10

La carpeta marrón que llevaba sujeta a la barriga con la tira elástica de las medias se le clavaba en las costillas al andar. Frieda no estaba muy segura de qué contenía, pues los documentos estaban en inglés, pero el rótulo de «Confidencial», el reborde rojo y las fotografías de varias instalaciones militares e industriales la convencieron de que lo que había sustraído del maletín del coronel impresionaría a Albert. La idea de dárselo la embriagaba de orgullo.

De la verja del magnate de la margarina colgaba la «R» ribeteada en negro de la orden de requisa. Frieda miró a izquierda y derecha por si pasaba algún vehículo, y, una vez que se cercioró de que no había peligro, saltó el muro por el punto donde Albert había puesto un trineo de madera sobre los cristales rotos colocados por Petersen para disuadir a los ladrones. Pese a la nevada sobresalían aletas irregulares a través de la capa blanca. Antes de la guerra, las medidas de seguridad de Petersen habían consternado a sus vecinos. La madre de Frieda, que tenía a Petersen por un arribista, sostenía que ningún ladrón que se preciara robaría en esa casa de nuevo rico: su familia había amasado una fortuna alegremente, primero con el sisal de las colonias de África oriental y luego con su sucedáneo de la mantequilla, y «cuanto más rápido te llega el dinero más rápido se te va». Frieda era demasiado joven entonces para apreciar las sutiles jerarquías entre las fortunas ancestrales y las de nuevo rico, pero mientras caminaba hacia la casa más grande de la Elbchaussee comprobó que la profecía de su madre se había cumplido: la enorme mansión en forma de cubo de Petersen se alzaba triste, silenciosa y vacía.

Entró en la casa a través de la ventana más baja de la cocina, tal como le había indicado Albert. Al subir por la escalera trasera a la planta baja le llegó un olor a madera quemada y a cera de vela, y oyó las indómitas voces de unos niños. Siguió las voces hasta el salón de la parte trasera, donde se encontró con una disparatada escena: una habitación llena de velas y decorada con artefactos africanos: escudos, lanzas, pieles y máscaras. Había cuatro niños sentados escuchando a un quinto niño que se había subido a una mesa de billar con una caja llena de lo que parecían tenacillas para el azúcar; llevaba un salacot y una piel de cebra sobre los hombros, y gritaba como un pescadero de Sankt Pauli.

—¡Recién llegadas de Dammtor! —gritaba.

Sacudió la caja, luego cogió unas tenacillas y abrió y cerró sus mandíbulas en el aire. La luz de la vela proyectaba una sombra grotesca sobre la pared que tenía detrás, convirtiéndolo en un enano gigante y transformando las pinzas en una cigala de metal.

—¿Para qué sirven? Si ni siquiera tenemos azúcar —chilló con voz de pito uno de los niños.

—Mira y aprende, Otto. Puede que a ti te parezcan unas pinzas para el azúcar, pero no tienes por qué presentárselas de ese modo a una hermosa dama… —El chico dejó la caja a sus pies y, sosteniendo en alto unas tenacillas, hizo una demostración de cómo depilarse las cejas con ellas—. O… —Abrió la boca y, utilizando las tenacillas como alicates de dentista, simuló que se arrancaba una muela—. O… —Se pinchó la nariz con ellas y habló con voz gangosa—. O… —Metió la mano en el bolsillo del pantalón y sacó un cigarrillo. Luego sujetó un extremo con las tenacillas, se lo llevó a la boca y le dio una calada como un dandi—. Las damas se volverán locas por ellas.

Los salvajes parecían poco impresionados, y un niño con una lanza encabezó el coro de críticas:

—La gente no quiere pinzas para el azúcar. Quiere patatas.

—Has malgastado pitillos, Ozi.

—No estás haciendo buenos tratos.

El chico alzó las manos.

—Tranquilos. Tengo algo muy especial, gracias al niño tommy. Algo muy especial. —Introdujo una mano por debajo de la piel de cebra y sacó un tubo en forma de puro. Frieda reconoció la medicina que tomaba Albert: era Pervitin, la droga que habían administrado a los soldados jóvenes para «sostenerlos» en los últimos crudos días de la guerra.

—Una de estas pastillas te da fuerzas. Te hace entrar en calor. Y nunca tienes hambre. Berti se ha quedado con la caja, pero yo tengo un tubo para cada uno de nosotros. —El chico se detuvo y miró hacia la puerta—. Eh, mirad quién está ahí.

—No son para niños —dijo Frieda, con una mano en la puerta por si tenía que echar a correr.

El salvaje de la lanza la levantó hasta el hombro, la delgada asta temblaba.

—¿Quién es usted, señorita?

El niño del salacot bajó de un salto de la mesa de billar.

—Tranquilos, es la chica de Berti.

Su amigo bajó la lanza.

—¿Cómo sabes quién soy? —preguntó Frieda.

—Te he visto.

—¿Dónde?

—Te he visto… —El niño introdujo el índice de la mano derecha en el aro formado con el índice y el pulgar de la izquierda. Dentro y fuera, dentro y fuera. Sus amigos se rieron.

Ella debería darle una bofetada por su impertinencia. ¿Dónde los había visto? ¿En la casa de Blankenese?

—¿Dónde está él?

—En el piso de arriba con su amigo.

—¿Qué amigo?

El chico sostuvo en alto el tubo de Pervitin.

