3

Lewis observó a los soldados británicos congregados en el andén de la estación Dammtor de Hamburgo. Casi todos estaban allí para reencontrarse con sus esposas y, para algunos, el tren procedente de Cuxhaven pondría fin a una separación que había durado meses, incluso años.

En su caso habían transcurrido diecisiete meses desde aquellos tres días extrañamente desalentadores de las celebraciones de la victoria en Londres; diecisiete meses desde que había visto a Rachael en carne y hueso, había olido su aliento a helecho y la había oído tocar el piano. Ya no tendría que recurrir a la fotografía —tomada un caluroso día de julio en una playa de Pembrokeshire— que llevaba detrás de la tira elástica de la pitillera. En esa foto se la veía en la plenitud del verano: el holgado vestido de flores, la cabeza ladeada con despreocupación…; incluso en blanco y negro las mejillas parecían ruborizadas. Carente de grandes dotes visuales, él se había sorprendido de la cantidad de imágenes y recuerdos que había sido capaz de evocar durante el tiempo que habían permanecido separados. No se trataba tanto de la estilizada y afectada perfección del cine romántico como de los momentos íntimos e improvisados que el cine no podía o no se permitía mostrar. A menudo había retrocedido hasta el día que había presentado a Rachael a su familia —su hermana Kate, atónita ante el acierto de su elección, la había aprobado de inmediato— y el espontáneo baño de medianoche que se habían dado desnudos en Carmarthen Bay, con las viscosas algas lamiéndoles la piel.

La inminente presencia de su mujer ponía en peligro todo eso, y mientras fumaba allí de pie empezó a pensar en la persona que bajaría del tren. ¿Qué tal sería la auténtica Rachael comparada con la Rachael tan admirada y fácil de llevar en el bolsillo que le había sonreído a lo largo de toda la guerra, en todo momento y circunstancias?

Lewis guardó su imagen detrás de la tira elástica, sobre la foto más pequeña de Michael, y cerró la pitillera. Dio una última calada al cigarrillo y lo tiró a las vías. Por encima de él, en el marco sin cristales del techo de la estación, los pájaros construían sus nidos donde podían. Una repentina exclamación de deleite hizo que bajara la vista a sus pies, donde un hombre demacrado de unos sesenta años había recogido la colilla todavía encendida de las vías e inspeccionaba el tabaco, murmurando una y otra vez: «Danke, danke, danke». En circunstancias normales, el entusiasta gracias del hombre por ese minúsculo regalo imprevisto habría sonado a sarcasmo, pero en la Stunde Null una colilla tirada era como maná caído de un cielo olvidado de Dios. La compasión y la repugnancia forcejearon en sus entrañas, y una vez más ganó la compasión. Sacó tres cigarrillos de su pitillera de plata, se agachó y se los ofreció al hombre. Por un instante este los miró con atención, sin atreverse a cogerlos por si eran un espejismo.

Nimm Sie! Schnell! —dijo Lewis, consciente de que la mayoría de los soldados allí reunidos verían con malos ojos su benevolencia.

El hombre cogió los cigarrillos y cerró la palma de la mano antes de guardárselos dentro del abrigo.

Al erguirse, Lewis vio a dos hombres acercándose por el andén. Uno era el capitán Wilkins, sin duda animado ante la perspectiva de ver a una esposa a la que constante y desvergonzadamente llamaba «mi pétalo». Lewis, a quien le costaba expresar con palabras su afecto ante la misma Rachael, y no digamos ante los demás, admiraba en secreto el ostentoso enamoramiento de su subordinado. Wilkins se mostraba totalmente inocente al respecto y contaba intimidades como un joven amante incapaz de contenerse. Una vez incluso les leyó un poema que había compuesto, «A mi pétalo», con el verso «Te regaré, flor mía, y te inundaré de amor».

El hombre que lo acompañaba llevaba en la charretera la corona de comandante. Tenía un aspecto poco inglés, tirando a exótico, con el cabello negro sedoso y unos ojos bonitos aunque vigilantes, y Lewis sintió de inmediato la necesidad de perfeccionar su estilo.

—Señor, este es el comandante Burnham —dijo Wilkins—, de la Sección de Inteligencia. Está aquí para distinguir los negros de los blancos y los grises.

En lugar de hacer un saludo militar Burnham le estrechó la mano a Lewis. Los de Inteligencia tenían su propia jerarquía y en cuanto podían se abstenían de mostrar deferencia a los militares de carrera, a quienes no consideraban bien dotados para reconstruir un estado en ruinas. Lewis no se ofendió, pero en los movimientos eficientes y en las declaraciones precisas de Burnham enseguida percibió que era un hombre con una misión.

Mientras Burnham miraba con ferocidad al mendigo demacrado, Wilkins se apresuró a llenar el silencio.

—Ayer mismo encontramos una casa para el comandante. No queda lejos de la suya, señor. En la Elbchaussee. —El subordinado de Lewis, que era cada vez más consciente de sus actitudes poco convencionales, sus gustos y aversiones, así como de su tendencia a decir lo que pensaba, intuyó un enfrentamiento—. Serán casi vecinos —añadió.

