9

Los reflectores de la fábrica iluminaban un campo de nieve revuelta en el que se veían pancartas tiradas por doquier como cigüeñas muertas. El coche militar volcado había sido acordonado como el epicentro de la escena de un crimen. Había varios policías alemanes pululando en la oscuridad, sin saber muy bien cuál era su papel en todo ello. Al examinar los restos del altercado, Lewis se sentía abrumado; tenía la sensación de estar perdiendo el poco control de la situación.

El policía militar que había dado la orden de abrir fuego —un tal comandante Montagu— le contó lo sucedido, pero ni el cómo ni el porqué podía cambiar los hechos. Había ocurrido un desastre descomunal estando él de servicio.

—El oficial trataba de llegar a las puertas de la fábrica cuando se ha visto rodeado por una muchedumbre furiosa. Han empezado a golpear el coche. Hemos disparado tiros de advertencia, pero han seguido balanceando el coche hasta volcarlo. Por suerte no han agredido al oficial que se encontraba en el interior del coche.

Montagu dio el parte con mecánico distanciamiento. Lewis esperó a que terminara, pero el comandante se detuvo allí.

—Entonces ha ordenado abrir fuego sobre civiles desarmados —dijo Lewis.

—No teníamos elección, señor.

—Los que ahora no tienen elección son los muertos, comandante. ¡Tres, maldita sea!

Lewis rodeó el coche y se detuvo en un tramo de nieve cubierto de sangre. Tumbado de lado, el Volkswagen tenía aún más aspecto de escarabajo.

—Si les hubiéramos dejado lo habrían linchado.

—¿Lo sabe a ciencia cierta?

—Sin ninguna duda, señor. A esas alturas era… una turba descerebrada. Creemos que entre la multitud había elementos subversivos —continuó—. Individuos que solo buscaban crear problemas. Es posible que hubiera Werwolf, señor.

—¡Por el amor de Dios! ¿Ha arrestado a alguno?

Montagu hinchó el pecho y murmuró una respuesta cortante:

—Hemos detenido a media docena para interrogarlos.

—Son niños, ¿verdad?

La policía militar había sido muy criticada a raíz del arresto de un centenar de niños a los que habían sorprendido robando carbón. La prensa había conseguido la noticia pero había cambiado la edad de los niños.

Lewis recogió una de las pancartas del suelo. En ella se leía: «¡Dadnos las herramientas y nosotros haremos el resto!». La sostuvo en alto para que Montagu lo leyera.

—¿Sabe a quién están citando?

Montagu empezó a impacientarse con el aluvión de preguntas.

—Si hubiera estado allí, usted habría hecho lo mismo.

Lewis lanzó la pancarta lejos.

—Les ofrecemos la democracia y luego los castigamos por ejercerla.

Barker llevó a Lewis a una reunión urgente con su superior, el general De Billier.

—El comandante tenía razón —dijo Lewis—. Debería haber estado allí, o al menos haber mandado un destacamento más grande para defenderlos.

—Se suponía que era una manifestación pacífica, señor. El sindicato así nos lo aseguró. Las fuerzas armadas se dejaron llevar por el pánico. No tuvieron la culpa.

—Veo venir un despido.

—Lo dudo, señor.

—¿Por qué, si no, iba a llamarme De Billier para asistir a una reunión a medianoche?

—Probablemente quiere saber su opinión sobre un nuevo whisky de malta.

Lewis logró sonreír. El general era un gran aficionado al whisky y tenía fama de escoger a sus hombres por su aptitud para distinguir una marca de otra.

—No pueden echarle —continuó Barker—. Usted es una de las pocas personas que entiende lo que estamos haciendo aquí. Yo creo que tienen algo distinto en mente.

—Estoy lejos de ser tan imprescindible como usted cree, Barker.

Lewis aparentó sacudirse de encima el cumplido pero se lo guardó en su interior como un antídoto ante su creciente desconfianza de sí mismo. En el ejército las enhorabuenas sinceras no eran frecuentes. El elogio, cuando se daba, solía ser contrarrestado con un insulto. Esa reticencia a los cumplidos y los ánimos no era solo un defecto militar. En su opinión también había algo muy británico en ello. Era fruto de una mezcla de reserva y realismo que Lewis reconocía en sí mismo, así como del miedo a permitir que alguien se diera muchas ínfulas: una razón por la que —como les gustaba decir a los británicos— ellos nunca tendrían dictadores con tanta facilidad como sus vecinos continentales.