Albert se encontraba en el dormitorio principal, pero no estaba acostado; bailaba al ritmo de un disco que sonaba en un fonógrafo portátil, uno de esos burdos temas estadounidenses que Heike escuchaba por Radio Hamburgo: todo tambores de la selva, instrumentos de metal estridentes y caos. Ver a Albert bailar la desconcertó. Iba desnudo de cintura para arriba y se movía con los miembros sueltos como una marioneta accionada por un titiritero borracho, colocando los pies al azar como si aplastara hormigas en la alfombra. Estaba tan absorto en el baile que no la vio entrar. A ella le incomodó presenciar semejante escena; el joven que saltaba, se meneaba y se balanceaba no era el Albert pulcro, sereno y controlado que ella conocía; daba la impresión de estar momentáneamente poseído.

—¿Albert? ¿Qué estás haciendo?

Él se volvió pero no pareció sobresaltarse. Siguió bailando con la música.

—Mi auténtica dama alemana… —Dio un paso hacia ella con un movimiento exageradamente acechante, siguiendo los compases de la música, y le tendió una mano para que se uniera a él.

Le brillaba la piel y tenía los ojos demasiado abiertos y protuberantes para inspirar confianza.

Ella se sacó la carpeta robada de debajo de la falda y se la dio.

—Traigo algo importante.

—Benny Goodman —dijo él, sin dejar de bailar—. Es Benny Goodman. ¡Baila! —Le tendió la mano, insistente.

Estaba radiante y húmedo, y la cicatriz del ochenta y ocho que tenía en el bíceps se retorcía. Ella quería complacerlo pero no sabía bailar.

—No sé.

—Sí que sabes, mi auténtica dama alemana.

Le puso una mano en la cadera y con la otra la guio. Frieda se apretó la carpeta contra el pecho y movió los pies de un lado para otro de forma mecánica, era incapaz de dejarse llevar. Esa música modulada era demasiado anárquica, demasiado compleja para entenderla. Y ella necesitaba que Albert estuviera… bien, y no de esa manera. Con todas esas sacudidas del cuerpo parecía un extraño.

—¡No sé!

Albert retrocedió, sin dejar de bailar, y se detuvo frente al fonógrafo. Levantó la aguja del disco.

—Bueno, bueno, bueno. La chica no quiere bailar. Un soldado tiene que saber cuándo divertirse. Vamos, amiga mía. Enséñame lo que tienes ahí.

Frieda le entregó la carpeta. Él había detenido la música, pero seguía bailando con la melodía que sonaba dentro de su cabeza. Cogió la carpeta y la acarició.

—«Confidencial» —leyó en alto—. Eso está muy bien. —Retiró la goma y la abrió.

Leyó el texto con calma, moviendo los labios mientras lo traducía. Al cabo de unos segundos empezó a asentir en señal de apreciación.

—¿De dónde la has sacado?

—Del coronel.

Albert siguió leyendo, emitiendo murmullos de satisfacción.

—¿Te sirve? —le preguntó ella.

Él dejó la carpeta y la miró, esta vez vorazmente. Le puso las manos calientes sobre los bíceps. Ella vio el pulso en su cuello, firme y rápido, y sintió su erección contra ella. Recordando el poder que tuvo el otro día sobre él, empezó a desabrocharle el cinturón. Él repitió los murmullos y se apretó contra ella. Le levantó la falda y le bajó la ropa interior. Frieda se apoyó contra el extremo del bastidor de la cama. Él emitió ruidos de placer mientras la penetraba, y ella se sintió orgullosa y poderosa de nuevo. Empezó a imitar los ruidos para complacerlo, luego se encontró haciéndolos de manera involuntaria, para sí misma y también para él. Esta vez él tardó mucho más en llegar al final, lo que la llevó a experimentar nuevos goces. Cuando hubo terminado continuó apretándose contra ella, desplomado y flácido. Luego retrocedió y se abrochó los pantalones. A ella le pareció que lo podía ver y oír todo, dentro de la habitación y fuera de la casa.

—¿Me marcarás?

Él se rio mientras se tomaba otra Pervitin.

—De acuerdo. —Sacó un cigarrillo del paquete que había en la mesilla de noche. Lo encendió y, dando una calada, se acercó a ella—. Te dolerá.

—No me importa.

—¿Dónde quieres que lo haga?

—Aquí. —Ella le tendió su antebrazo blanco como la nieve y describió un círculo en la suave piel.

—Puedes tomarte una de estas…, así no te enterarás.

Frieda meneó la cabeza.

—Quiero enterarme.

Él la sujetó por la muñeca y le aplicó el cigarrillo contra el brazo, y lo sostuvo hasta que se apagó. Frieda se esforzó por no gritar, gemía entre dientes. Él encendió de nuevo el cigarrillo y dibujó otra «O» por encima de la ya existente para completar el ocho. Ella contempló la nueva marca, roja y en carne viva. Olía intensamente a piel quemada. Por un instante se imaginó a su madre envuelta en llamas, con todo el cuerpo marcado con hierro candente, luego asintió hacia Albert para que continuara. Él intentó encender de nuevo el cigarrillo, pero lo había apretado tanto que se había quedado hecho un acordeón y no prendía. Encendió otro e hizo la siguiente «O»; el escozor del primer ocho neutralizó el dolor del segundo. Al dibujar él la última «O» ella se sorprendió emitiendo un ruido de placer no muy distinto de los gemidos que había emitido minutos antes. Cuando todo terminó, asió la cara de Albert con un gesto que le pareció de adulto —porque eso era ella ahora— y lo miró a los ojos. Estos temblaban y parpadeaban bajo el efecto de la droga, y ella quería que se concentraran. Volvió a rodearle la cara con las manos e hizo anteojeras con ellas.