Burnham seguía absorto en el mendigo, que había subido al andén y les tendía la mano, esperando sin duda que los amigos del coronel fueran tan generosos como él. Pero el comandante le dijo en un alemán impecable:

—Si no te largas me encargaré de que te detengan.

El hombre levantó las manos y retrocedió en una actitud excesivamente servil, tan rápido como se lo permitieron las piernas.

Burnham hizo una mueca.

—Cómo huele esa gente.

—Es lo que hace una dieta de novecientas calorías al día —respondió Lewis.

—Al menos molestan menos cuando tienen hambre —dijo Burnham, sonriendo sin alegría.

—Bien visto —dijo Wilkins, intentando suavizar las cosas.

Burnham asintió mientras fijaba en Lewis una mirada interrogativa y experta. El resonante silbato del tren que se aproximaba evitó a Lewis tener que decirle que estaba equivocado. Equivocado por completo.

—¿Por qué corren esos niños detrás de nosotros?

Edmund estaba inclinado sobre la ventanilla medio abierta del vagón. Fuera, hordas de niños alemanes corrían con una mano tendida al lado del tren, que había aminorado la marcha lo suficiente para avanzar a su mismo ritmo. Los niños gritaban los nombres de la santísima trinidad —«Cholate, pitillos, sandvich»—, pero los pasajeros del tren no estaban familiarizados con el aceptado y esperado ritual de arrojar provisiones, y no hubo premios.

—Quizá quieren ver qué aspecto tenemos —fue todo lo que musitó Rachael—. Ya casi hemos llegado.

—¿Son alemanes?

—Sí. Vamos, ponte el abrigo.

—No parecen muy alemanes.

Rachael le enderezó la corbata, se humedeció un dedo con la lengua para frotarle una mancha en la mejilla y le alisó el cabello.

—Mírate. ¿Qué pensará tu padre?

Alrededor había más mozos de estación que pasajeros, listos para llevar el equipaje de los recién llegados y dejarlos libres para buscar a maridos y progenitores. Después de dar su maleta a un impaciente anciano de aspecto gris, Rachael se apeó del tren y se vio inmersa en una bulliciosa riada de tweed, sombreros, polvos y barras de labios que fluía hacia los hombres que esperaban. Vio a parejas abrazándose en medio del vapor. Tal como había prometido, la esposa del comandante ya estaba recuperando el tiempo perdido. Se acercó a su marido, le agarró la barbilla y lo besó con la boca abierta. Fue un acto descarado, y Rachael se estremeció de ávida excitación. Ella jamás besaría de ese modo a Lewis en público; incluso en su juventud le habría parecido demasiado subido de tono.

Lo vio antes de que él la viera a ella —apartado de la multitud y observando, con una expresión un poco asustada, vulnerable— y, exactamente como en las historias de Woman’s Own, el corazón le dio un vuelco, notó el pulso en la garganta y se le aceleró la respiración. Por un instante sintió un intenso afecto, pero se desvaneció al darse cuenta de que él la veía y solo se le dilataban un instante los ojos antes de sonreír a Edmund, que corría a su encuentro. Lewis lo saludó alborotándole el cabello recién peinado mientras hacía una observación nerviosa sobre el paso del tiempo.

—Mírate. Como una habichuela.

—Hola, papá.

Lewis continuó mirando a Edmund, mudo de asombro ante unos cambios que siempre parecían tan sorprendentes a los adultos y tan prosaicos a los niños, hasta que no pudo seguir utilizando a su hijo como excusa; entonces se volvió hacia Rachael y le dio un beso rápido que aterrizó entre los labios y la mejilla.

—¿Habéis tenido un buen viaje?

—Cruzar la frontera ha resultado algo complicado.

—Vamos a tomar un té. Si tenemos suerte habrá strudel.

—Los alemanes no saben preparar el té —intervino Edmund, intentando complacerlo.

Lewis se rio. Era uno de los pocos tópicos sobre los alemanes que era cierto.

—Están mejorando.

Edmund tenía los ojos como platos, asimilando todo lo que lo rodeaba. De pronto se animó con algo que ocurría al otro lado de las vías.

—¿Qué están haciendo?

—Santo cielo —susurró Rachael.

Dos niños sujetaban a un chico suspendido boca abajo de un puente frente a un tren que se acercaba. El chico tenía un palo de golf en las manos y por un momento pareció que la locomotora iba a arrollarlo, pero el tren pasó por debajo de él, a varios metros de distancia, y mientras lo hacía él golpeó los pedazos de carbón de la parte superior del ténder para que las mujeres que esperaban junto a las vías los recogieran en sus faldas.

—¿Eso está permitido? —preguntó Edmund, lleno de admiración.

—Oficialmente no —respondió Lewis.

—¿No vais a detenerlos?

Lewis guiñó un ojo a su hijo con complicidad.

—No veo ningún barco. —Y con esas palabras condujo a su familia hacia la salida antes de que surgieran más preguntas difíciles.

