—Tommies buenos. Tommies buenos cristianos. Me gusta el estilo de vida inglés. Me gusta el rey y la reina de Vindsor. Me gusta la demogracia. Estoy estudiando el dominio de Nueva Zelanda. Quiero vivir en el dominio. ¿Me ayudarás a ir, tommy?
—Largo, cabrito.
—Tommies buenos. Conozco Londres. Tenéis el río Ritz. ¡La central eléctrica de Bater-si!
—¡Qué cosas dices! Muévete. Largo. Schnell!
—Tú sprechensiedeutsch bien, tommy.
—Schnell!
—Nada de ruskis ni de Stalin. Quiero el estilo de vida inglés.
—Deberías estar en el colegio. Schule?
—Schule no. No tengo Haus. Ni Mutti. Pitillos, tommy. Por favor. ¿Tienes para mí? Mi Mutty ist muerta.
—La mía también. Ahora vete al cuerno. Deja de incordiar.
—Ah… Ich glaube, ich werde… ohnmächtig.
—¡Ay! Vamos, anda. ¡No hagas eso!
Ozi cayó desmayado frente al guardia y su cuerpo aterrizó sobre la almohada de nieve recién caída haciendo un sonoro chasquido. Tendido allí con su abrigo de pieles parecía un zorro abatido por un tiro. El soldado que vigilaba la entrada del cuartel general británico permaneció en su puesto intentando adoptar un aire resuelto y miró al frente, ignorándolo. Sin embargo, una mujer que empujaba un cochecito lleno de patatas se detuvo frente al chico tumbado en la acera. Miró al impasible guardia y lo señaló con un movimiento de la barbilla.
—Schämen Sie sich, Soldat! —le dijo fulminándolo con la mirada.
Otros civiles alemanes se detuvieron a curiosear. El guardia, que no quería dar un espectáculo, apoyó el rifle en la pared de la caseta y, más bien acuclillado que arrodillado, para evitar mojarse los pantalones, se inclinó sobre Ozi y lo agarró por el cuello del abrigo hasta sentarlo en el suelo.
—Vamos, chiquillo. Despierta. —Lo abofeteó con sus guantes helados—. Mírate. ¿Cómo diablos vas vestido? Te pareces al cabrón de Noël Coward.
Ozi parpadeó e interpretó su ensayado delirio fingido.
—Señor Attlee. Danke. Rey Jorge. Danke. Guardia tommy. Danke. Pitillos. Pitillos para Ozi. Pitillos para pan. Tommies cristianos. Dan pitillos.
El soldado se sacó una cajetilla del bolsillo del pecho y dio ostentosamente unos golpecitos para sacar varios cigarrillos.
—Aquí tienes, chico —dijo ofreciéndole no uno ni dos, sino tres cigarrillos.
Satisfecho con su papel de relaciones públicas, el guardia se levantó casi esperando un aplauso, pero cuando miró a su alrededor se dio cuenta de que no se había quedado nadie para presenciar su gesto.
—Ahora largo, cabrito.
A cambio de su delirante elogio a la cultura inglesa, Ozi había recibido tres cigarrillos y dos nuevas palabras para su repertorio ya cargado de expletivos: «largo» y «cabrito». Las repitió mientras se sacudía la ropa y echaba a andar con paso enérgico por el Ballindamm hacia el Alster, asiendo con fuerza los frutos de la caridad que con tanto esfuerzo había ganado. Para un mendigo y ladrón de su nivel era un botín miserable. Se había pasado todo el día buscando comida y suministros dentro y fuera de las tiendas y los hoteles requisados por los tommies que había alrededor de los lagos del Alster, repitiendo en vano el número de alabar la cultura inglesa y desmayarse. Las mujeres tommies que compraban en el economato militar parecían insensibles a los piropos, a su cabello y sus sombreros, y los cubos de basura situados detrás del hotel Atlantic que solían estar rebosantes habían sido acordonados. Cuando había mendigado sobras de comida en las escaleras del Victory Club —«Eh, yanqui, ¿qué estás haciendo aquí? Llévame a América, yanqui»—, un estadounidense lo había ahuyentado con un «¡Piérdete!».
Ozi se preguntó si quizá su ropa disuadía a los tommies. Ese día iba vestido de civil en toda regla: gorra de aviador forrada de piel, abrigo de pieles de mujer de alta sociedad con una bata de seda encima y botas de montar tres números más grandes. Había conseguido el abrigo en el reparto semanal del Ejército de Salvación, y en la Cruz Roja le habían dado las botas. Quizá iba demasiado bien vestido para suscitar compasión, pero con el frío que hacía y en las condiciones en que tenía el pecho no podía permitirse prescindir de ninguna prenda.
Ozi guardó los cigarrillos en su estuche para lápices. Tres cigarrillos en toda una jornada de trabajo. Podría cambiarlos por una barra de pan, aunque eso no bastaría para aplacar a Berti, que en los últimos tiempos se había vuelto muy exigente; ya no quería solo tabaco o medicamentos sino también papeles y pases, cosas que eran difíciles de conseguir, además de caras. Ozi tendría que ir a ver a herr Hokker en el Centro de Información y ofrecerle su reloj para obtener lo que Berti quería.
Casi todo lo que Ozi sabía de la cultura británica lo había averiguado durante sus visitas al bonito Centro de Información, construido justo al lado del Rathaus, en el corazón de la ciudad. El Bürgermeister Petersen lo había inaugurado a principios de ese verano con un gran discurso sobre la amistad y el saber. «Die Brücke (el puente) —había declamado— se ha construido para instruir a los visitantes alemanes sobre las principales instituciones y logros británicos». Constaba de una amplia sala de lectura, una galería de arte, una sala de proyección y una biblioteca con servicio de préstamo. El centro siempre estaba de bote en bote. Los alemanes parecían ávidos de toda clase de información sobre el mundo exterior que estuviera más allá de su propia experiencia, y tenían curiosidad por saber algo sobre el estilo de vida británico. Pero si bien era cierto que estaban encantados de aprender los ríos británicos y los derechos de las mujeres, lo que realmente querían era un lugar bien caldeado para sentarse y donde conseguir un par de vales. Cualquier alemán con sentido común lo sabía: los die Brücken eran lugares donde se intercambiaban mercancías tanto como cultura.
Ozi metió la mano en el suave bolsillo de su abrigo de pieles y comprobó si el reloj seguía allí. Era un Holdermann und Sohn, pero se alegraría de librarse de él. Lo había encontrado en el bolsillo de un desplazado que yacía muerto en una escalera de Altona. No parecía justo que el mecanismo del reloj siguiera funcionando mientras que el del hombre se había detenido; como las uñas que seguían creciendo mucho después de que el alma hubiera abandonado el cuerpo, era una deslealtad. Además, se adelantaba veinte minutos cada hora. El indicador de la fecha marcaba que era martes cuando en realidad era lunes; a ese ritmo sería 1950 antes de que acabara el mes.
Hacía un calor agobiante en el interior del centro, abarrotado de cuerpos. Ozi se desvaneció por un instante al notar el cambio de temperatura. No era fácil ver la obra expuesta en la sala debido a la aglomeración de gente que buscaba beneficiarse de los periódicos gratuitos y de la calefacción. Un póster del recién fundado Frauenclub para las mujeres anglo-alemanas anunciaba una conferencia sobre «Un viaje de El Cairo a Jerusalén impartido por la Sra. T. Harry» y la inminente visita del gran poeta inglés T. S. Eliot, «que daría una charla en alemán y en inglés sobre la unidad de la cultura europea». Ozi se detuvo para mirar la fotografía del poeta de mentón severo, no muy seguro de si era un hombre o una mujer. A su lado otro póster anunciaba un documental titulado Inglaterra puede hacerlo y una sesión de diapositivas sobre los pastines y la frontera anglo-afgana.
Hokker estaba sentado en su rincón habitual leyendo los periódicos ingleses, que estaban sujetos a unas cadenas o dentro de portafolios para impedir que la gente se los llevara. Hokker se pasaba la vida allí. No le hacía falta salir cuando el mundo iba a su encuentro. Él era el canal que podía proporcionar más mercancía ilegal que cualquier otro estraperlista de Hamburgo. Todos los riachuelos, arroyos y canales sucios desembocaban o fluían a través de él. Hokker te conseguía todo lo que querías, siempre que pagaras.
Ozi se abrió paso a empujones entre la multitud para llegar hasta él. Con su abrigo negro y un sombrero de fieltro, Hokker tenía todo el aspecto de un director de funeraria. Inclinando la cabeza sobre el periódico, seguía con un dedo la letra impresa. En la mesa de al lado estaba su sombrero, con un charco de nieve derretida en el ala.
—¡Hola, herr Hokker! ¿Qué pasa hoy en el país de los tommies?
Hokker no alzó la vista. Estaba absorto, moviendo los labios mientras leía en inglés para sí.
—Ozi Leitman. Las cosas no van demasiado bien en el país de los tommies.
—¿No? ¿Qué ocurre?
—A los tommies no les gusta tener que pagar por esta ocupación. Los tommies se preguntan por qué los alemanes deberían comer cuando no tienen comida para ellos mismos.
A herr Hokker le gustaba exhibir su dominio del idioma así como su habilidad para traducirlo. Antes de llegar a un trato, Ozi siempre lograba persuadirlo para que le leyera algo; normalmente eso le rebajaba unos cuantos cigarrillos del precio.
—El invierno no está ayudando —añadió Hokker.
—Otto dice que durará mil años —aventuró Ozi—. Es un castigo por todo lo que hemos hecho. No florecerán los cerezos de Stade. No madurarán las manzanas en el huerto ni penetrará el sol a través de las cortinas. Nadie se bañará desnudo en el Alster. Solo habrá mil años de hielo y nieve. ¿Qué cree usted, herr Hokker?
—Eso parece. Todos los ríos de Alemania están helados, incluido el Rin.
Hokker se lamió el dedo con aires de grandeza y pasó las páginas del periódico.
—Mira esto. Somos famosos. En la página siete del Daily Mirror de Inglaterra sale una foto de Hamburgo.
Ozi se quedó mudo de asombro. En mitad del periódico inglés estaba la arrasada área residencial de Hammerbrook donde había vivido en el pasado. Allí era donde había visto las ventanas derretirse y las carreteras borbotear, y un viento termal invisible arrancar la ropa a una mujer. Todavía oía ese viento, como si todas las notas de un órgano de iglesia sonaran a la vez. Todavía veía cómo caían los copos rojos de ceniza y ardían los portales, como los aros de fuego a través de los cuales saltan los leones del circo. Sorbenstrasse. Mittelkanal. La gente pegada al asfalto derretido. ¡El pelo de Mutti en llamas! Los cerebros goteando de las narices y de las sienes partidas. Los cuerpos como maniquíes de sastre, encogidos a la mitad de su tamaño. «Bombenbrandschrumpfleisch», así era como lo llamaban. «Cuerposencogidosporelfuego».
—Mutti…
—¿Estás bien, chico?
Ozi cerró los ojos y volvió a abrirlos para hacer desaparecer esas imágenes. Miró una vez más la foto de su viejo barrio allanado. Superpuesto había un bosquejo de un nuevo complejo residencial.
—¿Lo van a rehacer para nosotros? —le preguntó.
—Es para que vivan en él los tommies. Van a echar a toda la gente para construirlo. El titular dice: «Ciento sesenta millones de libras al año. Para que los alemanes aprendan a no despreciarnos».
—¿Qué es eso? —le preguntó Ozi, señalando una viñeta. Representaba a una pareja británica de pie frente a una casa en ruinas; el hombre decía: «Mudémonos a Alemania. He oído que hay bonitas mansiones allí».
—¿Qué pone?
—Es un chiste. Dicen que las cosas están mejor en Alemania que en Inglaterra.
—Los tommies están locos. Se lo toman todo a risa.
—Bueno, ¿y qué necesitas hoy, Ozi Leitman?
