Todos la desean con vehemencia, la protegen y casi la santifican.
Comentario del capitán general VALENTÍN
CAÑEDO sobre la actitud de los plantadores
cubanos respecto a la trata, c. 1853
Aunque la trata brasileña fue uno de los negocios de mayor duración en la historia del comercio, estaba llegando a su fin, pero una trata aún más antigua, la de Cuba, todavía prosperaba. Entre 1840 y 1860 se llevaron a Cuba probablemente unos doscientos mil esclavos, además de unos siete mil doscientos a Puerto Rico. Pero por debajo de estas austeras cifras, la vida diplomática, marinera, económica y social de la isla pasaba por una serie de asombrosos trastornos.
Esta era representó un triunfo excepcional para la política exterior española. Por medio del disimulo, las dilaciones y las evasiones, los débiles gobiernos de la reina Isabel II resistieron continuamente las exigencias británicas más pertinaces. Si la cuestión no hubiese sido la continuación de la trata, la diplomacia española habría recibido elogios, y grandes avenidas llevarían los nombres de quienes la dirigieron.
Este éxito de la diplomacia madrileña se inició de manera curiosa. Aunque el censo de 1841 indicaba que los esclavos formaban la mayoría de la población de Cuba, parecía que la trata misma llegaba a su término. La razón no tenía nada que ver con Gran Bretaña ni con la filantropía sino con el hecho de que, como en Brasil, hubo varias rebeliones de esclavos. El encargado de eliminar esta amenaza fue el nuevo capitán general Leopoldo O’Donnell, que contaba apenas treinta y cuatro años de edad y que, como muchos otros distinguidos oficiales españoles, era de ascendencia irlandesa. Había pasado la juventud combatiendo en las guerras civiles españolas. Mientras su predecesor, Valdés, debió su lucrativo cargo a su amistad con el general Espartero, amigo de Gran Bretaña, O’Donnell debía el suyo a haber apoyado al general Narváez en el golpe para derrocar a Espartero. Después tuvo una larga carrera política, sin duda financiada por lo obtenido en los cinco años que pasó en Cuba, donde se mostró asiduo amigo de la trata y todavía más de los tratantes. Se decía que, de regreso a España, se llevó más de cien mil dólares. En Madrid lo apoyaron siempre su protector Narváez y la reina regente. O’Donnell pensaba que un final súbito de la trata sería catastrófico y aconsejaba que el gobierno de Madrid hiciera cuanto pudiera para evitar que la cuestión se discutiera en las Cortes.
O’Donnell tuvo que enfrentarse con la Conspiración de la Escalera, llamada así porque los sospechosos fueron atados a una escalera de madera en una plantación de café abandonada cerca de Matanzas, y azotados hasta que confesaron. Los hechos no son claros. Parece que un grupo de negros y mulatos libres hablaron entre ellos de un plan para proclamar la independencia de Cuba y la manumisión de todos los esclavos que la apoyaran. Un ayudante del difunto cónsul británico Turnbull, llamado Francis Ross Cocking, estaba implicado, pero la dirección la tomó un puñado de negros libres encabezados por un tal José Rodríguez. Cocking, al parecer, alentó a estos hombres a suponer, sin fundamento, que él y ellos contaban con la aprobación del gobierno británico. Él mismo creía que tenía el apoyo de algunos criollos ilustrados. Pero el escritor Domingo del Monte, con cuya simpatía Cocking creía contar, traicionó a los conspiradores al escribir una carta, muy exagerada, a Alexander Everett, que había sido embajador de Estados Unidos en Madrid y había representado a este país en La Habana y era partidario de la idea de anexionar Cuba a la Unión norteamericana. Everett creyó, con sus amigos de entre los plantadores cubanos, que Gran Bretaña planeaba una intervención armada en Cuba, con el fin de establecer una «república etíope-cubana», según la expresión de Del Monte, «y formar junto a nuestras costas meridionales un cordón de negros libres». Trató de alertar a sus superiores en Washington sobre el asunto. Daniel Webster, secretario de Estado con el presidente Tyler, se mostró escéptico, aunque lo bastante inquieto para informar a los españoles sobre la conspiración.[1014]
Al parecer sin conexión con esta conjura, en 1843 y 1844 hubo varias rebeliones de esclavos similares a las que habían tenido lugar en tiempos anteriores: un motín de veinticinco esclavos en el ingenio azucarero Alcancía, en Cárdenas; una protesta de esclavos en el ferrocarril Cárdenas-Júcaro, y otros estallidos menores, todos aplastados por O’Donnell con considerable brutalidad. Unos tres mil esclavos y negros libres fueron juzgados sumariamente y unos ochenta fueron fusilados o murieron durante los interrogatorios, ya en celdas atestadas o en la cepa. No había pruebas de una conspiración revolucionaria a gran escala, pero esto no impidió la deportación de muchos negros libres, nacidos fuera de Cuba, y también de algunos destacados criollos, como José de la Luz y Caballero, y hasta al confidente Domingo del Monte. Entre los ejecutados estaba el conocido poeta Diego Gabriel de la Concepción Valdés, «Plácido», un mulato libre, hijo de un bailarín de Burgos y de una peluquera mulata; fue acusado de ser agente inglés, pero parece no haber tenido arte ni parte en la conjura. Como él escribiera:
Nace el negro, y desde luego, Por falta de cultura, En un caos de amargura Se ve atribulado y ciego. |
O’Donnell no ocultaba que creía que Cocking, Turnbull y el poderío de la Corona británica habían inspirado estas rebeliones. Su hostilidad a Inglaterra era implacable. Diríase que estaba decidido a vengar la derrota de su antepasado Hugh O’Donnell por los ingleses en Irlanda en 1600.
Si O’Donnell odiaba Inglaterra, el sentimiento era mutuo. Después de la represión de 1844, hasta el sereno Aberdeen se indignó y se empeñó en conseguir que O’Donnell fuese retirado de la isla. «A menos que lo cambien de lugar, no sé qué podemos hacer aparte de sacaros de allí», escribía a su embajador en Madrid, el lánguido pero eficiente Henry Bulwer. «A menos que indemnicen por sus monstruosas crueldades y actos de injusticia clara… nos veremos obligados a tomar represalias.»[1015] Pero Bulwer sabía que esto no sería precisamente fácil, pues el general contaba con amigos en Madrid. Palmerston resumió la situación en una carta a Bulwer, cuando volvió al Ministerio de Asuntos Exteriores: «Parece que la costumbre de revender emancipados existente desde hace un tiempo, con la aprobación del capitán general de Cuba, es el tema de todas las conversaciones [en La Habana]… Se dice que más de cinco mil de estas desgraciadas criaturas han sido revendidas a precios que van de cinco a nueve onzas de oro; por ejemplo, cincuenta emancipados fueron vendidos a la Compañía del Gas de La Habana por un período de cinco años para servir de faroleros, con lo cual gentes de la casa del Gobierno han hecho beneficios de más de seiscientos mil dólares… cuatrocientos emancipados han sido entregados al marqués de las Delicias, juez principal del Tribunal Mixto, para que los guarde en beneficio de la condesa de Guerega, esposa del general O’Donnell… Manifestará usted la esperanza de que el gobierno de España dará órdenes positivas y perentorias al general O’Donnell de que consiga… la libertad de esos negros nominalmente emancipados.»[1016] Pero nada de esto tuvo resultado.
O’Donnell, como antes Valdés, se rodeó de investigaciones, comisiones y recomendaciones, siempre con el propósito de permitir que quienes se ocupaban de la trata continuaran haciéndolo. Pero cada año encontraba mayores dificultades, no porque se diera un súbito ataque de filantropía entre los criollos, sino por el miedo, comparable al que embargó a Brasil, de que una gran población esclava negra se lanzara un día a una revolución como la que había destruido Saint-Domingue. Irónicamente, a causa de esta razón O’Donnell abandonó el plan de Valdés de liberar a los emancipados al cabo de cinco años, pues decía que estaba convencido de que hombres libres de color se habían comprometido en masa en la conjura citada. Después de 1845, los emancipados siguieron siendo esclavos, de hecho, ya que no de derecho, aunque ahora, en general, trabajaban para el gobierno; los emperadores romanos los habrían reconocido inmediatamente como «esclavos del Estado». Debieron de ser, entonces, unos dos mil en Cuba, además de dos mil que habían sido liberados, mil que marcharon a las colonias británicas y unos seis mil que estaban registrados como «muertos, locos o desaparecidos».