El hotel más elegante de Hamburgo, el Atlantic, había sobrevivido a la guerra y era un oasis de derroche en medio de un desierto de frugalidad. Esa impresión se veía reforzada por el patio con palmeras del salón principal, entre las cuales tocaban los músicos para una clientela británica que tomaba el té y que durante unas horas sería capaz de olvidar los años grises e imaginar que se encontraba en el más pintoresco de los destinos. Lewis confiaba en que la marchita grandeza, el té, los sonidos antifonales del tintineo de la cubertería y la gruesa alfombra crearan el ambiente de confort y seguridad que requería la difícil noticia que se disponía a dar. Pero no se quedó satisfecho con la música. Los músicos del hotel solían interpretar las alegres melodías populares preferidas por los ingleses, en cambio los intérpretes de aquel día, un pianista y una cantante, se estaban volcando de lleno en una canción melancólica en alemán que era el contrapunto de la melodía que Lewis esperaba. Las noticias difíciles requerían una banda sonora alegre; interpretaran lo que interpretasen tenía que cambiar.

Rachael reconoció al instante la pieza como un lied de Schubert y se entregó a su profunda corriente. El strudel quedó intacto ante ella mientras se alimentaba de la música, escuchando con una concentración intensa y única en la sala. Edmund, a su lado, engulló el strudel mientras disparaba pregunta tras pregunta a su padre. Llevaban toda una guerra guardadas y necesitaban una respuesta inmediata. Lewis fumó e hizo lo posible por responder al tiempo que esperaba el momento adecuado para pedir que cambiaran la música.

—¿Es ahora una colonia Alemania?

—No exactamente. Con el tiempo la devolveremos…, cuando la hayamos arreglado.

—¿Nos ha tocado la mejor parte?

—Dicen que los estadounidenses se han quedado con las vistas, los franceses con el vino y nosotros con las ruinas.

—No parece justo.

—Bueno, nosotros creamos las ruinas.

—¿Qué hay de los rusos?

—¿Los rusos? Bueno, ellos se han quedado con las granjas. Pero eso es otra historia. ¿Qué tal el strudel, cariño?

Lewis advirtió que Rachael se secaba rápidamente una lágrima. Partió un pedazo de strudel con el tenedor para disimular, aunque era demasiado tarde.

—Mamá está llorando otra vez.

Era como si Edmund hubiera lanzado sobre la mesa una bengala de señales, iluminando los últimos diecisiete meses para que los viera su padre. El resplandor mostró a Lewis más de lo que quería saber o de lo que estaba preparado para afrontar. Ese breve resumen de la historia reciente de Rachael era el ápice de algo que había esperado que los médicos, el tiempo y la distancia lograran curar.

—No seas bobo, Ed —dijo Rachael—. Solo es la música. Sabes que la música triste siempre me hace llorar.

Al acabar la cantante y no recibir ningún aplauso, Lewis vio la oportunidad de despejar la melancolía. Rachael adivinó enseguida lo que se proponía.

—Por favor, no…

—Necesitamos algo más alegre, ¿no te parece?

Rachael cedió con un gesto de decepción, y en cuanto él se fue se volvió hacia Edmund.

—Por favor, no le digas esas cosas a tu padre. Solo conseguirás preocuparlo.

—Lo siento.

Lewis susurró su petición a la cantante y Rachael advirtió la sonrisa dolida y tensa de la mujer; quizá fuera una intérprete de fama internacional, parte de una orquesta diezmada que se veía obligada a satisfacer los requisitos de clientes incultos. Mientras Lewis regresaba, el pianista tocó los primeros acordes de «Run, Rabbit, Run» y la cantante pasó de las profundidades del anhelo existencial alemán a la superficial frivolidad inglesa sin alterarse.

—Eso está mejor —dijo Lewis—. Este país necesita una nueva canción.

Con el renovado ambiente creado por esa melodía, Lewis se vio incapaz de esperar un cigarrillo más y decidió acabar de una vez. No tenía dotes de vendedor y sus tentativas solían mostrar una desmesurada dependencia de los superlativos «más maravilloso» y «más fantástico», y de los adverbios enfáticos «realmente» y «de verdad».

—Tengo noticias sobre nuestra nueva casa. Es realmente un lugar de lo más maravilloso. Mucho más grande que la de Amersham. Más incluso que la de la tía Clara. Hay una sala de billar. Un piano de cola. —Guardó silencio un momento para dejar que Rachael se lo imaginara—. Y unas vistas maravillosas del río Elba. Y está llena de cuadros interesantes…, de artistas bastante famosos, creo. ¿Qué más? Ah, sí. Hay un montaplatos.

—¿Para montar los platos? —preguntó Edmund.

—Y tenemos servicio: una doncella, una cocinera y un jardinero.

—Pero ¿quién monta los platos?

Fue un alivio reír. Hasta Rachael se rio del comentario.

—Pronto lo verás…

—¿Hablan nuestro idioma? —preguntó Rachael, introduciéndose en la conversación.

—La mayoría de los alemanes saben unas cuantas palabras. Y enseguida lo pillaréis.

