Cuba… el centinela avanzado de nuestros intereses en el Nuevo Mundo.
Capitán general de Cuba,
DOMINGO DULCE, 1859
En 1860 los plantadores de Cuba sabían que servían a una importante empresa internacional, pues para entonces producían más de un cuarto del azúcar que se consumía en el mundo. Las Antillas españolas suministraban una quinta parte del mercado británico y dos tercios del de Estados Unidos. Se entiende, pues, que los gobiernos españoles no quisieran hacer nada que pusiera en peligro los ingresos que proporcionaba esta eminente sustancia dulce o que provocara a los plantadores a rebelarse.
Sin embargo, había quienes no estaban dispuestos a aceptar la serena indiferencia ante la crueldad que acarreaba la dependencia de la esclavitud. Así, en 1860 el tenaz liberal inglés lord John Russell, de nuevo ministro de Exteriores en un gobierno presidido por Palmerston, propuso la celebración de una conferencia de las principales potencias, o sea, España, Gran Bretaña, Francia, Estados Unidos, Portugal y Brasil, con el fin de poner fin a «un creciente tráfico [de esclavos] y asegurar su abolición total». Tenía entendido, es de suponer que gracias a los informes de su agente secreto, que ochenta y cinco buques se habían equipado para la trata en los últimos ocho meses y veintiséis de ellos habían desembarcado, por sí solos, entre doce mil y quince mil esclavos en Cuba.[1044]
Probablemente influyeran en Russell los indicios del creciente apoyo en las Indias occidentales a la idea de que Estados Unidos se anexionara Cuba. Los plantadores antillanos se sentían desilusionados por la ambigüedad británica hacia la esclavitud al comprar azúcar cubano y a la vez insistir en poner fin a la trata. En 1849 Robert Baird había escrito que creía que «Cuba sería mucho mejor cliente de Inglaterra en manos de hermanos emprendedores del Nuevo Mundo de lo que lo es en manos de España». Otros en Jamaica opinaban lo mismo.
El secretario de Estado norteamericano Lewis Cass habló de la propuesta de Russell con Tassara, embajador hispano en Washington. Por entonces las conferencias no poseían el encanto automático para los políticos que poseen en el siglo XX. Cass estaba seguro de que Gran Bretaña defendería su derecho de inspeccionar los buques extranjeros, y ni él ni Tassara creían que la trata estuviese aumentando. «En esta política de los ingleses, hay algo de fanático interés propio», comentó.[1045] Con el tácito apoyo de Estados Unidos, España también rechazó la propuesta de Russell, so pretexto de que otras potencias no tenían por qué hablar de asuntos que no competían más que a Inglaterra y a España.
Cass sabía que habían fracasado los esfuerzos de impedir la trata a raíz del tratado Webster-Ashburton, pero creía que los capitanes norteamericanos sólo destruían su documentación por las injustificables amenazas de los capitanes británicos. Buscó todos los argumentos posibles para defender a su país y en septiembre de 1860 estaba dispuesto a declarar que éste se encontraba ya en «la feliz situación de no tener ningún objeto de preocupación que pudiera atraer el cuidado filantrópico y la simpatía del gobierno y del pueblo [británicos], de modo que al no tener hacia dónde dirigir su benévola energía en su propio país, deben necesariamente intentar hacerlo en otros países menos bienaventurados…».[1046]
En esos meses previos a la guerra civil, todos en Estados Unidos pensaban en Cuba. En 1860, el ministro de Marina Isaac Toucey insistió en que su ministerio perseguía activamente a los negreros (alarde que desde fines de los años cincuenta empezaba a tener fundamento) y añadió, en su informe al Congreso, que «Cuba es el único mercado [legal] del mundo abierto a este comercio [internacional]… Si Cuba se sometiera a la Constitución de Estados Unidos mediante la anexión, la trata se suprimiría efectivamente».[1047] Esto era cierto, pero si Cuba se hubiese convertido en estado de la Unión, ya no habría sido ilegal venderle esclavos nacidos en Estados Unidos y habría podido vender sus esclavos a la Confederación del Sur.
Entretanto, en Nueva York todavía se practicaba la trata ilegal, si bien es poco probable que algún esclavo hubiese seguido a los del Wanderer que se quedaron en la Unión, pues todos iban destinados a Cuba. En 1856 el ayudante del jefe de policía de Nueva York declaró que «nunca se ha perseguido con mayor ahínco que ahora [el equipamiento de los negreros]. La ocasional interposición de las autoridades legales no influye en su supresión. Es raro que no se puedan señalar uno o más buques en el muelle, sobre los cuales existan pruebas de que se dedican o se han dedicado a la trata [con Cuba]».[1048] El cónsul británico en Nueva York informó de que de ciento setenta expediciones negreras, presumiblemente hacia Cuba, equipadas en los tres años anteriores a 1862, se sabía o se sospechaba que setenta y cuatro habían zarpado de Nueva York. En el verano de 1859, por ejemplo, la bricbarca Emily puso velas en Nueva York, con todo el equipo necesario para un buque negrero: cuatro mil quinientos metros de leña, ciento tres toneles de agua dulce; cien barriles de arroz; veinticinco, de bacalao; veinte, de cerdo y cincuenta de pan; ciento cincuenta cajas de arenque; dos calderas; diez docenas de cubos y dos cajas de medicinas. El comandante de la armada John Calhoun, en el Portsmouth, la mandó de vuelta a Nueva York con una guardia de presa. Pero la causa se desestimó. Luego hubo el caso del Orion, al mando del capitán John E. Hanna, de cuatrocientas cincuenta toneladas, propiedad de Harrison S. Vinning, un mercader que no parece haberse dedicado mucho a la trata. Iba a La Habana con ochocientos ochenta y ocho cautivos; el Pluto de la armada británica lo capturó en las costas de África y le mandó de vuelta a Estados Unidos con una escolta. Pese a los habituales problemas entre Norteamérica y Gran Bretaña, le condenó el juez Nathan Hall, un honesto y austero juez, que en su mejor momento había sido director de Correos durante la presidencia de Millard Fillmore. Mientras el ministro de Marina Isaac Toucey exhortaba al comodoro Inman, el perezoso comandante norteamericano de la flota de África occidental, a «redoblar esfuerzos», el agente especial de Estados Unidos Benjamin Slocomb encontró lo que describió como pruebas de una empresa dedicada a la trata, con sucursales en Mobile (Alabama), Nashville (Tennessee) y Nueva Orleans, administrada por el «coronel» John Newman, de Tuckpaw River, en Luisiana. Tenía por objetivo disponer de esclavos africanos de diversas fuentes, incluyendo algunos comprados por el Wanderer, otros adquiridos en Cuba y otros secuestrados en las Bahamas. Pero resultó que Newman era un mentiroso y Slocomb acabó por asegurar al ministro del Interior Jacob Thompson que, pese a los rumores, la única expedición de la trata que hubiese zarpado de Estados Unidos en esos años era la del Wanderer. No obstante, seguían corriendo habladurías acerca del comercio con esclavos y a menudo se mencionaban grandes empresas secretas con sede en Nueva York. El caso del Clotilde, que en julio de 1859 supuestamente desembarcó ciento dieciséis esclavos en Carolina del Sur, puede haber sido un engaño, a pesar de que numerosos historiadores, entre ellos el gran Bancroft, afirman lo contrario.[1049]