Ozi dejó el reloj sobre el Daily Mirror y Hokker lo hizo desaparecer como un mago debajo de su sombrero.
—¿Qué quieres a cambio?
—¿No va a mirarlo?
—Ya lo he hecho. Es un buen reloj. De una buena marca alemana.
—Necesito más medicamentos y un salvoconducto para un conductor de camión.
Hokker miró a Ozi.
—Me pides cosas difíciles. —Levantó el sombrero y miró el reloj. Luego lo cogió y se lo llevó a la oreja. Mientras no escuchara mucho rato, no lo advertiría.
—Era de mi padre —dijo Ozi.
Hokker lo miró con escepticismo.
—Ningún hombre de Hammerbrook tendría un reloj así.
—¿Puede conseguirme el salvoconducto?
Hokker se sacó algo de los dientes y lo examinó. Parecía grasa de beicon. Distraído, se lo metió de nuevo en la boca.
—El reloj no me sirve. Hoy día nadie quiere saber qué hora es. No cuenta para nada en esta hora cero. Todo está congelado. No hay tiempo para el tiempo.
—Tiene un valor.
Hokker introdujo una mano en el abrigo y dejó tres vales de comida encima del periódico.
Ozi meneó la cabeza. Llevaba todo el día sufriendo desaires de los tommies y ahora Hokker pretendía hacer lo mismo.
—Diez.
Hokker se rio y levantó el sombrero del reloj, dando a Ozi libertad para recuperarlo.
—Tres o nada.
Ozi miró los vales. Uno era para pan, otro para leche y huevos, y el tercero para margarina. Tendría que vérselas con Berti, inventarse otra excusa, pero mentalmente ya estaba preparando el desayuno que se comería al día siguiente.
Hokker empujó los tres vales hacia él.
—Tómalos. No puedes comerte un reloj.
Lewis se afeitaba frente al espejo y, para no despertar a Rachael, retiraba los restos del pelo de la cuchilla con la uña en lugar de darle unos golpecitos contra el lavabo. Todos los cuartos de baño de la casa eran de mármol mostaza y dorado, y no conseguía acostumbrarse; cada vez que se afeitaba se sentía como un oficial del ejército indio permitiéndose la munificencia de un nabab. Ni siquiera pensar en su propia benevolencia al dejar que los nativos conservaran su propiedad lograba combatir la sensación de que solo era un oportunista más.
Cuando acabó de afeitarse se secó la cara con la toalla y se peinó. Detrás del vaso estaba la tira plateada de profilácticos poniendo en evidencia que solo habían utilizado uno en tres meses. Un ritmo a todas luces deprimente. Los había dejado allí con la vaga esperanza de que Rachael los viera mientras estaba en el baño y le entraran ganas de mejorar el récord. Era un camino ridículamente tortuoso para hacer el amor, y tan injusto como poco proclive a suscitar un cambio; pero él había perdido la seguridad en sí mismo, su aptitud para dirigirse a ella sin rodeos. (De hecho, al tratar de recordar momentos del pasado en los que se había mostrado abierto sobre tales cuestiones, solo acudía a su memoria el período del noviazgo, cuando le había dicho sin temor que sería la señora Morgan antes de que terminara el año). Lewis se decía que la pérdida del deseo sexual de ella era, junto con sus jaquecas y lo tarde que se levantaba por las mañanas, un síntoma más de su estado, que eufemísticamente resumía como su «depresión de posguerra», y que, con el tiempo, las cosas mejorarían. Al menos, eso esperaba; en realidad, estaba demasiado ocupado para considerar cualquier otro tratamiento.
Rachael dormía tendida de lado y se pasaba la noche chasqueando la lengua y los labios, y sufriendo tics faciales, tal vez a causa de un sueño. El doctor Mayfield había dicho que dormir era a la vez un síntoma y una cura para ella, pero Lewis preferiría que estuviera más activa. Si tenía una filosofía, era esta: ocupa tu tiempo.
La buena noticia era que Rachael volvía a salir y había quedado en hacer otra excursión a Hamburgo con Susan Burnham. Lewis había coincidido con la mujer del oficial de Inteligencia en una ocasión en el comedor del cuartel; pese a lo entrometida que era, tenía un gran sentido del humor y colaboraba en toda clase de actividades culturales y sociales, y Lewis agradecía cualquier motivo que sacara a Rachael de casa.
Decidió ponerse su abrigo del frente ruso; era una de las pocas prendas que ofrecían protección a su enjuto cuerpo contra la inquina de un invierno que ya batía récords. Habían llegado informes de que el mar del Norte se estaba helando en Cuxhaven y de que la gente había empezado a cruzar a pie el Báltico para escapar de la zona rusa. Miró el alijo de tabaco que guardaba en la cómoda; ¿estaba compensando la falta de satisfacción física fumando más? La reserva parecía haber menguado. Se llevó los sesenta de siempre, recordándose que debía reducir el consumo a veinte antes de Navidad, aunque solo fuera para ser solidario con las personas de ahí fuera para quienes unos cigarrillos equivalían a un pan. Volvió a mirar a Rachael y pensó en darle un beso en la frente, pero se contuvo; salió de la habitación sin hacer ruido, dejándola con sus sueños y permitiéndose desear que él apareciera en uno de ellos.
Pese a la nieve el coche avanzaba con tanta estabilidad y precisión como un crucero de batalla surcando el océano. Al retirarse Schroeder a raíz de la reaparición de una vieja herida, Lewis debería haber buscado a alguien que lo reemplazara, pero no lo hizo porque disfrutaba demasiado conduciendo. El Mercedes se había convertido en un placer diario; un agradable claustro móvil desde el que podía contemplar el mundo con libertad. En cuanto se sentaba al volante la confusión de sus pensamientos se despejaba y recobraba la seguridad en sí mismo.
El aire era balsámico; habían desaparecido las nubes de nieve de color gris pizarra del día anterior y el cielo estaba tan azul y limpio como el uniforme de una enfermera jefe. El sol, situado en un ángulo bajo, arrancaba brillo a todo, mientras que la gruesa capa de nieve resultaba sosegante, tan blanca y oscilante como las sábanas blancas de un hospital. Era hermoso pero frustrante, pues daría al ministro una falsa impresión. En un día como ese estaría justificado que un visitante recién llegado creyera que Hamburgo estaba recuperándose de forma milagrosa. La nieve disimulaba el trauma cubriéndolo todo de un manto uniformador y confiriendo al metal irregular y al ladrillo desportillado una nueva capa esperanzadora. Era un mal día para hacer una visita dirigida a enseñar lo fea y gris que era la vida en medio de las ruinas alemanas.
Lewis cruzó las puertas giratorias del hotel Atlantic y pasó por delante de la recepción, donde un cuadro del duque de Wellington que colgaba detrás del conserje transformaba el edificio en una pequeña sala de Whitehall. El ministro apenas se percataría de que había salido de su país.
Ursula esperaba frente a la gran chimenea, entrando en calor. Con su blusa de punto, su falda con diseño de espiga y sus escarpines negros con tacón de cuña, se mostraba elegante y modesta a la vez. Se había peinado al estilo convencional de una intérprete del Consejo de Control Aliado —el cabello hacia atrás y por detrás de las orejas—, pero si con ello pretendía restar importancia a su belleza, solo conseguía realzarla: las cejas lobunas, el esbelto cuello de antílope. Lewis se sorprendió a sí mismo elogiándola con torpeza.
—… Schön. —No era la palabra adecuada pero había empezado a hablar antes de decidir cuál utilizar. «Lieblich» probablemente era mejor, aunque no podía esperar que ella tradujera y corrigiera un cumplido dirigido a su persona.
—Gracias.
—Lamento llegar tarde… Die Strassen sind eisig. ¿Se dice así? Eisig?
—Sí. Helado.
Desde que Edmund le había preguntado algo en un alemán claro y preciso, Lewis había insistido en practicar cuanto pudiera con Ursula. La fluidez de su hijo era vergonzosa para él.
—Hoy no funcionan los tranvías.
—Eine schlechte Reise?
—No se preocupe. Voy muy abrigada y ha sido un paseo agradable. Aquí tiene el programa del día. —Ursula le entregó un itinerario mecanografiado. Él revisó el título completo del ministro Shaw en la parte superior—. ¿Hay algún error?
—No …Nein. Ist. Perfekt. Pero es Kensington, no Kensingtown.
—¡Oh! —Ursula pareció sinceramente enfadada consigo misma. Leyó de nuevo la palabra en alto—: Ken-zing-tonn. Lo siento.
—No se preocupe. Es un error comprensible. Nadie reparará en él. Ist der Minister schon hier?
—Está en el salón.
—Esperemos que sea uno de los nuestros.
—¿De los nuestros?
—Quiero decir que espero que esté de nuestra parte. Que sea uno de los buenos.
Ursula se tocó la barbilla para indicarle que tenía algo en la suya.
—Tiene sangre.
Lewis se llevó un dedo y lo apartó manchado de sangre.
—Eso me pasa por intentar afeitarme sin jabón. Un pequeño gesto para ahorrar recursos. —Se humedeció el dedo con la lengua e intentó cerrar el corte con saliva—. ¿Sigue sangrando?
Ursula sacó un pañuelo de su bolso y se dispuso a pasárselo por el corte, pero se detuvo y esperó a que él le diera permiso para continuar. Lewis sacó el mentón, confiando en que no pasara ningún general o Bürgermeister en ese preciso momento.
—Bitte.
Ursula le limpió el corte como lo haría una madre, y aunque lo hizo con total naturalidad, Lewis se sonrojó. De cerca desprendía un olor a ropa limpia.
—Listo. Ahora está preparado para conocer al ministro de Kensington. —Retrocedió un paso al percibir su turbación.
—Gracias. Auf in den Kampf!
Ella asintió.
—Auf in den Kampf!
Y los dos juntos se dirigieron al salón principal «para librar batalla».
Había corros de dos o tres hombres envueltos en humo y el barullo de voces era intenso. Fue una reunión concurrida: el general Surtees se encontraba con otros altos mandos del Consejo de Control; también estaba allí el corpulento Bürgermesiter, fumando un puro cubano como un Churchill alemán, y Vaughan Berry, el comisario, había asistido con aire estresado y sumiso. Era fácil reconocer a Shaw; uno de los dos únicos hombres que no llevaba uniforme, iba acompañado de una camarilla atenta y pedigüeña, deseosa de sacar algo de él mientras pudieran.
Lewis le indicó a Ursula rápidamente quién era quién.
—El hombre delgado es el general Surtees. Mi máximo superior y por tanto el suyo.
—¿Uno de los nuestros?
Lewis sonrió. La joven aprendía rápido. Hizo un gesto de negación.
—¿Y el hombre con traje de banquero?
—Es el comisario.
Vaughan Berry era el otro hombre que vestía de paisano. A Lewis le caía bien. Se había hecho popular por haberse negado a llevar el uniforme azul marino del Consejo de Control porque le recordaba al vigilante encargado de dar la voz de alarma en caso de ataque aéreo.
—Uno de los nuestros.
—¿Y el hombre que está hablando con el ministro?
Lewis mostró cierta irritación. Era el comandante Burnham y, a juzgar por las apariencias, ya había empezado a presionar al ministro para subyugarlo. Lewis se enfadó consigo mismo por no haber llegado antes que él y haber evitado así que tuviera ocasión de contaminar el pensamiento del ministro. Shaw daba la impresión de estar intensamente concentrado en resolver un enigma difícil, con una mano en la barbilla pensativo y la cabeza ladeada en actitud comprensiva como si tratara de oír y recordar todo lo que se decía.
—El comandante Burnham. De Inteligencia.
—Uno de ellos —dijo Ursula, sin necesidad de preguntárselo.
