Ella estaba sentada en una butaca, bordando un tapete. Tenía un nuevo mechón blanco en el cabello, y la cara más llena, pero le sentaba bien. Parecía serena…, más serena de como Lubert recordaba haberla visto nunca, y en su sano juicio, tal y como la había descrito la enfermera: con una expresión alerta y meditabunda, parpadeando deprisa y sonriendo de esa forma sutil pero familiar.
La hermana había accedido a dejarle «verla antes de que ella lo viera» y se quedó a su lado mientras él la observaba a través de la ventanilla de la antesala.
—Se pasa el día bordando —dijo—. Ha sido muy prolífica. Tenemos muchos bordados que enmarcar y colgar de las paredes. Cuando no está bordando escribe, para ejercitar la memoria.
—Tenía una mente tan despierta… —dijo Lubert, más bien para sí—. ¿Ha recuperado sus facultades?
—Sabe lo que quiere, aunque todavía hay ciertas partes de su mente que están en proceso de recuperación. Es una mujer sumamente inteligente. Ingeniosa. Creativa. Vivaz.
Cómo discutían, pensó Lubert. ¡Y era él quien solía perder!
—¿Recuerda algo?
—Fragmentos de recuerdos…, algunos muy detallados, pero luego los vuelve a perder. Pero está construyendo poco a poco un cuadro. Y cada fragmento que descubre puede llevarle a otro. En los últimos meses ha hecho verdaderos avances. La hemos animado a que lo ponga todo por escrito. Mire, lo está haciendo ahora: recordar.
Claudia dejó el bordado en su regazo, y cogió un cuaderno y un lápiz de la mesa que había junto a la butaca.
—Eso ocurre cada vez más a menudo. Todos los días escribe algo. Y también dibuja.
Claudia escribía deprisa, sin pararse a descansar.
¿Qué escribía?, se preguntó Lubert. ¿Qué recordaba? ¿Tenía él un lugar en sus recuerdos? ¿Se acordaría de él? ¿De lo mejor de él? ¿De lo peor? ¿Estaría él a la altura de sus recuerdos?
—¿Recuerda lo que le ocurrió? Me refiero a la noche de la tormenta de fuego.
—No ha hablado ni ha escrito sobre eso; creo que aún no está preparada para recordarlo. Hasta ahora solo ha recordado cosas buenas, todo relacionado con personas. Familiares, amigos o su casa. Es lo habitual en casos así. La mente solo recuerda lo que el alma puede soportar. Pero todo se andará.
Él la envidió; empezar de nuevo y construir solo sobre buena tierra. Había en ello una especie de pureza. Ella parecía contenta. Tal vez debería dejarla en ese estado. En esa tabla rasa. En esa Stunde Null del alma. ¿Por qué mancillarlo todo con sus complicadas explicaciones?
—Yo no soy el mismo. No he sido… fiel a su recuerdo.
La hermana le escudriñó el rostro. Él quiso apartar la vista de su benevolencia, pues no se sentía digno de ella, pero su bondad lo impulsó a continuar.
—Pensé que había muerto. Traté de empezar de nuevo, con otra persona. Una persona a la que creía amar.
Ella le cogió las manos, bastante impertérrita ante su confesión.
—Usted todavía ama a su mujer, herr Lubert. Empiece de nuevo con ella. —Le dio un apretón para transmitirle sus certezas—. Vamos, permítame que le enseñe algo.
Lo condujo a una mesa donde había tres tapetes acabados. Uno era abstracto, todo zigzags y motivos florales; el segundo era un alfabeto en punto de cruz para un aula de colegio, y el tercero era figurativo.
—Cuando podamos los enmarcaremos —dijo. Luego cogió el figurativo y lo dejó en las manos de Lubert—. Este es el primero que bordó.