Con todo, el senador Stephen Douglas, líder de los demócratas, creía que ese año quince mil esclavos habían sido desembarcados en Estados Unidos por norteamericanos; afirmaba haber visto trescientos en un corral en Vicksburg, en Mississippi, y algunos en Memphis, en Tennessee. Parece posible que en 1859 se equiparan, sólo en Nueva York, ochenta y cinco buques negreros con capacidad para entre treinta mil y sesenta mil esclavos, para los mercados de Cuba. Sin importar cuántos se transportaron, se vendieron al elevado precio de más de mil dólares por cabeza, y más si los cautivos sabían de agricultura o hablaban español. Era tal la ganancia que al capitán del buque neoyorquino Sultana le convenía quemar el buque después de dejar mil africanos en el norte de Cuba en lugar de arriesgarse a que lo capturaran; después de todo, los tripulantes podían alegar que eran náufragos. Al parecer, los problemas no hacían sino internacionalizar los esfuerzos de los negreros. En 1857 los británicos habían firmado ya un mínimo de cuarenta y cinco acuerdos contra la trata en la costa occidental de África y, sin embargo, la trata continuaba. A finales de los años cincuenta se formó en Cuba una nueva compañía, cuyos agentes se encontraban tanto en Mozambique como en Nueva York; sus tripulantes eran españoles y portugueses y entre sus navíos había buques de vapor construidos en el puerto inglés de Hartlepool.
Haciendo gala de cierta imaginación, el Continental Monthly informó de que «el número de personas dedicadas a la trata y la cantidad de capital invertido en ella exceden nuestra capacidad de calcular. La ciudad de Nueva York ha sido, hasta hace poco, el principal puerto del mundo para este infame comercio, si bien las ciudades de Boston y Portland [en Maine] la siguen de cerca… Los tratantes… aportaron mucho a la riqueza de nuestra metrópoli comercial; contribuyeron liberalmente a las finanzas de nuestra organización política y casi agotaron sus cuentas bancarias para ganar las elecciones en Nueva Jersey, Pennsylvania y Connecticut».[1050] No obstante, tras varias capturas, el centro de la trata cambió de sede; se decía que en aquellos años algunos buques salían hasta de Wilmington, en Delaware, donde con toda probabilidad se equipó el Mary Francis de John A. Machado; de Liverpool, en Inglaterra, y, por supuesto, de La Habana. La acusación contra Liverpool se debe a la presencia del bergantín Lily, que salió de ese puerto en 1852 con un cargamento de ron y pólvora. Se decía también que algunos barcos de Cardiff arrojaban al mar su cargamento de carbón en cuanto se alejaban de la vista de Gales y se dirigían al sur, hacia los lucrativos puertos del África tropical.
A finales de 1859 el presidente James Buchanan, bien dispuesto hacia Inglaterra pues había sido feliz a la cabeza de la legación norteamericana en Londres durante la guerra de Crimea, adoptó dos medidas decisivas en la campaña contra la trata. Primero, permitió que se añadieran a la flota de África cuatro barcos de vapor privados, que la armada norteamericana había juntado para una fallida acción contra Paraguay, y cambió el cuartel general que la flota había ocupado durante veinte años en las remotas islas de Cabo Verde por el del centro de la trata en Angola. En segundo lugar, apostó por primera vez cuatro barcos de vapor frente a las costas de Cuba. La importancia de esta medida se desprende del hecho de que en julio de 1860 el teniente Stanley del Wyandotte informó de que tres personas distintas le habían ofrecido veinticinco mil dólares a cambio de no patrullar ciertos puertos cubanos en ciertos momentos.
El alcance de estas medidas resulta evidente cuando se tiene en cuenta que en 1860 la flota de la armada norteamericana capturó ocho buques negreros, con más de cuatro mil esclavos mientras que entre 1841 y 1859 sólo detuvo dos buques con esclavos, aunque sí abordó numerosos barcos sospechosos. En la costa de Angola, el San Jacinto capturó los neoyorquinos Storm King y Bonito, que iban ambos a Cuba con seiscientos diecinueve y setecientos cincuenta esclavos, respectivamente. El Storm King huyó de los oficiales de la policía federal y el jefe de policía de Nueva York reconoció más tarde que había aceptado un soborno de mil quinientos dólares por dejarlo escapar. En Cuba, el barco de vapor Mohawk, al mando del teniente T. A. Craven, detuvo el Wildfire; Craven detuvo también la bricbarca Mary J. Kimball y el bergantín Toccoa —este último propiedad de Anthony Horta, pero alquilado a Galdis & Nenniger de La Habana—, ambos con La Habana por destino; los llevó a Key West, donde el juez William Marvin declaró que, basándose en las pruebas circunstanciales, el Toccoa era negrero, y desafío a Horta a que probara que no lo era. Horta lo consiguió y el barco cruzó de inmediato el océano; el Neptuno de la armada española lo capturó posteriormente con seiscientos veintisiete esclavos a bordo. En el viejo canal de las Bahamas, el teniente John Maffitt del Crusader capturó el Bogotá con cuatrocientos esclavos. (Siempre recordaría que los esclavos rompieron las portañolas gritando y cantando). Más tarde, capturó el bergantín Joven Antonio, en el que encontró todo dispuesto para la trata; lo llevó a Key West, donde José Colón, de Cárdenas, lo reclamó. Finalmente, en el Constellation, el comodoro Inman, comandante de la flota norteamericana, capturó el Cora a dos días de navegación de Sagua la Grande, en Cuba, con doscientos cinco esclavos.
