5

A medida que el otoño daba paso al invierno, a Rachael le pareció que los días se acortaban de un modo interminable. Con Lewis el día entero concentrado en su trabajo y un servicio doméstico a cargo de todos los quehaceres que ella realizaba normalmente, tenía pocas ocupaciones y mucho tiempo para atenderlas. Como si hubiera contado con ello, Lewis la había animado a volver a tocar el piano. «Echo de menos oírte», le dijo, y añadió que «le sentaría bien». Él siempre había mostrado un sincero entusiasmo por su forma de interpretar y, con una lealtad ciega, la consideraba mejor de lo que era; pero Rachael sabía que lo que en realidad quería él era distraerla de «preocupaciones inútiles». De modo que todas las mañanas, mientras Edmund tomaba clases particulares con herr Koenig, el profesor que Lewis había encontrado en uno de los campos de refugiados, ella iba al salón y tocaba el Bösendorfer.

Tener a su disposición un instrumento tan maravilloso debería haber sido una gran ayuda, aunque no era tan sencillo. Rachael no tocaba el piano desde la muerte de Michael. Su hijo mayor había sido un alumno muy aventajado y ella asociaba el piano sobre todo con él. Michael siempre revoloteaba alrededor del viejo Norbeck vertical (comprado con gran esfuerzo por Lewis con su mísero sueldo de subalterno), pidiéndole una y otra vez que tocara y cantara la escalofriante composición del El rey de los elfos de Schubert, con su nota imperiosa, amenazadora, y su trágico arco dramático, la historia del niño enfermo que le pide a su padre que cabalgue más deprisa porque está convencido de que viene el rey de los elfos para reclamar su vida.

Rachael había empezado con algo ligero que se sabía de memoria, La muchacha de los cabellos de lino, de Debussy. Pero al llegar a la mitad de la pieza se detuvo. Los armónicos eran excesivos. Apoyó la frente en el borde de la tapa e intentó serenarse. Necesitaba música nueva. ¿Cómo lo había expresado Lewis ese primer día en el hotel Atlantic? «Este país necesita una nueva canción». Introdujo la mano dentro del taburete del piano en busca de melodías que no pudieran asociarse con nada. Estaba lleno de hojas de partituras sueltas: un preludio de Bach (demasiado conocido), un nocturno engañosamente peliagudo de Chopin (demasiado melancólico) e incluso su sonata favorita de Beethoven, la última (demasiado difícil). En la parte superior de cada partitura se veía una firma en tinta: «C. Lubert». Si la anterior señora de la casa había tocado todas las partituras que llevaban su nombre, debía de haber sido más que una intérprete de salón, porque solo alguien con una técnica formidable abordaría esas piezas como un pasatiempo. La idea despertó la curiosidad de Rachael, así como una respuesta competitiva; enseguida se imaginó a Claudia Lubert sentada frente al piano, tocando (cómo no) la compleja y etérea Sonata n.º 32 de Beethoven ante una sala llena de lo que suponía que constituía la alta sociedad alemana: bohemios, artistas, poetas y arquitectos, junto con militares de botas altas. Por supuesto, en esa imagen idealizada, la rival fantasma era perfecta: Claudia Lubert era una brillante y refinada intérprete, todo equilibrio, pasión y dominio de sí misma. Y la humildad personificada al recibir los extasiados aplausos. Todos los detalles de la escena estaban allí, menos el rostro de la heroína.

Rachael se decidió por una composición corta de Schumann titulada Warum? No la conocía, pero tenía una gran facilidad para improvisar y aprendía rápido. El desvencijado piano vertical de sus padres había sido para ella un medio de transporte veloz y gratuito para alejarse de los mundos provincianos. Podría haber hecho del piano su vocación, pero el matrimonio, los hijos y la guerra habían limitado sus progresos y, aparte de acompañar las canciones de cumpleaños y los villancicos, solo daba algún que otro concierto en las fiestas. Esa pieza parecía interesante. Era lo bastante lenta y liviana para encontrar una forma fácil de entrar en ella, y una vez fue más allá de simplemente entenderla descubrió una composición con océanos de profundidad en sus pausas y una atracción anhelante en su melodía. Era como cruzar un lago pequeño aunque muy profundo, y ella se sumergió en la pieza, tocándola una y otra vez, como una colegiala aplicada preparándose con prisa para un examen, resuelta a aprobarlo, y perdiéndose al final en ella. Por primera vez en meses sintió el significado de las cosas corriendo por sus venas. Había descubierto una medicina inesperada; tocar no solo la distraía de preocupaciones inútiles sino que lograba olvidarse de sí misma.

Una tarde de la primera semana de noviembre Rachael se disponía a practicar su hora diaria al piano antes de que Lewis volviera a casa. Al acercarse al salón oyó a alguien tocar muy mal su «nueva melodía». Cuando entró encontró a herr Lubert, con su mono azul, encorvado sobre las teclas, tocando la pieza de Schubert con la intensa concentración de quien pretende compensar su falta de talento con determinación. Tocaba lenta y pesadamente, excediéndose en el uso del ruidoso pedal. Y su rostro por lo general atractivo parecía embobado a causa del esfuerzo.

—¿Herr Lubert?

Se estaba esforzando tanto para no equivocarse que al principio no la oyó.

Rachael se acercó a la tapa levantada, donde no pudiera no verla, y repitió su nombre, esta vez más fuerte.

—¡Herr Lubert!

Lubert dio un respingo y levantó sus manos culpables a modo de disculpa. Arrastró el taburete por el suelo de roble mientras se levantaba con brusquedad y cerró la tapa sobre el teclado.

Bitte verzeihen, Sie mir, frau Morgan. —Era la primera vez que ella lo oía hablar alemán—. Debería haber pedido permiso. Le pido disculpas, frau Morgan.

Rachael no sabía muy bien qué decir, y en los segundos de silencio que siguieron se arregló el pelo con timidez.

—Siempre practicaba media hora —continuó él—. Es un viejo hábito…, muere tarde.

Ella pensó en corregirlo, pero no quería darle alas. Sin embargo, Lubert añadió con tono de confianza.

—Toco muy mal. Por más que practico lo hago fatal, lo sé. Pero me ayuda… No toco para mejorar. Solo para… recordar y olvidar. He oído decir que usted toca muy bien. Su hijo dice que es una excelente intérprete.

Incluso en sus escasos y tensos intercambios verbales, ella había advertido cómo herr Lubert le echaba anzuelos con preguntas e intentaba que ella los mordiera, y, aunque Rachael quería responderle, se retiró a su posición inicial, detrás de las líneas de su tratado original.

—Creía que habíamos acordado ciertos límites, herr Lubert.

—Sí. Lo siento. Me proponía preguntárselo. Pero hoy he vuelto temprano de la fábrica. Ha habido una manifestación. Necesitaba olvidar los incidentes del día si bien he terminado olvidándome de mí mismo. Lo siento, frau Morgan. —Y la miró con una frente arrugada que ella no supo decir si era impertinente o inquisitiva.

Él volvió a llenar su silencio indeciso.

—«Morgan». Me preguntaba si es un apellido común en Inglaterra.

—Es galés —respondió ella, mordiendo el anzuelo.

—Gales —reflexionó él—. He oído decir que es un país pequeño pero muy bonito.

—Era lo bastante grande para que lo bombardearan.

Qué molesto era verse atrapada en ese papel, uno de tantos papeles que se encontraba a sí misma desempeñando a regañadientes ante la gente: la Madre Afligida, la Esposa Distante y ahora la Inquilina Seca. Ese último era el que más le costaba, y Lubert no parecía creérselo ni advertirlo siquiera, pues pasó por alto la observación con un gesto afirmativo de la cabeza, dejando que ella se ruborizara de su propia frase despectiva y de la elegancia con que él la había encajado.

—Hablaré con el coronel Morgan para que le deje utilizar el piano —dijo ella con el tono más conciliador que fue capaz de adoptar.

—Gracias, frau Morgan… Se lo agradecería mucho. —Y sonrió con lo que parecía ser sincero agradecimiento.

—Veo que su mujer tocaba —dijo Rachael, señalando las firmas en las partituras.

—Claudia tenía muchas cualidades. Ella… —Lubert se interrumpió. Al mencionar a su mujer se le trababa la lengua. Bajó la guardia y su insolente arrogancia se desvaneció—. No tenía oído musical. La pianista era su madre.