Entretanto, en España el liberal Martínez de la Rosa, dramaturgo y político de las Cortes de 1820, amigo de Canning y Chateaubriand, que había firmado por España el tratado angloespañol de 1835 con su famosa cláusula sobre el equipo de los buques negreros, volvió al poder en 1844 como ministro de Exteriores. De acuerdo con los deseos de sus amigos ingleses, presentó a las Cortes un proyecto de ley que fijaba penas para los que fuesen sentenciados como tratantes de esclavos. Los dueños e inversores, capitanes y oficiales de los viajes de la trata recibirían penas de seis años de prisión, u ocho si se resistían a la detención, además de penas de exilio y multa; las tripulaciones podrían recibir penas de multa de la mitad de la cuantía de las de los oficiales y dueños; había otros castigos en caso de que se maltratara a los esclavos.
El proyecto provocó disputas en España. Se mostraron hostiles incluso muchos políticos liberales, y quienes se oponían a él trataron de hundirlo presentando innumerables enmiendas. Se convirtió en ley sólo porque parecía que no afectaba a la institución misma de la esclavitud. De hecho, una de las enmiendas aceptadas por el gobierno reconocía que en cuanto los esclavos llegaran a una plantación cubana, ya no se les podría tocar.[1017]
Si la ley suscitó problemas en Madrid, entre los plantadores de Cuba provocó algo parecido al pánico. Aunque el fiscal de La Habana, Vicente Vázquez Queipo de Llano, decía en privado que el fin de la trata era la única manera de mantener la supremacía blanca, el capitán general O’Donnell creía que si se aplicaba la ley arruinaría la colonia. Impidió que los periódicos de La Habana hicieran siquiera mención de la ley, lo que constituía un ejemplo más, y notable, de cómo un gobernador colonial podía tratar una ley de la potencia imperial. El Consejo de Indias se limitó a comentar que Gran Bretaña, sin duda envidiosa del éxito del azúcar cubano, trataba de destruir la prosperidad de la isla exigiendo a España lo que no se atrevía a exigir a Estados Unidos; parece que el Consejo creía que había que ir disminuyendo lentamente la trata y que para contrarrestar la escasez de mano de obra convenía alentar la reproducción de los esclavos, siguiendo lo que se creía que se practicaba en Estados Unidos.
El pánico tardó en apaciguarse. Durante varios años hubo una suspensión casi completa de la importación de esclavos. El juez del Tribunal Mixto de La Habana pensaba que los únicos que pudieron continuarla eran «personas como don Julián de Zulueta, deseosas de obtener esclavos al menor precio y no para la venta». Parece que en 1848 no se introdujeron más allá de mil quinientos esclavos. El cólera, además, mató a muchos que ya estaban en Cuba. Algunos plantadores de caña vendieron sus haciendas y se fueron a Texas. Para colmo, los huracanes destruyeron numerosos cafetales.
En la prensa cubana se discutía constantemente la economía de la esclavitud. En 1845 Vázquez Queipo de Llano estimaba en un informe público que el trabajo del esclavo costaba setenta pesos por persona y año y el trabajo libre, ciento cuarenta pesos, y que el aumento del precio de los esclavos pronto haría que el trabajo libre resultara competitivo.
En 1845 costaba darse cuenta de que veinte años de esfuerzos de los gobiernos británicos, con el apoyo esporádico de los gobiernos liberales españoles, hubiesen tenido el menor efecto en la economía cubana basada en la mano de obra esclava. Los gobiernos españoles de la época no eran malignos; heridos por las guerras civiles o el miedo a las mismas, bajo los efectos de las consecuencias políticas de tener una reina niña y una regente terca y caprichosa en un régimen semiabsolutista, no poseían todavía la fuerza de llevar a cabo una política que parecía contraria a los intereses de su colonia más rica. El gobierno se ofendía con facilidad; así, en 1848, el general Narváez pidió a Bulwer que se marchara de Madrid después de que se le acusó (falsamente) de haber apoyado una rebelión contra el gobierno; en Londres se indignaron y Palmerston hasta pensó en ordenar a la armada que bloqueara Sevilla.
Pero en 1849 y 1850 volvieron a subirlas importaciones de esclavos en Cuba y después de 1851, con los precios africanos muy bajos a causa del final de la trata con Brasil, el comercio de esclavos recuperó sus anteriores altos niveles. Las ganancias eran demasiado jugosas para que pudieran desdeñarse. Washington Irving, el escritor norteamericano que de modo tan curioso como apropiado había sido nombrado embajador en Madrid, informaba a Washington que «parece que no hay duda que bajo el capitán general O’Donnell se vuelven a admitir esclavos en gran número».[1018] Un esclavo podía comprarse por la mitad de lo que costaba medio siglo antes, para venderse por el doble de lo que se pagaba antes. Como se ha visto, el costo de las mercancías manufacturadas, que eran el elemento principal para pagar esclavos en África, había descendido espectacularmente. Después de pagar todos los gastos y costes, un barco negrero con capacidad para quinientos esclavos podía ganar cien mil dólares por viaje, con un beneficio del doscientos por ciento.
El renacimiento de la trata en Cuba, a finales de los años cuarenta, fue en gran parte obra de un hábil gaditano, Manuel Pastor, coronel retirado que había sido amigo y asesor de Tacón en cuestiones referentes a las obras públicas y que recibió de él el control de los nuevos mercados que construyó en La Habana. Gracias a esto, Pastor amasó una fortuna. A diferencia de Tacón, creía en el ferrocarril y ayudó a financiar varias de sus líneas. A finales de los cuarenta, era el impulsor de una nueva compañía azucarera en la que participaba la reina madre María Cristina, de hecho todavía regente; había también otros comerciantes conocidos, como Pedro (antes Pierre) Forcade de Burdeos, Antonio Font y Antonio Parejo, amigos del segundo marido de la regente, duque de Riañasares, al que se consideraba como agente de la propia reina madre. La mayor plantación de esta compañía, la Susana, recibía sus «sacos de carbón» (es decir, nuevos africanos) gracias a Parejo y a la connivencia del nuevo capitán general Federico Roncali, conde de Alcoy, que como su predecesor fingía ignorar que la trata continuaba, pero la protegía. «El CG [capitán general] se embolsa cincuenta y un pesos por cabeza», escribía un comerciante a su socio de Nueva York, en 1849. Se dice que al dejar la isla en 1850 Roncali recibió un regalo de cincuenta mil pesos para que continuara protegiendo los intereses de los tratantes una vez de regreso en Madrid. La reina regente, se rumoreaba, se había convertido, gracias en estas inversiones en «la persona más rica de Europa». El inteligente embajador británico en Madrid en los años treinta, George Villiers, informaba de que «todo su dinero está seguro en inversiones extranjeras».[1019]
Parejo, al que en 1850 se consideraba «la persona más introducida en la trata», murió en Cuba dejando deudas con la reina madre que, al parecer, ésta nunca consiguió cobrar, lo que no impidió que su viuda, Susana Benítez, con cuyo nombre se bautizó la gran plantación citada, lo despidiera con unos funerales que costaron diez mil pesos. En aquellos años, el pequeño puerto cubano de Cabañas, en la provincia occidental de Pinar del Río, fue el más importante de la trata; en él podía verse la «flor y nata» de los barcos negreros, según comentaba el capitán Impiel de la novela de Pío Baroja Pilotos de altura[1020]
Se produjo, sin embargo, un cambio fundamental en aquellos años: aunque los esclavos se abarataban en África, en Cuba resultaban demasiado caros para cualquiera excepto las grandes propiedades. Esto confirmaba la tendencia de los pequeños agricultores a dejar de moler su propia caña y llevarla a grandes empresas donde había maquinaria moderna, máquinas de vapor, máquinas centrífugas Derosne o Rilleux, traídas de Francia. Estas haciendas modernas fueron el origen de las «centrales» que más tarde se fundaron por toda la isla; las mayores y más modernas de ellas (la Álava de Zulueta por un lado y, por el otro, la Susana de Parejo y la San Martín de la reina madre, que se fundieron en una nueva compañía, La Perseverancia) se adaptaron a las nuevas condiciones, pero muchas, más modestas, abandonaron la esclavitud.
