34. ¿PODREMOS RESISTIR EL TORRENTE?
NO LO CREO

¿Podremos resistir el torrente? No lo creo.

El ministro de Asuntos Exteriores brasileño
SOARES DE SOUZA al proponer el fin de la trata
ante la Cámara de Diputados brasileña, 1850

En los años cuarenta del XIX, con la decisión del presidente Van Burén de resucitar la patrulla de la armada norteamericana, en la costa africana reapareció Matthew Perry, al mando de la goleta de guerra Saratoga y de otros cuatro barcos, y con él la presencia de Estados Unidos en la lucha internacional contra la trata. No fue un nombramiento acertado. Perry, oriundo de Rhode Island y casado con una De Wolf, era favorable a la trata sobre la que se sustentaba parcialmente la prosperidad de su estado; ya lo habían apostado en África, en los años veinte, e hizo la vista gorda a las pruebas que indicaban que un buque se dedicaba a la trata; ahora tenía tan pocas ganas de que los británicos inspeccionaran los buques con bandera norteamericana como de que se aboliera la trata. Para colino, estableció su base en las islas de Cabo Verde que, aunque salobres y repletas de hombres con experiencia en el comercio con esclavos, se encontraban lejos de la ensenada de Benin y del Congo, donde se hallaban a la sazón los centros de la trata. Ocasionalmente, sus fragatas se alejaban aún más e iban a Madeira. Tan moderado era su entusiasmo en obstaculizar la trata que el 5 de septiembre de 1843 escribió al ministro de Marina, Abel Parker Upshur, virginiano que apoyaba la esclavitud y odiaba a Inglaterra: «No he oído de ningún navío norteamericano que transporte esclavos ni creo que los haya habido en varios años.»[980] Los barcos de la marina de Estados Unidos no se preocupaban por las cláusulas acerca del equipo de los buques; de hecho, su principal misión consistía en proteger el comercio; así se lo dijo John Masón, el nuevo ministro de Marina al sucesor de Perry, almirante Charles Skinner: «Los derechos de nuestros ciudadanos que se dediquen al comercio lícito están bajo la protección de nuestra bandera, y sus barcos tienen por principal objetivo y principal deber asegurarse de que no se les prive indebidamente de estos derechos.»[981]

Con todo, pasado un tiempo, los barcos de la armada norteamericana empezaron a capturar buques negreros; así, en 1845, el Yorktown llevó de Cabinda a Liberia los ochocientos noventa y seis esclavos hallados a bordo de la bricbarca Pons, de trescientas cincuenta toneladas; en 1846, el teniente Bisham, en el Boxer, capturó, también en Cabinda, el Málaga de Boston, capitaneado por Charles Lovett y propiedad de Josiah Lovett, Elliot Woodbury y Seward Lee, por considerarlo auxiliar de la trata; lo mandó a Boston, pero no lo llevaron a juicio, pues no existían pruebas de que comerciara con esclavos. De hecho, los buques auxiliares nunca transportaban cautivos. Bisham detuvo igualmente al Senator, pero lo soltó, tras lo cual el barco embarcó a novecientos esclavos, de los cuales trescientos murieron.

Más tarde los propietarios del Málaga demandaron a Bisham por detención ilegal. Esto inquietó a los oficiales de la armada, pues, ¿de qué servía que después de un viaje peligroso capturaran a los negreros, si, caso de que la causa fallara en los tribunales, se enfrentaban a una posible demanda por arresto ilegal? Siguieron inquietos, tanto, que ya en 1860, el teniente William Le Roy, del Mystic, capturó un bergantín de Nueva York y declaró que, si las «expectativas no se cumplen, espero sinceramente que el tribunal encontrará que el motivo de la suposición [de que se trataba de un negrero] es los bastante sólida para librarme de toda demanda por daños, etc.».

Pese a estos obstáculos, continuaron patrullando. En 1848 el teniente O. H. Berryman, del Onkahye, capturó el ballenero norteamericano Laurens justo fuera de las aguas brasileñas, gracias al testimonio del piloto de que se trataba de un barco negrero. El teniente William W. Hunter, del buque de vapor Allegheny, capturó el Luisa de Filadelfia, al mando del capitán Joseph Souder, pero no pudo probar que se dedicaba a la trata; luego capturó el Juliet, de ciento treinta y ocho toneladas, de Portland, Maine, al mando de Nathaniel Gordon, hijo de una respetable familia de marineros; pero tampoco encontró «equipo» de la trata. El Juliet atravesó el Atlántico y hubo rumores de que regresó con esclavos, aunque no con destino a Río; sin duda eran acertados si tenemos en cuenta la historia posterior del capitán Gordon, a la que nos referiremos en el capítulo treinta y seis. La armada norteamericana capturó veintiocho barcos entre 1844 y 1854.

