—«Se dispone a conocer a personas desconocidas en un país enemigo desconocido. Debe evitar a los alemanes. No debe caminar a su lado, ni estrecharles la mano, ni entrar en sus casas. No debe jugar con ellos ni asistir a ningún acto social al que ellos asistan. No intente ser amable; se considera una debilidad. Ponga a los alemanes en su sitio. No dé muestras de odio; los alemanes se sentirán halagados. Manifieste en todo momento una brusquedad y un distanciamiento frío, correcto y digno. No debe confra… ternizar…» —Edmund repitió la palabra—: ¿Confraternizar? ¿Qué significa eso? ¿Mamá?
Rachael había empezado a divagar al llegar a la parte de «frío, correcto y digno» y se imaginaba a sí misma mostrando esas cualidades a alemanes desconocidos. Edmund estaba leyendo «Viajando a Alemania», el folleto informativo oficial que se entregaba a todas las familias británicas destinadas a Alemania como parte del equipaje, junto con bolsas de caramelos y revistas. Pedirle a su hijo que leyera en voz alta se había convertido en una táctica; una forma sencilla de alentarlo a aprender acerca del mundo exterior que al mismo tiempo le daba un respiro para pensar.
—¿Mmm?
—Dice que no debemos confraternizar con los alemanes. ¿Qué significa?
—Significa… ser cordiales. Significa que no debemos entablar relaciones con ellos.
Edmund consideró sus palabras.
—¿Ni siquiera si nos caen bien?
—No tendremos nada que ver con los alemanes, Ed. No te hará falta ser amigo de ellos.
Pero la curiosidad de Edmund era como una hidra, en cuanto Rachael cortó la cabeza de la última pregunta aparecieron otras tres en su lugar.
—¿Alemania será una nueva colonia?
—Algo así.
Cuánto había necesitado a Lewis en los tres últimos años para responder las constantes preguntas. La mente brillante y curiosa de Edmund requería algo con lo que contrastar, una caja de resonancia. Con Lewis lejos y con su antiguo ser temporalmente ausente sin permiso, la mayoría de las preguntas de Ed se habían topado con distraídos y absortos gestos de la cabeza. De hecho, Edmund estaba tan acostumbrado a las reacciones retardadas de su madre que lo repetía todo dos veces, como si se dirigiera a una tía vieja y sorda a la que había que seguir la corriente.
—¿Tendrán que aprender inglés?
—Imagino que sí, Ed. Sigue leyendo.
—«Cuando conozca a los alemanes es muy posible que crea que son como nosotros. Lo son, solo que hay pocos del tipo enjuto y fuerte, y predominan los corpulentos, gruesos y rubios, tanto hombres como mujeres, sobre todo en el norte. Pero no lo son tanto como parecen». —Edmund asintió aliviado. Sin embargo la siguiente parte lo desconcertó—. «Los alemanes son muy aficionados a la música. Beethoven, Wagner y Bach son alemanes». —Dejó de leer, confuso—. ¿Es cierto eso? ¿Bach era alemán?
Bach era alemán, pero Rachael apenas se vio con ánimos de admitirlo. Las cosas hermosas pertenecían sin duda al bando de los ángeles.
—Alemania era distinta entonces —dijo—. Continúa. Es interesante…
El folleto despertó en Rachael una emoción primitiva y alentadora. Se veía a sí misma afirmando su mensaje fundamental: a la hora de la verdad, los alemanes son malos. Esa noción les había servido para aguantar hasta el final de la guerra, creando un consenso que evitó que echaran la culpa a nadie más. A Alemania se la podía responsabilizar de casi todo lo que había ido mal en el mundo: las malas cosechas, el precio del pan, la moralidad laxa de la juventud, el descenso en la asistencia a la iglesia. Por un tiempo Rachael había estado de acuerdo con todo ello y le había servido para explicar sus pequeñas insatisfacciones domésticas.
Pero un día de primavera de 1942 la descarga rezagada de una bomba no arrojada en el momento previsto procedente de un Heinkel He-111 que regresaba de lanzar un ataque aéreo contra las refinerías de Milford Haven mató a su hijo de catorce años, Michael, derruyó la casa de su hermana y la obligó a arrojarse al suelo de la sala de estar como una muñeca de trapo. Aunque ella salió de entre las ruinas ilesa, una metralla espiritual se alojó en lo más profundo de su ser, fuera del alcance de los cirujanos, envenenando sus pensamientos y ofuscándole la mente. Esa bomba absurda destruyó su fe en la bondad esencial de la vida y la lanzó al éter como si fuera polvo, dejando en su cabeza un pitido que aumentó de intensidad al terminar la guerra.
