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Septiembre de 1946

—La Bestia está aquí. La he visto. Berti también la ha visto. Y Dietmar. Con el pelaje negro como un elegante abrigo de señora. Y unos dientes como teclas de piano. Tenemos que matarla. Si no lo hacemos nosotros, ¿quién lo hará? ¿Los tommies? ¿Los yanquis? ¿Los ruskis? ¿Los franceses? Ellos no querrán, están demasiado ocupados buscando otras cosas. Quieren esto y lo de más allá. Son como perros peleándose por un hueso sin carne. Tenemos que hacerlo nosotros. Atrapar a la Bestia antes de que ella nos atrape. Entonces todo irá mejor.

Ozi se colocó bien el casco mientras conducía a los demás niños por el devastado paisaje de la ciudad bombardeada por los tommies. Llevaba un casco protector inglés que había robado de la parte trasera de un camión cerca del Alster. No resultaba tan elegante como los estadounidenses o incluso los rusos que tenía en su colección, pero era el que le encajaba mejor, y cuando se lo ponía decía palabrotas con mayor soltura, como el sargento británico que había visto gritar a los prisioneros en la estación Dammtor de Hamburgo: «¡Eh! Las putas manos arriba. ¡He dicho que arriba, joder! ¡Donde yo las pueda ver! ¡Putos teutones de los cojones!». Por un instante esos hombres no levantaron las manos; no porque no entendieran la orden, sino porque se sentían demasiado débiles por falta de comida. ¡Putos teutones de los cojones! Del cuello para abajo, la ropa de Ozi seguía una moda híbrida y estrafalaria en la que los harapos se mezclaban con prendas caras: el batín de un dandi, la rebeca de una solterona, la camisa sin cuello de un abuelo, los pantalones enrollados de un guardia de asalto con la corbata de un oficinista a modo de cinturón y los zapatos, destrozados por las puntas, de un jefe de estación muerto hacía mucho.

Los niños salvajes —con el blanco de los ojos, muy abiertos a causa del miedo, resaltando en sus rostros sucios— seguían a su cabecilla por el pedregal. Zigzagueando por las morrenas de ladrillos llegaron a un claro donde el cohete cónico del chapitel de una iglesia yacía de lado en el suelo. Ozi levantó una mano para detener a los demás y se metió la otra en el bolsillo del batín buscando su Luger. Olisqueó el aire.

—Está ahí dentro. La huelo. ¿Y vosotros?

Los salvajes olisquearon como conejos nerviosos. Ozi se apretó contra el chapitel amputado y se acercó poco a poco a su extremo abierto, con el revólver en la mano guiándolo como una varilla de zahorí. Se detuvo y dio unos golpecitos en el cono, dando a entender que la Bestia seguramente estaba dentro. De pronto, algo salió del interior como un rayo produciendo un destello negro. Los salvajes retrocedieron, pero Ozi dio un paso hacia delante, se plantó con las piernas abiertas y, cerrando un ojo para apuntar, disparó.

—¡Muere, Bestia!

La descarga quedó amortiguada en la atmósfera baja y bochornosa, y un rebote metálico tintineante lanzó de vuelta el mensaje de que había errado el tiro.

—¿La has alcanzado?

Ozi bajó el arma y se la guardó en el cinturón.

—La capturaremos otro día. Vamos a buscar algo de comer.

—Hemos encontrado una casa para usted. Creo que sería de su gusto, señor.

El capitán Wilkins apagó el cigarrillo y puso un dedo amarillento en el mapa de Hamburgo que había clavado en la pared detrás de su escritorio. Trazó una línea que se extendía en dirección oeste desde la cabeza de alfiler que señalaba su cuartel general provisional, lejos de los bombardeados distritos de Hammerbrook y Sankt Georg, por encima de Sankt Pauli y Altona, hacia el viejo barrio de pescadores de Blankenese, donde el Elba viraba hacia arriba y desembocaba en el mar del Norte. En el mapa, arrancado de una guía alemana de antes de la guerra, no se advertía que esas conurbaciones se habían convertido en una ciudad fantasma de cenizas y escombros.

—Hay un palacio colosal junto al río. Aquí. —El dedo de Wilkins describió un círculo alrededor del último recodo de la Elbchaussee, la carretera que corría paralela al gran río—. Creo que será de su gusto, señor.

