4

Frieda acabó sus ejercicios matinales con el balón medicinal y empezó a vestirse para ir al colegio. Como no tenía uniforme (no había habido clases desde la Catástrofe), optó por ponerse la falda de los desfiles de las Mädel con una blusa blanca y las zapatillas de gimnasia, una pequeña provocación frente a las autoridades y un motivo de irritación para su padre, que le había pedido que guardara la ropa del antiguo régimen. Desde su humillante retirada a las habitaciones superiores de la casa, ella se mostraba aún más inclinada a desafiarlo. Él la alentaba para que hiciera más acogedora su nueva habitación, diciendo que parecía «una pequeña espartana», y le sugería que colgara cuadros y subiera el caballito de balancín de su antiguo cuarto, pero a ella le gustaba tal como estaba. Disfrutaba viéndose como una niña espartana que se había visto arrancada de las comodidades del hogar familiar para acabar entre los escombros de un país en ruinas donde debía aprender a sobrevivir. La única decoración que se había permitido era un bordado enmarcado hecho por su madre; representaba tres figuras: un hombre con una regla plegable de arquitecto, una mujer con un ramo de flores y una niña cogida de la mano, de pie frente a una casa junto a un río con un velero rojo en el horizonte. Su madre se lo había regalado cuando cumplió once años, en julio de 1942, el mismo día que los británicos empezaron a bombardear Hamburgo.

Al menos el traslado al piso superior le había dado la oportunidad de desprenderse de los viejos juguetes y de esos libros ingleses que su padre se había empeñado en que leyera durante los ataques aéreos —Alicia en el País de las Maravillas, El príncipe feliz, Robinson Crusoe—, para intentar distraerla del zumbido de los bombarderos y el kakakak de las armas de la Heimwehr al responder el fuego. «La imaginación es nuestra única defensa», le gustaba decir a él. Pero las historias nunca le devolverían a su madre.

Frieda dejó el balón medicinal en el centro del aro de gimnasia y se acuclilló sobre el orinal. Cuando terminó, lo sacó al rellano. Bajó con él a su antiguo cuarto situado en la «zona británica», donde encontró a su víctima jugando con la casa de muñecas que había sido suya. Observó a través de la puerta abierta cómo representaba una escena entre una muñeca y un muñeco en el desván de la casa y, aunque no comprendió del todo el diálogo, por el modo en que los colocaba vio con claridad a quiénes encarnaban.

—El niño juega con muñecas —dijo en el idioma de Edmund, y se rio.

Él levantó la cabeza y vio a Frieda en el umbral con el orinal en las manos, y se preguntó si quería iniciar alguna clase de intercambio cultural.

—Hola —dijo, luego probó el saludo recién aprendido—: Guten Tag, fräulein Lubert.

Frieda sostuvo en alto el orinal como diciendo «Para ti» y lo depositó en el suelo, en mitad de la habitación. Luego sonrió de forma extraña, retrocedió y cerró la puerta al salir, dejando su dorado y caliente regalo a los pies de ese Príncipe Feliz.

Al ir al colegio Frieda se cruzó con varias Trümmerfrauen vestidas con gruesas batas y pañuelos que se dirigían a la ciudad, donde se abrirían paso a través de los montones de escombros, cascotes y ladrillos buscando material reutilizable que cambiar por un cuenco de sopa, una barra de pan y unos vales para comida, si tenían suerte. Muchas llevaban palas, y dos de ellas bromearon, felices de tener trabajo. Frieda preferiría estar con ellas. No había ido a clase con regularidad desde el verano de 1943, cuando los bombarderos británicos destruyeron casi todas las escuelas de la ciudad. No obstante, ahora los británicos habían reabierto el viejo ayuntamiento y dividido una gran estancia en «aulas» por medio de tabiques de madera contrachapada. Como el barrio estaba a rebosar de refugiados, había más niños que espacio, lo que significaba que muchos tenían que acuclillarse sobre el frío suelo. A pesar de esas dificultades y de una falta de suministros básicos —bolígrafos, papel y libros de texto—, los británicos habían convertido en una prioridad la educación de los niños alemanes. Estaban obsesionados con ella. Después de despiojarlos, se dispusieron a reorganizar sus mentes: enseñarles que el Führer (a quien llamaban despectivamente por su nombre de pila) y el nacionalsocialismo eran males que era preciso erradicar de la faz de la tierra. Hablaban de democracia, y les hacían preguntas para establecer qué sabían y qué no sabían los niños, y se quedaron atónitos ante su ignorancia. Aunque el profesor, el señor Groves, llamaba a cada alumno por su nombre de pila e intentaba hacerse el simpático sentándose en mitad del aula en lugar de permanecer de pie en la parte delantera, a Frieda las clases le parecían humillantes. Había decidido no responder ninguna de las preguntas que le hicieran, aunque supiera la respuesta.

Al acercarse al ayuntamiento vio que las puertas estaban cerradas y que había varios niños apiñados debajo de un aviso que habían colgado en la pared de ladrillo. En el aviso, escrito en alemán, se leía: «Colegio cerrado por orden del CCA». Cerca pululaban varios policías militares británicos, y había tres camiones militares con cubierta de lona aparcados a lo largo de la barandilla. Un capitán se dirigió a los niños en alemán.

—Los que tengáis menos de trece años podéis volver a casa; los que tengáis más y seáis lo bastante fuertes, podéis ayudar a recoger escombros. Se os pagará con vales de comestibles, se os dará de comer y se os traerá de vuelta aquí antes del anochecer.