Durante el desayuno Lewis se encontró sentado frente a Burnham y a un estadounidense, el general Ryan Caine, que se hallaba de visita en la ciudad para ver cómo se las arreglaban los británicos y para contarles cómo era la vida en la zona estadounidense. Caine llevaba el pelo cortado al rape, como parecían preferir incluso los generales de tres estrellas, lo que le daba un aire varonil y juvenil, mientras que las manchas de sol que tenía en la piel indicaban que había estado expuesto a climas más soleados y a una vida vivida con plenitud. Mostraba la actitud relajada como si estuviera disfrutando de su estancia en Alemania y la leve suficiencia de quien visita a unos primos más pobres que se esfuerzan por abrirse camino.
—¿No cree que ha llegado el momento de relajar las leyes contra la confraternización? He oído decir que el solo hecho de hablar con una mujer alemana en su zona equivale a solicitar sus servicios.
—Creo que por el momento los alemanes prefieren una separación clara.
—¿Sabe? En Frankfurt ya hay una administración pública aparte para la celebración de los matrimonios entre militares estadounidenses y civiles alemanes. Bueno, esa es una manera sencilla de integrarse en una sociedad. —Caine no apartaba los ojos de Ursula—. Si alguna vez quiere pasar a una zona más amistosa, fräulein…
Lewis observó satisfecho cómo Ursula permanecía elegantemente impasible.
—En la zona británica hay muchos más problemas, general.
—Bueno, en eso tiene razón.
Un camarero llegó con el desayuno: salchichas, lonchas de beicon, tomates cortados por la mitad y asados, champiñones, cebolla, morcilla, hígado.
—Pero me alegra ver que, pese a estar sin blanca, no recortan gastos en hospitalidad —dijo Caine. Luego se puso serio—: ¿Cree que ha llegado el momento de devolver el timón a los alemanes? Hay que actuar rápido. Si no vamos con cuidado empezarán a pensar que los soviéticos ofrecen mejores perspectivas. Tenemos que ayudarles a poner en marcha sus negocios. Proporcionarles el capital que necesitan. Y luego devolverles el mando. Las herramientas… Están considerando darles a ellos y a toda Europa una ayuda enorme. Lo están discutiendo en Washington mientras hablamos. Todos necesitamos una Alemania fuerte.
—Pero antes necesitamos que Alemania esté limpia, general —terció Burnham.
Caine cortó en dos un pedazo de hígado y se lo llevó a la boca con el tenedor.
—Sí, por supuesto. Deshacernos de los hijos de puta. Disculpe, fräulein.
Con una pequeña sonrisa Ursula dio a entender que estaba más divertida que ofendida.
Lewis se había comido la mitad de un huevo y una loncha de beicon, pero la deriva que había tomado la conversación le había hecho un nudo en el estómago, encogiéndoselo. Estaba desesperado por decir algo. Recorrió la mesa con la mirada. De Billier hablaba con el mariscal Sholto pero estaban tan lejos que él no oía lo que decían. Sin embargo Shaw, que estaba sentado al otro lado de Ursula, sí oyó la conversación.
—Me ha gustado lo que ha dicho antes, comandante: «No se puede edificar sobre cimientos podridos».
A Lewis se le cayó el alma a los pies. Había oído esas mismas palabras en boca de Wilkins. Y Burnham jugaba ahora a una especie de juego del teléfono, tras haber dejado caer la idea durante la conversación que habían mantenido antes del desayuno. Así era como los prejuicios infundados se consolidaban en una opinión firme y pasaban a constituir una directriz.
—Los alemanes han conocido doce años de ignorancia y analfabetismo —dijo Burnham, alentado por el ministro—, y eso los ha convertido en animales. Solo podremos empezar a reconstruir su psique cuando hayamos establecido el imperio de la ley y reconstruido las infraestructuras básicas, pero hasta entonces tenemos que estar alerta. La amabilidad es un lujo que no podemos permitirnos.
Burnham parpadeó hacia Lewis.
—¿Cree que hay peligro de insurgencia? —le preguntó Shaw, llevando la conversación a un terreno en el que Lewis no quería entrar.
—El caos general y el movimiento masivo de los desplazados proporcionan a los nazis una cobertura perfecta para desaparecer y reaparecer, después de haberse reinventado a sí mismos como «inocentes».
—Cuentan con el cuestionario —señaló Caine.
—El cuestionario es útil, pero hay que perfeccionarlo…, indagar un poco más en el pasado de la gente para llegar a la verdad. Necesitamos más personal que se ocupe del trabajo atrasado. Pero también más inteligencia para descubrir a los verdaderos delincuentes. No es un simple caso de ovejas y cabras. Aquí las cabras son ovejas, y las ovejas, lobos. O mejor dicho, Werwolf.
La palabra atrajo la atención de todos los presentes.
—¿Los hay por aquí? —preguntó Caine.
—La semana pasada dos insurgentes atacaron un convoy. Volcaron un camión que transportaba ginebra.
—Saben dónde golpear —dijo Caine bromeando.
—¿Son insurgentes? —preguntó Lewis—. ¿O gente que busca comida?
—Los dos que capturamos parecían bastante bien nutridos —replicó Burnham—. Estaban convencidos de que Hitler seguía vivito y coleando, y que regresaría para derrotarnos de manera aplastante. Cuando les señalé que el Führer estaba muerto, uno de ellos me pidió que lo demostrara, alegando que los rusos nunca habían encontrado el cadáver.
—¡Enseñadme el cadáver! —exclamó Caine—. ¡Como si el Führer fuera Jesucristo!
—El valor del Werwolf como propaganda supera con creces a sus hazañas, ministro —dijo Lewis, resuelto a acabar con ese mito y a encauzar de nuevo la conversación a los asuntos que importaban.
Pero Burnham los había llevado a todos a donde quería.
—Los dos tenían tatuado el ochenta y ocho —continuó—, en la cara interna del brazo.
—¿Ochenta y ocho? —preguntó Caine.
—Es un código. La octava letra del analfabeto.
Shaw contó en alto.
—H. ¿HH?
Burnham asintió. Quería que lo dijera Shaw.
—Heil Hitler?
Lewis sintió la apremiante necesidad de intervenir.
—Tonterías. Hay ochenta y ochos pintados en los muros y las ruinas de toda la ciudad. Eso solo demuestra lo mal que están las cosas para que la gente esté dispuesta a volver a aquello.
—¿Es posible que algunos alemanes no hayan escarmentado? —sugirió Caine.
—Es necesario que se vea que se está haciendo justicia —dijo Shaw—. En nuestro país la gente exige justicia.
—Seguramente es preferible que se haga justicia a que solo se vea que se hace.
—Usted no es político, coronel. En mi mundo la percepción constituye el noventa por ciento de la verdad.
—No creo que perseguir a unos cuantos fanáticos sea nuestra prioridad —replicó Lewis sin poder contenerse.
Era consciente de que Ursula se había quedado callada mientras los hombres diseccionaban su país.
—Entonces, ¿cuáles diría usted que son nuestras prioridades? —le preguntó Shaw.
Lewis se irguió y apoyó las manos en la mesa.
—No es posible introducir la democracia en un pueblo muerto de hambre y fragmentado. Si les damos de comer, les proporcionamos un techo, reunimos a los seres queridos que están separados y creamos puestos de trabajo, entonces no tendremos nada que temer. Pero en estos momentos hay millones de alemanes capaces que no están trabajando debido al proceso de «limpieza». Las familias todavía están separadas. Sigue habiendo miles de personas en campos de internamiento.
—En efecto. —Shaw asintió pensativo.
Sin embargo, esa letanía sobre lo que era preciso hacer no resultaba tan atractiva como las historias del Werwolf.
—Usted siente verdadera compasión por los alemanes —observó el general Caine—. Por eso lo llaman Lawrence de Hamburgo, ¿verdad, coronel?
Seguramente se lo había dicho Burnham.
—Tal vez desee contar al ministro y al general el acuerdo especial que rige su hogar, coronel —señaló Burnham. Se volvió hacia Shaw y Caine—. El coronel Morgan está explorando un nuevo modo de abordar las relaciones anglo-alemanas.
Lewis siempre había envidiado la facilidad de los hombres del servicio de Inteligencia para codearse con generales y ministros, y decir todo lo que pensaban sin recurrir a la autoridad, pero Burnham solo estaba cuestionando la inclinación igualitaria de Lewis. Y conducía la conversación hacia donde él quería.
De mala gana, Lewis se vio a sí mismo contando a los presentes cómo había llegado a compartir una casa con una familia alemana. Cuando terminó se hizo un largo silencio estigmatizador. Lo que en el pasado habría sido un acto humanitario de pronto parecía casi escandaloso.
—Eso es confraternizar, coronel —señaló Caine.
—¿Y eso no agrava el resentimiento? —preguntó Burnham con un tono totalmente razonable—. Es decir, ¿no preferirían esos alemanes estar con sus compatriotas en los campos.
Los reunidos miraron a Lewis esperando una respuesta.
—¿En barracas prefabricadas? ¿Medio muertos de frío? —Sabía que estaba subvirtiendo la postura oficial pero era necesario que Shaw estuviera al corriente.
—Tengo entendido que están bastante confortables —dijo Shaw—. Tienen calefacción. Y comida. Eso es más de lo que puede decirse de media Inglaterra en estos momentos.
—Creo que si nos dieran a escoger, la mayoría de nosotros nos quedaríamos en nuestra casa —replicó Lewis.
—Bueno, esperemos que su amabilidad no se vuelva contra usted, coronel —concluyó Shaw.
Lewis había hablado demasiado y vio que al general De Billier le había inquietado que criticara los esfuerzos británicos delante del ministro. Dejaría que la visita le mostrara cuál era en realidad la situación en los campos.
Lubert estaba sentado en la sala de espera del Centro de Interrogación Directa, que olía a leche agria, tratando de recordar algo —cualquier cosa, aparte de que era alemán— que pudiera incriminarlo a los ojos de la Inteligencia británica.
El centro se había abierto en la vieja escuela de Bellas Artes, detrás del Binnenalster. La última vez que Lubert había estado allí fue con Claudia, en 1937 para ver la obra de Böcklin, uno de los pocos artistas alemanes buenos que el régimen no había tachado de degenerado. Al parecer Hitler había comprado ocho de sus cuadros. Luego Claudia y él habían discutido acaloradamente sobre Böcklin: a ella le gustaban los claros mensajes morales del artista, mientras que él sostenía que ese era precisamente su problema. Ella había llamado a Lubert «altanero», por ser incapaz de apreciar el arte por lo que era, y él la había calificado de populista; en el fondo, la discusión no era sobre arte o sobre gustos, sino sobre el régimen.
Lubert se dijo que no tenía nada que temer. Había hecho el ejercicio de memoria —Besinnung— que se instaba a todos los alemanes a hacer como parte del proceso para reconocer su participación en los grandes crímenes que su nación había cometido. Le horrorizaba la noción de una conciencia colectiva, pero él no era uno de aquellos hombres que acusaban a los Aliados de sus desgracias actuales, ni lamentaba en absoluto las ejecuciones de los condenados en Nuremberg. Había rellenado su Fragebogen —las 133 preguntas que determinarían su futuro profesional— con más facilidad de lo que esperaba. De hecho, le costó ver que pretendían identificar a los verdaderos culpables por medio de sus respuestas. Le parecía demasiado educado, carente de trampas o de cualquier técnica interrogativa perspicaz. Un par de preguntas extrañas le habían hecho reír, pero en general había contestado lleno de confianza y con la conciencia limpia. Incluso había disfrutado con el ejercicio de «recordar quién era».
Lo llamaron por el nombre y se dirigió a la sala de interrogatorio. Mientras se acercaba a la puerta inspiró profundamente, recordándose que no debía mostrarse belicoso sino humilde, adoptando un tono educado. Corría el rumor de que los británicos se estaban mostrando más contundentes en sus entrevistas porque no descubrían a suficientes alemanes del «color equivocado».