Aunque su reducido círculo de conocidos la había superado en pérdidas (a los Blake les habían matado dos hijos en el desembarco aliado en Normandía; George Davies había regresado de un campo de prisioneros de guerra y descubierto que su mujer y sus hijos habían muerto en un ataque aéreo contra Cardiff), Rachael no halló consuelo en la desgracia ajena. El dolor era algo personal e intransferible y lo generalizado del sufrimiento no lo hacía menguar.
No obstante, culpar a los alemanes solo proporcionaba un alivio temporal. Tras la explosión ella había mirado al cielo a través de los edificios sin tejado de los que todavía se elevaba una columna de humo y se había imaginado a los aviadores riéndose mientras volaban de regreso a Alemania; pero culpar a unos hombres que cumplían con su deber le había dejado un vacío. Por un instante había pensado en la responsabilidad de su superior, si bien le pareció que albergar semejante pensamiento era degradante para la memoria de su hijo.
Al cabo de unas semanas, a medida que recuperaba la sensibilidad, se descubrió incapaz de rezar, algo que siempre había hecho, y así llegó la inesperada pregunta de si existía realmente Dios. De pronto ese Dios que ella siempre había creído que estaba de su parte parecía ten lejano e inalcanzable como un Führer. Su respuesta no era la furiosa angustia del que cree (para gritar a Dios tenías que tener fe), sino más bien el silencio del que se pregunta si realmente ha creído alguna vez. Las palabras del reverendo Pring, que «lo que aprendamos del dolor nos haga crecer», solo sirvieron para intensificar la extraña sensación de ausencia divina. Cuando el sacerdote trató de tranquilizarla recordándole que ellos creían en un Dios que también había perdido a un hijo, ella respondió con repentina brusquedad que «Él al menos se había resarcido al cabo de tres días». El sorprendido cura dejó esas palabras suspendidas en el aire antes de replicar, en la cadencia más alentadora, que todos los que creían en esa resurrección compartían la misma esperanza. Rachael hizo un gesto de negación. Había visto el cuerpo destrozado de su hijo arrancado de debajo de las vigas, su inocente rostro blanco de polvo y muerte. No habría resurrección para Michael.
En una época de austeridad la autocompasión era un bien que había que racionar, algo que nadie debía mostrar en público. Sin embargo, la sensación que tenía Rachael de que le había tocado vivir una mala guerra, y de que pertenecía más al bando del ofendido que del ofensor, no disminuyó. Sin un Dios al que echar la culpa volvió la mirada al mundo en busca de un culpable, y encontró uno. No era el que esperaba, y al principio intentó ahuyentar la idea pensando que solo era una prueba más de sus «nervios frágiles», como había dictaminado el doctor Mayfield. Lewis, que había tenido una buena guerra, una guerra heroica, se encontraba a kilómetros de distancia, entrenando a reclutas en Wiltshire, cuando aquello ocurrió; aunque había sido idea suya que cambiaran Amersham por la seguridad del oeste, «más allá del alcance y el interés de la Luftwaffe», y había insistido en que los chicos fueran con ella, él no podía prever esa descarga rezagada de un avión alemán cuyos tripulantes solo querían regresar cuanto antes a su casa. Sin embargo el dolor, avivado junto con otros resentimientos inexpresables, puede dar rienda suelta a una multitud de incisivos pensamientos que, una vez desatados, es muy difícil controlar. El rostro de Lewis adquiría mayores dimensiones a medida que la recriminación de ella se afianzaba, y su ausencia solo servía para aumentar su culpabilidad. Si Rachael culpaba a alguien era a él.
—¿Mamá? ¿Con quién estás hablando ahora? —le preguntó Edmund.
De nuevo, el ensimismamiento la había llevado lejos, y una vez más el pobre Edmund, su hijo menor y único superviviente, la hacía volver a la realidad. Al ser la queja un tabú, todo permanecía en su interior, en el reino de lo privado, tan alejada estaba del mundo que a veces perdía la noción del tiempo y el espacio. Trató de orientarse de nuevo.
