13

Lewis se despertó con la cara apoyada contra la ventanilla del asiento del copiloto y vio un hilo de saliva en el cristal. Sentado al volante del Mercedes, Barker lo miró entre divertido y preocupado.

—¿Se encuentra bien, señor?

—He tenido una pesadilla —respondió él, secándose la boca e irguiéndose—. ¿He dicho algo?

—Ha gritado un par de veces.

—Espero no haber revelado ningún secreto de Estado.

—Llamaba a su mujer.

En cuanto Barker lo había recogido en el cuartel general, Lewis se había quedado dormido, arrullado por el oceánico movimiento del coche. En sus ensoñaciones la Villa Lubert se alzaba ante él, inmersa en una estación del año en la que nunca la había visto: el césped de un verde exuberante y todo en flor; los parterres llenos de narcisos. Pero la escena era demasiado vívida, había algo misterioso en el modo en que los narcisos dominaban el cuadro.

—¿Cuánto rato he dormido?

—Diez minutos.

Lewis se frotó la cara y se dio unas bofetadas.

—Me han parecido horas.

Durante la guerra, una cabezada así lo habría reanimado y le habría permitido aguantar varias noches sin dormir, pero ahora se sentía profundamente agotado. En Heligoland había empezado a experimentar una fatiga desconocida. Al principio la atribuyó a la desagradable humedad del aire y al hastío que le producía la inútil misión de supervisar los preparativos para la mayor explosión no nuclear de la historia. Pero desde que se habían marchado de la isla las cosas habían ido de mal en peor. Solo podía describirlo como un dolor sordo y continuo en la médula ósea, semejante a aquel del que se había quejado Rachael tras la muerte de Michael.

—¿Todo en orden?

—Más o menos como lo dejó, señor.

—Entonces vamos mal.

—De pena, señor. —Barker sonrió.

A Lewis no le habría importado estar con Barker en Heligoland. Cuando Ursula se marchó a Londres, y Kútov, Ziegel y Bolon vieron todo lo que necesitaban ver, los días empezaron a transcurrir muy lentamente.

—El Consejo de Control ya no es tan estricto con la confraternización. Están revisando el Fragebogen, ahora que los chicos de Inteligencia van a tener que concentrarse en el este. La gran noticia es la dotación de ayuda que los estadounidenses están proponiendo. No recuerdo la cifra de lo elevada que era. A los rusos no les gusta. Parece ser que nos encaminamos hacia dos Alemanias. Aún no me ha dicho qué quería el general, señor.

Lewis seguía asimilando las implicaciones de lo que había querido el general.

—Ofrecerme un empleo.

—¿Lo ve? Recibe más elogios por destruir cosas que por reconstruirlas. ¿En Berlín?

—En Berlín.

Barker parecía un poco triste.

—Caray. El próximo frente. ¿Ha aceptado?

—Con dos condiciones: que no me hagan vivir con un ruso, un francés o un estadounidense.

—Tranquilo. Está lleno de pisos. —Barker bromeaba, pero no podía ocultar su decepción ante la perspectiva del traslado de su jefe—. ¿Y la otra condición?

—Que usted se venga conmigo.

Barker echó un vistazo a Lewis.

—Caray.

—No tiene que responderme ahora. Le doy cinco minutos.

—Caray.

Lewis vio en el asiento trasero un considerable montón de papeleo «pendiente» que Barker le había llevado para que lo revisara.

—¿Más expedientes para que los pierda?

—Lo siento. Pero hay un informe sobre la exportación ilegal de bienes que es urgente. Aparecen nombres conocidos. Es un asunto… desagradable. De todos modos, es algo que puede mirar en el cuarto de baño.

Un cuarto de baño era lo que Lewis necesitaba. En unos minutos habrían llegado; el Mercedes ya estaba pasando por delante de las mansiones patricias de Klopstockstrasse. Volvió a abofetearse las mejillas para darles color y miró en el retrovisor si iba bien peinado. Le pareció que tenía muy mal aspecto. Llevaba el pelo más largo de lo que establecía el reglamento y hacía varios días que no se afeitaba. Además, la más mínima falta de sueño le dejaba unos ojos radiantes, grandes y redondos. Nunca le había gustado su aspecto —le parecía que tenía la nariz un poco larga y la cara demasiado delgada— y siempre le había sorprendido que Rachael lo elogiara. Aunque nunca había necesitado que ella lo hiciera, mirando ahora su cara cansada en el espejo se descubrió a sí mismo deseándolo.