A pesar de estos triunfos menores de la armada norteamericana, la trata siguió prosperando en Cuba. En 1859 salieron de Cuba y Estados Unidos hacia África más expediciones negreras que en cualquier año desde 1820. Entre 1859 y 1861 quizá se hicieran en Nueva York arreglos para unos ciento setenta viajes con destino a Cuba; el cónsul de Estados Unidos en La Habana, Robert Shufeldt, un veterano de las flotas en África y Brasil, un hombre gigantesco y gran diplomático, informaría en 1863 de que «por muy humillante que sea la confesión… nueve de cada diez buques dedicados a la trata son norteamericanos».[1051] Según los británicos, entre 1859 y 1861 se importaron en Cuba casi ochenta mil esclavos. Costaban mil dólares cada uno, de modo que sólo los muy ricos podían comprarlos, pero en la isla cada vez había más ricos. Nada parecía indicar que la situación cambiaría. El volumen de los barcos de vapor de Julián Zulueta no dejaba de crecer, y uno de ellos transportó mil quinientos cautivos en 1860. Thomas Wilson, un mercader británico en La Habana, creía que «el único remedio consiste en apoyar a los norteamericanos en la compra de la isla».[1052] En 1861 Joseph Crawford, que había cumplido veinte años como cónsul general británico en La Habana, escribió a Palmerston que no se veía en el gobierno español o en sus funcionarios la voluntad de hacer cumplir las cláusulas del tratado que abolía la trata. Creía, por tanto, que «hemos de abandonar nuestro empeño de persuadir a España para que ponga fin a la trata… y adoptar de inmediato medidas de lo más enérgicas para obligarla a respetarlo».[1053] Aquel mismo mes, en un excelente discurso ante la Cámara de los Comunes, Palmerston comentó que «la conducta de España [con respecto a la trata] sería una causa justa para declararle la guerra si hubiésemos considerado adecuado aprovecharla». Este debate se centraba en la moción presentada por Stephen Cave (cuyo interés en el tema podría deberse a que era de Bristol), en el sentido de que habían fallado los medios elegidos por el gobierno para suprimir la trata; pronunció uno de los discursos más antiespañoles que se hubiesen oído en la Cámara de los Comunes; según él, España «disfruta de preeminencia para la barbarie en los oscuros anales del Nuevo Mundo…».[1054]
En una conferencia celebrada en junio de 1861 en la casa londinense de lord Brougham, la Sociedad Antiesclavista Británica y Extranjera no parecía dispuesta a abandonar su pacifismo para apoyar a lord Palmerston. La guerra no podía ser la respuesta acertada.
Parte de la solución consistía en una enérgica actuación jurídica norteamericana y ahora, por primera vez, parecía que la habría. En agosto de 1860 el comandante Sylvester Gordon, en el San Jacinto de la armada, detuvo el Erie al mando de su tocayo Nathaniel Gordon, al norte de Cabinda, con novecientos esclavos. De Nathaniel Gordon se decía que había llevado a cabo al menos tres expediciones negreras, cuando el Erie se llamaba Juliet; lo equipó en Cuba y navegó setenta kilómetros río Congo arriba para recoger su cargamento de africanos; cuando le detuvieron ya había zarpado y se disponía a regresar a Cuba. Mandaron a sus esclavos a Liberia y a él, a Nueva York, donde vendieron su barco; él y sus pilotos, William Warren y David Hale, fueron llevados a juicio ante el juez William Shipman, quien presidía su primera causa contra un negrero.
Para defenderse, Gordon alegó que había vendido el Erie a un español antes de que embarcaran a los esclavos y que él no era sino un pasajero en el momento de la detención; pero varios marineros atestiguaron que les había ofrecido un dólar a cada uno por cada cautivo desembarcado pacíficamente en Cuba. Después de un juicio nulo, Shipman sorprendió a todos al condenarlo a la horca. «No crea que por haber compartido la culpa por esta empresa con otros, la suya disminuye. Recuerde la terrible amonestación de su Biblia: “Aunque las manos se unan, los malos serán castigados”».
Esta sentencia debió asombrar a Gordon. Se había capturado a muchos capitanes negreros, pero a ninguno lo habían castigado con severidad, ya no digamos con la horca, aunque en teoría desde 1820 la trata merecía la pena capital. Entre 1837 y 1860 hubo en Estados Unidos setenta y cuatro causas relacionadas con la trata, y los pocos capitanes condenados recibieron una sentencia insignificante que casi siempre eludían.
Gordon intentó suicidarse con estricnina, pero el médico de la prisión lo salvó para que pudieran ahorcarlo, cosa que hicieron el 21 de febrero de 1862. Fue el primer y único norteamericano ejecutado por dedicarse a la trata.[1055]
Este hecho marcó un hito en la historia de la trata, aunque no necesariamente un cambio radical, pues las viejas costumbres sobrevivieron, incluso en el norte de Estados Unidos. Así, en 1861, frente a la costa de Cabinda, el comandante John Taylor del buque de guerra Saratoga detuvo el Nightingale, capitaneado por Francis Bowen, que acababa de embarcar novecientos sesenta y un esclavos destinados a Cuba. A todos los implicados los trataron con indulgencia, incluyendo a Samuel Haynes, el piloto mayor, al que volvieron a procesar dos veces. El 30 de octubre de 1862 también procesaron a Erastus Booth, capitán del Buckeye, en el tribunal del juez Shipman, quien le concedió la libertad bajo fianza, descartó las pruebas y lo absolvió. Ese mismo mes, Albert Horn, propietario del City of Norfolk, fue condenado en Nueva York, pero el presidente Lincoln le perdonó inexplicablemente por razones de salud. En la primavera de 1863 Appleton Oaksmith, propietario del supuesto ballenero Margaret Scott, fue condenado en Boston, pero huyó de la cárcel mientras esperaba la sentencia, gracias a la complicidad de un guardia. En 1862 los holandeses realizaron su primer juicio contra un tratante cuando un capitán de la armada británica afirmó que el piloto del Jane había vivido en Holanda; pero el piloto alegó que no se había dado cuenta de que el barco en el que servía era negrero y la causa se desestimó.
