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Al dirigirse a la oficina de acreditaciones Lubert pasó por delante de la única pared del viejo museo de arte que quedaba en pie, la pared de avisos, todavía atestada de letreros, muchos superpuestos a otros anteriores, pidiendo información relacionada con seres queridos. Habían añadido una sección de fotografías, que comprendía a los niños perdidos que buscaban a sus padres. Un hombre y una mujer estaban inclinados sobre ella, mirando detenidamente foto por foto. En los meses que siguieron a la Catástrofe, cuando se permitió a la gente regresar por fin a la ciudad, Lubert había ido allí casi todos los días. Aunque entonces era otoño había algo extraño en la vegetación: los árboles y los matorrales que se habían quemado en los bombardeos de verano florecieron de nuevo, y las lilas y los castaños dieron flores, totalmente fuera de estación. La nueva tolerancia al calor de la tierra expuesta dio lugar a una caprichosa colonización de las ruinas por plantas y flores: en todas partes había ranúnculos bulbosos, pamplinas, malvas enanas y adelfas brotando de las cenizas de los seres queridos. Lubert se había negado a creer a la compañera de Claudia, Trudi, cuando afirmó que había fallecido en el huracán de fuego, y había insistido en añadir un aviso al collage formado por un millar de notas similares. Aquel era el primer día que caminaba por delante del muro sin sentir la necesidad de mirar.

—Espero que encuentren a la persona que buscan —dijo a la pareja que miraba, luego se dirigió a la oficina del final de Steindamm.

En ese momento las esperanzas de Lubert estaban puestas en obtener el certificado de acreditación para ejercer de nuevo su profesión. Hizo un gran esfuerzo por contener sus expectativas. No todos los que acudían a recoger certificados salían contentos de la oficina; a muchos los despedían con las manos vacías y les decían que regresaran para someterse a nuevos interrogatorios, a menudo sin ofrecerles ninguna explicación. Sin embargo, desde que Claudia había vuelto él había empezado a tener visiones completamente desarrolladas de edificios que surgían de los escombros: un nuevo Rathaus, un puente sobre el Elba, una sala de conciertos en el puerto. Eran ideas rocambolescas y demasiado ambiciosas, probablemente los lamentos visuales de un arquitecto fracasado y frustrado, pero no cesaban de acudir a su mente. Claudia le había pedido que sacara sus viejos planos. No los había mirado desde antes de la guerra, y sus obras de juventud le hicieron sonreír y ruborizarse a la vez. El idealismo y la arrogancia de su época de estudiante…, era como leer una vieja carta de amor. Encontró los planos de su «Casa sin Historia», el pueblo de los trabajadores con jardines y canales, fuentes y espacios recreativos. El nombre era fruto de la vanidad juvenil: ¿quién había diseñado, y no digamos construido, una casa sin ninguna referencia al pasado? El profesor Kramer, su tutor en la facultad, había rechazado los planos por considerarlos demasiado burgueses e ideológicamente corrompidos. Lubert era demasiado inexperto entonces para discutir con un entendido, pero veinte años después creyó ver en los planos algo apremiantemente relevante.

En la sala de espera había dos personas: una mujer que se mordía las uñas y un hombre enfrascado en una novela. Se sentó en el banco de enfrente y, allí sentado, trató de adivinar cuál de ellos obtendría el certificado. Supuso que la mujer, que no paraba de mirarse los pies para asegurarse de que estaban totalmente paralelos, era, pese a sus nervios, de un aceptable tono gris; mientras que el hombre que leía el libro pasando las páginas con manos enguantadas estaba demasiado relajado para ser inocente. Lubert no tuvo dificultad en imaginárselo con el impecable brazalete de las SS, sacando brillo a su calavera cada mañana. Sin duda ahora iba vestido de manera más informal que en su antigua vida. ¿Qué hacía él en la misma habitación que ese hombre?

—¿Cuánto hace que espera? —preguntó Lubert, buscando algo en su biografía que pudiera confirmar sus sospechas.

—No me acuerdo.

El hombre ni siquiera levantó la cabeza de su libro.

—¿Y usted? —le preguntó Lubert a la mujer.

—Es la tercera vez que vengo —dijo ella sin responder la pregunta—. Cada vez les digo lo que ya saben. No estábamos casados. ¡Ni siquiera éramos amantes! Solo fui al teatro con él un par de veces. Y ahora quieren mandarme a un campo de internamiento.

Lubert dedujo por sí solo los detalles: el hombre debía de haber sido un alto cargo del partido y ella había sido su inocente putilla. Era una historia muy corriente.

—Cálmese, mujer —dijo Calavera—. Cuanto más insiste menos le creo. Reserve la energía y manténgase firme en su versión de los hechos. No tiene nada que temer si lo hace. —Volvió a concentrarse en su novela.

Lubert no tenía ninguna duda: ese tipo era tan negro como sus zapatos.

La espera se alargó mucho. Tal vez formaba parte de la estratagema: darles suficiente tiempo para que afloren las dudas; hacerlos sentar en esa fétida habitación con otros que están corrompidos y esperar a que empiecen a acusarse unos a otros.

