Ozi pagó a Hokker los mil cigarrillos y fue a recoger el arma al apartamento de un hombre llamado Grün que vivía en Altona. Grün era casi del color de su nombre; tenía la palidez de una taza barata, llevaba un traje cruzado y un sombrero como los de Hokker, y se esforzaba sobre todo por exhibir sus dos dientes de oro al encontrar muy gracioso todo lo que Ozi decía. El arma estaba envuelta en una manta, como un bebé, sobre un camastro de campaña en un rincón de su hediondo tugurio. Grün apartó la manta para enseñarle a Ozi la mercancía.
—Un Mosin-Nagant noventa y uno/treinta con una mira Carl Zeiss de cuatro aumentos. El sentido práctico ruso más la precisión alemana. Y viene con dos cajas de munición.
El arma era un objeto impresionante y de aspecto fiable; Ozi acarició el frío cañón y asintió con aire de experto, fingiendo ser un entendido en la materia.
—Parece bastante bueno.
Grün se rio de él.
—Ya lo creo que lo es. Es el fusil con que Rusia ganó la guerra. ¿Has traído mi propina?
Hokker le había dado instrucciones a Ozi de darle una propina en oro o joyas. Berti le había regalado un collar de granate, y él lo sacó del bolsillo y se lo entregó a Grün, que lo sostuvo bajo la bombilla desnuda.
—No son rubíes. —Mordió una piedra—. Pero servirá. —Satisfecho, se lo guardó en el bolsillo. Luego envolvió el arma con la manta y se la dio a Ozi—. ¿Qué piensas hacer con ella?
Ozi tenía órdenes expresas de Berti de responder que quería el arma para cazar.
—Cazar conejos. Puede que también pruebe con uno de esos gruesos cuervos que flotan por el río. ¿Por qué dejar vivir a esos cabrones cuando todos pasamos tanta hambre?
Grün miró a Ozi con escepticismo.
—¿No deberías estar en el colegio?
—Mi colegio es ahora un montón de ladrillos. Pero voy a las charlas de los tommies. Pregúntame cualquier cosa sobre el estilo de vida inglés. El rey de Vindsor. Lo sé todo.
—Sí, claro.
Ozi había llevado consigo su maleta. La abrió y puso el arma en diagonal en el compartimento superior. Luego metió las dos cajas de munición en la esquina y la cerró.
—Bueno, espero que caces unos bonitos faisanes con esa arma. No te vendría mal un poco de carne.
Ozi cogió el tranvía hasta lo alto de la Elbchaussee y luego echó a andar por la carretera hasta la casa de Petersen. Mientras caminaba empezó a preguntarse para qué era el arma en realidad, y cuanto más pensaba en ello más le pesaba la maleta. Tenía que detenerse cada cien pasos para cambiarla de mano y frotarse el surco rojo que le había dejado el asa. Berti estaba tramando algún ataque contra un tommy. No quería decírselo a nadie pero era algo serio. Ozi había tratado de explicarle que los tommies no eran tan malos, pero no era fácil lograr que cambiara de opinión. Tenía el corazón de piedra. ¿No era eso lo que había dicho su madre? Era lo que pasaba cuando no podías olvidar una atrocidad: te volvías de piedra. Berti no podía olvidar lo sucedido en las redadas nocturnas, cuando vio a su amigo Gerhardt cabeza abajo. No podía perdonar a los tommies por eso o por lo que le había ocurrido a su madre, sus primos y sus tíos, y a todos los demás en la gran tormenta de fuego. La medicina lo había ayudado, pero seguía teniendo pesadillas. Y no dormía lo suficiente. Quizá esa medicina más potente le sirviera.
Ozi cogió la maleta y siguió avanzando por la carretera, discutiendo en voz alta.
—Podría lanzar el arma al río y decirle a Berti que me han perseguido unos tommies.
Berti se enterará.
—Podría tirarla y largarme de Hamburgo.
Irá a por ti.
—Podría advertir a Edmund. Ir hasta las verjas de su casa cuando nadie mire.
Demasiado peligroso. Si Berti se entera>…
—¿Quién puede detenerlo?