Aunque el gobierno del presidente Lincoln quería poner fin a la trata, necesitaba sus buques para la guerra civil, por lo que retiró la flota de África y la recién apostada en Cuba, cosa que probablemente volvería a estimular la trata, pues la ejecución de Nathaniel Gordon no parecía haber disuadido a los tratantes. Todavía se precisaba la diplomacia.
De modo que el secretario de Estado Seward, el benevolente sucesor de Cass, solicitó a Charles Francis Adams, embajador de Washington en Londres e hijo de John Quincy Adams, que pidiera a lord John Russell que enviara una flota a aguas cubanas a fin de interceptar a los negreros. Russell, desconcertado, contestó que de nada serviría que enviara buques de guerra si no se les permitía registrar y, de ser necesario, capturar a los barcos norteamericanos. Lincoln y Seward «capitularon», según expresión de Howard, miembro de la legación británica en Washington, en parte porque el gobierno esperaba conseguir el apoyo inglés contra los estados del sur. El 5 de octubre de 1861 el Almirantazgo recibió en Londres un extraordinario memorándum del Ministerio de Asuntos Exteriores; «El secretario de Estado norteamericano, al referirse a los celos de Estados Unidos con respecto al derecho de registro, ha expresado a lord Lyons [el discreto embajador en Londres] que el gobierno de Washington acepta que los cruceros británicos revisen cualquier navío del que se tenga motivos razonables de sospecha… El señor Adams, embajador de Estados Unidos… ha informado a lord John Russell de que ya no se permitirá el equipamiento en Nueva York de buques destinados a la trata.»[1056] Lord Lyons, que de niño, en los años veinte, había sido en el Mediterráneo, guardiamarina en el Blonde de la armada británica, capitaneado por su padre, redactó un borrador de tratado con una vigencia de diez años, mediante el cual se permitían estas inspecciones. Para entonces la armada del gobierno federal norteamericano había bloqueado la costa de los estados del sur y acabado con toda posibilidad de revivir la trata en ellos.
El tratado ya firmado daba a ambas naciones el derecho de registrarse mutuamente los buques mercantes en el Atlántico y, gracias a un protocolo posterior, también podían hacerlo frente a las costas occidentales de África. Si se encontraban esclavos o equipo para la trata, se llevaría a los buques ante un Tribunal Mixto en Nueva York, Ciudad del Cabo o Sierra Leona; si los jueces norteamericano y británico de este tribunal no conseguían tomar una decisión, debían solicitar la ayuda de un árbitro norteamericano o británico; además, con gran alivio de los oficiales de la armada estadounidense, los falsos arrestos no podían acarrear demandas por daños.
Así, en un único documento, Lincoln renunció a los principios expresados por John Quincy Adams en lo referente a la política extranjera de Estados Unidos, principios que todos los presidentes y secretarios de Estado norteamericanos, sin mencionar todos los embajadores en Londres, habían citado como si fuesen palabras divinas. El establecimiento de tribunales mixtos supuso también una importante concesión, pues Estados Unidos nunca había aceptado que un juez extranjero tuviera arte ni parte en decidir las leyes norteamericanas. El secretario de Estado Seward escribió a su protegido Charles Francis Adams que «de haberse firmado en 1808 este tratado, aquí no habría habido sedición».[1057]
El Senado analizó y aprobó este extraordinario tratado a puerta cerrada, en sesión ejecutiva, y no se informó a la prensa.
Este documento debería de haber causado una gran satisfacción al ya anciano lord Palmerston, quien pese a su intolerable orgullo, ampulosidad y condescendencia hacia quienes consideraba inferiores, había hecho casi tanto como Wilberforce y Clarkson para conseguir el fin de la trata internacional. Pero hasta ese momento él y sus ministros se habían mostrado más bien fríos (cuando no hostiles) hacia Lincoln y el norte en la guerra civil norteamericana; de hecho, él y Russell ya habían reconocido a los Confederados del Sur como parte beligerante. Palmerston que, más que a la esclavitud se había opuesto a la trata, creía que el norte planeaba invadir Canadá. Tampoco le agradaba la idea de que los generales democráticos del norte liberaran a los esclavos del aristocrático sur, productor de algodón. Adams, cuya tarea en Londres se veía facilitada por el hecho de que había estudiado en Inglaterra, llegó a la conclusión de que «el sentimiento antiesclavista había desaparecido»,[1058] y era éste el sentimiento que más problemas había provocado entre ambos países.
El almirante Charles Wilkes (sobrino nieto de John Wilkes) había acabado su misión en la flota de África y regresaba a Estados Unidos en el San Jacinto que había capturado a Nathaniel Gordon, cuando detuvo a dos enviados sureños en el británico Trent, que había zarpado de La Habana e iba a Inglaterra. Esta detención por poco provoca una guerra entre los federalistas de Lincoln y Gran Bretaña. Henry Adams, hijo de Charles Adams, escribiría más tarde que si el telégrafo hubiese existido en diciembre de 1861, «los dos países se habrían declarado la guerra».
Entretanto, con el fin de conservar la integridad de la Unión, el gobierno de Lincoln, tras su conocida vacilación al respecto, introdujo en la Constitución la trigésima enmienda que abolía la esclavitud. La muerte en abril de 1865 en la batalla de Columbus, en Georgia, de Charles Lamar —el protagonista del caso del Wanderer, a la sazón ayuda del general Howell Cobb, que a su vez había sido ministro del Tesoro de Buchanan y se había casado con una Lamar—, marcó el fin de una era.