Lewis guardó silencio. Había ensayado mentalmente ese momento varias veces. ¿Debía apelar a su lado humano y hacer que sintieran compasión hacia los Lubert, como había sentido él? ¿Hacerles ver que eran personas como ellos? ¿O aferrarse a los hechos materiales, a saber, que era una casa lo bastante grande para alojar a veinte personas y que sería egoísta echar a los propietarios? Fuera como fuese, trataba de envolver una bomba en algodón.

—La casa pertenece a herr Lubert. Es arquitecto. Un hombre civilizado. Su mujer murió durante la guerra. Tiene una hija, no mucho mayor que tú, Ed. Se llama Frieda, creo. De cualquier modo, la casa es…, bueno, enorme. Lo bastante grande para alojar a veinte personas. Y en el piso de arriba hay un apartamento totalmente independiente…

Rachael inspiró con pesadez y cambió de postura.

—El caso es que la casa es lo bastante grande para todos. Ellos vivirán en las dependencias del piso superior y nosotros tendremos el resto de la casa para nosotros.

Rachael no estaba segura de haber oído bien.

—¿Viviremos con ellos? —le preguntó.

—Apenas nos enteraremos de que están. Solo son dos. Pueden utilizar otra entrada para estar totalmente independientes. Allí tienen todo lo que necesitan.

—¿Viviremos con alemanes? —le preguntó Edmund.

—No exactamente. Aunque sí, compartiremos una casa. Es como si fuera un edificio de pisos y ellos vivieran en la planta de arriba.

Rachael necesitaba hacer algo, de modo que se sirvió té sin ganas y sin mirar siquiera. Volcó la jarrita de leche y Lewis, alegrándose de ocuparse en algo práctico, extendió una servilleta sobre la mesa y llamó al camarero.

—Pero no lo entiendo —dijo Rachael—. ¿Es lo que hacen las demás familias?

—Ninguna ha requisado una casa como esa. No es lo mismo.

A Rachael eso no le cabía en la cabeza. Le traía sin cuidado lo suntuosa que fuera, lo repleta de habitaciones que estuviera o la exquisitez de las obras de arte o del piano que había; aunque hubiera sido un palacio con alas independientes y edificaciones anexas seguiría sin haber espacio para los alemanes en él. Buscó un cigarrillo en su bolso. Estaba resuelta a no dejar que Lewis le ofreciera fuego, como solía hacer; pero él ya había sacado el mechero estilo estadounidense, e inclinándose hacia ella, ahuecó la mano junto a la de Rachael, temblorosa, y se lo encendió.

—Espera a verla. Es una casa maravillosa.

Lewis siempre había tenido en mente un ataque en dos flancos. Si el enfoque blando no resultaba convincente, los abofetearía con la desigualdad y les mostraría lo peor que Hamburgo podía ofrecer. Dio instrucciones a Schroeder de seguirlo con el Austin 16 y el equipaje mientras daba un pequeño rodeo por las ruinas para que «frau und sohn entendieran mejor la situación».

Lewis esquivó con cuidado excesivo los cráteres causados por las bombas en la carretera, pero durante los primeros minutos la emocionada reacción de Edmund ante el Mercedes impidió que pronunciara su sermón correctivo. Sentado entre su madre y él, el niño se quedó sin aliento y prorrumpió en exclamaciones de entusiasmo ante la suprema hazaña de ingeniería que representaba aquel coche. De la misma manera que se había quedado perplejo al saber que Bach era alemán, la belleza pura de esa bestia anuló todo sentimiento de superioridad.

—Puede ir a más de doscientos.

—Son kilómetros por hora.

—¿Podemos probarlo?

—No creo que estas carreteras nos lo permitan, Ed. —Y a continuación Lewis les ofreció la primera de sus estadísticas mortales—: ¿Sabías que arrojamos más bombas sobre Hamburgo en un fin de semana que las que los alemanes lanzaron sobre Londres a lo largo de toda la guerra? —Se lo dijo a Edmund, pero quería que Rachael también lo oyera, que lo asimilara en toda su crudeza; que eliminara los prejuicios y la autocompasión. Casi de inmediato, aparecieron las ruinas de Hamburgo, y si al principio no eran muy diferentes de las imágenes que recordaban de Londres, Coventry o Bristol, la magnitud del desastre aumentó a medida que avanzaban. No había ninguna construcción en pie ni delante ni detrás ni a los lados, solo cascotes y ríos de gente desplazándose a un lado de la carretera.

—Pero ellos empezaron, ¿no, papá?

Lewis asintió. Por supuesto que empezaron ellos. Empezaron cuando un hechicero revolvió sus quejas en una olla; empezaron con cada brazo que levantaron y cada brazalete que se pusieron, con cada mitin al que acudieron, cada carretera que construyeron y cada declaración que aplaudieron; empezaron con cada tienda que destruyeron, cada avión que lanzaron y cada bomba que arrojaron. Empezaron ellos. Pero ¿dónde estaban? ¿Dónde estaba ahora la raza superior que engullía continentes? No podían ser esos trogloditas patéticamente vestidos y débiles que se arrastraban a un lado de la carretera en ruinas.