—¿Por qué tomas esa droga?

—Tengo que estar despierto. Hay muchas cosas en las que pensar. Me ayuda en mis misiones.

—Nunca me hablas de tus misiones, ni de tus planes.

—Todo a su debido tiempo…

—Eso dices siempre. ¿No te fías de mí?

—Por supuesto. Pero… es mejor que no sepas nada. Has sido… útil.

Frieda quería ser algo más que eso.

—Dices que eres soldado. Pero… yo no te veo luchar. Solo te veo bailar y tomar esa droga. No haces nada.

Albert se puso rígido y apartó la cabeza.

—No te preocupes, mi auténtica dama alemana. Sé lo que llevo entre manos. —Sonrió con condescendencia.

—¿Sí? Hablas de un ejército, pero ¿dónde está? Yo solo veo a esos Trümmerkinder.

Albert la miró, tratando de fijar la vista.

—Mi auténtica dama alemana…, eres como una oleada de bombardeos tommies. Como el bum, bum, bum de un fuego antiaéreo. No te preocupes. Sé qué tengo que hacer. Ya lo he visto. Lo he visto todo. —Se dio unos golpecitos en la cabeza para enseñarle dónde lo había visto—. Y será sonado.

Mickey Mouse se encontraba en el cruce de carreteras con solo un paraguas para protegerse. Sin tener dónde guarecerse, se acercaba a la puerta de la casa y llamaba, pero el porche se derrumbaba dejando a la vista otra puerta que se abría sola. En el interior de la casa el viento soplaba a diestro y siniestro, casi la arrancaba de sus cimientos. Mickey entraba en ella, la puerta se cerraba de un portazo detrás de él y el candado se echaba solo. La habitación se llenaba de murciélagos y un Mickey aterrorizado se metía de un salto en un bacín antes de salir a todo correr, gritando: «¡Mamá!».

Con la excepción de Greta, que había declinado la invitación de Rachael, todos estaban sentados alrededor del Ace Pathescope viendo el final de la película de esa noche: Mickey Mouse en La casa encantada. El proyector era el regalo que le había hecho Lewis en su décimo aniversario de casados, las bodas de estaño, pero era como si se lo hubiera regalado a Edmund, pues era él quien más disfrutaba y mayor partido le sacaba. Y en ese momento estaba en su elemento, hacía de operador, vendedor de caramelos, diplomático e intérprete mientras pasaba una bandeja de piruletas y de galletas navideñas de jengibre y canela («Ahora viene lo mejor; os gustará»), se reía y miraba a su alrededor para asegurarse de que los demás también se reían. Bajo el hipnotizante resplandor de esas bobas películas cortas, los residentes de la casa habían alcanzado una armoniosa unidad: Heike se mostró tímida antes de prorrumpir en risitas; Richard se distrajo con la parte mecánica pero empezó a reírse a carcajadas cuando Popeye flexionó los músculos; la cara imperturbable de Frieda se descompuso en sorprendentes arrugas ante las proezas con que Buster Keaton desafiaba la muerte, y su risa, cuando por fin llegó, sonó como una versión joven de la de su padre.

Lubert se reía con abandono, un hombre de gustos sofisticados disfrutando de placeres sencillos. Rachael se preguntó si estaba realmente absorto en la película o solo fingía de cara a la galería. ¿Tenía, como ella, la sensación de que eso solo era un preludio de algo más interesante? Cuando la película dio paso a puntos y rayas, se cruzaron una mirada y ella creyó percibir en él la misma expectación.

—¡Fin! —exclamó herr Lubert con un ademán ostentoso, aplaudiendo con vigor.

Edmund encendió de nuevo la luz y todos parpadearon con el repentino brillo.

—Gracias, Edmund. Tienes futuro. Creo que algún día harás películas. ¿Qué opina usted, frau Morgan?

Edmund, que hasta entonces solo había considerado ser soldado como su padre, miró a su madre para ver si coincidía con la elección de tan estrafalaria carrera.

—Creo que sí —respondió Rachael, y Edmund se hinchó de orgullo con el doble refrendo.

Richard dio las gracias a Edmund por el espectáculo.

—Popeye el marino soy —dijo, y flexionó los bíceps riendo para sí.

Heike estaba sin habla por todo lo que había visto, y se llevó una mano al pecho para expresar su gratitud haciendo pequeñas reverencias. Rachael estaba segura de que la había oído decirle a Edmund: «Delicioso».

Frieda, que volvía a llevar el pelo recogido —aunque en una sola trenza—, guardó silencio.

—Da las gracias a Edmund y a frau Morgan, Frieda.

—Gracias —dijo ella. Miró a Rachael y trató de sonreír—. Me gustaría irme a la cama ahora —añadió en su idioma.

—Por supuesto, Frieda —dijo Rachael—. Frohe Weihnachten.

—¿Podemos ver la de Mickey una vez más, mamá? —Edmund ya estaba rebobinando el carrete.

—Creo que es suficiente por hoy, Ed. ¡Cuanto antes te acuestes, antes verás los regalos mañana!

—¿No vamos a abrirlos ahora, como hacen en Alemania?

—Creía que estábamos haciendo las cosas a la manera inglesa —dijo Lubert, guiñándole un ojo.

Edmund se debatió por un momento con la idea de posponer semejante gratificación en favor de una recompensa futura, pero viniendo de Lubert la aceptó.

—Está bien —dijo. Luego besó a su madre—. Buenas noches, mamá.

