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—¿Te gusta mi peinado? Sé sincera —le preguntó la señora Burnham, tuteándola.

—Sí.

—¿No crees que parezco un caniche?

—No, te sienta bien —respondió Rachael tuteándola a su vez.

—Hummm. ¿Qué quieres decir, Rachael Morgan? Ha sonado como un cumplido de esos que no sabes cómo tomarte. ¿Crees que soy una foca estúpida y consentida? No importa. Mi peluquera Renate dijo que era el último grito. «Ze Katharine Hepburn». Tiene la dentadura fatal y canta canciones populares estadounidenses con un acento ridículo, pero es una auténtica virtuosa con las horquillas y los rulos. Deberías darle una oportunidad.

—¿Eso crees?

Susan Burnham guardó silencio un momento y miró a Rachael con exagerada exasperación.

—Por supuesto. Mírate, eres un jardín mal cuidado. No sacas el mejor partido de ti. Y debes recordar que tenemos competencia. En esta ciudad hay dos mujeres alemanas por cada hombre. Necesitamos proteger a nuestros mariditos de sí mismos. ¡Que miren al frente!

Dicho eso, la señora Burnham realizó un sensual saludo militar y Rachael oyó el extraño sonido de su propia risa, una risa hechicera que no parecía provenir de ella y que Lewis siempre decía que era una de las razones por las que se había enamorado de ella.

Rachael se rio mucho más durante el trayecto de veinte minutos hasta el economato militar del centro de Hamburgo. Iban sentadas en el asiento trasero del coche en forma de escarabajo de la señora Burnham, uno de los nuevos Volkswagen que todo el mundo conducía y que ya se conocían como el «vehículo de la ocupación». Era tan incómodo como el banco de una iglesia y más estrepitoso que un biplano, de modo que tenían que gritar para hacerse oír por encima del ruido del motor situado en el maletero, pero les hacía sonreír.

Era más una expedición que una salida de compras. Susan Burnham bromeaba sobre todo, desde el coche («Una curiosa criatura puesta del revés, que parece una mariquita, pero me encanta»), hasta los más íntimos detalles conyugales («Nos hemos comportado como conejos desde que llegamos aquí»), faltándole poco para describir el acto sexual en sí.

—No sé qué es, pero hay algo en el aire. ¿No lo notas? Es diferente…, como si de pronto estuviera permitido desmelenarse. Es bastante liberador.

Pese a su manifiesta vulgaridad, Rachael no tenía inconveniente en concederle el beneficio de la duda. Era desvergonzada, pero tenía un corazón grande; si era lasciva, también era sincera y solo decía en voz alta lo que los demás pensaban; y, aunque estaba resuelta a subir en la escala social, parecía igual de inclinada a apartarla de un puntapié. Además, nunca dejaba pasar ni una.

—¿Y vosotros? ¿Ya habéis recuperado el tiempo perdido?

Rachael miró al conductor, un joven no mucho mayor que Michael, con el mismo corte de pelo. Debían de arderle las orejas por debajo de la gorra de visera de conductor de tranvía que llevaba.

—No te preocupes por Erich. No entiende nada. ¿Verdad, Erich?

—Bitte, frau Burnham?

—Nada. Siga.

La señora Burnham se inclinó encima de Rachael y empezó a retocarse el pintalabios en el retrovisor, aplastando su amplio busto mientras se contorneaba para verse. Erich miró y desvió rápidamente la vista, retorciendo las manos sobre el volante.

—¿Y bien? ¿Qué tal os ha ido?

—Sin novedad.

—Vamos, Rachael Morgan. Eso no me sirve. La tía Susan necesita saber.

—La verdad…

—¿Nada?

—La verdad es que no. ¿Qué tal te va con el servicio?

—Oh, no, ni hablar. No escurrirás el bulto tan fácilmente. Eso no está bien, Rachael. ¿Has perdido el deseo?

Rachael simplemente no había hablado nunca de su vida sexual; ni siquiera el doctor Mayfield, con sus ideas tan modernas sobre las neurosis, las obsesiones y las libidos, había indagado sobre ese campo; ella siempre había dado por sentado que el sexo, como la religión, no era un tema que debiera tratarse, ni siquiera con la persona con la que uno se acostaba.

—¿Cuál es el problema exactamente?

Rachael hizo un gesto de negación mientras trataba de decidir cuál era el problema. Todo lo que podía recordar era el techo del dormitorio, con sus discretas cornisas y las pantallas de las lámparas en forma de ala de cisne, y a Lewis rasgando el envoltorio del profiláctico con los dientes.

—Si soy sincera apenas nos hemos visto. Está trabajando…

—… mucho. Ya, ya. Pero ¿acaso no lo están haciendo todos? Tienes que controlar la situación. No puedes limitarte a esperar que llegue el momento adecuado.

Rachael sintió un nudo en la garganta.

—Susan…, prefiero no hablar de ello.

