas lejanas a través de sus chips comunicadores. Hacía diez años que no se producía una recogida en Romen. Mañana apareceré en la emisión matinal de la Continua en Romen. Me pregunto qué dirán sobre mis padres. Sobre mi hermana.
Cormac está apurando las últimas gotas de su cóctel cuando inclina la cabeza para recibir una llamada.
—Diga —gruñe. Permanece callado, sin embargo el desinterés no tarda en transformarse en ligero fastidio—. Límpialo —dice—. No, límpialo todo.
Recupera la postura de la cabeza para desconectar la llamada y me mira.
—Eres una chica con suerte.
Me encojo de hombros, sin querer traicionar lo que estoy sintiendo en este momento. No sé lo que significa limpiar y, por el modo en que ha gruñido la orden, tampoco estoy segura de querer saberlo.
—No sabes de qué manera —afirma—. ¿Cómo tienes la pierna?
Miro hacia los profundos cortes que me hizo la garra y descubro que han desaparecido.
—Bien, imagino —trato de evitar la sorpresa en mi voz, pero no puedo.
—Arreglo de renovación —me informa—. Uno de los numerosos privilegios de los que disfrutarás como hilandera.
No respondo y él coge de nuevo la botella de cristal para servirse otra copa. Mis ojos regresan a la ventanilla. Estamos a punto de dejar atrás Romen y me resulta difícil creer que nunca volveré aquí. La imagen se va distorsionando y se me caen los párpados; las drogas que me administraron antes me están provocando sueño. Pero justo antes de que mis ojos se cierren, la calle desaparece brillante detrás de nosotros, desvaneciéndose en la nada.
Al llegar a la estación Nilus, un agente me sacude para despertarme y me alarga un par de zapatos. Otro me escolta hasta el aseo y permanece de guardia. Después, me trasladan a un pequeño tocador privado y me dan un sencillo vestido blanco para que me cambie. Se llevan todas las prendas que traía puestas antes. Me visto tan despacio como puedo, mientras intento atravesar la bruma que nubla mi mente.
No puedo postergar demasiado mi salida. La estación Nilus se encuentra en la capital del Sector Oeste y desde ella se transponen viajeros a las otras tres capitales de Arras. Está fuertemente patrullada. Solo los principales hombres de negocios pueden desplazarse entre los cuatro sectores, así que a alguien como mi padre no le estaría permitido. Nunca había salido de los límites de Romen, por lo que debería sentirme entusiasmada, sin embargo lo único que noto es una leve punzada en la cabeza. Cormac está recostado en un sillón color turquesa fuera del tocador.
—¿Habías estado antes en una estación de transposición, Adelice? —pregunta Cormac cuando salgo al vestíbulo de la estación, tratando de entablar una conversación mientras se levanta para recibirme.
Sacudo la cabeza. No estoy dispuesta a actuar como si fuéramos amigos.
—Lo imaginaba. Actualmente es bastante excepcional que ciertos ciudadanos consigan pases fronterizos —sonríe, y por primera vez distingo una arruga en su piel impecable. Por «ciertos ciudadanos» se refiere a las mujeres y los trabajadores del área de servicios.
Cormac marca la pauta, mientras yo camino a su lado por la periferia de la estación. Hay una pequeña cabina donde se limpia calzado, un guardarropa y un café. Me indica con un gesto que le acompañe al restaurante y un camarero nos conduce al entresuelo de la segunda planta. Desde aquí, podemos contemplar a los viajeros que esperan la llegada de su hora de transposición en el gran vestíbulo de mármol. Aunque hay mucha gente, los ruidos característicos de los viajes —sonido de zapatos, conversaciones a través de chips comunicadores, crujido de Boletines— llenan el espacio. El barullo es casi ensordecedor.
—Señorita, necesito ver su Tarjeta Preferente —dice el camarero, observándome con actitud despectiva.
Miro mi sencillo vestido y me doy cuenta de que ni siquiera llevo encima la identificación de ciudadano, pero Cormac responde antes de que yo pueda disculparme.
—Es mi huésped. ¿Necesita ver mi TP? —sus palabras son más un desafío que una pregunta.
El camarero dirige los ojos hacia él y su sonrisa altanera se desvanece.
—Embajador Patton, discúlpeme. No le había reconocido. Solo había visto a la chica.
Algo en su manera de decir chica me hace sentir sucia.