—No parecen alemanes, papá.

—No.

Rachael seguía sin responder.

—¿Ves esas cruces negras? Señalan los cadáveres sepultados entre las ruinas. Todavía hay más de un millón de civiles alemanes sin localizar.

Lewis miró a Rachael para ver si asimilaba algo de lo que decía, pero su expresión era resueltamente inexpresiva.

Pon la cara que quieras, pensó Lewis. Pronto lo verás.

Dejaron atrás a varias familias que llevaban los restos de toda una vida en un carro.

—¿Adónde va toda esa gente? —preguntó Edmund.

—Son desplazados que regresan a la ciudad o gente a la que han echado de sus casas para hacernos sitio a nosotros.

—Mamá dice que viven en cuarteles.

—Así es. Sin embargo, no hay suficientes para todos. Estamos construyendo un nuevo campamento cada mes. —En algún momento tendría que enseñarles cómo eran los campos de desplazados.

—¿Son como los campos que vimos en Illustrated News?

—No, son distintos.

—Pero se lo merecen, ¿no? Por lo que hicieron en aquellos campos.

Lewis tuvo que contener su irritación y tomar aire. Él no podía saberlo.

—¿Papá?

Por ambos lados de la carretera transitaba gente con una expresión concentrada solo en lo inmediato, en el pan de cada día, en librarse de un mal mayor, pero Lewis no podía ir más lejos en su defensa. También debía ser justo…

—Sí, algunos se lo merecen, Ed.

Y al oírlo Rachael ofreció las únicas palabras que pronunciaría durante ese breve trayecto:

—Por supuesto que se lo merecen.

Cuando el extraño convoy —un encorvado y desvencijado Austin británico detrás de un Mercedes alemán de aspecto victorioso— se detuvo en el camino de grava, Stefan Lubert miró el reloj y bajó los escalones para recibir a los nuevos ocupantes. Se puso bien la chaqueta e hizo un esfuerzo por parecer digno, humilde y agradecido al mismo tiempo, una difícil combinación para un hombre de su temperamento. A su lado Heike y Greta formaban en fila, listas para ofrecer sus servicios a la familia. Él percibía sus nervios y las oyó comentar entre susurros:

—No son tan feos como otros ingleses.

—Me gusta cómo van vestidos.

—Mira al pobre señor, poniendo al mal tiempo buena cara.

—La esposa es guapa…

—No tanto como nuestra señora.

Greta era condescendiente con la memoria de su señora, ya que Claudia no había sido guapa. Atractiva, elegante, grácil, aguileña, pero guapa no. Mientras que, tal como había observado Heike espontáneamente, frau Morgan sí lo era; su rostro pétreo y serio no podía ocultarlo. Cabello castaño oscuro, grandes ojos almendrados, pequeños labios gruesos, figura menuda pero rellena, tez aceitunada. ¿De dónde era? De Inglaterra seguro que no. Debía de ser de origen celta, o incluso español.

—No parece contenta.

—A lo mejor está acostumbrada a vivir en un castillo.

El coronel se acercó y estrechó la mano de Lubert con efusión.

—Frieda quería saludarlos, pero no se encuentra bien —dijo Lubert—. Espero que disculpen su ausencia.

—No faltaba más —respondió Lewis, e hizo una indicación a Rachael para que se acercara—. Esta es mi mujer…, frau Morgan.

Lubert le tendió una mano, pero Rachael no correspondió el gesto.

—Encantado —dijo él, retirando la mano y utilizando el movimiento del brazo para invitarlos a pasar y hacer las presentaciones—. Este es el personal de servicio. Heike y Greta. Y a Richard lo habrán visto en la puerta. Se los encomiendo.

Heike hizo una reverencia enérgica y Greta apenas se movió.

Lubert advirtió que Rachael todavía no había hablado. Quizá las ruinas la habían sumido en un estado catatónico.

—Y Edmund —dijo Lewis, llamando a su hijo para que se acercara—: ¡Ed!

En su excitación, el chico se había adentrado en los jardines, donde corría con los brazos abiertos como un avión, imitando los ruidos de la guerra. Lo hacía sin pensar. Como para demostrar que no le importaba, Lubert se rio. Rachael se sintió avergonzada y lo llamó.

—¡Ed! ¡Basta! Ven a saludar.

Lubert se sorprendió al oír su voz. ¡Habla!

Edmund se acercó para saludar a Lubert y al servicio. Heike se rio de sus payasadas.

—Encantado —dijo el chico.

—Bienvenido a su nuevo hogar —respondió Lubert—. Espero que le guste.