Aquellas palabras pertenecían a otro mundo: un mundo de excesos y de confort civil. En los últimos meses sus gustos se habían reducido a una lista de necesidades básicas e inmediatas: dos mil quinientas calorías al día, tabaco y una fuente de calor. «Un palacio colosal junto al río» le parecía la exigencia de un rey frívolo.

—¿Señor?

Lewis había vuelto a «desconectar», absorto en el parlamento turbulento que se daba en el interior de su cabeza, donde cada vez más a menudo se sorprendía inmerso en una discusión acalorada con sus colegas.

—¿No vive nadie en él?

Wilkins no estaba seguro de cómo responder. Su coronel era un hombre de excelente reputación con un historial de guerra ejemplar, aunque parecía tener ciertas rarezas y una forma particular de ver las cosas. El joven capitán optó por recitar lo que había leído en el manual: «Esas personas carecen de principios morales. Entrañan un peligro para nosotros y para sí mismos. Necesitan saber quién está al mando. Necesitan una mano firme pero justa que las guíe».

Lewis asintió y con un ademán indicó al capitán que continuara, ahorrándose las palabras. El frío y las calorías le habían enseñado a racionarlas.

—La casa pertenece a una familia llamada Lubert. Lu-bert, acabado en «t». La mujer murió durante los bombardeos. Venía de una familia de peces gordos del ramo de la alimentación. Tenían contactos con los astilleros Blohm y Voss. También eran dueños de una serie de molinos de harina. Herr Lubert era arquitecto. Aún no lo han declarado fuera de sospecha pero probablemente es blanco o, en el peor de los casos, de un tono gris aceptable; no se le conocen contactos nazis directos.

—Pan.

—¿Señor?

Lewis no había comido en todo el día y, sin pensar, había saltado de «molinos de harina» a pan; el pan que imaginó era de pronto más real que el capitán que estaba de pie junto al mapa al otro lado del escritorio.

—Continúe…, la familia. —Hizo un esfuerzo por fingir que escuchaba, asintiendo e inclinando el mentón en actitud inquisitiva.

—La mujer de Lubert murió en el cuarenta y tres —prosiguió Wilkins—, durante la tormenta de fuego. Dejó una hija, Frieda, de quince años. Tienen algunos empleados: una doncella, un cocinero y un jardinero. El jardinero es un manitas en toda regla…, un antiguo soldado de la Wehrmacht. La familia tiene parientes que podrían acogerlos en sus casas. Y podemos evacuar al servicio, si usted no lo quiere. Aunque están bastante limpios.

El procedimiento mediante el cual los filtradores de almas del Departamento de Inteligencia del Consejo de Control evaluaban la condición de limpio era el Fragebogen o cuestionario: ciento treinta y tres preguntas concebidas para determinar el grado de colaboracionismo de un ciudadano alemán con el régimen. A partir de él eran clasificados en tres grupos según un código de colores —negro, gris y blanco, con tonos intermedios— y despachados en consecuencia.

—Están esperando el aviso. Solo es cuestión de ir a ver la casa y echarlos de ella. No creo que se lleve una decepción, señor.

—¿Cree usted que ellos se llevarán una decepción, capitán?

—¿Quiénes?

—Los Lubert. Cuando los echemos.

—No pueden permitirse el lujo de la decepción, señor. Son alemanes.

—Por supuesto. Qué necio soy.

Lewis lo dejó ahí. Más preguntas como esa y el joven y eficiente oficial con su brillante cinturón y sus polainas impecables se encargaría de mandarlo a un psiquiátrico.

Pasó del excesivo calor del cuartel general del destacamento militar británico al frío prematuro de un día de finales de septiembre. Exhaló vaho mientras se ponía los guantes de cabritilla que el capitán McLeod, el oficial de caballería estadounidense, le había dado en el pasillo del Ayuntamiento de Bremen el día que los Aliados anunciaron las líneas divisorias de la nueva Alemania. «Parece ser que les ha tocado la peor parte —había dicho al leer la misiva—. Los franceses se quedan con el vino, nosotros con las vistas y ustedes con las ruinas». Lewis llevaba tanto tiempo viviendo entre ruinas que había dejado de verlas. Su uniforme era la indumentaria adecuada para un gobernador en esa nueva Alemania cuatripartita, una especie de muftí institucionalizado que, en medio de la desorientación y la nueva reglamentación de posguerra, pasaba inadvertido.