—No hace falta que se disculpe. Me imagino que no vienen muchas muchachas por aquí —Cormac se ríe y el camarero le imita.
—No nos habían informado de que pasaría por aquí un escuadrón de recogida, de lo contrario habríamos estado preparados —asegura el joven.
—Ha sido una recogida de última hora, así que nos ha resultado imposible hacer las habituales llamadas de aviso.
—Entonces es una… —me observa con admiración.
—Es una candidata. Trátala igual que si fuera una hilandera —hay cierto tono de advertencia en la voz de Cormac, y el joven asiente solemnemente con la cabeza.
El camarero atiende todas mis necesidades, aunque no me permiten elegir la comida. Y por si una persona rondando a mi alrededor no resultara suficiente fastidio, todos los hombres del local me están observando. Es la mirada descarada de los clientes lo que me lleva a un sorprendente descubrimiento. Al mirar de nuevo a los ajetreados viajeros, distingo el perfil de los trajes y los sombreros de fieltro. La única mujer que hay en la estación, aparte de mí, recoge abrigos en el guardarropa que vi antes. Parece que aquí solo pueden comer hombres. Yo sabía que la transposición estaba reservada a los principales hombres de negocios, pero nunca me había dado cuenta de que incluso la estación estaba segregada. Restriego mis manos sobre el dobladillo del vestido, y me doy cuenta del calor que hace.
—Vaya una panda de degenerados —dice Cormac, riendo entre dientes—. En realidad, hoy en día no se ven muchas mujeres lejos de su mesa de trabajo. Y menos sin sus maridos.
Tardo un instante en darme cuenta de que se está refiriendo a mí. Yo soy la mujer en cuestión.
—Te recomiendo que comas. Me imagino que no te quedará mucho en el estómago después de la cagada de ese estúpido médico. Sería lógico pensar que saben cuánto líquido hay que inyectar a una muchacha de cincuenta kilos, pero siempre utilizan o demasiado o muy poco. De todas formas, has tenido suerte; la estación Nilus dispone de un magnífico café —inclina la cabeza hacia la puerta de la cocina—. Tal vez pase algún tiempo hasta que comas otra vez.
—No tengo mucha hambre —respondo. La chuleta de cordero sigue intacta en el plato delante de mí. La comida de Cormac permanece igualmente olvidada, a pesar de su recomendación, aunque solo porque está concentrado en un whisky.
Cormac se reclina sobre la mesa y me mira.
—Me lo figuraba. No obstante, acepta mi consejo y come algo.
Pienso en la mesa del salón de mi casa, en la tarta blanca sobre ella y el charco de sangre negra bajo sus patas, y sacudo la cabeza. Lo único que ansío son respuestas.
—Come, y te diré lo que quieres saber.
Tomo un par de bocados, sabiendo que seré incapaz de comer si me responde primero, pero tan pronto como trago vuelvo a fijar mi atención en él.
—¿Están muertos? —pronuncio estas palabras con voz inexpresiva, e instantáneamente sé que he perdido la esperanza.
—Tu padre sí —afirma Cormac en voz baja. Su rostro no muestra remordimiento. Es un simple hecho.
Bajo los ojos y respiro hondo.
—¿Y mi madre y mi hermana?
—Tu hermana está bajo custodia, pero sobre tu madre no he recibido noticias.
—Entonces, ¿ha escapado? —añado con ansiedad, preguntándome cómo lograron atrapar a Amie. A pesar de la noticia sobre mi padre, me invade una ligera esperanza.
—Por el momento. Estarás más disgustada luego, cuando el Valpron haya perdido su efecto.
—Tal vez sea más fuerte de lo que imaginas —le desafío, aunque soy consciente del aturdimiento de todo mi cuerpo.
—Eso sería una sorpresa. El Valpron es un agente calmante —Cormac entrecierra los ojos y suelta el tenedor—. De todas maneras, ¿cuál era tu plan?
—¿Qué plan?
—No seas estúpida, Adelice —gruñe—. Han encontrado cuatro túneles bajo tu casa que conducían a distintos lugares del barrio. ¿Adónde pensabas ir?
—No tengo ni idea. No sabía nada de esos túneles —es la verdad. Sería incapaz de mentir en estos momentos, aunque quisiera. Sin embargo, nunca habría imaginado lo lejos que mis padres estaban dispuestos a llegar para mantenerme alejada de la Corporación. ¿Cuánto tiempo hacía que habían excavado esos cuatro túneles y cómo lo habían logrado? Por cómo me observa Cormac, parece pensar que sé más de lo que digo.