—Sí, por supuesto. Es vergonzoso que lo que debería ser natural y satisfactorio resulte difícil e incómodo. Pero es importante. Tan importante como cualquier trabajo que estén haciendo nuestros mariditos. En todo caso, los ayuda a llevar a cabo mejor su cometido.

—Debería ser algo íntimo.

—No estoy de acuerdo. Deberíamos hablar de ello más a menudo. Una vida sexual sana en un matrimonio afecta a más personas de las que te piensas. Si la gente hubiera dedicado el mismo tiempo y esfuerzo a su vida sexual que a intentar conquistar el mundo se habrían evitado muchas guerras. Estoy convencida de eso. Ese espantoso hombrecillo, Hitler, debería haberse buscado una esposa como está mandado, en lugar de irse con la ramera de su secretaria. Stalin iba con prostitutas. Mussolini tenía un montón de amantes…, aunque quién sabe. Al final la guerra la ganaron hombres casados que disfrutaban de una vida sexual regular…, ¡estoy segura!

La teoría de la señora Burnham hizo sonreír a Rachael, pero también desencadenó una secuencia de imágenes peculiares y no deseadas: Hitler en pijama, Stalin en brazos de una doncella caucasiana entrada en carnes, y Mussolini y su criada, hinchados y magullados, colgando boca abajo…

—¡Dentro de nada me estarás culpando de haber empezado una guerra!

—Mientras seamos amigas seguiré preguntando, hurgando y fisgoneando. Es mi deber. Keith me ha dicho que la semana que viene se reunirán con ese socialista harapiento. ¿Shaw? Imagino que Lewis también irá.

—Me comentó que tenía unos días difíciles por delante. No obstante, me habla muy poco de su trabajo. Prefiere dejarlo en la puerta.

—¿Ya has supervisado a su intérprete?

—¿Debería?

—Yo insistí en que Keith contratara a la más fea que pudiera encontrar, y, por Dios, es un auténtico adefesio. Asegúrate de invitar pronto a la de Lewis a tomar el té y mírala bien. Y si es mínimamente atractiva encárgate de que la despida.

Curiosamente, la idea de que otra mujer persiguiera a Lewis distaba de ser inquietante, porque si de algo estaba segura Rachael era de que él nunca caería en ese sentido.

—Has de tener la situación más controlada. Yo jamás dejaría que Keith se saliera por la tangente con una frase como «Tengo unos días difíciles por delante». ¿Qué es tan difícil que no pueda comprender yo? Insiste en que te proporcione información. No te des por satisfecha hasta que suelte prenda. Yo no paro hasta enterarme de todo lo que pasa. ¿Sabes? Casi todo lo que Keith sabe de técnicas de interrogatorio lo ha aprendido de mí.

—¿Le gusta su trabajo?

—Dicen que se le da muy bien. Tiene paciencia. Creo que eso es importante. Yo sería una interrogadora terrible.

—¿Se lo cuentas todo a él?

—Todo lo que necesita saber. —La señora Burnham le guiñó un ojo, luego cerró el pintalabios apretando los labios con un ruidito y se recostó en su lado del coche—. No te preocupes. Tus secretos están a salvo conmigo. Nunca consigue sonsacarme nada.

Eso no era muy tranquilizador. Rachael no había contado nada importante y sin embargo tenía la sensación de haber revelado demasiado —demasiado de Lewis— y abierto las puertas a toda clase de conjeturas.

—Nosotros no tenemos secretos. Estamos bien. Estaremos bien.

Al oírla Susan Burnham la miró como un adulto mira a un niño que acaba de anunciar que van a volar a la luna.

La tienda para las familias británicas —o el economato militar— se encontraba en un edificio de dos pisos bien cuidado e intacto situado cerca del Alster. Para llegar allí había que pasar por delante de la Ópera, con su auditorio bombardeado, y del cine Astra, que proyectaba Henry V con Lawrence Olivier en inglés por las tardes y Heinrich V con Lawrence Olivier en alemán por las noches. Incluso había dos carteles, uno al lado del otro, para demostrarlo.

—Una hora, Erich —dijo la señora Burnham mientras se detenían frente a la tienda—. Zurück in einer Stunde.

En la calle había varias mujeres alemanas con un letrero colgado del cuello. Al principio Rachael pensó que eran manifestantes, pero al acercarse a ellas vio que en cada letrero había una fotografía de un hombre —marido, hijo o hermano—, junto con una breve biografía, una dirección de contacto y una petición de cualquier clase de información acerca de la persona desaparecida. A Rachael le atrajo el rostro del primer letrero. Se llamaba Robert Schloss, había sido tesorero, y llevaba la inofensiva gorra de tela de un ordenanza y unas gafas con montura. Algo en la curvatura de su barbilla y en su expresión franca le recordaron a Michael. De pronto Rachael quiso saberlo todo acerca de herr Schloss. La dirección de contacto era…

Bitte? —preguntó la mujer, esperanzada—. Haben Sie ihn gesehen?