Se oyó una aclamación, y todos los niños de esa edad —y muchos que saltaba a la vista que no la tenían— empezaron a dirigirse hacia los camiones con destino a las ruinas. La perspectiva de disfrutar de una comida ese día y tal vez el siguiente era demasiado atractiva para resistirse. Aunque Frieda había desayunado bastante copiosamente y volvería a comer a su regreso, prefería salir a quedarse en el ayuntamiento; siguió a la hambrienta horda y subió a la parte trasera de uno de los camiones. El chico que estaba sentado a su lado tenía unos catorce años y era un veterano de la operación de recogida de escombros. Mientras los llevaban dando tumbos al barrio occidental de Altona, se jactó de sus hazañas.

—No está mal, ¿sabes? Encontré un collar y lo cambié por un pollo. Y te dan bastante bien de comer. En el último turno nos dieron pan y sopa con salchichas.

—¿Eran salchichas de verdad? —le preguntó otro chico—. Normalmente es comida para perro. O algo peor.

—¡Una salchicha de verdad! —exclamó el chico—. Bierwurst, Bratwurst, Rindswurst, Jagdwurst, Knipp,Pinkel, Landjäger… —Nombró muy despacio cada tipo de salchicha con reverencia y nostalgia, construyendo toda una charcutería en el aire, y los ojos ya saltones de los niños se salieron de las órbitas en espera de semejante banquete.

Veinte minutos después bajaron de un salto de debajo de la lona y se encontraron en medio de las ruinas de Altona, parte de las cuales habían sido tan aplanadas que se alcanzaba a ver Sankt Pauli, y los viejos almacenes y canales milagrosamente intactos de Kehrwieder y Wandrahm. Un ejército de mujeres había formado una cadena humana y se pasaban los cascotes de mano en mano; algunas de ellas pusieron mala cara al ver a los niños acercarse.

—Mira, esas pequeñas ratas vienen a robarnos las raciones.

Frieda ocupó su lugar en la cadena. La persona que le pasaba los ladrillos era un joven de unos diecisiete años que parecía estar por encima de la agitación de los que lo rodeaban. Tenía una energía lánguida y una fuerza natural, e iba bien vestido, con una cazadora azul con todos los botones. Mientras los cogía ella se sorprendió cantando distraída la melodía de una vieja canción de las Mädel («Seguiremos marchando, aunque todo se rompa en pedazos, porque hoy Alemania nos oye, y mañana, el mundo entero. Y si por culpa de la Gran Guerra el mundo está en ruinas, ¿por qué demonios debería importarnos? ¡Volveremos a construirlo!»).

Cuando llegó al tercer verso, notó la mano caliente de él en la muñeca.

—¡Ten cuidado! —la interrumpió, sin apartar la vista de los guardias británicos—. Algunos de ellos podrían reconocer lo que estás cantando.

—Me da igual —replicó ella. Y al decir eso al atractivo joven con botones experimentó una sensación de poder y liberación.

Él la midió con la mirada.

—No eres demasiado joven para que te fusilen, ¿sabes? ¿Cuántos años tienes?

—Dieciséis —mintió ella.

A solo unos pasos de distancia, dos reclutas británicos hacían bromas y fumaban mientras supervisaban sin gran interés el trabajo.

—Son tan estúpidos —dijo ella—. Se comportan como si fueran los dueños del lugar.

Él se rio.

—Somos nosotros los que hacemos el trabajo mientras ellos se quedan ahí parados, divirtiéndose. Eso nos convierte en estúpidos.

Frieda se sonrojó; él había pillado su inexperiencia. Siguió pasando ladrillos y se mordió la lengua. La proximidad del joven era agradable. Le llegó el olor con un toque de beicon de su sudor y admiró sus brazos nervudos y sin vello. Cada vez que le pasaba un ladrillo ella veía una mancha de nacimiento o cicatriz en la parte inferior de su brazo. Tenía la forma del número 88. Cuando él advirtió que ella la miraba, se detuvo para arremangarse.

—¡Eh, rubia! —El grito repentino de uno de los reclutas sobresaltó a Frieda—. ¡No se pare! Schnell!

El joven volvió a abotonarse la manga y siguió trabajando. Al cabo de un rato la sorprendió mirándolo con una expresión indecisa pero interrogante.

—Me llamo Albert —dijo—. ¿Y tú?

—Frieda.

—Frieda —repitió él.

A ella nunca le había gustado su nombre ni su diminutivo, Freedie, pero en los labios del chico sonó de otro modo, más grandioso.

—Me gusta. Es un buen nombre alemán —continuó él.

Su admiración la envolvió como un edredón.

—Significa… dama —dijo Frieda.

Al oír esas palabras él le estrechó la mano galantemente.

—Y no dudo que lo eres —dijo—. Una auténtica dama alemana.

Un poco más arriba de la hilera se alzó un grito —«¡Cuerpo!»—; todos se detuvieron y miraron hacia la mujer que había gritado y que en esos momentos se mantenía a distancia de su descubrimiento. Otras mujeres se reunieron con ella y se pusieron a sacar ladrillos, hasta que dejaron al descubierto un brazo esquelético que sobresalía de las ruinas, con la mano doblada hacia un lado en un ángulo suplicante. Las mujeres empezaron a sacar ladrillos con más apremio, como si se tratara de una carrera contrarreloj para salvar a un posible superviviente; unos segundos después lograron desenterrar el resto del esqueleto, y otro encima, entre las piernas del primero, más pequeño, en posición de coito. El carácter íntimo del hallazgo arqueológico tuvo un efecto silenciador en las mujeres que miraban.