—Buenas noches, cariño.

Heike empezó a recoger los platos.

—No se moleste, Heike. Lo haré yo.

—Tómese la noche libre, Heike —dijo Lubert, asumiendo sin esfuerzo el antiguo papel de señor de la casa.

—Buenas noches entonces —dijo ella azorada mientras se inclinaba y retrocedía.

Rachael y Lubert esperaron a que todos se hubieran retirado a sus habitaciones. Él fingió inspeccionar las lentes del proyector mientras Rachael amontonaba los platos. Por fin dejaron de oírse los crujidos de las tablas del suelo y el crepitar del fuego se convirtió en el único ruido de la casa.

—Bueno, ha sido muy divertido —dijo ella—. Me ha encantado verlos a todos reír de ese modo.

—Ese es el milagro de Mickey Mouse. Quizá logre traernos la paz en el mundo.

—¿Le apetece una última?

Lubert no estaba seguro de qué quería decir ella.

—Me refiero a una copa antes de acostarse —aclaró Rachael—. Le ayudará a conciliar el sueño.

—Para los británicos, no hay una sin dos.

—¿Y bien?

—Bitte.

Rachael sirvió dos whiskies de tamaño militar y añadió un chorrito de agua en cada uno. Le ofreció uno a herr Lubert y acercó un taburete para sentarse frente al fuego, invitándolo a hacer lo mismo. Contemplaron las llamas en silencio, a apenas unos centímetros de distancia el uno del otro. Una chimenea era como un teatro, y esa era ruidosa y enérgica, llena de intrigantes tramas y subtramas. Rachael clavó la mirada en el carbón de la parte superior, que ya estaba tornándose naranja.

—Me gusta que aquí den más importancia a la Nochebuena —comentó—. Siempre he preferido el Adviento a la Navidad.

—¿Es usted religiosa?

Rachael meneó la cabeza despacio, con poca rotundidad.

—Siempre me ha atraído el boato.

—Pero ¿la cuestión en sí, cuando se despoja de todo?

—Creo que mi fe, si existió, me fue arrebatada.

—Quizá no deberíamos hablar de esos temas.

—No. Debemos hacerlo —replicó Rachael, sintiendo la necesidad de expresar una convicción más profunda—. Casi nunca hablamos de las cosas que importan. Más bien las soslayamos. Creo que es el signo de los tiempos. Un vestigio de la época victoriana, o de demasiadas guerras. No lo sé. Si pudiera elegir el futuro, desearía que la gente fuera capaz de hablar de lo que importa. —El reloj del estudio dio las doce de la noche—. Feliz Navidad.

Prost —dijo Lubert, alzando la copa para entrechocarla con la de ella.

—Prost.

—Por una nueva era en la que hablemos de lo que importa —propuso Lubert.

Pero lo que importaba aún quedaba por decir.

—¿Y usted, cree? —le preguntó ella, sin estar preparada para ponerle nombre.

Lubert sostuvo la copa a la luz del fuego, y el whisky se encendió y brilló.

—¿En un Dios que se hace niño? Me cuesta. —Ladeó el líquido de su copa, contemplando cómo el cristal refractaba el dorado—. Resulta más fácil creer en un hombre fuerte que en un Dios débil.

La conversación seguía siendo una danza, sin que ninguno de los dos tomara la iniciativa. Rachael se fijó en que el corte de la frente había cicatrizado con rapidez.

—El coronel me comentó que se iba a Heligoland —dijo Lubert—. La isla sagrada. Allí era donde solían ir los santos.

—Entonces se sentirá a sus anchas allí —dijo Rachael sin contenerse. Bajó de nuevo la vista hacia las llamas. El pedazo de carbón en el que había fijado la mirada había prendido los de su alrededor.

—Cuando el coronel me anunció que iba a estar fuera, me… alegré —dijo Lubert.

Rachael agitó el whisky de su copa. Era consciente de las sutiles y taimadas maniobras de su corazón.

—Yo también.

Líneas. Límites. Fronteras. Ella ya había cruzado unas cuantas, aunque le pareció que esas dos palabras eran el salto más grande que había dado hasta entonces.

Lubert le cogió la mano, que no estaba tan caliente como la suya, y se la besó con ternura. Rachael le apretó la mano a su vez y tiró de ella, y guiándole la boca hacia la suya inclinó la cabeza para que la besara. Él respondió de inmediato y la besó profundamente. Rachael se quedó de nuevo atónita ante la fácil y rápida intimidad. Cuando se separaron Lubert trató de decir algo, pero ella detuvo sus palabras con otro beso. Si hablaban de lo que iba a ocurrir, ella se vería obligada a pensar y eso tal vez la frenara. Cuando se separaron por segunda vez ella lo apremió para que continuara besándola; esta vez él se resistió y echó la cabeza hacia atrás como un pájaro, dejando que ella besara el aire.

—… Subiré a mi habitación. Espera a que encienda la luz…, la verás a través de la ventana principal. Dejaré la puerta abierta —dijo tuteándola por primera vez.

Las instrucciones eran tan precisas que debía de haberlo planeado todo con minuciosidad. Se levantó y le soltó la mano sin dejar de mirarla; se llevó un dedo a los labios, luego lo apuntó hacia arriba para indicar adónde iba y lo breve que sería la separación.

Rachael contó hasta sesenta como una niña que juega al escondite, con los ojos cerrados y atenta a los crujidos de las tablas del suelo. Esperó a que las voces —de la razón, el sentido común, la conciencia— le dijeran que no acudiera al encuentro de él. Pero guardaron silencio; todo lo que alcanzó a oír fue el aleteo de su deseo. Solo algo excepcional la detendría ahora: una intervención cósmica, un terremoto o algo tan singular como un gran gato cruzando el césped.