En aquellos años había criollos ricos e informados de lo que pasaba en el mundo que empezaron a pensar en términos de anexionar la isla a Estados Unidos, como medio de conservar sus esclavos y su posición. Este «anexionismo» coincidía con el movimiento expansionista norteamericano al que se llamó del Destino Manifiesto. Estados Unidos acababa de salir de la guerra con México y de adquirir Utah, Wyoming, California, Arizona y Nuevo México, así como parte de Colorado y Nevada. ¿Por qué iba a terminar el arco iris de la Unión? Los políticos sureños comenzaron a considerar la anexión de Cuba como el siguiente paso, para ayudar a garantizar la esclavitud en su país y para iniciar un nuevo imperio caribeño. Además, el embajador español en Washington, Ardáiz, recibió advertencias privadas de diputados sureños en el sentido de que apoyarían a los plantadores cubanos si decidían rebelarse contra la madre patria después de que se aboliera en Madrid la esclavitud.
Se formaron dos sociedades con el fin de fomentar la anexión. La primera era secreta, la Rosa Cubana, dirigida por Narciso López, un aventurero venezolano que había perdido a su padre en la guerra de independencia y que después de participar en las guerras carlistas españolas, del lado liberal, fue por breve tiempo gobernador de la elegante ciudad de Trinidad. La segunda sociedad era el muy selecto Club de La Habana, dirigido por Miguel de Aldama, un plantador con imaginación, que veía en la anexión un medio de mantener la esclavitud ya que no la trata. López intentó varias veces inspirar rebeliones en Cuba, con la ayuda de voluntarios de Hungría y de Louisiana, hasta que las autoridades de La Habana le detuvieron y le dieron garrote; sus últimas palabras fueron un vibrante llamamiento; para que no se asustaran, dijo, del espantapájaros de la raza africana, que había servido tan a menudo la tiranía de los opresores, pues la esclavitud no era un fenómeno social exclusivo de Cuba o incompatible con la libertad de los ciudadanos, como podía verse con el ejemplo cercano de Estados Unidos, donde tres millones de esclavos no impedían la prosperidad de las instituciones más liberales del mundo.[1021] Así fue como el nacionalismo cubano inició su melancólica historia partiendo de una premisa falsa.
El anexionismo tenía un curioso enemigo en la madre patria. Además de la necesidad de tratar a Gran Bretaña como una gran potencia económica con la cual era peligroso enemistarse, España comenzaba a verla como un aliado que la ayudaría a frustrar la anexión de Cuba a Estados Unidos. Era cierto que el gobierno de Londres deseaba impedir la captura por Estados Unidos de la siempre leal isla, no sólo a causa de sus propias relaciones comerciales con ella sino porque, si tuviera lugar, podría apartar a Londres de México y de otros prometedores mercados. De todos modos, Gran Bretaña no podía ayudar a España hasta que ésta no aplicara los tratados sobre la trata. Pero la frustrada rebelión de López cambió esta actitud. En septiembre de 1851, después de la ejecución de ese patriota, Palmerston dio a la armada británica en las Indias occidentales la inesperada orden de ayudar a España en lo que fuese necesario para derrotar a las expediciones filibusteras norteamericanas. Y, cosa aún más notable, los franceses se asociaron a esta actitud. Era una indicación de solidaridad contra lo que las potencias europeas veían como una amenaza norteamericana a sus intereses.
Pese a su ayuda a España frente a Estados Unidos, Palmerston no había abandonado su apasionada misión de poner fin a la trata en todo el mundo. En 1851, el año de su éxito con Brasil, escribía a lord Howden, que después de ser embajador en Río lo era en Madrid, para decirle que Gran Bretaña «desea llegar a un pleno entendimiento con el gobierno de Madrid y hacer comprender a ese gobierno que Gran Bretaña ya no consentirá que la frustren respecto a la trata española… mediante excusas no convincentes y promesas no cumplidas… mientras las autoridades españolas en Cuba han continuado sistemáticamente y notoriamente anulando las estipulaciones del tratado… Ya es hora de que cese este sistema de evasiones». Sospechaba que el gobierno de Madrid tenía dos objetivos: «Primero, proporcionar ingresos a cierto número de favoritos y funcionarios mal remunerados, por medio de los sobornos dados por los tratantes por la importación de negros; y en segundo lugar, el control de la isla, porque en Madrid se cree que, mientras haya en Cuba un gran número de negros, la población blanca se aferrará a la madre patria para que la proteja…»[1022]
En la larga serie de funcionarios corruptos y patriotas en Cuba, el siguiente capitán general fue José (Gutiérrez) de la Concha, hijo de un héroe de la guerra contra Argentina y veterano de los conflictos civiles españoles. Llegó a La Habana en 1850, con la aureola de que sería un gobernador enérgico, capaz de enfrentarse al filibusterismo norteamericano y, al mismo tiempo, de hacer cumplir en Cuba los acuerdos sobre la trata. Tenía instrucciones de recordar que Cuba era una isla de dos razas, cada una de las cuales, si se la maltrataba, podía amenazar la continuación de la presencia española en la isla. Debía buscar una solución al ya viejo problema de los emancipados, capaz de satisfacer a Gran Bretaña, pero sin perder los servicios de las personas afectadas; después de todo, la simple venta de estos emancipados que eran, de hecho, esclavos de Estado, proporcionaba al gobierno cuarenta mil dólares anuales.
De la Concha comenzó bien. Despidió al gobernador de la provincia de Matanzas, brigadier Pavía, acusado de connivencia en el desembarco de ochocientos cuarenta esclavos en Camarioca, en la costa norte, traídos por el barco Emperatriz, perteneciente a una compañía catalana; pero el gobierno de Madrid consideró inocente a este prometedor funcionario y le devolvió su cargo. De la Concha tenía un plan para los emancipados: permitirles que se quedaran como mano de obra suplementaria en las plantaciones de caña, o que se emplearan en obras públicas o para servir a oficiales retirados y sus viudas. Parte de los ingresos por su venta (traspaso era el eufemismo empleado) iría a un fondo para los hijos de españoles que hubieran servido en el imperio antes de la independencia hispanoamericana.
Los ingleses estaban ahora casi tan interesados en el problema de los emancipados como en el de la propia trata. Lord Stanley, joven subsecretario de Exteriores en el gobierno de nueve meses de su padre, lord Derby, había estado en Cuba y tenía, por tanto, un conocimiento directo de la situación de esos africanos. Él y el nuevo ministro de Exteriores, lord Malmesbury, trataron de ser más rigurosos aún que Palmerston, e insistieron en que el capitán general de Cuba diera cuenta cada seis meses de la suerte de los emancipados. En aquel momento, los informes de La Habana indicaban que de más de siete mil africanos emancipados en virtud del tratado de 1817, solamente la mitad había sido realmente liberada.
El sucesor de Malmesbury, George Villiers, ahora lord Clarendon, que había sido embajador en Madrid años antes, sugirió un plan para una garantía tripartita, por Francia, Estados Unidos y Gran Bretaña, de los intereses españoles en Cuba. Pero tanto Daniel Webster, que volvía a ser secretario de Estado con el presidente Millard Fillmore, como su sucesor y discípulo, el espléndido orador Edward Everett, rechazaron esta idea pues suponía una injerencia europea en Cuba. Everett explicó que «No hay esperanza de un remedio completo [para la trata] mientras Cuba siga siendo colonia española».[1023] No tiene nada de sorprendente que esta frase fuese recibida como una aprobación explícita de la idea de anexión.