Cormac resopla, pero continúa comiendo. O mejor dicho, bebiendo.
—Por supuesto que no lo sabías. Igual que no pretendiste fallar en las pruebas.
Alzo los ojos rápidamente hacia los suyos, preguntándome cuánto sabrá de ese asunto, pero no digo nada.
—He visto el vídeo de vigilancia de tus pruebas. El instante en el que empezaste a tejer fue un accidente —continúa.
—No tenía ni idea de lo que estaba haciendo —aseguro, y es cierto. Nunca había utilizado un telar y ver expuesto ante mí el tejido de la vida, las materias primas que componen el espacio que me rodea, me puso nerviosa. Nos evaluaron e interrogaron y practicamos tareas sencillas, como tejer una tela real, pero ninguna de mis compañeras de clase tuvo mucho éxito. Se requería cierto talento que ellas no parecían poseer, y que yo había pasado toda mi infancia aprendiendo a ignorar.
—Lo dudo —responde Cormac, al tiempo que suelta el vaso—. Sé que fue un accidente porque el telar no estaba encendido. Una muchacha capaz de tejer el tiempo sin un telar es algo poco habitual. Solo una muy especial puede hacerlo. Estuvimos a punto de recogerte allí mismo.
Me gustaría esconderme debajo de la mesa. Sabía que me había descubierto, pero no cuánto había revelado. Esto es culpa mía.
—Bien. No digas nada. No existe manera alguna de que tu madre haya escapado —añade con frialdad—. Tuvimos que limpiar la zona después de que el equipo de la Continua se marchara.
—¿Limpiarla? —pienso de nuevo en la conversación que escuché por casualidad en el megavehículo. Fue breve y Cormac estaba furioso, pero el resto permanece sumido en una bruma. Cuando retrocedo aún más en el tiempo, todo lo sucedido regresa a mi mente en oleadas de imágenes. La cena con mi familia. Una tarta blanca. Tierra fría y oscura.
—Adoro tu inocencia. Es simplemente… deliciosa —Cormac sonríe y esta vez veo diminutas arrugas en torno a sus ojos—. La zona ha sido limpiada y retejida. No merecía la pena tratar de explicar por qué había desaparecido una familia entera, sobre todo después del último accidente.
—La profesora de mi hermana —murmuro.
—La señora Swander —confirma él—. Un verdadero desastre, pero no lo suficientemente significativo como para justificar una limpieza total.
Trato de comprender lo que está diciendo. La Corporación distribuye los alimentos, asigna trabajos y casas y supervisa la adición de nuevos bebés a la población. Pero Arras no ha sufrido ningún accidente ni delito en años. Al menos, que yo sepa.
—Espera, ¿estás diciendo que habéis borrado los recuerdos de todos los habitantes de Romen?
—No exactamente —responde, apurando el whisky—. Los hemos arreglado un poco. Cuando la gente intente pensar en tu familia, la recordará de manera un tanto borrosa. Ahora tu historial indica que eras hija única y que tus padres han recibido autorización para mudarse más cerca del coventri; por si alguien se toma la molestia de indagar sobre ti, aunque nadie lo hará.
—Habéis hecho que desaparezca todo —susurro.
—Es fácil arreglar por la noche gracias al toque de queda —afirma, tomando un trozo de filete—. Seguramente te parecerá horroroso, pero no hay necesidad de provocar un ataque de pánico generalizado.
—Quieres decir —me inclino hacia delante y hablo en voz baja— que no es necesario que la gente sepa que habéis asesinado a sus vecinos.
La sonrisa perversa desaparece de su rostro.
—Algún día entenderás, Adelice, que todo lo que hago garantiza la seguridad de la población. Limpiar todo un pueblo no es algo que me tome a la ligera, y tampoco resulta sencillo. La mayoría de las tejedoras carecen del talento necesario para ello. Sería prudente que recordaras que tú has sido la causa de mi orden.
—Pensé que Arras no tenía que preocuparse por la seguridad. ¿No es para eso para lo que necesitáis a chicas como yo? —le desafío, agarrando con fuerza el cuchillo para untar mantequilla que hay junto a mi plato.