—Ya casi tengo el informe, señor —continuó Barker.

—¿Qué informe?

—El de las personas desaparecidas que me pidió.

Lewis oyó el ruido de loza al romperse: ¿cuántos platos más había lanzado al aire y luego se había olvidado de ellos? La idea de confeccionar una lista de «los muertos desaparecidos» —los que nadie había reclamado tras los bombardeos— y de compararla con la de los que todavía estaban ingresados en hospitales, enfermerías, conventos o clínicas de reposo de la región, figuraba entre las distintas propuestas que había promovido pero que habían caído en el olvido por el empuje de otros asuntos más apremiantes.

—Me había olvidado por completo. Espero que no haya perdido muchas horas redactándolo.

—Ha absorbido mi vida, señor. Pero pronto empezaré a comparar los nombres del informe con los de la lista de los pacientes. Deme unas pocas semanas más.

—¿Cómo va el otro informe, el de los objetos de valor?

—Está agitando a unos cuantos oficiales. No les gusta. De momento no van a promocionarme.

—Estupendo.

Lewis hablaba en serio. En primer lugar, necesitaba a Barker. Pero además creía de verdad que, al llegar a la cumbre de su carrera, muchas personas perdían la motivación que las había conducido hasta allí y desempeñaban funciones que no estaban a la altura de sus aptitudes, de modo que estas se atrofiaran. Era mejor quedarse «en el lado equivocado del escritorio», ese había sido siempre su lema.

El general De Billier no estaba sentado detrás de su escritorio sino apoyado en él cuando Lewis entró en su oficina. Enseguida le ofreció asiento, un whisky y un cigarrillo, lo que no era precisamente el preámbulo de un rapapolvo. La presencia del comisario Berry en el despacho sugería que Barker quizá no se había equivocado: tenían en mente algo que no era despedirlo.

—¿Ya conoce al comisario?

—Sí, señor. Nos saludamos brevemente… durante la visita del ministro. —A Lewis le caía bien Berry; tenía un empleo insoportable e impopular, y lo desempeñaba con elegancia y dignidad.

Berry estrechó la mano de Lewis con efusión.

—Hola de nuevo, coronel. El hombre que comparte su casa.

—No es mi casa, señor. Pero así es.

—Los consejeros alemanes hablan muy bien de usted.

—Esta es precisamente la razón por la que… —De Billier se detuvo para encender el cigarrillo de Lewis— está usted aquí esta noche. Por su capacidad para ver el otro lado.

Lewis tomó asiento recordando que incluso a los prisioneros se les ofrecía un cigarrillo antes de ejecutarlos. Con tanta lisonja era evidente que le esperaba un cometido terrible. Desde donde estaba sentado veía la luna llena a través de la ventana situada detrás del general; alcanzaba a distinguir su superficie llena de huecos. Tal vez era allí adonde querían mandarlo.

—Todos mis intentos conciliadores se centran en la fábrica de Zeiss, señor.

—Lo que ha sucedido esta noche es una desgracia —empezó a decir De Billier—, pero forma parte de un problema mucho mayor. El desmantelamiento nos está causando problemas en toda la zona. Ha habido manifestaciones de protesta en Colonia, Hannover, Bremen, el Ruhr. El desmantelamiento está en el origen de una gran tensión que las condiciones climáticas y la falta de alimentos no han hecho sino agravar. Los alemanes empiezan a odiarnos. Aún creen que queremos convertir el país en una gigantesca granja y que hemos destruido toda la industria del transporte marítimo para abrir la senda a Belfast y Clyde.

—Es cierto que volamos un astillero de prestigio mundial en pleno funcionamiento.

