11

Richard redujo la velocidad del Austin para dejar a Rachael frente a la verja de los Burnham. Al hacerlo se le ahogó el motor y dio una sacudida; ella se vio obligada a poner una mano en el salpicadero.

Dieses englisches Auto ist Scheisse! —murmuró él, y acto seguido se quedó profundamente avergonzado de su arrebato—. Entschuldigung.

Aun sin sus clases diarias de alemán ella habría entendido bastante bien esas palabras.

—No se preocupe, Richard. Es por el frío. Estoy de acuerdo con usted, no es el mejor coche del mundo. Gracias por traerme. Estaba mucho más cerca de lo que pensaba. —Acompañó la parrafada con gestos compensatorios: moviendo los dedos como si caminaran, indicando con una mano la pequeña distancia y dándole una palmadita tranquilizadora en el brazo.

—Usted es una buena persona —dijo él.

Mientras recorría el camino de entrada a la casa de los Burnham, Rachael se sintió tan halagada como intranquila con el cumplido. No creía ser una «buena persona». Los ilícitos acontecimientos de las últimas semanas sin duda la habían descalificado para recibir ese elogio.

Si alguien era capaz de calarla era Susan Burnham. Esa invitación a tomar el té de pronto le pareció más bien una emboscada. Sus sentimientos a flor de piel, y también su situación, eran precisamente la clase de carnaza de la que se alimentaba Susan. Mientras tomaban el té en el impresionante salón, Rachael decidió distraerla.

—Imagino que te habrás enterado de lo de herr Koenig, el profesor de Edmund.

—Sí, me lo dijo Keith. Policía secreto. Espero que lo fusilen.

Rachael asintió.

—¿No comprobasteis su pasado?

—Sí, pero es evidente que os engañó. Rellenó el formulario como todos los demás. Sencillamente eludió las casillas incriminatorias. Dijo que había sido maestro de escuela en Kiel. A Lewis le pareció que era de fiar.

—¿Cómo lo descubrieron?

—Alguien que lo conocía lo delató.

—Bueno. Las dotes selectivas de tu marido dejan mucho que desear.

En lugar de defender a Lewis, Rachael se llevó la taza a los labios y se los quemó. Sopló el té formando pequeñas ondas en la superficie y observó la taza. Sentía debilidad por las vajillas. Entendía de porcelana y ante sí tenía un asombroso juego decorado con el exquisito diseño de Blue Onion. Levantó la taza buscando en la base la marca del fabricante, y allí estaba el emblema de las dos espadas cruzadas de color azul que representaban la ciudad junto al Elba cercana a Dresde donde se fabricaba la mejor porcelana del mundo. Era curioso que esa taza se hubiera fabricado junto al mismo río que corría a unos pocos metros de distancia de allí. En abril Lewis y ella celebrarían el vigésimo aniversario de su boda, y ella siempre le había hecho un regalo apropiado. Los veinte años de matrimonio se asociaban con la porcelana.

—Meissen —dijo.

—Venía con la casa. Está llena de porcelana.

La mansión de los Burnham era más suntuosa de lo que Susan había dado a entender. Había exagerado tanto acerca del esplendor de Villa Lubert que Rachael se la había imaginado viviendo de un modo mucho menos cómoda. Si bien no tenía las dimensiones de la casa de Lubert, era majestuosa a su manera y quizá demasiado elegante, demasiado refinada para una persona como Susan Burnham. Claro que Rachael no diría nada. Las dos eran cucos rústicos en los lujosos nidos de otras aves.

—Te habría invitado a pasar la Navidad con nosotros, pero no la celebramos con mucho entusiasmo… Keith no la soporta.

—Eres muy amable. Nosotros lo pasamos muy bien en casa.

—Tu maridito está muy ausente. Me parece que solo lo he visto una vez desde que estamos aquí.

—Creo que en parte se alegra de estar lejos. —Eso no era lo que Rachael había querido decir y Susan Burnham olió la sangre.

—¿Lo acompañaba su intérprete?

—No me lo dijo. Supongo que sí.