—Con nadie, Ed. Solo estaba pensando… —respondió—. Pensaba en que tengo otro cromo para ti.
Buscó en su bolso el paquete de Wills y encendió el cigarrillo que, según el doctor Mayfield, le sentaría «bien para los nervios». Luego tendió el cromo del paquete a Edmund, que lo cogió con entusiasmo y enseguida lo rechazó.
—Ya lo tengo.
Rachael lo miró. Era una ilustración de cómo proteger una ventana de una explosión.
—Los cromos de esa marca con toda esa información de la guerra son aburridos —dijo Edmund—. ¿No puedes cambiar de marca?
—Tu padre tendrá cromos nuevos. Creo que sigue fumando Players.
Rachael dejó caer la ceniza en el cenicero y se sacudió la falda de tweed. Era la primera vez en más de un año que se vestía pensando en Lewis; la primera vez, de hecho, desde su breve y peculiar encuentro de tres días tras la victoria aliada en Europa, cuando ella había tenido la sensación de ser la única persona en toda Gran Bretaña incapaz de divertirse. Llevaba el traje de tweed que él le había dicho que le sentaba «de maravilla», lo que no era nada propio de él, así como el perfume Je Reviens de Worth («una bomba») que él había comprado en Francia. Después de años de abrigos confeccionados con cortinas y de labios pintados con jugo de remolacha, su atuendo parecía casi ostentoso.
Al verse reflejada en la ventanilla del vagón, Rachel se fijó en la mujer y en la niña, de unos diez años, sentadas frente a ella, que leían, respectivamente, un folleto y un tebeo. La mujer parecía desaprobarla con la mirada.
—Creo que esto es importante, Lucy —le dijo a la niña—. Es un mensaje del primer ministro Attlee. —Y leyó en alto del folleto—: «Los alemanes verán a las esposas británicas como representantes del Imperio británico, y en base a su conducta y la de sus hijos, antes que a la de las fuerzas armadas, juzgarán a los británicos y el estilo de vida británico». Debemos recordarlo.
Aunque miró a su hija mientras lo decía, Rachael tuvo la sensación de que las palabras iban dirigidas a ella. Sin duda, esa esposa británica ejemplar había llegado a la conclusión de que la señora distraída, ensimismada y demasiado elegante que tenía enfrente, que murmuraba para sí sin apenas advertir la presencia de su hijo, debía de ser una esposa egoísta, una mala madre y la peor clase de persona para representar a su país.
—Después de la explosión de la bomba hubo un intervalo durante el cual todo permaneció inmóvil… —Edmund guardó silencio un momento para crear el efecto adecuado—. Y a continuación el sonido y el aire fueron absorbidos, y mi madre se vio arrojada… nueve metros.
Edmund era un niño de once años que vivía un momento emocionante: estaba cruzando el mar del Norte a bordo de un antiguo buque de transporte de tropas alemán para reunirse con su padre, un héroe de la guerra vivo, y vivir en un país donde había existido el régimen más poderoso y perverso de la historia; mejor aún, era un niño armado de historias bélicas que superaban fácilmente las de cualquiera.
La bomba que había matado al hermano de Edmund también había arrojado a su madre por los aires unos tres o seis metros —nueve, si tenía ante sí el público adecuado— hasta el otro extremo de la sala de estar de su tía. A raíz del incidente le había quedado un leve temblor y el llanto fácil (lloraba por nada, ya fuera al escuchar una pieza de música clásica en la radio o ver un pájaro cojeando en el jardín), pero él le perdonaba esas rarezas. Era evidente que las habían originado tanto la muerte de Michael como el hecho de que ella se hubiera salvado de milagro. Su forma de esquivar la muerte había proporcionado a Edmund un sentimiento de orgullo y una buena historia que adornar.
Y en esos momentos estaba adornándola ante lo que consideró que era un «público de nueve metros», compuesto por una niña de unos trece años con un lunar, un niño pelirrojo que aparentaba tener once y un chico mayor, de unos dieciséis, con una chaqueta sport de espiguilla. Si bien las diferencias de clase habían sido temporalmente neutralizadas por la emoción del viaje, era imposible dejar de hacer conjeturas sobre el lugar que cada uno ocupaba en esa nueva sociedad, y antes siquiera de que ellos revelaran el rango de sus padres, Edmund había adivinado que, al menos en lo referente a la clase social, él era igual que Pelirrojo y Lunar, y casi sin duda superior a Espiguilla, que estaba sentado aparte, fingiendo que no le interesaba la historia de la supervivencia de su madre mientras sacudía la ceniza de un cigarrillo y se echaba hacia atrás el cabello fijado con Brylcreem.