El coche se adentró en la Elbchaussee y a su izquierda Lewis alcanzó a ver el río a través de los árboles. El Elba había permanecido congelado durante cien días —un récord que, según decían, nunca se superaría—, pero ya empezaba a correr algo el agua; había comenzado el deshielo.

—Debe de haber lamentado perder a frau Paulus.

—Whitehall me preguntó si conocía a una intérprete que estuviera dispuesta a trabajar en Londres y la recomendé.

—Lástima. No creo que las chicas de Berlín estén a su altura.

Lewis vio azafranes y campanillas de invierno en el suelo de un bosquecillo.

—¿Hay narcisos en Alemania?

—Yo no he visto.

—Párese si ve alguno.

En el parabrisas apareció una grieta que se extendió como una telaraña. Lewis se imaginó que un guijarro o una piedra había golpeado el cristal; solo cuando el coche empezó a virar por la carretera advirtió que Barker estaba desplomado, con la cabeza echada hacia atrás y un orificio negro rojizo en la frente. Lewis agarró el volante, levantó la pierna de Barker del acelerador y puso el freno de mano; el coche se detuvo dando una sacudida, rozando un plátano y casi saliéndose de la carretera.

El asiento trasero y la ventana que había justo detrás de Barker estaban salpicados de sangre y tejido. Aun antes de buscarle el pulso en el cuello Lewis supo que estaba muerto. Se sentó de nuevo en el asiento e introdujo una mano en la guantera para coger su pistola. Al examinar la recámara se fijó en que tenía las manos manchadas de sangre, roja brillante y caliente. No se veía nada a través del parabrisas hecho añicos, de modo que miró hacia el otro lado de la carretera a través de la ventana lateral. Detrás de él, la Elbchaussee describía una curva y se perdía la visibilidad; por delante se extendía en línea recta, con árboles a cada lado, y unos metros más allá viraba a la derecha y se apartaba del río. El disparo debía de haber salido de una de las grandes casas de la orilla. A un centenar de metros vio una sombra cruzaba a todo correr la carretera y se dirigía hacia el río.

Se bajó del coche, se quitó el abrigo, lo arrojó sobre el asiento y salió tras ella. Corrió con todas sus fuerzas, dejando que la adrenalina encubriera el agotamiento y la falta de forma física, hasta que llegó al suave recodo que se alejaba de la carretera. Siguió la pendiente natural del terreno hacia el río, adonde la figura seguía dirigiéndose. Al llegar a la orilla, la figura empezó a cruzar andando el Elba congelado, hasta que una de sus piernas partió el hielo. Regresó a la orilla y continuó bordeando el río, buscando una zona donde el hielo estuviera más sólido. Cuando la encontró se dispuso a cruzar de nuevo el río, y, al mirar hacia atrás, vio quizá por primera vez que Lewis lo seguía. Apretó el paso y empezó a deslizarse sobre el hielo. De la delgadez de su cuerpo y la agilidad de sus movimientos, Lewis dedujo que se trataba de un muchacho. No debía de tener más de diecisiete años.

Lewis había dejado de correr y caminaba a buen ritmo. Tenía un dolor intenso en el hombro y se notaba el pulso en el cuello. Cuando llegó a la orilla el joven ya había dado un centenar de pasos sobre el río. Lewis se inclinó y, apoyando las manos en las rodillas, trató de recuperar el aliento. Ya había examinado la recámara del arma pero volvió a hacerlo. Todavía tenía seis balas. Seis oportunidades de matar a quien había matado a Barker.

El joven se había detenido en mitad del río y miraba con cautela la superficie que tenía ante sí, tanteando con una bota. El hielo cedió de nuevo y él saltó hacia atrás. Luego se oyó el ruido de más hielo partiéndose por el centro del cauce, que crujió como una vieja puerta. Lewis observó cómo el joven buscaba otra forma de cruzarlo. Ante él se resquebrajó otra sección de hielo. No había modo de seguir avanzando.