Rachael recibió la noticia con alivio, pero al desbaratar la ilusión de la brillante esposa de Lubert, su curiosidad no hizo sino aumentar. El modo en que él hablaba de ella, la expresión de sus ojos, el titubeo entre las palabras…

—Me preguntaba qué quiere decir el título de esta pieza… Var-um? ¿Significa «¿Por qué?»? —La pronunciación, al igual que la pregunta, era una concesión. Hasta entonces Rachael se había negado con obstinación a convertir la «w» de los nativos en una «v».

—No hay una traducción exacta. Significa «¿Por qué?», pero creo que es más bien: «¿Por qué ha pasado esto?». «¿Cuál es el motivo?»

—Es… preciosa.

—Es… sublime.

Rachael asintió. Era divina. De algún modo, «lo sumo». Pero como un viajero que de pronto se da cuenta de que se ha adentrado demasiado en un territorio desconocido por una carretera que no aparece en el mapa, consultó su brújula interna y se detuvo.

—Hablaré con el coronel Morgan. —Y con esas palabras hizo una pequeña inclinación y salió de la habitación.

Edmund deslizó una mano por el lomo de los libros de la biblioteca, mundos enteros en la punta de sus dedos. No buscaba un libro para leer —por el momento le bastaba con tocarlos—; solo estaba haciéndose una idea de la magnitud de su nuevo patio de recreo. Con sus espaciosas y arcanas habitaciones, el mobiliario de ciencia ficción y los encuentros impredecibles, la casa le proporcionaba todas las historias y aventuras que necesitaba. En realidad más que un hogar era un decorado orgánico y viviente para un drama en el que él interpretaba el papel principal; mientras su madre se movía como un suplente nervioso, Edmund, con su secuaz Cuthbert, iba de una habitación a otra como el protagonista de un misterio que estaba destinado a resolver.

Frieda era la evidente antagonista en ese escenario, y sus actos, lejos de repelerlo, solo aumentaban su atracción. La imagen de ese encuentro inicial en las escaleras —el destello de algo que no entendió pero que quería ver mejor— lo condujo al pie de la escalera de los Lubert con la esperanza de conseguirlo. El regalo de su orinal lleno parecía una advertencia y al mismo tiempo una invitación. Debería haberlo horrorizado y prevenido de un peligro (se preguntaba si debía informar a sus padres de la conducta de la niña), pero sabía que lo estaba llevando a un lugar interesante, como un puente desvencijado que se extiende sobre un precipicio y comunica con una selva densa y exótica llena de olores y sonidos secretos. Incluso la orina que llenaba el recipiente de Delft había despedido un olor misterioso, y había producido un intrigante ruido al arrojarla al retrete.

—¿Estás buscando algún libro en particular? —Herr Lubert entró en la habitación, todavía con el mono azul, para dirigirse al salón.

Si Frieda era el adversario de Edmund, el risueño herr Lubert era sorprendentemente su aliado. No parecía poseer ninguna de las cualidades alemanas descritas con tanta autoridad en la guía. Él no era altivo ni orgulloso, sino afable y seguro de sí mismo; lejos de ser serio o taciturno, traslucía cierta ligereza de espíritu; y su expresión —ojos centelleantes, fosas de la nariz ensanchadas y boca curvada hacia arriba— siempre estaba al borde de la risa. De hecho, en las pasadas semanas Edmund había descubierto que ese alemán le caía bien; su interés parecía sincero cuando quería saberlo todo sobre Gales («¿Cómo es ese país?»), la vida durante la guerra («¿Estuvo mucho tiempo fuera su padre?») o incluso si su madre se estaba adaptando («Espero que aquí se sienta como en casa»). Y sabía cosas. La última vez que se lo había encontrado en el pasillo, herr Lubert le había comentado que los soldaditos de plomo con guerrera roja con los que estaba jugando habían tomado como modelo a las tropas enviadas por el rey anglo-alemán Jorge III para luchar contra los estadounidenses rebeldes.

—Solo miraba —dijo Edmund—. ¿Están escritos todos en alemán?

—La mayoría. Pero hay alguno en inglés, sobre todo los libros infantiles. Puedes leer cualquiera de ellos. Y si buscas bien encontrarás una habitación secreta.

Herr Lubert adoptó un aire conspirativo y, mirando por encima del hombro por si veía aparecer a una criada o a la madre, deslizó un dedo por el segundo estante y lo detuvo en un libro del centro. Lo sacó y le enseñó la cubierta a Edmund. Era un dibujo a carboncillo de cuatro figuras sentadas en un carro desvencijado escapando de algún problema invisible y se titulaba Vom Winde verweht.

Lo que el viento se llevó. Era el libro favorito de mi mujer. —Guardó silencio, y por un instante se puso triste y reflexivo. A Edmund le recordó a su madre cuando se ensimismaba, si bien herr Lubert enseguida se recobró y continuó—: Vimos la película al comienzo de la guerra. A ella no le gustó tanto como el libro. Discutimos sobre ello. Pero a mí me encantó. Clark Gable diciendo «Me importa un bledo».

Edmund no conocía la frase, aunque le gustó que Lubert pudiera imitar el acento estadounidense y decir «bledo» con tanto placer y estilo.

—¿Has visto esa película?

—Mi madre sí —respondió Edmund—. La vio con mi tía.

—Es muy emocionante. Tu madre me recuerda un poco a la actriz, Vivien Leigh. En fin, mira este hueco. —Señaló el espacio vacío que había dejado en el estante, introdujo una mano en él y sacó una caja de colores llena de puros cubanos. Luego la devolvió a su sitio y volvió a colocar el libro—. No se lo digas a nadie. Ni siquiera mi mujer lo conocía. Los hombres necesitamos tener nuestros secretos.

Más tarde Edmund ayudó a su madre a examinar la vajilla que por fin había llegado, con un mes de retraso, y a colocarla sobre la mesa del comedor, como una maqueta de una ciudad futurista. Había terminado de contar los platos verde salvia —había doce—, en un alemán seguro y correcto, lo que impresionó y desconcertó a su madre. Ella iba por la mitad de la cubertería, aliviada por que hubiera llegado y no tener que utilizar la que herr Lubert le había ofrecido mientras tanto, aunque había que reconocer que era de plata de ley.

—Mamá, ¿cómo es Vivien Leigh?

—¿Vivien Leigh?

—¿Es guapa?

—¿Por qué lo preguntas?

—Porque herr Lubert dijo que te parecías a ella.

Edmund lo dijo con la esperanza de ablandar la actitud de su madre hacia el antiguo señor de la casa, pero solo consiguió que ella se ruborizara y le picaran los ojos. Quizá Vivian Leigh era fea.

—¿Cuándo, o mejor dicho, por qué has estado hablando con herr Lubert?

—Solo estuvo… enseñándome cosas.

—¿Qué cosas?

—Hummm…, unos juegos y libros.

—No debes hablar con él, Edmund. Solo crearás dificultades si te tomas demasiadas confianzas.

—Pero parece muy agradable… Él…

—Que alguien parezca agradable no significa que lo sea —replicó Rachael—. Debes tener cuidado y no hablar demasiado con él ni con su hija. Solo alimentarás el resentimiento.

Edmund asintió. No tenía ninguna intención de mencionar sus parlamentos viscerales con Frieda. Si a su madre le inquietaba la afabilidad de herr Lubert, las bromas de su hija enseñándole la ropa interior y ofreciéndole el orinal lleno sin duda le provocarían un infarto.

—¿Puedo salir al jardín a jugar?

—Está bien, pero no vayas muy lejos. Y ponte el jersey. Fuera hace frío.

Al salir Edmund chocó con Heike, que había procurado ir de un piso a otro con pasos de fantasma para no llamar la atención.

Guten Morgen, kleine Mädchen —dijo él mientras ella pasaba por su lado con prisas, probando una combinación de palabras recién aprendidas. Le gustaban esas palabras alemanas; eran honestas, precisas y, si se ensartaban unas con otras, tenían una musicalidad percutiva.

Heike hizo una reverencia antes de continuar subiendo las escaleras, como si algo la divirtiera.