Frieda se apartó de la hilera y se acercó para mirar mejor. Contempló a los amantes muertos fundidos en un último abrazo, pero en lugar de la repugnancia que mostraban los demás, sintió una peculiar atracción.

—Ya está bien. Apartaos. ¡No estáis en un maldito cine!

Dos tommies se acercaron y se llevaron de allí a los mirones, luego volvieron para mirarlo por sí mismos. Uno de ellos se colocó con un pie a cada lado del pequeño hoyo que hacía las veces de tumba de la pareja y bajó la mirada.

—No es una forma desagradable de largarse —le dijo a su compañero—. Un último polvo antes de que se apaguen las luces.

—Parece que todavía se estén divirtiendo —replicó el compañero, y se rieron hasta que se dieron cuenta de que había público observándolos—. ¡Vamos, volved al trabajo!

Frieda no podía moverse. Tenía la mirada clavada en las sortijas de oro que llevaban los amantes en los dedos. Ellos al menos habían muerto juntos y al mismo tiempo. No como sus padres. El tommy que seguía con un pie a cada lado del foso también había visto las sortijas. Se inclinó y se las quitó, partiendo uno de los dedos con las prisas; luego las sostuvo en alto para comprobar los quilates antes de entregarle una a su compañero.

—Vosotros no podéis llevároslas —dijo antes de guardarse la sortija en el bolsillo. Luego gritó a las mujeres en alemán—: ¡Meted esos huesos en bolsas!

Frieda regresó con los ojos llorosos a su puesto en la cadena, al lado de Albert. Las lágrimas no se debían tanto a la compasión por la pareja fallecida como a un desbordante desprecio hacia la gente que había provocado su final; y a la muerte de su propia madre, cuyo cuerpo nunca se había encontrado.

—Quiero más luz aquí dentro. Me gustaría que trasladara esas plantas. ¿Heike? Las plantas. —Rachael señaló la incordiante vegetación que llenaba una de las ventanas saledizas y que, en su opinión, impedía que entrara la luz que tanto anhelaba después de los meses lúgubres que había aguantado en interiores de techos bajos en su país. Con excepción de los invernaderos, y de la omnipresente aspidistra, Rachael nunca había visto tantas plantas en la parte principal de una casa. Tal vez en Alemania fuera el colmo del buen gusto llenar de arbustos una habitación, pero ella no podía vivir con ellos.

Heike se acercó a la primera planta, una yuca verde y de aspecto ceroso, casi de plástico, y se agachó para levantarla. No obstante, antes hacerlo titubeó y miró a Rachael señalando con un dedo tembloroso la puerta, para asegurarse de que eso era lo que quería la señora.

—Sí. Déjelas en la otra habitación. Gracias.

Rachael compensaba su falta de alemán exagerando la pronunciación, lo que hizo sonreír a la criada. Mientras esta se llevaba la planta de la habitación, se rio y luego se ruborizó a causa de su propia risa. Tal vez era más una reacción nerviosa que un acto subversivo, pero a Rachael la irritó, como si su petición fuera la prueba de alguna rareza extranjera.

Hacía sus primeras proclamas territoriales en su nuevo hogar, expresándolas con una claridad cortante que el primer ministro Attlee sin duda habría aprobado. Y si el desconocimiento del idioma y la falta de experiencia en el trato con empleados domésticos hacían que pareciera más brusca de lo que pretendía, era importante que se impusiera desde el principio y marcara los límites según los cuales vivirían bajo el mismo techo. Pero por más que el ejército británico les proveyera de vajilla y cristalería, y reorganizaran el mobiliario, nada podía cambiar el hecho de que vivía en casa ajena, que se movía en el espacio de otra persona. En todo caso, las modificaciones que ella promovía —el traslado de las plantas, la tela que recatadamente cubría la escultura desnuda del vestíbulo, el cambio de las sillas del comedor por las de la cocina de mimbre, más cómodas— solo servían para consolidar aún más el carácter de la casa. Mientras se paseaba por las habitaciones, a Rachael le parecía oírla susurrar desde las paredes con burlona condescendencia: «Este no es tu sitio y nunca lo será».

Ese aplomo parecía haber impregnado a los empleados domésticos, los cuales, pese a su aparente respeto, las inclinaciones y los gestos de asentimiento mecánicos, la veían —ella no tenía ninguna duda— como una impostora. Era a la vez ingenua y advenediza, sobre todo para la muda y cautelosa Greta, que había servido a la familia Lubert durante más tiempo y cuya lealtad se remontaba a mucho tiempo atrás. Las miradas fulminantes y decepcionadas que le lanzaba a Rachael eran como las de un sirviente de la realeza que haya visto desfilar a varias reinas que nunca han estado a la altura de la primera. Para Rachael, la casa seguía bajo los auspicios o el hechizo de su anterior señora, cuya presencia se manifestaba sobre todo en el aspecto y el comportamiento de los empleados domésticos, que con sus titubeos y sus indecisas respuestas ante las instrucciones que ella impartía apenas lograban ocultar su verdadera actitud: «Nuestra señora jamás habría hecho eso así».

