8

Lubert y Frieda estaban cenando un huevo pasado por agua y pan moreno untado con margarina Petersen y Johannsen. A Lubert le maravillaba la capacidad que tenía la especie humana —en concreto, él— para adaptarse a circunstancias más modestas y recalibrar las expectativas en consecuencia. Incluso en los desesperados últimos años de la guerra, una cena de esas características habría sido tachada de mísera; no obstante, ahora él saboreaba cada bocado y hasta la viscosa margarina le parecía deliciosa.

—Frieda, ¿me pasas la margarina?

Frieda deslizó la tarrina de porcelana por la mesa y, encorvada en la silla, con la frente grasienta, un par de granos a punto de brotar, el pelo trenzado y las manos todavía sucias del polvo de los escombros, continuó mojando el pan en el extremo estrecho de su huevo pasado por agua. Los silencios durante las comidas se habían vuelto tan corrientes, que Lubert había empezado a leer, algo que Claudia habría deplorado y un indicio más de que la influencia de su difunta mujer se estaba desvaneciendo. «Stefan, ¿vas a comer con nosotras?», le preguntaba en mitad de una comida en la que él solo estaba presente físicamente, pues se había enfrascado en el periódico. «¿De verdad que el mundo de las discusiones entre hombres es más interesante que yo?»

Debajo del plato Lubert tenía el Die Welt, abierto por un reportaje sobre el número de alemanes que vivían en campos en la zona británica. Desde el imprudente beso que había dado a frau Morgan medio esperaba el aviso de desalojo. Aunque ella lo había perdonado enseguida, él notaba cómo las ramificaciones del acto se extendían por las habitaciones del piso de abajo. Quizá se parecía más a su hija de lo que quería admitir. Los dos eran obstinados y un poco imprudentes. Y él, como ella, sentía pocos remordimientos por sus acciones.

—La otra noche vi a alguien entrar en la casa de Petersen —comentó, impulsado a hacer un esfuerzo para hablar con su hija y dejar de pensar en Claudia—. Yo iba a detenerlo pero luego pensé no, también ellos pueden usarlas. Es escandaloso que todas esas casas estén vacías. No tiene sentido.

Frieda siguió comiendo, sin mirarlo.

—Pobre Petersen.

Lubert untó más margarina en el pan moreno. Si tener que comer en la vieja cocina de Greta suponía una degradación, pensar en su vecino viviendo en alguna barraca prefabricada lo ayudaba a ver las cosas en su justa medida. El magnate de la margarina había tenido en otro tiempo un Rolls-Royce, un caballo de carreras y un enorme velero con el que navegaba por el Elba como un doble de Von Spee. Su mansión de la Elbchaussee había sido la primera que habían requisado, junto con su barco, su caballo y su orgullo; no solo había sufrido la humillación de que lo trasladaran a las barracas prefabricadas de Hamm, sino que nueve meses después su propiedad seguía vacía; los británicos no habían podido ocuparla o se habían olvidado de ella.

—¿Qué tal va la recogida de escombros?

—Hay mucho trabajo.

—Tu madre se sentiría orgullosa de ti.

—¿Lo has olvidado? Está muerta.

—No, no lo he olvidado, Freedie. ¿Cómo podría hacerlo? Sé cuánto la busqué todos esos meses porque no quería aceptarlo. Pero ahora lo he aceptado.

No podía ir más allá en sus intentos de llegar a su hija sin toparse con una piedra. Y esa era la veta que no podía perforar, los duros cimientos de toda la ira que había acumulado dentro de ella. Una llamada a la puerta le ahorró más excavaciones inútiles.

—Pase —dijo Lubert, esperando ver aparecer a Heike.

Era Rachael. Lubert se levantó, más por los repentinos nervios que por cortesía. Seguramente había llegado el momento. Por lo que él sabía, era la primera vez que Rachael entraba en sus habitaciones. Quizá el coronel lo esperaba en el piso de abajo para tener unas palabras con él. Hablarían del tiempo y luego lo desafiaría a batirse en duelo.

—Frau Morgan.

Rachael abarcó rápida y respetuosamente con la mirada su entorno, la humilde cocina, calculando los metros cuadrados que tenían en comparación con los suyos.

—He encontrado esto en un cajón y me ha parecido que debía devolvérselo. —Le tendió el collar de granates de Claudia.

Lubert lo cogió y, al sostenerlo en la mano y oír el tintineo de las cuentas, acudió a su mente una imagen. Se lo había comprado a Claudia cuando eran novios y a él le preocupaba que no estuviera a la altura de sus joyas heredadas. Pero el palpable entusiasmo de ella al verlo disipó su temor y confirmó lo que él esperaba, a saber, que en realidad no le preocupaba la riqueza.

—Gracias, frau Morgan. —Y, dando el collar a su hija, añadió—: Frieda, es para ti.

Frieda lo cogió y se lo metió en el bolsillo del vestido sin decir una palabra.

Rachael se dirigió directamente a Frieda.

—También quería saber si te gustaría que te arreglaran el pelo. Hemos…, mañana vendrá una peluquera.

Rachael miró a Lubert para que lo tradujera.

—Freedie —dijo él en alemán—. Frau Morgan está ofreciéndote amablemente una sesión de peluquería. ¿Te gustaría?

—¿Qué tiene de malo mi pelo?

—Nada. Pero… creo que es un detalle… para una joven. Es un… ofrecimiento amable.

Rachael pareció percibir la incomodidad de Frieda.

—Solo si quieres… —Se volvió hacia Lubert—. No tiene que responder ahora. Renate vendrá mañana. Si ella quiere, podría subir aquí a media tarde.

Lubert pensó que Rachael estaba distinta ese día. La coraza había desaparecido.

—Gracias. ¿Frieda?

—Danke.

Lo dijo en un murmullo, pero era un gracias de todos modos.

Esqueleto llevaba retraso. Quizá fuera por el tiempo, pero eso nunca lo había detenido. Tal vez se debiera a su frágil pecho —decía que la vulnerabilidad de sus pulmones le había impedido ingresar en la Wehrmacht—, aunque en las últimas semanas tenía buen aspecto: estaba menos cadavérico que de costumbre, con un color de tez más rosado; herr Koenig ya no era el hombre inmerso en la senectud que Edmund había conocido. El pastel y la leche que Heike le llevaba, y las chocolatinas que él mismo le proporcionaba, le daban un aspecto más lustroso. Ya empezaba a quitarse el abrigo durante las clases, y hablaba incluso de sus ilusiones.