El tapete representaba una casa con columnas, un largo camino bordeado de árboles y un jardín que llevaba a un río con un velero. Frente a la casa había tres figuras: un hombre vestido con el tradicional traje alemán y con una regla de arquitecto en la mano, una mujer con un gorro y unas faldas anticuadas, y, de pie entre ambos, una niña con trenzas.
—Dijo que era una copia de un cuadro que había bordado antes. No estaba segura de si era su casa o su familia. Solo podía decirnos que el barco simbolizaba la esperanza. Pero usted lo reconoce…
Lubert nunca había prestado mucha atención al original. Y, después de ridiculizar sin piedad a Claudia por su «hobby popular», había perdido el derecho a hacer ningún comentario. Pero lo reconoció. Era una réplica exacta del bordado que ahora colgaba en el nuevo dormitorio de Frieda.
—¿Es su casa?
Lubert asintió.
—¿Y ese hombre es usted?
—Sí.
—¿Y la niña? ¿Es su hija?
—Frieda.
—Y su mujer.
Él asintió.
—¿Falta algo?
Él hizo un gesto de negación.
—No. Está… todo allí.
—Siéntese, coronel.
Lewis ocupó la única silla que había al otro lado del escritorio de Donnell y Burnham. Todavía estaba caliente del anterior ocupante. Los dos hombres se hallaban de pie; al parecer necesitaban estirar las piernas y tomar el aire tras una larga jornada de interrogatorios. Era evidente que, en ese tándem interrogador, el papel de Donnell era el de proporcionar un preámbulo y realizar las formalidades mientras que el de Burnham era observar y esperar.
—Sentimos lo de Barker —empezó Donnell—. Estamos haciendo todo lo posible para dar con su asesino. Tenemos algunas pistas. Hemos arrestado a varios insurgentes, entre ellos a Frieda Lubert.
—¿La han interrogado?
—Hemos empezado —respondió Donnell—, pero hemos tenido que interrumpir la sesión. Se ha quejado de retortijones. El médico está ahora con ella.
Debían de haberle tendido una encerrona, pensó Lewis. Burnham tenía sus instrumentos de tortura esparcidos sobre la mesa: las fotografías de las atrocidades nazis. Campos de concentración, linchamientos, experimentos. Lewis reparó en una de las fotos: una chica desnuda y aterrada, de la edad de Frieda, mirando a un asaltante oculto cuya invisibilidad lo hacía aún más espeluznante.
—La encontramos en una de las casas requisadas de Elbchaussee. Los insurgentes la utilizaban como centro de operaciones.
—¿La han declarado culpable? —preguntó Lewis.
—¿Culpable? —preguntó Donnell.
—De todo esto. —Lewis señaló con la cabeza todo el grotesco collage.
Esas palabras dieron entrada a Burnham.
—Usted cree que es burdo, coronel, pero sigue siendo una prueba de fuego simple y efectiva: algunos no pueden mirar; otros miran y desvían la mirada, y otros se quedan mirando. Unos miran y lloran, otros miran y disfrutan, y otros, miran y se ríen. Y entre medias hay todo un abanico de reacciones. Me he fijado en que usted ha mirado y ha apartado rápidamente la vista, una reacción que sugiere un comprensible cansancio hacia el tema, pero también cierta apatía a la hora de enfrentarse con el mal que se le presenta…, o una inclinación a fingir que no existe.
Burnham echó la parrafada con un tono neutral, como si fuera un hecho empírico. El capitán Donnell, que seguramente la había oído antes, asintió con sumisión.
—¿Y cuál ha sido la reacción de fräulein Lubert? —preguntó Lewis, buscando la pitillera. Estaba más nervioso de la cuenta, y un poco asustado ante el enfrentamiento inminente.
—No las ha mirado. Se ha obstinado en sostenerme la mirada.
—¿Quién ha parpadeado antes?
—¿Cómo dice?
—Olvídelo. ¿Cree entonces que está relacionada con este asunto?