La elección en 1852 de Franklin Pierce como presidente de Estados Unidos dejó las cosas todavía más claras, pues era, como Buchanan, un «hombre del norte con principios del sur» y consideraba la idea de la adquisición de Cuba por Estados Unidos nada menos que como un «principio fundamental…». El embajador británico en Washington, John Crampton, pensaba que el gobierno había decidido que Estados Unidos «debe tomar Cuba y lo hará».
Los ministros en Londres se devanaban los sesos buscando una salida. Algunos deseaban una política más decidida, actuando con Cuba como Palmerston lo hizo con Brasil, por ejemplo enviando una flota para bloquear La Habana con el fin de poner un final violento a la trata. Lord Malmesbury intentó dar a España la impresión de que si este país rehusaba actuar más enérgicamente contra la trata, Gran Bretaña no lo ayudaría frente al anexionismo norteamericano. Pero esta amenaza no se materializó. Lord John Russell le dijo a Howden en Madrid que «su señoría puede estar segura de que por amistosos que puedan ser hacia España los Consejos de Su Majestad, y por mucho que este país esté interesado en no ver a Cuba en manos de otra potencia… sin embargo… la destrucción de un comercio que lleva a los nativos de África a ser esclavos en Cuba sería una abundante compensación por esta transferencia»[1024] Pero siempre podían hacerse aparecer como poco sinceras estas protestas cuando Gran Bretaña importaba cada año más y más azúcar cubano, desde doscientos mil quintales en 1845 a más de ochocientos mil en 1851 y a un millón seiscientos mil en 1854. Entretanto, el general Valentín Cañedo sucedió abruptamente a De la Concha en Cuba. Era hombre sin riqueza ni influencia, y pronto sus relaciones con el cónsul general británico Crawford, y por tanto con Gran Bretaña, se deterioraron aún más que las de O’Donnell. Esta enemistad se debía a un malentendido. Cañedo autorizó a los gobernadores de las provincias a que enviaran funcionarios a las plantaciones para buscar esclavos bozales (o sea, recién traídos de África) y, de ser necesario, incautarse de ellos; Cañedo adoptó la valiente decisión de hacer detener a Julián Zulueta en la fortaleza de la bahía habanera de la Cañada, por haber recibido un cargamento de esclavos traído en el Lady Suffolk, aunque luego la justicia dejó en libertad a este millonario «por falta de pruebas». Este nuevo capitán general informó fielmente a su gobierno de que los plantadores, grandes y pequeños, defendían «sin excepción» la trata, y «todos la desean con vehemencia, la protegen y casi la santifican».[1025] Pese a estas muestras de seriedad, Gran Bretaña pidió que se sustituyera a Cañedo y España pidió lo mismo respecto a Crawford. Cañedo recurrió a una curiosa maniobra: envió a Londres, a defenderlo, a su amigo el jovial escritor aragonés Mariano Torrente, autor de una historia de las guerras hispanoamericanas de independencia y director de varios periódicos habaneros; pero fue inútil. Se sacrificó a Cañedo y se le sustituyó apenas un año después de su llegada a Cuba; le sucedió el general Juan de la Pezuela, hasta entonces un liberal reconocido, que era en aquel momento gobernador de Puerto Rico, donde había impedido la reaparición de la trata en una isla que en 1846 tenía una mayoría de población negra o mulata: doscientos dieciséis mil blancos y doscientos veintiséis mil quinientos esclavos y negros libres.
Para Cuba, Pezuela fue un nuevo tipo de capitán general. Nació en Lima, donde su padre fue el penúltimo virrey; era poeta y dramaturgo y su fría traducción de la Divina Comedia le valió el apodo de «el Danticida». En La Habana comenzó por negarse a que le sobornaran los tratantes, el primer capitán general que lo hacía desde Valdés. Ordenó incautarse de todos los esclavos introducidos ilegalmente en la isla y trató de hacer detener a los dueños de barcos negreros y a los organizadores de expediciones de la trata. Hizo causa común con monseñor Antonio Claret, ilustrado arzobispo de Santiago, que desde hacía tiempo pedía que se tratara mejor a los esclavos. Pezuela alentó los matrimonios de blancos y negras e hizo planes para una milicia en la que participaran negros libres. Firmó un decreto liberando a todos los emancipados y luego puso en práctica un plan por el cual a aquellos emancipados a los que ya habían asignado a un amo, se lo volvieran a asignar por períodos de un año. Inspiró artículos en el principal periódico habanero, Diario de la Marina, pidiendo que en Cuba se aplicara el tratado de España con Gran Bretaña y hablando de las ventajas de la mano de obra libre. Destituyó a los gobernadores de Trinidad y Sancti Spíritus por haber permitido desembarcos de esclavos africanos en sus provincias y esta decisión fue confirmada por Madrid. Como hiciera ya De la Concha, decretó que los funcionarios pudieran entrar en las plantaciones si había rumores de que en ellas trabajaban esclavos clandestinos. Este decreto, de mayo de 1854, también ordenaba la apertura de un registro de esclavos, que se iniciaría después de la siguiente cosecha, lo que en teoría liberaría a todos los esclavos importados ilegalmente que se descubrieran. Los funcionarios perderían su empleo si se negaban a actuar al oír rumores de desembarcos ilegales. Pezuela informó a su gobierno de que estas medidas eran esenciales con el fin de ganarse el apoyo británico contra Estados Unidos. En febrero de 1854 confiscó en el puerto de La Habana el barco norteamericano Black Warrior, y detuvo a su capitán, James Bulloch, porque el manifiesto del buque no indicaba todo lo que realmente había a bordo.
Los plantadores calificaron de «africanización» estas medidas de Pezuela. Se reavivaron los viejos odios de los criollos hacia los peninsulares, odios que caracterizaron la vida colonial del imperio español. Los plantadores creían que Pezuela aboliría la esclavitud misma. Uno, Cristóbal Madán, escribió al presidente norteamericano Pierce pidiéndole que interviniera y salvara la isla de la emancipación inspirada por Gran Bretaña que, afirmaba, el capitán general estaba dispuesto a decretar. Madán se había educado en Estados Unidos y era amigo del hábil y autocrático fiscal general de Pierce, Caleb Cushing. Esta misma inquietud parecía inspirar al cónsul norteamericano, W. H. Robertson, para precipitar una crisis que permitiera una anexión inmediata. Aseguraba a los plantadores que España había aceptado la política británica y que pronto Londres utilizaría su influencia para llenar Cuba de africanos, de modo que la isla se convertiría en «una colonia africana entregada a la barbarie», como dijo el secretario de Estado William Racy en una carta a James Buchanan, embajador norteamericano en Londres, en la que agregaba que esto «por sus consecuencias, sería perjudicial para Estados Unidos». Un agente especial norteamericano en Cuba, Charles Davis, dijo a Marcy que si liberaban a todos los esclavos importados desde 1820, habría una «desastrosa y sangrienta guerra de razas… Si Estados Unidos actuara como espectador pasivo en caso de que se consumaran los planes del gobierno británico, no estaría lejano el tiempo en que habría que actuar y destruir estos perniciosos y peligrosos vecinos».[1026] Un tal George Francis Train declaró que Cuba debía verse como un depósito de aluminio del Mississippi: «Lo que Dios ha unido, que ningún hombre lo separe» fue lo que dijo de forma que no dejaba de ser curiosa.[1027]
Estas obsesionadas declaraciones explican que Marcy diera instrucciones, el 3 de abril de 1854, a su embajador en Madrid, el tempestuoso Pierre Soulé, de Luisiana, de tratar de comprar Cuba a España por ciento veinte millones de dólares. Si esto resultara imposible, seguía indicando Marcy, «consagre entonces sus esfuerzos a… apartar a esa isla del dominio español y de cualquier dependencia de cualquier potencia europea». Soulé era el hombre adecuado para recibir este mensaje, pues la noche antes de partir de Nueva York hacia Madrid había escuchado con emoción a exiliados cubanos rogarle que «trajera una nueva estrella para brillar en el cielo de la joven América».