Edmund observaba la entrada atento como un centinela, esperando ver cómo una figura oscura interrumpía la blanca escena. Estaba impaciente por que llegara su profesor. Aquel era el último día antes de Navidad y quería hacerle un regalo sorpresa: los cuatrocientos cigarrillos que le permitirían obtener un Persilschein y ser libre para empezar una nueva vida en Wisconsin con el hermano del Buick con un megáfono en el techo. Después de declinar la ayuda que Edmund le había ofrecido, herr Koenig había cambiado de opinión, diciendo que si el Robin Hood de Hamburgo podía echarle una mano para llegar a Estados Unidos se lo agradecería mucho (siempre que no dijera nada a nadie). El halago de que lo compararan con el gran héroe ladrón de Inglaterra impulsó a Edmund a ser un poco más osado en sus hurtos: conseguir cigarrillos para los salvajes había resultado bastante fácil, y solo había tenido que hacer dos incursiones para reunir los que necesitaba su profesor. Los cuatrocientos —escondidos en el piso de abajo, dentro del maletín de médico que utilizaba para guardar sus juguetes— se encontraban en ese momento a los pies de la silla vacía de Koenig.

Heike entró con un pedazo de bizcocho y un vaso de leche, pero herr Koenig seguía sin aparecer.

—Hola, Edmund.

—Hola, Heike.

Como el alemán de Edmund había mejorado mucho, los dos habían empezado a tratarse con flirteante confianza adoptando un saludo inspirado en la original metedura de pata lingüística de Edmund.

—¿Cómo estás hoy?

—Hoy estoy muy bien.

—Eres una muchacha deliciosa.

—Y tú eres un niño delicioso.

Ella dejó la bandeja en la mesita de café.

—¿Dónde está herr Koenig?

Edmund se encogió de hombros.

Heike se acercó a la ventana para mirar, rozando peligrosamente con los pies el regalo con el que Edmund cambiaría la vida del profesor. Hizo una pequeña imitación de Koenig, levantando las manos como si fueran dos patas y frunciendo la boca y la nariz como un roedor.

—¡Tal vez… sigue bajo tierra! —La criada era cómica en cualquier idioma, y Edmund se rio, pese a sentirse un poco desleal con su profesor.

Heike curioseó por la habitación y su mirada se posó en el libro de Edmund.

—¿Qué es?

El niño bajó la vista hacia la traducción al alemán de Los viajes de Gulliver que Lubert le había prestado y que había empezado a leer en voz alta con herr Koenig. Le enseñó su ilustración a color preferida, Gulliver inmovilizado por los liliputienses.

Heike la miró asombrada.

—Léeme un poco… —ordenó.

Edmund abrió el libro por una página al azar y leyó con un alemán fluido y seguro:

—«Eso me hacía reflexionar acerca de los hermosos cutis de nuestras damas inglesas, que a nosotros nos parecen tan bellas solo porque son de nuestro mismo tamaño y sus defectos no se ven sino con lupa, aunque a base de experimentar hemos aprendido que los cutis más suaves y blancos son ásperos y toscos a la vista, y de un color feo».

—Las damas inglesas tienen el mejor cutis —dijo Heike—. Mira a tu madre. Tiene una piel preciosa.

Edmund asintió, aunque nunca había tenido motivos para pensar que la piel de su madre era bonita, ni había comparado a las mujeres alemanas con las inglesas para saberlo.

Heike empezó a examinarse el cutis en el espejo situado encima de la chimenea, moviendo el mentón a uno y otro lado, dándose color en las mejillas con pequeñas bofetadas y buscando imperfecciones.

—Muchos caballeros me elogian la piel. Dicen que es como la del melocotón. ¿Crees que es como la del melocotón, Edmund?

Edmund no estaba seguro del significado de la palabra «melocotón», aunque lo entendió bastante bien cuando Heike hizo el gesto de comer una fruta.

—¿Te gusta mi piel?

Edmund se encogió de hombros.

—Inglesito maleducado —dijo ella—. ¿Crees que no tengo admiradores?

Edmund tampoco reconoció la palabra «admiradores». Pero Heike continuó, compartiendo más confidencias.

—Mi Josef se fue al frente oriental y nunca volvió. Quizá tenga que buscarme un inglés. ¿Crees que me convendría casarme con un inglés? ¿Tú qué piensas, Edmund?

¿Le estaba pidiendo que se casara con ella? Él volvió a encogerse de hombros.

Heike levantó un dedo fingiendo que lo advertía.

—¡Ni se te ocurra tocar el bizcocho de herr Koenig! —Puso de nuevo cara de roedor y salió de la habitación.

Edmund se quedó mirando el pedazo de bizcocho y el vaso de leche, pero no lo tentaron. Solo le pusieron triste. Mientras herr Koenig se bebía la leche y se comía el bizcocho, él siempre desviaba la mirada o leía su libro. En parte por respeto, pues le parecía un momento íntimo que a él no le correspondía presenciar, aunque también porque esa rutina del profesor, con los ruiditos que hacía al masticar, los sonidos de succión o la recogida de las migas mientras se relamía los labios manchados de leche, le producía tanta grima como frotar un jersey de lana tosca contra una pared pintada.

El reloj hacia tictac, y el tictac se amplificó en un persistente «Koen-ig, Koen-ig, Koen-ig». Al cabo de unos minutos Edmund dejó el libro y se acercó a la ventana.

Koen-ig, Koen-ig, Koen-ig…, ¿dónde está?

Todavía no había ni rastro de él, pero mientras observaba las verjas vio aparecer por el camino de entrada el Mercedes de su padre, como un barco negro dividiendo los témpanos de hielo de un mar antártico. Su padre nunca llegaba a casa de día; acostumbrado a irse antes de desayunar y volver ya de noche, podría haber sido fácilmente un ser nocturno. ¿Qué hacía tan temprano en casa? ¿Quizá había recogido a herr Koenig en la carretera?

No obstante, del coche solo se bajó su padre, quien se inclinó de nuevo para coger del asiento su maletín y una carpeta. Luego hizo algo un poco extraño; en lugar de subir directamente los escalones hasta la puerta, se quedó mirando la casa, como si sopesara algún asunto importante. Inspiró hondo, y la magnitud de la siguiente exhalación se hizo patente por la cantidad de vaho que emitió. Subió los escalones despacio y entró por la puerta principal, los tacones de acero se hicieron cada vez más audibles a medida que se acercaba al estudio. Edmund miró el maletín de doctor con su botín, pero era demasiado tarde para esconderlo. Su padre ya estaba en el umbral.

—Hola, Ed.

—Hola, papá.