—Keith la vio el otro día en un almuerzo. Dijo que era «una auténtica diosa». Mi marido no suele fijarse en esas cosas, de modo que tiene que serlo. No lo comprobaste, ¿verdad?

—No.

—¿No te hace… recelar un poco? ¿Te has enterado de lo del capitán Jackson?

Rachael no se había enterado, ni quería enterarse, de lo del capitán Jackson, pero Susan se lo iba a contar de todos modos.

—Huyó a Suecia con su intérprete. Dejó tres hijos. Ni siquiera se molestó en escribir una nota.

—¿Por qué me lo dices, Susan?

—Porque os miro a los dos y me pregunto cómo os las arregláis. Estoy preocupada por ti.

Rachael no estaba segura de si creerla. ¿Era la preocupación o la morbosidad lo que motivaba a su amiga?

—¿Y tú? ¿Cómo está Keith? No he vuelto a verlo desde… aquella noche.

—Dios mío, no creo que se acuerde siquiera. —Susan se rio. Pero la sola mención del nombre de su marido hizo que guardara silencio unos minutos—. Se porta como una bestia cuando está borracho. Me preocupa que haya ido a más desde que llegamos aquí.

—Parecía muy enfadado.

—Es su trabajo. Tiene un cometido. No quiere que salgan impunes.

—¿Quiénes?

—Los nazis.

—No, ninguno de nosotros lo queremos.

—Verás, le afectaron mucho las fotos de los campos de concentración. Pidió que lo trasladaran al programa de desnazificación la misma semana en que las publicaron. Se sintió llamado a erradicar ese mal.

La mirada de Rachael se clavó en una hilera de cajones de madera que había junto a la pared. Imaginó que acababan de llegar de Inglaterra.

—¿Sigues deshaciendo el equipaje?

—Vamos a mandarlas de vuelta.

—Pero aquí hay espacio de sobras…

—Estamos…, ya sabes, enviando objetos sueltos.

—¿Objetos sueltos?

—Vamos, Rachael. El botín de la guerra. De todos modos todo es robado. Los cuadros de tu casa, por ejemplo… ¿Acaso crees que herr Lubert no tiene las manos manchadas de sangre?

Rachael pensó que había sido muy necia.

—Jamás se me ocurriría hacer algo así.

—Para vosotros es muy fácil.

—¿Por qué?

—Venís de buenas familias, y tenéis antigüedades y reliquias heredadas. Nosotros en cambio empezamos de cero.

—Eso no es cierto. Ni Lewis ni yo nacimos en hogares privilegiados.

Entró una criada con una fuente de tartaletas inglesas de Navidad.

Nein! ¡Santo cielo! —exclamó Susan mientras la reconducía hacia el aparador. De pronto estaba bastante desquiciada.

Rachael empezó a limpiarse los labios con una servilleta. Quería marcharse de esa casa.

—Te ha conquistado, ¿verdad? —dijo Susan.

—¿Quién?

—Tu atractivo arquitecto.

Rachael no fue capaz de detener el mecanismo que comunicaba su mente con el flujo de la sangre que afluía a sus mejillas.

—¿Qué quieres decir?

—Vi cómo saliste en su defensa cuando se rompió el jarrón.

—Era su casa, Susan. Estábamos rompiendo sus cosas. ¡Sus cosas!

—Ya sabes a qué me refiero.

—No, no sé a qué te refieres.

—Cuando te acercaste a él para impedir que golpeara a Keith…, la forma en que os mirasteis…

—¡Susan! Por favor.

—Ten cuidado. No son como nosotros. Son diferentes, muy diferentes. Claro que no me extraña.

—¿Qué?

—Que quiera aprovecharse.

—Por favor, Susan

—Eres una mujer atractiva. Y puede decirse que desatendida. Solo te lo estoy diciendo porque te envidio.

—¿A mí?

—Todo es más complicado —respondió Susan. De pronto la piel de alrededor de los ojos y la nariz se le cubrió de manchas rojas, un signo inconfundible de que afloraba la emoción—. No soporto estar aquí.