Los dos interrogadores estaban sentados detrás de un escritorio de roble. Uno de ellos fumaba y ofreció asiento a Lubert por señas. El otro no levantó la vista, sino que siguió examinando los papeles que tenía ante sí; papeles que, según reconoció Lubert por la tinta verde y su propia letra horrible e historiada, era su cuestionario cumplimentado. El hombre pasó páginas, hacia delante y hacia atrás, como si le desconcertara alguna discrepancia. No cuadraba o faltaba algo. Si ese largo y teatral silencio tenía como objetivo poner nervioso al interrogado, funcionó. Lubert estaba irritado antes de que comenzaran siquiera.
—¿Herr Lubert? —preguntó el otro.
—Sí.
—Soy el capitán Donnell, y este es el comandante Burnham, jefe de Inteligencia. Realizaremos esta entrevista en inglés y en alemán, según nuestras necesidades. Tenemos entendido que habla usted inglés con fluidez.
—Así es.
El comandante, que todavía no había mirado a Lubert, seguía desconcertado por el cuestionario, o mejor dicho, por alguna de las respuestas. Cuando habló, lo hizo en voz baja y suave, en un alemán impecable.
—Es usted un hombre afortunado, herr Lubert.
Herr Lubert no lo contradijo. Esperó, sabiendo que su «buena fortuna» estaba a punto de ser desenvuelta y expuesta por ese hombre de pestañas peculiarmente largas.
—Ha sobrevivido a las dos guerras. Era demasiado joven para la primera y demasiado mayor para la segunda. Sigue viviendo en su casa, rodeado de sus pertenencias. Tiene un casero compasivo.
Lubert quiso aclarar la parte de sus pertenencias, pero guardó silencio.
Burnham alzó la cabeza y Lubert lo miró. Los ojos de ese hombre eran en realidad demasiado bonitos para pertenecer a los de un interrogador. Buscó compasión en ellos.
—Estoy agradecido —respondió cambiando de idioma, queriendo equilibrar las cosas.
—¿De veras? —replicó Burnham.
Bajó de nuevo la vista hacia el cuestionario y buscó la página que al parecer lo ofendía.
—En algunas de sus respuestas detecto cierta ingratitud. Incluso desdén.
Era una crítica bastante sincera. Nunca le había gustado responder preguntas, y menos oficiales. Le sacaban lo que había de obstinado y contumaz en él.
—Creo que había una pregunta sobre soldaditos de plomo. No… me ha parecido que viniera al caso.
—Se ha dedicado mucho tiempo y atención a la preparación de estos cuestionarios.
—Sí. Pero… no he conseguido ver la relación que guardaban los soldaditos.
—¿Ha jugado alguna vez con soldaditos de plomo?
Lubert no pudo contenerse.
—¿Van a arrestar a todos los hombres que jugaban con soldaditos de plomo?
—Herr Lubert, un tono desdeñoso podría dejarlo en una posición en la que no desearía estar. ¿Jugó o no con soldaditos de plomo?
—Sí. Era como cualquier otro niño.
—Bien. Eso era todo lo que necesitaba saber. —Burnham puso una cruz en la casilla vacía—. Y luego está… —Desplazó el dedo hasta una pregunta posterior, frunciendo el ceño con una expresión confusa—. La pregunta R.III. ¿Qué ha querido decir con su respuesta? Si puede llamarse a eso una respuesta. Parece… una forma jocosa de responder una pregunta tan seria.
Lubert sabía que Burnham era un hombre inteligente. Sabía que él no tenía ninguna duda de por qué había respondido como lo había hecho: porque era una pregunta ridícula. Para responderla había tenido que volver a leerla, pensando que debía de haber sido mal traducida o que solo la habían introducido para ponerlo a prueba. Al final había decidido que se trataba de una pregunta irreflexiva formulada por un funcionario inconsciente en algún lugar de Whitehall o Washington, y no merecía una respuesta seria.
—¿Y bien?
—Quien estimó que era una buena pregunta… no lo dijo en serio. O no tenía ni idea de lo que fue para…
—Es una pregunta totalmente seria, herr Lubert. «¿Afectaron los bombardeos a su salud o a la de algún miembro de su familia?» Si quiere recuperar su empleo completo como profesional necesitamos cerciorarnos de que no tiene problemas de salud mental. Responder con exclamaciones no puede decirse que sea la respuesta de una mente estable.
—Creo que los bombardeos afectaron a la salud de mi mujer, comandante. Falleció, junto con cuarenta mil personas más, en julio de mil novecientos cuarenta y tres. El día que los británicos destruyeron esta ciudad con la tormenta de fuego.
Burnham no se inmutó, pero pareció alegrarse de que Lubert tocara el tema.
—Háblenos de su mujer. Para ser un arquitecto, vive con gran esplendor. Tiene una cotizada colección de arte. Entre ellas obras de Léger y Nolde. Imagino que ella tenía dinero.
—Venía de una familia acomodada, sí.
—¿Y cómo habían hecho su fortuna?
—En el comercio.
—¿Comerciando con qué? ¿Y con quién?
—Con todo. Eran dueños de varios astilleros.
—¿Los mismos astilleros que utilizaron los nazis para transportar armas?
—Desde mil novecientos treinta y tres comerciaron con los que ellos les decían. —Lubert podría haber señalado cuántos de esos barcos habían ido y venido de Inglaterra, pero el comandante debía de estar al corriente de ello.
—Entonces se trata de una colección de arte pagada con actividades comerciales nazis.
Qué sencilla era esa matemática, una ecuación que siempre terminaba con «igual a culpable». Las cifras y las fracciones carecían de importancia.
Lubert hizo un gesto de negación.
—Hamburgo continuó con sus negocios, todo fue comercial. No tuvimos filiación con el partido. Solo el hermano de Claudia…
—Sí… —Burnham miró la página en cuestión—, Martin Fromm.
Lubert no había querido escribir siquiera el nombre de su cuñado ni su cargo, Gauleiter. No había espacio en la página para entrar en detalles sobre sus ambiciones de partido y la consternación que había causado a la familia al afiliarse a él.
—Centrémonos en otra cuestión. La pregunta F.III. «¿Esperó en algún momento una victoria alemana?» Ha respondido: «Quería que la guerra acabara cuanto antes».
—Por supuesto. Eso era lo que queríamos todos.
—¿Quería que ganara Alemania?
—Soy…, sigo siendo nacionalista, pero eso no me convierte en un nazi.
—Creo que eso es un sofisma. En mil novecientos treinta y nueve un nacionalista era un nazi.
—Yo no quería la guerra.
—Hábleme de su hija.
Ese hombre sabía cómo cambiar constantemente de posición. Lubert notó que perdía pie.
—¿Qué le pasa?
—Bueno, imagino que se vio afectada por los bombardeos. Por la pérdida de su madre.
—Todavía… está enfadada. —Por primera vez el tono de Lubert fue defensivo e inseguro—. Y… le ha resultado muy difícil compartir la casa con una familia inglesa.
—¿Enfadada? ¿Por la ocupación?
—Enfadada por la pérdida de su madre.
—Ella se unió a las Mädel de las Juventudes Hitlerianas.
Lubert había estado a punto de no escribirlo, pero era un hecho.
—Era obligatorio…, desde mil novecientos treinta y seis.
—¿Y usted no la detuvo?
—Discutimos… sobre ello, mi mujer y yo. Yo no era partidario de que se apuntara…, pero en el fondo no teníamos alternativa. Y eso me remuerde la conciencia. Pero si nos hubiéramos negado se habría tomado como una traición y habría sido peor para nosotros.
—Sin embargo, un hombre de conciencia iría a la cárcel antes que obrar mal, ¿no?
—Parece resuelto a declararme culpable de algo, comandante.
—Su culpabilidad solo es una cuestión de grado para mí, herr Lubert. Mi tarea es determinar el color, la tonalidad. Así que dígame, pues me tiene intrigado: ¿cómo puede soportar vivir con su antiguo enemigo?
—Son corteses con nosotros.
—¿Cómo se siente su hija?
—Está… enfurruñada.
—¿Cómo se manifiesta ese sentimiento?
—Está…, bueno… No valora lo… privilegiados que somos por seguir viviendo en nuestra casa.
—¿Y por qué habría de hacerlo? —replicó Burnham—. Después de lo que le pasó a su madre. ¿A qué se dedica su hija ahora que están cerradas las escuelas?
—Trabaja recogiendo escombros.
—Cuando ve usted todas esas ruinas debe de preguntarse qué sentido tiene la arquitectura, herr Lubert. ¿Está seguro de que quiere volver a ejercer esa profesión?
—No valgo para mucho más. Me gustaría… —trató de pensar en la palabra adecuada— participar en la reconstrucción. No sirvo como obrero de fábrica.
—¿Echa de menos los tiempos en que construía casas de veraneo para los oficiales del partido?
Era cierto que había habido un aumento en los encargos de villas en esa época, entre ellas un «pequeño palacio» para Harold Armfeld, el fabricante de armas. Pero las obras no militares habían escaseado.
—A partir de mil novecientos treinta y tres disminuyeron las oportunidades. No favoreció que el partido despreciara la escuela de arquitectura de la que yo provenía.
Burnham pasó a otra página del Fragebogen.
—¿Echa de menos el pasado?
—Lo único que echo de menos del pasado es a mi mujer, comandante.
—¿No echa de menos los buenos tiempos?
—No sé a qué tiempos se refiere. Después de mil novecientos treinta y tres Alemania se convirtió en una prisión para la mayoría de nosotros.
Burnham se echó hacia atrás, abrió un cajón y sacó un montón de fotografías. Las arrojó sobre el escritorio y las esparció como si fueran naipes.
—¿Una prisión como esta?
Cogió una fotografía de un prisionero judío esquelético. Luego otra. Y otra. Sin apartar ni un instante la mirada del rostro de Lubert, atento a su reacción. Lubert había visto esas fotos los primeros meses después de la guerra, las habían colgado de los muros para que todos los alemanes las conocieran. Las miró con cautela y desvió la vista.
—Sean cuales fueren las incomodidades que haya sufrido usted, herr Lubert, le aconsejo que nunca compare sus circunstancias con las de los hombres de las fotos. —Burnham cogió el cuestionario y lo abrió por la última pregunta de la última página. Era la pregunta Y—. Veo que ha dejado en blanco el apartado de observaciones. ¿Hay algo que quiera decir ahora?
Lubert miró al comandante con la expresión más contrita y educada de que fue capaz y respondió:
—Creo que no, comandante.
—¿Por qué lo ha colgado sin consultarme?
—El cuadro que había antes dejó una marca amarilla. Pensé que le gustaría…
—Bueno, pues no me gusta.
Rachael lo esperaba en el vestíbulo, dando vueltas. Se dirigió a él con una mirada dura y una actitud rígida, como si una institutriz severa la hubiera adiestrado para manejar a un alumno recalcitrante. Lubert acababa de entrar por la puerta. Tenía hambre y frío, y estaba de malhumor. Después del interrogatorio había ido a trabajar y le habían informado de que la fábrica había cerrado. Los británicos declararon que cerraba a causa del tiempo, pero era del dominio público que con su cierre se pretendía mantener bajo control la disidencia allí latente. Su colega Schorsch se había puesto en las puertas a repartir octavillas. Estaban organizando una gran manifestación, animando a todos los trabajadores de la zona británica a formar piquetes en las fábricas en protesta por su desmantelamiento.
—Recuerde en qué bando está, herr Lubert —había murmurado al entregarle la octavilla.
Lubert estaba harto de que le dijeran lo que tenía que hacer.
Levantó la vista hacia el cuadro que había pedido a Richard que colgara esa mañana. Se había esmerado en escogerlo, teniendo en cuenta la sensibilidad provinciana de los Morgan: nada demasiado estrafalario ni demasiado abstracto. De entrada había seleccionado el encantador paisaje de Liebermann, pero no cubría la vieja marca dejada por el retrato. La «mujer semidesnuda» de Von Carolsfeld le pareció perfecta: elegante y sobria, cubría la mancha y animaba toda la habitación; era una obra maestra poco corriente que merecía colgar de la pared de cualquier vestíbulo de cualquier país. Solo un ignorante podría poner objeciones; un ignorante o quizá un mojigato.