Rachael levantó la cabeza del letrero y miró a la mujer. Llevaba un elegante sombrero sujeto con un pañuelo anudado por debajo de la barbilla, con el ala vuelta hacia arriba; le daba el aspecto de una pastora. Había en ella una esperanza desesperada y absurda, como si Rachael tuviera información sobre su marido desaparecido y hubiese ido allí expresamente para darle la buena noticia.

Haben Sie ihn gesehen? —repitió.

Rachael notó cómo la señora Burnham le asía el codo mientras gritaba:

—¡Por supuesto que no! Lassen Sie sie in Ruhe! —Luego hizo señas a la afligida mujer para que siguiera andando al tiempo que le susurraba a Rachael—: Recuerda que van detrás de nuestros hombres.

Después la condujo por delante de lo que normalmente habría sido la entrada principal del edificio hasta llegar a una discreta puerta lateral. A nadie se le ocurriría entrar por ella a menos que supiera qué era. Habían tapado el escaparate de la tienda para que no se viera lo que había a la venta.

—No quieren que los alemanes vean lo que hay dentro para que no se sientan más miserables de lo que ya están —comentó la señora Burnham—. Pero yo creo que eso solo empeora las cosas.

Rachael se mostró de acuerdo. Taparlo, en todo caso, era una provocación para el viandante. Lejos de ser un gesto sensible, ocultar las mercancías del interior era admitir que estaban más allá del alcance de la mayoría de la gente que pasaba por ahí y que, pese a los esfuerzos del Consejo de Control de afirmar lo contrario, en la zona funcionaba una doble economía: una para los lugareños y otra para los ocupantes.

—¿Sabes qué creo? —continuó la señora Burnham—. Creo que el Consejo de Control Aliado quiere que los alemanes nos tengan por más ricos de lo que somos en realidad. Es una cuestión de honor. Deben continuar considerando rico y poderoso al país ocupante.

Una vez en el interior de la tienda, la visión cínica parecía estar justificada. No era la vergüenza de los británicos ante sus riquezas, sino más bien la ausencia de ellas lo que los había llevado a tapar el escaparate. Si los alemanes hubieran visto el surtido de mercancías, se habrían quedado sorprendidos de lo mísero que era y tal vez se habrían alarmado al averiguar que el país que estaba dirigiendo el suyo apenas era capaz de preparar una comida decente.

—Lo único que hace soportable comprar aquí es saber que tengo más variedad que mi hermana en East Sheen. Han empezado a racionar el pan en Inglaterra, ¿puedes creerlo? ¡El pan! Ni siquiera lo hicieron durante la guerra.

Había ginebra, por supuesto. Estantes enteros de Gordon’s, London Dry, Booth’s. Ahí estaban presentes todas las marcas conocidas, lo que resultaba tranquilizador; al parecer su producción no se había visto afectada por los problemas que acosaban a los fabricantes de otros productos. Los artículos de primera necesidad quizá escasearan, pero los estimulantes e inhibidores de probada calidad del imperio continuaban fluyendo como petróleo de un pozo profundo. No era un fallo técnico. La ginebra, como sabían bien todos los gobernadores, los generales y los comisarios, podía dar un toque sofisticado a los puestos de avanzada más lúgubres y levantar el espíritu de los servidores de Gran Bretaña más desmoralizados. Su elaboración y su distribución eran una prioridad nacional.

La señora Burnham fue derecha al estante de la ginebra.

—Keith se queja de que la ginebra sin tónica sabe a parafina, aunque los mendigos no tienen manías. Sabe Dios cuándo volveremos a ver la tónica. Pero mientras tengamos vermut lo mezclaremos con ginebra, mientras encontremos angostura tomaremos pink gins y mientras haya zumo de naranja prepararemos ginebra con naranjada: ¡ginebra, zumo y un chorrito de agua! Nunca hay quejas. Con estas mezclas sobreviviremos hasta que los encantadores tipos de la tónica vuelvan a dejarse ver. Hasta que llegue ese feliz día seremos creativos. ¡Fíjate en lo barata que está! ¡Cuatro chelines la botella! Está claro que quieren que alternemos y nos emborrachemos a más no poder. Bueno, pues los complaceremos. Además, creo que ya va siendo hora de que la mujer del gobernador organice su primera recepción. —Dicho esto, cogió cuatro botellas por el cuello y las metió en su bolsa.

Los administradores del economato militar ni siquiera se molestaban en exponer las mercancías de forma atractiva. Exponían los comestibles y las bebidas en hileras sin sacarlos de sus cajas, y allí se quedaban, amontonados. Rachael encontraba extrañamente sosegante esa falta de pretensiones. Nunca le había gustado comprar y le resultaba más llevadero hacerlo allí. Recorrer pasillos enteros llenos de un mismo producto facilitaba las cosas. Había algo casi futurista en ello. Y tener que pagar cada artículo con vales de las Fuerzas Armadas Británicas o con las falsas «monedas» octogonales arrancadas de un cartón no hacía sino aumentar la sensación de que todo era un juego.