Su padre esbozó una sonrisa que no le alcanzó los ojos. Cerró la puerta detrás de él y fue a sentarse en la silla de herr Koenig. Se inclinó hacia su hijo, encendió un cigarrillo y echó el humo. Sus movimientos eran precisos y concretos, aunque tan estudiados que no parecían suponerle ningún esfuerzo. Edmund no pasó nada por alto: cómo se mordía el labio superior al exhalar o se rascaba el dorso de la mano y no sostenía el cigarrillo con el pulgar. Su padre era un animal agradable de observar y resultaba más fácil emularlo a él que a su madre, que era más compleja y camaleónica. Pero ese día parecía más serio de lo habitual. ¿Sospechaba algo? Su padre casi nunca se enfadaba con él; sus largas ausencias y el hecho de que casi toda la disciplina la impusiera su madre significaban que no recordaba ninguna ocasión en que su padre lo hubiera reñido. Pese a todo, estaba seguro de que le esperaba una reprimenda.

—¿Estás bien? —le preguntó su padre.

Edmund asintió.

—Estupendo. Me alegro.

Su padre no parecía irritado, aunque a juzgar por la expresión de su rostro tenía algo muy difícil que decirle. De pronto Edmund recordó el día en que había hecho que se sentara para tener «una pequeña charla» tras la muerte de Michael. Una conversación que se desarrolló de la siguiente manera:

—¿Estás bien?

Un gesto de afirmación.

—Estupendo. Me alegro. Hummm, si quieres…, si necesitas hablar de… cualquier cosa…, dímelo.

Un encogimiento de hombros, un movimiento de la cabeza y eso fue todo.

Su padre lo miraba ahora casi del mismo modo.

—Me temo que herr Koenig no va a venir hoy —dijo—. No volverá. Tiene problemas.

—La culpa la tengo yo… —balbuceó Edmund.

—¿Cómo?

—Le dije que se marchara a Estados Unidos.

Su padre parecía confuso.

—Yo… quería ayudarlo. A empezar una nueva vida.

Los cuatrocientos cigarrillos estaban creando un fardo de culpa de tamaño brobdingnagiano que iba a atravesar con fuego el maletín o volverlo transparente. Su padre siguió su mirada.

—¿Hay algo dentro de ese maletín? ¿Para herr Koenig?

Edmund asintió.

Lewis se inclinó hacia él con el cigarrillo en los labios y, entrecerrando los ojos a causa del humo, lo abrió.

—Mamá dijo que intentabas fumar menos. Pensé que no los necesitarías.

Lewis observó el botín.

—Me preguntaba adónde habían ido a parar.

—Herr Koenig necesitaba cuatrocientos para conseguir un Persilschein.

—¿Cuatrocientos?

—Son cuatrocientos por un Persilschein, doscientos por un visado y quinientos por una bicicleta.

—¿Cómo sabes todo eso, Ed? —Su padre parecía divertido…, casi impresionado.

—Por… mis amigos. Los que viven al otro lado del prado. Los chicos sin madre.

—¿Has estado… «ayudándolos» a ellos también?

Avergonzado, Edmund inclinó la cabeza y bajó la voz. Su «sí» fue casi inaudible. Debía de haber pasado un millar de cigarrillos a Ozi en los dos últimos meses a modo de estipendio fijo.

—Solo hacía lo que has estado haciendo tú.

Lewis apagó el cigarrillo en el cenicero de ónice del escritorio.

—Dar es una buena acción, Ed, pero robar no. Aunque intentes ayudar a la gente, esa no es la mejor manera. Deberías habérmelos pedido.

Edmund asintió. Sentía el gran peso de la decepción de su padre. Deslizó la uña de un pulgar arriba y abajo del dorso del otro, reprimiendo sus emociones. No podía mirar a su padre por miedo a echarse a llorar. No debía llorar.

—De todos modos, me alegro de que no se los dieras a herr Koenig. No era el hombre que parecía. Nunca fue maestro de escuela. Trabajaba para la policía especial nazi.

—Pero no pudo ir al frente. Tenía mal el pecho. Yo lo oía resollar a lo largo de toda la clase. Y a él no le gustaba Hitler. Ni siquiera hablaba de él.

—No.

—Pero… no lo entiendo. ¿Estás seguro? No parecía mala persona.

—No hay que fiarse de las apariencias, Ed. A veces… la maldad… está muy escondida.

Edmund se notó un nudo en el pecho. Fueran cuales fuesen los crímenes atroces que había cometido su profesor, le entristecía la idea de no volver a verlo, de que ya no pudiera empezar una nueva vida en Wisconsin. Eso era aún peor que haberse dejado engañar.

—¿Qué será de él?

Su padre se rascó el vello negro del dorso de la mano.

—Probablemente lo meterán en la cárcel.

El bizcocho y la leche parecían desamparados. Koenig nunca bebería esa leche ni se comería ese bizcocho. Edmund clavó la vista en la cubierta de Los viajes de Gulliver.

—Entonces, ¿eres partidario del extremo ancho o del extremo estrecho? —le preguntó su padre.

Edmund se encogió de hombros. Sabía que su padre se refería a la guerra que se libraba en el libro entre los que se comían el huevo pasado por agua por el extremo ancho y los que se lo comían por el extremo estrecho, pero no podía responder con ligereza.

—Estaba pensando que podríamos pedirle a herr Lubert que te ayude con tus clases…, al menos hasta que encontremos un profesor sustituto.

Edmund trataba de recordar todos los momentos que había estado con Koenig, buscando las pistas que había pasado por alto, para analizarlo a la luz de esa terrible revelación.

—No parecía mala persona —repitió.

—Yo también pensé que era un buen hombre. Le creí. Y me equivoqué. Pero eso no significa que no debamos fiarnos de la gente. A veces tienes que confiar en malas personas para ayudarlas, aunque ellas traicionen esa confianza.

—Siento haberte cogido los cigarrillos, papá.

Su padre asintió.

—¿Qué vas a hacer con ellos? —le preguntó Edmund.

—Bueno, puede que me los fume.

Edmund miró fijamente el maletín.

—¿Podría dárselos… a mis amigos? Los necesitan para cambiarlos por algo de comer.

—Deberían conseguir comida en el campo. ¿Dónde viven tus amigos?

—No estoy seguro. Van cambiando.

—¿Son huérfanos?

Edmund asintió.

—¿Cuántos son? —Su padre parecía más intrigado que enfadado.

—Unos seis o siete.

Su padre miró largo rato el maletín, como solía hacer cuando reflexionaba, luego lo empujó con un pie hacia Edmund.

—Asegúrate de que no los cambian todos a la vez.

Rachael repasaba con tinta la última tarjeta cuando Lewis entró en el comedor. Escribió con su historiada caligrafía el nombre —comandante Burnham—, luego dobló la tarjeta y la dejó junto a su plato.

—¿Qué te parece? —le preguntó al verlo.

—Sensacional. Te sienta bien.

—Me refería a la mesa, pero gracias. —Ella se llevó una mano a sus rizos—. He hecho trabajar duro a Renate. Cuando ha acabado conmigo le he pedido que peinara a Heike. Y luego ha seguido con Frieda, aunque a ella me ha costado un poco convencerla.