—Como dije antes, tu ignorancia es verdaderamente deliciosa —aunque ya no parece divertirse, al contrario. Sus ojos negros centellean con furia contenida—. Las hilanderas garantizan la seguridad, pero siguiendo mis órdenes. Y no se trata solo de fiestas y trabajo en el telar; la Corporación exige lealtad. Nunca lo olvides.
El tono de su voz me advierte que no siga insistiendo, así que relajo la mano y el cuchillo repiquetea al caer sobre la mesa.
—Espero que hayas comido suficiente —espeta, levantándose de su asiento. Parece que dos bocados han sido suficiente para mitigar su apetito.
Le sigo. No tengo otra opción.
Hace algunos años, una niña de nuestro barrio fue catalogada de individuo con conducta desviada. Es algo muy poco habitual, ya que la población de Arras vive bajo una política de absoluta intolerancia hacia el mal comportamiento. Sin embargo, mi padre me contó que, en ocasiones, había niños que eran acusados de mala conducta y se los llevaban. Me dijo que algunos regresaban, pero que la mayoría no. La niña volvió, pero estaba siempre en las nubes, alejada de la realidad del resto de nosotros. Así reaccionarán mis vecinos cuando piensen en mí. Es como si yo no existiera y, al pensarlo, ni los medicamentos que todavía adormecen mi cuerpo logran atenuar el cosquilleo de dolor que me recorre hasta las puntas de los dedos.
La comida ha resultado ser una cortesía, ya que no tenemos hora reservada para la transposición. No la necesitamos. Me encuentro dividida entre sentirme culpable por su amabilidad y preguntarme los motivos de su invitación. Sigo a Cormac mientras avanza junto a la hilera de hombres que esperan en cubierta sus salidas programadas. Algunos refunfuñan a nuestro paso, pero los demás les mandan callar.
—Necesito dos plazas —dice Cormac al hombre del mostrador, exhibiendo su TP.
No albergo ninguna duda de que el hombre sabe quién es, pero toma la tarjeta y la examina un instante antes de teclear un código en el panel comunicador que hay incrustado en la pared detrás de él. Al instante, una mujer joven vestida con un traje ceñido color azul cielo aparece por el pasillo que hay tras el escritorio y nos conduce al otro lado del mostrador.
—Embajador Patton, ¿desea un refresco para la transposición? —la chica rebosa entusiasmo y pintalabios rosa.
—He comido, gracias —responde él, guiñando un ojo.
A mí no me pregunta.
El compartimento de transposición de Cormac se encuentra antes que el mío y asumo que desaparecerá por la puerta sin dirigirme una sola palabra, sin embargo se vuelve y me mira receloso una última vez.
—Adelice, te aconsejo que descanses un poco durante la transposición.
Mantengo los ojos fijos en el fondo del pasillo. Está actuando como mi padre, diciéndome cuándo comer y cuándo dormir. Pero, en primer lugar, él es la causa de que necesite un padre suplente.
—No mereces ser tratada de la manera en que van a hacerlo —su voz suena preocupada. El Valpron debe de estar perdiendo su efecto porque apenas puedo contener las ganas de escupirle; no necesito su amabilidad—. No tienes ni idea de lo que te espera —añade, leyendo mi gesto. Suspira y abre la puerta de la estancia—. Confío en que aprendas a escuchar antes de que sea demasiado tarde.
No me molesto en responderle. No quiero su arrogante consejo. Le miro fijamente hasta que la puerta se cierra tras él. Mi guía me conduce hasta el siguiente compartimento y entra detrás de mí.
—Veo que es tu primera transposición —comenta con total naturalidad mientras me conduce hacia la única silla de la estancia, colocada en el centro sobre una pequeña plataforma—. Es posible que sientas unas ligeras náuseas o ganas de vomitar.
Me siento con torpeza y contemplo la sobria habitación.
—Permíteme —me rodea con el brazo y abrocha una correa en torno a mi cintura.
—¿Para qué es esto?
—Durante el proceso de transposición es necesario mantener tus movimientos confinados a un mínimo espacio. Normalmente se puede leer, comer o beber —me explica mientras despliega una pequeña bandeja que sale del brazo de la silla—, pero no es posible levantarse.
Bajo la mirada hacia las correas y arqueo una ceja.
—Lo siento —alza unos ojos intensamente maquillados y noto que sus palabras son sinceras—. No tengo autorización para darte nada.