Después del primer recorrido por la casa Rachael se había encontrado librando una pequeña batalla con la casa. No se trataba solo de las plantas; los muebles y la mayoría de los accesorios y artefactos también le resultaban odiosos. Sabía que se hallaba en presencia de objetos exquisitos, pero no eran de un estilo que le gustara o ambicionara siquiera; y si bien apreciaba el espacio y las dimensiones de las habitaciones, se sentía más intimidada que liberada por el mobiliario minimalista. Quería luz y espacio pero necesitaba confort e intimidad. Si le hubieran pedido que lo describiera, habría utilizado la palabra «moderno» en un sentido peyorativo. Las sillas, por ejemplo, parecían haber sido despojadas de su función más básica, ya que no eran blandas, ni cómodas ni bonitas, cualidades que creía necesarias en una silla. Lo mismo ocurría con los aparadores, las lámparas y las mesas. No había nada hermoso, frívolo o acogedor en ninguno de ellos. Todo lo que se encontraba dentro de esa casa tenía un aspecto ingenioso, frío y mecánico. Había demasiadas cosas que ofendían la vista de una galesa de clase media criada entre mobiliario victoriano de madera oscura, chimeneas de carbón, pianos de cola, y prudentes e inofensivos grabados de castillos y dibujos botánicos. Solo el salón, con su piano Bösendorfer de ébano y la otomana, se parecía remotamente a la clase de estancia en la que ella querría sentarse; si pudiera retirar la extraña silla de la esquina y reemplazarla quizá por el sencillo aunque mazacote sofá de dos plazas del dormitorio principal, tal vez empezaría a sentirse más a gusto en ella.

Rachael la miró con más detenimiento: una butaca reclinable de cuero con el marco de cromo. ¿Fue concebida para sentarse en ella? Parecía haberse sometido a una dura operación. Tal vez no fuera una silla sino un artefacto. O ambas cosas; quizá esa era la cuestión. Fuera cual fuese la idea que había detrás de ella, no le gustaba.

—Debería probarla.

Se volvió y vio a herr Lubert, inexplicablemente vestido con el mono azul marino de un mecánico y con un gran llavero en la mano. Tenía un aspecto desaliñado, con el pelo tan despeinado que le salía disparado hacia arriba y hacia un lado como si hubiera dormido sobre él cuando estaba mojado. Lewis siempre utilizaba gomina y lo llevaba tan pulcro e inmaculado como una prenda más del uniforme; el estilo desenvuelto y juvenil de Lubert, en cambio, parecía el de un desertor o un artista que se esfuerza por rebelarse.

—Es una Mies van der Rohe. De la Casa de la Construcción.

Rachael se quedó tan desconcertada por su aspecto —su indumentaria, su pelo, su actitud relajada— que no lo oyó.

—Me refiero a la butaca —explicó Lubert—. Vale la pena que la pruebe. Se supone que es una de las más cómodas que se han inventado nunca.

—Pues no lo parece —replicó Rachael—. Más bien… todo lo contrario.

Lubert sonrió algo jactancioso y con excesiva familiaridad.

—Bueno, es una observación interesante. El que la diseñó se propuso rechazar los «adornos innecesarios». ¿Se llaman así?

Rachael todavía se preguntaba cómo debía comportarse en semejante situación. ¿Cuál era la actitud apropiada? ¿Qué pensaba ella de esa respuesta? ¿Por qué llevaba él un mono azul? Y su inglés… Hablaba inglés con tanta naturalidad que ella tenía que recordarse a sí misma que era alemán y no confraternizar bajo ningún concepto con él, a no ser que se tratara de asuntos prácticos imprescindibles. Pero seguía siendo él quien hablaba siempre.

—Formó parte de la escuela Bauhaus. Pretendían simplificar las cosas. Devolverles su funcionalidad. Esa era la filosofía.

—¿Es preciso una filosofía para construir una silla cómoda? —le preguntó Rachael sorprendiéndose a sí misma y advirtiendo que era lo bastante cortante para detener esa conversación desagradablemente larga.

A Lubert se le iluminó el rostro.

—¡Pero si de eso se trata! ¡Detrás de cada artefacto, de cada objeto, hay una filosofía!

Ella tenía que poner fin a ese diálogo. Estaba sentando un pésimo precedente para las futuras interacciones. Los cuidadosos límites que tenía previsto poner —y que, de hecho, había empezado a poner— ya estaban siendo transgredidos.

Herr Lubert le ofreció el llavero.

—Como señora de la casa le corresponde a usted tenerlo. Son las llaves de todas las habitaciones con una etiqueta que indica cuál es cada una de ellas.

Rachael las tomó. «Señora de la casa». No tenía la sensación de serlo, ni se creía capaz de desempeñar ese papel de forma convincente.

—Espero que haya descansado, frau Morgan —añadió.

Rachael percibió una confianza inapropiada en esas palabras banales y decidió imponerse.

—Herr Lubert, quiero dejarlo claro desde el principio. No me siento cómoda con el arreglo de tener que compartir la casa con usted, y creo que lo correcto es que nos comuniquemos solo sobre lo imprescindible. Debemos ser educados, por supuesto, pero no resulta apropiado que… finjamos cordialidad cuando… no nos ayuda… en nuestra situación. Debemos trazar unas líneas de demarcación bien claras.

Lubert asintió ante su autoritaria intervención aunque no pareció ni remotamente convencido, y ella vio estupefacta cómo seguía sonriendo de la forma más despreocupada.

—Haré lo posible por no mostrarme demasiado cordial, frau Morgan.

Y, dicho eso, hizo una inclinación y salió.

Guten Morgen, alle.

Guten Morgen, herr gobernador. Guten Morgen, herr Oberst.

Es ist… kalt. —Lewis se abrazó a sí mismo y se dio unas palmaditas con las manos enguantadas.

Todo el mundo se mostró de acuerdo. Hacía mucho kalt.

Lewis había empezado a hacer un esfuerzo por no saludar a cualquier alemán que se encontrara en las puertas del cuartel general —una antigua biblioteca requisada— del barrio de Pinneberg. Aquel día había más personas que de costumbre. Se notaba que se aproximaba el invierno por el vaho que se formaba al respirar, y la multitud que solía mostrarse dócil y sumisa parecía inquieta; el cambio de estación se acercaba, y comenzaba a ser urgente la necesidad de encontrar una cama en uno de los campos para los desplazados.