—Sabemos que lo está —respondió Donnell—. Tome. Lo encontraron en la casa. —Donnell sacó el expediente sobre el desmantelamiento que Lewis creía haber extraviado y se lo pasó deslizándolo por la mesa—. Junto con otras muchas pruebas incriminatorias. —Miró sus notas—. Era como un pequeño drugstore. Tarjetas de racionamiento, chicle, penicilina, quinina, sacarina, sal, cerillas, piedras de mechero, condones. Tenían de todo, hasta una maleta llena de terrones de azúcar.
Lewis miró el expediente pero no lo tocó. Abrió la pitillera, sacó un cigarrillo y lo encendió.
—¿Y qué demuestra eso?
—Ella confesó que lo había robado —respondió Burnham—. Y mucho más todavía.
El modo de proceder de Burnham era interesante. Como un jugador de cartas, la impasibilidad de su expresión aumentaba con la certeza de llevar ventaja.
—Frieda Lubert pertenecía a un grupo encabezado por el que aspiraba a ser su asesino. A juzgar por el modo en que ha hablado de él, estaban muy unidos. Afirma no saber nada de los planes que tenía él de asesinarlo, pero es poco probable. Se llama Albert Leitman. —Donnell le tendió una fotografía a Lewis—. Frieda la llevaba en la billetera cuando la detuvieron. Al final de la guerra fue destinado con la batería antiaérea de Alster en Schwanenwik.
Lewis miró la fotografía y se sintió fatal. Luciendo el uniforme de artillero antiaéreo con el pelo engominado, Albert sonreía orgulloso sobre una plataforma de tiro. Un joven atractivo y orgulloso, dispuesto a defender a su país.
—Parece reconocerlo, coronel —observó Burnham—. ¿Conoce a este hombre?
—A mí me parece más bien un niño.
—Hombre o niño, disparó a su asistente. Y creemos que él y su grupo son culpables de los secuestros de camiones y de los robos de las propiedades del Consejo de Control. Coinciden con el perfil de otros grupos de insurgentes inspirados en el Werwolf que hay por la zona.
—¿Y cuál es ese perfil, comandante? ¿Malnutridos? ¿Huérfanos? ¿Menores de dieciséis años? Ella solo era una cría que estaba resentida. Alguien más fuerte que ella la manipuló, alguien que también estaba resentido.
—La historia de toda una nación: «Nos manipularon, su Señoría» —bromeó Donnell.
—Para tratarse de quien ha sido objeto de tanta amabilidad, da muestras de una singular falta de gratitud —dijo Burnham—. Nos acusa de haber destruido su país, su ciudad y a su madre. De haberle robado la casa. Se queja de todo…, hasta de su esposa.
—Rachael ha hecho un gran esfuerzo por ser amable.
—Quizá demasiado amable, según ella. Veamos. —Burnham consultó las notas que había tomado durante el interrogatorio—. «Frau Morgan trató de robarme a mi padre».
Lewis clavó la mirada en Burnham esperando averiguar si sabía algo más de lo que él sabía.
—Es evidente que está furiosa y desilusionada, y no hay que tomar demasiado en serio sus opiniones —continuó Burnham—. Pero parece ser que usted y su esposa no han sabido ganársela, coronel.
—Tiene quince años.
—Tanto usted como yo sabemos que la edad no da lugar a defensa. La marca que tiene en el brazo es suficiente para que la fusilen. —Burnham volvió a mirar sus notas—. «No puedo decirles dónde está. ¡Aunque me tuvieran aquí un millar de años no podría decírselo!» ¿Se ha fijado en que los fanáticos siempre piensan en bloques de mil años?
A Lewis le palpitaba con fuerza el corazón.
—¿Debo deducir de su silencio que no le interesa que capturemos a Leitman, coronel? ¿No quiere ver cómo lo llevamos ante los tribunales?
—Dígame, comandante. Si lo capturaran, ¿cuál sería la sentencia?