Solo hay una persona capaz de detenerlo.
—¿Quién?
Yo.
—No te oirá. Sabes que yo soy el único que puede oírte, Mutti.
Reconocerá mi voz. Si me ve se lo pensará mejor… Deja que hable con él.
—Sí, a ti te escuchará. Para ti todavía es el pequeño Berti que lloraba por las noches y nos hacía reír cantando canciones bajo el agua. El Berti que se ponía tebeos dentro de los pantalones cuando sabía que iba a recibir una paliza. Y que tenía la sonrisa de Lew Ayres. Hace varios inviernos que no veo sonreír a mi hermano, pero por ti, Mutti, sonreirá.
Ozi encontró a Albert dormitando en un sillón que había empujado hasta la chimenea del comedor. A juzgar por la posición del brazo y la sonrisa remota, acababa de inyectarse la nueva medicina.
—Eh, Berti.
Albert no lo oyó entrar. Ozi prefería los tiempos en que tomaba la vieja medicina; al menos lo había conectado con el mundo; la nueva medicina lo alejaba.
—No está preparado. Hagámoslo en otro momento.
Tiene que ser ahora.
—Pero míralo. Tiene esa mirada de dopado. Confía en mí, Mutti, no te interesa hablar con él cuando está en este estado.
¡Tiene que ser ahora!
Albert abrió un ojo y se irguió.
—¿La tienes?
—La tengo, Berti. Es un arma que reúne el sentido práctico ruso y la precisión alemana.
—¿Le has dicho que era para cazar?
—Le he dicho que era para cazar, tal como me has pedido.
—¿Dónde está?
Ozi abrió la maleta, levantó el arma envuelta en la manta y la puso a los pies de su hermano, quien se echó hacia delante en el sillón para examinarla. Le temblaban las manos y tenía la cara brillante. La desenvolvió, la cogió por la culata y se la llevó al hombro. Apuntó el cañón a la pared, el techo y por último a Ozi.
Ahora que tiene el arma no querrá hablar, pensó Ozi.
Confía en mí.
—¿Te ha visto venir alguien? —preguntó Albert.
—Ni siquiera me ha oído a mí, Mutti. ¿Cómo te va a oír a ti?
Deja que me vea.
—¿Con quién estás parloteando? —preguntó Albert.
—Con nadie.
—Sí. Estás hablando contigo mismo. ¿Sigues hablando con mamá?
—No.
—Sí. Te he oído llamarla.
Deja que me vea ahora.
Albert se levantó y se acercó a Ozi, apuntando todavía el arma mientras ajustaba la mira.
—Quiere hablar contigo, Berti. Dice que sigues siendo el mismo niño que sonreía y se reía, y recogía todas las botellas de Hammerbrook. Dice que sabe que viste algo feo…, pero cree que este plan de hacer daño a un tommy no está bien. Tiene que ser un ruski. O un francés. O un piojoso desplazado de Silesia.
—Eso cree ella, ¿eh?
—Sí. Vamos, Berti. —Ozi lo atrajo de nuevo hacia la maleta—. Ven a ver.
Albert se acercó a ella.
—Debajo de la parte superior.
Con el morro del arma, Albert levantó la tapa dejando ver lo que había en la parte inferior de la maleta.
Ahí estaba la cabeza y el tórax de un cuerpo semiesquelético y semifosilizado, el cadáver momificado y encogido de una persona que se había visto sorprendida en una particular fase de la tormenta de fuego, con un faldón de bautizo de niña que se había vuelto amarillo por el tiempo y el confinamiento. Del cráneo gris marronáceo todavía colgaba algo de pelo negro, quemado y arrugado. Estaba encogido como el trofeo de un cazador.
—Bombenbrandschrumpffleischen? —le preguntó Albert—. ¿Por qué demonios cargas con esto?
—Es Mutti. Mírala, Berti. Es nuestra Mutti. La encontré en la puerta de la fábrica de café de Wendenstrasse tres días después de la gran bola de fuego. Tuve que ponerle ese faldón porque estaba desnuda y no me pareció bien. Y está rota. Las bombas de los tommies la empequeñecieron.