Edmund entró en la galería acristalada y salió por las puertas acristaladas. Cruzó corriendo el césped hacia los exuberantes rododendros de hoja perenne que constituían el límite natural de la finca. La planta medía casi el triple que él y era lo bastante grande para que en su interior existiera todo un mundo, una maraña de pasadizos que se entrecruzaban unos con otros. Las flores tardías habían dejado atrás la lozanía y se aproximaban a su muerte anual, pero todavía eran lo bastante vistosas para evocar una selva creíble y Edmund se adentró en la maleza como un Pizarro o un Cortés, apartando las ramas con un sable imaginario, ensimismado en su fantasía, hasta que llegó a una valla de tela metálica, el límite artificial de la propiedad.

Ante él se extendía un prado accidentado con el río a un lado, que le recordó tanto su aislamiento como la proximidad de las brutales consecuencias de la guerra. El campo estaba cubierto de rastrojos intercalados con tramos de tierra desnuda. Al fondo había varios establos y gallineros que habían sido convertidos en barracas. Junto a ellas alcanzó a ver unas figuras; parecían niños apiñados alrededor de una pequeña fogata. Y en mitad del prado se veía un burro escuálido e inmóvil con la tripa hinchada.

Edmund saltó la valla y cruzó el campo para examinar más de cerca el animal, que permaneció totalmente quieto, sin alterarse y con la cola flácida. Tenía el cuello lleno de llagas y apenas podía sostener la cabeza; se le marcaban tanto los huesos que parecía que iban a atravesarle la gastada piel. «Pobre burro», pensó, lloroso ante el lamentable estado y la expresión de impotencia de la criatura. Luego se sorprendió de sus lágrimas. No había derramado ninguna ni siquiera por su hermano, y allí estaba llorando por la más insignificante de las bestias, y para colmo alemana, aunque no estaba seguro de que los animales tuvieran nacionalidad. Se llevó una mano al bolsillo y sacó un terrón de azúcar que había robado de la cocina mientras Greta estaba en el piso de arriba. Lo sostuvo debajo de la boca del burro, pero ni siquiera el azúcar lo hizo reaccionar.

—Mein Mittagessen!

Edmund se volvió hacia el sonido y se enfrentó con el furioso espectro de un chico con un gorro de cosaco ruso y un batín que se acercaba y le hablaba en alemán con voz ronca y áspera. Otros niños lo seguían unos metros atrás.

Finger weg! —le gritó el chico.

El tono era agresivo, pero Edmund no se sintió amenazado; había algo cómico y afectado en su actitud, como si hiciera un poco de teatro delante de su grupo.

Das ist mein Mittagessen! —repitió el chico, y Edmund apartó la mano de debajo de la boca del burro.

Los otros niños se acercaron y se detuvieron al lado del cabecilla del gorro disparatado que daba vueltas alrededor de Edmund, olfateando el aire. Los niños iban vestidos con una serie de prendas que parecían sacadas del camerino de una compañía de teatro de variedades. Edmund tuvo la impresión de que llamaba la atención con su ropa corriente —mocasines marrones, calcetines de lana hasta la rodilla, pantalones grises cortos, camisa y jersey de cuello en pico—, y el grupo empezó a dar vueltas alrededor de él tocándolo. Uno de ellos, un niño con un chaleco salvavidas hinchado, incluso se agachó para tocar las brillantes punteras de su calzado, luego le hincó el dedo en las costillas, como la avanzadilla de una civilización antigua enviada para establecer contacto con una criatura del futuro y determinar si es de carne y hueso.

Englisch? —preguntó el cabecilla.

—Sí —respondió Edmund, y todos se detuvieron al oír el sonido de su respuesta monosilábica.

—¡Sí! —repitió el cabecilla del gorro disparatado, tratando de imitar la nítida pronunciación de Edmund.

—¡Sí! —repitieron los niños salvajes.

—¡Puta madre, capitán! —exclamó de pronto el chico.

Edmund se quedó atónito al oírlo utilizar con tanto desparpajo palabras que sabía que estaban prohibidas. Le entraron ganas de reír pero se contuvo.

—Maldita sea hijo de puta gilipollas. —El chico continuó lanzando improperios como si fueran granadas. Luego señaló a Edmund para que contestara o le corrigiera incluso la pronunciación—. Ahora tú, tommy… Di: «Maldita sea». Tú.

—Maldita sea —dijo Edmund, disfrutando mientras lo decía y con la reacción que suscitaba.

Del grupo se elevó un coro de «maldita sea», seguido de un concentrado intento por parte del cabecilla de pronunciarlo con exactitud.

—¡Maldita… sea! Maldita sea. ¡Más «maldita sea», bitte!

—Maldita sea —repitió Edmund—. ¡Maldita sea y… joder y… mierda y cabrón!

—¡Joder und mierda! ¡Joder und mierda! ¡Und cabrón!

Edmund asintió, aprobando la pronunciación. El intercambio cultural parecía ir sobre ruedas y todos se relajaron. El cabecilla sonreía de placer, pero el niño del chaleco salvavidas quería algo más que soltar palabrotas y siguió rodeando a Edmund, acariciando su jersey de lana Shetland con una sonrisa codiciosa y murmurando palabras que este no podía oír.

—¡Didi! —le gritó el Salvavidas. Y lo señaló e hizo un gesto para que retrocediera—. Lass ihn in Ruhe!

Pero Salvavidas no lo oyó o no podía parar, porque empezó a tirar del jersey de Edmund, y aunque este trató de soltarse y apartarlo, el chico continuó agarrándolo con su escuálida y desesperada mano, deformando el jersey. No muy seguro de qué hacer, Edmund sujetó al chico por los hombros y la parte posterior del chaleco salvavidas, y lo levantó del suelo con una facilidad que lo sorprendió e inspiró a la vez. Durante unos segundos lo sostuvo en el aire, dándole vueltas, antes de dejarlo caer y apartarlo en un solo movimiento. En cuanto Salvavidas aterrizó en el suelo, se precipitó de nuevo hacia Edmund con un pequeño gorgojeo y, curvando los dedos en forma de garras, empezó a arañarle la cara con sus uñas sucias y cuarteadas. Los otros niños formaron un anfiteatro alrededor de ellos y los animaban, aclamaban y hasta gruñían. Salvavidas agarró a Edmund por el cuello y trató de sujetarle la cabeza con el brazo, aunque no tenía fuerza, solo una energía nerviosa que enseguida se disipó, y Edmund no tardó en colocarse encima de él e inmovilizarlo contra el suelo, apretándole el pecho con la rodilla. Salvavidas se retorció y escurrió mientras escupía, pero no logró alcanzar a Edmund. Alrededor de ellos las burlas aumentaron convirtiéndose en un frenesí de gritos: «Bring ihn um». Y Edmund se dio cuenta de que esos tres niños no animaban a uno de los suyos sino a él, exigiéndole con sus vítores y sus gestos de apuñalar que acabara con él. Salvavidas dejó de forcejear. Agotado o resignado, se quedó allí tendido, preparado para aceptar lo que Edmund quisiera hacer con él. «Bring ihn um», gritaban los niños, y Edmund supo lo que esas palabras significaban sin necesidad de que se las tradujeran. El cabecilla dio un paso hacia delante y le ofreció un palo para que impartiera con él el golpe final. Edmund lo cogió por cortesía pero no tenía intención de utilizarlo. Se limitó a levantar la rodilla del niño asustado y retroceder mientras él se escabullía a cuatro patas en medio de las burlas de sus supuestos amigos.

El cabecilla miró a Edmund con divertida admiración mientras se sacudía el polvo de los pantalones.

—Tommy bueno —dijo—. Tommy jodidamente bueno. Ich heisse Ozi.

Edmund le tendió una mano.

—Edmund.

Ozi se quedó mirando la mano pero no la estrechó; se limitó a escudriñarlo y luego entabló conversación con alguien más.

—Mutti. Er ist in Ordnung. Er ist ein guter Tommy. Er wird mir helfen.

Ladeó la cabeza como si esperara respuesta, una especie de sanción de un espíritu guía, y cuando pareció que la había recibido, asintió. Se volvió hacia Edmund.