—La ley lo condenaría a muerte.
—¿Y eso lo complacería?
—En cuanto lo capturemos lo ejecutarán.
—Albert Leitman ya ha sido ejecutado.
La tranquila apariencia de Burnham por fin se alteró: un entrecejo fruncido, una extraña mirada de reojo a Donnell, un suspiro cansino.
—Lo perseguí hasta el Elba. Trató de cruzarlo pero el hielo empezó a romperse y cayó al agua. Lo vi morir.
—¿Le disparó?
—Se ahogó.
Donnell dejó de garabatear.
—A ver si lo entendido, coronel: ¿usted lo vio morir? ¿Está seguro? ¿No es posible que escapara o nadara hasta la otra orilla?
—Le dejé morir. Nunca lo olvidaré.
—Olvidó decirlo cuando denunció el incidente a la policía.
—Estaba… en estado de shock.
La mueca desdeñosa con que Burnham reaccionó ante sus palabras le pareció extrañamente tranquilizadora. Lo presionó.
—Comandante, recuerdo que en cierta ocasión usted mencionó que quería reconstruir la psique de esta gente brutalizada. ¿No es eso lo que dijo? ¿En el discurso a Shaw? «Doce años de ignorancia y analfabetismo los han convertido en animales».
Burnham no respondió. Fingió un aburrimiento que Lewis no se creyó.
—Doy por sentado que lo sigue pensando firmemente.
—En el caso de fräulein Lubert no habrá tiempo.
—Ya lo creo que habrá.
—No sea ridículo, coronel —protestó Donnell—. Ella ayudó al asesino. Tenemos pruebas.
—¿Va a hacer que la fusilen por robar un expediente? Mire, me gustaría proponerle un trato. Si la deja en libertad yo reconstruiré su psique en un solo día. —Lewis no esperó una respuesta—. Tengo aquí dos informes que he de presentar a De Billier. Barker estaba trabajando en ambos. Tratan de otros asuntos pero están relacionados. El primero es una lista de los pacientes desaparecidos de todos los hospitales y hospicios que aún no se han reunido con sus familias. Se ha realizado una labor ingente de la que solo me atribuyo el mérito de haberla promovido. Gracias a ella herr Lubert ha descubierto que su mujer está viva en un hospicio franciscano de Buxtehude. Una información que estoy seguro de que no querrá ocultar a una niña que cree que su madre ha muerto y que ha actuado movida por esa convicción. Me gustaría enseñarle esto a Frieda y llevarla a ver a su madre.
—Todo esto es muy interesante, coronel —replicó Burnham—. Pero no cambia el hecho de que fräulein Lubert es cómplice de un asesinato.
Había llegado el momento de jugar toda la mano.
—El otro informe tiene un interés más directo.
Lewis sacó de su maletín una carpeta azul y la deslizó por el escritorio. Burnham leyó el título: «Exportación no autorizada de objetos de valor procedentes de las propiedades alemanas». Abrió el informe sin exteriorizar ninguna reacción. Empezó a revisar las páginas pertinentes que habían sido solícitamente subrayadas por Barker. Lewis se había quedado anonadado con las cifras. Los Burnham no habían distraído una discreta cantidad de bienes; lo habían saqueado todo. Esperó a que Burnham dijera algo.
El comandante mantuvo la mirada baja mientras cerraba el informe y, aunque su expresión apenas reveló nada, Lewis notó cómo la balanza del poder se inclinaba hacia su lado del escritorio. Después de un largo silencio, el comandante parpadeó. Luego miró a Lewis. Era una mirada interrogante, llena de genuina curiosidad y perplejidad. Sostuvo el informe en la palma de la mano como si tratara de calcular lo que pesaba.
—Su capacidad para… dejar pasar las malas acciones de los demás no tiene límites. Es usted un auténtico… misterio para mí, coronel.