Al llegar a sesenta abrió los ojos y a través de la ventana principal vio cómo se proyectaba la luz de la habitación de Lubert. Se encaminó hacia la escalera y subió con cuidado, procurando no salirse de la alfombra que cubría los peldaños para evitar los ruidosos bordes de madera expuesta, atenta a los crujidos, a la criada espía, al niño despierto. Además de taimado y sigiloso, el adúltero parecía necesitar toda la inocente audacia e inventiva de un niño. ¿Eso era entonces? ¿Un adulterio? Ella no tenía la impresión de que lo fuera, pero ¿acaso la tenía algún adúltero? ¿Qué era lo que lo definía? ¿Un simple pensamiento? ¿Un beso? ¿O se convertiría oficialmente en adúltera cuando entregara a Lubert el resto de su ser?

Pasó por delante de la puerta abierta de su dormitorio. Al llegar al pie de la segunda escalera echó un vistazo a la habitación de Edmund. Apoyó un pie en el primer escalón del siguiente piso, atenta al menor ruido. Todo se hizo más intenso, más lento. Reparaba en nuevos detalles: las cabezas labradas de las varillas para sujetar la alfombra a la escalera, un agudo pitido en el oído, el aire más caliente en la parte superior de la casa. La puerta del dormitorio de Lubert estaba entreabierta, proyectando un triángulo de luz. Puso un pie en él. Vio su zapato, el mismo con que, libre de culpa, había entrado en toda clase de habitaciones para realizar tareas domésticas mecánicas; no parecía el zapato de una adúltera. Empujó la puerta, que por fortuna no crujió, y se adentró en el nuevo país.

Lubert estaba de pie junto a la ventana, de espaldas. Rachael cerró la puerta y se apoyó contra ella sin soltar el pomo, dejando atrás las preguntas. Notó la presión del pomo en la parte inferior de la espalda. Lubert se volvió, con el rostro desfigurado por la anticipación del placer…, ¿o era temor?; por un momento pareció titubear, como si fuera a echarse atrás. Luego se acercó de una zancada a ella y la besó; mientras se besaban empezaron a desnudarse. Lo hicieron sin orden ni concierto, arrancándose la ropa en un ballet absurdo. Ella tuvo que alargar el brazo hacia atrás para bajarse la cremallera; él se rasgó la camisa cuando se la quitó del revés y quedó atrapada en los puños. Una vez desnudos él quiso detenerse para contemplarla, pero ella lo condujo a la cama.

Al principio Rachael apenas reparó en la diferencia, en su olor o su gusto; no le interesaba su particularidad, y evitó mirarlo a los ojos o abrir los suyos. No quería ternura. Al llegar al momento culmen gritó más fuerte de la cuenta, lo bastante para encubrir el éxtasis de él. Lo bastante para que él la hiciera callar tapándole la boca con una mano.

—Nos van a oír.

A ella le traía sin cuidado.

Permaneció allí tumbada, inhalando el olor del acto y sintiendo dentro de ella las pruebas, que brotaban de sus entrañas e irradiaban hacia sus extremidades.

—¿Estás bien? —preguntó él.

—Sí.

—Imaginaba que serías así de… feroz.

Ella no respondió; se quedó tumbada con los ojos abiertos. Cogidos de la mano, tenían los brazos y los muslos pegados. Ella era intensamente consciente de todos los detalles, de la habitación, de él: la marca de nacimiento del tamaño de una moneda que tenía en el costado, su propia respiración agitada visible en el movimiento de su estómago, las caderas huesudas de él, las pequeñas venas azules que se le veían alrededor del pecho. Desnudo, Lubert parecía más largo y delgado, y su piel era varios tonos más pálida que la de ella.

La cruda realidad de la habitación provisional empezó a emerger. Rachael abarcó con la mirada el mobiliario, retirado con prisas de las habitaciones del piso de abajo y amontonado allí para hacerle sitio a ella; la mesa de arquitecto y los utensilios de dibujo; los libros apilados en el suelo. Y apoyado contra la pared, descolgado y vuelto del revés, un gran cuadro. De las mismas dimensiones que la marca del vestíbulo.

Lubert empezó a acariciarle el hombro.

—¿Es ese el cuadro? —preguntó ella.

Lubert no respondió.

—¿Stefan?

—¿Sí?

—¿Me dejas verlo ahora?

La reticencia de él solo logró aumentar sus ganas de verlo.

—Adelante —dijo él por fin.

Rachael se sentó en el borde de la cama y se envolvió con la colcha, más para abrigarse que por pudor. Se arrodilló en el suelo y dio la vuelta al cuadro. Sin necesidad de preguntar, supo quién era. La imagen que se había formado no era muy distinta y el parecido de familia era demasiado pronunciado para que no lo fuera.

—Claudia.

Lubert asintió.

—Es impresionante. Veo a Frieda en ella. ¿Por qué lo descolgaste?

—Ya no quería seguir viéndola. Vuelve aquí, Rachael. —Dio unas palmadas en la cama, sin querer hablar más del tema.

Sin embargo, la curiosidad de ella pudo más que la incomodidad de él.

—¿Por qué no me dijiste que era de ella… cuando te acusé?

Lubert parecía estar en conflicto.

—Porque… he intentado olvidar. Y porque si te lo hubiera dicho quizá no te habría besado. Y tú me habrías compadecido. Además, creo que entonces todavía estaba enamorado de mi mujer.