Tenía mucho aprecio a los guantes estadounidenses, pero era su abrigo de piel de borrego del frente ruso lo que más satisfacción le proporcionaba; su procedencia podía remontarse a través de los estadounidenses hasta llegar a un teniente de la Luftwaffe, que lo había obtenido a su vez de un coronel del Ejército Rojo capturado. Si el tiempo seguía así, pronto se lo pondría.

Fue un alivio separarse de Wilkins. El joven oficial pertenecía a la nueva brigada de funcionarios civiles que formaban el Consejo de Control Aliado en Alemania, una fuerza sobredimensionada de hombres provistos de tablillas con sujetapapeles que se veían a sí mismos como los arquitectos de la reconstrucción. Pocos de ellos habían visto algo de acción —o a un alemán siquiera—, y eso les permitía pronunciar y teorizar sobre sus decisiones con confianza. Wilkins no tardaría en ser nombrado comandante.

Lewis sacó del abrigo una pitillera de plata y la abrió; el sol se reflejó en la superficie lisa y pulida. La limpiaba con frecuencia. Era el único tesoro material que llevaba consigo, el regalo de despedida que le había hecho Rachael tres años atrás frente a la puerta de la última casa de verdad en que había vivido, en Amersham. «Piensa en mí cuando fumes» fueron sus instrucciones, y eso había procurado hacer él cincuenta o sesenta veces al día durante tres años; un pequeño ritual para mantener viva la llama del amor. Encendía un cigarrillo y pensaba en esa llama. Con la distancia y el tiempo había sido fácil conseguir que pareciera más ardiente de lo que era. El recuerdo de sus relaciones sexuales y de la tersura aceitunada del cuerpo curvilíneo de su mujer —cada vez más terso y curvilíneo a medida que avanzaba la guerra— lo había sostenido a través de los meses fríos y solitarios. Pero estaba tan acostumbrado a esa versión sucedánea e imaginada de su mujer que la inminente perspectiva de tocarla y olerla de verdad lo llenaba de inquietud.

Un elegante Mercedes 540K negro con un banderín británico en el capó se detuvo frente a los escalones del cuartel general. La bandera del Reino Unido en el retrovisor era lo único que parecía fuera de lugar. Pese a lo que iba asociado, a Lewis le gustaba ese vehículo, sus líneas y el suave ronroneo de su motor. Estaba equipado como un transatlántico y la esmerada conducción de su chófer, herr Schroeder, no hacía sino aumentar la impresión de ir a bordo de un barco. Sin embargo, no había suficientes insignias británicas para desgermanizar ese coche. Los militares británicos estaban hechos para los bulbosos y vacilantes Austin 16, no para esas máquinas de brutal belleza y con ansias de conquistar el mundo.

Lewis bajó los escalones e hizo al chófer casi un saludo militar.

Schroeder, un hombre flaco y sin afeitar que iba con una gorra y una capa negras, se apeó de un salto y rodeó rápidamente el coche hasta la portezuela trasera del otro lado. Se inclinó en dirección a Lewis y, haciendo un ostentoso ademán con la capa, la abrió.

—El asiento delantero ya me va bien, herr Schroeder.

Schroeder pareció agitarse ante la autodegradación de Lewis.

—Nein, herr Kommandant.

—De verdad. Sehr gut —repitió Lewis.

—Bitte, herr Oberst.

Schroeder cerró la portezuela trasera de golpe y levantó la mano, resistiéndose aún a que Lewis moviera un dedo.

Lewis retrocedió, siguiéndole la corriente, pero la actitud deferente del alemán lo deprimía; eran los movimientos de un hombre derrotado aferrándose a su jefe. Una vez instalado en el interior del vehículo, Lewis le entregó el pedazo de papel en el que Wilkins había garabateado la dirección de la casa que tal vez sería su hogar en un futuro inmediato. El chófer lo leyó con los ojos entrecerrados y asintió.