Él daba los buenos días inclinando la cabeza hacia las mujeres, sonriendo a los niños y haciendo un saludo militar a los hombres. Los niños reían bobamente y las mujeres hacían una reverencia mientras que los hombres le devolvían el saludo militar y agitaban los papeles con que esperaban conseguir una cama y un techo. Así, Lewis trataba de infundir tranquilidad y dar la impresión de que estaban volviendo a la normalidad, aunque el hediondo aliento a hambre que había identificado el comandante Burnham con tanta crueldad, y ante el cual Lewis había aprendido a no hacer muecas, constituía un punzante recordatorio de que, un año después de la ocupación, todavía no habían conseguido satisfacer las necesidades más fundamentales de la gente.

Una vez dentro del perímetro, Lewis tomó mentalmente nota de pedir que retiraran la alambrada que rodeaba sus oficinas. No sabía muy bien de qué o de quiénes los protegía, pero el Consejo de Control Aliado parecía creer que necesitaban protegerse de una serie de bestias: los hombres lobo, los legendarios refuseniks militantes de la victoria aliada; los niños salvajes que buscaban comida entre la basura; las mujeres alemanas infectadas y depredadoras que rondaban a los hombres. Además, corría el rumor de que se habían escapado animales del bombardeado Tierpark Hagenbeck y que la mayoría de ellos seguían en los barrios periféricos de Hamburgo. En todo caso, la fea tela metálica con que se habían rodeado las autoridades convertía a los británicos en animales de zoo y a los indigentes en visitantes boquiabiertos que hacían muecas a las nerviosas y extrañas criaturas que había detrás de la valla.

El capitán Wilkins se encontraba sentado ante su escritorio, oculto tras un folleto.

—Buenos días, Wilkins.

—Buenos días, señor.

—¿Qué está leyendo?

—Se titula El carácter alemán y lo ha escrito el brigadier W. E. van Cutsem. Los del Consejo de Control Aliado insisten en que nos familiaricemos de nuevo con él. Hacen hincapié en que lleguemos a entender los rasgos más peligrosos de la personalidad alemana antes de ponerlo todo en marcha. Cutsem sostiene un argumento interesante. Escuche: «Puede que no haya muestras evidentes de odio, pero sigue latente bajo la superficie, listo para salir con toda su ferocidad y crudeza. Sean cautelosos; son personas que no saben cuándo están vencidas».

Lewis seguía de pie, posponiendo la sensación de castración que parecía sobrevenirle cada vez que se sentaba detrás de un escritorio. Miró a su subordinado con una exasperación apenas contenida.

—¿Cuánto tiempo lleva aquí, Wilkins?

—Pronto hará cuatro meses, señor.

—¿Y con cuántos alemanes ha hablado?

—No se nos permite hablar con ellos, señor…

—Pero habrá conversado con alguno. O lo habrá observado. Seguro que conoce a alguno.

—A un par, señor.

—¿Y qué experimenta cuando se los encuentra?

—¿Señor?

—¿Le dan miedo? ¿Nota su odio? ¿Los mira y piensa que están a tiro de pistola de una insurrección? ¿Que solo esperan una señal para derrocarnos?

—Es difícil decirlo, señor.

—Inténtelo. ¿Ha visto la gente que hay en las puertas? ¿Al mirar a esos niños abandonados, a esas personas sin hogar esqueléticas, macilentas y hediondas que se doblegan, adulan y mendigan comida y cobijo, piensa: Por Dios, debo recordar a esa gente que ha sido derrotada?

Wilkins trató de murmurar algo, pero Lewis no esperaba una respuesta.

—¿Sabe, Wilkins? No he conocido a ningún alemán que tenga dificultades en creer que ha sido derrotado. Creo que todos, sin excepción, lo han aceptado de buen grado y con cierto alivio. La verdadera diferencia entre ellos y nosotros es que ellos están total y absolutamente jodidos, y lo saben. Somos nosotros los que estamos tardando demasiado en hacernos a la idea.

—Señor. —Wilkins dejó en la mesa el folleto conflictivo y cogió unos papeles menos controvertidos. Parecía casi dolido. Ese día había en el tono de su superior una aspereza poco propia de él.

Lewis levantó de inmediato una mano para disculparse. Había hablado muy en serio pero con un énfasis excesivo, impregnado de la irritabilidad y la decepción que había acumulado desde la llegada de Rachael a Hamburgo. No había dormido bien y aunque se decía a sí mismo —y a Rachael— que era por compartir lecho después de haberse acostumbrado a estirar los pies en los fríos recovecos de las camas de los hoteles requisados, lo cierto era que el reencuentro no había sido como había esperado. Había contado con que ella se adaptara al nuevo entorno con el mismo entusiasmo que había mostrado en su primer hogar, la lúgubre y deprimente vivienda alquilada en Shrivenham. En el pasado había sabido cambiar de circunstancias con agilidad, pero allí parecía casi desmotivada. Todo le repelía, incluido él. La muerte de Michael la había afectado más de lo que él esperaba, y no solo había juzgado mal su sentimiento de pérdida sino que había empeorado las cosas pronunciando palabras que no debía y guardando luego silencio. Si en la oficina hacía gala de elocuencia, sentimiento y convicción, en presencia de Rachael experimentaba una ineptitud estrangulada. Y en las dos semanas que llevaban allí no habían «tenido un momento».

Por supuesto, a Wilkins no le interesaba ni tenía la culpa.