—Tommy bueno, consigue pitillos. —Y, dando caladas a un cigarrillo imaginario, se señaló el pecho—. Pitillos —repitió, y se frotó el estómago señalando los establos donde ardía la hoguera y pululaban más figuras—. Tú traes. Das ist mein Haus. —Luego, mirando hacia el límite de setos de la Villa Lubert, le preguntó—: Ist das dein Haus?

Edmund, que no tenía idioma para explicar las complejidades de su condición de propietario, asintió y respondió en su idioma inventado.

Das ist mi casa.

Lewis solo escuchaba a medias cuando Rachael sacó el tema de Lubert durante la cena.

—¿Crees que deberíamos dejar que practique? No estoy segura. Me preocupa que eso complique la situación.

—¿Por qué iba a complicarla? —le preguntó él.

—No lo sé. Podría dar un mensaje equivocado. No quiero ser mezquina, pero si permitimos algo así acabaremos permitiéndolo todo. Tal vez sea más prudente que no salgamos de nuestras respectivas habitaciones. Cada cosa en su sitio. No lo sé.

«No lo sé» era el sufijo y el prefijo de cualquier pensamiento de Rachael. Esa indecisión se había convertido en algo característico en ella. Sin embargo, Lewis no ayudaba. ¿La escuchaba siquiera? Veía que estaba preocupado. Preocupado por los ocupados. Su mente se dividía en dos zonas, y la más amplia y mucho más interesante era la zona de trabajo, con sus subdivisiones necesitadas. Lewis estaba bien siempre y cuando en la otra zona —la doméstica, habitada por ella, Edmund, los Lubert y el servicio— ella se ocupara de todo con la mínima colaboración de él. Ella debería preguntarle qué tal le había ido el día, sabía que era más importante que ese dilema; pero en ese momento quería que él participara en su terreno, por pequeño que fuera.

—¿Y bien?

—Tú verás, cariño. Yo no creo que haya ningún peligro en ello.

Rachael lo miró. ¿Se mostraba simplemente como el hombre acomodaticio de siempre? Al darse cuenta de que le daba largas, ella insistió:

—¿Cuándo crees que sería un buen momento? ¿Por las mañanas, antes de ir a trabajar? ¿O por las tardes? Por las noches quizá no es apropiado.

Lewis dejó el cuchillo y el tenedor para darle a entender que estaba reflexionando.

—Deja que toque media hora cuando a ti te vaya bien.

Rachael sabía lo que él estaba haciendo. Jugaba un partido de tenis con un contrincante que necesitaba entrenar y no sufrir una derrota. Él podría haberle devuelto la pelota con malos modos, pero quería que ella siguiera jugando, de modo que se la tiraba bien, devolviéndole limpiamente el saque en la parte adecuada de la cancha, dejándole espacio para contestar. Era la forma que él tenía de no jugar.

Rachael se preguntó por qué era tan difícil. Había dejado a Lubert con la impresión de que ella no tenía inconveniente en que tocara el piano. No lo tenía, ¿no? Y sabía perfectamente que a Lewis no le importaría. Podría haberle dado permiso allí mismo, junto al piano, sin consultárselo siquiera a su marido; ¿por qué darle tantas vueltas? ¿Por qué esperaba que él le resolviera sus conflictos triviales sobre pianos y plantas cuando estaba ocupándose de gente que necesitaba comida y ropa? Ella sabía que no era razonable, pero no podía evitarlo.

—Muy bien. Le comunicaré a herr Lubert que puede tocar… por las tardes. A las cuatro. Durante media hora. Una hora. —El solo hecho de decirlo fue como un gigantesco logro.

—Bien —repuso Lewis con cierto alivio—. Entonces ya está solucionado.

Siguieron comiendo los tres en silencio durante un rato. Lewis acabó primero y, dejando el cuchillo y el tenedor como las agujas del reloj en la posición de las seis, se limpió la boca con una servilleta de tela de damasco.

—Me alegra ver que has estado imprimiendo tu personalidad en esta casa —comentó, dando unas palmaditas a los brazos de su silla—. Estas sillas son mejores que las de cuero. —Hizo crujir el mimbre en señal de apreciación.

En realidad ella apenas había cambiado nada, pero no replicó.

—¿Qué tal te va con el servicio? —continuó él, de un modo conciliador demasiado obvio.

—Siguen mirándome como si no entendieran una palabra de lo que digo.

—¿Por qué no tomas clase tú también con el profesor de Ed y aprendes algunas nociones?

—Creo que me entienden perfectamente. Solo que prefieren no hacerlo. A veces tengo la sensación de que todos se ríen de mí.

Lewis no hizo comentario alguno. Se volvió hacia Edmund, que empujaba los guisantes por el plato.

—¿Y qué tal te va a ti con herr Koenig? Sehr gut?

Rachael se sirvió un vaso de agua para apagar su irritación, luego empezó a amontonar los platos, olvidando por un momento que ya no le correspondía a ella hacerlo.

Edmund, que había terminado de comer, representaba sus propias batallas; los guisantes aterrizaban en la salsa, donde formaban una cabeza de playa antes de seguir avanzando hacia el puré de patatas del interior.

—Sehr gut, Vater.

Lewis se rio.

—Solo llevas un mes y ya tienes mejor pronunciación que yo.

—¿Por qué estoy aprendiendo alemán si no se nos permite hablar con ellos? —le preguntó Edmund.

—Puedes hablar con ellos, Ed. De hecho, te animo a que lo hagas. Cuanto mejor nos entendamos antes arreglaremos las cosas.

—¿Cuánto tiempo tardarán en arreglarse las cosas?

Esta vez Lewis miró a Rachael. Necesitaba calibrar cuidadosamente su respuesta.

—Los optimistas creen que diez años. Los pesimistas, cincuenta.

—Seguro que tú opinas que cinco —replicó ella.

Lewis esbozó una sonrisa; su esposa lo conocía demasiado bien.

—Bueno, Ed, ¿ya has conseguido hablar con Frieda?

Edmund meneó la cabeza.

—Es un poco mayor que yo.

—Quizá podríamos jugar todos juntos a la canasta o al cribbage una noche. O ir a ver una película en el Ace.

Heike entró en la habitación con una bandeja para recoger los platos. Se movía con su nerviosismo habitual, tratando de entrar y salir lo más deprisa posible, como una golondrina robando semillas bajo la mirada de un campesino.

—Buenísimo, fräulein Heike —dijo Lewis en alemán.

—Tú estás buenísimo, fräulein Heike —repitió Edmund, también en alemán, sin darse cuenta de su error.

Heike contuvo una risita, se inclinó y recogió los platos, deteniéndose en el de Rachael, que no había comido más que la mitad de su ración.

—Sind Sie fertig, frau Morgan?

Rachael hizo un gesto para que lo retirara.

Edmund observó cómo la doncella se dirigía al montaplatos. Dio un tirón a la cuerda y una mano invisible bajó los platos a la cocina.

Rachael esperó a que Heike saliera de la habitación para hablar.

—¿Lo ves? Ha vuelto a sonreír con sorna.

—Solo son los nervios. Está aterrada por si comete un error y pierde el empleo. Hoy día cualquier alemán con empleo tiene el alma en vilo.

—¿Por qué insistes en defenderlos continuamente?

Lewis se encogió de hombros, lo que, tratándose de él, era un gesto casi de desesperación. Sacó la pitillera, la abrió y ofreció un cigarrillo a Rachael.

A ella le apetecía fumar pero lo rehusó.

—Fumaré uno de los míos después.

Lewis dio unos golpecitos al extremo del cigarrillo antes de llevárselo a los labios. Luego lo encendió, dio una profunda calada y exhaló el humo por la nariz relajadamente.

Las chirriantes poleas del montaplatos anunciaron la llegada del postre.

—¿Sube hasta el piso de los Lubert? —preguntó Edmund.

—No quiero que juegues con él, Ed —dijo Rachael—. No es un juguete.

Él asintió.

—¿Tendremos criados cuando volvamos a Inglaterra…, como la tía Clara? —preguntó.

—Hoy día hay que ser muy rico para permitirse tener servicio —respondió Lewis.

—Pero herr Lubert tiene criados y trabaja en una fábrica.

—Solo será hasta que lo declaren limpio. Entonces podrá volver a trabajar como arquitecto.

—¿Limpio? —preguntó Rachael.

—De… afiliación nazi.

—¿Aún no lo han hecho?