—Herr Lubert habrá quedado contento.

—Sí.

—Estas cosas ayudan. Estoy seguro de que Frieda lo recordará.

Rachael se había emocionado al ver cómo Renate apoyaba las manos en los hombros de Frieda y le hablaba con delicadeza para distraerla, antes de deshacerle las apretadas trenzas y dejarle caer el pelo sobre la espalda. «Caramba, ¿a quién tenemos aquí? —había exclamado—. Si se parece a Veronica Lake».

—Ya está —dijo Rachael apartándose de la mesa.

Lewis la abarcó con la mirada. Estaba puesta para ocho comensales y por todo lo alto: la vajilla Wedgwood verde salvia, cortesía de las Fuerzas Armadas de Su Majestad; los candelabros de plata que habían pertenecido a la madre de Rachael (la única plata de la familia que poseían); los individuales con ilustraciones de lugares famosos de Londres, y la cristalería de plomo de Lubert que embellecía todo el conjunto. ¿Qué brindis se habían hecho con esas copas? ¿Qué rostros se habían reflejado ilusionados en ellas? Era alentador que Rachael hubiera rescatado la vieja costumbre de indicar el lugar de cada comensal en la mesa con una tarjeta y dibujado debajo de cada nombre una flor distinta para los invitados femeninos y unas espadas o unos rifles cruzados para los masculinos.

—Está espléndida —dijo Lewis, reprimiendo el pensamiento de que había gente muriéndose de hambre a pocos kilómetros.

Además, esa cena había sido en parte idea de él; era un desafío que le había hecho a Rachael y ella se había mostrado a la altura. Con una tarea entre manos había cobrado vida y Lewis sentía una antigua emoción al contemplarla.

—Susan ha insistido en sentarse a tu lado, así que, por razones de simetría, yo me sentaré al lado del comandante Burnham. Pondré a la señora Eliot junto a tu capitán Thompson, al otro lado del comandante. ¿Crees que congeniarán?

—A las mil maravillas.

—No te pondrás a discutir con él, ¿verdad? Susan dijo que no estabais de acuerdo en nada.

—Mi comportamiento será intachable.

—Puedes hablar de cualquier cosa: de críquet, del tiempo, incluso de política. De todo menos de trabajo. No veo ningún barco…, ¿eh, Lew? ¿Lo harás por mí?

Algo en ella había cambiado; desde aquella tormenta de nieve había asumido el rol de señora de la casa. El personal la obedecía. Asistía a los cafés de «la tripulación», como se llamaban a sí mismas las esposas que se habían conocido a bordo del Empire Halladale. Y volvían a utilizar entre ellos los apodos afectuosos.

—¿La ves bien? Falla algo. —Rachael empezó a poner las tarjetas en los platitos, pero se detuvo al llegar a la mitad—. ¿Pongo los nombres en los platitos o sobre los individuales?

—Nadie se fijará.

—Esta es la clase de cosas que debería saber la mujer de un gobernador. Seguro que Celia tendría algo que decir al respecto. ¿Con qué salió el otro día? Ah, sí. Le dije: «¿Qué?», y ella replicó: «No se dice “¿Qué?” sino “¿Cómo?”». —Rachael imitó el bramido estentóreo de la señora Thompson—. Y cuando dije algo de servir hortalizas para cenar, me corrigió: «No se llaman hortalizas sino verdura, querida».

Rachael volvió sobre sus pasos trasladando las tarjetas de los platitos a los individuales. Lewis hizo lo propio con la suya, y se fijó en que ella había escogido para él su ilustración favorita, la que describía las tropas en el Mall. Miró la tarjeta hecha a mano con los rifles primorosamente pintados.

—Me has dado armas.

—¿Preferirías una flor?

Con esa pregunta burlona y la mirada de tres cuartos que la acompañó, de pronto parecía coquetear.

—Ya está. ¿Qué te parece? Di la verdad.

—Creo que está… —Lewis buscó otra palabra más adecuada que «espléndida»— preciosa.

Le tocó el hombro y se sorprendió cuando ella le cogió la mano. Nunca lograría entender del todo a una mujer como Rachael, pero no hacía falta un cerebro como el de Bletchley Park para descifrar ese código.

—¿Vamos?

—Tendremos que darnos prisa.

—¿Qué hay de Ed?

—Está castigado.

—¿Por qué?

—Se ha quedado fuera hasta tarde jugando con los niños del barrio. No es grave, pero hemos tenido una pequeña charla. Se irá pronto a la cama durante una semana.

Heike entró en la habitación e hizo una reverencia sin levantar la vista del suelo, consciente de que interrumpía un momento de intimidad.

Bitte. Teléfono, herr Morgan.

—Gracias, Heike. —Lewis esperó a que se marchara la criada.

—¿Quién será? —preguntó Rachael.

Lewis suspiró. Sabía que el teléfono, conectado a una extensión de la centralita militar, solo recibía llamadas de un lugar: el cuartel general. Y solo una clase de llamadas: las urgentes.

—¿No vas a atender la llamada?

Era como si tiraran de él dos caballos: la dura bestia de carga del deber y el voluble semental árabe del deseo.

—Ve pasando que yo enseguida subo.

Unos minutos después Lewis encontró a Rachael de pie frente al espejo del cuarto de baño en bragas, probándose un collar sobre sus pechos desnudos.

—Será mejor que eches la llave.

Él cerró la puerta pero sin llave.

—¿Pasa algo? —preguntó ella mirándolo.

—Ha habido un motín en la fábrica.

—Oh.

—Ha habido disparos.

—Pero… no puedes irte ahora, Lewis. Los invitados llegarán en menos de una hora.

—Lo siento, cariño. Procuraré volver… antes de que acabe la velada.

Ella dejó caer el pesado collar en el lavabo y se tapó los pechos con el brazo derecho.

—Adelante entonces. Ve a salvar Alemania. —Lo dijo con un antiguo hastío, más resignada que enfadada.

Luego, sin dejar de taparse los pechos, lo despidió con un ademán indiferente y le dio la espalda.

Rachael abrió la puerta con el escotado traje de noche de lentejuelas azul pavo que ninguna mujer había igualado en las veladas de antes de la guerra. Llevaba el cabello recogido dejando a la vista el cuello y la mandíbula, y el collar de lapislázuli atraía la mirada hacia sus otros atractivos. Se había vestido para acallar las voces que oía en su cabeza y demostrar a sus invitados que aún estaba llena de vida y era perfectamente capaz de funcionar sin un marido al lado. Tenía treinta y nueve años. No estaba acabada.

Susan Burnham admitió la derrota antes de quitarse siquiera el abrigo.