A su alrededor las mujeres británicas —casi toda la clientela estaba integrada por mujeres— compraban con una histeria mal disimulada. Varias de ellas iban arregladas como si fueran al teatro. Rachael se había esmerado para esa salida, escogiendo un conjunto de lana un poco más elegante de lo necesario; de hecho, a los ojos de cualquier observador foráneo se confundía totalmente con la aglomeración de lana y nailon y el olor a perfume y polvos de talco. A pesar de ello se sentía fuera de lugar, y no se trataba solo de la desorientación o incluso de «la fragmentación del yo» que había diagnosticado el doctor Mayfield. Comprar siempre le provocaba la misma insatisfacción.

—¿Lista para subir al segundo piso?

La señora Burnham señaló a Rachael el ascensor que comunicaba el primer piso de comida y bebidas con el segundo de ropa y juguetes. Era un modelo de caja abierta, lo que permitía entrar o salir de él directamente. Rachael, que no había visto nunca nada igual, titubeó mientras se acercaba, temiendo verse atrapada en la tierra de nadie entre el ascensor que subía y el que bajaba. Ocupó su sitio junto a un niño que sonreía de oreja a oreja ante la emoción de comprar con su madre y hacía rodar las ruedas de un cochecito Dinky sobre la palma de una mano.

—Bonito coche —le dijo—. ¿De dónde lo has sacado?

—Del piso de arriba. Es un turismo Lagonda —respondió el niño con orgullo, sosteniendo en alto la miniatura para que Rachael la viera—. Y hoy me van a comprar un Auto Union Grand Prix. Aquí tienen todos los modelos nuevos.

Rachael, que no había pensado en Edmund ni una sola vez esa mañana, se lo imaginó en su clase con el esquelético y un tanto intimidante herr Koening, y se reprendió en su fuero interno. Se había vuelto negligente y distraída, y, mientras trataba de autoconvencerse de que el espacio y la libertad que ella le concedía a Edmund compensaban la falta de afecto y de atención que tal vez sufría, lo cierto era que había permitido que se alejara demasiado y si no tenía cuidado lo perdería. Con repentino apremio se dirigió al segundo piso, compró un Lagonda y casi corrió hasta el coche que aguardaba.

—¡Cuidado con el hielo! —la advirtió la señora Burnham, antes de dirigirla hacia la parte delantera—: ¡Por el otro lado! ¡El motor está en el maletero!

Rachael entregó a Erich la pesada bolsa de papel llena de ginebra, whisky y tabaco, pero se quedó el regalo que había comprado a Edmund.

—¿Quieres que paremos en el Carlisle Club para tomar un café y comprar un número de Woman’s Own?

—La verdad es que preferiría volver a… casa —dijo Rachael, sorprendiéndose a sí misma con la elección de la palabra.

—De acuerdo. Veamos ese palacio tuyo.

Al pasar por delante de la estación Dammtor vieron de nuevo a las mujeres de los letreros formando un embudo. Cientos de hombres muy abrigados, procedentes de distintos rincones del país, se dirigían en masa hacia allí. Las mujeres movían la cabeza con el cuello estirado, tratando de reconocer en el flujo de refugiados que salía de los trenes a sus seres queridos desaparecidos. Rachael vio a un hombre correr hacia una de las mujeres y abrazarla. Cayó de rodillas y besó la foto de sí mismo que le colgaba del cuello, luego se puso de pie y, cogiéndola por los muslos y las caderas, la levantó en el aire y le dio vueltas y vueltas.

—¡Vista al frente!

Pero si la señora Burnham creía haberla sorprendido nuevamente presa de una solidaridad poco patriótica, se equivocaba. Rachael no había caído en la trampa de la compasión sino en la envidia. Envidia de la pareja que se había reencontrado y daba vueltas. Si Lewis hubiera desaparecido, ¿se habría colgado ella un letrero y habría permanecido con un frío gélido en las estaciones de tren esperando a que apareciera? No estaba muy segura.

Ich heisse Edmund. Ich bin English.

Engländer —lo corrigió Esqueleto con delicadeza.

—Engländer. Ich heisse Edmund. Ich bin Engländer.

—Tu pronunciación es excelente.

Esqueleto temblaba, e intentó disimular juntando las manos y frotándoselas con fuerza como hacen los curas. Edmund no se dejó engañar, pero por compasión y respeto fingió no darse cuenta, al igual que fingía no advertir el olor a cera y goma laca que todo él desprendía. Pese a que la habitación estaba tan bien caldeada como todas las de la casa —de Hamburgo y probablemente de toda la zona británica—, Koenig no se quitaba el abrigo en toda la clase, como si quisiera retener el calor para más tarde o derretir un hielo glacial y profundo en su interior. Miró con codicia el pedazo de bizcocho y el vaso de leche que Heike había dejado para él. La doncella solía llevárselos cuando acababa la clase, pero ese día lo había hecho antes y los había dejado encima del escritorio, lo que había distraído a Koenig toda la mañana.