Lewis notó que se le enfriaba el sudor sobre la piel. Se sentía incorpóreo y se sentó en el tronco de un árbol talado. El joven no podía ir a ninguna parte y, por lo que Lewis vio, no iba armado. Esperó a ver qué hacía. El joven empezó a dar vueltas sobre el hielo, lleno de energía nerviosa. Luego se puso a gritar en alemán:

Guten Morgen, Morgan! —gritó, riéndose de su propia broma y repitiéndola varias veces hasta que Lewis entendió lo que implicaba. ¿Cómo sabía su nombre?—. ¡Estoy aquí!

El joven extendió los brazos, ofreciendo un blanco más amplio. Se había detenido al límite del alcance de un arma. Desde allí Lewis podría haberlo alcanzado, pero si realmente quería asegurarse debía apostarse sobre el espigón de hielo sólido que se adentraba en el río y disparar desde allí. Sin embargo, se quedó donde estaba mientras su respiración volvía a la normalidad. Tenía la sensación de ser un espectador en un acontecimiento deportivo de invierno.

—¡Vamos, coronel!

Lewis no quería dispararle. Pero quería que muriese.

—Esa bala era para usted, coronel. Pero no importa. Sus amigos son mis enemigos.

Llegó otro crujido, esta vez procedente del hielo sobre el que se encontraba el joven.

—Se está fundiendo el hielo. ¡Ya es hora de que se vayan de Alemania! ¡Esta es mi tierra! ¡Y este es mi río! ¡Y este es mi cielo!

El joven daba vueltas por la plataforma de hielo, hablando atropelladamente. Era todo un espectáculo. No paraba de reírse y hacer gestos como un loco, y de soltar gallos de adolescente a causa de la emoción. Pero cuanto más parloteaba, más le frustraba e irritaba el silencio de Lewis. A este le pareció percibir miedo en su voz y continuó sin pronunciar palabra, dejando que el miedo hiciera mella en él. Era una sensación agradable.

—Venga a arrestarme.

De distintas partes del río llegaron ruidos semejantes a pulsos de sónar. El agua a sus pies y el sol sobre su cabeza conspiraban para partir el hielo. Lewis cerró los ojos por un instante. El sol le había dejado improntas en la retina y parpadeó hasta que desaparecieron. Durante unos segundos resaltó la silueta del joven, que de pronto empezó a dar pequeños brincos a medida que la plataforma de hielo que tenía debajo se fragmentaba en una docena de pedestales. Saltó al que le pareció más grande, un témpano del tamaño de una puerta, y cayó de pie con los brazos extendidos a ambos lados del cuerpo para recuperar el equilibrio. Pero el témpano no soportó su peso y lo arrojó al agua helada; el joven trató de asir el aire con las manos hasta que se hundió. Gritó a causa del impacto del agua fría e intentó en vano aferrarse al pedestal. Luchó durante unos segundos para mantenerse a flote y luego nadó hacia el borde del siguiente témpano. Trató de subirse al pequeño bloque pero este no paraba de inclinarse. Lo intentó una y otra vez, y tras el tercer intento se rindió y se quedó flotando en el agua negra.

—¡Socorro! —Ya no había bravuconería, solo miedo—. Coja una rama. ¡Árbol! —Y esa última palabra la dijo en inglés.

Pese a la distancia Lewis percibió el temblor en su voz. Mientras lo observaba le embargó una vaga tristeza ante su indiferencia hacia el joven.

—¡Por favor…, coronel!

En menos de un minuto el tono había pasado del desdén desafiante al pánico y la súplica.

—¡Árbol! —gritó de nuevo en inglés.

El joven ya estaba a unos veinticinco metros del embarcadero. Si Lewis quería salvarlo tenía que coger la rama inmediatamente. Pero había quedado paralizado por una antigua justificación; una justificación que se había esforzado en rebatir toda su vida. Ojo por ojo. Joven por joven. Así era como todavía funcionaba el mundo.

Sin apenas aliento, las palabras del joven llegaron una a una.

—¡Frieda! La. Conoce. ¡Frieda!

El nombre fue asimilado poco a poco.