Cabe señalar otros dos hechos, a saber, el endurecimiento de la posición británica y los cambios internos en Cuba. En cuanto al primero, el capitán Wilmot de la flota de África sugirió a finales de julio de 1861 un doble asalto a los principales vendedores africanos: primero, una visita al rey de Dahomey para convencerle de que abandonara el comercio con esclavos y, segundo, un bloqueo naval de unos quinientos kilómetros de la costa africana para evitar el embarco de cautivos. Sin embargo, Palmerston estaba de acuerdo con Charles Buxton (el hijo de Fowell Buxton) que en la Cámara de los Comunes había sugerido que se atacara Ouidah («no veía por qué no iban a poder usar medios violentos») y pensaba que como Estados Unidos estaba ocupado con su guerra civil, «debemos… empezar por apoderarnos de Ouidah y decirle [al rey de Dahomey] por qué lo hacemos o esperar a que nos lo pregunte… Sólo con la fuerza de las armas podremos someter a estos bárbaros». El Almirantazgo se opuso y Palmerston acabó por mandar a Wilmot y, después, al explorador Richard Burton, a la sazón cónsul en Fernando Poo, en una misión pacífica ante el rey Gelele. Wilmot explicó al monarca que «Inglaterra ha hecho todo lo que ha podido para terminar con la trata en este país. Se ha gastado mucho dinero y se han sacrificado muchas vidas en pos de este objetivo, sin éxito hasta la fecha. He venido a solicitaros que pongáis fin a este tráfico y firméis un tratado conmigo».
Gelele se negó: si los blancos venían a comprar, ¿por qué iba a rechazarlos? Wilmot le preguntó cuánto dinero necesitaba y la respuesta fue que «ninguna cantidad de dinero me convencerá… No soy como los reyes de Lagos y Benin. Sólo hay dos reyes en África, el de los ashanti y el de Dahomey; yo soy el rey de todos los negros, y nada me compensará por [la pérdida de] la trata», y a Burton le dijo que «si no puedo vender los hombres capturados en guerra, he de matarlos, y esto no agradaría a Inglaterra, ¿verdad?».[1059]
Los abolicionistas no estaban preparados para este argumento, a diferencia de los tratantes, y a principios de los años sesenta éstos equiparon numerosos barcos nuevos para la trata con Cuba, en Fécamp, en Marsella y en Cádiz.
En esta época la única intervención británica, bastante renuente por cierto, fue la de acceder a la solicitud del cónsul Beechcroft en Lagos, que pidió la ocupación de esta ciudad para completar la abolición de la trata en la ensenada de Benin. Ésta fue, al menos, la explicación que dio el ministro de Exteriores lord John Russell en junio de 1861: el gobierno está «convencido de que la ocupación permanente de este importante punto de la ensenada de Benin es indispensable para completar la supresión de la trata en la ensenada». El cónsul en funciones William McCoskry, un comerciante legítimo con mucha experiencia en la costa africana, destituyó al rey Docemo y le asignó un ingreso anual de mil libras, pagaderas en cauríes.[1060]
De 1858 a 1861 los británicos casi no patrullaron en las costas de Cuba, pues corrían demasiado riesgo de entrar en combate naval con España, pero la nueva situación con Estados Unidos les llevó a cambiar de política. Al igual que Estados Unidos antes, Russell, que era todavía ministro de Exteriores, trató de organizar un bloqueo con cuatro barcos de vapor; sin embargo, España les negó la autorización de atracar en los puertos cubanos, ya que le parecía que permitirlo supondría renunciar a su soberanía. Con todo, en 1863 seis buques de la armada británica patrullaban frente a las costas de la isla; pese a la guerra civil, Norteamérica hacía lo mismo esporádicamente y en 1863 el almirante Charles Wilkes, el oficial que había capturado el Trent, capturó el Noc Daqui, uno de los barcos de vapor de Julián Zulueta.
En esta época crítica Cuba tuvo la suerte de contar con una sucesión de capitanes generales auténticamente liberales. Así, en 1859, frente a las acusaciones de que a la trata internacional le iba mejor que nunca —unos veintitrés mil esclavos entraron en Cuba ese año—, y dado que los británicos seguían mandando a Madrid las pruebas que recibían de su cónsul en La Habana (en enero de 1860, el ministro de Marina, duque de Somerset repartió un documento entre los ministros del gobierno en el que afirmaba que «la trata aumenta rápidamente y… este año ha aumentado y se ha extendido más que en muchos años… De momento no existe ninguna restricción efectiva contra la trata y los que la practican corren poco peligro de ser capturados»), el capitán general De la Concha propuso expulsar a toda persona de la que se supusiera siquiera que tenía algo que ver con la trata. Al gobierno español le pareció una medida demasiado arbitraria y De la Concha, del que se sospechaba que se mostraba demasiado tolerante con los plantadores, dimitió, al parecer asqueado por la deslealtad de dichos hacendados.
El ocaso de De la Concha resultó providencial, pues el siguiente capitán general fue el ilustrado, competente y tolerante general Francisco Serrano, antiguo ministro de la Guerra, el «guapo general» que la reina Isabel, de quien fue amante, había deseado conservar a su lado en el palacio. Él, como sus predecesores, tenía la solución a los problemas de Cuba, o sea, una ley orgánica que otorgaría numerosas libertades políticas. Conservaría la esclavitud, explicó al cónsul británico, pero la trata se consideraría piratería y cualquiera que tuviera que ver con ella sería juzgado en consejo de guerra. Es cierto que el gobierno hispano descartó el plan por ir «contra los principios de la moral y la justicia», pero a la sazón los abolicionistas ya no eran unos cuantos escritores aislados como el botánico Ramón de la Sagra, sino que habían formado un verdadero grupo. Un grupo de radicales habló de ello en las nuevas Cortes de 1855, entre ellos Emilio Castelar, uno de los mejores oradores de Europa, y Laureano Figuerola, un inteligente economista que años más tarde presentaría el primer presupuesto de libre comercio en España. Sus voces eran todavía minoritarias, pero elocuentes. En junio de 1862, el general Serrano sugirió que, en vista de la guerra civil en Estados Unidos, España debería abordar en serio el tema de la abolición… antes de que los acontecimientos se precipitaran; en su opinión, a menos que se aboliera la trata, se destruiría la esclavitud misma. Ya había intentado infundir en la armada una auténtica voluntad y capacidad de evitar el comercio con esclavos, mediante el uso de unos barcos de poco calado. Mas, aunque en teoría estaba de acuerdo con él, el gobierno seguía empeñado en continuar con la ineficacia patrullera.