—Pensé que te gustaba.

—Al mal tiempo buena cara, ya sabes. Aprendes rápido cuando estás casada con un borracho. —Soltó una sonrisa nerviosa y frívola para quitar importancia a la palabra que había salido de su boca.

El ejército estaba lleno de borrachos clandestinos, pero Rachael jamás habría dicho que el comandante Burnham era uno de ellos.

—No me había dado cuenta de que era tan grave.

De pronto Susan Burnham puso una mano sobre la de Rachael.

—No se lo dirás a nadie, ¿verdad? Por favor, no se lo digas a nadie.

—No.

—Y lo otro tampoco.

Susan miró hacia los cajones de madera repletos que esperaban a ser enviados.

—Lo de la porcelana y demás.

Edmund esparció una baraja de cartas boca abajo en el suelo de su dormitorio mientras Frieda, tumbada de lado en la alfombra, con la falda subida sobre los muslos, examinaba las puntadas en el cuello de Cuthbert. Desde la proyección de Navidad ella había empezado a estar más simpática con Edmund, y él había tratado de dejar de lado su soldado de trapo y cualquier otro juego que ella pudiera considerar infantil. Ya no hacía correr coches por el rellano ni cazaba bestias imaginarias en el jardín. Ahora todo eran películas y juegos de cartas.

—El soldado inglés está mejor —le dijo Frieda, que hablaba su idioma mucho mejor de lo que Edmund creía—. ¿Es un soldado del rey?

—Pertenece a la Guardia de Granaderos.

Él quería continuar jugando al juego de la memoria, pero Frieda deslizó un dedo arriba y abajo de las puntadas de Cuthbert, sonriendo para sí. Quizá se disponía a hacer una confesión completa.

—Tu madre lo ha dejado mejor. Desde el stummer Diener.

Edmund se encogió de hombros con indiferencia para demostrar que había dejado atrás los soldados y los montaplatos. Le miraba las piernas desnudas; había cambiado de postura para verlas mejor. Se sentía atraído por Frieda de un modo que escapaba al sentido común o a su total comprensión. Por la noche, cuando no podía dormirse, no paraba de rebobinar mentalmente la exhibición atlética que había hecho ella, las bragas blancas al final de los muslos, y el penetrante olor a cítrico mezclado con amoníaco de la orina en el orinal. A partir de esos momentos era capaz de construir toda una secuencia de nuevas fantasías.

Fingiendo que colocaba mejor las cartas sobre la alfombra, le rozó la pierna con la mano y la dejó allí. En sus deliciosas aventuras mentales ya la había tocado. Pero hacerlo en la vida real… Esos eran los juegos que le interesaban a él. Quería acariciarle la piel, describir un círculo por encima de la rodilla y frotarlo como si limpiara el vaho de una ventana. Ese pensamiento pareció conectar con su entrepierna porque notó una sensación de tumescencia. Quería seguir deslizando la mano hacia la blancura imposible de esas bragas hasta llegar a la tela. ¿Y entonces qué? ¿Juntaría ella los muslos, atrapándole la mano entre ellos?

Frieda no dio muestras de haber notado el roce. Dejó a Cuthbert en el suelo y, poniéndose de rodillas, se concentró en la casa de muñecas y estudió la distribución de los muñecos. Señaló al niño que estaba en el dormitorio.

—Este eres tú. Esta… —señaló la muñeca sentada al piano— es frau Morgan. Y estos… —señalando los muñecos del tejado— somos mi padre y yo.

Edmund asintió. Quería volver al otro juego, pero Frieda parecía entusiasmada con su reconstrucción. Cambió la muñeca que representaba a Frieda por la de Rachael, y puso a Frieda con Edmund en el piso de abajo y a la madre de Edmund con herr Lubert arriba en el tejado. Luego colocó a los adultos juntos en el dormitorio principal. Parecía divertida con esa nueva distribución. Edmund también se rio, aunque no estaba seguro de que fuera tan gracioso. Ver al muñeco de Lubert y al de su madre juntos en el dormitorio le produjo una sensación extraña.