—Estoy seguro de que es solo una formalidad.

—Pensé que al menos lo habrías comprobado.

—Lubert está limpio. Por eso no te preocupes.

—Pero no lo sabes.

—Barker comprobó su historial. Yo jamás habría permitido que se quedara aquí si tuviera la más mínima sospecha. Rachael…, por favor.

Edmund decidió aprovechar para retirarse. Era una de esas conversaciones donde los adultos necesitan que los niños se quiten de en medio.

—¿Puedo levantarme de la mesa? —preguntó.

—Sí, claro —respondió Rachael.

Edmund le dio un beso; su padre le alborotó el cabello.

—No hagas nada que yo no haría —le dijo.

Mientras salía Edmund oyó cómo sus padres reanudaban la disputa no resuelta, y cómo sus voces se alzaban y descendían con aquellos forzados sonidos del ruego y la justificación que a menudo emitían. La discusión entre sus padres le ofrecía una tapadera perfecta. Bajó por las escaleras hasta su habitación para recoger a Cuthbert, buscó un lápiz y un papel en el escritorio y se los llevó al montaplatos del rellano del primer piso, que estaba justo al lado del dormitorio de sus padres. Levantó la puerta corredera y quedó a la vista la cuerda que colgaba en el hueco que se extendía entre los tres niveles de la casa. Tiró de ella y acto seguido el montaplatos subió procedente de la cocina. Dejó a Cuthbert en la plataforma, garabateó una nota y la puso bajo el gorro de piel de oso del granadero.

—Localice todo el azúcar que pueda, capitán, y regrese a la base.

—¿Está seguro de que está permitido, señor?

—Haga lo que le digo, Cuthbert. Así me gusta. Nos reuniremos a las veinte horas en el sótano. Permanezca atento por si hay un adulto por el camino.

—Sí, coronel.

Edmund tiró de la cuerda y al cabo de unos segundos Cuthbert bajó. Edmund cerró la puerta corredera y bajó de puntillas las escaleras hasta la cocina, con cuidado de no salirse de la alfombra que cubría los peldaños para amortiguar sus pasos.

En la cocina encontró a Heike extendiendo una masa con un rodillo mientras canturreaba una canción que sonaba por la radio; la cantaba en inglés una mujer de voz ronca que parecía extranjera y Heike disfrutaba mucho imitándola.

—Guten Abend, fräulein Heike.

La doncella dio un grito al ver irrumpir a Edmund y, reaccionando como si la hubieran pillado escuchando transmisiones del enemigo, apagó la radio y se limpió las manos con el delantal.

—Guten Abend, herr Edmund.

El niño fue derecho al montaplatos. Abrió la puerta corredera, cogió la nota que había debajo de Cuthbert y se la entregó a Heike. Ella la miró y leyó en alto:

—Zucker?

—Bitte.

Heike fingió que lo desaprobaba pero le siguió la corriente, encantada. Se dirigió a la despensa y regresó con tres terrones. Los puso en un plato y, entendiendo el juego, lo dejó en el montaplatos junto al soldado de tela. A continuación Edmund dio órdenes a Cuthbert.

—Lleve estos suministros a la base, capitán.

—Sí, coronel.

Tiró de la cuerda, cerró la puerta y subió corriendo las escaleras para recibir al héroe que regresaba, no sin antes dar las gracias a Heike. Sin embargo, cuando llegó al montaplatos del primer piso y abrió la puerta, la plataforma no estaba allí. Tiró de nuevo de la cuerda y esperó, pero no hubo ningún movimiento. Volvió a tirar de ella y esperó. Nada. Se aventuró a introducir la cabeza en el hueco y mirar hacia abajo. No había más que negrura. Luego volvió la cabeza hacia arriba y vio la parte inferior del montaplatos un piso más arriba, en el apartamento de herr Lubert. Tal vez lo había interceptado y se creía que el azúcar era para él. No importaba. Edmund se alegraba de que lo tuvieran los Lubert. Necesitaban calorías. Retiró la cabeza del hueco, tiró de la cuerda una vez más y esta vez hubo movimiento: el montaplatos empezó a descender. La cuerda vibraba y la plataforma chirrió mientras bajaba muy despacio. Cuando se detuvo frente a él, Edmund advirtió enseguida que pasaba algo: a Cuthbert le faltaba la cabeza. Cogió el torso decapitado de la plataforma y lo examinó. Del agujero donde había estado la cabeza colgaban jirones de lana blanca y relleno amarillo. Quizá se había encallado con el montaplatos —siempre había estado un poco suelta— y había caído al hueco. Pero eso parecía contradecir las leyes de la física. Entonces Edmund se dio cuenta de que había desaparecido el azúcar.

Lewis se quitó la ropa despacio esperando un gesto o alguna señal de Rachael que le indicara que esa noche harían el amor. Estaba en el vestidor con los pantalones puestos y se desabrochó la camisa, botón por botón, deteniéndose para examinar un puño, como si hubiera algún hilo suelto, a fin de prolongar los segundos y dejarle tiempo a Rachael para pedírselo. Hubo una época en que esa sutil danza no era necesaria, pues ella lo propiciaba tanto como él y reclamárselo era fácil; de pronto todo ese asunto requería habilidad para interpretar y comprender los matices de un dialecto que Lewis no había hablado durante más de un año.

Se quitó la camisa y se quedó desnudo de cintura para arriba. Casi nunca hacían el amor una vez que se habían cambiado de ropa. Si se daba demasiada prisa en ponerse el pijama, ella lo tomaría como una indicación para dejarlo correr por esa noche. Había que aprovechar la oportunidad mientras se desvestían, o un poco antes, cuando uno de ellos —normalmente él— proponía tener un momento. De ahí que hacer el amor en invierno supusiera más esfuerzo. Rachael era friolera y al cabo de tantos años de matrimonio no se entretenía mucho en cambiarse; aunque la habitación estaba bien caldeada —de hecho, toda la casa se mantenía a una temperatura que no se correspondía con el frío del exterior—, Lewis tenía que actuar antes de que el aire se enfriara demasiado. Su defensa de la doncella y luego el tema del pasado incierto de Lubert la habían contrariado, pero él estaba resuelto. Había que poner fin a esa sequía. Tenía que tomar medidas.

Ella estaba sentada con su camisola frente al tocador, recogiéndose el cabello con una mano mientras se desmaquillaba con la otra. Lewis observaba cómo hacía sus habituales abluciones, torturado por la delicadeza de sus brazos desnudos y de sus pequeños hombros rectos.

—¿Vamos a…? —Le falló la voz.

Al abrir uno de los pequeños cajones del tocador Rachael encontró un collar de granates que tintineó cuando lo acercó a la luz de la mesilla de noche.

—Debe de ser de… ella. —Se llevó las frías piedras al cuello y luego las sostuvo en la palma de la mano, apreciando lo que pesaban—. Son preciosas.

—¿Cariño? ¿Vamos a hacer…? —preguntó él con más determinación e ímpetu que de costumbre. ¿Acaso no habían hecho votos de honrar sus respectivos cuerpos? Él estaba dispuesto a utilizar este argumento si ella lo rechazaba.

Rachael se puso el collar y tiró un algodón sucio a la papelera.

—¿Tienes uno de esos… como se llame?

Su expresión era neutral, sin dar muestras de deseo ni de aversión. Pero fue suficiente. Él enseguida notó que se excitaba. Debilitado por la expectativa, buscó en el botiquín los profilácticos reglamentarios que junto con tabaco repartían a los soldados por toda Alemania, a fin de saciar sus apetitos y adicciones.

Lewis vio cómo Rachael se ponía de pie y se deslizaba entre las sábanas con su camisola. En sus movimientos todavía no había indicios de excitación o preparación, pero a él no le importó. Arrancó un preservativo de una tira de seis y se acercó a la cama, notando ya los pantalones tirantes a causa de la erección. Se sentó en la cama de espaldas a ella, esperando que no lo hubiera visto, y se quitó los calcetines intentando calmarse.

Rachael se inclinó hacia el lado de él para coger su pitillera plateada de la mesilla de noche.

—¿Pensabas en mí cuando fumabas? —le preguntó.

—Sesenta veces al día.

—No tienes por qué decirlo.

—Es cierto. Lo calculé. Estuvimos separados durante treinta y dos mil cigarrillos.