—¡Rachael Morgan, te has superado a ti misma! —Le entregó un trifle en un pesado bol de vidrio tallado—. Hay suficiente jerez ahí para hacer una fiesta aparte. Recuérdame que me lleve el bol cuando me vaya.

—Estás… tolstoiana —comentó la señora Eliot.

—Me lo tomaré como un cumplido, Pamela. Tú también estás encantadora. Las dos lo estáis.

Mientras los invitados daban sus abrigos a Richard, ella anunció en voz baja:

—Ha habido una emergencia. Lewis os pide disculpas y espera estar de vuelta a tiempo para el postre. ¿O debería decir pudin, Celia?

—Siempre pudin. Postre es para otros rangos. —La señora Thompson estaba tan segura en su papel de ministra de la etiqueta que pasó por alto que era una broma.

Rachael estaba resuelta a evitar que la ausencia de Lewis ocupara más espacio que el estrictamente necesario. Les permitió una sola ronda de reacciones —«¡Qué lástima!» «¡Qué decepción! «¡Pobrecillo!»— y a continuación los condujo a la chimenea, donde Heike esperaba con las bebidas. Aun antes de que los Eliot, los Thompson y los Burnham estuvieran bebiendo a sorbos sus pink gins y brindando por el reencuentro de la «tripulación del Halladale», Lewis había sido olvidado.

—Bueno, aquí estamos todas de nuevo —dijo Rachael, alzando la copa—. Por la tripulación.

—Por la tripulación —repitieron las mujeres.

—Es curioso lo bonito que lo recuerdo todo ahora —observó la señora Eliot—. Entonces estaba mareada por completo.

—Es una suerte que no se encuentren hoy a bordo de ese barco —señaló el capitán Eliot—. El mar está helado.

—Según las noticias oficiales es el diciembre más frío desde que se tienen datos —declaró el capitán Thompson—. En Camberley todos dicen que no recuerdan nada igual. En Kent han alcanzado los tres metros de nieve. Y en Devon están a veinte bajo cero.

—Al menos ellos tienen calefacción. Y comida. —Siempre podían contar con que la señora Eliot, que era la conciencia intranquila de la tripulación, los hiciera regresar a través del mar del Norte al vetusto y duro suelo de Hamburgo—. Nos encontramos con que la tinta de los tinteros del colegio se había congelado. Y ayer vi a un chico junto a nuestros cubos de la basura tratando de lamer los restos de una lata de arroz con leche. Iba en bata y tenía los pies envueltos en bolsas de papel. Daba lástima verlo.

La señora Burnham suspiró.

—Pamela, ¿podemos pasar una velada sin pensar en el sufrimiento del mundo?

—Estoy segura de que podrás soportarlo, Susan —dijo Rachael lanzándole una mirada que decía: «Voy a ser yo quien marque el tono de la velada», antes de alentar a la señora Eliot a continuar—: ¿Qué tal te va con el grupo que llevas, Pamela? ¿El de debate?

La señora Eliot había encontrado una salida natural para su preocupación constante en uno de los grupos para mujeres al que Rachael había evitado escrupulosamente apuntarse: un grupo anglo-alemán fundado por el capellán del barrio, el coronel Hutton, en un intento por alentar a los alemanes a discutir con libertad.

—Se está haciendo muy popular. Aunque sospecho que la mayoría viene por las galletas gratis y la habitación caldeada. Se sientan, un poco rígidos al principio, pero con la ayuda del té enseguida se relajan. Hemos tenido varios debates fantásticos, con discusión incluso. Tuvimos uno fascinante sobre las diferencias entre el carácter inglés y el alemán. Y el tema que se debatió la semana pasada fue «¿El lugar de la mujer debería ser el hogar?».

—Depende del hogar —la interrumpió Susan, sin molestarse en disimular su abierta impaciencia por toda esa «indulgencia humanitaria».

Pero Rachael se mostró interesada. La señora Eliot había encontrado algo práctico en que volcar su nerviosa seriedad y parecía vigorizada por ello.

—Continúa.

—No están acostumbrados a debatir nada o a mostrarse públicamente en desacuerdo con la mayoría, pero están pillándole el truco. Es más difícil con los más jóvenes. A ellos les van más los juegos. No obstante, las discusiones son un reto. Muchos de ellos están desilusionados y recelosos, y no parecen tener esperanzas.

Rachael pensó en Frieda.

—El coronel Hutton está tratando de mostrarles que tienen un futuro. Que la vida tiene un sentido y un propósito.

—¡Como comer y beber, y no dar la lata hablando sobre el sentido de la vida! —exclamó Susan, que mostraba una actitud realmente combativa esa noche.

—No le hagas caso, Pamela —dijo Rachael, antes de coger la jarra de cóctel de las manos de Heike y volverse hacia los hombres—: ¿Más ginebra, caballeros?

Lewis era casi clarividente a la hora de decidir cuándo volver a llenar una copa y Rachael se había propuesto mantenerlos bien surtidos en todo momento. Los capitanes estaban bien, absortos en una discusión sobre la temporada de críquet que acababa de terminar. Pero el comandante se encontraba un poco aparte, dando vueltas a su copa que ya estaba casi vacía. Rachael se acercó y se la llenó sin preguntárselo.

—Me alegro de conocerlo por fin, comandante. Susan me ha hablado mucho de usted.

En realidad no era el hombre que había imaginado: la imagen que tenía de él, construida a partir de los informes de Lewis y de las anécdotas de la señora Burnham, era la de un ideólogo frío y ambicioso cuya implacable determinación por erradicar el virus nazi de la zona lo había convertido en un pelmazo sin sentido del humor; no esperaba encontrar a ese hombre tímido, casi cohibido, de aspecto moreno y levantino. Su aparente modestia —podría haber sido un autodesdén calculado— minaba su reputación de hombre severo. Tal vez Lewis lo había malinterpretado.

—Veo que has tapado la mancha. —Como cabía esperar, los ojos de Susan Burnham se habían posado en el nuevo cuadro que colgaba sobre la repisa de la chimenea.

—Sí.

—Seguro que supone una mejora con respecto al antiguo.

—No era… lo que nos pensábamos.

—¿Se lo preguntaste?

—Se… ofendió mucho.

—¿Y tú le creíste?

—Sí.

Rachael no quería que se entretuvieran allí; dio unas palmadas para atraer la atención de los invitados.

—¿Entramos?

La señora Burnham entrecerró los ojos.

—Señora Morgan, esta noche estás desconocida.

Heike sirvió el primer plato, un consomé de cebolla con un toque especial que los llevó a todos a elogiar a la cocinera a partir de la tercera cucharada. Las conversaciones, siempre triviales, se entremezclaban de un lado a otro de la mesa hasta que llegó el plato principal y Rachael decidió prestar atención al comandante Burnham, a quien tenía sentado a su lado. Si él se había mostrado callado y ausente durante la conversación de grupo, en el tête-à-tête pareció concentrarse.