—Frieda… Mi… auténtica… dama… inglesa…

Lewis observó contando los segundos. Pronto acabaría. El joven se había mantenido a flote durante mucho más tiempo del que parecía posible con aquel frío, y empezaba a desplazarse muy despacio con la corriente, alejándose hacia el centro del gran río. Lewis oyó jadeos de impotencia. El joven emitió un último gemido —la palabra sonó como Mutti— y se hundió.

Lewis se quedó mirando la superficie del agua. Observó el río y oyó el estrépito que acompañaba la formación de estrías, el gran movimiento del deshielo a medida que se recuperaba de la glacial ocupación. Mientras lo observaba pensó que había cosas que hacer pero que para él habían terminado. Notó que algo se rompía en su interior. Siguió contemplando el horizonte, consciente de su propia desintegración. Él era como el parabrisas rajado por un tiro. Si lograba llegar a casa antes de que nadie lo tocara quizá podría evitar que se hiciera añicos.

El dolor en el hombro de Lewis se hizo más intenso. Era la punzada que siempre notaba después de correr mucho, agravada por la edad y el exceso de tabaco. Se lo frotó e hizo movimientos rotatorios con el brazo para aflojarlo, pero el dolor agudo persistió. Ya falta poco, se dijo. Ya falta poco.

Hasta ese momento se había mantenido entero. Incluso cuando examinó el cuerpo sin vida de Baker, que tenía los capilares de los ojos rotos, y mientras daba el parte al policía militar que había encontrado al regresar al lugar de los hechos. De algún modo había evitado vincular ese cuerpo desplomado con el de Barker, por quien tanto afecto había sentido. Sin embargo, al llegar a las puertas de Villa Lubert ya no sabía qué pretendía exactamente mantener intacto.

Se había ido hacía dos meses dejando la casa blanca inmaculada y de ensueño, pero la cruda transición del invierno a la primavera había formado claros de césped en la nieve, y un mantillo de marrones, grises y negros en medio de la blancura. Entró por la puerta lateral y se alegró de que no hubiera nadie para recibirlo. Se quitó el abrigo y se frotó la cara sin saber muy bien qué hacer a continuación: quería sentarse, quería prepararse una taza de té, quería fumar, quería tomarse una copa, quería ver a Edmund y a Rachael…, pero aún no. Se sirvió un whisky, se lo bebió de un trago y dejó que el ardor del alcohol lo reanimara un poco. Se sirvió otro y subió las escaleras.

Encontró a Edmund de pie frente al tocador de su dormitorio, admirándose en el espejo. Llevaba un jersey de críquet como el de Michael excepto por el ribete del cuello en pico, que era de color turquesa. En solo dos meses su único hijo había crecido. Lewis quería abrazarlo.

—Ed.

—Papá. —Edmund sonrió, pero parecía avergonzado de que lo hubiera sorprendido mirándose al espejo.

—Qué jersey más bonito.

—Es un regalo de la tía Kate. Lo ha tejido ella.

Lewis se dio cuenta de que se estaba apoyando en el marco de la puerta. Las escaleras le habían dejado las piernas doloridas. Nunca se había desmayado, pero de pronto se preguntó si la sensación de ligereza que notaba en los brazos era un indicio de que iba a hacerlo.

—¿No está mamá?

—Creo que vuelve hoy de Kiel.

—¿Ha ido a ver a los Buckman?

—Sí.

—¿Qué tal ha ido todo?

—Muy bien. —Su hijo lo miraba con cierta alarma—. ¿Estás bien, papá? ¿Te has cortado?

—He tenido… un accidente… No es nada. —Lewis se miró la sangre de las manos. Tenía peor aspecto de lo que pensaba. Le urgía sentarse. Ya.

—¿Entonces te has hecho cargo de todo en mi ausencia? —le preguntó, sentándose en el sillón.

—Sí.

—¿Y los Lubert están bien?

—Sí. Pero herr Lubert no está aquí… Creo que se ha marchado. Algo relacionado con sus credenciales. No estoy seguro.

—Entonces… ¿estás solo?

Edmund asintió.

—Siento… haber estado fuera tanto tiempo. He vuelto a perderme la Navidad.

—No te preocupes. ¿Volasteis muchas cosas?