—Le aconsejo que salga más, Wilkins. Que conozca gente. Es el mejor antídoto contra todas esas sandeces teóricas. No ayuda mucho que el cuartel general esté aquí, pero es preciso que vea las condiciones reales a unos cuantos kilómetros al este. Confraternice. Es una orden.

—Señor…

Llamaron a la puerta, y apareció en el umbral la cabeza risueña y redonda del capitán Barker. Contempló la escena, y al percibir algo en el ambiente, optó por mantener el resto del cuerpo en el pasillo.

—Señor, las mujeres están listas.

—Muy bien, Barker. Gracias. ¿Cuántas son?

—He reducido las candidatas a tres, señor.

—¿Cómo lo ha conseguido?

—He elegido a las más guapas, señor.

Lewis se permitió una sonrisa. Quizá la zona británica se había convertido en una Meca para los inadaptados —colonialistas sobrantes de la India, políticos oportunistas, funcionarios fracasados y policías ociosos—, pero de vez en cuando se colaba una joya. Y Barker, que trabajaba con ahínco en todo lo que emprendía manteniendo siempre el más delicado tacto, lo era; no andaba tras las pequeñas victorias ni eludía el fracaso en otro ámbito; decía que había ido a Alemania para cambiar las cosas y parecía desprovisto de presunción o de la afectación con que llegaban tantos miembros de la nueva raza de oficiales. Semejante integridad relucía entre el estiércol, infundiendo a Lewis la esperanza de tener algo con lo que trabajar.

—¿Hablan bien nuestro idioma?

Barker miró hacia atrás, indicándole por señas que las mujeres podían oírlos.

—Todas lo hablan con soltura —respondió—. Para reducir la lista les he pedido que enumeraran todos los equipos de fútbol ingleses que conocieran. Una de ellas ha nombrado el Crewe Alexandra.

—¿Cree que en Inteligencia utilizan métodos de reclutamiento tan sofisticados?

—Por supuesto que no, señor. Inteligencia elegiría a las feas.

Crewe Alexandra fue la primera. Lewis se levantó cuando ella entró y la invitó a sentarse en la silla situada frente a su escritorio. Apartó los expedientes que le impedían verla. Con su sombrero de ala y su vestido de terciopelo parecía una sufragista aristócrata, un aspecto que de algún modo subrayaban sus enormes botas militares. Tenía un rostro anguloso y ancho, con las cejas pobladas y unos ojos lobunos y prodigiosos que observaron y traspasaron a Lewis al mismo tiempo. Él tuvo la extraña sensación de haberla visto antes en alguna parte, y aunque no era cierto se ruborizó, como si la sola idea fuera una prueba de una emoción más profunda e inapropiada. Recuperó la compostura y revisó el informe que Barker había tecleado con prisas.

—Ursula Paulus. Nacida el doce de marzo de mil novecientos dieciocho. ¿En Wismar?

—Sí. Así es.

Desde la guerra se había vuelto mucho más difícil calcular la edad de la gente. Las pérdidas, las separaciones, las privaciones y una dieta crónicamente pobre habían envejecido a todos, sobre todo a las mujeres. Las arrugas faciales formaban gruesos pliegues marchitos, y el cabello encanecía y clareaba, perdiendo el color y el vigor a causa del shock. Lewis percibió más experiencias vitales, más sabiduría y más dolor en su expresión que en la de una chica común y corriente de veintiocho años.

—¿Viene de la isla de Rügen?

—Sí.

—¿Cómo llegó a Hamburgo?

—Andando. —Bajó la vista hacia sus botas—. Lo siento, no he podido conseguir un calzado más adecuado.

—No voy a basar mi decisión en cuestiones de moda, frau Paulus. ¿Dónde ha aprendido a hablar inglés?

—Daba clases en una escuela primaria de la isla.

—¿No quiso quedarse en Rügen?

Ella meneó la cabeza y Lewis descifró el mensaje.

—Los rusos.

—No tratan bien a las mujeres alemanas.

—Eso es quedarse corto.

—¿Un… eufemismo? —preguntó ella, asegurándose de que era la palabra correcta.

Lewis asintió. Era lista, como les gustaba decir a los estadounidenses.

—¿Habla ruso?

—Un poco.

—Podría sernos útil. Si los soviéticos se salen con la suya podríamos acabar todos hablando ruso.

Lewis consultó de nuevo las notas de Barker.

—Sirvió en la base naval de Rostock durante la guerra. ¿Qué hacía?

—Era…, ustedes lo llaman estenógrafa.

—¿Qué hay de su marido? ¿Tiene trabajo?

—Murió al comienzo de la guerra.

—Lo siento…, aquí pone que está casada.

—Bueno, lo estoy… Hasta que me case de nuevo.

Lewis levantó una mano para disculparse.

—Entiendo. Su difunto marido sirvió en la Luftwaffe.

—Difunto… ¿quiere decir fallecido?

—Sí.

—Así es. Murió en Francia. En las primeras semanas de la guerra.

—Lo siento. —Lewis levantó la palma de una mano y movió la pierna con impaciencia—. Bien, frau Paulus. Hay cientos de mujeres alemanas solicitando el puesto de intérprete. ¿Por qué debería elegirla a usted?

Ursula le sonrió de un modo curioso.

—Una chica tiene que combatir el frío.