—Es de uno de los grandes artistas alemanes del siglo diecinueve.
—Me trae sin cuidado de quién es —dijo Rachael, cruzándose de brazos y negándose a reconocer el delicado esplendor de la doncella que tenía a sus espaldas.
—¿No le gusta?
—No es eso.
¿Era la desnudez?, se preguntó Lubert. El cuadro quizá rayaba en lo erótico, aunque era algo demasiado contenido y exquisito para resultar ofensivo. De pronto le invadió un deseo incontenible de ponerle las cosas difíciles a Rachael, haciendo que se sonrojara y retorciera las manos, para ponerla en su lugar.
—¿Tal vez preferiría un tema campestre? ¿Una escena de caza? ¿O una figura vestida? —Mientras lo decía, se sintió como un hermano mayor desdeñoso que se muestra condescendiente con su hermanita presumida. Lo emocionante era que le traían sin cuidado las consecuencias.
Rachael notó que se sonrojaba y desvió la mirada. La señora Burnham tenía razón; los alemanes eran un pueblo altanero, y ella había permitido que este hombre se elevara muy por encima del lugar que le correspondía.
—Herr Lubert, no creo que su tono…
Pero Lubert no pudo detenerse.
—Me gustaría saber por qué no le gusta. Es un cuadro honesto. No es…, no sé cuál es la palabra en su idioma…, unschicklich, algo que solo pretende escandalizar. Mírelo. Es un cuadro hermoso. Pensé que usted era una mujer con gusto y lo apreciaría. —Guardó silencio para causar efecto y añadió—: Sin embargo, debo de haberme confundido.
Eso pareció avivar el fuego.
—¿Qué insinúa? Por supuesto que veo que es bueno. Pero no pienso tolerar sus insinuaciones. Usted no sabe nada de mis gustos ni de mis orígenes.
—Eso es cierto.
Después de un día largo y difícil eso era una buena distracción.
—¿Qué puede saber usted de mis preferencias? ¿O de lo que creo que es buen arte? No sabe nada de mí ni de dónde vengo.
—¡Ese es el problema! —Lubert se dejó llevar por un arranque de imprudencia—. ¿Cómo vamos a entendernos si cada uno de nosotros tiene un pasado que el otro desconoce?
—Pero es su pasado lo que me preocupa, herr Lubert. —Eso sonó diferente. Ella miró el cuadro o, mejor dicho, el espacio habitado por el nuevo cuadro—. Era un cuadro de «él», ¿verdad?
Lubert enmudeció anonadado a causa del desdén y la incredulidad que esa pregunta le suscitó.
Ella respiró muy fuerte por la nariz mientras asentía con la cabeza.
—Lo era, ¿verdad? Un retrato del Führer —insistió, evitando pronunciar el terrible apellido.
Lubert soltó una carcajada que sonó más frívola de lo que pretendía.
—¿Y bien? —preguntó ella poniéndolo contra las cuerdas, segura de que lo tenía—. ¿Era un retrato del Führer o no? Sé que la mayoría de ustedes lo tenían. Solo quiero saberlo.
Él no podía dar crédito a esas sospechas. Parecían prestadas o aprendidas de memoria.
El inconformista que había en él no quiso responder, si bien la ignorancia de esa mujer era demasiado provocadora para resistirse.
—Mire alrededor, frau Morgan. Mire los muebles. Los libros. Eche un vistazo… a las partituras que hay dentro de la banqueta del piano. Piezas de Mendelssohn y Chopin…, dos compositores prohibidos por el partido. Mire en la biblioteca. En ella encontrará obras de Hesse, Marx, Fallada…, libros que debería haber quemado. Contemple las obras de arte. Se las enseñaría si le interesaran…, obras de arte que fueron prohibidas hace trece años. Arte degenerado. Incluso esa talla de madera de Nolde. —Señaló el grabado del barco pesquero que colgaba en la pared del primer tramo de escaleras—. Todo es bolchevique, judío, no alemán. De artistas que no pudieron trabajar ni vender su obra porque no era del gusto del Führer.
Lubert empezó a dar vueltas por el vestíbulo declamando hacia los artefactos y los accesorios.
—Sé que alguien ha de cargar con la culpa. Y debe de ser útil tener a alguien a quien culpar. Estoy seguro de que a usted le conviene… tener una cara. Pero ¿cree que yo le daría un lugar de honor a un hombre… cuyas estúpidas ideas llevaron a prohibir y quemar todo esto? Era un vándalo. Su único… credo era destruir, no solo las obras de arte, también las vidas, las familias, los pueblos. Ciudades, países…, ¡incluso a Dios! El único legado que dejó fueron muerte y ruinas. —Interrumpió su deambular y guardó silencio para recuperar el aliento.
Rachael necesitaba moverse. Bajó la vista del cuadro y la detuvo en la chimenea. Luego empezó a revolver las ascuas con el atizador; le temblaba la mano.
—Creo que ya ha dicho suficiente, herr Lubert.
—No, no he terminado. —En todo caso estaba encontrando su tema—. Tiene razón. No sabemos nada el uno del otro. Usted no sabe nada de mí. Ni de mi pasado ni de mi presente ni de mi futuro. Sí, tengo esperanzas de futuro. ¡Hasta yo, que soy alemán!
Rachael dejó el atizador en el capazo. Se cruzó de brazos para ocultar la mano que le temblaba.
—Dice que le preocupa mi pasado, pero lo que le preocupa en realidad es el suyo. Sé poco de él, aparte de lo que me ha contado Edmund. Pero al menos he tratado de imaginarlo, de ver más allá de las apariencias.
—¿Qué le ha contado Edmund?
—Me ha hablado de su hijo Michael. De su… dolor. Dice que usted era más alegre, que hacía muchas bromas y cantaba. Dice que me habría resultado más simpática si la hubiera conocido antes. Que no es la misma.
Lubert percibió por sus profundas inspiraciones que a ella le dolían esas palabras.
—Y la compadezco; compadezco su pérdida, su desorientación, lo difícil que debe de ser vivir aquí con su antiguo enemigo y un marido a quien apenas ve. Me resultaría más fácil creer que solo es una mujer amargada y llena de prejuicios. Pero usted tiene su propio dolor. Lo he visto en sus ojos y lo he oído cuando toca. Sin embargo hay otros como usted. ¡Despierte! Usted no es la única.
Se había detenido justo frente a ella y la miraba con atención.
—Ya ha dicho suficiente, herr Lubert. No debe continuar.
—¿Qué hará? ¿Me echará? ¿No es eso lo que le gustaría? Bien, pues permítame facilitarle las cosas.
Lubert la sujetó por los hombros y la besó. Casi en las comisuras, y de un modo brusco y rápido. Luego se apartó esperando una reacción violenta de ella, con el rostro un poco inclinado hacia delante como si ofreciera un blanco.
—Ya está. Ya lo he hecho —dijo, sin estar muy seguro de qué había hecho.
Pero el esperado bofetón no llegó. Rachael se volvió, llevándose una mano al labio superior.
Él no pensaba con claridad. La adrenalina le recorría el cuerpo demasiado deprisa. Tenía que irse de allí antes de que hiciera algo peor. Levantó las manos y se alejó.
—Me marcho. Subiré a hacer las maletas. Estoy seguro de que eso es lo que quiere. —Dio media vuelta y se dirigió hacia la escalera.
—No, herr Lubert —dijo ella, con inesperada calma—. No será necesario.
Lubert tenía una mano en la barandilla y un pie en el escalón.
—No… debería haberlo acusado como lo he hecho. Lo he provocado. Ha sido un malentendido. Dejémoslo así.
Él no la miró, sino que, después de un largo silencio, dio unas palmaditas a la barandilla de la escalera para agradecer la tregua y siguió subiendo hacia sus habitaciones.
Edmund conducía su nuevo coche Dinky por la carretera de la alfombra del rellano, yendo y viniendo de la casa de muñecas a la fuente de su suministro de tabaco. Oía los sonidos de las palabras que se elevaban del piso de abajo —«olvidar», «pasado», «cuadro»—, consciente a medias del tono incierto de la conversación, pero estaba demasiado concentrado en su cometido para darles sentido. A los ojos de una criada o de su madre estaba haciendo lo que haría cualquier niño normal con su nuevo coche de juguete; pero todo era un ardid para encubrir el juego mucho más importante al que jugaba.
Todavía se podía respirar el perfume de su madre en su dormitorio cuando giró el coche para entrar en él. Ella había armado mucho revuelo antes de darle el regalo: le pidió que se sentara en su regazo, le cogió una mano entre las suyas y le plantó un beso en la frente. Era un regalo de Navidad adelantado, le dijo, pero no repercutiría en lo que trajera Papá Noel. Parecía tan deseosa de complacerlo que él se quedó un poco intranquilo.
«Sé que no hemos pasado mucho tiempo juntos, pero quiero que sepas… que te quiero», le había dicho. Una declaración como esta ponía en tela de juicio su amor más que demostrarlo. Como la gravedad o el oxígeno, Edmund siempre lo había dado por sentado.
Sin embargo, se quedó satisfecho con el coche. Aunque ni el modelo ni la escala eran correctos, el Lagonda se había convertido en un destacado accesorio en su reproducción de la Villa Lubert. Si los fabricantes de coches Dinky se dignaran hacer un Mercedes 540K, la réplica sería perfecta. Hasta tenía un muñeco para representar al jardinero Richard, a quien se le reconocía por una pala de cartón de fabricación casera. En cuanto el coche se detuvo frente a la casa de muñecas, Richard se acercó para recoger las bolsas de la compra mientras el muñeco que hacía de Edmund cogía los cigarrillos de verdad. Después comprobó que la muñeca que encarnaba a su madre tocaba el piano en el salón mientras el muñeco Lubert la contemplaba, las muñecas Greta y Heike estaban en la cocina, la muñeca Frieda en el desván y el muñeco que representaba a su padre seguía al otro lado del césped de alfombra, salvando Alemania; entonces el muñeco que hacía de Edmund corrió con los dos paquetes de tabaco gigantes hasta la amplia habitación central. Volvió la vista hacia la puerta y se quedó escuchando, por si oía acercarse a alguien. Una vez se cercioró de que no, colocó los muebles contra las paredes de la habitación principal y levantó la diminuta alfombra persa. Debajo había ocho paquetes; con los dos nuevos, ya tenía los doscientos cigarrillos que Ozi le había pedido: la ración mensual de un soldado; una fortuna para un huérfano. Había llegado el momento de aerotransportar ese botín a través de la tundra del prado cubierta de nieve para entregárselo a los chicos sin madre.
La nieve que cubría el prado estaba virgen y Edmund disfrutó dejando en ella las primeras huellas, deleitándose con el ruido que hacían sus botas al hundirse y con el hecho de que estas tuvieran la altura justa para que no le entrara la nieve. Más adelante vio una hoguera encendida cuyo humo negro señalaba el punto donde el cielo tocaba la tierra, una nube gris tan baja que se fundía con el suelo y borraba el horizonte. El negro remanente de un río interrumpía la omnipresencia del blanco, pero la devoradora fuerza del frío había mermado su anchura al congelarlo desde las orillas hacia el interior a lo largo de cientos de metros dejando riachuelos aquí y allá entre los archipiélagos de hielo. En un recodo en forma de herradura, ya completamente helado, se había quedado atrapado un velero con la proa levantada, la popa oculta, capturada en una fría y extinta ola. La fuerza del agua que todavía fluía había empujado hacia la superficie pedazos de hielo que sobresalían aquí y allá; a Edmund le recordaron las fotos de los extraños campos de hielo que había cruzado Scott en su funesta expedición. Por el centro del río, donde el agua seguía circulando, se deslizaban barcazas de hielo semejantes a coches fúnebres. Sobre una de ellas había una bandada de cuervos. La naturaleza no había previsto que nadie se compadeciera de un cuervo, pero a Edmund le conmovió la visión de esos pájaros. Demasiado helados para emprender el vuelo y gruesos de tanto erizar el plumaje, era como si hubieran renunciado a su vocación de carroñeros y se hubieran resignado a ir en su barco de hielo hasta el mar.