—¿Rosa Turnweg?

La mujer se apresuró a acercarse al mostrador, que parecía una ventanilla de banco, con una abertura en la parte inferior a través de la cual pasaban las buenas o las malas noticias. Lubert trató de entender lo que decían pero apenas los oía. Deslizaron algo por el mostrador.

—¿Qué es esto? —preguntó la mujer.

De pronto soltó un grito agudo y golpeó el cristal con una mano.

—¡No! ¡Basta de interrogatorios! ¡Por Dios! No hay nada más. Les he dicho todo lo que sé. ¡Necesito el certificado! ¡Déjenme seguir con mi vida!

No obtuvo consuelo del oficial del otro lado del cristal. Solo silencio. Como la mujer continuó protestando, el guardia que estaba de servicio se acercó y se la llevó de allí antes de que las cosas se desmadraran. Pese al triple rechazo, Lubert estaba seguro de que la mujer había sido tratada injustamente.

Al cabo de unos minutos el oficial oculto llamó a Calavera.

—Herr Brück.

Un apellido del partido donde los hubiera. Herr Brück parecía tan seguro de sí mismo… El cabrón iba a llevarse un buen susto.

Calavera se acercó al mostrador. De detrás del cristal llegó la misma voz amortiguada y deslizaron algo por el mostrador. Herr Brück lo miró y lo sostuvo en alto. Era un certificado: un precioso certificado de color blanco.

Claudia tenía razón; era demasiado impulsivo. Siempre se precipitaba a tomar decisiones. Como Kramer solía decir, eso lo convertía en un arquitecto bueno y malo a la vez.

Lubert no había contemplado la posibilidad de que lo rechazaran —creía en su inocencia e incluso en un concepto vago de la justicia británica—, pero de repente las dudas afloraron. Quizá habían descubierto algo de lo que él no estaba al corriente, lo habían relacionado con algún pariente lejano, habían localizado a un primo emparentado con Bormann o a un tío con Himmler. Tal vez habían descubierto su adulterio con Rachael.

—¿Stefan Lubert?

Un mal comienzo. El oficial británico pronunció su apellido como si fuera francés, con la t silenciosa. Cuando se levantó Lubert sintió que le flaqueaban las piernas a causa de los nervios. El oficial que había detrás del cristal llevaba un uniforme del Consejo de Control azul marino y tenía uno de esos bigotes de cepillo que se habían convertido en un rasgo distintivo del Fürher. A Lubert nunca le habían gustado y en su fuero interno lo había considerado una boba afectación del Fürher. Era extraño que tantos soldados británicos adoptaran todavía ese estilo. ¿No veían a quién se parecían? ¡Y pensar que un doble de Hitler inglés podía negarle la libertad!

—Su certificado.

Por el mostrador se deslizó una tarjeta blanca en la que se leía: «Certificado de Acreditación, Consejo de Control de Alemania». Lubert se quedó mirándola. Apenas había texto. La mitad la ocupaban un timbre del CCA y la firma del oficial de Inteligencia. Esta era precisa y contenida, exceptuando la primera letra extravagantemente floreteada del apellido. Burnham.

Lubert acarició el certificado, lo olió y hasta se lo llevó al pecho como si fuera una carta de amor. ¡Tenía un Persilschein! Le entraron ganas de besar al doble de Hitler y de agitar el certificado en el aire mientras gritaba a todo Hamburgo: «¡Estoy fuera de sospecha! ¡Puedo trabajar! ¡Puedo viajar! ¡Puedo vivir!».

Salió del edificio y echó a andar. Respiró hondo antes de cruzar la calle y se detuvo al borde de las ruinas. Steindamm señalaba el límite exterior del radio de alcance de la tormenta de fuego, y cuatro años después este todavía se veía claramente: a un lado de la calle había edificios de seis plantas; al otro, un área de ruinas aplanadas que se extendían hasta Hammerbrook, como una gran llanura que se funde con un acantilado pronunciado y abrupto. No había rastro de vida salvo la de los negros colirrojos reales que buscaban comida en la nieve derretida y cobijo entre los escombros.

Observó los pájaros y empezó a soñar: habían recogido todos los cascotes y excavado los cimientos de los nuevos edificios, y las raíces de los futuros edificios brotaban del suelo. Una biblioteca con una galería exterior que daba a un patio, un hospital con una arcada, un colegio… ¡con talladuras ovales y almohadillados! Un nuevo cine con las galerías de trovadores que eran su sello distintivo para las proyecciones al aire libre. Carreteras para los coches. Senderos para las bicicletas. Aceras para los transeúntes. Árboles plantados en bonitos bulevares. Cobertizos para botes junto al lago. Trenes sobre vías que se extendían sobre los tejados de las casas. Fuentes que lanzaban agua en diseños semejantes a flores. Parques y jardines en los que pensar, hablar, jugar, discutir y compartir. Veía toda una ciudad brotando de la devastación. Una hermosa ciudad hecha a la medida de los niños, los padres y los abuelos, los amantes y los buscadores, los destrozados y los recompuestos, los desaparecidos y los añorados, los perdidos y los reencontrados.