Quince minutos después Lewis se detuvo frente a la pesada puerta de la celda del centro de detención y miró a través de la rejilla. Frieda estaba acurrucada en un banco, con las rodillas dobladas contra el pecho. Parecía ilesa pero totalmente doblegada; una niña de quince años más que una insurgente peligrosa. El oficial médico que la había examinado no encontró ningún síntoma de malnutrición, edema, tifus o cualquier otra de las enfermedades que acosaban a sus compatriotas, pero pudo explicar los retortijones.
—No hay por qué preocuparse, señor, aunque sus padres tal vez piensen de otro modo. Está embarazada.
Cuando Lewis entró en la celda, Frieda se estremeció y se encogió. Para tranquilizarla, él se quedó en el umbral y le tendió una mano. Ella se arrimó a la pared y se sujetó las rodillas con más fuerza. La actitud desafiante y el resentimiento se habían desvanecido dando paso a un profundo miedo animal.
—Yo no lo sabía…, no sabía qué estaba tramando.
—Está bien. Ven conmigo.
—¿Adónde?
—A casa.
—¿Por qué?
—Bueno, porque es donde debes estar.
—Ya no es mi casa.
—Es mejor que esta.
—Pero ese hombre dijo que iban a meterme en la cárcel.
—He dejado el coche en Ballindamm. Te espero fuera.
Lewis dejó a Frieda mirando fijamente la puerta abierta. Le dijo al guardia que la dejara salir cuando quisiera y se fue. En las escaleras del centro de detención encendió un cigarrillo y mientras esperaba observó cómo dos jóvenes botaban un velero en las recién derretidas aguas del Binnenalster. La Jungfernstieg estaba llena de transeúntes y todos iban a alguna parte, se movían con determinación. Cien vidas tomando decisiones, cometiendo errores, cerrando tratos, llegando a acuerdos, concertando citas, haciendo promesas.
Al cabo de un cigarrillo Frieda apareció en la entrada. Se detuvo a unos metros de él. Lewis pisó la colilla, le indicó por señas adónde iba y echó a andar. Caminó unos pasos por delante, comprobando si ella lo seguía pero dejando que guardara las distancias, jugando a fingir que no iban juntos para que ella no se sintiera más avergonzada de la cuenta.
Al final de la Jungfernstieg había una flamante tienda de madera pintada de blanco con el techo de hierro ondulado que vendía caramelos y tabaco. Lewis se detuvo y compró una bolsa de caramelos de menta para el viaje y un ejemplar de Die Welt. En la portada había una toma aérea de Heligoland bajo el titular: «La isla se prepara para la gran explosión». Leyó el primer párrafo: «Los restos de la maquinaria bélica nazi serán destruidos en una sola explosión potente».
Frieda se había parado a unos metros de distancia. Lewis se guardó los caramelos en el bolsillo sabiendo que ella los rechazaría si se los ofrecía abiertamente. Un gran convoy de camiones cargados de escombros cruzó la calle. Se oía el repiqueteo de la grava y la tierra al caer al suelo. Esperaron a que los camiones pasaran y cruzaron la calle hacia el Volkswagen cubierto de barro de Lewis. Él sostuvo la puerta abierta a Frieda y le dio los caramelos.
—Son para ti.
Ella los cogió y se subió.
Condujeron hacia el sur y luego hacia el este, pasando por los enormes almacenes de HafenCity, y siguieron las aguas del Elba del norte hasta que llegaron a las tierras baldías de Hammerbrook.
Frieda guardó silencio, acurrucada en su asiento y dando la espalda a Lewis. Cuando enfilaron la Autobahn a Buxtehude, ella se irguió.
—No es por aquí.
—Lo sé.
—Está yendo en sentido contrario. Mi casa está por allá.
—Lo sé —repitió Lewis—, pero vamos a ir por otro camino.
—Pero no se va por aquí. Es más largo.
—Confía en mí. Este camino es mejor.