—¿Quiere comer ahora el bizcocho? —le preguntó Edmund—. Kuchen?

Muy bajito herr Koening respondió en alemán:

—Cielos, sí. —Luego cambió de idioma y en voz audible añadió—: Gracias.

Edmund se levantó del escritorio para ir a buscar el plato del bizcocho y el vaso de leche, y los dejó frente al profesor. Herr Koenig cogió el vaso y lo bebió, deprisa pero con cuidado. Lo dejó en la mesa y, sacando la lengua con discreción, se lamió el bigote manchado de leche. Luego se comió el bizcocho con las dos manos, como un ratón melindroso, y pasó el índice por el fondo del vaso antes de deslizarlo por el plato, reuniendo todas las migas en un último bocado, como limaduras de hierro atraídas por un imán.

El padre de Edmund decía que Koenig había sido maestro en una escuela de Kiel y era un hombre con gran capacidad para todo —un verdadero erudito—, de modo que al niño le sorprendió su atuendo andrajoso y su menguada constitución física. Parecía demasiado viejo y escuálido para ser un maestro de escuela; había poco en su aspecto que sugiriera autoridad o erudición. Pero al cabo de unas pocas horas en su compañía Edmund empezó a entender la recomendación de su padre. Herr Koenig resultó ser tan apto en matemáticas como sabio en historia y literatura inglesas. Además, era cauto como una criatura del bosque. Del mismo modo que no había un gramo de grasa en su cuerpo, no había nada superfluo en su forma de hablar; parecía filtrar y purgar de impurezas todas las palabras antes de pronunciarlas. Eso sumado a cierto indicio de un pasado más respetable le infundía una modesta dignidad.

—Echaremos un vistazo al atlas.

El atlas marcaba el final de la clase y permitía a Koenig darle una lección de historia y geografía sintetizada en alemán. Edmund fue a buscar su viejo atlas Cassell y lo abrió en el mapa del mundo. Koenig le pidió que le dijera el color de los países que él señalara y empezó poniendo el dedo en Canadá.

—Rosa.

Estados Unidos.

—Grün.

Brasil.

—Humm… gelb?

—Correcto.

India.

—Rosa.

Ceilán.

—Rosa.

Australia.

—Rosa.

Warum sind sie rosa? —le preguntó Koenig.

—¿Porque todos forman parte del Imperio británico?

—Correcto. Aprendes rápido.

—Mi padre dice que el Imperio británico ahora se reducirá a causa de la guerra. Dice que ya no nos queda dinero y que ahora los más poderosos son Estados Unidos y la Unión Soviética.

—Habrá muchos cambios en este atlas. Ya no será tan rosa como ahora.

Edmund se preguntó qué pensaba realmente herr Koenig de los británicos y de su imperio. ¿Se mostraba educado al señalar su extensión y su dominio? Podía haber sido casualidad, pero el dedo de Koenig había pasado por alto el marrón de Japón e Italia, y, lo más llamativo, el azul de Alemania, que incluso con sus fronteras recortadas y establecidas según los términos de Versalles, se hallaba en el centro del escenario, un potente eje en mitad de Europa. Era sorprendente que solo unos pocos países del mundo —Tanganica, Togo, Namibia— fueran del mismo color azul.

—¿Hitler envidiaba nuestro imperio?

El efecto de esa pregunta fue instantáneo; Koenig se puso rígido, irguió la espalda y tensó ruidosamente los cartílagos del cuello mientras realizaba un cálculo relámpago.

—No me está permitido hablar de esos temas.

Edmund lo entendió a medias.

—No pasa nada. Mi madre no está.

Koenig guardó silencio con aire desgraciado.

—¿Es porque está esperando que lo declaren lavado? —le preguntó Edmund.

—Querrás decir limpio —lo corrigió Koenig—. A los alemanes no les gusta hablar de ese período.

—Pero usted era maestro. No le pasará nada, ¿verdad? ¿Le darán su certificado blanco?

—Eso espero.

—¿Tendrá un Persilschein?

—¿Conoces esa palabra?

—Me la ha enseñado mi amigo.

—¿Un amigo alemán?

Edmund asintió.

—Dice que lo único que quieren los alemanes es obtener un Persilschein.

Koenig volvió a frotarse las manos como si tratara de arrancarse algo de ellas.

—Sí, para estar como la ropa blanca. Sin manchas.

—Algunas personas los están comprando en el mercado negro. Un certificado cuesta cuatrocientos cigarrillos.

—Estás muy bien informado sobre esos asuntos, jovencito.

—¿Cree que yo podría conseguir uno para usted?

Herr Koenig levantó las manos.

Nein. Tengo que ir por los cauces… reglamentarios, como todos los demás.

Por supuesto. Koenig era maestro y los maestros tenían que cumplir las normas.