Se vieron obligados a zigzaguear entre los cráteres producidos por las bombas en la carretera adoquinada y los ríos de gente que caminaba aturdida y lánguidamente sin un rumbo claro, acarreando los restos de sus viejas vidas en paquetes, sacos, cajones de embalaje y cajas de cartón, y una pesada, casi palpable inquietud. Era como si los hubieran arrojado de nuevo a la época de los recolectores nómadas.

Sobre la escena flotaba el fantasma de un ruido ensordecedor. Algo que no era de este mundo había destruido ese lugar, dejando un rompecabezas con el que era imposible reconstruir el viejo panorama; no había vuelta atrás ni modo de recuperarlo. Se trataba de la Stunde Null. La hora cero. Esa gente comenzaba otra vez desde el principio y se las arreglaba para vivir de la nada. Dos mujeres tiraban de un carro lleno de muebles empujándolo mientras por su lado pasaba un hombre con un maletín como si buscara la oficina donde había trabajado en otro tiempo, sin mirar siquiera las ruinas que lo rodeaban, como si esa arquitectura apocalíptica fuera el orden natural de las cosas.

Una ciudad destruida se extendía hasta donde alcanzaba la vista, y el montón de cascotes alcanzaba el primer piso de los edificios que todavía se mantenían en pie. Costaba creer que hubiera sido un lugar donde la gente leía periódicos, horneaba bizcochos y pensaba qué cuadros colgar en el salón. A un lado de la carretera se veía la fachada de una iglesia, con el cielo por vidrieras y el viento por feligreses. En el otro lado se erguían bloques de pisos, intactos a excepción de las fachadas, que habían saltado por los aires dejando a la vista las habitaciones y los muebles del interior, como casas de muñecas gigantes. En una de esas habitaciones, ajena a los elementos y a las miradas curiosas, había una mujer cepillando amorosamente el pelo de una niña frente a un tocador.

Carretera adelante se veían mujeres y niños alrededor de montículos de escombros buscando algo que comer o tratando de rescatar fragmentos de su pasado. Unas cruces negras señalaban los lugares donde había cadáveres esperando a ser enterrados. En todas partes sobresalían del suelo las extrañas chimeneas de una ciudad subterránea, echando humo negro al cielo.

—¿Conejos? —preguntó Lewis, viendo aparecer criaturas de hoyos invisibles.

Trümmerkinder! —exclamó Schroeder con rabia repentina.

Y Lewis vio que las criaturas que asomaban eran «niños de los escombros» a los que el coche hacía salir de sus agujeros.

Ungeziefer! —escupió Schroeder con innecesaria vehemencia cuando tres de ellos (era difícil saber si eran niños o niñas) corrieron delante del coche. Les dio un bocinazo de advertencia, pero la mole negra del Mercedes que se acercaba no los arredró. Se quedaron donde estaban obligando al coche a detenerse.

Weg! Schnell! —gritó Schroeder, con las venas del cuello palpitándole de intensa rabia. Volvió a tocar el claxon, pero uno de los niños, vestido con bata y gorro de cosaco, echó a correr sin miedo al lado de Lewis, se subió de un salto al estribo y empezó a dar golpecitos en la ventanilla.

—¿Qué tienes, tommy? ¿Un puto sandvich? ¿Cholates?

Steig aus! Sofort! —Schroeder salpicó de saliva la cara de Lewis cuando se inclinó delante de él y levantó un puño hacia el niño.

Mientras, los otros dos niños se habían subido al capó y trataban de arrancar el emblema de cromo triangular del Mercedes.

Schroeder se volvió y se bajó del coche. Se abalanzó hacia los niños mientras estos trataban de escabullirse y logró agarrar la cola de un vestido de noche. Tiró hacia sí del golfillo y, sujetándolo con una mano por el cuello, empezó a darle una tunda con la otra.

—¡Schroeder! —Era la primera vez que Lewis levantaba la voz en meses y se le quebró a causa de la sorpresa.

Schroeder no pareció oírle y siguió pegando al niño con inquina.

—¡Basta! —Lewis se bajó del coche para intervenir, y los demás niños retrocedieron por miedo a recibir también.

Esta vez el chófer lo oyó y se detuvo, con una extraña mezcla de vergüenza y santurronería. Soltó al niño y regresó al coche, murmurando y jadeando por el esfuerzo.