—Debe de tratarse de algo serio para que Lewis no haya podido dejarlo para mañana.

Rachael no estaba segura de si se suponía que ella tenía que saberlo ni de si debía decir algo al respecto. Como la mayoría de las esposas de militares, estaba tan acostumbrada a no hablar de maniobras y misiones, que era normal que fuera poco explícita.

—Se toma muy a pecho todo lo que ocurre en el distrito.

—¿Por nuestro futuro renuncia al presente? —Era una indirecta de lo más sutil pero dio pie para que ella replicara:

—Desde luego, está combatiendo en tiempos de paz como lo hizo en tiempos de guerra.

—En cierto sentido la paz es más difícil. Cuesta más avistar al enemigo.

—A Lewis no le gusta la palabra «enemigo». La ha prohibido. Pero él tarda menos en perdonar que yo.

—Quizá tenga menos que perdonar que usted.

Lewis había dicho en una ocasión que el perdón era el arma más poderosa de su arsenal. Y aunque Rachael creía que era cierto en sentido abstracto, Burnham acababa de verbalizar lo que ella pensaba pero no era capaz de decir: que era más fácil para Lewis perdonar porque no había experimentado la pérdida del mismo modo que ella. Para él todo había ocurrido en la distancia; ella en cambio había estado allí. «No estoy segura de que puedas medirla», le había dicho entonces. Aunque eso era ir justo en la dirección que quería evitar.

—Susan me advirtió que es usted un gran interrogador. ¿Cómo va todo el asunto de los cuestionarios? ¿Están descubriendo muchos criminales?

—Es muy fácil ofuscarse. Por eso me he propuesto interrogar al máximo número de gente posible. Al final no hay nada como mirar a los ojos de un hombre.

—¿Puede saberlo solo mirando a alguien a los ojos?

Burnham la miró a los ojos. Los de él —de largas pestañas e iris amarillo tigre— eran de un belleza que desarmaba.

—Los que crees que podrían ser culpables, por su conducta o por su pasado, a menudo no lo son. Esta semana he interrogado a un antiguo coronel que intenta abrirse paso en los negocios. En persona, era el clásico prusiano: autoritario, beligerante, impenitente. Odiaba a los sureños y estaba acostumbrado a salirse con la suya, pero despreciaba profundamente a Hitler y al partido, como muchos militares prusianos. Las personas a las que en realidad quiero interrogar, que necesito interrogar, se ahorran el trámite de rellenar los formularios. El pez gordo suele tener contactos o recursos para no trabajar, de modo que no se toma la molestia de rellenar formularios.

—¿Ha capturado a muchos?

—No los suficientes. Hemos encarcelado a unos tres mil.

—Parecen muchos.

—No si se tiene en cuenta que se ha rellenado un millón de cuestionarios.

—¿Con cuántos se dará por satisfecho?

Burnham sostuvo la copa frente a la llama de la vela y contempló cómo se refractaba la luz.

—No es cuestión de cifras, señora Morgan.

Rachael sintió por un momento lo que debía de sentir cualquier interrogado bajo su escrutinio. Fuera lo que fuese lo que impulsaba a Burnham a actuar, parecía tener raíces más profundas. Pese al autodominio, la brecha entre la emoción y el intelecto, había algo demasiado controlado en él. Rachael sospechaba que su motivación no era tan racional como él quería creer.

—¿Qué lo llevó a dedicarse a los interrogatorios?

Bunham dejó el cuchillo y el tenedor, y se limpió la boca con una servilleta.

—Ahora es usted quien me está interrogando, señora Morgan.

Rachael se rio.

—Lo siento. Solo… me intriga saber qué lo impulsó a escoger ese trabajo.

Burnham se sirvió más vino. Era el acto reflejo de un hombre acostumbrado a controlar el ritmo y el rumbo de una conversación, y con este gesto señalaba su final.

—Es un excelente blanco del Rin.

Rachael lo dejó ahí y siguieron hablando de los méritos de la comida alemana en comparación con la inglesa, tema que enseguida acaparó la señora Thompson. Mientras Heike retiraba los platos, la señora Eliot señaló que Lewis aún no había dado señales. Expresó su deseo de que estuviera bien y propuso un brindis.

—Por el gobernador de Pinneberg.

Rachael no se acordaba de que hubiera especificado a qué hora regresaría. Solo había mencionado que iría para protegerlo y tener contentos a sus invitados, pero ni por un momento creyó que aparecería. De hecho, cayó en la cuenta de que en toda la velada no había pensado ni un instante en él. Se había sentido en cierto modo liberada al manejar las cosas por sí misma, y hasta se le había pasado por la cabeza que si estaba en vena quizá se debía a su ausencia. ¿Se sentía mejor sin él? Cuando alzó su copa, no tuvo la impresión de brindar por su marido sino por algún oficial sin rostro que nunca había conocido.

—Y un brindis por la anfitriona —dijo el capitán Eliot—. Ha sido un banquete en toda regla, señora Morgan. Por Rachael.

—Por Rachael.

—Todo el mérito es de la cocinera, Greta.

—Hago extensivos mis cumplidos a la cocinera, entonces.

—Me encargaré de transmitírselos, aunque si los «recibe» o no es otro asunto. Mis intentos de ser amable no parecen surtir efecto.

—Nuestra cocinera es tremenda —dijo la señora Burnham—. Dice con mucha afectación: Mina Farter waz unt Nopleman! y luego resulta que no se lo inventa. No creí una palabra hasta que me enseñó sus joyas. ¡Cielos! —Se echó hacia atrás el chal para dejarles ver el broche que llevaba en el pecho. Era un topacio del tamaño de una nuez—. Trescientos cigarrillos y una botella de Gilbey.

La señora Thompson dio un gritito de aprobación.

—Dios mío, es precioso.

—Bueno, Keith ha dejado de fumar, así que podemos permitirnos gastar más. Y hemos de hacer lo que está en nuestras manos para ayudar. Creo que se quedó encantada.

Rachael dio un paso atrás al ver la piedra semipreciosa empeñada y al pensar en la cocinera viéndose obligada a vender una joya de la familia. Esa noche había algo excesivamente presuntuoso en Susan. Parecía irritada por algo: ¿se debía a que, por una vez, no era el centro de ese pequeño sistema solar?

Nobleman suele ser un término en clave para designar a un fabricante de armas, ¿verdad? —preguntó el capitán Eliot mirando al oficial de la desnazificación en busca de verificación.

Burnham bebió un sorbo de vino.

—Si fuera tan sencillo capturaríamos a todos los von de Alemania.

—¿Qué tal tu Nopleman, Rachael? —preguntó Susan—. ¿Se está comportando?