—¿Dónde está el padre de Edmund? —le preguntó ella.

Edmund señaló el coche colocado sobre una isla de ropa, junto al caballo de balancín.

—En Heligoland.

Ella se levantó, se acercó al caballo y le acarició el brillante lomo. Luego puso un pie sobre el coche y lo hizo rodar de un lado a otro por la alfombra.

—Puedes ordenar que vuelva —dijo Edmund.

—¿Ahora?

—Ahora.

Frieda empujó con el pie el coche por la alfombra, con suficiente fuerza para que se estrellara contra el lateral de la casa de muñecas y volcara.

Rachael vio que algo se movía en el bosque; alguien los seguía, eran dos y avanzaban en paralelo de un árbol a otro para ocultarse. Ella miró atrás y aminoró el paso al tiempo que cogía Lubert del brazo obligándolo a girar la cabeza a su vez.

—Creo que nos están siguiendo —dijo Rachael.

Lubert se volvió hacia los árboles.

—Trümmerkinder.

Las figuras se detuvieron y atisbaron desde detrás de un árbol. Una de ellas parecía llevar un palo largo parecido a una lanza. Debía de tener la misma edad que Edmund.

—No te preocupes por ellos. Creerán que somos refugiados, o dos amantes que están dando un paseo por el parque.

El término «amantes» era demasiado frívolo para Rachael, que había descubierto que ser amante requería más sigilo, astucia, maquinación y planificación de lo que los escritores de novelas románticas daban a entender. Habían pasado muchas noches delante de la chimenea hablando de temas profundos, pero la casa era todo oídos y ojos, y en los meses de frío en los que nadie salía de ella no había espacio para la intimidad. Incluso esa breve escapada había exigido que ella saliera primero y él la siguiera: ella «a tomar el aire»; él «para buscar leña». Lewis llevaba casi dos meses fuera, y sin embargo esa era la primera vez que estaban completamente solos desde la noche de Navidad.

Mientras paseaban por los jardines del Jenischpark ella pensó que el invierno era la estación del año más apropiada para tener una aventura. Era más fácil que unos cuerpos furtivos permanecieran en el anonimato si estaban envueltos en capas. De lejos todos parecían iguales, y ese día tanto ella como Lubert iban tan abrigados —ella con sus galoshes y su abrigo de lana negra; Lubert con un gorro de esquí y una mochila llena de carbón para la cabaña del guardabosques—, que fácilmente habrían pasado por dos desplazados dirigiéndose a un campo cercano.

El parque se encontraba apenas a quince minutos de la casa, pero parecía otro país. La nieve era virgen salvó por las huellas de los ciervos. De los arquitrabes de la gran casa situada en el corazón del parque colgaban carámbanos. Lubert le contó la historia del parque mientras caminaban.

—Lo diseñó un tipo llamado Casper Beck. Un hombre con talento, aunque tenía algo de figura trágica. Intentó descubrir un lenguaje universal en su trabajo y fracasó. Se sumió en la desesperación y se suicidó.

Mientras se acercaban a la casita del guardabosques le comentó que los contactos de la familia de Claudia le habían proporcionado una licencia para cazar en el parque, así como acceso privado a él. La casita era una especie de disparate, una imitación de una cabaña de madera al estilo de los primeros colonos americanos con vistas a un estanque que en verano se convertía en una piscina pública. Cubierta de nieve y rodeada de pinos, parecía una choza en una frontera solitaria. Lubert sacó una llave y, retirando la nieve y el hielo de la cerradura, abrió.