—¿Lo estás?

—Por favor, dale la vuelta.

—Pero ¿lo estás?

—No puedo estar enamorado de un recuerdo. Quiero algo más.

Rachael miró el retrato de nuevo antes de volverlo hacia la pared y regresar a la cama de Lubert.

Lewis estaba agachado con Ursula y los tres delegados de la Agencia Interaliada de Reparaciones detrás del muro de protección, esperando la primera explosión controlada del programa de desmantelamiento. El delegado ruso, el coronel Kútov, gritaba algo, pero Lewis no oía nada. Se quitó los tapones de los oídos y se volvió hacia Ursula.

—¿Qué ha dicho?

—Algo sobre enviarles grano a ustedes.

Lewis volvió a taparse los oídos.

—El cabrón está disfrutando con esto.

Reflexionó sobre la absurda lógica de la ecuación: ellos volaban una fábrica de jabón que daba empleo a dos mil alemanes, que fabricaba algo que todos necesitaban y que no tenía ningún valor militar, y, a cambio, los rusos enviaban pan a los alemanes. Era como hacer cuadrar el libro mayor del infierno.

Una docena de policías alemanes de capa negra contenía sin problemas el puñado de manifestantes congregados en las puertas de la fábrica de jabón Henkel. El general tenía razón: la Navidad era el momento idóneo para el trabajo de demolición.

La agencia había calculado que la explosión se oiría a una distancia de entre cincuenta y ochenta kilómetros. Cuando llegó, la detonación fue poco violenta y extrañamente hermosa: el humo se elevó simétricamente de cada lado del edificio y luego, como un hombre que cae de rodillas pero permanece con la espalda erguida en un intento de mantener la dignidad, toda la estructura se desintegró y desapareció en un nimbo de humo de escombros que se extendió formando una coliflor de polvo, que casi alcanzó el muro de protección y envolvió a los delegados. El ruido sordo de la mampostería al caer se oiría desde lejos, confundiéndose con un trueno estrepitoso o con el estruendo de un gran tren que pasara cerca. Tal vez alguien creyera que se trataba de la última oleada fantasmal de unos escuadrones perdidos que volvían para terminar lo que habían empezado.

El desmoronamiento de una chimenea alta proporcionó el coup de grâce después del cual Kútov se puso de pie y aplaudió como si se tratara de unos juegos artificiales privados. Tenía motivos para estar impresionado, ya que había sido magnífico desde el punto de vista técnico; los Ingenieros Reales se estaban volviendo expertos en esa clase de explosiones controladas. Jean Bolon, el miembro francés de la delegación, y el teniente coronel Ziegel, el estadounidense, también se levantaron y aplaudieron.

Cuando Lewis observaba cómo se disipaba el polvo, dejando a la vista un montón de mampostería y escombros, vio de pronto a Michael atrapado bajo las vigas, el barro y la arcilla de la casa de Narberth. Rachael le había descrito la escena, pero él nunca se había permitido imaginarla del todo; en su lugar construyó una imagen más llevadera que consistía en una pulcra pila de mampostería en ruinas, no muy distinta de las que tenía ante sí en ese momento, en la que no estaba el cuerpo de su hijo.

Kútov empezó a gritar algo más a los delegados; lo repitió una y otra vez mientras se señalaba el reloj de muñeca.

—¿Qué está diciendo?

—Es medianoche —respondió Ursula—. Dice «Feliz Navidad» en ruso.

Los delegados estaban alojados en un pequeño hotel de la carretera de Cuxhaven. Era la una de la madrugada cuando llegaron, pero Kútov estaba abordando ese viaje como si fueran unas vacaciones y no iba a permitir que se retiraran tan fácilmente a sus habitaciones. Los cinco se dirigieron al bar para brindar por la exitosa operación de la jornada y por el salvador de la humanidad. El delegado ruso sacó una botella de vodka.

—El trago que ganó la guerra —dijo, alzando el alcohol puro—. Ustedes los británicos tienen la ginebra —añadió volviéndose hacia Lewis, quien respondió:

—El trago que nos ayudó a olvidar la guerra.

—¿Y ustedes qué tienen, monsieur?

—El pastís —respondió Bolon—. El trago para los que evitaron la guerra.

—Pero nosotros tenemos el trago que ganará la paz —señaló Ziegel—. El martini, el más grande de todos los inventos estadounidenses. No lo subestimen. Puedo aguantar dos, pero con tres acabo debajo de la mesa, y con cuatro, debajo de la anfitriona. Aunque esto no está mal. —Sostuvo en alto el vaso de vodka—. No siento el efecto.

—¿Y ustedes, frau Paulus? —preguntó Kútov—. ¿Qué bebida puede ofrecer su país?

Ursula había observado callada; Lewis notó que tenía una especie de reacción alérgica al ruso.

—Diría que la cerveza, coronel, aunque ustedes se han quedado con nuestros campos de cereales y de lúpulo.

Miró a Kútov sin dar muestras de que se tratara de una broma. El ruso le sostuvo la mirada, con los ojos brillantes y amenazadores, pero ella continuó mirándolo fijamente hasta que logró que apartara la vista. Entonces Kútov golpeó la mesa con la mano y se rio como si fuera totalmente incapaz de ofenderse. Era un hombre corpulento, fuerte, sin cuello. Toda la mesa se sacudió con el golpe.

—Tiene sentido del humor, frau Paulus. Eso me gusta. Me ha recordado un juego que solíamos jugar en el Ejército Rojo.