—¿Y en qué pensabas?

Él le respondió con sinceridad.

—Sobre todo en este momento.

Rachael lo miró sorprendida.

—¿Ya estás listo?

Él rasgó con los dientes el envoltorio plateado, sacó el condón y lo dejó sobre la almohada mientras se quitaba los pantalones y los calzoncillos. Rachael devolvió la pitillera a la mesilla y se sentó para quitarse la camisola por la cabeza y los hombros. Incluso ese movimiento mecánico vislumbrado a medias le pareció exquisito a él, que se deslizó entre las sábanas sin dejar de esconderse, sintiéndose vulnerable y cohibido. Ella se tendió de lado, con la cabeza apoyada en el codo, y lo miró. Una vez desnudos, toda la confianza y el aplomo de él pasaban a poder de ella. Era como si él descendiera de coronel a soldado raso mientras ella ascendía a mariscal de campo.

Rachael cogió la funda de goma.

—¿Lo hago yo?

Lewis no pudo contestar. Asintió, pero mientras ella lo buscaba por debajo de la sábana él le interceptó la mano y la atrajo hacia sí para besarla. Quería ir más despacio, era necesario que fuera más despacio. Se besaron, aunque ella mantuvo los labios apretados, sin abrirlos. Se apartó para reanudar su tarea y retiró la sábana para enfundarlo. Lewis se echó hacia atrás para dejarla hacer, tratando de concentrarse en el techo, con sus onduladas cornisas, todo con tal de evitar llegar demasiado pronto. Sin embargo, incluso los movimientos mecánicos del primer roce frío de ella fueron demasiado para él y eyaculó, emitiendo un jadeo de placer, alivio y desesperación, todo en uno.

—¡Ah! Demasiado pronto. Lo siento.

—No importa.

—Lo siento —repitió él.

—Te has bajado en Fratton.

—Apenas he salido de Waterloo.

La manifiesta falta de decepción de Rachael no hizo más que intensificar la de Lewis. Estaba enfadado consigo mismo. Su disciplina y su paciencia innatas lo habían abandonado cuando más las necesitaba. Y la mención de Fratton (la última estación antes de Portsmouth) solo le recordó una época en que el deseo siempre había podido más que el sentido común de ambos.

Cogió la toalla que tenía al lado y se limpió.

—Ha pasado tanto tiempo. No estoy acostumbrado a…

—No te preocupes. —Rachael le acarició el rostro, alisándole la frente.

—Yo…

—Chist. Es totalmente comprensible.

—¿Y tú?

—Yo estoy bien.

—¿Estás segura?

—Sí, estoy bien. Pero tengo frío. —E, incorporándose, sacó el camisón de debajo de la almohada y se lo puso.

Lewis se sentó en el borde de la cama y apoyó los pies en el suelo mientras notaba cómo la decepción se desvanecía. Incluso esa satisfacción truncada era mejor que nada. El alivio había disuelto la irritación cólica que había reprimido durante las pasadas semanas. Antes de ponerse el pijama y deslizarse de nuevo entre las sábanas con las luces apagadas, había regresado mentalmente a la zona donde más seguro y eficiente se sentía: las necesidades menos complicadas de un millar de alemanes sin rostro y la rehabilitación de un país.

Mucho después de que Lewis se hubiera dormido Rachael seguía despierta, tumbada como siempre sobre el costado izquierdo, escuchando los latidos de su corazón. Miraba con atención el centelleante collar de granates que había dejado formando un montón sobre la mesilla de noche y que reflejaba la luz que entraba a través de la cortina medio corrida. Decidió devolvérselo a Lubert lo antes posible, más movida por la curiosidad que por el decoro. El hecho era que quería saber más sobre la mujer que lo había llevado. El collar había desencadenado en su mente una secuencia de chispeantes escenas de las que frau Lubert era la protagonista. Y si bien se mostraba grácil y elegante en cada viñeta, seguía teniendo un rostro impreciso y genérico, poco más que un compuesto de elegancia cosmopolita. Rachael quería poner rostro a esa figura. Casi necesitaba tener una imagen mental para quitársela de la cabeza. Tal vez Lubert lo resolviera enseñándole una fotografía. Dándoselas de justa y amable ella sería capaz de zanjar un asunto que la había incordiado desde su llegada a la casa.

—Entonces, ¿dónde vives? —le preguntó Albert a Frieda.

Estaban haciendo cola para subir al camión después de un largo turno recogiendo los cascotes de un colegio derruido de Sankt Pauli. Frieda había trabajado con ahínco y mantenido la cabeza gacha durante todo el día. Gracias a Albert, lo que había empezado siendo un castigo humillante se había convertido en algo que esperar con ilusión…, incluso agradable.

—En la Elbchaussee, cerca de Jenischpark.

—¿En una de las grandes mansiones?

Ella asintió, no muy segura de si eso era bueno o malo.

—¿Entonces vienes de una familia rica?

Frieda se encogió de hombros.

—Ya no.

—Pero ¿todavía vives en tu casa?

Ella asintió de nuevo, avergonzada ante esa clase de interrogatorio; le aterraba tener que contar sus circunstancias actuales.

—Yo no vivo muy lejos de ti —añadió él.

—¿Dónde vives? —preguntó ella, aliviada de que su posición social no lo hubiera desalentado.

—Si quieres te llevaré.

Entre los recogedores de escombros que iban en la parte trasera del camión había hamburgueses de clase media y un remanente de mano de obra llegada del este. Las mujeres, con el cabello recogido en turbantes tirantes y los abrigos desmesuradamente grandes de sus difuntos maridos, parecían pescaderas de Landungsbrücken. También eran igual de mordaces. Había tan pocos hombres que pasaban inadvertidos y, exceptuando a Albert, eran de mediana edad. Todos ellos, fuera cual fuese su anterior posición, aferraban los vales de comida que recibían en pago por una jornada de trabajo, que se había convertido en el único objeto de su ambición.

Frieda y Albert estaban sentados juntos, pierna con pierna, escuchando el coro de quejas que los rodeaban. Las protestas de aquel día las encabezaba un hombre de aspecto exhausto que quería que todo el mundo se enterara de cuál era su verdadera profesión.

—Es imposible combatir el frío haciendo este trabajo. Primero el calor nos hace sudar y luego el sudor se enfría y se vuelve pringoso

—Al menos nos pagan —replicó una de las mujeres.

—Soy dentista. Tengo una profesión. Yo no valgo para esta clase de trabajo.

—¿Qué tiene de especial arrancar dientes? —respondió la señora—: Magda está casada con un general, y yo trabajaba para la radio en la sala de conciertos.

El dentista, cuyo rostro estaba ceniciento a causa del polvo y la decepción, tenía intención de quejarse pero no de discutir. Discutir requería energía.

—Solo lo digo, eso es todo —murmuró.

A continuación un hombre corpulento y calvo cuyo cabello se confundía con su barba incipiente se llevó una mano al bolsillo y sacó unas cuantas piruletas, los caramelos de colores con un palito que habían llegado con los británicos. Los ofreció como si fueran un ramo de tulipanes atrofiados.

—No son muy buenos para los piños postizos, ¿eh, Steytler? Pero sí para combatir el aliento a podrido y aliviar las punzadas de hambre. Puedes hacerlo durar una hora si quieres. —Se lo metió en la boca e hizo alarde de disfrutarlo.

—Entonces compártalos —dijo la mujer del general, hablando con la autoridad de quien está acostumbrado a salirse con la suya.

—Tienen un precio —replicó el prusiano fanfarrón.

Magda meneó la cabeza.

—¿No tiene vergüenza?

—Tengo una familia que mantener. Estos vales no sirven de mucho. Ni siquiera tengo para pagar la luz. Todo el dinero que pongo en el contador tendría que gastarlo en comida.

—Es mejor estar a oscuras que pasar hambre —replicó la antigua locutora.

—No pasaría hambre si estuviera dispuesto a sisar de vez en cuando. Hasta el obispo de Colonia está diciendo que no hay nada malo en robar carbón siempre que sea para sobrevivir. Es el undécimo mandamiento.

—Nos están obligando a comportarnos como delincuentes —repuso el dentista.

—Ya nos ven como delincuentes.