Lewis no había exagerado, pensó Rachael. La casa era maravillosa. Más bien se había quedado corto, probablemente porque desconocía lo que la hacía tan especial, aunque también porque no se sentía del todo a gusto en medio de su suntuosidad. Lewis carecía de todas las pretensiones sociales y aspiraciones materiales que movilizaban a sus colegas, una cualidad que Rachael, más concienciada desde el punto de vista social, siempre había aprobado, pero que de pronto, sin saber muy bien por qué, la irritó. Mientras herr Lubert los conducía por la casa se encontró atrapada entre la necesidad de demostrar que reconocía la excelencia y apreciaba la cultura, y la de comunicar sus recelos. Habitación tras habitación, parecía aumentar el sentimiento de inferioridad y de desubicación de Rachael. Fuera lo que fuese lo que herr Lubert dijera, todo lo que ella oía era: «Sois bien recibidos pero esta sigue siendo mi casa». Cuando llegaron al balcón con vistas al río Rachael ya había tenido suficiente. Lubert se ofreció a enseñarles su apartamento, situado en la parte superior de la casa, pero ella interrumpió la visita diciendo que estaba cansada a causa del viaje. La conmoción de sus nuevas circunstancias le había sacudido de encima la fatiga, pero ya no podía seguir soportando la presencia de ese alemán cortés y —¿o era producto de su imaginación?— un poco impertinente que hablaba inglés con una cadencia perfecta y sin los ridículos balbuceos de la pronunciación aprendida. Rachael casi había esperado que la ausencia de un idioma en común hiciera las cosas más simples; no obstante, la desenvoltura de ese hombre lo complicaría todo a menos que ella marcara los límites de manera clara y firme.

Cuando más tarde Lewis fue al cuarto de Edmund para arroparlo, se encontró a su hijo tumbado en el suelo. Había arrastrado la casa de muñecas hasta el centro de la habitación y Lewis se fijó en que la había reorganizado para crear una réplica de la Villa Lubert, poniendo muebles en el tejado donde ahora vivía la familia alemana y colocando muñecos del tamaño de un dedo en sus respectivos espacios: dos muñecos, uno masculino y otro femenino, representaban a Lubert y a su hija; y otros tres a él mismo, a Lewis y a Rachael.

—Es hora de dormir, Ed.

El chico se levantó del suelo y se subió a la cama con dosel.

Hacía mucho tiempo que Lewis no acostaba a su hijo y no estaba muy seguro de los pasos que debía seguir. ¿Habría que contarle un cuento? ¿Charlar un poco? ¿Rezar una oración? Lo tapó bien con la manta, justo por encima de su soldado de trapo, Cuthbert, que tenía sobre el pecho. Le entraron ganas de acariciarle el rostro y apartarle un mechón del ojo, pero le faltó confianza en sí mismo, de modo que le dio unas palmaditas al soldado de trapo.

—¿Te gusta esta casa?

—Es grande —respondió Edmund.

—¿Crees que te gustará?

Ed asintió.

—¿Por qué no ha bajado la niña a saludar?

—Creo que no se encuentra muy bien. La conocerás pronto. Quizá podáis jugar juntos.

—¿Estaría permitido?

—Por supuesto. Una vez que nos hayamos instalado.

Edmund guardó silencio un momento, como si quisiera decir algo más, pero su padre ya había apagado la lamparita de la mesilla de noche.

—Buenas noches, Ed.

—Buenas noches, papá.

Y con esas palabras Lewis salió de la habitación. Edmund pensó que tal vez era mejor no mencionar el encuentro de una hora antes, cuando había deambulado por el rellano de la escalera que conducía al piso superior, donde estaba el apartamento de los Lubert.

Solo quería echar un vistazo al piso superior, nada más. Tras subir el primer tramo de las escaleras y llegar a la curva se había encontrado a la niña, con una coleta rubia, los brazos extendidos con una mano apoyada en cada pared y las piernas suspendidas en el aire frente a ella, como si hiciera una acrobacia sobre un caballo.

«Hola —había dicho él. Intrigado, se había quedado mirándola y preguntándose si era Frieda. Ella parecía totalmente sana y fuerte, no tenía aspecto de enferma—. ¿Eres Frieda?»

Pero la niña se había limitado a mirarlo, manteniendo las piernas en posición horizontal. Luego, muy despacio, había empezado a abrirlas dejando ver las bragas. Edmund se había quedado hipnotizado, incapaz de apartar la mirada. No sabría decir cuánto tiempo permaneció boquiabierto —le pareció que varios minutos—, pero solo reaccionó cuando la niña de pronto le bufó —exactamente como un gato— y él retrocedió por las escaleras sin apartar un momento los ojos de ella, por si de pronto se abalanzaba sobre él.

Lubert se despertó de un mal sueño y se encontró en una habitación desconocida, en una casa que ya no era la suya. En los primeros segundos de incertidumbre no supo con certeza dónde estaba; mientras buscaba pistas sensoriales, acudió a su mente una confusión de recuerdos geográficos y temporales que lo trasladaron a una cama individual en la casa de verano de su abuela, en la isla de Sylt, la misma cama donde una vez había hecho el amor con Claudia mientras abajo, en la cocina, sus hermanas preparaban langosta y cangrejos para cenar. Con qué astucia los jóvenes amantes habían aprovechado el ruido de las cáscaras al romperse para disimular los crujidos de la cabecera de la cama y sus gritos de éxtasis.