Lewis llamó a los niños.

—Hierbleiben!

El chico mayor se acercó al coche de nuevo y sus compañeros lo siguieron con timidez. Estaban llegando otros salvajes para recoger chatarra, niños camuflados por la mugre. De cerca despedían el hediondo aliento del hambre. Todos tendieron la mano hacia ese bondadoso dios británico que pasaba en su carro negro. Lewis alargó el brazo para coger la mochila. En ella tenía una tableta de chocolate y una naranja. Le ofreció el chocolate al chico mayor.

Verteil! —le ordenó.

Luego le dio la naranja a la más pequeña del grupo, una niña de unos cinco o seis años, los mismos que había durado la guerra, y le repitió la orden de que la compartiera. Pero la niña dio un mordisco a la naranja con piel y todo, como si fuera una manzana. Lewis intentó indicarle que era preciso pelarla, pero la niña protegió el regalo, temiendo que tuviera que devolverlo.

Lo rodearon más niños con la mano tendida, entre ellos uno con una sola pierna que se apoyaba en un palo de golf.

—¡Cholates, tommy! —gritaban—. ¡Cholates, tommy!

Lewis no tenía más comida que repartir, aunque sí algo más valioso. Sacó diez Players de la pitillera y se los dio al chico mayor, cuyos ojos se desorbitaron al ver y palpar aquel tesoro. Lewis sabía que esa transacción era ilegal —estaba no solo confraternizando con los alemanes sino también alentando el mercado negro—, pero le traía sin cuidado; con esos diez Players podrían comprar a algún campesino algo para comer. Las leyes y los reglamentos impuestos por el nuevo orden habían sido forjados por hombres sentados ante escritorios, en un ámbito de miedo y venganza y por el momento —y hasta algún momento incierto en el futuro— él era la ley en ese particular pedazo de tierra.

Stefan Lubert se detuvo frente a los últimos miembros de su servicio doméstico —el jardinero cojo, Richard; la doncella sin aliento, Heike, y la tozuda cocinera desde hacía treinta años, Greta— y les dio las últimas instrucciones. Heike lloraba.

—Sean respetuosos y sírvanlo como si me sirvieran a mí. Y eso va por usted, Heike, y por todos; si les propone continuar a su servicio no tengan escrúpulos en aceptar. No me ofenderé. Al contrario, me alegrará saber que siguen aquí y cuidan de todo.

Se inclinó hacia delante y secó una lágrima de la redonda mejilla de Heike.

—Vamos, basta de lágrimas. Agradezcan que no sean rusos. Puede que los británicos sean incultos, pero no son crueles.

—¿Quiere que sirva refrescos, herr Lubert? —logró preguntar Heike.

—Por supuesto. Debemos ser corteses.

—No tenemos galletas —señaló Greta—. Solo bizcocho.

—Estupendo. Prepare té, no café. Aunque no nos queda café, así que no hay alternativa. Y sírvanselo en la biblioteca. Aquí hay demasiada luz.

Lubert había esperado que el oficial llegara en un día gris y lúgubre, pero el sol de principios de otoño entraba a raudales a través de la vidriera art déco que decoraba la alta ventana, situada frente al balcón interior conocido como la galería de los trovadores, y se derramaba sobre el suelo del salón, volviéndolo todo aún más acogedor.

—¿Dónde está Frieda?

—En su habitación, señor —respondió Heike.

Lubert intentó cobrar ánimo. Hacía un año que había terminado la guerra, pero su hija aún no se había rendido. Había que contener como fuera ese pequeño golpe de Estado. Subió cansinamente las escaleras. Se detuvo frente a la puerta del dormitorio de Frieda y la llamó por su nombre. Esperó una respuesta que sabía que no llegaría y entró. La encontró tumbada en la cama, con las piernas ligeramente levantadas por encima del colchón. Sobre los pies sostenía un libro en equilibrio: un ejemplar dedicado de La montaña mágica de Thomas Mann que su mujer, Claudia, le había regalado en su treinta cumpleaños. Lejos de reaccionar ante la presencia de su padre, Frieda siguió concentrada en sus esfuerzos de mantener las piernas en el aire. Estas empezaban a temblar por el esfuerzo. ¿Cuánto tiempo llevaba en esa posición? ¿Uno, dos, cinco minutos? Se puso a respirar con furia por la nariz, tratando de disimular el esfuerzo, negándose a dar muestras de debilidad. Poseía una fuerza impresionante pero sin alegría, otra de esas rutinas de las Mädel hitlerianas que había mantenido religiosamente desde la guerra.