Albert se quedó mirando la muñeca de huesos.
—Solo es un viejo cadáver.
—Es ella. Mírala bien. Mira lo que tiene alrededor del cuello. —Ozi señaló la cadena de plata y la cruz fundidas—. Ella quiere verte, Berti. Y estoy seguro de que si la escuchas la oirás hablar… Puedes oírla. ¿Sabes lo que está diciendo ahora? La oigo. Dice: «Baja esa arma. ¡Olvida el pecado!». Como solía decir. ¿La oyes, Berti?
Albert miró el espantoso cadáver y empezó a temblarle la boca con furiosa repugnancia.
—¿Has oído eso? —le preguntó Ozi—. Ella habla de verdad.
—Loco estúpido —dijo Albert—. ¡Puto monstruo con el cerebro dañado por el fuego! —Sujetó a Ozi por las solapas del esmoquin y lo atrajo hacia sí en un cara a cara—. Has perdido la chaveta. ¡El calor te derritió los sesos! Está muerta. ¡Muerta! ¡Muerta! ¡Muerta! ¡Muerta!
Ozi siguió protestando.
—Pero sabes que ella tiene razón.
—¡No! ¡No tiene razón porque está muerta! No sabe nada de todo esto porque está muerta. No habla porque está muerta. Se fue. Adiós. ¡Muerta!
—Pero ella diría…, ella diría esto.
—No, no lo diría. Ella querría que yo lo hiciera. Como también lo querrían Gerhardt, y todos mis amigos y nuestros primos y tíos. Ella me escucharía a mí, no a ti. Siempre me escuchaba a mí. Yo era el predilecto. Tú eras un monstruo. ¡Naciste dentro de un saco!
—Ella decía que eso daba buena suerte.
—¡Ni siquiera quiso tenerte! Se lo oí decir a papá. Fuiste un error. Un mal cálculo…
Albert lo apartó de la maleta catafalco. Luego sacó el cadáver —liviano y frágil como una jaula de mimbre— y lo llevó hasta la chimenea. Una costilla se le cayó al suelo al levantarlo. Ozi se acercó dando traspiés, la recogió y se la metió dentro del cinturón.
—¿Qué estás haciendo, Berti? No la rompas.
Albert sostuvo el cadáver en alto y lo dejó caer sobre las llamas. La tela seca del faldón de bautizo era como la leña menuda de verano y enseguida ardió. Ozi trató de salvarlo de la pira, pero Albert lo empujó de nuevo hacia atrás y, plantándose como delante de la chimenea, observó la cremación hasta que los huesos se derrumbaron y su madre quedó reducida a cenizas.
—¿Estarás bien si te quedas aquí… y yo voy a Kiel, a casa de los Buckman?
—Sí, mamá. Me lo has preguntado tres veces esta mañana.
Rachael había descubierto que una aventura requería un andamio de mentiras, al menos hasta que la estructura era lo bastante firme para sostenerse por sí sola. Todos los días parecía necesario añadir otro tablón a la construcción. Y sus conversaciones con Edmund ponían a prueba más que cualquier otra cosa sus cimientos.
—Si no quieres no iré.
—Estaré bien.
—¿Serás bueno? No te alejes mucho de la casa. Y obedece a Greta y Heike, ¿de acuerdo?
—Sí, mamá.
Rachael no pudo contenerse de acariciarle la cara, el encantador vello suave que le cubría las mejillas y que algún día se convertiría en barba incipiente.
—¿Puedo volver a pasar las películas a Frieda? Me dijo que la que más le gustaba era la de Buster Keaton.
—Claro. Me alegro de que esté más simpática ahora.
—Antes tenía celos. Creo que es porque ella no tiene madre.
A Rachael le tranquilizó saber que Edmund todavía creía que merecía la pena tener madre.
—Mamá, ¿es cierto lo que dicen? ¿Va a haber otra guerra?
—Estoy segura de que no.
—¿Papá está intentando impedirlo?
—En cierto sentido, sí.
—¿Te importa que papá esté tanto tiempo fuera?
Lo preguntó de un modo bastante inocente, pero Rachael tuvo que pensar en el andamio.