—Unas cuantas fábricas. Y búnkeres para submarinos. Pero la mayor explosión está por venir. Quieren reunir toda la munición que tenía Alemania después de la guerra y hacerla estallar. El impacto llegará hasta Londres. Puede que hasta la tía Kate la note en Berkshire.

Lewis sacó la pitillera del bolsillo de su abrigo. Era el primero del día y se mareó con la primera calada.

—¿Mamá te regaló esa pitillera?

—Sí.

Lewis se la tendió. Edmund la abrió y miró la fotografía de Michael. Llevaba el jersey de críquet.

—¿Por qué no llevas una foto mía? —preguntó sin rodeos.

Lewis no estaba seguro de saber siquiera la razón, pero se dio cuenta de que estaba a punto de mentir para arreglarlo.

—¿Es porque Michael murió? —le preguntó Edmund, acudiendo en su auxilio—. ¿Y necesitabas recordarlo?

—Sí… Eso es. No necesitaba una foto tuya, Ed. A ti tengo.

Edmund pareció aceptarlo.

Lewis empezó a fijarse en que la ropa esparcida por el suelo no había sido arrojada al azar sino que obedecía a una topografía intencionada. Siguió el bulevar de calcetines que comunicaba la casa de muñecas con el jersey isla, y vio el coche Lagonda en la carretera que había entre medias.

—¿Qué está pasando aquí?

Edmund pareció cohibido.

—Solo es un juego estúpido.

—Parece divertido.

—El coche se supone que es tu Mercedes. La casa Dinky no los fabrica, de modo que es un Lagonda. Y eso de allí es Heligoland. —Edmund señaló el montón de jerséis y camisas, con un solitario soldadito de plomo en la cima.

—¿Ese soy yo?

Edmund asintió.

Lewis miró de nuevo la casa de muñecas. Vio a los dos muñecos niños en el dormitorio, y a los dos muñecos adultos, un hombre y una mujer, inclinados sobre el piano del piso de abajo.

—¿Entonces estos son mamá y herr Lubert… tocando el piano?

—No los he puesto yo allí sino Frieda…, ella los cambió de sitio. —Edmund se ruborizó y luego se enfadó consigo mismo por señalarlo siquiera.

Lewis miró los muñecos que representaban a Rachael y a Lubert, y asintió.

—Parece un hogar feliz. Todos parecen llevarse bien, que es lo importante.

Ya era de noche cuando Rachael llegó a casa. Había tres luces encendidas: en el salón, en el cuarto de Frieda del piso de arriba y en el suyo. Tenía la impresión de que la casa la miraba con los ojos entrecerrados. La oscuridad convertía en una mueca sonriente las rendijas del balcón. El Mercedes de Lewis no estaba en el camino, pero la perspectiva de volver a verlo la llenó de nerviosismo.

Heike salió a recibirla al vestíbulo y se inclinó para llevarle la maleta. Se la veía aún más alterada que de costumbre, mirando nerviosa hacia el salón. A Rachael le pareció oír a alguien tocar la obertura de una sola nota en staccato de «El rey de los elfos».

—¿Todo bien, Heike?

—El coronel… —respondió ella, y miró de nuevo hacia el salón.

Rachael le dio el abrigo.

—¿Está bien Edmund?

—Sí. Ya se ha acostado.

Rachael entró en el salón y encontró a Lewis inclinado sobre el teclado, con la frente apoyada en un brazo. No alzó la vista cuando ella se acercó; se limitó a seguir aporreando las teclas, intentando sin éxito tocar el arpegio que seguía.

—¿Lewis?

Él siguió sin alzar la vista, pulsando insistentemente la misma nota.

—¿Lew? ¿Por qué estás tocando eso?

Lewis dejó de tocar pero siguió apoyando la frente en el brazo. Estaba pálido, y Rachael se fijó en que tenía las mangas de la chaqueta manchadas de sangre.

—La primera parte es fácil. Pero la siguiente… No sé cómo lo haces.

Lo primero que pensó Rachael fue que de algún modo lo sabía… todo. Se acercó a él.

—¿Lew…? —Se sentó a su lado en la banqueta doble.

En el atril estaba la partitura de Warum? A Lewis le goteaba la nariz. Quería levantarle la cabeza y ver qué había en sus ojos, pero él mantuvo la cara vuelta hacia las teclas de marfil, dejando que los mocos cayeran sobre ellas.