El siguiente capitán general fue el general Domingo Dulce, que se había dado a conocer en 1841 al defender, en las escaleras del Palacio Real en Madrid, a la reina Isabel y a su hermana frente a una facción de oficiales insurrectos. Intentó gobernar con generosidad pero con energía, si bien no sentía ninguna simpatía por los africanos, de los que dijo que por naturaleza eran indolentes y perezosos y que otorgarles una libertad que no habían conocido nunca, ni siquiera en su propio país, los convertiría en vagabundos. En diciembre de 1862 anunció que le habían enviado con el fin de hacer respetar los tratados de supresión de la trata que la reina había firmado con otros países, que tenía los nombres de todos los que participaban en este comercio y que no vacilaría en usar todo su poder para destruirlos. Por primera vez un juez británico del Tribunal Mixto, Robert Bunch, habló favorablemente de un capitán general: «Es imposible que alguien se exprese con mayor contundencia que el general Dulce acerca de este infame tráfico», manifestó y añadió que creía que con frecuencia le engañaban con informes falsos; Dulce lo reconoció y le pidió que le enviara toda la información que tuviera, veraz o falsa, para examinarla cuidadosamente. Empezó por desterrar a dos tratantes de poca monta, Antonio Tuero y Francisco Duraboña, y en la primavera de 1863 expulsó a ocho negreros portugueses de mayor importancia. También destituyó a Pedro Navascues, gobernador de La Habana, por complicidad en una expedición negrera. Para entonces el cónsul general británico ya confiaba en Dulce y había empezado a colaborar con él. En 1864, pese a su fama en los círculos antiesclavistas, José Agustín Argüelles, gobernador de Colón, en el centro de Cuba, huyó a Estados Unidos, acusado de vender ciento cuarenta y un esclavos que había emancipado al interceptar un barco de Zulueta, con el cual probablemente estuviera conchabado. Lo mandaron de vuelta a Cuba, donde lo procesaron y condenaron a galeras, condena que por cierto, no cumplió.[1061]
Si bien Dulce seguía disfrutando de poderes extraordinarios, como todos sus predecesores desde 1825, permitió a los cubanos publicar periódicos; uno de éstos, El Siglo, se convirtió en el centro de la opinión liberal cubana —encabezada por el agrónomo progresista Francisco Frías y Jacott, conde de Pozos Dulces (cuñado del nacionalista Narciso López), y José Morales Lemus, quienes en los años cuarenta estaban, ambos, a favor de la anexión de Cuba por Estados Unidos—; abogaba por la abolición inmediata de la trata y hasta por la suspensión de la inmigración de los brutalmente tratados yucatecos y chinos; sugirió, además, que debían buscarse incentivos para atraer a colonos blancos. Aunque deseaban conservar la esclavitud, al menos de momento, estos ilustrados plantadores temían una victoria del sur en la guerra civil norteamericana, pues creían que los confederados triunfantes impondrían elevados aranceles al azúcar cubano a fin de proteger la cada vez más próspera industria azucarera de Luisiana.
Las razones para este cambio de opinión eran varias: el aumento del precio que los tratantes creían poder obtener por los esclavos y que en La Habana había alcanzado un precio de entre mil doscientos cincuenta y mil quinientos dólares; el número de esclavos disponibles se había reducido debido a la alta tasa de manumisión; pese al fracaso político relativo de los nuevos Estados independientes de América Latina, entre los cubanos se percibía un creciente sentido de destino nacional, y, finalmente, la guerra civil norteamericana estimuló el sentimiento abolicionista en la isla.
No obstante, en 1863, segundo año de este conflicto, casi veinticinco mil esclavos entraron en Cuba, como se desprende de los archivos españoles. Un importante comerciante de La Habana resumía la situación: según él, pese a que a España le convenía por muchas razones abolir la trata, el gobierno reconocía, al igual que todos en la isla, el vínculo entre el problema económico y la existencia de la esclavitud, puesto que la riqueza de la isla dependía de la mano de obra esclava; de ahí, dijo, la tolerancia con que se trataba ese infame comercio.[1062] La esclavitud parecía firmemente anclada: había en la isla más de trescientos cincuenta mil esclavos, dos tercios de ellos, varones; casi la mitad vivía en ingenios azucareros, unos veinticinco mil, en plantaciones cafetaleras, y menos de dieciocho mil, en plantaciones tabacaleras.
Sin embargo, diríase que la trata en Cuba disminuía por fin. El capitán general insistió en que en 1865 no había desembarcado un solo esclavo, y el Ministerio de Exteriores británico reconoció que el cónsul Joseph Crawford había exagerado las cifras para 1859. En cuanto a África, el comodoro británico A. P. E. Williams encontró que las quince factorías en Punta da Lenha, en el Congo, estaban a punto de derrumbarse, si bien los tratantes allí seguían viviendo bien.
Francisco Martí y Torres, antaño amigo de Tacón, se empeñó, con la ayuda de don José Ricardo O’Farrill, tío y sobrino —descendientes del que en 1713 fuera factor en La Habana de la Compañía del Mar del Sur, del que hemos hablado en el capítulo trece—, en eludir el enfoque obstinadamente filantrópico de Dulce; proyectó una expedición para traer esclavos de África para sus plantaciones en Malas Aguas y Pan de Azúcar. Lo traicionaron y Dulce ordenó al comandante de la armada que persiguiera sus buques. Debido a la captura de la goleta Matilde con esclavos a bordo, y al descubrimiento del desembarco de esclavos de un bergantín quemado apenas entregado el cargamento, Dulce decidió emprender acciones legales contra Martí; el juicio se habría convertido en cause célèbre de no haber muerto el ya anciano negrero en su propia casa en La Habana, en la primavera de 1866.
Hasta Julián Zulueta se vio frustrado. Había comprado un velo/ barco de vapor en Liverpool, el Cicerón, en el que transportó más de mil cien esclavos de Dahomey a Panamá. Desde allí él mismo los llevó, andando, por la costa centroamericana hasta un punto donde pensaba embarcarlos y llevarlos a Cuba. Pero el gobernador local le traicionó y los esclavos se perdieron. Cuando el Cicerón regresó a África a por otro cargamento de cautivos, un cordón de barcos británicos se lo impidió. Otros varios tratantes fueron detenidos de igual modo, pero los incidentes tenían a menudo un fin menos satisfactorio. Así, en 1864 el Dart de la armada británica capturó lo que tomó por un bergantín norteamericano de la trata, mas la tripulación destruyó los documentos y el británico tuvo que soltarlo.