Entretanto, el general John Quitman, dos veces gobernador de Mississippi, héroe de la guerra con México, con amigos en el gobierno que le apoyaban tácitamente, empezó a organizar en Nueva Orleans una expedición de caballeros sureños para liberar a Cuba de España y de la terrible amenaza de «africanización», mientras que amigos suyos, como los senadores Stephen Mallory, de Florida, y John Slidell, de Luisiana, trataban de que se derogaran las leyes de neutralidad para que la partida de esa fuerza de aficionados pudiera tener lugar legalmente.
«El Danticida», ocupado en La Habana en una traducción de la Jerusalén libertada de Tasso, vacilaba, al enterarse de estos planes, y como ha sucedido a muchos otros intelectuales metidos en política, se vio forzado a retirarse antes de que lo sustituyeran, tras la revolución española de 1854, pues en Madrid se suponía que, si continuaba la política del capitán general, los plantadores cubanos recibirían con los brazos abiertos a los filibusteros norteamericanos.
Que existía una amenaza norteamericana real lo demostró el Manifiesto de Ostende de octubre de 1854, en el que los embajadores de Estados Unidos en Londres, James Buchanan, en París, John Masón, y en Madrid, Pierre Soulé, declaraban conjuntamente que si España persistía en negarse a vender Cuba, Estados Unidos deberían tomarla por la fuerza, pues si España rechazaba el ofrecimiento de ciento veinte millones de dólares, entonces «estaremos justificados, por toda ley, humana y divina, a arrancársela a España, si poseemos la fuerza para hacerlo».[1028]
Esta declaración y los términos entusiastas con que estaba redactada provocaron una fuerte emoción en España y en Cuba, por razones obvias, y también no sólo en los estados esclavistas de Estados Unidos sino asimismo en los estados sin esclavos, cuyos dirigentes políticos veían en Cuba una posible y peligrosa adición a la comunidad esclavista del país.
Para sustituir a Pezuela, De la Concha regresó a La Habana, con instrucciones de hacer lo necesario para impedir la anexión. También tenía órdenes de suprimir la trata, aunque esto era menos importante, pues si sólo podía lucharse contra la anexión haciendo concesiones a los plantadores, habría que aceptarlo. De la Concha permaneció en Cuba cinco años, tiempo que era casi un récord para este cargo.
De la Concha aprendió las lecciones de la inquietante experiencia de Pezuela y decidió que su enfoque de la cuestión de la trata consistiría en pedir que se colgara del cuello de cada esclavo una cédula personal, que podía obtenerse previo pago, es decir, que de hecho era un impuesto. Se supondría que los esclavos sin esta cédula de identificación habían sido importados ilegalmente y que, por tanto, podían declararse libres. Este plan se puso en práctica, finalmente, en julio de 1855, pero fracasó, porque ni los plantadores ni los funcionarios colaboraron, salvo en los casos de yucatecos de México y de coolies de China. Desde luego, se podían falsificar las cédulas de identificación, y no se abstuvieron de hacerlo, con lo que De la Concha quedó en ridículo.
Por otro lado, De la Concha se opuso a la inspección de las plantaciones por funcionarios en busca de esclavos importados ilegalmente, y derogó los decretos de Pezuela sobre esto. También abandonó el proyecto de Pezuela de declarar piratería la trata. En lugar de esto, confió en ofrecer sobornos a los confidentes y premios en metálico a los funcionarios que denunciaran buques negreros. De modo que la trata continuó casi con impunidad.[1029] En 1853 se desembarcaron entre nueve mil y doce mil esclavos, y en 1854, entre ocho mil y once mil. Zulueta, Pastor y Parejo seguían siendo los tratantes más destacados. También continuó el tráfico con los emancipados, aunque se suponía que había que darles ahora un salario después de sus cinco años de aprendizaje; nunca podían escoger a su amo, pues se lo asignaban los funcionarios.
Se repetía así lo ocurrido en el pasado reciente. El capitán Baillie Hamilton declaró en Londres que en 1853 detuvo al negrero Arrogante Emilio frente a La Habana y encontró a bordo, como esperaba, «una inmensa cantidad de piedras de lastre, vigas y tablones para una cubierta de esclavos, y al examinar el baúl del capitán, lo encontró ingeniosamente provisto de lados falsos… hallaron escondidas cuatrocientas diecinueve onzas mexicanas [de oro] y un mapa con rutas a la ensenada de Benin trazadas en lápiz».[1030]
A los buques de guerra españoles —dos fragatas de vela, tres fragatas de vapor, cuatro corbetas de vapor y cuatro bergantines de vela— se les ordenó que controlaran la trata fuera de La Habana. Pero la decisión resultaba en cierto modo esquizofrénica, pues los funcionarios seguían recibiendo gratificaciones de los tratantes por cada esclavo desembarcado. Los burócratas de poca monta habían acabado por considerar los sobornos tan necesarios para su supervivencia como los plantadores a los esclavos para la suya.
Un nuevo primer ministro en Madrid, José Luis Sartorius, conde de San Luis, le dijo a Isabel II en 1854 que deseaba acabar con la trata, pero manteniendo la institución de la esclavitud, y proporcionar mano de obra suficiente a las plantaciones de caña obligando a los esclavos domésticos a trabajar en las plantaciones, y ello estableciendo un nuevo impuesto por los esclavos empleados meramente como criados. Alentaría los matrimonios de esclavos y la inmigración de mexicanos y chinos. Daría libertad inmediata a los emancipados y se llevaría un registro de esclavos. Todo esto agradaría a Gran Bretaña y a la vez impediría la pérdida de Cuba. Pero las piadosas esperanzas de San Luis en Madrid se veían en La Habana como bromas pesadas.
La Habana era ahora no sólo el principal destino de los buques negreros sino su mejor punto de partida, pues ya en 1858 el equipamiento de los mismos se hacía allí, incluso cuando, cosa frecuente, eran de construcción norteamericana.
Pese al despotismo de los capitanes generales, se empezaban a discutir públicamente algunas ideas sobre el futuro. Hubo un plan para importar trabajadores españoles y algunos europeos no españoles, con el fin de hacer más atractivo para los blancos el trabajo tropical en el cultivo del café y el tabaco. Pero nada se hizo sobre este plan ni sobre otros similares. No se conseguía persuadir a los trabajadores blancos de los encantos de trabajar en las plantaciones de caña de los trópicos. Por otro lado, entre 1847 y 1867 se importaron en Cuba doscientos mil chinos, en condiciones similares a la esclavitud, aunque legalmente distintas de ella. Se encargaron de ello conocidas empresas de la trata, entre ellas la de Zulueta. Se firmaban contratos con compañías que traían «voluntarios» desde Hong-Kong y Macao. A cada coolie se le pagarían ciento veinticinco pesos, a veces hasta doscientos, a cambio de los cuales debería trabajar cuatro años, un período durante el cual se le podría vender, comprar o transferir igual que se hacía con los esclavos (éstos costaban hasta seiscientos pesos, en esa época). Pero se les alimentaría y alojaría, por decirlo así. A mediados de los años cincuenta, algunos plantadores preferían los chinos a los esclavos. Un ilustrado rey del azúcar, Juan Poëy, tenía en sus tres plantaciones de Las Cañas, San Martín y Pontífex, cuarenta y cuatro, trescientos cincuenta y ocho y trescientos setenta y nueve chinos respectivamente, junto con cuatrocientos ochenta, cuatrocientos treinta y seis y ochenta y nueve esclavos africanos.
Los chinos eran trabajadores satisfactorios si se les trataba bien, pero en general no se les atendía y los suicidios eran frecuentes. Muchos huían. Estos «mongoles», como se les llamaba absurdamente, tenían la reputación de ser ladrones, homosexuales y rebeldes, y se les acusaba de ser también perezosos e impulsivos. De hecho, se les acusaba de todo y de cualquier cosa. Pero quienes los trataban con comprensión (por ejemplo, Antonio Fernández Criado) obtenían un excelente servicio. Algunos de esos chinos, una vez terminado su tiempo de trabajo, establecieron pequeños comercios en La Habana.