—¿Qué ha pasado? Ha pasado algo…

Lewis se secó la nariz con la manga y Rachael vio la sangre seca en el dorso de su mano. La cogió entre las suyas; estaba helada.

—Tus manos. Tienes sangre…

—No es mía.

—¿De quién es? ¿Lew? Me estás asustando.

—De Barker… Ha insistido en conducir él… No debería haberlo dejado… La bala iba dirigida a mí.

—¿Qué bala?

—La del chico al que he dejado morir.

—¿Le has dejado morir? ¿A qué chico?

—Al chico que ha disparado a Barker. El chico… que conocía a Frieda…

Rachael no podía seguirlo.

—No vi el peligro. Pero estaba allí, justo delante de mis ojos. En mi misma casa.

Rachael le volvió la cara, obligándolo a mirarla. Ese Lewis sincero y destrozado era inquietante e hipnotizante.

—Lo he perseguido… Podría haberlo salvado. Pero lo he dejado morir… Quería que muriera… No por Barker…, sino por Michael…, por todo. —Lewis alargó las manos; la sangre de Barker era una constelación marrón rojiza en el dorso de ambas—. Me he equivocado, Rach. He perseguido una causa equivocada. Burnham tenía razón… Si confías en todo el mundo alguien paga por ello.

Rachael le rodeó la cara con las manos.

—No digas eso…

—Pero sabes que es cierto. Dímelo…, Rach. Dime: ¿He confiado demasiado? —La miró a los ojos.

—Sí… —Rachael le deslizó los dedos por la mejilla y le echó el pelo hacia atrás—. Pero… necesito que… confíes de nuevo. Necesito que lo hagas, Lew… —Lo besó en la frente, y dejó allí los labios y la nariz, inhalándole la piel.

—Perdóname.

—Soy yo la que debería pedirte perdón. Lo lamento mucho.

—Somos una pareja lamentable.

Rachael le atrajo la cabeza hacia su pecho.

—Descansa.

Lewis la dejó allí y ella la meció muy despacio. Casi nunca había visto llorar a Lewis. En una ocasión dijo que ella lloraba por los dos. Mientras lo mecía él emitió un gemido silencioso pero continuado: un sonido que ella no creía que él tuviera dentro, pero que reconoció enseguida, el sonido de quien llora la muerte de un hijo.

Lewis no podía levantarse de la cama pero tampoco podía dormir. El shock y el cansancio lo habían dejado paralizado; el odio a sí mismo y una especie de placentera desesperación lo mantenían despierto. Si era cierto que el ocioso y el diligente encontraban la muerte del mismo modo, ¿para qué molestarse? Lograría exactamente lo mismo allí tumbado que corriendo de aquí para allá. De hecho, teniendo en cuenta sus recientes esfuerzos, parecía razonable pensar que era más beneficioso para el mundo que nunca más se levantara. Recomponer las cosas y a las personas requería una energía y una paciencia que él ya no tenía, y unas creencias en las que ya no creía. Era mucho más fácil derribar que construir: una ciudad levantada durante más de un milenio podía ser arrasada en un solo día; la vida de un hombre terminaba en menos de un segundo. En los años venideros Edmund y sus hijos sabrían los nombres de los aviones y de los tanques, de las batallas y de las invasiones, y recordarían con facilidad las atrocidades de aquella época y las personas que las cometieron. Pero ¿alguno sería capaz de nombrar a un restaurador de brechas o a un reparador de muros derruidos?

Allí tumbado, Lewis se permitió entregarse a ese solipsismo. Resultaba casi satisfactorio. Tal vez se había equivocado de vocación. Debería haber sido poeta o filósofo, o quizá nihilista.