Ese mismo año, el movimiento abolicionista español adoptó un nuevo líder, el plantador portorriqueño Julio Vizcarrando. Con otros dos conciudadanos, José Acosta y Joaquín Sanromá, presidió la primera reunión de la Sociedad Abolicionista Española, en Madrid. Le respaldaban algunos políticos liberales hispanos como Emilio Castelar, el excelente novelista Juan Valera, Segismundo Moret (anglófilo, nieto de un general inglés), Manuel Becerra (posteriormente ministro de Colonias reformista) y Nicolás Salmerón (filósofo y federalista). Vizcarrando era el notable guía que necesitaban los abolicionistas españoles y contaba con la ventaja no sólo de conocer bien Estados Unidos sino también de estar casado con la formidable agitadora Harriet Brewster, de Filadelfia. Había manumitido a sus propios esclavos en Puerto Rico, denunciado públicamente las injusticias de que eran objeto éstos y otros, y fundado una casa de la caridad para los pobres de San Juan. En Madrid usó el mismo emblema para el movimiento que habían usado los británicos: un negro encadenado con una rodilla doblada. Pronto estableció secciones en Sevilla, León, Barcelona y Zaragoza. Gracias a él se fundó la Revista Hispana-Americana, cuyo primer editorial exigió el fin de la trata cubana como paso previo a otras reformas coloniales. Muchos comités planteaban numerosas preguntas, por ejemplo, ¿cómo promover el matrimonio entre esclavos?, que no por haber sido ya formuladas cien años antes habían perdido vigencia.
En España había quienes defendían la esclavitud, como los había habido en Inglaterra, Francia y Estados Unidos. En Los negros en sus diversos estados y condiciones, el popular periodista José Ferrer de Couto afirmó que la mal llamada trata constituía la redención de esclavos y prisioneros; según él, estaban mucho mejor en España que en la asquerosa África.
Con todo, el impacto de Vizcarrando fue decisivo. Gracias a su actividad, el 6 de mayo de 1865 Antonio María Fabié, un sevillano, pudo ponerse en pie en las Cortes y secundar una moción respecto a la trata. La guerra en Estados Unidos había terminado, manifestó, y una vez terminada ésta podía darse por terminada la esclavitud en todo el continente americano. ¿Sería posible conservar la institución en los dominios españoles?, preguntó, y contestó que no lo creía, que el gobierno debía cumplir sus más importantes obligaciones. Es cierto que empezó el discurso con la acostumbrada y obligatoria alabanza de la esclavitud española, comparada con la de los anglosajones. En toda la historia de la esclavitud, proclamó, ningún país había sabido organizaría tan bien como España, ningún país había elevado tanto la condición de los negros, ni había sido más tolerante, incluso más dulce con ellos, lo que explicaba por qué España había conservado la institución más tiempo que otros países.[1063]
Unos días después los plantadores cubanos liberales relacionados con El Siglo mandaron un memorándum al todavía influyente capitán general Serrano, en Madrid. Este documento, firmado por doce mil criollos, pedía su apoyo para que Cuba estuviese representada en las Cortes, para una reforma de los aranceles que permitiera la importación de harina de Estados Unidos y, asombrosamente, para poner fin a la trata a la que describía como un repugnante y peligroso cáncer de inmoralidad, añadiendo que los intereses privados habían demostrado ser más poderosos que el honor y la conciencia de la nación.[1064] ¡Asombrosa transformación!
Cabe señalar que un partido prohispano, encabezado por Julián Zulueta, protestó también en una carta a la reina; los signatarios afirmaban no estar en contra de un cambio en los aranceles, pero sí contra la reforma política, incluyendo la representación cubana en las Cortes. Sin embargo, en España dominaban los reformadores y, en agosto de 1865, Dulce recibió permiso para desterrar a todo aquel que hubiese puesto repetidamente en peligro la paz de la isla y para incluir a los tratantes en esta categoría. Fue un acto valiente e imprevisible. Entre los que se exiliaron en España estaba el atónito millonario Julián Zulueta.
Finalmente, en febrero de 1866 el conservador Antonio de Cánovas, a la sazón ministro de Colonias, presentó ante las Cortes un proyecto de supresión y castigo de la trata. Cánovas sería un gran estadista a finales del siglo, pero de no ser así, de todos modos se le conocería como historiador. Era un político al estilo de Edmund Burke, mas a diferencia de éste, ejercía el poder. El preámbulo del proyecto de ley incluía el recordatorio de que las antiguas leyes de Castilla contemplaban la muerte como castigo por el robo de hombres libres, a la vez que aceptaba que los africanos eran eso, hombres libres.
Durante semanas hubo debates acerca del proyecto. Los generales Gutiérrez de la Concha, Pezuela y O’Donnell, todos ellos antiguos capitanes generales de Cuba, estuvieron entre los oradores. Una comisión creada por Cánovas describió la trata como infame e inexplicable a ojos de la civilización cristiana. No obstante, los intereses de los esclavistas seguían estando bien representados en Madrid, entre otros por José Luis Riquelme, quien poseía haciendas y esclavos en Cuba. Riquelme deploró la cláusula en el proyecto de ley por la cual los funcionarios podían entrar en las plantaciones en busca de esclavos recién importados e insistió en que acarrearía problemas como los de 1854; declaró que él había dado libertad a aquellos esclavos que se lo habían pedido y que éstos se habían quedado trabajando en la plantación. Así debía hacerse, alegó.