El juego consistía en aguantar el máximo tiempo sin parpadear mientras alguien daba palmadas delante de los ojos. Kútov adoptó el papel de batidor de palmas principal, eliminó a Bolon a los diez segundos, y a Ziegel, a los treinta. Lewis casi superó el minuto, pero fue más por agotamiento que por destreza; el juego lo ganó sobradamente Ursula, quien parpadeó al cabo de tres minutos, y solo porque Kútov recurrió a gritar de pronto «ja» en su cara.

A continuación Kútov cantó una melancólica canción popular rusa; Lewis no logró decidir si era un alma sensible o un sentimental desagradable. Se disponía a retirarse cuando Ziegel propuso otro juego.

—Para matar el tiempo antes del desembarco solíamos jugar a un juego llamado «Si no fuera por la guerra». Nos ayudaba a conocer a los nuevos reclutas. ¿Les suena? Es fácil. Solo tienen que decir qué estarían haciendo ahora si no hubiera habido una guerra. Cosas buenas o malas, no importa siempre y cuando sean verdad. Los demás pueden interrumpirlos y desafiarlos si no los creen o quieren saber más.

Kútov golpeteó la mesa en señal de aprobación.

—Excelente. ¡No conozco este juego pero me gusta!

Lewis atrajo la mirada de Ursula y abrió mucho los ojos con fingida alarma. Quería retirarse, pero el sentido del deber y cierta curiosidad lo mantuvieron sentado en su silla.

Ziegel continuó.

—Tengo la botella delante para indicar que estoy hablando yo, y se la paso a la persona a mi izquierda. Empiezo yo, para que vean lo fácil que es. Bien. Si no fuera por la guerra, yo… seguiría vendiendo seguros de vida en Filadelfia. Si no fuera por la guerra, nunca habría visto la torre Eiffel. Si no fuera por la guerra, probablemente tendría cuatro hijos en lugar de dos. Si no fuera por la guerra pesaría unos cuantos kilos más. Ya está. Eso es todo por ahora. Pueden pasar la botella cuando quieran y no quemar todos los cartuchos.

Pasó la botella a Kútov.

El ruso la cogió con una mano. Tenía los dedos gruesos y llenos de cortes. Acarició la botella con la otra mano y la habitación se llenó de solemnidad.

—Si no fuera por la guerra —dijo con tono fúnebre, y guardó silencio unos segundos. Los demás se prepararon para oír una historia repleta de atrocidades que les recordara que los rusos habían soportado el mayor coste en vidas humanas—. Si no fuera por la guerra, esta noche estaría en Petrogrado con mi mujer. —Otro silencio. Nadie supo cómo tomárselo. Parecía triste, casi hundido; inhaló histriónicamente a través de sus fosas nasales ensanchadas.

—Lo siento, Vasili —dijo Ziegel, tocándole las toscas manos.

Kútov se animó inesperadamente y en su rostro apareció una gran sonrisa llena de complicidad.

—¡Y cada día doy gracias de no estar con esa bruja!

El alivio hizo más sonoras las carcajadas.

—Así que si no fuera por la guerra… —Kútov reflexionó un rato más—, si no fuera por la guerra seguiría con mi mujer y mis tres hijos: Masha, Sonya y Piotr. Sería un mal padre que chilla. Estaría trabajando en la Oficina de Comunicaciones y los fines de semana me encontrarían pescando en agujeros practicados en el hielo. Y, si no fuera por la guerra, no tendría excusa. —Se detuvo de nuevo.

—¿Excusa? —repitió Bolon.

Kútov apuró el vodka y llenó de nuevo el vaso. Luego se levantó con brusquedad.

—Si no fuera por la guerra… —Se levantó la camisa dejando ver un pecho fuerte y grueso: tenía el estómago cubierto de cicatrices negras—. Esto es por robar una vaca. A un granjero de Polzin.

—¿Y dónde está ahora el granjero? —preguntó Bolon.

Kútov señaló el suelo.

—¡Muuuu! —exclamó Ziegel—. ¡Muy bueno, general! Muy bueno.

Kútov pasó la botella a Bolon.

Lewis no lograba ubicar al francés. Era evidente que no era soldado. ¿Un funcionario? ¿Un académico quizá?

—Si no fuera por la guerra… no estaría disfrutando de esta experiencia de camaradería internacional… —empezó a decir.

Kútov aprobó la manera en que lo expresó, y exigió cuatro brindis y vítores de cada delegado.

—¡Camaradas!

—Si no fuera por la guerra —continuó Bolon— no estaría aquí, lógicamente. Todavía estaría trabajando en Beaune. Si no fuera por la guerra habría terminado mi doctorado. Si no fuera por la guerra… seguiría con Angèle. Si no fuera por la guerra nunca habría conocido a mi mujer.

—El Señor te lo dio y el Señor te lo quitó —terció Ziegel.

—¿Y qué fue de esa tal Angèle? —preguntó Kútov.

—Yo estaba en París cuando la tomaron los alemanes. No pude regresar a Beaune. Angèle era una secretaria del departamento. No tenía adónde ir…

—Nos hacemos una idea, Jean…, nos hacemos una idea —dijo Ziegel.

Ziegel era con diferencia el más borracho, pero Lewis empezaba a notarse algo bebido; estaba seguro de que si se movía se caería. A pesar de todo aceptó otro trago del ruso. Resultaba efectivo para mantener a raya la marea.

—¿Y dónde está Angèle ahora? —preguntó Kútov.