Otra innovación fue la importación de dos mil trabajadores yucatecos de México, contratados nada menos que por Charles Tolmé, cónsul británico antes de Turnbull. Los primeros procedieron de las prisiones a que se les condenó después de la guerra de castas yucateca, que terminó en 1848. Los compraban por veinticinco pesos cada uno y los vendían por cien. Salieron de su país con la promesa de que mejoraría su situación (a la vez que libraban al gobierno mexicano de peligrosos enemigos). Pero no trabajaban bien, los trataban mal y la mayoría murió pronto.
Hubo asimismo planes para importar trabajadores libres africanos con contratos por ocho años, como los chinos, pero los británicos se opusieron al «trabajo africano», como lo hicieran en Brasil y esto pesó mucho. Los propietarios cubanos seguían mostrándose renuentes a aumentar la población esclava alentando la importación de mujeres, pues les parecía que la compra de una esclava, especialmente una esclava embarazada, era un despilfarro de dinero.
El final de la trata brasileña indujo a varios tratantes portugueses que habían prosperado en Río o Bahía a trasladarse a Nueva York con la intención de utilizar su experiencia, obtenida a menudo en África además de Brasil, para dedicarse a la trata con Cuba. El más interesante de estos tratantes era Manoel Basilio da Cunha Reis, que había sido agente en África de una empresa negrera brasileña antes de fundar la suya propia en 1852, la Compañía Portuguesa, en Nueva York, en sociedad con el cónsul portugués César de la Figanière. Se especializaron en obtener para Cuba cargamentos de esclavos de Mozambique. Otros participantes fueron William Manuel Basilio da Cunha y José da Costa Lima Viana, así como el cubano John Alberto Machado y los norteamericanos Benjamin Weinberg y John P. Weeks. Aunque todo lo referente a esta empresa es confuso (incluso si era tan importante como parecía) se cree que pronto fue absorbida por una compañía española establecida en Nueva York y dirigida por Inocencio Abrantes, de La Habana. Estas dos empresas clandestinas tenían muchos tentáculos en todo el Caribe y varios de sus buques se ocuparon también de comercio legítimo, que de repente abandonaban después de abastecerse y equiparse, pongamos por caso, en México, para dedicarse un tiempo a la trata. Se cree que tenía relaciones con una empresa similar norteamericana, todavía más oscura, que vendía esclavos en Estados Unidos.
Al parecer, la Compañía Portuguesa escogió como sede Nueva York porque, a diferencia de La Habana, esta ciudad tenía un abundante comercio legal con África y en ella los fisgones funcionarios británicos escaseaban, los buques de la compañía eran de construcción americana y en el puerto neoyorquino tantos barcos cambiaban de propietario que la Compañía atrajo poca atención. La compañía poseía por lo menos doce navíos y acaso más. El primero, el Advance, partió de Nueva York rumbo a África el 18 de septiembre de 1852.
El propósito era servir el mercado cubano y hubo poco comercio con Estados Unidos. Incluso la puerta de entrada texana se había cerrado cuando este estado ingresó en la Unión en 1845. El capitán Denman declaró en una investigación británica en 1843: «No tengo razones para creer que exista allí comercio con esclavos, salvo desde un extremo de la costa al otro. Creo que no se introducen nuevos esclavos.»[1031]
Pero a finales de los años cincuenta parece que se reanimó algo la trata transatlántica a Norteamérica. Richard Drake, en su ya citado y escasamente fiable informe, hablaba de un depósito de esclavos en una de las islas de la Bahía, frente a Honduras, para recibir esclavos de África e infiltrarlos poco a poco a través de Texas, Luisiana o Florida. Las cartas de Charles Lamar sugieren cómo se llevaba a cabo esta trata a mitad del siglo. Lamar, perteneciente a una conocida familia hugonote de Savannah, sobrino de Mirabeau Lamar, segundo presidente de Texas, fue, según la North American Review, «un caballero sureño muy como es debido», pero el autor anónimo de este artículo añadía irónicamente que «poseía justo lo bastante del espíritu emprendedor y la frugalidad yanquis para que resultara humano». Al parecer, Lamar entró en la trata en 1857, comprando esclavos primero en Cuba, luego directamente en África. Se dice que uno de sus buques, el E. A. Rawlins, desembarcó esclavos en 1857 en numerosos puntos. Como a tantos antes que él, le seducía la perspectiva de un beneficio de más del ciento por ciento. Creía que un viaje podía estimarse más o menos así:
Costo de la expedición: | $300 000 | |
1200 negros a $650 | $780 000 | |
Descontar el costo | $300 000 | |
Beneficio neto y vapor | $480 000 | [1032] |
Aunque era evidente que a Lamar le atraían los beneficios, parece que le animaba también una obsesión ideológica sobre la necesidad de alentar la trata internacional. De todos modos, se ha sugerido que el relato de Lamar fue una falsificación para desacreditar a un primo suyo, Lucius Lamar, ministro del Interior con el presidente Cleveland.
Eludir la patrulla naval norteamericana era tarea fácil. El diplomático inglés John Crampton informaba desde Washington en 1853: «Los oficiales de Estados Unidos se muestran celosos en capturar negreros, pero la fuerza [naval] es tan reducida, especialmente ahora que han enviado la mayor parte al Japón [con Matthew Perry], que poco se hace». Y agregaba sensatamente que «la dificultad en conseguir que los tribunales del Almirantazgo condenen a los negreros cuando se les captura y se les lleva a puertos americanos constituye otro aliciente para los negreros». Crampton señalaba también otra debilidad: la dificultad de conseguir condenas era, al parecer, «mucho mayor en los estados del norte, que profesan el abolicionismo, que en el sur, donde existe la esclavitud». Los constructores de barcos del norte estaban interesados en la prosperidad de la trata, a la cual, según el diplomático, todavía proporcionaban «la mayor parte de los buques, cualquiera que sea la bandera bajo la cual después navegan».[1033] Había otras razones para que Estados Unidos no se mostrara activo, aparte de la inquietud por los perjuicios económicos y la renuencia constante a aceptar la superioridad naval británica. Veamos, a este respecto, el caso del Martha. El barco de la patrulla norteamericana Perry, bautizado en recuerdo del héroe del lago Erie, hermano de Matthew Perry, llegó a Ambriz, en Angola, el 5 de junio de 1850, para unirse al buque de su comodoro, el John Adams. Se encontró con que éste se había marchado a Luanda. En ruta hacia este puerto, vio un gran barco, el Martha, de Nueva York, anclado frente a la costa, y se le acercó. Hasta entonces, el Perry no había izado su bandera, pero entonces lo hizo. El capitán del Martha advirtió que se trataba de un barco crucero norteamericano e inmediatamente izó la bandera brasileña y arrojó por la borda su pupitre, que contenía las instrucciones escritas recibidas de los dueños del buque. El teniente Rush, del Perry, abordó el Martha, pero un portugués insistió en que él era el capitán, mas se recuperó el pupitre del capitán y un norteamericano, vestido de marinero, fue identificado como el auténtico capitán. Más tarde reconoció que de no haber sido interrumpido, habría embarcado aquella noche a mil ochocientos esclavos. Escoltaron el Martha hasta Nueva York, donde se representó una verdadera farsa. Se dejó libre al capitán con una fianza de tres mil dólares, que inmediatamente abonó para desaparecer.