Pese a la ostentosa indiferencia del chico, Edmund advirtió que su historia lo atraía. Acababa de contar el momento en que la bomba alcanzaba la casa, con «el estruendo» del impacto, la extraña sensación de «temblor» que su madre había intentado explicarle. Su relato era exacto en muchos aspectos, menos en el «bum, bum, bum» del cañoneo antiaéreo, que no había existido en realidad en la ciudad rural galesa de Narberth. Tampoco sintió la necesidad de mencionar que él se encontraba en una granja vecina el día que había estallado la bomba.
—¿Nueve metros? Eso es casi… tres veces la longitud de este camarote. —Pelirrojo describió con una rotación de la cabeza el arco imaginario recorrido por la Madre Voladora y corroboró su aterrizaje más allá de la terraza con una exclamación.
Como si quisiera eludir cualquier duda, Edmund concluyó la historia con el irrefutable hecho de la muerte de Michael, en cuyos detalles no hacía falta entrar:
—Mi hermano no tuvo tanta suerte.
Tras haberse ganado el respeto de su audiencia con el relato de «Cómo desafió mi madre la muerte», Edmund obtuvo su compasión con el de «Y mi hermano murió».
Se decía que todo el mundo tenía una «historia de bombas», pero Edmund no había encontrado a nadie que pudiera superar la suya. Esperó a ver si alguno de los tres daba un paso. Pelirrojo se aclaró la voz y mencionó tímidamente a un primo suyo que había muerto mientras veía Lo que el viento se llevó en el cine Alhambra de Bromley junto con otras diez personas, aunque no lo conocía mucho. Espiguilla guardó silencio, si bien por su expresión satisfecha Edmund dio por hecho que se disponía a superar su historia con otra: ¿una muerte por una bomba teledirigida? ¿Un piloto alemán atrapado en un árbol? No importaba. Si hacía falta él tenía otra historia en la manga.
Sacó su baraja.
—¿Sabéis construir un castillo? —preguntó.
Esparció las cartas sobre la mesa extensible y las colocó formando una pirámide. El vaivén del barco hacía más difícil el reto.
—Nosotros tenemos que compartir el camarote con otra familia —dijo Lunar—. Mi padre solo es capitán. —Ella ya se había fijado en la amplitud de los aposentos de Edmund, acorde con el rango de su padre—. Pero mi madre espera que pronto lo nombren comandante para que nos den una casa mejor en Alemania. ¿Qué rango tiene tu padre?
Edmund lanzó una mirada a Espiguilla para asegurarse de que escuchaba. Era una forma fácil y modesta de jugar su mejor mano. «Cómo desafió mi madre la muerte» siempre tenía éxito, pero «Cómo fue condecorado mi padre» era su escalera real.
—Cuando comenzó la guerra solo era capitán. Pero enseguida lo nombraron comandante, le dieron una medalla y volvieron a ascenderlo. Pasó del grado de comandante al de coronel saltándose el de teniente coronel.
—¿Qué hizo para que se la dieran? —Espiguilla estaba muy interesado, y Edmund reparó en su acento de aspirante a instituto de secundaria selectivo. Por muchas clases de elocución que tomara nunca podría disimularlo.
Sin necesidad de que lo alentaran, Edmund les contó cómo su padre se había tirado al río Ems para salvar a dos zapadores atrapados en un camión, y cómo, para conseguirlo, había tenido que esquivar las atenciones de un francotirador alemán. No era la primera vez que contaba esa historia, y había aprendido a guardar unos minutos de silencio justo antes de la parte en que su padre, después de desaparecer bajo las aguas y liberar a los hombres atrapados, lograba salir de nuevo y eliminar al francotirador con una granada. Siguió un silencio asombrado hasta que Espiguilla preguntó:
—¿Qué medalla le dieron?
—La OMM. La Orden al Mérito Militar.
—Organicé un Marrón Monumental, querrás decir. —Espiguilla soltó una risotada, y con ella la duda se coló en la habitación como el agua en un camión que cae a un río.
Edmund notó cómo se hundía su historia. Lunar restauró cierta unidad con una afirmación con la que todos se mostraron de acuerdo:
—El único alemán bueno es el alemán muerto.