—¿Entonces volverá a ser maestro de escuela?

Por primera vez herr Koenig se puso nostálgico. Miró el atlas y la gran nación grün que había al otro lado del agua azul.

—Mi hermano me ha invitado a reunirme con él en Estados Unidos. Él emigró después de la Gran Guerra. Inventó una máquina para ordeñar vacas que era más veloz que las que había y ahora va por ahí en un Buick y vive en una casa junto a un lago en Wisconsin. Wisconsin es casi tan grande como Alemania. Me dice que en Estados Unidos todo es más grande. Las vacas. Las comidas. Los coches. Su Buick tiene un megáfono en el capó.

El propio Edmund estaba dispuesto a hacer el viaje.

—¿Entonces irá?

Herr Koenig seguía mirando el atlas. Puso un dedo en Wisconsin.

—Es demasiado tarde para mí.

—¿Por qué?

—Dentro de nada cumpliré sesenta años.

Para Edmund, todos los adultos mayores de cuarenta años pertenecían a una sola categoría indistintamente. No apreciaba la sutil diferencia entre las expectativas y las aspiraciones de un hombre de cuarenta y un años, que todavía estaba en buena forma física, y uno de cincuenta y nueve al borde del declive, los cambios en los niveles de energía y vitalidad, la aparición de achaques que limitan y determinan la vida de una persona. Si Koenig tenía la oportunidad de ir a Estados Unidos, ¿por qué era una barrera la edad?

—Pero tendrá los mismos años si se queda en Alemania.

Koenig sonrió, sin abrir la boca pero emitiendo pequeños silbidos a través de las fosas nasales.

—¿Es porque resulta demasiado caro?

—Todas estas preguntas. Son como un pequeño Fragebogen. No, mi hermano pagaría el pasaje.

—Entonces… ¿podría ir? —Edmund se emocionó indirectamente al imaginarse a su profesor rumbo a Estados Unidos, y ante la idea de participar en el lanzamiento de Koenig a través del Atlántico con destino a una nueva vida. Pero Koenig parecía haber llegado al final de una explicación segura. Cambió de postura en la silla y se irguió, reuniendo un poco más de autoridad.

—Es… complicado. —Koenig cerró el atlas, y con él la posibilidad de seguir indagando.

Edmund supo que sus preguntas tendrían que detenerse ahí. Una vez que un adulto utilizaba esa palabra, no había forma de continuar.

El reloj de mesa marcó las doce del mediodía y amortiguó la incomodidad del momento.

—Es la hora —dijo herr Koenig, aliviado—. Mañana examinaremos la población y los recursos. Así practicaremos con las cifras altas.

—Gracias, señor. Me encantaría.

Herr Koenig solía salir por la puerta lateral, pero se había amontonado la nieve delante de ella y Richard no había tenido tiempo para abrir un camino. En ausencia de los adultos, Edmund acompañó a la entrada principal a herr Koenig, quien se entretuvo un momento intentando sujetarse el sombrero a la cabeza con la bufanda con la misma meticulosidad que había mostrado al comerse el bizcocho. Una ráfaga de aire frío entró por la puerta abierta, esparciendo cristales de nieve polvo por el vestíbulo. Koenig le dijo que la cerrara inmediato para conservar el preciado calor del interior, pero un instinto lo impulsó a dejarla un poco abierta. El fuerte viento la habría cerrado de golpe detrás de Koenig, y no le parecía educado. La sostuvo entreabierta y, apoyándose en ella para contrarrestar la fuerza del viento, observó cómo se alejaba. Koenig caminaba deprisa, como un hombre que camina sobre hielo, procurando no detenerse para evitar resbalar; una mancha de un negro grisáceo cada vez más pequeña en un mundo de Persilschein blanco como la nieve.

Edmund subió corriendo las escaleras y se encaminó a la habitación de sus padres para buscar cigarrillos. Rebuscando en los bolsillos de su padre encontró su pitillera plateada. Estaba vacía —su padre aún no había trasladado a ella el suministro del cartón—, pero la atención de Edmund enseguida se desvió hacia las dos fotos que había detrás de la goma. La primera era de su madre sentada en un banco en Pembrokeshire, donde Michael y él habían intentado contener el mar mediante una presa de arena; la segunda, escondida detrás de ella, era una manoseada toma de Michael en el jardín de Amersham. Para él fue un sobresalto ver a su hermano muerto tan vivo, con su jersey trenzado de críquet y una divertida sonrisa burlona, como si compartiera una broma con el artífice de la foto, que debía de ser su madre. Edmund tuvo una vívida visión de lo que siguió: su madre secándose las mejillas con un pañuelo en el salón, su padre demasiado preocupado por todos los demás para prestar atención a sus propias emociones y regresando enseguida al frente, y él tratando de impedir que las lágrimas que le habían anegado los ojos le cayeran por las mejillas porque no quería que sus primos las vieran. Edmund sintió de nuevo como si se llenara un vacío dentro de él, como si le sacaran agua del estómago, se la subieran por el pecho hasta la nariz y de ahí la empujaran a los ojos. Pero no por Michael sino por sí mismo. En la pitillera de su padre no había ninguna foto de él. ¿Por qué? Quizá llevaba una en la cartera. Tal vez no necesitaba una foto de él porque estaba vivo. ¿O tenía que morir de forma dramática para que figurara su foto en esa galería íntima? Edmund se imaginó a sí mismo muriendo en una combinación de maneras heroicas y hermosas —en un incendio, en una guerra, en una tormenta de nieve— mientras su madre aporreaba las notas entrecortadas de El rey de los elfos en segundo plano; a continuación su padre revolvía en una caja de zapatos hasta dar con una foto del pobre Edmund para recordarlo y la cortaba para que encajara en el interior de la pitillera de plata.