Lubert abrió los ojos, y la luz que entraba a través de la cortina entreabierta rompió la ilusión; no estaba en su cama (otro hombre y otra mujer yacían ahora en ella) sino en la habitación que había utilizado su viejo chófer, Friedrich, antes de que la guerra lo obligara a reducir el personal doméstico; la misma habitación que Claudia había utilizado a partir de entonces como una prolongación de su vestidor siempre desbordante. Lubert seguía en su hogar pero ya no mandaba en él; la señora de la casa había fallecido y él ya no volvería a acariciarla ni a olerla. Sin embargo podía olerla, si no a ella al menos un recuerdo de un momento compartido con ella. El edredón de seda debajo del cual yacía en esos momentos pertenecía a la casa de verano de Sylt, antes de que la Luftwaffe confiscara todas las casas de la isla con el fin de utilizarlas como bases para sus hidroaviones; se había impregnado del olor a mar y ese olor había provocado la vívida asociación. Se tapó hasta la nariz con el edredón, e inhalando su olor se dejó transportar de nuevo al día en que él y su prometida de mejillas encendidas bajaron por las escaleras para dar cuenta de la comida preparada por sus hermanas; el olor a pescado salado y a hierbas de Claudia todavía en los nudillos mezclándose con el de la bouillabaise, y Claudia sonriéndole desde el otro lado de la mesa mientras él se olía con disimulo los dedos buscando una prueba de su pasión. Mientras Lubert se abandonaba a ese recuerdo, le llegó de debajo del edredón el olor de su propia excitación, invitándolo a evocar de nuevo aquella escena.

Cuando terminó no sintió remordimientos sino más bien una especie de humillación, porque eso era todo lo que tenía ahora, reminiscencias editadas y reeditadas para obtener un efecto rápido y mecánico. Se incorporó y notó sobre el vientre el tibio semen ya enfriándose. Malgastado. Castrado de propósito. Era en ese legado, más que en las ruinas, la destrucción material o las atrocidades, en lo que más pensaba Lubert: el truncamiento y el reajuste de unas relaciones que en otro tiempo habían parecido inquebrantables, un millón de amantes perdiendo al amor de su vida y viéndose obligados a volver a empezar. Por supuesto, para algunos, los que no eran felices en su matrimonio, los que estaban unidos en un yugo desigual, la interrupción había supuesto una oportunidad. Según decían bromeando los obreros de la fábrica, la escasez de varones alemanes los beneficiaba. Sencillamente había más mujeres donde elegir y más mujeres eligiendo. Era la «nueva» economía de la oferta y la demanda. Pero Lubert no quería elegir ni que lo eligieran; la mujer que había elegido —y que lo había elegido a él— seguía estando, incluso muerta, más presente que cualquier relación posible.

Se secó la mano con la camisa de dormir y se levantó de la cama para correr del todo la cortina. La habitación seguía atestada de pertenencias que con celeridad habían trasladado del dormitorio principal y del estudio tras el inesperado indulto concedido por el coronel. Eran las cosas que Lubert siempre había imaginado que cogería primero en caso de incendio: su taller de arquitectura y sus utensilios, las flores prensadas del día de su boda y dos de los objetos más valiosos y apreciados de la casa, el autorretrato de Léger y la doncella desnuda de Von Carolsfeld. Sin embargo, lejos de experimentar un sentimiento de pérdida, le había invadido una inesperada euforia al verse obligado a reducir sus pertenencias; una sensación de estar casi desnudo, lo bastante ligero de equipaje para ir a cualquier parte.

Se acercó a la ventana y miró hacia el otro lado del césped iluminado. La luna, que no estaba llena, brillaba en el frío y despejado cielo purpúreo, si bien la luz que se proyectaba sobre el jardín procedía del dormitorio principal, donde sin duda el amable y honesto oficial británico y su esposa, atractiva aunque llena de fuego contenido, volvían a conocerse tras una larga separación. Lubert procuró no pensar en ello pero solo logró que acudiera a su mente aún con más nitidez una escena: estaban en la que había sido su cama; quizá habían dejado la luz encendida para ver mejor lo que se habían perdido; habían hablado largo y tendido antes de hacer el amor, o bien habían hecho el amor y luego habían hablado y hecho de nuevo el amor. ¿Estaban tumbados encima de la cama sin taparse, como Claudia y él siempre preferían, o eran amantes silenciosos y furtivos que se escondían debajo de las sábanas?

La luz del dormitorio de abajo se apagó, y el balcón, el jardín y los árboles se sumieron en la negrura dejando el firmamento más estrellado. Dando por sentado que los ocupantes de su antigua cama habían concluido los rituales del reencuentro, Lubert se apartó de la ventana y se deslizó de nuevo bajo el edredón con olor salado de su cama individual.

Rachael estaba sentada ante el nuevo tocador de su nuevo dormitorio cepillándose el cabello. Justo encima de ella, en alguna parte del piso superior, se imaginó a herr Lubert preparándose para acostarse y riéndose de la grosería y la ineptitud de «esa mujer» para reconocer al artista de uno de los cuadros que había señalado en la sala de billar… ¿Quién era? ¿Léger? Nunca había oído hablar de él.