Edmund se acercó al campamento con la bolsa de papel marrón del economato militar bajo el brazo, convencido de que con su generosidad se ganaría el respeto y subiría de escalafón en el corazón de los salvajes. Ozi y compañía estaban apiñados alrededor de una hoguera, más cerca de las llamas de lo que parecía humanamente posible. Uno de los chicos avivaba el rugido con pedazos de un gallinero roto. Alrededor había aún menos edificaciones anexas, ya que el cobertizo de madera había desaparecido junto con el establo; los salvajes parecían haber quemado la mitad de su alojamiento. Ozi estaba sentado encima de su maleta como un anciano esperando un tren que lleva mucho retraso; permanecía tan inmóvil que parecía haberse quedado congelado en esa posición. Uno de los chicos lo devolvió a la vida de un codazo.
—Tommy bueno.
Ozi se levantó de un salto e hizo el saludo a alguien en el fuego, luego se volvió hacia Edmund, que se acercaba, y rodeó la hoguera pero sin alejarse de la circunferencia de su calor, torciendo el gesto en una sonrisa desbocada entre demencial y eufórica.
—Ed-mund —dijo, disfrutando con su pronunciación—. ¿Qué traes?
Edmund llegó al borde del lodoso cráter de la hoguera. El calor había hecho retroceder la nieve y creado alrededor del fuego un círculo de mantillo marrón en un radio de un metro, dentro del cual los salvajes permanecían inmutables, como si se hubieran acostumbrado a resistir el calor intenso.
—¿Qué traes? —preguntó Ozi de nuevo—. ¿Qué traes? ¿Qué traes? —repitió, con los dientes castañeteándole después de cada «traes».
—Pitillos.
Edmund entregó la bolsa a Ozi, y se vio obligado a apartarse y proteger un lado del rostro del calor. El botín de contrabando transformó a Ozi de niño expectante a profesional forense. Introdujo una mano en la bolsa y sacó un paquete de Players, lo olió y observó si el sello estaba roto. Estupendo. Estaban frescos como huevos recién cogidos. El sello intacto le daría más margen para negociar. Sostuvo el paquete en alto y anunció:
—Players. Cigarrillos famosos. —Con el calor el celofán empezó a volverse marrón y se formaron ampollas.
—Gut pitillos —dijo Edmund—. Players.
—Pitillos tommies de puta madre —dijo Ozi.
Una ronda de palabrotas apreciativas secundó las de Ozi a medida que el paquete pasaba de mano en mano. El niño a quien Edmund había derribado tan fácilmente días atrás estaba un poco apartado, observando con indiferencia. Edmund quiso aprovechar ese momento de máxima aceptación para demostrar que no le guardaba rencor a su antiguo adversario y sacó un paquete de la bolsa que Ozi tenía en los brazos para ofrecérselo. El niño se resistió un segundo, pero la necesidad pudo más que el orgullo; dio un paso y lo cogió de las manos de Edmund.
La hoguera olía a algo más que a madera quemada. Estaban cocinando algo. Un animal se estaba asando ensartado en un espetón. Con la cabeza y los pies cortados, era difícil saber con exactitud qué era; parecía más grande que un cerdo pero más pequeño y más flaco que una vaca. Fuera lo que fuese, olía bien. Ozi cogió a Edmund por el brazo y lo condujo hasta el animal chisporroteante. Cortó un pedazo del muslo magro de la bestia que se asaba y se lo dio. La carne estaba ennegrecida y crujiente.
—Was ist los?
Hubo risas bobas que Edmund interpretó como una reacción ante lo mal que hablaba alemán.
—Esel —respondió Ozi.
Edmund sabía decir cerdo, perro, vaca y león en alemán, pero no reconoció esa palabra. Quizá era otra forma de referirse a la carne de vaca. Como no quería ofender a su anfitrión, se llevó el pedazo a la boca y masticó.
—¿Gusta a tommy?
Edmund siguió masticando, con todos los ojos atentos a su respuesta. La carne era dura y sabía a algo que no supo identificar. Era como carne de vaca pero más dulce; aunque la habían asado tanto que podía ser cualquier cosa.
—Ich liebe —respondió por fin, no muy seguro de si eso era lo que quería decir.
Sin embargo, pareció que era la respuesta correcta.
—Tommy liebt Esel! —exclamó Ozi, y todos se rieron, vitorearon e hicieron gestos de aprobación, y, por alguna razón, rebuznos de burro.
Edmund tuvo la sensación de haber superado una especie de rito de iniciación. Luego recordó que tenía más cosas que compartir. Metió la mano en el bolsillo del abrigo, sacó un pañuelo atado en forma de bolsa y buscó algún sitio donde ponerlo. Ozi lo condujo hasta la maleta y la puso plana para utilizarla de mesa.
—Muttis Haus —dijo.
Edmund dejó el pañuelo encima de la maleta mientras los niños se apiñaban en círculo alrededor de él. Deshizo el nudo y abrió el pañuelo dejando ver una brillante montaña de terrones de azúcar. En el acto se elevó una inhalación colectiva, como si acabaran de contemplar un truco de magia. No muy seguro de si sabían siquiera qué era el azúcar, Edmund cogió un terrón de la cima y la sostuvo a la luz. Los granos brillaron.
—Azúcar —dijo.
Le dio el terrón a Ozi, quien se lo llevó inmediatamente a la boca y allí lo dejó, sin moverlo, antes de masticarlo con las muelas. De pronto hizo una mueca. Por un lado de la boca le cayó un chorro de saliva roja. Se llevó la mano a la mandíbula interior y buscó algo a tientas, y sacó el triángulo ensangrentado de un diente amarillo podrido. Hizo una mueca a la vista de todos, luego bajó la mirada hacia el diente cubierto de sangre que sostenía en su pezuña negra rosada. Cerró la mano alrededor de él y se lo guardó en el bolsillo. Edmund se preguntó qué haría con el diente. No tenía arreglo y ningún ratoncito Pérez visitaría el hediondo cuchitril de Ozi, si es que seguía yendo a la casa de algún niño alemán; estos seguramente ocupaban una posición inferior en la lista de los merecedores de premio, por debajo de los italianos y los japoneses, al final de la cola.
Ozi se agachó para recoger nieve del suelo y la apretó contra su encía todavía sangrante.
—Mann auf dem Fluss! —gritó alguien.
Todos se volvieron para mirar y vieron acercarse por el recodo a un hombre que a esa distancia parecía de edad indefinida, aunque era ligero y ágil, que se dirigía resuelto hacia ellos. El hombre caminaba sobre el agua helada del Elba con un propósito que pareció telegrafiarse por sí solo y convertir el grupo en una manada nerviosa. Si bien no estaban seguros de quién era, todos parecían tener claro quién no querían que fuese.
—Chist. Ist er es?
—Nein.
—Ich kann ihn nicht erkennen.
El caminante siguió avanzando sobre el hielo y, por un instante, el intenso calor del fuego creó el efecto de que caminaba sobre el agua.
Solo Ozi permaneció impasible.
—Es Berti, amigos.
—No estará contento —dijo Siegfried—. Casi no hemos robado nada.
Al llegar al banco de nieve el hombre siguió andando más erguido, alargando las zancadas al pasar del hielo a la nieve; al cruzar el prado, todo él negro y gris, brillaba el resplandor rojo de un cigarrillo encendido en la capa anodina del aire invernal.
—Solo es Berti —repitió Ozi—. Tengo lo que quiere. —No obstante, era evidente que, por debajo de su bravata, intentaba cobrar ánimo.
Edmund sintió náuseas. Quería cruzar corriendo el prado hasta su casa para ponerse a salvo, pero era demasiado tarde.
—¡Ed-mund!
Ozi metió la cabeza dentro de su maleta, sin apenas levantar la tapa para proteger lo que había dentro. Sacó una gorra de cosaco ruso y se la lanzó a Edmund, señalándole la cabeza.
—No hables.
Edmund se encasquetó el gorro y se situó al final del grupo; se notaba los pies hinchados y entumecidos dentro de las botas; el gorro de cosaco olía a gasóleo y estaba congelado como un casco.
Visto de cerca, no parecía haber muchos motivos para temer al tal Berti —no era mucho mayor que el resto de los niños; tampoco era mucho más alto, pues su abrigo desmesuradamente grande restaba importancia a su estatura—, pero antes de que se adentrara en la órbita del fuego los niños se habían amontonado, mudos y temblorosos. Edmund se vio empujado hacia el fuego mientras el grupo retrocedía sin darse cuenta. Solo Ozi permaneció aparte, manteniendo su fingida indiferencia. Y hacia él caminó Berti, sin apenas reparar en la presencia de nadie más. Le preguntó algo a Ozi en voz tan baja que nadie más lo oyó. Ozi le entregó un pedazo de papel, y gruñó y gorjeó mientras Berti, que no pareció satisfecho ni lo contrario, lo inspeccionaba. Dobló con cuidado el papel y se lo guardó en el bolsillo.
—Was hast du für mich?
Esa pregunta provocó en Ozi un repertorio completo de encogimiento de hombros, gestos suplicantes con las manos y movimientos de cabeza, luego señaló con el pulgar por encima del hombro a un cómplice imaginario que le había fallado. Hacia la mitad de ese riff tan poco convincente, durante el cual hasta Edmund pensó que Ozi parecía un pequeño gusano que se retorcía, Berti lo hizo callar agarrándole la cara con una mano como si fuera unas tenazas. Ese movimiento, con su violencia y su proximidad, llenaron de adrenalina y terror el organismo de Edmund, que creyó que iba a vomitar.
Liberado de la garra que lo sujetaba y tras olvidar al parecer el maltrato, Ozi se convirtió de pronto en maître y condujo a Berti al asador como si se tratara de una mesa en el mejor rincón de un restaurante. Berti se acercó al animal y lo estudió unos minutos, luego se volvió hacia Ozi y los demás niños. Parecía aún más enfadado.
—Wir essen Esel, während die Engländer Kuchen essen!
Ahí estaba de nuevo esa palabra. Esel. Y algo sobre los británicos comiendo un bizcocho.
Ozi intentó distraer a Berti con su siguiente truco y agitó lo que parecía ser un tubo de pastillas. Era como un domador de leones haciendo restallar un látigo para que la bestia saltara de la silla a la escalera a través del aro de fuego, sin darle tiempo para recordar su esencial condición de «león».
—Berti, schau mal, was wir für dich haben! Pervitin!
Berti cogió el tubo y sacó inmediatamente dos pastillas. A continuación Ozi dio palmadas hacia los demás para que se vaciaran los bolsillos. Otto sacó un platillo para las colectas y lo dejó en el suelo. Los salvajes arrojaron en él todo lo que tenían, una ofrenda miserable pero ecléctica: un medicamento para las enfermedades venéreas, condones, terrones de azúcar. De mala gana Ozi añadió casi toda la contribución de Edmund, lo que llamó la atención de Berti.
—Wo hast du den Zucker gefunden?
Nadie respondió.
Ozi mencionó unos hoteles, pero Berti no quedó satisfecho. Agarró a Dietmar y lo inmovilizó con una llave de cabeza, luego sostuvo la punta naranja del cigarrillo a unos centímetros de su párpado. Dietmar gimió mientras el cigarrillo le quemaba las pestañas.
Edmund tragó el ácido que le subía por el esófago. La orina caliente le quemaba el muslo. Quería decirle a Berti que parara, pero aun sabiendo que en cierto modo él era el responsable de la tortura que se impartía, estaba demasiado aterrado para hablar. ¿Qué haría su padre en una situación como esta?