—Ahora todos sabemos que Blohm y Voss fue un error. Pero los objetivos y las metas están cambiando muy deprisa. Casi cada mes cambian. Hace un año pretendíamos desmilitarizar, luego desnazificar, después reducir la capacidad industrial y finalmente dar de comer a esa maldita gente. Ahora, quitando a los franceses y los rusos, todos tenemos claro que necesitamos una Alemania fuerte. Se ha acordado unir nuestra zona a la estadounidense. En torno a Año Nuevo nos habremos convertido en la Bizona. Y cuando los franceses tengan una idea más clara del lugar que ocupan en el universo, quizá en la Trizona. Lo que está claro es que los rusos parecen cada vez más reacios a devolver su zona. Y cuanto más tardemos en desmantelar la industria pesada de Alemania, menos probabilidades habrá de que lo hagan.

El general apenas había mencionado los trágicos incidentes de la noche y era evidente que no tenía ninguna intención de hacerlo. Para él, no era más que un temblor local, comparado con los movimientos tectónicos que se estaban produciendo entre los distintos países. Lewis casi se sintió decepcionado. La perspectiva del despido que se había permitido contemplar durante el trayecto no le había desagradado por completo.

—Todavía tenemos una posibilidad de evitar el fracaso total en nuestras relaciones con la Unión Soviética. El primer paso es cumplir el Tratado de Potsdam sobre las reparaciones si no queremos que ellos nos nieguen el pan. La Agencia Interaliada de Reparaciones impondrá sanciones que no podremos permitirnos a menos que llevemos a cabo el desmantelamiento de inmediato. Los estadounidenses tendrán que pagar para dar de comer a millones de personas y entonces ese Telón de Acero sobre el que Churchill ha empezado a dar la lata se convertirá en una realidad.

De Billier entregó a Lewis un expediente. Se titulaba: «Listado de desmantelamiento. Emplazamientos de Categoría 1. Confidencial».

—En esta región hay cuatro lugares de categoría uno. Los rusos van a enviar un equipo con la Agencia Interaliada para asegurarse de que los desmantelan. Necesitamos que usted sea nuestra persona clave. Y necesitamos que empiece de inmediato.

Lewis hojeó el documento y echó una vistazo a los emplazamientos.

—¿Heligoland?

Podría haber estado en la Luna.

—Van a reunir toda la munición en un solo lugar para volarlo. Necesitamos a alguien que goce de la simpatía de los alemanes y sea capaz de comunicarles esos imperativos, alguien que trasluzca su afinidad innata. Usted tiene fama de eso, coronel. El comandante habla muy bien de usted.

Para un observador foráneo eso quizá habría sonado a elogio, pero Lewis sabía que ese era el procedimiento para librarse de alguien discretamente. No querían que discurseara ante ministros y la prensa. Él había criticado sus esfuerzos sobre el terreno delante de Shaw. Era preciso sancionarlo… de un modo constructivo.

—Eso no está dentro del… ámbito de mi competencia.

—Estamos hablando de gente, coronel —replicó Billier—. Usted tiene don de gentes.

—Quiere decir que buscan a alguien capaz de demoler edificaciones con sensibilidad.

De Billier se aclaró la voz soltando un gruñido de impaciencia. Había agotado sus dotes persuasivas; no iba a presentárselo más bonito.

—Coronel, desprecio a los rusos y detesto estas reparaciones. Pero si queremos evitar otra guerra tenemos que actuar. Y hacerlo antes de que termine el invierno.

El tanteo se convirtió en una orden.

—Acompañará a Kútov y a sus observadores. Viajará en todo momento con un observador francés y otro estadounidense. Tengo entendido que su intérprete habla ruso. Si todo va bien no estará fuera más de unas semanas. Pondremos a alguien en su distrito para que lo sustituya hasta que vuelva.

A lo largo de toda esa conversación Lewis se había imaginado que Rachael estaba con él en la habitación. ¿Cómo se tomaría ese último destino? ¿Sería la gota que colma el vaso?

—¿Puedo esperar hasta pasadas las fiestas?

—Los rusos ya no celebran la Navidad, coronel. Además, será el momento más idóneo para actuar —replicó De Billier—. Mientras todos cantamos villancicos usted podrá volar lo que se le antoje sin que nadie lo oiga.

El general no había llegado al otro lado del escritorio a base de sentimentalismo. Ni siquiera al morir Michael había concedido a Lewis —y él tampoco los había pedido— los días de permiso por motivos personales a los que tenía derecho después del funeral.