—Sí. Mucho. —No sonó como una completa mentira—. ¿Por qué me lo preguntas?
—Ya no estás triste.
Rachael estaba segura de que la asombrosa perspicacia de Edmund iba más allá de ese don que es común a todos los niños; era una especie de consecuencia aberrante de las distracciones y, los fallos de ella, un talento que él había adquirido por necesidad. Eso la llevó a preguntarse si su negligencia había resultado beneficiosa para él.
—¿Mamá?
—¿Sí?
—¿Crees que herr Lubert está fuera de sospecha?
—Sí, estoy segura.
—No como herr Koenig.
Sonó el timbre de la puerta principal.
—No, no como herr Koenig.
—¿Pasa algo si me gusta mucho herr Lubert?
—… Claro que no. Será mejor que vaya a abrir.
Rachael encontró en el umbral a un capitán de cara angelical que tenía en los brazos un archivador con un paquete y varias cartas amontonadas encima. Había dejado su Volkswagen todavía resoplando en el camino de entrada. Ella aún no lo conocía, pero se figuró quién era por las numerosas descripciones que Lewis le había dado de su ayudante.
—¿Señora Morgan?
—¿Sí?
—Soy el capitán Barker. —Le estrechó la mano—. El suplente de su marido. O el suplantador, según cómo se mire.
—Encantada de conocerle. Lewis me ha hablado muy bien de usted.
—Dejará de hacerlo cuando vea qué he hecho con su departamento. De todos modos me ha pedido que le dé este recado. —El capitán estaba demasiado alegre para ser portador de malas noticias, pero una oleada de adrenalina la recorrió mientras él leía en voz alta una tira de telegrama que había encima del montón—. Me lo ha dictado esta mañana en el almacén de la Marina Real. «Retraso en Heligoland. STOP. Logística exige quedarme. STOP. Espero regresar 1 marzo. STOP».
No hacía tanto tiempo el corazón de Rachael habría dado un brinco de alegría al oír el cariño cifrado en el 1 de marzo —la fiesta nacional galesa de San David—, un día en el que Lewis siempre había procurado regalarle narcisos, como era costumbre en su tierra; ahora solo oyó lo que se ocultaba entre líneas: STOP qué estás haciendo. STOP mientras todavía hay tiempo. STOP antes de que sea demasiado tarde.
¿Lewis estaría de vuelta en unos pocos días? Llevaba dos meses fuera, pero para ella había transcurrido mucho más tiempo. El telegrama la obligó a regresar bruscamente a una cronología más real.
—Gracias.
—Y debería haberle traído esto antes. Se lo entrego con dos meses de retraso, pero más vale tarde que nunca…
Barker le dio las cartas y el paquete de papel marrón, que iba dirigido a Edmund. Era de la hermana de Lewis, Kate, quien a juzgar por el peso y el tacto había tejido el jersey de críquet que le había prometido. Pensar en su cuñada la confortó y al mismo tiempo la llenó de remordimientos. Sentía por ella un cariño especial.
—Y esto es para que el coronel se lo mire cuando regrese. —Dio unos golpecitos en la tapa del archivador antes de dárselo—. Solo es otro magnífico proyecto que él ha puesto en marcha. No quisiera que se hiciese humo. —Dio un paso hacia delante para ayudarla a colocar de nuevo el paquete en lo alto del montón—. ¿Quiere que lo lleve yo?
—No, gracias. Yo puedo.
Rachael se preguntó si Barker podía ver a través de la apariencia —segura, leal, con un interés pasajero en el trabajo de su marido— de la esposa del modélico coronel el torbellino de su interior.
—Lamento no haber pasado antes, pero no hay descanso para los malvados. Imagino que todo está tranquilo por aquí. Parece que lo está llevando bien.
—Nos arreglamos. ¿Qué tal todo… en el departamento?
—Bromas aparte, convendría que su marido regresara antes de que todo este maldito asunto se venga abajo. Él es como una de esas piezas esenciales que solo echas a faltar cuando las quitas.
Era duro oír un elogio así, pero las palabras afectuosas de Barker le infundieron una inesperada oleada de orgullo.