—La detuvieron. Mi profesor la delató a las autoridades alemanas. Era judía. Después yo dejé la universidad. Pero… conocí a mi mujer, Juliette. Y en fin. Comme ça…, es suficiente por el momento.

Bolon pasó la botella a Lewis.

—Coronel Morgan, veo en usted muchas historias.

En efecto, Lewis tenía muchas historias —su vida se había visto tan afectada por las consecuencias de la guerra como la de cualquiera—, pero él no estaba preparado para contarlas, ni ante esa mesa ni ante ninguna. No se sentía con fuerzas para comparar cicatrices. Durante la pasada hora había estado fumando casi en una fuga, intentando ocultarse detrás de la cortina de humo.

—¿Coronel?

Él le pasó la botella a Ursula.

—Lo siento, pero tengo la mente en blanco. Inténtelo usted, fräulein.

—Tiene que decir algo, coronel. Cualquier cosa.

—Luego —replicó él—. Hable usted primero.

Ursula puso una mano en la botella.

—Si no fuera por la guerra… todavía estaría casada. Quizá tendría hijos. Me habría gustado tener cuatro. Seguiría dando clases en Rügen. No habría perdido a un hermano contra… el régimen. Si no fuera por la guerra nunca habría cruzado un mar congelado.

—¿Escapaba de nosotros? —le preguntó Kútov interrumpiéndola.

Ursula asintió.

Él se rio.

—¡Creyó que los ingleses la tratarían mejor!

Ursula lo miró.

—Sí.

—Ellos no tuvieron que enfrentarse a lo que nosotros nos enfrentamos —replicó él. Se había contenido hasta entonces, pero por fin afloraba el orgullo del que ha sufrido más.

—Hay cosas que una guerra no puede justificar, coronel. Sea lo que fuere a lo que se han enfrentado.

—Continúe, señorita Paulus —le pidió Ziegel.

—Si no fuera por la guerra… no habría ido caminando desde Rügen hasta Hamburgo. Ni habría visto por el camino… lo cruel que puede ser el hombre. Y… lo bueno.

—¡Detalles, fräulein! ¡Detalles! —exigió Kútov.

Ursula lo miró con atención. Llevaba poniéndola a prueba todo el día y toda la noche. Parecía casi orgulloso de provocar su indignación.

—Si no fuera por la guerra no habría visto la crueldad de los soldados rusos violando a una anciana y luego matándola a golpes. Si no fuera por la guerra no habría visto la bondad de su superior persuadiéndoles para que me perdonaran la vida y me dejaran marchar.

Kútov hizo de inmediato un ademán desdeñoso.

—Considérese afortunada.

Echaron otro pulso de miradas que Kútov ganó sonriendo y a continuación riéndose con ganas. Pero esta vez los demás no se rieron con él. Lewis se alegró de haber recomendado a Ursula para el puesto de Londres y de que ella hubiera aceptado. Si Kútov y ella permanecían todo un mes en tan inmediata proximidad sin duda habría un incidente internacional.

Ziegel trató de acelerar las cosas.

—Bien, coronel, ahora tiene ventaja sobre nosotros. No sabemos nada de usted.

Lewis tamborileó con los dedos en la mesa.

—Me gustaría retirarme. Mañana hay que madrugar.

—Vamos, coronel. ¿Qué puede ser tan malo? —lo cameló Ziegel.

—No me va esta clase de juegos, caballeros.

Ursula estaba agitada tras el intercambio de Kútov y concentró esa agitación en Lewis.

—Nos ha escuchado a todos. Es justo que comparta algo con nosotros.

—Ella tiene razón —coincidió Ziegel, dando palmadas en la mesa—. Tiene que aportar algo, coronel. Todos hemos desnudado el alma. Juego limpio, ya sabe.

Ursula puso la botella delante de Lewis. Él la miró, pero no pudo cogerla. Ursula se la arrebató con impaciencia y la sostuvo frente a ella.

—De acuerdo. Puesto que soy su intérprete hablaré por usted. Creo que sé qué nos está diciendo el coronel. —Lo miró y él de pronto quiso quitarle la botella de las manos—. Si no fuera por la guerra, el coronel Morgan no habría estado aquí para ofrecerme un empleo y no me iría a Londres. De modo que gracias. Si no fuera por la guerra, el coronel Morgan estaría viviendo tranquilamente en alguna parte de Inglaterra o Gales, no lo sé. Si no fuera por la guerra el coronel Morgan habría pasado más tiempo con su familia. Si no fuera por la guerra no habría perdido un hijo, y luego no habría intentado mantenerse tan ocupado trabajando sin parar para evitar enfrentarse a ello. Aunque la pérdida sigue ahí, en su corazón.

Con esas palabras Ursula dejó la botella en el centro de la mesa.

Kútov aplaudió. Ziegel asintió en señal de aprobación.

Lewis sintió como una marea dentro de él, elevándose hacia los senos nasales y el pecho. Se había esforzado mucho para mantener a raya ese fantasma, pero de pronto presionaba para salir y reclamar lo que era suyo. Estaba al borde del llanto y tuvo que tragar saliva para contener las lágrimas. Se levantó. El efecto entumecedor del vodka parecía haberse concentrado en la parte posterior de sus muslos e intentó recobrar el equilibrio. Puso una mano sobre la de Ursula con delicadeza y dio unas palmadas.

—Una buena traducción. —Hizo una inclinación—. Me voy a retirar. Caballeros, frau Paulus. Buenas noches. Spokoynoy nochi. Bonne nuit. Gute Nacht.