Edmund y Pelirrojo asintieron mientras Lunar hacía más observaciones sobre la verdadera naturaleza de los alemanes, tal como había aprendido de su abuela.
—Mi abuela decía que si los miras a los ojos, ves al diablo…
Pelirrojo también había llevado a cabo sus investigaciones.
—No podemos hablar con ellos ni sonreírles siquiera. Y deben hacernos el saludo militar y obedecernos en todo.
—Y no podemos confraternizar —añadió Edmund, satisfecho de utilizar esa nueva palabra.
Espiguilla encendió un cigarrillo e hizo un gesto de negación. Edmund admiraba en secreto cómo exhalaba el humo por la nariz y no se creía nada de lo que decían los otros.
—Escucha. No tenéis ni idea. Solo necesitáis saber una cosa sobre Alemania… —Espiguilla sostuvo en alto el cigarrillo—. Con uno de lo que decís puedes comprar un montón de pan. Con cien, puedes conseguir una bicicleta. Si tienes los suficientes puedes vivir como un rey.
Y con estas palabras dio exageradamente una calada y les echó el humo, obligándolos a parpadear a todos menos a Edmund, que mantuvo los ojos abiertos el tiempo suficiente para ver cómo se derrumbaba su castillo de naipes.
En el salón del barco se habían reunido las esposas de los hombres que ya estaban en Alemania. Se había hecho un gran esfuerzo para ocultar los antecedentes de la embarcación; todo rastro de que en otro tiempo había transportado a las Waffen SS a los puertos recién conquistados de Oslo y Bergen se había ocultado bajo una capa de pintura color crema y lima, y bajo alegres banderitas. Solo los pasajeros de mirada más penetrante habrían advertido una vieja pintada en la barandilla de la cubierta anunciando al mundo que el soldado raso Tobias Messer habían permanecido allí el tiempo suficiente para grabar su nombre para la posteridad.
El Empire Halladale era el barco de la Operación Reencuentro y llevaba a bordo a los representantes de un poder todavía grande a escala mundial, una nación que incluso en tiempos difíciles era capaz de proporcionar incentivos a sus ciudadanos. Por lo que se refería a la «carga», era un buen momento para irse de Gran Bretaña y alejarse de Pete Patata y el Doctor Zanahoria, las medias color carne y la frugalidad incesante. Ese pequeño rincón flotante del imperio parecía burlarse de todo eso y sugerir un futuro de magnificencia.
Rachael estaba sentada con las esposas de tres oficiales, comparando los inventarios de sus hogares. Por tratarse de la esposa de un coronel su lista tenía tres páginas. La de la señora Burnham (esposa de comandante) tenía dos y media, y las de las señoras Eliot y Thompson (casadas con capitanes) solo dos. Era una prueba del milagro de la burocracia británica, que incluso en esos tiempos de bancarrota encontrara en su interior descompuesto y quebrado los medios para decidir que la esposa de un capitán no precisaba un juego de té de cuatro servicios, la esposa de un comandante necesitaba una vajilla completa, y solo a las esposas de oficiales de mando les correspondía una licorera para oporto.
Rachael era la «esposa de más alto rango» del grupo, aunque cedió encantada el papel a la señora Burnham, que era una líder nata. Esa mujer glamurosa y segura de sí misma era aguda, ordinaria y sabihonda, pero infundió un aire tan conspirativo a la reunión que logró que todas tuvieran la sensación de que ir a Alemania era una aventura, una oportunidad que no podían dejar escapar. La señora Thompson, una mujer esnob y concisa, no perdía detalle de lo que decía. Solo la señora Eliot parecía estar a disgusto. Se había mareado en cuanto el barco había partido de Tilbury y su tez hacía juego con el verde grisáceo de las tazas y los platitos.
—¿Se encuentra mejor? —le preguntó Rachael.
—El té está ayudando.
—Aproveche —dijo la señora Burnham—. Puede que los alemanes sean expertos en café, pero no tienen ni idea de preparar un té.
Ya había revisado su lista y advertido la ausencia de condimentos, servilletas y copas, y se volvió hacia Rachael.
—¿Está todo allí?
Rachael tenía pocas quejas, pero el doble ascenso de Lewis le había otorgado nuevos y desconocidos derechos, y se vio obligada a demostrar que era de alta cuna.