—Bueno, debo irme. —Mientras bajaba los escalones hacia el coche, señaló con una mano el cielo—. ¡Por fin hace sol!
Rachael notó el calor en la piel al contemplar cómo se alejaba. Soplaba el viento del oeste, no del este, y levantó la tapadera gris que habían tenido sobre la cabeza durante semanas, dejando el cielo del azul de la porcelana de Meissen.
Entró en la casa y llevó la correspondencia al estudio. Dejó el archivador encima del escritorio de Lewis y abrió las cartas: dos felicitaciones de Navidad, una de la madre de Lewis y otra de la hermana. La de su suegra era típicamente sobria y directa al grano; Lewis había heredado de su madre la fobia a los adornos. La de su cuñada —describiendo un petirrojo posado en la rama de un árbol o las luces enfermizamente amarillas de un pueblo idílico que brillaban en las laderas de las colinas…— era de mal gusto a propósito.
Dentro había una nota garabateada que decía así:
Queridísima Rach. Estamos en las garras del más crudo invierno. ¡Alan y yo nos hemos quedado atrapados cuatro semanas en un hotel de Trust Houses en Ross-on-Wye! No sé si te llegará algún día esta carta. Aquí hay muchas quejas. La palabra es austeridad. He oído decir que la vida allí es muy suntuosa. ¿Es cierto que tenéis criados? Nosotros nos morimos por ver el sol. ¡El hotel sirve comidas espantosas con una especie de triunfalismo sombrío que llega a ser odio a la humanidad y a las necesidades de la humanidad! De cualquier modo, y con mucho retraso, os deseo a todos feliz Navidad y próspero Año Nuevo. Al menos el tiempo invita a tricotar. ¡Espero que le quepa! Con cariño,
K. y A.
Kate era la única otra persona en el mundo que la llamaba Rach. Sentía un gran afecto por su hermano y eso le permitía salir impune cuando le tomaba cruelmente el pelo. El día que conoció a Rachael, miró a Lewis y exclamó: «¿Qué ha pasado, Lew? ¡Es la primera vez que traes a casa a una chica que no tiene dos cabezas y escamas!».
Rachael miró el archivador. ¿Qué había dicho Barker? «Otro magnífico proyecto que él ha puesto en marcha». Los afectuosos cumplidos del capitán parecían ir más allá de la mera admiración profesional. ¿Se lo había imaginado ella o había tratado de decirle algo Barker —algo que Lewis era demasiado modesto para enunciar—: que a su marido no se le valoraba debidamente?
Rachael abrió la tapa del archivador. El documento se titulaba: «Registro de personas desaparecidas. Hospicios y hospitales. Kreis Pinneberg», y sujeta a la primera hoja con un clip había una nota escrita a mano: «N.B. Véase expediente de paciente, pág. 27. ¿Algún parentesco? Quizá no sea nada. Barker».
Rachael sacó del archivador el documento, que tenía más de cien páginas, y buscó la página veintisiete.
Era el historial médico de un paciente. En la hoja mecanografiada había grapada una fotografía junto con unas notas: una toma granulada de una mujer sentada en una silla de ruedas, en un jardín tapiado, en verano, mirando de lado la cámara, como si posara para un retrato de una revista en lugar de para un historial médico. Aunque era más delgada e iba despeinada y sin maquillar, Rachael la reconoció inmediatamente como Claudia. La Claudia del retrato descolgado: las cejas pobladas, la resuelta inteligencia. Leyó las notas:
Ingresada en septiembre de 1944 después de ser dada de alta de un hospital en Buxtehude. Sufrió lesiones por onda explosiva. Inválida durante varios meses. Oído dañado. Empezó a hablar el año pasado. Sufre amnesia crónica pero está haciendo progresos de forma paulatina. La paciente recuerda algo de su vida. Da el apellido de Lubert. Dice que está casada. Tiene una hija. Y vivía junto a un río.
Rachael revisó de nuevo los datos, para cerciorarse y también para ganar un poco de tiempo, pero no llegó al final de la página; no le hizo falta. Se le había quedado grabada en la mente. Mientras miraba la fotografía, se sorprendió acariciando el rostro de Claudia.