—Yo no soy un delincuente. Y tengo la conciencia limpia —continuó el dentista.

—Bueno, en esto estamos todos de acuerdo —terció el prusiano—. No pueden meternos a todos a la cárcel.

—Guárdese para ese el mea culpa —replicó el dentista—. Yo solo soy culpable de haber cumplido con mi deber. Los dientes y los huecos son iguales sea de quien sea la boca. Tengo que respetar el juramento hipocrático.

Todos se rieron.

Frieda quiso poner en su sitio a ese necio y se disponía a hablar cuando Albert volvió a ponerle una mano en el brazo, del mismo modo que cuando había tarareado la canción de las Mädel delante de los tommies mientras estos fumaban y hacían bromas. La miró con complicidad. No vale la pena, parecía decir. Y ella experimentó la dulce emoción de que se estaba formando una pequeña alianza entre ambos.

—La marca… de tu brazo, ¿es de nacimiento?

—Aquí no —dijo él, mirándola con una expresión prohibitiva.

Sin previo aviso, se levantó y golpeó dos veces el lado del camión con el dorso de la mano para que se parara. El conductor lo complació y Albert y Frieda se bajaron. Estaban en el pueblo de Blankenese, a unos pocos kilómetros de la Villa Lubert, justo donde la Elbchaussee se apartaba del gran río. El sol se ponía sobre la ciudad de Stade al otro lado del río, proyectando sobre la tierra un intenso resplandor.

—No camines a mi lado —le dijo Albert, subiéndose las solapas de la chaqueta para taparse la cara—. Quédate al menos unos veinte pasos detrás de mí.

—¿Está muy lejos?

Albert echó a andar sin responder; avanzaba a un paso tan enérgico que Frieda empezó a pensar que intentaba dejarla atrás; continuamente tenía que correr para no perderlo de vista.

El pueblo de pescadores de Blankenese era único en esas tierras llanas porque tenía una colina empinada alrededor de la cual se apiñaban las viejas casas de campo y algunas nuevas villas, al estilo medieval. Antes de la guerra Frieda solía ir allí con su madre para ver pasar los barcos por el Elba desde un cobertizo para botes convertido en taberna donde ponían los himnos nacionales de cada carguero internacional que llegaba a Hamburgo. Aquel día no había más embarcaciones que un pesado crucero de la Marina británica; se avecinaban nubes de un negro grisáceo grávidas de nieve, listas para vestir el pueblo con ropas fantásticas.

Albert subió la colina con Frieda pisándole los talones; ella se preguntaba cuál era su casa. Al final él dejó la carretera y cruzó la verja de una Strohdachhaus. Recorrió el camino que conducía hasta la puerta delantera de una casa con tejado de paja, y miró a izquierda y derecha antes de dirigirse a la entrada lateral y mirar el interior por las ventanas con celosía de vidrio esmerilado. Mientras ella lo seguía por el camino empedrado, pensó en Hänsel y Gretel que se perdían en el bosque y descubrían la casa de chocolate. Mezclando los cuentos que conocía, concedió a Albert el papel de príncipe que la despertaba de un largo sueño y la rescataba de un padre que, por fortuna, resultaba no ser su padre.

—¿Cuánto tiempo hace que vives aquí? —le preguntó cuando entró detrás de él.

—No mucho.

La casa estaba llena de alfombras, almohadones y cubrecamas. Albert trasladó un pesado kilim hasta un sillón y se sentó para desabrocharse las botas.

—Era de un médico del ejército. El comandante Scheibli. Está encerrado en un campo para desplazados, esperando su certificado de exculpación.

Frieda vio una fotografía de un médico sentado en un sidecar en alguna parte del desierto, con unas gafas cubiertas de polvo y una cruz roja en el casco. En el cuello llevaba la Cruz de Hierro.

—¿Conoces a un héroe de guerra? —le preguntó Frieda, cogiendo la fotografía para examinarla.

—No lo conozco. Solo he tomado prestada temporalmente su propiedad. Si los británicos pueden, ¿por qué no nosotros?

—Puede que lo metan en la cárcel. Si es un héroe.

—En cuanto los británicos averigüen que peleó con Rommel lo soltarán. De todos modos no puedo quedarme. Ya me ha visto demasiada gente entrar y salir. He encontrado otra casa, más cerca de la tuya. En Elbchaussee.

—Entonces seremos vecinos.

Albert asintió.

—¿Y… qué hizo tu familia para ser tan rica?

—Mi padre es arquitecto…, la familia de mi madre tenía vínculos con los astilleros.

A Albert se le iluminaron los ojos.

—¿Blohm y Voss?

Ella asintió.

—¿No les importa que deambules sola por ahí?

—Mi madre está muerta. Y… me trae sin cuidado lo que piense mi padre.

—¿No te estará buscando?

—Trabaja durante el día en la fábrica de Zeiss. Puedo entrar y salir cuando quiero.

Albert se quitó una bota y luego la otra. Se levantó y se dirigió al rincón de la cocina, donde buscó algo de combustible para encender la estufa. El cubo del carbón estaba vacío y no había leña en la cesta. Miró alrededor y sus ojos se posaron en un taburete de tres patas tallado a mano que había en la esquina. Se acercó y, golpeándolo tres veces contra el suelo de piedra, lo hizo pedazos.

—He estado esperando para quemarlo.

Metió las astillas en la estufa y encendió la llama. Luego llenó un cazo de agua y lo puso encima para que hirviera.

—¿Y cómo es que sigues viviendo en tu casa? Creía que los tommies se habían quedado con las mejores.

Frieda se mordió las uñas, luego le empezó a contar, con creciente animación y animosidad, cómo habían llegado a compartir su casa con la familia británica; la extraña decisión del coronel de permitir que se quedaran cuando podría —debería— haberlos echado; la mujer del coronel, que hablaba consigo misma y a quien le temblaba una mano, y su hijo que jugaba con su casa de muñecas e iba a todas partes con un soldado de trapo. Mientras describía esa situación, Frieda observó cómo se tensaba el cuerpo de Albert a medida que su interés se despertaba.

—¿Qué hace el coronel tommy?

—Es el gobernador de Pinneberg. No sé qué hace. No para en casa —replicó Frieda—. Es vergonzoso, pero conduce la misma clase de coche que utilizaba el Führer. —Añadió eso para impresionarlo, pero Albert parecía meditabundo, preocupado por esa información.

—¿Él es el gobernador? —preguntó de nuevo, dando vueltas por la habitación.

Ella asintió, sin saber aún si estaba encantado u horrorizado.

—Eso está bien, muy bien.

Frieda sintió una oleada de satisfacción. La humillación de la confiscación de pronto parecía tener un sentido. Albert le hacía creer que tenía mucho que ofrecerle. Él volvió a concentrarse en el cazo y probó el agua con el dedo. Luego se quitó toda la ropa menos los calzoncillos. No había nada superfluo en sus movimientos ni en su psique. A los ojos de Frieda era perfecto. Incluso su cicatriz en forma de 88.

—Aún no me has dicho qué es.

Él se la acarició y miró a Frieda.

—Es la marca del movimiento de resistencia. De los que aún no han aceptado la derrota.

Extendió el brazo para que ella la tocara. Frieda deslizó el dedo por el primer ocho y luego por el segundo, notando los bordes del tejido cicatrizado.

—¿Cómo te la hiciste?

Albert se acercó a un aparador y sacó un paquete de tabaco del cajón.

—Con esto. —Encendió un cigarrillo y después de dar una larga calada se lo ofreció a Frieda.

Ella lo cogió, se lo metió con torpeza en la boca e inhaló. Enseguida farfulló y tosió, y Albert se rio emitiendo un sonido inesperadamente agudo y entrecortado: la risa de un niño más que la de un hombre.

—¡Eso es demasiado! Hazlo despacio. Así. —Recuperó el cigarrillo y le enseñó a hacerlo—. Solo un poco —dijo devolviéndoselo.

Ella lo cogió de nuevo y lo sostuvo un instante en la mano, mirándolo. Pero en lugar de dar otra calada, lo levantó como un mago que se dispone a hacer un truco. Una vez captó la atención de él, dio la vuelta al cigarrillo apuntando el extremo encendido hacia la palma abierta de la otra mano. A continuación empezó a acercar el cigarrillo a la mano, como si quisiera apagarlo contra la palma.