Era todo fuerza carente de alegría.

Se puso colorada y en la frente se le formó una diadema de gotas de sudor. Cuando empezaron a balanceársele las piernas de un lado a otro, no las dejó caer sino que las bajó de forma controlada, como si lo hicieran por voluntad propia.

—Deberías probar con Shakespeare, o quizá con el atlas. Con ellos medirías mejor tus fuerzas. —Aunque las bromas de Lubert solían rebotar con velocidad redoblada, el humor seguía siendo su arma preferida contra los feroces y malhumorados estados de ánimo de su hija.

—Los libros no importan.

—Va a venir el oficial inglés.

Frieda se incorporó de golpe sin ayuda de los brazos. Balanceó atléticamente las piernas hasta apoyarlas en el suelo y se secó el sudor sobre el pelo trenzado. A Lubert le dolía ver la desagradable y desafiante expresión que había adoptado su rostro en los últimos años. Frieda se quedó mirando a su padre.

—Me gustaría que bajaras a saludarlo —dijo él.

—¿Por qué?

—Porque…

—Porque vas a entregar la casa de mamá sin rechistar.

—Freedie, no hables así. Ven conmigo, por favor. Hazlo por Mutti.

—Ella no se iría. Jamás lo permitiría.

—Ven.

—No. Pídemelo.

—Me gustaría que vinieras conmigo.

—¡Pedigüeño!

Incapaz de sostener la mirada de su hija, Lubert dio media vuelta y se alejó con el corazón palpitándole con fuerza. Al llegar al pie de las escaleras se vio reflejado en el espejo. Estaba pálido y demacrado, y su nariz había perdido algo de definición, aunque esperaba que eso ayudara. Se había puesto su traje más apolillado. Sabía que tendría que renunciar a su casa; era una de las más hermosas de la Elbchaussee y más de lo que cualquier oficial británico de rango medio con sueños de grandeza podría resistir, pero era importante causar la impresión adecuada. Había oído hablar de cómo las fuerzas aliadas habían robado toda clase de tesoros desde la rendición, y los británicos ignorantes e imperialistas tenían fama de abusar de la cultura de los pueblos —le preocupaban sobre todo los cuadros de Fernand Léger y las tallas de Emil Nolde que colgaban en las habitaciones principales—, pero al mismo tiempo presentía que si conseguía comportarse como era debido, el oficial británico se formaría una opinión favorable de él y se mostraría menos inclinado a abusar de sus posesiones. Atizó las cenizas de la lumbre de la noche anterior y las reordenó para que se viera que habían quemado muebles. Luego se quitó la chaqueta, se aflojó la corbata y adoptó una postura entre circunspecta y respetuosa, con las manos a los costados y una pierna un poco ladeada. Tenía un aspecto demasiado despreocupado e informal, demasiado seguro de sí mismo; en pocas palabras, demasiado parecido a como en realidad se sentía. Se puso de nuevo la chaqueta, se apretó el nudo de la corbata, se alisó el pelo y se irguió, con las manos sumisamente juntas delante de los pantalones. Así estaba mejor: el porte de un hombre preparado para entregar su casa sin rencor.

Lewis y Schroeder no hablaron durante el resto del trayecto. Lewis veía cómo movía los labios mientras volvía mentalmente al encuentro con los niños salvajes y recitaba silenciosas imprecaciones llenas de indignación y cólera, pero prefirió no decir una palabra más sobre el asunto. El coche no tardó en llegar al linde de la ciudad y límite de todo lo que los británicos y los estadounidenses habían bombardeado de manera sistemática durante tres años. La carretera era llana, con plátanos a ambos lados y casas enteras detrás de altos setos y verjas. Era la Elbchaussee, y esos eran los hogares de los banqueros y los comerciantes que habían convertido a los ricos de Hamburgo, su puerto y sus barrios de clase obrera en un blanco tan deseable para la jefatura de bombardeo. Aquellas residencias eran más suntuosas, modernas e imponentes que las que Lewis había visto en las afueras de Londres, o que cualquier casa en la que había esperado vivir alguna vez.