—Señor, solo llevo unos meses con mi familia…, hemos pasado muy poco tiempo juntos. Esto creará una gran tensión…

—Estoy dirigiendo un país, coronel, no una agencia matrimonial.

—Herr Morgan ha pedido verlo en el salón, señor.

—¿Parecía… enfadado?

Heike tuvo que reflexionar.

—Creo que no, señor.

No, por supuesto que no. El coronel nunca se irritaba. Aunque se hubiera enterado de que su mujer había besado a otro hombre, probablemente le hablaría del tiempo que hacía y luego le ofrecería su coche.

—Gracias, Heike. Ahora bajo.

Lubert dejó la pluma y tapó el tintero. Se pasó una mano por el pelo, luego se lo pensó mejor y se lo despeinó dejándolo en su estado natural.

Encontró a Lewis de pie junto al piano, mirando el río, pensativo. Llevaba el uniforme completo, con guantes y abrigo; se iba a alguna parte…, de nuevo. Lewis curvó la mitad de la boca formando una medio sonrisa.

—Herr Lubert. Pase, por favor. Siéntese.

Lubert se dirigió al asiento junto a la ventana.

—¿Cómo se encuentra? —le preguntó Lewis llevándose una mano a la sien.

La ceja partida de Lubert tenía el feo color del caparazón de una tortuga, pero estaba cicatrizando bien.

—Se cura rápido.

—Parece ser que la velada de la otra noche fue movida.

Lubert había contado con que Lewis tocara el tema y se preguntó si esperaba que hablara primero él. Se suponía que los británicos sufrían de una especie de estreñimiento emocional. Quizá debería ponerle las cosas más fáciles ofreciéndole el laxante de una disculpa, diciéndole que no fue culpa de frau Morgan sino de él; había recibido un golpe en la cabeza y no era él, y luego una cosa llevó a la otra.

—Lamento el incidente.

Lewis lo miró socarronamente y alzó las manos para interrumpirlo.

—No es usted el que debe disculparse, herr Lubert. Me siento avergonzado. Por el jarrón. Por los daños causados a su propiedad. Y por la conducta de cierto invitado de esa noche. —Acarició el lateral del Bösendorfer en un gesto reparador tras los agresivos golpes que había recibido a manos de Burnham—. Rachael dice que usted se comportó con admirable comedimiento, habida cuenta de las circunstancias.

Lubert se volvió atrás de su precipitada confesión balbuceando:

—Bueno…, mmm…, no echo la culpa a nadie. Solo fue la euforia. El jarrón no tiene importancia. Ni siquiera me gustaba.

—Pero eso no justifica lo ocurrido, herr Lubert. Como usted mismo dijo, es suyo.

—Sí.

El coronel volvía a cubrirlo todo con un manto.

—Y también lamento que se viera envuelto en el asunto de Zeiss.

—No lo recuerdo muy bien. Estaba escuchando un discurso y de pronto empezaron los gritos.

A Lewis se le demudó el rostro.

—Lo ocurrido en la fábrica es inexcusable. Precisamente cuando creíamos que estábamos yendo a alguna parte, sucede algo así. Alguien pierde los nervios o se deja llevar por el pánico, y todo se desata. Nos hallamos en un momento muy delicado. Todo pende de un hilo muy fino. En fin, me alegro de que esté bien.

—Tiene un trabajo muy difícil, coronel. No le envidio.

—No debe envidiarme. De todos modos, no solo quería hablar con usted para disculparme por lo de la otra noche, sino también para pedirle un favor. Estamos buscando un nuevo profesor para Edmund. Sé que no podrá seguir trabajando en la fábrica por el momento, y me preguntaba si estaría dispuesto a ser el profesor de Edmund y de Rachael, y enseñarles alemán. No podré buscar un sustituto mientras estoy fuera. Y será una buena oportunidad para que Rachael aprenda un poco el idioma. Sé que ha sido frustrante para ella no hablarlo…, sobre todo con el servicio.

—Por supuesto —dijo Lubert—. ¿Se marcha usted?

—Varias semanas. Salgo para Heligoland mañana.

—Entonces… ¿no pasará la Navidad aquí?