Olía a jabón de brea. Levantó la mano y vio que Rachael le había limpiado la sangre de los dedos. También le había quitado las botas y desabrochado los primeros botones de la camisa. En algún momento debía de haber descorrido las cortinas. En la luz que entraba por la ventana danzaban motas de polvo. Debía de haber dormido un poco, porque no recordaba nada de todo eso. Recordaba a Rachael sosteniéndolo en el piano, acariciándole el rostro y examinándolo como un tesoro reencontrado. ¿Qué lo había vuelto tan atractivo y preciado de pronto a sus ojos? ¿El hecho de que hubiera estado a punto de morir? Ella le dijo que había cometido un error terrible. También le dijo que habían encontrado a la mujer de herr Lubert. Luego, sin recurrir a códigos o al arropamiento de una palabra cariñosa, le dijo que lo quería, un verbo que ella no utilizaba a la ligera; de hecho, no lo había utilizado desde… ya no se acordaba.

Se abrió la puerta y Edmund entró con la bandeja del desayuno: un huevo pasado por agua en una huevera de plata, una rebanada de pan cortada en forma de soldados y una taza de té. Cruzó despacio la habitación, concentrando todos sus esfuerzos en no derramar una gota. Lewis se incorporó y dobló las rodillas para hacer sitio a la bandeja. Le dolía la parte inferior de la espalda y tenía agujetas en las piernas a causa de la persecución.

—Mamá me ha dicho que te despierte al mediodía. Para recordarte que tienes que ir al cuartel general.

—¿Ya son las doce?, caramba.

Edmund esperó, observándolo.

—¿No vas a comerte el huevo? Lo he preparado yo. Greta me ha enseñado.

Lewis cogió un cuchillo y estaba a punto de golpear el extremo estrecho cuando se acordó y le dio la vuelta.

—Mamá también es del bando del extremo ancho. Todos lo somos.

Lewis rompió la cáscara y hundió la cabeza del soldado de pan en la yema, que estaba en su punto.

—Perfecta. Exactamente como me gusta.

—Herr Lubert es del bando del extremo estrecho. Y Frieda también. Me pregunto si la señora Lubert también lo será.

—Pronto lo averiguaremos.

Lewis hundió los soldados en la yema y se los fue comiendo, luego tomó con la cuchara la clara cocida.

—¿Papá? ¿Es lo mismo pensar algo malo que hacerlo?

A Lewis le pareció una de esas preguntas que merecía una buena respuesta.

—Depende. A ver, ponme un ejemplo.

—Bueno, cuando contaste que ayer casi te mataron, pensé… que me alegraba… de que hubiera muerto el capitán Barker y no tú. Aunque fuera triste.

Lewis dejó la bandeja a un lado y le hizo señas para que se sentara. Su hijo se acercó, y Lewis le rodeó su cara ovalada y cubierta de vello con las manos y lo besó, pero no lo hizo en la frente sino en el puente de su nariz y Edmund se escabulló avergonzado.

—¿Eso es malo?

—No es malo, Ed. Lo malo es que… te vieras en la situación de pensar algo así.

—¿Tú tienes malos pensamientos?

—Sí, tengo malos pensamientos. Hoy ya he tenido varios.

—¿Muy malos?

—Bueno, se me ha pasado por la cabeza no levantarme de la cama, porque todo seguiría igual aunque no me levantara. Ya no quería seguir ayudando a la gente. He empezado a pensar que no íbamos a ninguna parte, ni yo ni nadie. No quería ayudar a Alemania. Ni a los británicos. Ni a herr Lubert. Ni a Frieda. Ni a mamá. Ni a ti. Ni a mí mismo. Quería tirar la toalla. Ahora ya lo sabes. ¿Crees que es malo?

Edmund no parecía seguro.

—No vas a hacerlo, ¿verdad?

—Quizá durante unos minutos.

—No serías tú.

—No.

—¿Sabías que han arrestado a Frieda?

—No, no lo sabía.

—¿Tienes idea de qué le harán?

—¿Qué crees que deberían hacer?

Edmund pensó.

—Si supieran que su madre está viva…, quizá la pondrían en libertad.

Al cuerpo de Inteligencia no les iría mal un chico como ese, pensó Lewis. Les ahorraría meses de trabajo y montañas de papeleo. Le entraron ganas de besarlo de nuevo, de abrazarlo como hacía cuando era pequeño. Pero dos besos en un día le pareció demasiado.

—¿Has decidido qué vas a hacer? —le preguntó Edmund.

—Creo que sí. Pero tendrás que darme la mano.

Lewis alargó una mano. Edmund la cogió entre las suyas y tiró de su padre para ayudarlo a ponerse de pie.