Epílogo

Ozi y Ernst echaron a andar por la orilla del Elba, tomando la ruta trasera que llevaba a la casa del tommy bueno.

—¿Por qué no la has matado? —preguntó Ernst—. Has tenido oportunidad de hacerlo.

Era cierto. Ozi había tenido a la Bestia en su mira de cuatro aumentos, con la culata del Mosin-Nagant sobre el hombro y el dedo en el gatillo, tal como Berti le había enseñado. Habían estado caminando por el parque como cazadores, con los pies hacia fuera y las rodillas dobladas, buscando un faisán para cazarlo, cuando delante de ellos habían descubierto una pantera negra con la cabeza hundida en las entrañas de un ciervo, los músculos del cuello retorciéndose al arrancar la carne de los huesos. Ozi vio los dientes como teclas de piano, el pelaje negro como un elegante abrigo de señora, los ojos como esmeraldas.

—¡Vamos! —le susurró Ernst—. ¿A qué estás esperando?

Ozi podría haber disparado allí mismo, pero no pudo, y en ese instante de incertidumbre el gran felino alzó la vista, guiñó un ojo esmeralda y se escabulló.

Ozi hizo un gesto de indiferencia.

—No lo sé. No te lo puedo explicar.

Mientras caminaba apartaba a manotazos el escuadrón de moscas que rodeaba su cabeza.

—Te juro que nos esperan mil años de moscas. Estas canallas han tomado la ciudad. No tienen manías. Una mosca requisaría una cagada, invitaría a toda su familia y a todos sus primos a quedarse, y lo llamaría hogar.

—Echo de menos la nieve —comentó Ernst—. Al menos disimulaba el tufo.

Llegaron al recodo del río donde Ozi había esparcido las cenizas de su madre desde el extremo del embarcadero. Se preguntó dónde estaba ella ahora. No había manera de saber adónde te llevaba un río si seguías la corriente. Ella podría estar en Cuxhaven. En Heligoland. En Sylt. Siempre que no hubiera encallado en los bancos de lodo de Grünendeich solo para que esos cuervos con cara de cabrón se la zamparan para desayunar. Hubo un momento en que un golpe de viento le arrojó las cenizas sobre las botas y dentro de la boca, y pensó que debería haberlas diseminado por las ruinas de Hammerbrook o esparcido sobre los céspedes del Jenisch Park. Pero luego recordó lo que siempre había dicho ella: «Me gustaría vivir junto al río». De modo que esperó a que amainara el viento y, cogiéndola de la lata de galletas en un solo puñado, lanzó sus cenizas, y esta vez se posaron como copos de nieve sobre las aguas del Elba y flotaron hacia el oeste en dirección al mar.

A medida que se acercaban a la casa, Ernst empezó a ponerse nervioso.

—No tengo claro que esté bien lo que estamos haciendo. ¿Estás seguro?

—Edmund es amigo nuestro. Siempre nos daba pitillos.

—Puede que nos esté buscando la policía.

—Nos moveremos entre los árboles, ágiles como la misma Bestia.

Se apartaron del río, y atravesaron los jardines y cruzaron la carretera corriendo de un árbol a otro hasta que se detuvieron frente a las verjas de la casa. Treparon a un árbol para ver por encima de los muros del jardín. Ozi se había llevado la mira Zeiss del Mosin. La sacó del bolsillo y empezó a escudriñar.

—¿Lo ves? —preguntó Ernst.

El viejo coche del coronel ya no estaba en el camino de entrada y en el asta del tejado ya no ondeaba la bandera tommy. No había ni rastro de Edmund ni del coronel ni de la mujer del coronel. Nada.

—No veo a los tommies.

—Puede que hayan regresado a su país —ofreció Ernst—. Probablemente estarán ahora sentados junto a los acantilados blancos de Vindsor, contando chistes sobre los huevos de Hitler.

Ozi sintió una gran tristeza al pensarlo, y no solo porque necesitaba cigarrillos. Siguió explorando la casa y los terrenos con la esperanza de avistar a su amigo…, o a cualquiera de los tommies buenos.

A través de una ventana del piso inferior vio moverse algo. Concentró la mira y distinguió las piernas de un hombre subido a una escalera de mano. El padre de la novia de Berti estaba arreglando algo: colgaba un cuadro en la pared. Ozi lo observó durante un rato, luego siguió explorando: ventana, pared, ventana, jardín. Vio a una señora sentada en una silla, contemplando el río. Bordaba algo con aguja e hilo pero él no veía qué era.

—¿Y ahora qué ves?

—A una señora. Pero no es la Mutti de Edmund. No la había visto nunca. Parece agradable pero no es Marlene D.

—Alguien cruza el jardín —dijo Ernst—. Una niña gorda.

Ozi se quitó la mira de los ojos y vio a una niña caminando por el jardín en dirección a la señora sentada.

—Es la chica de Berti. La chica de Berti va a ser Mutti. —Pasó la mira a Ernst y siguió observando la escena. Pensó en su hermano. Debería de estar al corriente de algo así.

—Viene un hombre —dijo Ernst.

Ozi vio al padre de la novia de Berti cruzar el jardín llevando una bandeja con café y bizcocho. La dejó en la mesa y acercó una silla a la señora. Le dijo algo y le cogió la mano.

—¿Volvemos más tarde? —preguntó Ernst—. ¿Ozi? ¿Qué quieres hacer?

—Mirar un rato más. Quiero ver qué pasa.