Cánovas replicó que la idea de que la prosperidad de la isla dependía de la trata era anticuada, que de momento el gobierno aceptaría la esclavitud tal como existía por entonces, y añadió que se veía obligado a suprimir la trata y no había nada que no haría para conseguir su objetivo. El Senado aprobó el proyecto en abril de 1866, pero debido a las complejidades de procedimiento a raíz de la caída del gobierno, no se convirtió en ley hasta mayo de 1867, y en Cuba no se promulgó hasta septiembre de ese año. Según el artículo treinta y ocho, debía llevarse a cabo un registro de todos los esclavos, y todo negro, hombre o mujer, que no figurara en el registro sería considerado libre. Cualquiera que tuviera algo que ver con la trata sería objeto de severos castigos y, como ocurría en la mayoría de países europeos, todo esclavo que llegara a España sería automáticamente declarado libre.[1065]
Los abolicionistas españoles se quejaron de que la ley fuese menos estricta que las de otros países, pues no declaraba piratas a los tratantes. A los funcionarios coloniales les resultaba todavía difícil inspeccionar las plantaciones y muchos creían que mientras existiera la esclavitud todos los esfuerzos para suprimir la trata serían fútiles. Hasta el general Dulce consideraba inadecuada la ley, pues estaba a favor del destierro arbitrario de todos los tratantes, hombres muy conocidos en la isla, que preparaban los buques negreros; explicó que en el Gobierno Civil se encontraba información acerca de personas de lo más notables dedicadas a esa «odiosa especulación».[1066]
Para entonces la esclavitud misma parecía correr peligro. El 3 de abril de 1866 el New York Times publicó un extraordinario artículo: «Los negros de las haciendas de Zulueta, Aldama y demás importantes propietarios de esclavos en la jurisdicción de Matanzas han declarado la huelga y exigen que se les pague por su trabajo… Se han enviado tropas para obligarlos a volver a trabajar. Si el frenesí de no querer trabajar sin pago se extiende a otras haciendas, a sus amos les costará acostumbrarse a tan revolucionaria situación.»[1067]
Hubo unos cuantos desembarcos de esclavos a finales de los años sesenta. En 1867 el capitán general Joaquín del Manzano habló de uno de ellos, y el Almirantazgo en Londres lo confirmó. Más o menos por la misma época, el cónsul general británico informó de que había visto a doscientos setenta y cinco esclavos introducidos en La Habana por un barco de la armada española, el Neptuno. Algunos periódicos mencionaron lo que tomaron por desembarcos. L’Opinion Nationale de París manifestó en agosto de 1866 que la trata había adquirido proporciones aún mayores que antes y declaró que un tratante había pagado un soborno de cincuenta mil dólares para poder importar setecientos esclavos. El New York Herald también afirmó que ese verano habían desembarcado a mil africanos cerca de Jaruco. Se dijo que una goleta había llevado a trescientos esclavos a Marianao, una residencia «donde vive el [nuevo] capitán general [probablemente Francisco Lersundi, no Manzano]… [y] después, a la hacienda de un acaudalado español. Se les proporcionaron los pases necesarios…». En Madrid el abogado abolicionista Rafael Labra explicó que un periódico de La Habana había anunciado la venta de negros, aunque no especificó de qué periódico se trataba. En diciembre de 1867, frente a la costa de África, el capitán del crucero británico Speedwell descubrió a noventa y seis africanos a bordo de un buque negrero y mencionó que le habían hablado de otros setecientos en un barracón cercano; Cuba, por supuesto, era su destino. Un viajero alemán observó cómo un barco de la trata zarpaba de la costa de Loango en 1868, pero nada indica a dónde llegó ni cuándo. El último desembarco del que se tenga noticia segura en Cuba tuvo lugar en enero de 1870: novecientos negros, cerca de Jibacoa, en la provincia de La Habana. El historiador cubano José Luciano Franco recordó haber encontrado en La Habana, en 1907, a una africana conocida como María la Conguita, quien le dijo que la habían llevado a Cuba en 1878, pero tal vez no tuviera buena memoria para las fechas.[1068]
En realidad no existen pruebas de desembarcos de esclavos en Cuba después de 1870. En 1871 el jefe del Departamento de Esclavitud del Ministerio de Exteriores británico testificó, ante una comisión especial de la Cámara de los Comunes, que había oído decir que algunos esclavos habían ido de Zanzíbar a Cuba, pero, comentó, «no creo que esta afirmación tenga fundamento». Hasta el siempre escéptico cónsul británico creía que entre 1865 y 1872 no había habido ningún desembarco de esclavos.
Entretanto también se resolvió el caso de los emancipados. En septiembre de 1869 la Capitanía General empezó a repartir certificados de libertad a todo el que hubiese sobrevivido a los años de ignominia, brutalidad e indiferencia. Sin embargo, casi todos siguieron siendo esclavos de hecho hasta la muerte. Desde 1825 se había manumitido a veinticinco mil emancipados, pero no habría más de unos cuantos millares de negros realmente libres.
Así pues, Gran Bretaña y otras naciones podían poner fin a la patrulla de las flotas de África y Sudamérica, por no hablar de Norteamérica. Gracias a estas flotas unos doscientos mil esclavos fueron liberados, aun cuando se hubiese transportado a casi dos millones. La flota británica de África occidental, que tanto había hecho por la abolición de la trata, se unificó con la flota del Cabo en 1870; a lo largo de sesenta años sus capitanes liberaron a unos ciento sesenta mil esclavos, probablemente el ocho por ciento de los transportados desde África, la mayoría de ellos (el ochenta y cinco por ciento) en alta mar frente a las costas de ese continente. Estos capitanes y los de las flotas francesa y norteamericana capturaron unos mil seiscientos treinta y cinco barcos, es decir, un quinto de los aproximadamente siete mil setecientos cincuenta que se dedicaron a la trata. Quizá unos ochocientos mil esclavos más habrían sido transportados, de no ser por la flota de África. Muchos marineros británicos murieron (mil trescientos treinta y ocho entre 1825 y 1845) como resultado de batallas en el mar o de fiebre amarilla y paludismo contraídos en tierra o en los ríos de la Costa de los Esclavos, en una época en que se ignoraban las causas de estas enfermedades.[1069]
El Tribunal Mixto de Sierra Leona dejó de funcionar en 1871, pero su equivalente en La Habana sobrevivió hasta 1892, aunque nunca más se recurrió a él. Los jueces nombrados a raíz del tratado anglonorteamericano de 1861 nunca tuvieron que presidir un juicio.
Así fue como los trescientos cincuenta años de la trata de África con Cuba llegaron a su fin, sin grandes celebraciones, sin fanfarria y sin desfiles triunfantes. No obstante, fue una victoria para la razón y para la humanidad.