No quería moverse del taburete en forma de riñón del tocador. Si contaba con la condescendencia de un hombre en el piso superior, también contaba con la aprobación (y las expectativas) del que tenía detrás. En el espejo vio a Lewis en pijama, sentado en la estrecha y alta cama observándola, y alcanzó a percibir su mezcla de excitación e irritación. A Lewis le desagradaba cualquier forma de descortesía, y si aún no le había dicho nada tal vez era porque esperaba «tener un momento». Rachael dejó de cepillarse el cabello; no quería dar mensajes erróneos. El esperado momento de su reencuentro físico había llegado pero ella no estaba preparada para entregarse a él.

—¿No te gusta la casa? —preguntó Lewis.

El tono era bastante suave, aunque tratándose de él, era casi una confrontación.

—Preferiría que no viviera aquí el dueño.

Rachael observó a Lewis coger la pitillera, sacar un cigarrillo y encenderlo. Un reflejo de lucha: munición para la batalla; un terreno traicionero que cruzar: encender.

—Podrías haber sido un poco más amable con él —dijo.

De nuevo era razonable, pues ella se había mostrado poco amable. Sin embargo, no necesitaba motivos para volverse contra él. Su risa sonó más histérica de lo que se sentía, si bien la elección de las palabras fue calculada. Una discusión pospondría el sexo para otra ocasión.

—¿Cómo? ¿Y fingir que todos nos llevamos la mar de bien? ¿Que estamos en el mismo bando?

—Lo estamos —repuso Lewis—. Estamos en el mismo bando.

Rachael se levantó y se acercó a la estrecha cama, despegándose el camisón de los pechos. Ahuecó las almohadas para sentarse erguida. Ya tenía en la mesilla de noche el libro que estaba leyendo —Cita con la muerte, de Agatha Christie—: la ruta de huida si él persistía.

Tal vez percibiendo que se le escapaba la oportunidad, él preguntó:

—¿Vamos a… tener un momento?

—¿Es necesario? ¿Ahora?

—No, no es necesario.

—Me refiero a que es un poco extraño con ellos aquí arriba. Han sido tres días muy largos.

—No importa. Estás cansada.

Tal vez si él la hubiera tomado por sorpresa, sin avisarla, ella se habría dejado llevar; quizá así era como solía ocurrir entre ambos.

Ella cogió el libro.

—¿Es cierto que has llorado todos los días?

Rachael se puso tensa. Él quería hablar.

—No sé por qué ha dicho eso Ed.

—Pero ¿es cierto?

—Mayfield dice que todavía tengo los nervios frágiles.

—¿Qué hay de Pring? ¿Habéis hablado?

—He dejado de ir a la iglesia.

Reconocer ese hecho le produjo una sensación agradable, extrañamente satisfactoria. Sin embargo, no se justificó. Para Lewis, que tenía poca angst (el curioso nuevo término que había utilizado Mayfield), era una cuestión práctica. Lo que quería decir en realidad era: ¿has estado con gente o te has aislado? Sin duda él no deduciría de la respuesta que su Dios no existía porque había permitido que una bomba extraviada aterrizara en el preciso momento en que Michael bajaba las escaleras respondiendo a su llamada.

Rachael notó una presión en las compuertas. Se había contenido durante los pasados días, pero se acercaba.

—Para ti no es un problema —dijo—. No estabas allí. No pareces sentirlo como yo lo siento.

—No he tenido mucho tiempo para los sentimientos —replicó Lewis. Sincero pero poco acertado.

—Pero ¿por qué no lo sientes? —Ella le ahorró tener que expresarlo en palabras—. De acuerdo, tienes tu trabajo. Tienes un país que reconstruir… —Y, dicho eso, las aguas de la presa empezaron a desbordarse—. ¡El país que mató a mi… precioso hijo!

Esos sollozos que llegaban cada vez que recordaba a Michael se parecían a los que la habían embargado de niña; le sacudían todo el diafragma y la obligaban a recobrar el aliento abruptamente. Lewis le pasó la mano por la espalda, pero no podía entrar en su alcoba de dolor.

—Y pretendes que viva aquí con esa gente.

—Todos los que vivimos bajo este techo hemos experimentado una pérdida.

—No me importa. No me importa si el resto del mundo ha perdido un hijo. El dolor es el mismo. No estoy de acuerdo con esa…

—Nadie lo está. Pero tenemos que hacer lo mejor…

—Lo mejor. ¡Siempre lo mejor! Pareces más preocupado por las necesidades de nuestros enemigos.

—Rach, por favor. Ya no son nuestros enemigos. Han sido totalmente aplastados. Hay que reconstruirlo todo.

Rachael se dio unos golpecitos en el esternón y se detuvo entre dos sollozos para tomar aire.

—¿Puedes reconstruir esto? —preguntó, casi deseando que él estuviera a la altura de ese desafío y anhelando al mismo tiempo que saliera de la habitación y la dejara sola con su desolación.