Lewis sonrió al oír su respuesta sincera. Comprobó rápidamente algo en los expedientes de las otras dos mujeres, pero fue un gesto simbólico. Ya estaba decidido. Tendría que entrevistar a las otras candidatas, si bien eso no cambiaría la decisión que acababa de tomar. Ya fuera por la necesidad acuciante de seguir adelante o por su reacción alérgica a permanecer sentado frente a su escritorio, frau Paulus lo había conquistado antes incluso de que hubiera evaluado su dominio del idioma o su idoneidad para el empleo. Necesitaba rodearse de personas que irradiaran una gracia tan sumisa. Y quería saber más de esas botas: su procedencia, las carreteras por las que habían viajado, las experiencias que habían vivido. Se veía a sí mismo —más tarde, tal vez en su coche— preguntándole por ellas, y a ella contándole cómo había caminado desde la isla de Rügen hasta Hamburgo para escapar de los rusos. Introdujo una mano en una de las cajas llenas de cuestionarios que acababan de llegar, cogió uno y se lo entregó.

—Es obligatorio que lo rellene. Le pido disculpas por la estupidez de algunas de las preguntas. —Luego sacó algo más de un cajón: un fajo de vales del ejército británico. Arrancó dos y se los entregó—. Utilícelos para comprarse unos zapatos nuevos.

Ella los cogió con cautela, como si no estuviera muy segura de las intenciones del coronel; tal vez fuera una prueba.

—Por favor —dijo él alentándola—. La intérprete de un gobernador debe vestir de forma adecuada.

Al oír esas palabras Ursula perdió la compostura; suspiró como si llevara largo rato conteniendo la respiración, luego le cogió la mano y, sosteniéndosela entre las suyas, le dio las gracias, primero espontáneamente en alemán y después, recordando las circunstancias, en el idioma de su empleador:

—Gracias, coronel. Gracias.

Tommy, ruski, yanqui y franchute. Tommy, ruski, yanqui y franchute.

Cada día se quedan con nuestras cosas

y cada día olemos el pestazo

a tommy, ruski, yanqui y franchute.

¡Tommy, ruski, yanqui y franchute!

Los salvajes cantaban esa cancioncilla, al principio en voz baja y luego más fuerte hasta que casi vomitaban la palabra «franchute». Cantaban no tanto por rebeldía como por la necesidad de distraerse del frío cada vez más intenso. En esa ocasión la canción decayó a la segunda repetición.

Ozi, que estaba sentado encima de una maleta, arrojó al fuego un himnario. Mientras el color de las llamas oscilaba entre el verde, el azul y el naranja, los salvajes se acercaron más al borde del cráter donde ardía la fogata para que les llegara su débil calor. Ozi reflexionaba sobre lo que se disponía a decir. Estaban cansados de ir siempre de un lugar a otro, pero no les quedaba otra.

La iglesia abandonada había sido su hogar desde que se habían marchado del Tierpark Hagenbeck, donde habían vivido tres meses sin ser descubiertos en la cueva bajo el artificial peñasco del mono de piedra. Las casas de Dios en ruinas eran refugios seguros, pero tenían sus limitaciones. La Christuskirche presentaba un boquete en el tejado allí donde había caído una bomba, y un cráter del tamaño de un coche en el coro y el presbiterio. El gran hoyo era el lugar más lógico para hacer un fuego y habían sido tan despilfarradores con los bancos de madera que desde la ola de frío se habían dedicado a quemar libros, empezando por los textos sagrados que tenían a su alrededor. Los libros servían para prender el fuego aunque no eran un buen combustible, ya que ardían rápida e intensamente pero despedían poco calor. Dietmar había regresado llevando en una carreta Las obras completas de Walter Scott que había encontrado en la vieja biblioteca de la universidad, si bien en unas pocas horas habían acabado con todos los volúmenes. ¡Un millón de palabras para dar calor a cinco niños durante una sola noche! Ya no quedaba nada por quemar. Ozi observó cómo las últimas páginas de alabanzas se desintegraban en partículas negras que se elevaban hacia la bóveda y decidió actuar. Dio unas palmadas.

—Escuchad. Mañana bajaremos a la Elbchaussee. Por ahí hay casas junto al río donde viven los jefazos tommies. Casas con césped que llegan hasta la orilla y con un cuarto de baño por persona. Los tommies se quedan con todas las casas bonitas pero no las llenan todas. A veces ponen fuera de la casa el letrero de «Requisada» y se queda vacía hasta que llega la familia tommy. Y en ocasiones no llega nadie y la casa sigue vacía, y se olvidan de que no vive nadie en ella. Berti ha encontrado una casa y dice que podemos instalarnos allí.

—Me gusta estar en la casa de Dios —replicó Otto—. Aquí estamos seguros y nadie nos dice lo que tenemos que hacer.

—No podemos quedarnos más tiempo aquí —insistió Ozi—. No me dejas dormir con tus tiriteras. Saldremos a buscar la casa de algún banquero gordo que tenga sillas, camas y grifos dorados. Cada uno tendremos nuestro cuarto de baño. Las bañeras son lo bastante grandes para que el agua te cubra hasta las rodillas. No es como Hammerbrook, donde oíamos al viejo Langermaid tirarse pedos en la bañera de la habitación de al lado. Y cuando hayamos encontrado una casa, iremos a estafar a todos esos refugiados de Polonia y Prusia que hay en los campos de desplazados. Esos cabrones están tan desesperados que son capaces de cualquier cosa. Todos buscan papeles, trabajo y comida. Podemos hacer buenos negocios con ellos. Muy pronto seremos millonarios y compraremos nuestra propia mansión junto al río.

—¿Y si no encontramos una casa vacía? —preguntó Otto.

—Entonces nos conformaremos con las sobras de la mesa de los tommies. —Ozi inspiró con impaciencia—: ¿Ernst? ¿Te apuntas?