—Por desgracia, el ejército actúa según su propia liturgia, herr Lubert. Le agradecería que se hiciera a cargo de todo en mi ausencia. Lo animaría a que se sintiera más a gusto en esta casa que hasta ahora. Sé que… las cosas no fueron fáciles al principio. Como quizá se habrá dado cuenta, mi mujer… no era ella cuando llegó, pero empiezo a ver indicios de la Rachael de siempre. Creo que quiere alternar más, quizá ir de compras con Frieda. Le sienta bien tener compañía. No es bueno para ella estar sola y menos en estas fechas. Y, como no me canso de decir, si queremos que aquí funcionen las cosas tenemos que empezar a confraternizar y a conocernos. Creo que lo que intento decir, herr Lubert, es que no se recluya. Por favor, tiene libertad para pasar más tiempo en la casa.

—Gracias, coronel.

A Lubert le caía bien Lewis. Respetaba su generosidad. Se sentía agradecido por ella. Y admiraba su ausencia de aires de superioridad. Pero al escuchar esas palabras no pudo evitar pensar que estaba ciego. O era un ingenuo o tenía la cabeza en otra parte. Fuera lo que fuese, las prioridades de ese hombre no eran las correctas.

—Tengo pésimas noticias, Rach.

Rachael estaba leyendo otra novela de Agatha Christie y parecía absorta en la exquisita trama, en un momento clave de la historia. Al dejar el libro dos pensamientos inoportunos rivalizaron en su mente: me pregunto quién es el asesino y espero que Lewis no me diga que Stefan tiene un pasado sucio como herr Koenig.

—¿De qué se trata?

Lewis tenía la expresión que solía adoptar al anunciar un nuevo destino. La más memorable fue cuando le comunicó que iba a regresar a la base inmediatamente después del funeral de Michael.

—Me han pedido que supervise el desmantelamiento. Quieren que empiece mañana mismo. Eso significa que estaré fuera varias semanas.

—Oh.

—Lo sé. Es la gota que colma el vaso —dijo malinterpretándola mientras iba a buscar la maleta al vestidor.

En alguna parte de su ser ella guardaba las perogrulladas de la esposa solícita, esas frases que las mujeres de militares tenían preparadas para pronunciarlas cuando un permiso se acortaba o se interrumpía. Pero ella no las sentía. Y le pareció que Lewis no esperaba que ella las desempolvara.

—Este es el ejército, señor Jones —se limitó a decir.

Lewis la miró y asintió.

—Lo siento, Rach.

Mientras empezaba a preparar el equipaje ella volvió a coger el libro. No quería ayudarlo, esta vez no. Quizá fuera su deber, pero estaba harta de él. Solo quería terminar ese maldito párrafo y averiguar quién era el asesino. Sin embargo, ver la ineptitud de Lewis cambió su actitud. Dejó el libro y lo ayudó a buscar calcetines en la cesta de la ropa limpia que Heike había dejado allí esa mañana.

—¿Cuántos?

—Con cinco o seis bastará.

Ella le lanzó los calcetines enrollados de uno en uno y él juntó las manos como un guardameta y los arrojó a la maleta en un solo movimiento. Al verlo todo colocado de cualquier manera Rachael le reordenó el equipaje.

—¿Se trata de un ascenso?

—Creo que es un castigo por no haber acatado las normas delante del ministro. Parece ser que hablé demasiado.

—No es propio de ti. ¿Quién se quedará a cargo del distrito?

—Barker. Le he pedido que se pase por aquí y traiga la correspondencia. Tú y Ed os las arreglaréis, ¿verdad?

—A ti qué te parece.

Él asintió. Era una pregunta estúpida.

—Cuando vuelva, he pensado que… quizá podríamos ir a alguna parte, los dos solos. Cuando haga un poco más de calor. A Travemünde, por ejemplo, o a uno de esos complejos turísticos del Báltico.

—Estaría muy bien.

—Aunque… falta un poco todavía.

—Sí…

Lewis no tenía palabras, pero ella no iba a proporcionárselas.

—Bueno, será mejor que me vaya. —Cerró la maleta y se volvió para decirle adiós.

Para evitar una escena, al despedirse ella le dio un beso en la mejilla, como si se tratara solo de un conocido o de un huésped de paso.