Albert interrumpió su intento y recuperó el cigarrillo.

—Eso sería desperdiciar un buen cigarrillo.

Frieda notó que le saltaban las lágrimas. En un instante había dejado de ser su auténtica dama alemana para convertirse en una niña boba.

Albert sostuvo en alto las manos con los dorsos hacia ella.

—¿Los ves?

Frieda miró, sin saber cuál sería el siguiente paso.

—¿Qué ves?

Él se movió hacia ella para que pudiera ver la piel, los dedos y las uñas. Ella guardó silencio, temiendo dar una respuesta inmadura. Si quería complacerlo era mejor que estuviera callada. Detrás de las puertas cerradas, donde nadie lo veía, Albert dejaba de ser un joven receloso y vigilante y se volvía más poderoso. Algo de lo que reprimía en su interior empezó a salir.

—¿Ves las uñas? —Todavía tenía las uñas negras, como ella, después de todo un día cavando. Con el pulgar rascó por debajo de la uña del dedo corazón y sostuvo en alto lo que había caído para que ella lo viera: pequeñas motas de ceniza y polvo solidificadas—. El polvo de nuestra ciudad. Las cenizas de nuestra gente. Mira. —Le ofreció unas cuantas motas—. Los restos de una joven alemana. ¿Los ves? —Luego se rascó de la palma los «restos de una joven alemana», se la llevó a la boca y lamió el polvo que había en ella, y, mezclándolo con su saliva, se lo tragó. Rascó más polvo y le tendió la palma a Frieda para que lo lamiera—. Las cenizas de los niños alemanes inocentes que nunca sabrán lo que nosotros sabemos ni verán lo que nosotros vemos. —Frieda le asió la mano y lamió las «cenizas de los niños alemanes inocentes», tomándolas en su interior.

Albert sujetó a Frieda por las muñecas. Tiró de las manos hacia sí y se las abrió, y le deslizó un dedo por la suave piel blanca del interior del brazo desde la palma hasta el codo.

—No podrás ayudar a Alemania si te haces daño. Viviendo donde vives puedes ser muy útil… a la causa. Necesitamos cosas que podamos vender en el mercado negro: cigarrillos, medicinas, joyas, ropa. Todo lo que sea de valor y pueda venderse. ¿Quieres ayudarnos?

Ella asintió.

—¿Ayudaros? ¿Quiénes sois?

—La resistencia. Pronto los conocerás.

—¿Hay muchos como tú?

De pronto él le alzó barbilla y la besó, metiéndole la lengua en la boca para que degustara el acre sabor de los escombros de su jornada de trabajo. Ella había besado y tocado antes —en la cargada atmósfera de la cabaña de un campamento de verano, donde a las Mädel y a los muchachos de las Juventudes Hitlerianas se los alentaba a compartir cuarto para explorar y descubrir «un goce pleno en la existencia»—, pero eso era diferente. El joven que había deslizado los dedos dentro de ella entonces era un crío, y varios de sus amigos habían insistido en mirar mientras ella yacía allí, sin sentir nada. A su lado Albert era un hombre.

—Debes averiguar algo sobre el coronel. Si es el gobernador, sabrá cosas.

Ella volvió a asentir.

Después de ese beso, iría incluso a la zona rusa si él se lo pidiera.

Él la atrajo hacia sí.

—Pero no debes hablarle a nadie de mí. ¿Entiendes? —La sujetaba con tanta fuerza que le hizo daño, y la expresión de su rostro la asustó.

—Sí.

—No existo. ¡Dilo!

—No… existes.

Entonces él aflojó la fuerza con que la agarraba y sonrió.

—Bien.

Se acercó al abrigo que colgaba del respaldo de la silla y sacó del bolsillo lo que parecía ser un tubo de pastillas. Se tragó una con un vaso de agua. Luego dio vueltas por la habitación y se sentó en el borde de la silla, moviendo las piernas con nerviosa energía. Parecía haber perdido toda la serenidad.

—¿Por qué te medicas?

—Me ayuda a estar despierto.

De pronto Albert parecía asustado y herido. Al principio Frieda no quiso creerlo; no encajaba con la idea que se había formado de él, le hacía menos hombre a sus ojos; pero también le provocó otra reacción. Alargó una mano para tocarle el rostro y alisarle el entrecejo, como su madre solía hacerle a ella cuando no podía conciliar el sueño con el estruendo de los bombarderos por temor a morir en una terrible explosión mientras dormía. «¿Qué pasa si me muero en mitad de un sueño?», le preguntaba. Y su madre siempre respondía: «Nadie te hará daño». Y se sorprendió a sí misma repitiéndole lo mismo a él mientras le acariciaba el rostro.

—Nadie te hará daño.

Al principio Albert titubeó, sin saber muy bien de qué modo recibir ese gesto, como una criatura a la que nadie ha tocado nunca de ese modo. Dejó que ella lo hiciera un par de veces, luego se apartó murmurando que iba a lavarse. Fuera lo que fuese lo que lo perturbaba, no era posible dominarlo por medio del contacto físico.

Los Morgan estaban sentados frente a la chimenea del vestíbulo jugando una partida de cribbage cuando herr Lubert apareció por las escaleras; lo seguía, unos pasos atrás, una avergonzada y renuente Frieda.

—Les ruego que disculpen la interrupción —dijo Lubert. Tenía una expresión severa.

Lewis se levantó.

—Herr Lubert. Precisamente hablábamos…, estábamos diciendo…, ¿verdad, cariño?, que deberían sentarse una noche con nosotros, para jugar una partida de algo y quizá ir a ver una película. ¿Ha ocurrido algo?

Lubert asintió y esperó a Frieda. Ella se detuvo un paso detrás de él, fuera de su visión periférica, obligándolo a volverse hacia ella.

—Hemos venido… Frieda ha venido… para disculparse.

Rachael clavó la mirada en la niña, que miraba al suelo, con un brazo recto al costado y el otro cruzado por encima, rascándose con nerviosismo.

—¿Por qué? —preguntó Lewis.

—Por esto. —Lubert sostuvo en alto la cabeza de Cuthbert.

—¡La ha encontrado! —exclamó Edmund.

—Frieda.

Lubert retrocedió medio paso y le cedió la palabra.

Después de un largo e incómodo silencio, que Rachael quiso llenar diciendo que, fuera lo que fuese, seguro que no era importante, Frieda habló.

Es tut mir leid. —Las palabras apenas se oyeron.

—¡En su idioma! —replicó Lubert, con una actitud todavía incómoda y forzada.

—Lo siento.

Rachael se sorprendió al oír a Frieda hablar en su idioma, y además bien.

—Gracias, Frieda.

—Ahora a Edmund —insistió Lubert.

—Lo siento —dijo Frieda mirando a Edmund.

—No te preocupes —respondió él—. En realidad no importa.

—Con todo respeto, Edmund, sí que importa —dijo herr Lubert. Le tendió la cabeza de Cuthbert—. Te pertenece a ti.

Er gehört mir! —gritó Frieda, y se volvió y abandonó la escena, subiendo los escalones de tres en tres.

Komm sofort zurück! Frieda! —gritó Lubert. Y por un momento pareció que iba a salir corriendo detrás de ella.

—Herr Lubert, por favor —intervino Rachael—. Ya… ha hecho suficiente. Hemos aceptado sus disculpas.

—¡Ah! —Lubert alzó los brazos en un gesto de desesperación—. Mi hija está… llena de rabia y cólera. Lo… siento…

—Herr Lubert. Yo, mejor dicho, nosotros agradecemos y aceptamos las disculpas de Frieda —ofreció Lewis—. Debe de ser más duro para ella que para cualquiera de nosotros.

—Todas estas molestias… —dijo Lubert—. Tal vez deberíamos marcharnos de aquí… e irnos a vivir con mi cuñada…, en Kiel.

—No es necesario —dijo Rachael con firmeza—. ¿Por qué no me la da? —Le tendió una mano y Lubert le dio la cabeza cortada—. Tiene fácil arreglo.

Lubert se inclinó hacia ella. Luego dio un taconazo, sin proponérselo en realidad.

—Gracias, coronel. —Se volvió hacia Edmund y añadió—: Lo siento. Les aseguro que no volverá a pasar nada igual.