Con todo, la armada norteamericana consiguió algunos éxitos, en la sexta década, en relación con la trata con Cuba. En 1853-1854, el comandante Isaac Mayo, en el Constitutional, capturó la goleta Gambrill cuando estaba a punto de embarcar esclavos, pero dejó en libertad a toda la tripulación, excepto a dos, porque no deseaba que le pusieran un proceso. En 1854, de nuevo frente a Ambriz, el teniente Richard Page, en el Perry, capturó el negrero Glamorgan, cuyo capitán, Charles Kehrman, trató de escapar izando una bandera británica. Page envió a Kehrman a que le juzgaran en Boston, pero dejó en libertad al sobrecargo portugués, acto de generosidad por el cual se le procesó. En noviembre del mismo año, el fiscal del distrito de Nueva York, John McKeon, acusó a James Smith, capitán del Julia Moulton, de Nueva York, propiedad de un cubano, un tal Lamos, que había llevado seiscientos cuarenta y cinco esclavos desde Ambriz hasta el puerto cubano de Trinidad. Smith afirmó que era en realidad alemán, Julius Schmidt de Bederkesa, en Hannover, y que nunca adquirió la nacionalidad norteamericana. De todos modos, le consideraron culpable de comerciar con esclavos; fue el primer condenado por este cargo. Pero el juicio se anuló por supuestos errores técnicos y tras muchas complicaciones jurídicas, Smith-Schmidt estuvo encarcelado sólo treinta y dos meses.
En la sexta década se decidió que se realizarían patrullas conjuntas de buques británicos y norteamericanos. Pero esta decisión fue «desde el comienzo y en espíritu, muerta…» Los buques insignia de las flotas americana y británica se encontraron una sola vez durante los años 1855, 1856 y parte de 1857, y fue en el mar, a cuatro kilómetros de distancia uno de otro; se saludaron con señales y por este medio sostuvieron la siguiente conversación; «¿algo que comunicar?» para recibir la inexacta respuesta de «Nada que comunicar».[1034]
El año 1857 fue, en general, bueno para interceptar negreros. El patrullero británico Prometheus alcanzó al bergantín norteamericano Adams Gray, completamente equipado para esclavos, con veinte mil dólares en efectivo a bordo. En ese año, los británicos capturaron veintiún barcos negreros, al tiempo que las patrullas navales norteamericanas, españolas y hasta portuguesas capturaron seis más. A partir de entonces, los británicos contaron con los servicios de un espía eficiente, un corredor de barcos cubano, Manuel Fortunat, homólogo de los que Palmerston había tenido en Río. Proporcionó mucha información al consulado británico en Nueva York. Fue esto lo que probablemente llevó al comandante inglés en la costa africana, comodoro Wise, a creer que, pese a todo, la trata con Cuba seguía creciendo; «Se pueden obtener esclavos por miles; los nativos venden a sus hijos y el comercio en esclavos destruye rápidamente el comercio legal. Estos malos efectos», agregaba, «son producto de la vergonzosa prostitución de la bandera americana, pues sólo bajo ella se lleva a cabo ahora la trata… De veintitrés buques que se dice que han escapado, once fueron visitados repetidamente por las patrullas de Su Majestad, pero, aunque se sabía que eran negreros, hubo que dejarlos porque eran barcos americanos bona fide. Si tuviéramos un tratado con Estados Unidos, habríamos capturado cada uno de estos barcos… El año pasado, los barcos negreros fueron (en la mayoría de los casos) capturados porque sus capitanes no recurrieron a la protección de la bandera americana, pero ahora los negreros americanos llegan y navegan con casi tanta impunidad como si estuvieran consagrados al comercio legal».[1035]
Por la misma época, el comandante Moresby, de la flota británica de África occidental, capturó el Panchita y lo envió a Nueva York. El embajador norteamericano en Londres protestó y declaró con firmeza que «la cuestión de si el viaje del buque era de la trata no tiene relación con la violación de un derecho de soberanía».[1036] El ministro de Exteriores británico, lord Palmerston, reconoció que Moresby había cometido un error, pero señaló las dificultades con que tenía que enfrentarse el capitán en el cometido de su misión.
Palmerston tenía sus propias dificultades. Terminada ya la guerra de Crimea, la opinión pública británica volvía a prestar atención a un asunto que había frustrado a dos generaciones de políticos. El Times del 15 de mayo de 1857 se declaraba favorable a un bloqueo de los puertos cubanos. Dos meses después, la Cámara de los Comunes exhortaba al gobierno a hacer cuanto pudiera para terminar con la trata, y muchos diputados pidieron que España la declarase piratería. Charles Buxton repitió todos los viejos argumentos con una energía que podría llevar a pensar que se trataba de un tema nuevo; las perspectivas de un comercio pacífico con África eran mejores que nunca, pues se podría cultivar allí a gran escala el algodón y ¿por qué no pedir a la armada que hiciera en las aguas cubanas, como sugería el Times, lo que había hecho con tanto éxito en aguas brasileñas? Palmerston replicó con una defensa de su política de inactividad, que hubiera podido sorprenderle tal como era él mismo veinte años antes: España, dijo sin gran convicción, tenía con Gran Bretaña un tratado diferente del que ésta tenía con Brasil.[1037]
En estas circunstancias, cuando parecía que no sucedería nada capaz de afectar la trata con Cuba, una cañonera británica capturó, en abril de 1858, el barco Cortez cuando acababa de salir de la bahía de La Habana, y empezó a acosar a otros buques en aguas cubanas. A finales de mayo, los oficiales británicos habían abordado ciento dieciséis navíos, de los cuales sesenta y uno estaban registrados en Estados Unidos. Un capitán abordó no menos de once barcos mercantes sólo en el pequeño puerto cubano de Sagua la Grande. Este hecho se sintió más como un insulto a Estados Unidos que las acciones esporádicas en la costa africana. En este asunto, los estados del norte y del sur estuvieron de acuerdo por una vez, y no sólo el veterano anglófobo Lewis Cass, que era secretario de Estado, a sus setenta años, del presidente Buchanan, sino el Senado mismo reclamaron una actitud firme. El senador James Henry Hammond, de Carolina del Sur, dijo: «Tenemos justa y amplia causa para la guerra, pues hemos recibido un flagrante insulto.»[1038] Hasta el senador Stephen Douglas, de Illinois, sugirió que se capturara un barco británico y que se considerara responsable a su tripulación. El estado de ánimo era tan tenso que el embajador británico en Washington, lord Napier, aconsejó prudente pero nada heroicamente al comandante en jefe de la flota británica en América, sir Houston Stewart, que suspendiera toda nueva operación.
Con la afortunada ausencia del telégrafo internacional, esta capitulación tardó cierto tiempo en ser comunicada a los capitanes británicos en aguas cubanas, y así ocurrieron algunos nuevos incidentes. Sir Houston Stewart había iniciado su carrera naval bajo el mando del brillante lord Cochrane y sabía, por tanto, la importancia de la audacia, la imaginación y el valor en cuestiones navales. Incluso cuando los capitanes británicos supieron que no podían abordar y registrar los barcos norteamericanos, siguieron creyendo que podían abordar buques que ondeaban la bandera norteamericana sin tener derecho a ello. La cuestión de cuándo un barco podía o no podía registrarse era, pues, como dice un historiador del derecho de registro, «ni más ni menos que una cuestión de adivinanza».[1039]
La actividad de los barcos norteamericanos que llevaban esclavos a Cuba, en aquellos años, sugirió a muchos, en el cada vez más vociferante sur, que debía reanudarse oficialmente la trata en Estados Unidos. La idea no era nueva, pues la había propuesto ya en 1839 el Courier de Nueva Orleans, pero no fue sino hasta 1853 que Leonidas Spratt, director del Standard de Charleston, inició una campaña sistemática para la reanudación de la trata, a la que hizo coro Robert Barnwell Rhett en el Mercury de la misma ciudad. La acción de Charles Lamar no pasó desapercibida. En 1856 el gobernador de Carolina del Sur, James Hopkins Adams, también pidió la reanudación legal de la trata. En marzo de 1858 el Congreso de Luisiana pidió la importación de dos mil quinientos africanos como aprendices, pero el Senado de este estado no participó en la petición. El mismo año, William Lowdnes Yancey, líder secesionista de la Liga de Sureños Unidos, de Montgomery, en Alabama, que había sido senador, preguntó, no sin cierta lógica, «si se pueden comprar legalmente esclavos en Virginia y llevarlos a Nueva Orleans, ¿por qué no es legal comprarlos en Cuba, Brasil y África?». Jefferson Davis afirmó, en esta ocasión, que era contrario a la reanudación de la trata africana porque pensaba que tendría como consecuencia arruinar a Mississippi y para él «el interés de Mississippi y no el de África dicta mi conclusión». Negó con energía que tuviera ninguna relación con quienes para referirse a la trata «emplean la palabrería del pecado y de la humanidad». En 1859 se dijeron cosas similares en el Congreso Comercial del Sur, en Vicksburg, en Mississippi; Henry Stuart Foote, un liberal ex gobernador del estado (que más adelante dimitió del Congreso Confederado cuando Jefferson Davis rechazó las propuestas de paz de Lincoln y que luego se hizo unionista o partidario del norte en la guerra civil) escribió que «se escuchó con gran atención y se aplaudió rabiosamente un brillante discurso en favor de la reanudación de la importación de esclavos. A los que nos opusimos nos miraban como traidores a los intereses del sur». En la prensa sureña aumentaba el apoyo a la idea. Así, el New Orleans Delta afirmaba que quienes votaron a favor de la trata eran hombres cuyos nombres «serían venerados por la resuelta manera con que se manifestaron sin vacilar en defensa de los principios, de la verdad y la consistencia, así como de los intereses vitales del sur».[1040]
Si el sur hubiese ganado la guerra civil, la trata se habría reanudado. La demanda de las plantaciones de algodón habría sido interminable: la cosecha de cinco millones de balas en 1860 era casi el doble de la de diez años antes y cinco veces la de 1830.