La Villa Lubert era la última casa de la calle antes de que esta se alejara del río Elba, y cuando Lewis la vio por primera vez se preguntó si el capitán Wilkins se había equivocado. Se erguía al final de una larga avenida flanqueada por álamos, una vistosa estructura blanca construida en un estilo grandioso, con pórticos y un amplio balcón semicircular con columnas. La planta baja de la casa se alzaba varios palmos del suelo, y la dividía una imponente escalera de piedra que conducía a un balcón de poca altura. Columnas rodeadas de glicinia sostenían un balcón superior desde el que los residentes podían contemplar el curso del Elba a unos cien metros de distancia. La deslumbrante elegancia y las dimensiones de la casa sorprendieron a Lewis. No acababa de ser un palacio, pero aun así era una residencia más apropiada para un general o un canciller que para un coronel que ha pasado por todos los rangos y nunca ha tenido una casa de propiedad.

Cuando el Mercedes se adentraba en el camino circular, Lewis alcanzó a ver tres figuras formando una guardia de honor: dos mujeres y un hombre que se imaginó que era el jardinero. Otra figura —un caballero alto con un traje holgado— bajó por las escaleras para salirle al encuentro. Schroeder condujo despacio y detuvo el Mercedes justo enfrente del comité de bienvenida. Sin esperar a que el chófer le abriera la portezuela Lewis bajó y se acercó al hombre que supuso que era Lubert. Estaba iniciando un saludo militar pero, en el último instante, reorientó la mano para estrechar la de su anfitrión.

Guten Abend —dijo—. Soy el coronel Lewis Morgan.

—Bienvenido, herr Oberst. Por favor, podemos hablar en inglés.

Lubert le estrechó la mano con cordial firmeza. Aun a través de los guantes, Lewis notó que la mano de Lubert estaba más caliente que la suya. Saludó con la cabeza a las dos mujeres y al jardinero. Las criadas hicieron una reverencia, y la más joven lo miró con curiosidad, como si fuera un miembro de alguna tribu perdida. Parecía divertida, por su acento o tal vez por su extraño uniforme, y Lewis le devolvió la sonrisa.

—Y este es Richard.

El jardinero dio un taconazo y alargó un brazo.

Lewis le estrechó la mano callosa y dejó que el brazo palanca del hombre le moviera el suyo hacia arriba y hacia abajo como un pistón.

—Pase, por favor —lo invitó Lubert.

Lewis dejó a Schroeder en el asiento del conductor con las piernas apoyadas en el estribo del Mercedes, todavía malhumorado por la reprimenda, y subió las escaleras detrás de Lubert.

En el interior se revelaba la verdadera entidad de la casa. A Lewis no le gustó mucho el estilo —los muebles angulares y futuristas, y las complejas y poco elegantes obras de arte eran demasiado modernas, demasiado extravagantes para su gusto—, pero la calidad de la construcción y la maestría del diseño eran superiores a todo lo que había visto jamás en un hogar inglés, incluido el de los Bayliss-Hillier, que vivían en una mansión de Amersham que Rachael codiciaba por considerarla el súmmum de la perfección. Mientras Lubert le enseñaba la casa, señalando gentilmente la función de las distintas estancias y contando la historia de la vivienda, Lewis empezó a imaginar el momento en que Rachael entraría por primera vez en ella, cómo abarcaría con la mirada la luz, las líneas limpias de esas habitaciones, abriendo mucho los ojos ante la grandeza de todo aquello: los asientos empotrados bajo la ventana de mármol, el piano de cola, el montaplatos, las dependencias del servicio, la biblioteca, el salón para fumadores, las obras de arte, y mientras se lo imaginaba le inundó un inesperado y repentino deseo de que esa casa pudiera compensar de algún modo los años de privaciones y de distancia que la guerra había interpuesto entre ambos.

—¿Tiene hijos? —le preguntó Lubert mientras subían las escaleras que conducían a los dormitorios.

—Sí, un hijo. Edmund. —Pronunció el nombre como si se lo recordara a sí mismo.