La cabaña estaba amueblada con sillas de madera tosca y alfombras; un estante para guardar los rifles y una cabeza de ciervo adornaban la pared sobre la chimenea, donde habían instalado una estufa. Lubert sacó de la mochila astillas —un cajón roto— y un ejemplar de Die Welt, y se dispuso a encenderla. El suelo estaba cubierto de bichos muertos que crujían bajo sus pies. Rachael los barrió con una rama de abeto y los tiró por debajo de la puerta, luego despejó un espacio frente a la chimenea en el que amontonó todas las alfombras para hacer una cama. Cuando terminó se sentó y observó cómo Lubert encendía el fuego. Él esperó a que las llamas disminuyeran para echar unos pedazos de carbón que colocó de uno en uno entre las ramitas ardiendo. Luego se reunió con ella en la cama hecha de alfombras y, sentados como exploradores en un campamento, contemplaron juntos cómo el fuego cumplía su cometido. Pese a la trascendencia de lo que ella, o ellos, estaban haciendo, Rachael no podía evitar tener la impresión de que la aventura todavía era un juego de niños.

La ropa que les cubría empezó a desprender vaho al derretirse la nieve. Lubert se quitó el gorro y la bufanda, y Rachael hizo lo propio. A continuación él la besó y, sosteniéndole la cabeza con una mano, la tendió de espaldas. Se besaron largo rato y luego empezaron a hacer el amor, esta vez sin quitarse la ropa. No fue como aquella primera noche. La baja temperatura los obligaba a moverse deprisa y con torpeza. Pero, a pesar de la ropa, Rachael se sintió más expuesta que cuando se había acostado con él desnuda. Estaba demasiado cohibida, era demasiado consciente de la presión del tiempo y de la vida. Cuando acabaron se quedaron allí tumbados, mirando las telarañas de las vigas del techo. Ella se preguntó cuánto tiempo serían capaces de mantener a raya la realidad.

—Cuando vuelva a ejercer mi profesión diseñaré cabañas al estilo del Oeste americano. —Lubert se levantó y empezó a dibujar con el índice en el cristal empañado—: Esto es todo lo que la gente necesita en realidad.

—¿Cuándo te darán el certificado?

—Pronto. Aunque el comandante parece resuelto a averiguar algo, cualquier cosa, que demuestre que no estoy limpio de culpa. Imagínate si nos viera ahora…

—Calla.

Ninguno de los dos estaba limpio de culpa, pero la idea de que Burnham descubriera esa aventura le resultó particularmente sucia.

Lubert siguió dibujando en la ventana con el dedo.

—Una habitación pero con un balcón interior y un porche más amplio. Creo que eso es todo lo que necesitamos.

Ella lo observaba con auténtico placer. Cuando más atractivo le parecía era cuando daba rienda a su imaginación. Lo que al principio había tomado por insolencia altiva era en realidad entusiasmo creativo. Su capacidad para hablar y hacerle hablar a ella sobre cualquier tema, ya fuera religión, el matrimonio, el arte, el dolor, la pérdida o la muerte, era inagotable. Parecían haber compartido más en esas pocas semanas de lo que Lewis y ella habían compartido en casi veinte años de matrimonio.

—Se acabaron las mansiones para millonarios. Y los encargos para comerciantes hamburgueses sobrealimentados y desnaturalizados que no quieren ser menos que sus vecinos. En adelante diseñaré edificios concebidos para el bien común. —Cuando terminó, se apartó para que ella lo viera—. Aquí lo tienes. ¿Qué te parece? ¿Podrías vivir en él?

Rachael miró lo que había dibujado en el cristal empañado, toda una estructura sugerida por apenas unas cuantas líneas. Pero en realidad era un imposible bidimensional que no proporcionaba respuestas a las cuestiones prácticas e inminentes: sobre Edmund. Y sobre Lewis.

—Creo que sí.

—¿Conmigo? —Lubert se puso más serio.

De pronto apareció el casco de un soldado británico en medio de los planos dibujados en la ventana. Rachael se sentó, tapándose. La figura dio unos golpecitos y aplastó la cara contra el cristal. Era una cara de golfillo. Uno de los Trümmerkinder.

Weg! —gritó Lubert, golpeando el cristal a su vez.

El chico hizo un gesto obsceno con el dedo y siguió mirándolos con una sonrisa maliciosa. Lubert se dirigió a la puerta para ahuyentarlo. Una ráfaga de aire frío atravesó el ambiente cargado y Rachael se puso el abrigo. Se levantó y se acercó a la ventana para mirar. Lubert lo persiguió unos cuantos metros y le tiró juguetonamente una bola de nieve. Pero el chico salió despavorido y desapareció entre los árboles gritando palabras que ella no supo traducir.