—Habría estado bien tener copas de jerez.
La señora Burnham se quejó medio en broma:
—¡Bueno, no sé qué decir! ¡La mujer del gobernador debe tener copas de jerez, de lo contrario, se harán preguntas en la Cámara de los Comunes!
Todas se rieron, y Rachael se alegró de que alguien le hiciera reír. La señora Burnham había puesto palabras a lo que ella sentía pero no podía expresar. Todo lo apagado, constreñido y rígido quedaría atrás en la gris y calcinada Inglaterra. Quizá en Inglaterra la señora Burnham habría sido tachada de vulgar y presuntuosa, pero allí, libre del protocolo y en un territorio desconocido, podía hablar con la confianza sin trabas de un explorador del Nuevo Mundo.
Con la pregunta de la sensata señora Eliot el ambiente reinante dio un giro.
—¿Es cierto que no hay suficientes casas en condiciones a causa de los bombardeos? George no supo decirme con seguridad dónde viviríamos la última vez que me escribió.
La señora Burnham rechazó las dudas.
—Han empezado a requisar casas. Habrá sitio de sobras.
—He oído decir que las casas están bien construidas —interrumpió la señora Thompson—. Sobre todo las cocinas.
—No es la cocina lo que me preocupa —replicó la señora Burnham—, sino el dormitorio. Cuento con que la cama sea grande y cómoda.
Mientras se reía, Rachael advirtió que se le dibujaba un rubor en el cuello como un broche lascivo. Pero la señora Eliot seguía preocupada por la escasez de casas.
—¿Y ellas adónde irán?
—¿Quiénes?
—Las familias alemanas…, las que viven en las casas que están requisando.
—A cuarteles —respondió la señora Burnham, disparando como si la palabra fuera un perdigón.
—¿Cuarteles?
—Sí, cuarteles.
La señora Eliot trató de imaginar los cuarteles y las familias alemanas viviendo en ellos.
—Qué horrible.
—No creo que debamos compadecerlos —replicó Rachael con sorprendente pasión.
—Tiene razón —aplaudió la señora Burnham—. No les queda más remedio que trasladarse y hacernos sitio. Es lo mínimo que pueden hacer.
—Yo también lo creo —coincidió la señora Thompson.
Una vez llegaron a esta conclusión por mayoría, aparcaron el desagradable tema de las familias alemanas y su alojamiento. Las mujeres empezaron a charlar unas con otras, y la señora Burnham se volvió hacia Rachael y bajó la voz hasta adoptar un tono confidencial.
—Bueno, ¿cuándo fue la última vez que vio a su marido? —El rubor de la señora Burnham parecía brillar y Rachael percibió el olor de su piel bajo el empalagoso disfraz del perfume, un olor dulzón con un toque especiado.
—Pasé tres días con él con motivo de la celebración de la victoria.
—Entonces tendrán que ponerse al día.
—Me temo que estos últimos años me he acostumbrado a tener la cama para mí sola. —Rachael se sorprendió al oírse admitirlo, pero esa mujer vivaz y pechugona parecía exigir franqueza.
En realidad Lewis se había convertido para ella en una quimera: mitad hombre, mitad idea. En el pasado habían tenido relaciones íntimas, por supuesto. Aunque nunca había sido un tema del que hablaran; sencillamente ocurría. Era algo natural y poco complicado, y resultaba agradable y equitativo para ambas partes, estaba segura. Pese a ello, no lo recordaba, ni siquiera se lo imaginaba, y eso hacía que la pregunta de la señora Burnham le resultara de lo más preocupante. Rachael se dirigía a una tierra hostil para emprender una nueva e incierta vida, pero la mayor incertidumbre no provenía del enemigo sino de su marido. Había pasado más de un año desde que habían «tenido un momento» (como a él le gustaba llamarlo de recién casados) o «hecho el amor» (como ella había aventurado, disfrutando de la discreta profundidad de esa expresión), pero ese acto le parecía ahora impreciso y crepuscular, un abrazo perdido en la decepción del final de la guerra.
—Bueno, no sé usted pero yo tengo intención de recuperar los años perdidos —dijo la señora Burnham, y con eso dio una profunda e insinuante calada a su cigarrillo, se inclinó y echó otro terrón de azúcar en su té.
Aunque hacía cinco años que Rachael no tomaba el té con azúcar, cogió dos terrones y los dejó caer en su taza.