—Entonces tal vez a Edmund le guste esta habitación.

Lubert le hizo pasar a una habitación que estaba llena de juguetes, sobre todo de niña. Al fondo había un caballo de balancín de madera con los ojos negros saltones y una muñeca de porcelana encaramada sobre la silla de amazona. Al pie de una pequeña cama con dosel había una casa de muñecas del tamaño de una caseta para perro y construida a imitación de una vivienda urbana georgiana. Sobre el tejado había varias muñecas de tamaño medio, con las piernas colgando sobre la parte superior de los dormitorios, como una hilera de gigantes de porcelana acuclillados en el hogar de otro.

—¿A su hijo no le importará jugar con juguetes de niñas? —le preguntó Lubert.

Lewis no estaba seguro de lo que le gustaría a Edmund, pues tenía diez años la última vez que lo vio, pero pocos niños pondrían objeciones a un espacio como aquel, lleno de semejantes tesoros.

—Por supuesto que no.

En cada habitación en la que entraba y con cada información personal que recibía —«Desde aquí nos gustaba contemplar los barcos», «Aquí jugábamos a las cartas»—, aumentaba su incomodidad, como si Lubert amontonara ascuas ardientes sobre su cabeza. Habría preferido cierta hostilidad, o al menos una resistencia frágil y silenciosa, cualquier cosa que pudiera endurecerlo para hacer más fácil su tarea, pero esa visita guiada tan cortés y casi pintoresca solo empeoró las cosas. Antes de llegar al dormitorio principal, el octavo de esa planta, con su alta y estrecha cama estilo francés y un viejo óleo de las agujas verdes de una ciudad medieval que colgaba justo encima de la cabecera, se sentía muy mal.

—Mi ciudad alemana favorita —dijo Lubert cuando sorprendió a Lewis mirando las agujas, intentando desentrañar lo que veía—. Lübeck. Vaya a visitarla si tiene ocasión.

Lewis la miró pero no se detuvo. Se acercó a las puertas acristaladas y contempló el jardín y el río Elba al fondo.

—A Claudia, mi mujer, le gustaba sentarse aquí fuera en verano. —Lubert abrió las puertas que daban al balcón y salió—. El Elba —declaró describiendo un arco de ciento ochenta grados con el brazo para abarcar la vista de un extremo a otro.

Era un auténtico río europeo, más ancho y de curso más lento que cualquiera de los que había en Inglaterra, y su punto más ancho estaba allí, en la curva, alcanzando casi un kilómetro de una orilla a otra. Ese río y las mercancías que transportaba habían permitido construir esa casa y casi todas las que bordeaban la orilla del norte.

—Fluye hasta nuestro Nordsee. ¿Su mar del Norte? —le preguntó Lubert.

—Es el mismo mar a fin de cuentas —respondió Lewis.

A Lubert pareció gustarle esa frase, pues la repitió.

—El mismo mar, así es.

Otros quizá habrían visto en su comportamiento un intento de hacer que Lewis se sintiera mal, o habrían detectado en su pose erguida toda la altivez y la arrogancia de una raza que había buscado la destrucción del mundo y que ahora tenía que apechugar con las consecuencias, pero él no lo percibió así. En Lubert vio a un hombre privilegiado y culto humillándose a sí mismo y aferrándose al último reducto de civismo a fin de minimizar los daños a una vida destrozada. Lewis sabía que esa actuación era un intento de ganarse su aceptación o de suavizar de algún modo el golpe, tal vez incluso de persuadirlo para que cambiara de opinión, pero no podía censurarlo por intentarlo ni era capaz de reunir la rabia suficiente para hacerse pasar por el hombre resuelto y distante que requería la situación.

—Tiene una casa maravillosa, herr Lubert —dijo.

Lubert se inclinó en señal de agradecimiento.

—Es más de lo que mi familia y yo necesitamos —continuó Lewis—. Y, sin duda, mucho más del nivel al que estamos acostumbrados.

Lubert esperó a que terminara de hablar, con los ojos brillantes, intuyendo una retirada sorpresa.

Lewis miró hacia el gran río que fluía hacia su «mar compartido», el mar por el que en esos momentos viajaba su propia familia que tanto tiempo había permanecido separada de él.

—Quisiera proponerle otro acuerdo.