—Eres tú.
Luego se hundió en la silla y lloró lágrimas agridulces por las señoras de la casa.
Rachael llevaba el sombrero ladeado y el cuello del abrigo levantado para reducir al mínimo las posibilidades de que la reconocieran. En la estación reconocía rasgos en el rostro de cada desconocido con que se cruzaba: el mozo podría haber sido Richard o su hermano gemelo, mientras que el corpulento empleado de la taquilla le recordó al capitán Barker.
—Dos billetes de ida y vuelta a Lübeck, por favor —dijo en alemán mientras enseñaba el pasaporte para sacar uno gratis.
Su alemán había mejorado mucho pero no era lo suficientemente bueno para impedir que el hombre se pasara a su idioma.
—¿Para quién es el otro billete?
—Para un amigo.
—¿Ya está aquí su amigo?
—Aún no. ¿Debo volver cuando llegue?
—¿Es inglés su amigo?
—Alemán.
El hombre examinó la documentación.
—¿Cuál es el motivo del viaje? ¿Negocios o placer?
—El motivo…
—Sí, el motivo.
—De placer.
—No hay ningún vagón para el personal de ocupación en este tren, de modo que lo compartirán con alemanes.
—De acuerdo.
—¿Se encuentra bien, señorita?
—Sí…, solo es… un resfriado.
—Aquí tiene. El billete para su amigo.
Rachael se sonó y fue a esperar, tal como habían acordado, bajo el reloj sin manecillas. Se puso la maleta entre las piernas, apretando las rodillas para sujetarla, pero al cabo de unos minutos le pareció que no estaba segura allí. La levantó y, deslizando el brazo a través del asa, la sostuvo en alto.
Encendió un cigarrillo. Los pájaros revoloteaban a un lado y otro del techo sin cristal de la estación. Fumar no la relajó en absoluto, de modo que tras apenas dos caladas tiró el cigarrillo al suelo del andén. Un hombre se agachó para recogerlo y ella se sintió tan mal por el despilfarro que le dio el resto del paquete con aire de culpabilidad.
Un grupo de personal militar británico pasó por su lado y ella retrocedió, bajándose el ala del sombrero. Le llegaron retazos de su conversación: algo sobre que «Brighton era más elegante que Travemünde». Ella no tenía relación ni sentía nostalgia alguna por esa turística ciudad inglesa, pero oír su nombre la llenó de añoranza.
Lubert apareció en la puerta abovedada, estaba a unos diez metros de distancia pero aun así ella percibió su emoción al verla. Él levantó un periódico, y el brazo lo guio hacia ella como un periscopio a través del mar de gente. Al llegar a su lado la besó en los labios sin inhibirse.
—Stefan… —Ella tenía que contenerlo—. Tu billete. Hemos de tomar asiento.
Todo Hamburgo parecía estar cogiendo un tren a Lübeck, y muchos de los pasajeros eran Hamsterer, cargados con cestas y bolsas para hacer acopio de toda la comida con la que pudieran hacerse en el campo. En el andén ya había tres o cuatro hileras de gente, y cuando llegó el tren la multitud se abalanzó a la vez hacia las puertas para encontrar asiento; varios jóvenes sin billete saltaron en el espacio entre vagones, pero unos guardias con silbatos los obligaron a bajar. El tren se hallaba en un estado lamentable: los costados de los vagones habían sido acribillados a balazos y los asientos eran rudimentarios. Rachael se acomodó en el duro banco entre dos mujeres; se quedó con la maleta en el regazo en lugar de ponerla en la rejilla. Lubert se sentó en el banco de enfrente e hizo que otros pasajeros se movieran más para estar cerca de ella. El vagón apestaba a sucedáneo de tabaco y a olor corporal, y él olfateó el aire dando a entender maliciosamente que la peste provenía de las dos mujeres que Rachael tenía a cada lado.
Una de ellas cambió de postura en el banco para expresar su disgusto. Rachael ordenó a Lubert con la mirada que parara. Él se inclinó hacia ella.