Lubert entró de nuevo, riéndose.

—Tunante. Al menos se ha perdido el espectáculo.

Rachael se abrochó el abrigo, inquieta ante la idea de que la intimidad entre ambos fuera un espectáculo.

—Bueno —dijo Lubert, secándose las manos—. Es la hora del picnic.

Metió la mano en la mochila y sacó un pedazo de queso, un bote de encurtidos, media barra de pan y un tarro de porcelana con mantequilla, junto con una pequeña botella de licor de melocotón. También había llevado un mantel a cuadros, varios cubiertos y dos pequeños vasos de peltre. Lo colocó todo cuidadosamente, como si no fuera la primera vez.

—¿Venías aquí con Claudia?

En el rostro de Lubert se reflejó un atisbo de indignación.

—Por supuesto, ¿por qué?

—Perdona. Me intriga saber cómo era ella, eso es todo.

—¿Qué quieres que te diga? —replicó él, esta vez a la defensiva.

—No lo sé. Solo sé sincero.

Lubert suspiró. Recordar no parecía entrar en sus planes.

—Era altiva. Implacable ante cualquier estupidez. Elegante hasta lo ofensivo. Hábil para sacar lo mejor de la gente. Obstinada. Introvertida pero sociable. Lectora aunque no muy leída. Amante de la música pero sin oído musical. Y mejor persona que yo.

—¿Por qué mejor?

—Habría demostrado… más autocontrol en una situación como la mía.

—¿Eso la hace mejor que yo?

—No. Me refiero a que ella jamás habría compartido la casa, para empezar.

—Sigues echándola de menos, ¿verdad? —No era una pregunta.

—Durante un tiempo, prácticamente hasta que tú llegaste, no pude pensar en nada más. Después de la tormenta de fuego pasé meses buscándola. Me olvidé de todos y de todo. Especialmente de Frieda. Frieda sufrió por ello. Creo que perdí el contacto con ella en ese momento, y todavía no lo he recuperado. Sin embargo cuando tú llegaste…, tu llegada lo cambió todo. —La miró, deseando que Rachael lo aceptara como la verdad—. Pero veo que estás pensando demasiado.

—Lo siento. Creo que ha sido la aparición de ese niño tan extraño.

El niño con cara de gárgola la había asustado, haciendo estallar la burbuja idílica.

Lubert sirvió el licor en una copa y se la ofreció.

—Estás pensando en esta situación, en lo que estamos haciendo.

Hasta ese día ella no se había permitido ver claramente lo que hacía, apenas se había hecho una ligera idea de ello, pero fue suficiente para que él lo advirtiera.

—Yo también he estado pensando. Tu marido ha sido amable. Y ha confiado en mí. —Le cogió la mano—. No obstante, lo que hay entre nosotros es precioso, ¿no? Nos comprendemos. Has conseguido que vuelva a sentir. Y quiero creer que yo he hecho lo mismo por ti.

Ella se inclinó hacia él y lo besó con ternura. Era más fácil pensar en su relación en esa cabaña. En el presente.

—Tengo la sensación de que debo irme lejos de aquí para pensar. Lejos de la casa y de todos sus fantasmas. Ir a alguna parte donde podamos hablar sin miedo a que alguien nos vea o nos oiga.

—Entonces te llevaré a alguna parte. Te llevaré a la ciudad más hermosa de Alemania: Lübeck. La ciudad donde nací. Pasaremos unos días allí. Podemos ir en tren desde la Hauptbahnhof. Conozco un bonito hotel donde podemos alojarnos. Heike y Greta cuidarán de los chicos. Podemos hacerlo, Rachael. Podemos irnos mañana mismo o la semana que viene.

Ella no era capaz de imaginar nada con tanta antelación. Hacerlo significaba pensar en otras responsabilidades.

—¿Rachael?

—Sí, sí. Pero no hablemos de eso aún.