Habló lo bastante fuerte para que todos la oyeran y Rachael no tuviera más remedio que responder.

—Siempre hay momentos delicados. Pero creo que está funcionando bien dadas las circunstancias.

—Háblanos de esos momentos delicados.

—Son nimiedades, en realidad. Qué platos compartimos. Quién puede utilizar la puerta lateral. Esta clase de cosas.

—No me imagino cómo debe de ser vivir bajo el mismo techo —dijo la señora Thompson—. ¿Cómo lo haces? —Lo preguntó como si se dirigiera a un paciente que tiene una enfermedad terminal—. A mí me produciría un gran desasosiego.

—Nos las arreglamos. Como has dicho tú misma, Pamela, nosotros somos los afortunados. —Y agitando la servilleta en el aire, Rachael anunció la siguiente fase de la velada—: Creo que ha llegado el momento de disfrutar de un concierto improvisado.

El grupo se reunió alrededor del piano. El librito de villancicos ya estaba en el atril y Rachael, ocupando su lugar, se embarcó en una bulliciosa interpretación de «I Saw Three Ships» antes de aporrear «God Rest Ye Merry, Gentlemen». En cada estribillo el comandante Burnham expresaba la alegría de la buena nueva golpeando el lado del Bösendorfer con las palmas abiertas a un ritmo descoordinado y cantando a gritos. Probablemente su embriaguez no destacaba entre esa compañía relativamente ebria, pero Rachael se sintió incómoda; el alcohol había surtido efecto demasiado pronto. El hombre cortés y sutil con quien había hablado durante la comida se había convertido en un bruto. Estabilizó el barco con «In the Bleak Midwinter» e intentó calmar las aguas con «Silent Night», que Burnham se obstinó en que cantaran en alemán y que estropeó exagerando cínicamente la pronunciación para producir un efecto sarcástico.

—¿Qué os parece algo de Gilbert y Sullivan? —preguntó el capitán Thompson. Había encontrado encima del piano las ediciones completas encuadernadas en piel y abrió un tomo por Los Piratas of Penzance—. Aquí hay una para usted, comandante.

Burnham bajó la copa y se irguió. A Rachael le llegó su aliento a vino y reprimió la cólera. Él cantó afinando pero de forma agresiva y desinhibida:

Yo soy el paradigma del moderno general de división,

poseo vegetal, animal y mineral información,

me sé los reyes de Inglaterra y las batallas de la historia,

de Maratón a Waterloo, según su categoría…

Rachael aminoró el tempo para que la siguiera, pero el ingenioso galope de la letra fue excesivo para él. Después de las primeras líneas continuó con un «la la la» que se prolongó hasta el final mientras golpeaba el piano cada vez con más fuerza. En torno a la mitad de la última estrofa el jarrón que había encima cayó al suelo debido a las vibraciones.

—¡Uy! —dijo Burnham.

Rachael dejó de tocar y se levantó para inspeccionar los daños: el jarrón se había roto limpiamente en cuatro pedazos.

—¡Keith! —exclamó Susan.

—Disculpen —repuso Burnham—. Estoy seguro de que se puede arreglar.

—No es mío, comandante. Pertenece a la casa.

—Ah, bueno. ¡Entonces no importa! —Burnham se rio y, según observó Rachael alarmada, los demás se rieron con él.

Mientras recogía los trozos rotos, la puerta se abrió. Por un momento pensó que había regresado Lewis, pero era herr Lubert.

Daba la impresión de que Lubert había hecho o estaba a punto de hacer algo horrible: tenía profundos cortes sobre una ceja, cubiertos de sangre todavía brillante, estaba agitado y respiraba con dificultad. Se quedó mirándolos como un profeta que irrumpe en una orgía.

—¿Herr Lubert? —dijo Rachael, aclarando su identidad ante los invitados y deteniendo a un tiempo el siguiente paso que él pudiera dar—. ¿Se encuentra bien? Está sangrando.

Lubert miró el jarrón y luego a Burnham. Tenía las fosas nasales ensanchadas, y sacudía tanto el pecho y los hombros al respirar que parecía que estuviera a punto de levantar el piano y aplastar con él al comandante.

—Siento lo del jarrón, amigo —dijo Burnham—. Estoy seguro de que con la ayuda de… todos los caballos del rey, como reza la canción, frau Morgan podrá recomponerlo…

Rachael miró a Susan Burnham ordenándole con la mirada una rápida intervención.

—Vamos, Keith —dijo Susan por fin—. Creo que ya es suficiente.

—¿Cómo? Cantemos otra canción. Quizá herr Lubert quiera unirse a nosotros. —Y empezó a marcar el ritmo de la melodía galopante que seguía sonando dentro de su cabeza.

—Le ruego que no golpee el piano de ese modo —dijo Lubert.

Miraba a Burnham con una expresión amenazadora mal disimulada, cerrando los puños como si fueran mazos. No había dejado de mirarlo desde que había entrado. Burnham estaba lo bastante sobrio para enfurecerse y aporrear con más fuerza el piano, haciendo vibrar las cuerdas.

—Sabrá usted que es un piano requisado, herr Lubert. Lo que significa que es propiedad del Consejo de Control británico, y eso significa que, a efectos prácticos, es mío.

Convencida de que Lubert iba a golpear al comandante, Rachael se levantó y, dejando los fragmentos del jarrón encima del piano, se colocó entre los dos hombres.

—Todos hemos tenido suficiente —dijo dirigiéndose a Lubert con suavidad.

Lubert la miró y aflojó los puños. Miró a Burnham una vez más, luego se volvió y salió de la habitación, murmurando:

—Sie ekeln mich an!

—¡Ja! —gritó Burnham—. ¿Lo habéis oído? «¡Me desagradan!» Ha dicho que le desagradamos. ¡Pues a nosotros nos desagrada él! —Se volvió hacia Rachael, exigiéndole una disculpa inmediata y la imposición de alguna clase de castigo.

—Creo que se refería a ti, Keith —dijo la señora Burnham, y esta vez cogió a su marido del brazo y lo condujo hacia la salida antes de que se produjeran más desperfectos—. Es hora de retirarse.

—«Pero si soy el paradigma del moderno general de división…» —protestó él.

La velada había concluido. No era el final que Rachael esperaba, ya que iban a saltarse la partida de cartas y el juego de las adivinanzas junto a la chimenea, pero quería que todos se fueran lo antes posible. En ese momento no pensaba más que en ir en busca de Lubert. Los invitados se retiraron con educación entre cumplidos, agradecimiento y disculpas. Diez minutos después ella cerró la puerta tras una consternada señora Eliot, que había esperado que todo fuera bien y que Rachael accediera a asistir a las reuniones del grupo anglo-alemán y llevara quizá a herr Lubert.