—¡Basta! Por favor…, basta. —Esas palabras interrumpieron de inmediato el asalto.
Berti soltó a Dietmar, y la multitud se abrió para dejar un pasillo entre Berti y Edmund.
—Es buen chico, Berti —dijo Ozi—. Nos trae pitillos y nos ha dado el azúcar. Es un buen tommy.
Un torrente de orina caliente inundó los pantalones de Edmund y le cayó por el interior de las perneras hasta las botas de agua. El calor fue momentáneamente agradable, pero se notaba las piernas inestables y débiles; no habría podido correr aunque hubiera querido. Volvió a pensar en su padre. Esa no era la muerte heroica que él había imaginado. Si lo encontraran verían la mancha amarilla en la nieve. Los condecorados con medallas no se meaban encima. Edmund Morgan: Descansa en pis.
Pero por una u otra razón Berti no se movió. Se quedó donde estaba, calculando algo. Luego conferenció en voz baja con Ozi, mirando de vez en cuando a Edmund. Al final se volvió hacia él, receloso. Bajó la vista hacia el platillo y recogió un paquete de Players.
—Trae pitillos —dijo—. Aquí. Cada semana.
—Sí…
—O haré eso. —Se acercó el cigarrillo al ojo—. Pero a ti.
Ozi se volvió hacia Edmund.
—Tommy bueno. Trae pitillos… aquí… mañana und… —describió un arco con la mano para indicar el salto de una semana— la próxima.
Edmund asintió furioso.
Berti arrojó entonces sus terrones de azúcar al fuego. Cayeron sobre la tela metálica del gallinero que estaban quemando; Ozi soltó un chillido y saltó sobre ella para recuperarlos, pero el calor era demasiado intenso y, casi en el mismo movimiento, saltó hacia atrás como una rana y aterrizó en el suelo, con las colas del frac ardiendo. Los demás se rieron al verlo rodar por la nieve para apagar las llamas.
Berti aceptó el resto de las ofrendas de los salvajes y señaló a Edmund la Villa Lubert. A Edmund no le hizo falta entender exactamente el gesto, intuyó lo que quería de él y empezó a obedecer, retrocediendo del feroz peso de la mirada del joven, sus asustadas piernas se combaron y tropezaron cuando echó a correr.
Las barracas prefabricadas de Hammerbrook estaban cubiertas de nieve hasta los alerones, y la luz dorada que proyectaban las lámparas de petróleo de las ventanas creaba la imagen de un pueblo acogedor y satisfecho.
—«¡Oh, ven! ¡Oh, ven, Emmanuel!» —dijo el ministro Shaw al reconocer la melodía mientras Lewis lo conducía por el sendero abierto entre las barracas en dirección al punto de reparto.
Tal como había previsto Lewis, la ininterrumpida nevada de los dos últimos días había borrado todo indicio de discordia al obligar a la gente a encerrarse en sus casas y a los manifestantes a retirarse de las calles. Hasta entonces, todo lo que había visto el ministro durante su visita le había causado la impresión de que se estaba manejando brillantemente una situación difícil; incluso los manifestantes de las fábricas habían soltado las pancartas y en el campo de desplazados, donde Lewis había contado con mostrar a Shaw (y al fotógrafo del periódico Die Welt que lo acompañaba) algunas imágenes irrebatibles de miseria, la presencia de las organizaciones benéficas era perceptible. Allí estaban la Cruz Roja, la Sociedad Cuáquera y el Ejército de la Salvación, cuya banda de metal tocaba villancicos mientras sus colegas repartían platos de sopa y paquetes de comida a los desplazados que hacían cola.
—Me alegra ver que les están dando de comer, coronel.
—Este mes han muerto veinte personas de hambre, ministro. Y la cosa va de mal en peor. Sin los paquetes de comida esta gente se moriría de hambre. Alemania no puede alimentarse a sí misma.
—Pero alrededor hay tierras de cultivo fértiles.
El fotógrafo intentaba hacer posar a Shaw para la siguiente toma.
—Los rusos tienen el granero pero no quieren compartirlo —replicó Lewis, sabiendo que Shaw solo escuchaba a medias—. Las provisiones de la ciudad suelen llegar de tierras de cultivo que ahora se encuentran en la zona rusa, pero los rusos se niegan a darnos más grano hasta que desmantelemos más fábricas. Como consecuencia, el noventa por ciento de los alimentos de la zona británica es importado. Estamos hablando de dos millones de toneladas de comida al día, ministro. Y los barcos ya no pueden atravesar el hielo. Si desmantelamos las fábricas los alemanes perderán sus empleos. Por otra parte, muchos de ellos tampoco pueden trabajar hasta que los acrediten por medio del proceso de desnazificación. Es un círculo vicioso.
Shaw asintió pensativo, pero Lewis tenía la impresión de haberle dado más información de la cuenta, yéndose por las ramas en lugar de ir al grano. Y el fotógrafo interfería.
—Ministro, si pudiera colocarse detrás de la mesa de caballete. Me gustaría fotografiarlo entregando un paquete.
Para Leyland, el oficial supervisor del Die Welt, las instrucciones eran claras: presentar a la sociedad alemana una imagen favorable de los británicos, al compartir hombro con hombro las penalidades del pueblo. Ya tenía en el rollo unas cuantas fotografías que salvaban su reputación: Shaw sentado en un aula al lado de tres colegialas alemanas sonrientes que examinaban aplicadamente un libro de historia con una ilustración del Parlamento («Los niños alemanes aprenden las nociones básicas de la democracia»); Shaw de pie junto a un molde de imprenta del Die Welt («Los británicos disfrutan una vez más de las ventajas de una prensa libre»). Pero sin duda la foto del día sería: «Ministro entrega paquetes de comida a alemanes agradecidos», pues proporcionaría el sincretismo que todo el mundo necesitaba, ya que mostraría a los alemanes que los británicos eran compasivos y competentes, aquietaría las críticas que se hacían al Consejo de Control y retrataría a Shaw como un hombre de acción. Shaw sabía qué tenía que hacer: preguntar algo, estrechar una mano, poner cara de preocupación.
Shaw saludó a una anciana en alemán y se agachó magnánimamente para darle el paquete. La mujer lo cogió con una mueca y se fue sin decir una palabra, impasible frente a la estudiada compasión del ministro. El fotógrafo disparó, pero ¿dónde estaba el agradecimiento? Necesitaba captar la gratitud. A continuación se acercó a la mesa una madre con una niña colgada de la cadera. El fotógrafo la enfocó. Shaw bendijo instintivamente a la niña con una mano enguantada y le entregó el paquete de comida como un Papá Noel vestido con ropa de calle. El fotógrafo se agachó, enfocó y disparó.
Un joven desaliñado que había estado siguiéndolos desde que habían llegado al campo gritó a Shaw:
—Tommy gibt uns mehr zu essen, sonst werden wir Hitler nicht vergessen!
Esas palabras se las habían gritado a Lewis en dos ocasiones, la primera una mujer mientras robaba carbón en la estación Dammtor y la segunda un chico en el Goosemarket, el mercado de las ocas.
Leyland le dijo al joven que circulara y se disculpó a Shaw por la grosería que le había soltado.
—Pero ¿qué ha dicho? —preguntó Shaw mirando a Ursula.
—Ha dicho: «Tommy, danos más de comer o no olvidaremos a Hitler».
Shaw pareció más satisfecho que ofendido. El desafío le brindaba la oportunidad de demostrar algo.
—Pregúntele si lo dice en serio.
Ursula tradujo la pregunta de Shaw al hombre, cuya respuesta llegó con firmeza y un atrevido desdén.
—Dice que antes estábamos mejor que ahora. Las cosas nunca estuvieron tan mal…, ni siquiera en los últimos días de la guerra.
El fotógrafo, que seguramente temía por su atesorado empleo, le pidió al alborotador que bajara la voz. Pero Shaw parecía sinceramente interesado y se volvió de nuevo hacia Ursula.
—Pregúntele si no agradece su libertad.
En respuesta, el hombre señaló una de las barracas prefabricadas. Ursula tradujo de nuevo:
—«¿A eso le llama libertad? He estado en tres campos desde el final de la guerra, en Bélgica, en Colonia y ahora aquí. Hace nueve meses que no veo a mi mujer. ¿Por qué? ¿Porque luché por mi país?»
—¿Qué mejoraría la situación? —preguntó Shaw.
El hombre murmuró una respuesta.
Ursula contuvo una sonrisa y se miró el dorso de las manos.
—¿Qué ha dicho?
—Él… solo está irritado —replicó Ursula, intentando proteger al hombre de sí mismo antes que a Shaw de los insultos—. Es el estómago el que habla.
Shaw quiso demostrar que era un hombre duro en campaña electoral.
—Es libre de hablar. No me importa. Vamos, ¿qué ha dicho?
Ursula titubeó y miró a Lewis pidiéndole permiso.
—Creo que es importante que el ministro oiga lo que ha dicho el hombre —apuntó Lewis.
—Ha dicho: «Dejad de tratarnos como criminales. Y luego… volved a Inglaterra».
—Sospecho que ha sido más fuerte que eso…
Lewis trató de no sonreír e hizo un gesto a Ursula para que lo tradujera todo.
—Se traduciría más o menos como: «Volved a vuestra puta Inglaterra».
Lewis acompañó a Ursula a su casa en coche prestando poca atención a la carretera, con la cabeza llena de todo lo que había querido decir a Shaw.
—Gracias —le dijo ella.
—¿Por qué?
—Por intentar decir las cosas difíciles.
—No he dicho las suficientes. No me he explicado con claridad. Era una oportunidad para cambiar algo. Ahora regresará a Londres y nadie sabrá lo grave que es la situación aquí.
—Es duro con usted.
—Soy un imbécil. He desperdiciado la oportunidad.
—Usted no puede hacerlo todo.
Eso sonó a justificación. Más adelante en la carretera encontraron un camión que había derrapado debido al peso del remolque y se había subido a la acera; las huellas del accidente ya estaban cubiertas de nieve recién caída. Al pasar por delante, Lewis vio salir de la cabina una figura con algo en las manos. Fingió no verla.
—No tiene que acompañarme todo el camino.
—No voy a permitir que camine sola por aquí.
—Pero no le va de paso.
—Insisto en acompañarla.
La potente calefacción del coche expulsaba aire caliente a los pies de Lewis, y el calor empezó a ascender hasta envolverle el pecho; notó un hormigueo en las puntas de los dedos a medida que recuperaban la circulación. Al elevarse la temperatura, los olores a lana húmeda, tabaco y lencería se mezclaron en el interior del coche.
—¿Cómo han dicho que lo llamaban? ¿Lawrence de Hamburgo? ¿Es un insulto o un elogio?
—Depende de quién lo diga.
Era Barker quien le había puesto ese apodo y, en aquel momento, Lewis no se había opuesto a ello; satisfacía una vanidad secreta.
—Se refería a T. E. Lawrence. ¿Lawrence de Arabia?
Ursula no había oído hablar de él.
—Fue un teniente británico inadaptado que estuvo destinado en Egipto durante la Primera Guerra Mundial. Conocía y comprendía bien a los nativos…, los beduinos. Escribió un libro titulado Los siete pilares de la sabiduría. Es una especie de Biblia para mí. Lo llevo a todas partes. Barker a veces me llama Lawrence. Debió de oírlo alguien de la oficina.
—Me interesa conocer a ese personaje.
—Siempre desobedecía a las autoridades y tomaba partido por los lugareños. El ejército lo tenía por un insolente. Lo odiaban porque le gustaban más los nativos que sus compatriotas. Le prestaré mi ejemplar. Está dedicado. Conocí a Lawrence personalmente, en un acto del ejército.
—¿Cómo era?
—Daba la impresión de querer estar en otra parte.
—¿Usted prefiere a los nativos?
—Es una crítica que me hacen a menudo. Lo dice hasta mi mujer.