Edmund la cerró y la guardó de nuevo en el bolsillo de la chaqueta, inhalando el olor a carne y moho de su padre. Quería a su padre de un modo simple; también quería a su madre, pero sus sentimientos por ella eran un laberinto comparado con el sendero recto hacia el afecto que sentía por su padre. Era de algún modo más fácil querer a alguien que se hallaba ausente.

La pitillera se deslizó con todo su peso en el bolsillo forrado, de un modo tan perfecto, que repitió varias veces la acción. Luego reanudó la búsqueda de tabaco y revolvió en el neceser de su padre. Olía a jabón de brea y a eucalipto. Dentro había un peine de carey, una manopla húmeda y la condecoración de la Orden al Mérito Militar. Edmund cogió la cruz esmaltada en blanco y ribeteada de oro, y la examinó. ¿Qué hacía ahí dentro? Era un sacrilegio guardar una condecoración así en un lugar tan poco distinguido. Debería estar en una caja forrada de terciopelo o, mejor aún, prendida permanentemente en el abrigo de su padre, como hacían los soldados rusos incluso cuando iban a combatir. En el dorso estaba inscrita la fecha en que la recibió —mayo de 1945—, y había un grumo de jabón incrustado en la cinta roja y azul. Edmund lo arrancó y se llevó la medalla al pecho. Estaba a punto de distinguirse a sí mismo por su acción heroica cuando llegó un grito penetrante del piso de abajo y corrió a esconderse.

La señora Burnham se movía por la casa como un viento cálido y arremolinador, causando ondas y torbellinos en el ambiente y cambiando la temperatura. Rachael la seguía, lamentando haber dejado suelta una fuerza tan poderosa y rezando para que herr Lubert no hubiera vuelto a casa temprano.

—Empezaremos aquí —comenzó diciendo la señora Burnham, requisando la casa para sus propias fantasías—. Nos sacudiremos la nieve y entraremos en calor junto al fuego mientras tomamos un ponche o unos pink gins. Los Thompson llegarán tarde. Su impuntualidad es congénita; es típico de la clase alta. Te sugiero que los convoques antes a ellos. Charlaremos de esto y aquello. Por supuesto, todos harán ruiditos educados sobre la casa mientras intentan ocultar con desesperación su envidia. Luego pasaremos todos juntos al… —lo dijo instintivamente, sabiendo adónde ir a continuación, y cruzó las puertas dobles—. ¡Santo cielo! ¡Hay toda una sala de billar! Y fíjate en esos cuadros. Imagino que no son tuyos. ¿Qué demonios es esto? —Miró el lienzo como si estuviera a punto de morderla—. Arte contemporáneo. Yo no entiendo de eso, pero Keith tiene buen ojo. Bueno, sigamos. Pasaremos… por aquí —cruzó las puertas del comedor, que ya estaban abiertas— y entraremos en el… Ah, esto ya es otra cosa. Aunque creo que he dejado la lista de invitados a medio confeccionar. En esta mesa caben por lo menos… ¿dieciséis comensales? Tal vez podrías decírselo también al mariscal del aire y a su mujer. Les va el lujo. Bien, a continuación se servirá la cena. ¿Cinco platos? Nada de sauerkraut, por favor. Sabe a pobreza y a taberna. Entonces todos nos embarcaremos en la inevitable discusión sobre la situación en nuestro país. Uno mencionará a los rusos. Bla, bla, bla. Otro mencionará la escasez de combustible. Bla, bla, bla. A la hora del postre, que traeré yo, todos empezaremos ya a acusar el efecto de la ginebra o lo que estemos bebiendo. Keith estará un poco colorado. Se pondrá a discutir con alguien y será el momento en que los hombres… ¡No! Quizá podríamos trastocar la costumbre y dejar que ellos se queden aquí mientras nosotras nos retiramos a… —Empujó la puerta arqueada y entró en la habitación más encantadora de la casa, tanto que no encontró palabras para elogiarla—. Hummm. Sí, servirá. Un piano. Excelente. Todos estaremos lo bastante borrachos para cantar algo de Gilbert y Sullivan, y dejaremos que Diana gorjee un poco y haremos como que tiene una voz prodigiosa. Me figuro que cantas, ¿verdad? Y tocas. Estupendo. Luego podríamos jugar a las adivinanzas. —Se detuvo para mirar por la ventana hacia la verja de entrada—. ¿Esa es la hija?