Rachael estaba a punto de subir las escaleras que conducían al apartamento del piso superior cuando oyó un gemido. Herr Lubert, sentado en el sillón frente a la chimenea, echado hacia delante con la cabeza baja y tapándose los ojos con las manos, respiraba entre dientes haciendo un ruido semejante al del oleaje sobre una playa de guijarros.

—¿Stefan?

Lubert abrió el ojo sano —el otro lo tenía cerrado— y miró a través de sus dedos entrelazados. Vio la forma de las caderas de Rachael y las lentejuelas de su vestido, brillantes a la luz del fuego.

—¿Está bien? —preguntó ella.

Él notó una mano en el hombro y dejó caer las suyas dejando a la vista su herida. Levantó la cara para que Rachael pudiera examinarla mejor. Ella hizo una mueca al ver el corte.

—¿Cómo se lo ha hecho?

Casi me matan junto a una pancarta que decía: «¡Dejad vivir a Alemania!», pensó él. Pero no sabía cómo decirlo y de todos modos hablar le resultaba doloroso, por lo que se limitó a gemir.

—Permítame que vaya a buscar algo para curarle la herida —dijo ella—. No tardo nada.

Al dirigirse al piso superior en busca del botiquín el vestido de lentejuelas tintineó.

Lubert apoyó los codos en los muslos y volvió a ocultar la cabeza entre las manos oliendo la herida en las palmas y probando el sabor metálico de la sangre. Lo ocurrido aquella tarde se reproducía en su mente en una vívida y vertiginosa sucesión. Recordaba las pancartas de protesta: «¡Queremos trabajar!», «¡Bevin, detén el desmantelamiento!», «¡Dejad vivir a Alemania!». Él se había mostrado reacio a asistir a la manifestación, pero sus colegas de trabajo lo habían presionado. Tenía miedo de poner en peligro el certificado de acreditación; además, no soportaba las multitudes. Su capacidad para la brutalidad y la irreflexión lo volvían temeroso y misántropo. Sin embargo, esa multitud le había parecido tranquilizadoramente andrajosa y compacta, y tuvo la repentina convicción de que era mejor pasar frío con sus hermanos que quedarse en su confortable hogar. Habían escuchado el hábil discurso de Schorsch apelando al sentido de la justicia de los británicos así como a su sentido del humor, demostrando a los alemanes que no había nada malo en reír y que era posible reírse de la autoridad, algo que no habían hecho con confianza durante años. Incluso habían cantado el himno alemán, si bien con un tono estoico y no desafiante, sin el celo demencial de los últimos años. Era el sonido de un pueblo que buscaba un medio de expresarse. Y de pronto un bocinazo y el ruido de un motor revolucionado crearon una disonancia: un coche militar británico intentaba llegar a las puertas de la fábrica. La multitud trató de apartarse, pero un par de jóvenes empezaron a golpear el techo del coche para exteriorizar su descontento. Luego uno de ellos apoyó las manos en el lateral y lo empujó haciéndolo balancear. Otros se unieron a él, creyendo que era divertido. Lo balancearon con tanta fuerza que las ruedas abandonaron el suelo. Lubert alcanzó a ver en el interior del vehículo al oficial, cuya expresión pasó de la ira al pánico. Luego, como si no se percataran de la fuerza que tenían, los jóvenes volcaron el coche arrojando contra el techo al oficial, que acabó tumbado de lado, con la cara contra el cristal como un pececillo boqueando. Era casi cómico, pero Lubert intuyó que algo espantoso estaba a punto de ocurrir. Entonces se oyeron los disparos de rifle. Al primer disparo todos se encogieron de miedo. El segundo provocó una estampida arremolinadora, como si un rebaño de ovejas cambiara en bloque de dirección, conducido por balas invisibles. Lubert se movió con la multitud, tenía la sensación de que lo arrastraban; algo le había golpeado la frente, pero siguió andando; a lo largo de varios metros se desplazó sin utilizar las piernas. Luego vio chispas y oyó un zumbido al golpearle una rodilla en la sien. Estaba a cuatro patas y tardó un momento en comprender que los puntos rojos sobre fondo blanco eran su propia sangre que manchaba la nieve.

Rachael regresó al vestíbulo con gasa, vendas y yodo.

—Déjeme ver.

Se detuvo ante Lubert y le levantó la barbilla con suavidad.

—Puede que le haya entrado tierra en el corte. —Arrastró el taburete y se sentó frente a él. A continuación humedeció la gasa con el yodo y el material blanco se volvió amarillo—. Le dolerá.

Lubert hizo una mueca y se estremeció por el escozor.

—¿Qué ha pasado?

Lubert todavía lo veía pero no era capaz de contarlo. Le martilleaba la cabeza.

—Ellos…, ¡ay!

—Ya está. —Rachael sostuvo la gasa sobre el corte, inclinando el peso del cuerpo hacia delante para ayudarse.

Lubert gimió a causa del dolor intenso y le agarró el brazo buscando consuelo. Permanecieron un rato en esa postura y, pese al dolor —o debido a él—, él le sostuvo el brazo todo lo que pudo y a ella no le importó. Al cabo de un rato ella apartó la gasa para examinar de nuevo el corte.

—Parece limpio. Permítame que le ponga esto…

Desplegó la venda y envolvió con ella más gasa, que empapó en yodo, luego rodeó a Lubert para llegar a la parte posterior de la cabeza, rozándole la nariz con el vientre; completó el circuito y sujetó la venda con un imperdible.

—Ya está. ¡Aquí tiene a una girl scout! ¿Cómo se siente?

—Me escuece. Pero gracias.

—Siento lo del comandante. Estaba borracho.

—Gracias por intervenir. Creo que podría haber derivado en un incidente internacional.

Él tenía la cara a unos centímetros de la de ella. Rachael reparó en las arrugas que le rodeaban los ojos y percibió en ellos una tristeza que no había visto en anteriores encuentros. Se imaginó besándolo, y en ese instante supo que quería y que podía hacerlo. Mientras sujetaba la venda con una mano, le acarició la mejilla con la otra y sin pensárselo dos veces, lo besó con delicadeza en los labios. Los labios permanecieron unidos el tiempo suficiente para que sus alientos se mezclaran. Esperaba a que se accionaran las cercas electrificadas y las cuerdas de trampa, los timbres de alarma y los reflectores, pero nada de eso llegó. Se adentró en el nuevo territorio sin que nadie la detuviera. Así de fácil fue.

—Me quedo con este beso —dijo Lubert.

Rachael bajó la mirada, tomando conciencia de dónde estaba.

—¿Esto es… parte de algún plan para echarme de la casa? —preguntó él.

—Es un… gracias.

—¿Por qué?

—Por despertarme.