—Tengo una pregunta para ti. La pregunta 134 del Fragebogen: ¿Está permitido sentirse tan feliz?
Ella tuvo que mirar por la ventana del tren para evitar responder.
El cielo llevaba tres días despejado, y el sol hacía su trabajo: derretir la nieve en un paisaje sutilmente ondulado y ancestral que podría haber sido Sussex o Kent en lugar de Schleswig-Holstein. Rachael vio a un bracero partir con un hacha el hielo de un abrevadero. En otro campo, un arado tirado por caballos surcaba un suelo que llevaba meses cubierto de nieve. Cuando aparecieron las famosas agujas verdes de Lübeck en el horizonte, Lubert se levantó del asiento para verlas mejor.
—La ciudad donde nací —dijo con orgullo—. ¿Ves esas agujas…?
Rachael las veía: unas agujas verde bronce que perforaban el cielo.
—Falta la de la Marienkirche —dijo él—. Pero aun así es la iglesia más hermosa de Alemania. Pronto la verás.
En la estación Lubert se ofreció a llevarle la maleta, y mientras se encaminaban resueltamente hacia las antiguas puertas de la ciudad, ella lo cogió del brazo.
—¿Quieres que vayamos primero al hotel o vemos la ciudad? —preguntó él.
—Aprovechemos la luz.
Lubert era un guía turístico erudito y sentimental, y le enseñó la casa donde él había nacido y donde sus padres habían vivido, justo fuera de las puertas de la ciudad.
—Las afueras han sufrido muchos desperfectos. La RAF probó aquí las bombas que luego lanzó sobre Hamburgo. Las viejas casas de madera ardían enseguida. —Mientras las abarcaba con la mirada se puso más sombrío. Acudieron a su mente recuerdos de su vida pasada—. Mi querido amigo Kosse vivía justo aquí. —Señaló el esqueleto de una casa—. Estaba obsesionado con el cine. Habría vendido a su abuela por una entrada.
»Ahora te enseñaré el edificio que más me gusta de toda Alemania. —Lubert siguió andando, ansioso por compartir con ella otra parte esencial de sí mismo.
Pasaron por debajo del Holstentor —la puerta fortificada medieval de la ciudad—, cruzaron el canal y subieron hacia la Marienkirche, de ladrillo rojo. Era una estructura grandiosa aunque contenida que había sufrido daños durante los bombardeos y quizá por eso resultaba aún más impresionante. La torre principal había quedado destruida por el fuego y se hallaba expuesta a los elementos, un gran crucero que dividía un techo de aire. En cuanto Lubert entró en la nave se puso a reconstruirla mentalmente y a dibujar planos con las manos.
—¿No es bonita? Aun en este estado, las ruinas son preciosas. Quizá reconstruyan la torre… de madera.
Rachael se sintió atraída por las dos campanas resquebrajadas que habían caído de la torre y que descansaban sobre el agrietado y picado suelo de piedra de la capilla sur. Habían acordonado la zona y dejado las campanas allí a modo de monumento conmemorativo, o tal vez de disculpa en nombre de los británicos. Qué impresionante debía de haber sido: la silenciosa gravedad de una caída de cien metros, seguida del poderoso estruendo al hacerse añicos —por la corona, la cabeza y la cintura— y partirse el anillo sonoro. Las dos campanas se hallaban una al lado de la otra. Habían sufrido una caída descomunal pero seguían juntas.
Lubert malinterpretó sus lágrimas.
—Te has emocionado, y con razón. Es algo extraordinario. Extraordinario. —La asió del codo para que continuara la ruta—. Hay mucho más que ver. Las calles donde jugaba de niño, mi viejo colegio, la tienda de mazapán más grande del mundo.
La visita personalizada continuó, y cuantos más recuerdos compartía él más consciente era ella de los suyos. El día que se casó con Lewis, el sacerdote dijo que sus dos biografías se habían convertido en una sola historia. ¿Había terminado su historia? A pesar de todo lo que había conspirado, seguía conspirando y podía conspirar aún para ponerle fin, ella no quería que se terminara.