—No importa —respondo encogiéndome de hombros—. Tengo la impresión de que no es habitual ver chicas por aquí.
La muchacha ajusta las correas y comprueba la hebilla antes de retroceder. Vacila un instante y consulta el reloj de cuenta atrás en la pared: quedan dos minutos para que comience la transposición.
—Así es —se detiene y mira en torno a la habitación—. Aunque tal vez debería callarme.
—¿Cómo dices? —definitivamente los efectos de la medicación han desaparecido, porque ahora mismo estoy conteniendo el pánico.
—Muy pocas mujeres son transpuestas: solo tejedoras y esposas de ministros. Pero a ellas se les proporciona todo lo que piden —susurra.
—No entiendo —admito muy despacio.
Se inclina hacia delante y simula ajustar la bandeja.
—Ellas vienen muy bien vestidas y se supone que les debemos facilitar boletines y catálogos de moda para que los hojeen. Pero tú…
La miro fijamente, tratando de comprender lo que me está diciendo.
—Mis órdenes han sido abrocharte la correa e inmovilizarte.
—¿Inmovilizarme?
—Sí —suspira, y me da una palmadita comprensiva—. Lo siento.
Manipula algo a mi espalda y, un segundo después, un enorme casco tejido con gruesas cadenas de acero desciende sobre mi cabeza. Lanzo un grito, pero el sonido queda amortiguado. La chica aprieta mi mano y me calmo un poco. Luego aparecen otros cierres metálicos que aferran mis muñecas.
—Tu transposición solo durará una hora —me tranquiliza, aunque apenas puedo escucharla a través del metal retorcido—. Buena suerte, Adelice.
Ojalá le hubiera preguntado su nombre.
El casco me tapa gran parte de la estancia, pero puedo ver a través de las rendijas. Es una habitación sencilla con los muros totalmente blancos, excepto por el reloj que señala la cuenta atrás en un rincón.
Las náuseas son lo primero que noto. El suelo desaparece bajo mis pies y mi estómago se contrae, pero no caigo. El casco mantiene mi cabeza totalmente erguida y el cuello recto, así que no vomito, aunque tengo ganas. Con los ojos cerrados, respiro de forma acompasada, tratando de controlar el mareo. Cuando los abro y miro a través de los cables de acero, la habitación ha desaparecido a mi alrededor y estoy rodeada por brillantes haces de luz. La imagen me tranquiliza y me concentro en los luminosos filamentos que forman el compartimento de transposición. Los haces brillantes serpentean por la sala y a continuación unos largos hilos grises se entretejen con ellos, intercalándose con la luz hasta formar un llamativo tejido dorado y plateado. En algún lugar hay una muchacha que está sustituyendo la trama del compartimento de transposición por la de una estancia en un coventri, trasladándome de este modo de un lugar a otro. Estoy recorriendo cientos de kilómetros sin mover un músculo. Es un proceso delicado, razón por la cual está reservado a los habitantes más destacados de Arras. La Continua emitió un documental especial sobre el procedimiento hace unos años.
La luz desaparece gradualmente, poco a poco —demasiado poco a poco— van apareciendo fragmentos de muros grises a mi alrededor y el resplandeciente cañamazo de la transposición se convierte en una sala de hormigón. Pasa una eternidad hasta que los rayos desaparecen, pero cuando los últimos parpadean sobre el muro, siento con alegría que el casco se eleva de mi cabeza.
A mi alrededor hay un grupo de agentes con vestimenta solemne. El que me ha retirado el casco vacila ante las esposas que inmovilizan mis brazos. Me duelen de tenerlos oprimidos durante el viaje, y estoy a punto de decírselo cuando un joven rubio con un traje caro se adelanta y alza la mano. Tiene la cabeza ladeada, y me doy cuenta de que está hablando por un chip comunicador. A pesar de su obvia juventud, parece estar al mando. Es el tipo de chico que llamaría la atención de mis compañeras de clase en el Boletín diario y provocaría risitas mientras su fotografía pasara de una a otra. Pero a pesar de encontrarme tan cerca de él, solo siento curiosidad.
—Sedadla.
—¿Señor? —pregunta el agente con sorpresa.
—Ella quiere que la sedemos —ordena el muchacho rubio—. ¿Quieres preguntarle por qué?
El agente niega con la cabeza. Mientras el médico se acerca a toda prisa con una jeringuilla, veo una mirada de disculpa en los ojos intensamente azules del chico.