Frieda avanzaba con resolución por el camino. Sobre la nieve y con el pelo trenzado, parecía una niña sacada de un cuento de los hermanos Grimm, vulnerable a la bruja y al lobo.

—Hoy llega pronto.

—Tendría que hacerse algo con esas trenzas. Deberías mandarla a Renate.

Mientras Rachael observaba a Frieda sintió una punzada de remordimientos por no haberse dado cuenta antes. Se prometió ofrecerle una sesión de peluquería la próxima vez que la viera.

La señora Burnham entrecerró los ojos como si hiciera una última fotografía y luego se volvió hacia la habitación para dar por concluida la visita.

—En fin, supongo que podríamos tomar aquí la última antes de retirarnos… No, no… Ya lo tengo. Regresamos por aquí y… —Cruzó la segunda puerta que se abría a la chimenea del vestíbulo y con un ademán florido finalizó allí el recorrido—: ¡Tachán! Volvemos a estar en el punto de partida. Este sí es el lugar idóneo para la última copa. Contemplaremos cómo se consumen las últimas brasas y… a las tres pasarán a recogernos los coches. ¿Me he saltado algo?

—Has puesto el listón muy alto, Susan.

—Esto solo ha sido el ensayo general. La auténtica función será mucho mejor.

—No estoy segura de que sepa organizar algo con tanta… eficiencia.

—Tonterías. Eres una chica lista. Además, tienes servicio.

Rachael asintió, agradeciendo que no estuviera presente ningún empleado durante esa visita relámpago.

—Aunque antes has dicho que tenías problemas con él.

—Me cuesta delegar.

—Tienes que mostrarte firme. Demuéstrales que estás acostumbrada a tener criados. Si se dan cuenta de que no lo estás, se ofenderán.

—Creo que ya lo han hecho.

La puerta que daba a las cocinas estaba abierta y alcanzaron a oír ruido de pasos más abajo. Rachael la cerró.

—Sobre todo la cocinera —añadió.

—Es mejor dejarles claro desde el principio quién manda. Mejor para todos. —Susan Burnham continuó devorando la habitación con la mirada al tiempo que la catalogaba—. ¿Y la familia? ¿Cómo funciona el asunto? ¿Dónde demonios comen ellos?

—En el piso superior hay una cocina. Y tenemos un montaplatos.

—¿Tenéis trato con ellos?

—En realidad no. Aunque Ed ha tirado abajo algunas barreras.

—Yo que tú las mantendría a toda costa.

Rachael ya había decidido no mencionar el incidente con Cuthbert; Susan Burnham lo exageraría hasta convertirlo en un auténtico asesinato y en menos de una semana todo el barrio lo sabría.

—Ah, mira. —La señora Burnham se vio atraída hacia la pared que había sobre la chimenea—. Veo que lo han quitado.

Rachael siguió su mirada: un rectángulo de papel pintado descolorido, la huella de un cuadro ausente.

—¿A quién?

—Al Führer. Ahí es donde debieron de colgarlo. Las casas alemanas están llenas de esos rectángulos oscuros en las paredes. Solo que la mayoría de ellos son lo bastante listos para taparlos. No pongas esa cara. Todos los tenían. Keith lo llama «la mancha indeleble».

Rachael miró la mancha y se imaginó el retrato a la perfección. ¿Cómo no se había fijado antes?

—Creo que hasta Keith dejaría pasar una tonalidad de gris con tal de vivir en un lugar como este.

—No creo que herr Lubert tuviera ningún contacto con el Partido Nazi. Por lo que sé.

—Bueno, claro. Eso es lo que dicen todos. —Miró la casa y alargó las manos para concluir su alegato.

—¿Crees que todo eso se consigue sin hacer concesiones? Una familia alemana rica y poderosa como la suya forzosamente tuvo algo que ver con el régimen.

A Rachael le dio la impresión de que esos juicios no provenían de la señora Burnham. Debía de haber tocado el tema con su marido.

—Estoy segura de que permaneció al margen.

—Vamos, Rachael. Puede que sea muy cristiano pensar bien de la gente, pero no debemos ser ingenuos en estas cuestiones.

Rachael no había sospechado de herr Lubert en ese sentido. De cualquier modo, si hubiera dado la razón a la señora Burnham, ella habría quedado como una estúpida, Lewis como un necio imprudente y su situación en la villa se habría vuelto insostenible.

—Puede que no todos sean culpables, Susan —dijo, citando esta vez a su marido—. Creo sinceramente que él no estuvo involucrado.

—Lo estuvieron todos, querida. La cuestión es cuánto.