Ernst asintió.

—¿Siegfried?

Siegfried levantó una mano.

—Dietmar, ¿te apuntas?

Dietmar no escuchaba. Recorría con los dedos las filigranas de un retablo que se había caído y partido en dos, y que describía la vida de Jesús en cuatro escenas: la natividad, el bautismo, la crucifixión y la resurrección. Acarició el granito blanco tallado intentando descifrar la historia que contaba la fría piedra. Llevaba un chaleco salvavidas hinchado con un silbato y una linterna colgando, y utilizó la linterna para examinar con más detenimiento la talla. La pieza se había desprendido del altar con la explosión y se había estrellado contra el suelo, rajándose por la mitad. Ozi necesitaba la aprobación de Dietmar. Pese a tener el cerebro gravemente dañado por el fuego, y ser dado a las divagaciones repetitivas y tortuosas, Dietmar era útil. Aparentaba más años que los demás y sabía moverse por la ciudad.

—¿Didi?

Dietmar seguía absorto en el artefacto religioso.

—¿Qué se supone que es? —preguntó, deslizando un dedo por la figura de Jesús.

—Este es Jesús el Cristo —respondió Otto—. El salvador del mundo.

Se hizo un silencio entre reverencial e incierto. Dietmar apuntó la débil luz sobre la escena del bautismo.

—¿Por qué tiene un pájaro sobre la cabeza? —Empezó a balancearse acuclillado—. ¿Qué hace ahí?

Dietmar tenía que recibir una respuesta y era importante que Ozi, en su papel de cabecilla, se la diera. Ozi miró la paloma que se cernía sobre el salvador sumergido a medias mientras confusos fragmentos de historias que su madre le había metido en la cabeza se combinaban para formar una respuesta.

—Jesús vivía en un barco lleno de animales. Pero en realidad le gustaban los pájaros. Sobre todo los gorriones.

Dietmar había llegado al Jesús en la cruz y se perturbó mucho.

—¿Por qué lo están matando? —preguntó—. ¿Por qué lo están matando?

—¡Cálmate, Didi! No es real.

—¿Por qué lo están matando? ¿Por qué?

—Era judío —dijo Siegfried.

—Era judío. Era judío —repitió Dietmar, y por un instante eso pareció aplacarlo—. Era judío. Hablaba con los animales. Vivía en un barco.

—Mi padre me puso un nombre alemán en lugar de uno cristiano —dijo Siegfried—. Decía que los cristianos son débiles.

—¿Los tommies son cristianos? —preguntó Ernst.

—Los tommies creen en la demogracia. Y en el rey de Vindsor —dijo Ozi categóricamente, queriendo zanjar el asunto.

—¿Cómo vamos a confiar en un tommy? Tan pronto nos matan como nos regalan cholates —dijo Siegfried.

—¡Basta de cháchara! —exclamó Ozi con voz ronca a causa de la frustración.

El humo y el polvo que había inhalado durante la tormenta de fuego le habían dejado los pulmones debilitados y una voz ronca extrañamente susurrante. Los tommies habían arrasado su casa y quemado la de sus vecinos, pero inhalar el polvo de los muertos vaporizados le había proporcionado una ventaja inesperada: un gruñido áspero que aterraba tanto a los niños, que lo obedecían, y que divertía u horrorizaba tanto a los adultos, que le daban cosas. Se puso de pie encima de su maleta.

—Sé mejor que nadie los daños que nos causaron los Heavy Angels de los tommies cuando desataron sobre nosotros la gran tormenta de fuego. Lo vi, y casi se me cocieron los ojos en las cuencas mientras miraba. Es una película que tengo en la cabeza y no necesito ir al Einplatz y pagar para verla. Todavía veo las paredes de las casas derrumbándose con los cuadros aún colgados, un piano volando por los aires y partiéndose con un ruido estremecedor, y páginas de libros. Todo está en mi cabeza. A veces las imágenes aparecen en pleno día sin que yo se lo haya pedido. Pero no quiero esa película. Ahora hay otras, como Enrique V y El mago de Oz. Y los tommies no son tan malos. Ya sé que conducen grandes coches inservibles. Pero poseen cosas buenas que compartir. Ya no tenemos que fingir que estamos contentos, como antes. Ni levantarnos, sentarnos y hacer el saludo militar cada cuatro segundos. Ahora puedes decir lo que te da la gana sin que ningún tipo te vuele la cabeza o te denuncie. Esto se llama demogracia. Y los tommies hacen chistes de todo, hasta de los huevos del Führer.

Ernst se rio con ganas, pero los demás se miraron. Incluso a esas alturas les parecía una blasfemia desmesurada.

Ozi se bajó de la maleta y se mantuvo erguido.

—Yo no pienso quedarme aquí. Vámonos.

—No quiero ir —dijo Otto—. Me gusta la casa de Dios.

—Mira, Otto —dijo Ozi—, puedes quedarte, si quieres, pero vamos a conseguir una mansión con un maldito cuarto de baño y una maldita cama tan blanda que creerás que estás en el cielo. Estoy harto de hoyos en el suelo. Estoy harto de zoos. Y de iglesias. Dentro de nada estaremos viviendo como el mismo káiser.

Otto estaba a punto de dejarse llevar por la profecía de Ozi, quien saltó sobre las últimas brasas del fuego para apagarlas.

—¿Quién se viene conmigo?

El primero en levantarse fue Ernst.

Siegfried se encasquetó el sombrero y dijo:

—Vamos, a por el maldito baño.

Finalmente, Dietmar levantó la vista del retablo y completó la nueva liturgia:

—Vamos, a por el maldito baño.