El caso más famoso, en esos años inmediatamente anteriores a la guerra civil, fue el del Wanderer, un buque rápido que partió para África en noviembre de 1858, y del que se dijo: «creeríase que vuela y no que navega». Samuel Eliot Morison escribió sobre este tipo de clíper en términos líricos que «esos barcos fueron construidos con madera en los astilleros desde Rockland en Maine hasta Baltimore. Sus arquitectos, como poetas que transmutan en canto el mensaje de la naturaleza, obedecían a lo que el viento y las olas les enseñaron, para crear el más noble de todos los buques de vela y la más hermosa creación del hombre en América… Eran nuestras catedrales góticas, nuestro Partenón».[1041] Pero muchas de estas joyas se empleaban en la trata cubana y una, por lo menos, en la norteamericana.
En los años cincuenta, en el sur corrían muchos rumores de que se habían introducido esclavos. Se dio el caso ya citado del barco de Charles Lamar, el E. A. Rawlins. Mucha gente conocía a gente cuyos amigos afirmaban que en Georgia o Carolina del Sur habían visto un grupo de esclavos llegados directamente de África. Pero el único caso probado de esta época fue el de la goleta Wanderer, de treinta metros de eslora en la quilla, de treinta y seis en cubierta, este hermoso buque fue construido en Brookhaven, en Nueva York, en el invierno de 1856-1857 para el coronel John Johnson, que había ganado mucho dinero en una plantación de caña cercana a Nueva Orleans. Vendió el buque a un grupo de caballeros sureños, entre los que estaban el capitán William Corrie, miembro del club de yates de Nueva York, y Charles Lamar, que, como se indicó antes, pertenecía a una conocida familia de Savannah con inversiones en algodón, banca y transporte marítimo.
El buque se equipó en Port Jefferson, en Long Island, donde se le introdujeron ciertas modificaciones y se le agregaron esos grandes tanques de agua que sugerían a todos los navegantes informados que el barco estaba destinado a traer esclavos desde África. Pero se conservaron los lujos que permitían seguir llamándole yate: espejos, vitrinas de satén, biblioteca, cuadros y «alfombras de Bruselas», así como cortinas de damasco.
El buque se dirigió a Charleston, de donde partió hacia Trinidad, llevando a Corrie, pero al mando de un tal capitán Semmes. En Puerto España se cambiaron saludos afectuosos con el gobernador y otras autoridades británicas, y luego emprendió ruta, teóricamente, a Santa Helena, aunque en realidad hacia el río Congo, en cuyo estuario lo encontró el barco de guerra británico Medusa. Ondeaba a la vez la bandera de Estados Unidos y el estandarte del club de yates de Nueva York. El capitán inglés comió con algunos de sus oficiales a bordo del Wanderer. El capitán Egbert Farnham, que se había unido al buque como sobrecargo y que antaño fue uno de los filibusteros de William Walker, recientemente ejecutado tras una aventura en Nicaragua, preguntó en broma a los británicos si les gustaría inspeccionar el barco para ver si estaba equipado para esclavos. Los oficiales británicos se echaron a reír; la idea de que un buque tan suntuoso y con aquellos caballeros a bordo pudiera caer tan bajo les parecía descabellada. Se marcharon después de la comida y el Wanderer se dirigió por su parte a una cita preparada de antemano, donde recogió a cuatrocientos nueve esclavos de entre trece y dieciocho años de edad.
El barco norteamericano no se encontró con ninguna intervención naval pues «a pesar de que… el río Congo es el gran mercado de esclavos al que acuden los barcos norteamericanos», según informaba en 1859 el comisario británico en Luanda «ningún crucero de Estados Unidos ha entrado en el río desde hace seis meses».
El Wanderer regresó a Georgia hacia el 1 de diciembre. Dejó en el mar, muertos, entre setenta y ochenta esclavos y desembarcó en botes pequeños su cargamento de unos trescientos veinticinco en la isla de Jekyll, frente a Brunswick, en Georgia. Un marinero local informó de que «algunos de ellos parecían enfermos, pero la mayoría estaba animada». Un barco de vapor de Lamar, el Lamar, se llevó a la mayor parte río Saltilla arriba, hacia su plantación de Duigbonon; otros fueron conducidos a la misma ciudad de Savannah. Pero durante los meses siguientes en el sur se habló mucho de estos esclavos, mucha gente decía haberlos visto, que a algunos los llevaron en tren a Nueva Orleans. Se acabó sabiendo la verdad de lo ocurrido: habían confiscado el barco, en Brunswick, en diciembre y varios de sus dueños, entre ellos Corrie, fueron detenidos. Lamar estaba furioso: «Distribuí los negros lo mejor que pude», escribió, «pero las cosas están endiabladamente mal, no hay seguridad de nada… Han requisado el yate. Tienen a los pilotos y los marineros para atestiguar… Seguro que se perderá, ya no digamos los negros. El doctor Hazelhurst ha declarado que atendió a los negros y jura que eran africanos de reciente importación… Hay que sobornar a todos esos hombres… Se me ha de pagar por mi tiempo, molestias y mis adelantos».[1042]
Pronto acusaron a Lamar de comerciar con esclavos y de otros delitos. Pero en el verano de 1860 era fácil para un Lamar conseguir que lo absolviera un tribunal de Savannah. Egbert Farnham también eludió una condena porque los votos de su jurado quedaron empatados. El barco se vendió en subasta pública y Lamar lo compró por una cuarta parte de su valor. Parece que se vendieron la mayor parte de los esclavos por entre seiscientos y setecientos dólares, y hasta mil por cabeza, y en Alabama se dijo que algunos se pagaron hasta a mil seiscientos y mil setecientos dólares. El capitán Semmes salió poco después hacia China, a buscar «coolies, que se pagan en Cuba a trescientos cuarenta o trescientos cincuenta dólares por cabeza, y que cuestan unos doce dólares y el pasaje». Naturalmente, la embajada británica estaba informada y el embajador, lord Napier, consideró, con cierto optimismo, que lo sucedido «ha tenido por efecto despertar al gobierno americano a la conciencia de su vergonzosa posición respecto al abuso de la bandera americana en la costa de África».[1043] Cabe señalar que el Wanderer hizo otro viaje a Dahomey, quizá con la connivencia de Charles Lamar, capitaneado por D. S. Martin. Pero los tripulantes se rebelaron y dejaron al capitán en un bote de remos frente a las islas Canarias. Corrie estuvo encarcelado un tiempo y lo expulsaron de Club de Yates de Nueva York, pero parece que éste fue el único golpe a la reputación que sufrió la imaginativa pandilla de infractores de la ley de Lamar.