En el hotel Alter Speicher se registraron como el «señor y la señora Weiss», adelantándose al Persilschein que él pronto recibiría. La habitación era sencilla y estaba decorada de forma acogedora. Sobre la cama colgaba un cuadro de una sentimental escena rural en Baviera.
—Es malo —comentó él—, pero va con la habitación.
Rachael se quitó el sombrero y lo dejó en la mesa junto a la ventana mientras se sacudía el cabello. Fuera seguía viéndose el sol color sangre. Lubert se acercó a ella y le escudriñó el rostro mientras ella escudriñaba las vistas. Él le recorrió la línea de la mandíbula con dos dedos.
—Ahora me conoces un poco mejor.
La besó, pero ella apartó los labios y, apretando la mejilla contra su abrigo, lo rodeó con los brazos en un gesto más de amigo que de amante. Así abrazada, buscó las palabras con que empezar.
—Este largo invierno está llegando a su fin.
—¡Ahora hablas del tiempo! —Él le levantó la barbilla con un dedo para explorar mejor sus pensamientos—. ¿Es un código? ¿En qué estás pensando en este preciso momento?
—Estoy pensando que me alegro por ti, Stefan. Me alegro de que tengas un futuro.
Él trató de besarla de nuevo, pero ella se apartó de nuevo. Necesitaba que él bajara de las alturas de aquel día. Le cogió la mano y le estudió las líneas de la palma. Vio un mapa de carreteras que se bifurcaban y se cruzaban, terminaciones bruscas y finales borrosos.
—Creo que te espera un buen futuro, Stefan. Tienes planes, grandes planes. Reconstruir tu vida, tu ciudad. Debes llevarlos a cabo.
En la frente de él apareció una arruga.
Ella se acercó a la maleta que había traído consigo, la abrió y sacó el archivador de debajo de su única muda de ropa. Nunca había hecho tan mal una maleta. Había olvidado el neceser y metido un libro que estaba segura de que no iba a leer. Abrió el documento. La nota escrita a mano de Barker seguía sujeta con un clip en la parte superior.
Lo abrió en la página relevante y se lo tendió a Lubert.
Él lo cogió y miró la fotografía de Claudia. La miró durante tanto tiempo sin delatar ninguna emoción, que de pronto Rachael dudó de su autenticidad. Él se quedó largo rato de pie, sin moverse. Luego meneó la cabeza, muy despacio, y sus facciones adoptaron una expresión de dolorosa incomprensión. Retiró la fotografía del clip y, sosteniéndola con el brazo extendido, la miró con recelo. Trató de devolvérsela a Rachael.
—No puede ser. La busqué durante meses. Está muerta.
Rachael se negó a coger la fotografía.
—Stefan, es ella…
Lubert la miró de nuevo sin dejar de menear la cabeza, intentando que a fuerza de voluntad desapareciera la verdad. Al final deslizó un dedo por el contorno de la cara de Claudia. Todavía no había leído los crudos hechos contenidos en la nota, hechos que Rachael solo había captado de una ojeada.
—Léela, Stefan. Lee la nota. Se encuentra en el hospicio franciscano de Buxtehude. Hace poco que ha empezado a hablar. Perdió la memoria, pero está mejorando de forma paulatina, Stefan. De forma paulatina.
Él todavía estaba demasiado aturdido para leer nada, de modo que ella continuó:
—«Da el apellido de Lubert». Tu apellido, Stefan. Recuerda tu apellido. «La paciente dice que vivía junto a un río». Es ella. Tu mujer. Está viva.
Él la miró.
—Pero… tú y yo estábamos empezando algo. —Ya hablaba en pretérito.
—Tú me despertaste, Stefan. Me despertaste a algo que había olvidado. Pero… —Rachael se interrumpió; no quería aumentar el sufrimiento de él pero necesitaba decir la verdad. Puso las manos sobre las suyas, que seguían asiendo la fotografía—. Fue la pérdida lo que nos unió. Y tú has encontrado lo que perdiste.
Al oír esas palabras Lubert se echó a llorar, y Rachael le sostuvo las manos mientras él se doblaba sobre sí mismo y se derrumbaba.