El ruido como de chapoteo que hacía el coche al deslizarse por la carretera pasó a ser un crujido encubierto y Lewis lo notó en las ligeras vibraciones del volante. El solo hecho de mencionar a Rachael le hizo aferrar el volante con más fuerza.
—Creo que ella ha sido muy valiente compartiendo la casa… con la familia alemana. No lo habría hecho mucha gente.
Lewis sabía que era cierto, aunque no se había parado a pensar en Rachael como en una mujer valiente.
—¿Se ha… adaptado?
Adaptado. Ahora había un término.
—Creo que… está en ello. No estaba…, no ha estado… muy bien. Le ha costado mucho superar la pérdida de nuestro hijo mayor.
Lewis solo le había dado a Ursula el dato de la muerte de Michael al enterarse de su propia pérdida. Le pareció un intercambio justo, un marido muerto por un hijo muerto, pero no había entrado en detalles. Ni tenía intención de hacerlo.
—Creo que a mí me costaría mucho. Me refiero a vivir con el viejo enemigo al que culpo de la muerte de mi hijo. Y luego tener un marido que se preocupa tanto por ese mismo enemigo. Debe de ser difícil.
Ella lo había deducido todo a partir de muy poca información. ¿Cómo había llegado tan deprisa a esas conclusiones?
—Sí. Pero tiene que… —Lewis se interrumpió. Estaba dando demasiada información.
—¿Tiene que?
—Hummm… Yo había esperado que con el tiempo… pasara página.
—¿Por qué? El tiempo no sirve para nada.
Lewis no tenía respuesta.
—La muerte de un hijo no se cura —continuó Ursula.
Lewis exhaló tan profunda y prolongadamente el aire que cubrió el parabrisas de vaho. Alargó una mano para limpiarlo con el guante.
—Este clima es extraordinario.
Ursula comprendió el mensaje.
—Lo siento. No es asunto mío.
—No, no. No se preocupe.
Se hizo un silencio.
—Tiene otro hijo, ¿verdad?
—Sí.
—¿Cómo es?
Pensar en Edmund le hizo sonreír. Le gustaba y quería conocerlo mejor; pero el hecho de no conocerlo bien lo inquietaba y le impedía expresarlo en palabras.
—Es… un buen chico…
De pronto le resbaló el volante de las manos, que giró en el sentido de las agujas del reloj y en el contrario como si lo moviera un chófer fantasma borracho. Cuando recuperó el control, el coche ya estaba patinando de lado, realizando un elegante y engañosamente tranquilo trompo; en lugar de oponer resistencia él dejó que se deslizara por la carretera hasta donde quisiera ir. En algún momento se oyó a sí mismo decir «Agárrese», al tiempo que alargaba el brazo derecho por delante del abdomen de Ursula, y lo dejó allí hasta que el coche, con suavidad y sin ruido, chocó contra un profundo montículo de nieve. No apartó el brazo ni siquiera cuando el coche se hubo detenido y durante una fracción de segundo desobedeció el instinto de retirarlo.
—No sé qué ha pasado —dijo—. Es… el volante que…
El brazo continuaba allí como una barrera, sin ofrecer ya protección. Lo miró con atención, esperando a ver qué hacía Ursula. Ella lo asió con la mano izquierda y lo levantó.
—Lo siento. No quería…
—No se preocupe, coronel. Ha sido un desliz.
El coche se había empotrado con tanta firmeza en el banco de nieve que Lewis decidió que acompañaría a Ursula andando y luego se dirigiría al Club de Oficiales de la calle Jungfernstieg, donde buscaría un medio transporte para volver a su casa y llamaría a la unidad de mecánicos para que rescataran el coche cuando pudieran. Se moría de ganas de fumar, pero hasta el alijo del apoyabrazos del coche estaba vacío.
—La acompañaré a casa andando.
—No es necesario, coronel.
—No me importa.
Echaron a andar por la desierta Neuer Steinweg de esa parte vieja e intacta de la ciudad y, empujado por la vergüenza de su indiscreción, Lewis apretó el paso.
Rachael siempre le había tomado el pelo por su inocencia con todo lo relacionado con el sexo opuesto. Era su mejor defensa cuando estaba lejos de casa; su fidelidad siempre le había permitido sobrevivir a situaciones que para otros eran demasiado tentadoras. Los líos entre sus compañeros del ejército eran bastante comunes y a menudo se hacía la vista gorda a sus frecuentes aventuras. Pero él nunca se había visto atormentado por la tentación que a menudo consumía y a veces destruía a hombres totalmente racionales. En una ocasión se había preguntado si tenía algún problema en ese sentido. Una noche, en Bremen, el que entonces era el segundo al mando, Blackmore, lo acusó de ser un «monje sin agallas». Ocurrió durante las primeras semanas de paz, cuando las celebraciones se habían vuelto orgiásticas, con pelotones enteros de hombres apareándose con las mujeres del lugar. Él había tenido que rescatar al recién casado capitán para impedir que renunciara a todo por una camarera. «Es usted un puto monje sin agallas, Morgan. Un monje sin agallas —le había dicho mientras Lewis esperaba en la puerta a que se vistiera—. ¡Vamos, mírela! ¿Cómo puede resistirse? ¿No la desea?» La agotada chica dormía profundamente con una pierna extendida sobre la sábana. Era pálida, suave e incitadora, pero no, no la había deseado. Y no por falta de glóbulos rojos o por un exceso de autocontrol, como lo había acusado Blackmore. Solo tenía esa clase de mirada para su mujer. Sin embargo, al observar a Ursula dando saltos de antílope para evitar hundirse en los tramos de nieve más profunda, se preguntó si podía confiar en esa protección. Había advertido cosas acerca de ella —movimientos casi imperceptibles, pequeñas miradas— que nunca había creído advertir en nadie aparte de Rachael; observaciones minuciosas, penetrantes y claras. Era como si le hubieran dado unas gafas que ponían al descubierto una miopía de muchos años. ¿Qué vería Rachael ahora si lo observara por un agujero? ¿Vería a un oficial británico comportándose de un modo decente o a un marido dando los primeros pasos indecisos hacia una aventura amorosa? Sabía qué pensaría Blackmore —o, de hecho, la mitad de los hombres del cuartel general—, pero ¿qué pensaba él? ¿Estaba acompañando simplemente a su intérprete a casa o su galante insistencia encubría intenciones poco caballerosas? Aquel frío lo estaba volviendo necio y bruto.
Llegaron a un edificio de seis plantas situado frente a una vieja casa de mercader. Ursula empezó a buscar las llaves en el bolso.
—Este es el apartamento de mi tía.
Por supuesto. Ella vivía con su tía. Por esa razón había intentado llegar a Hamburgo después de huir de los rusos.
—Le invitaría a tomar un café pero mi tía es una cotilla.
—No… se preocupe. No esperaba que me invitara.
—Gracias por acompañarme. Le veré mañana en la oficina.
—Sí. Si el tiempo lo permite.
Ya acostada, Rachael repasaba una y otra vez en su mente la discusión con Lubert, recordando vívidamente palabra por palabra hasta el momento en que él la había besado. Pese a lo estupefacta que la había dejado el beso, no se sentía ofendida. Había habido algo casi entrañable; el hecho de que apenas le hubiera rozado las comisuras o cómo había esperado de manera infantil que ella lo abofeteara después. Se había sorprendido a sí misma pidiendo enseguida una tregua, pero desde entonces no tenía paz. Quería preguntarle por qué había dicho ciertas cosas sobre ella, sobre su pasado, su pérdida, su matrimonio. Él había descrito con bastante exactitud su condición y eso la había desconcertado; era la sensación, que de entrada no había reconocido, de sentirse comprendida.
«Me habría resultado más simpática si la hubiera conocido antes…, no es la misma». «No es la misma». Lewis se lo había dicho varias veces desde la muerte de Michael y Edmund debía de habérselo oído decir. Lewis no lo decía como una crítica; si acaso, intentaba infundirle aliento. No obstante, llevaba implícito un deseo, la esperanza de que volviera a ser la persona que tan fácil le había resultado amar. La persona que había sido antes de la bomba, que no se paraba a pensar si era feliz o si quería hacer el amor. Sin embargo, ella ya no podía dar marcha atrás. Esa inocencia había desaparecido. La bomba la había destrozado y no veía el modo de volver a ser algún día esa persona. Y si Lewis no se daba cuenta de eso, nunca podría ayudarla. Cuando ella le había preguntado: «¿Qué amabas antes de mí, Lew?», él se había limitado a responder: «No sé explicarlo. Sencillamente te quiero, Rach». Si quería sanar algún día, necesitaba que alguien se lo aclarara.
Alargó un brazo hacia el espacio vacío que había a su lado. Estaba frío; aunque se había acostumbrado a tener la cama para ella sola, el cuerpo caliente de Lewis debería haber estado allí. Buscó a tientas su pijama doblado debajo de la almohada para confirmar su ausencia. Palpó la tela y la tira que servía para sujetarlo. Durante todo el primer año de su matrimonio se habían acostado desnudos incluso en invierno. Entre ellos no existían barreras ni vergüenza. Por supuesto, entonces tenían la energía de la juventud, y la seguridad y la libertad de un pasado sin tacha. Pero con los años habían ido cubriéndose bajo capa tras capa. Y desde que a raíz de la muerte de Michael se había puesto las rígidas ropas de luto, Rachael se preguntaba si algún día podría despojarse de ellas.
Se sentó. En alguna parte de la casa había una luz encendida que iluminaba una franja del suelo a través de un resquicio entre las cortinas. Encendió la lámpara de la mesilla de noche. Le entraron ganas de tomar un vaso de leche caliente, una costumbre que había adquirido durante la guerra, cuando Lewis estaba lejos.
Escuchó la noche. Era silenciosa salvo por los chasquidos y golpeteos metálicos de los radiadores. Al final se levantó de la cama y miró a través de la cortina. La luz del piso de abajo estaba encendida. Tal vez Lewis había vuelto y se estaba preparando una copa. Se puso las zapatillas y la bata, y fue a echar un vistazo.
En la chimenea del vestíbulo brillaba una sola brasa. Alzó la vista hacia el conflictivo cuadro de la doncella desnuda y se enfadó consigo misma por haber permitido que el espíritu controlador de la señora Burnham hablara por ella. A su manera, Rachael valoraba el cuadro; era de un gusto exquisito; hermoso e inofensivo, pintado con la más sutil delicadeza. Quizá hiciera un esfuerzo y le preguntara a herr Lubert sobre la historia que había detrás de él. Y a continuación le preguntaría sobre su propia historia.
La luz del salón estaba encendida y entró esperando encontrar a Lewis recostado en el Mies van der Rohe con un whisky. Pero no había nadie en la habitación.
Se acercó a la ventana salediza con vistas al césped trasero que descendía en suave pendiente hasta la orilla del río. Al otro lado del agua parpadeaban luces, y seguía nevando sin parar. Bajó la vista hacia el Elba; no lo veía aunque sabía que estaba allí, fluyendo hacia una Inglaterra que cada vez le resultaba más difícil imaginar.
De pronto se movió algo en el césped. Era del tamaño de un ciervo o un perro muy grande, pero demasiado bajo para ser uno de esos animales, y tenía una gruesa y curvada cola de la longitud de un brazo. Apagó la luz para ver mejor, y allí, cruzando el césped cubierto de nieve con aire imperturbable, había un gran gato negro lo bastante voluminoso para ser un leopardo o incluso un león pequeño, lánguido y despreocupado. No debería haber estado allí pero estaba, y parecía sentirse a sus anchas, en su hábitat natural.
—Espera —dijo ella—. Vuelve.
Quería que el gato se detuviera, para cerciorarse de que era la criatura que creía estar viendo. Quería que se parara a descansar y viera cómo lo observaba; que se volviera y clavara los ojos en ella, y le lanzara una mirada elocuente, llena de complicidad; pero el animal siguió andando sin mirar atrás y se esfumó en la noche.