En 1844 Perry fue sustituido por el almirante Skinner y éste por el capitán Andrew Hull Foote, en 1849. Como era defensor de la abstinencia de las bebidas alcohólicas, en lugar de abolir la trata, Foote suprimió las raciones de estas bebidas en sus navíos; se le conocía por la rigidez de su disciplina y en una ocasión, en El Cairo, pronunció un sermón basado en el texto «Aquellos que creéis en Dios, creed en mí». Trató de mejorar las relaciones con Gran Bretaña, pero el número inferior de barcos de su flota impidió que patrullaran conjuntamente con los ingleses, y sin duda estaba de acuerdo con un subalterno que escribió que «los capitanes ingleses tienen por política afirmar que los norteamericanos se dedican a la trata… si con estas acusaciones pueden convencer a los buques de guerra británicos o norteamericanos de que detengan y registren los buques mercantes legales, se deshacen de unos rivales molestos».[982]

En cuanto a la colaboración británica con Francia, ésta aceptó en 1845 apostar veintiséis cruceros entre las islas de Cabo Verde y la bahía de Dos Tigres, en el sur de lo que es ahora Angola, a condición de que Gran Bretaña hiciera lo mismo. No obstante, a los ingleses se les prohibía todavía registrar los barcos que ondearan la bandera gala, aun cuando sospecharan de su verdadera identidad; los franceses seguirían limitándose a capturar los buques que llevaran ya su bandera, ya ninguna bandera, y no intentarían interferir con los barcos portugueses, españoles o brasileños. «Más que capturar», diría Palmerston, «la flota francesa previene, y evita con eficacia la trata bajo pabellón francés».[983]

En 1845 parecía que por fin se había creado una fuerza internacional contra la trata. Más de treinta barcos de la armada británica, veintiocho de la francesa, entre tres y ocho de la norteamericana y hasta nueve de la portuguesa, se dedicaban a patrullar; ni Brasil ni España contribuían a la patrulla, aunque a finales del decenio sí lo hacían unos sesenta barcos de otras nacionalidades en las costas africanas, lo que suponía un formidable desafío para la trata.

No obstante, algunos imaginativos capitanes negreros seguían burlándose de esta policía internacional. Uno de ellos fue el naviero Joshua Clapp de Nueva York, quien atrajo la atención por primera vez cuando fue enjuiciado —y absuelto— en su propia ciudad por haber llevado el Panther, uno de sus propios buques, a África a comprar esclavos; se mudó a Río, donde adquirió dos buques totalmente equipados, dos bricbarcas, tres bergantines y dos goletas, varios de los cuales había construido él mismo. Estos navíos estaban a nombre de brasileños, pero en realidad pertenecían a Clapp. De hecho, en los años cuarenta la mitad de los barcos que llevaban esclavos a Brasil pertenecía a norteamericanos. George Profitt, embajador de Estados Unidos en Río, informó en 1844 que «casi toda [la trata] se lleva a cabo bajo nuestra bandera, en navíos construidos en Estados Unidos».[984] En 1850 el Congreso solicitó al Ejecutivo un informe sobre los registros ilegales; según el informe, firmado por el presidente Fillmore, de los diez buques inspeccionados recientemente (e ilegalmente) por los británicos, nueve eran negreros.

En 1842 Gran Bretaña consiguió introducir, en una nueva ley antitrata, una nueva cláusula respecto al equipo de los buques negreros brasileños. Como en el acuerdo que había firmado con España, se establecía que podían registrarse los buques en alta mar «a condición de que se hiciera con la mayor delicadeza». En el Parlamento brasileño, que era contrario a todas las recientes medidas británicas contra la trata, se debatió el asunto. Antõnio Carlos de Andrada, un hermano menor de José Bonifácio de Andrada, el primer ministro de los años veinte que se había opuesto a la trata, pronunció un excelente discurso; «Soy enemigo del tráfico de esclavos», declaró. «Veo en este comercio todos los males posibles, un ataque al cristianismo, a la humanidad y a los verdaderos intereses de Brasil… Este comercio se lleva a cabo para beneficio de una raza, es anticristiano, y no creo que el hombre haya nacido para la esclavitud. Creo que los negros, los mulatos, los verdes, si es que los hay, son tan buenos como nosotros.»[985] Pero a él también le disgustaba la arrogancia con que Gran Bretaña imponía sus leyes a Brasil y le repugnaba la idea de que los británicos patrullaran las costas de Brasil.

La Corona no aprobó la nueva ley [sobre la trata de Brasil], propuesta por Aberdeen, sino después de un largo debate en el Parlamento. Al gobierno le parecía necesaria, puesto que la vigencia del tratado angloluso de 1817 que abolía la trata a partir de 1831 concluía en 1845 y, a menos que se hiciera algo, Gran Bretaña carecería de fundamentos legales para detener los buques brasileños. Sin embargo, Brasil no aceptaba la firma de un nuevo tratado. De modo que, so pretexto de que en el pasado Brasil había reconocido que la trata constituía piratería, Aberdeen declaró unilateralmente que la armada británica tenía derecho de capturar a los piratas. Los navíos capturados serían juzgados por tribunales del Almirantazgo británico, y no por los tribunales mixtos que establecía el tratado de 1826. Si bien respetaba más la apariencia de legalidad que la de Palmerston, esta ley era más dura que cualquiera que Inglaterra hubiese aprobado, o aprobaría en el futuro, con respecto a España. Hasta Joaquim Nabuco, el político que se estaba convirtiendo en líder del movimiento antiesclavista brasileño, la describió como «un insulto a nuestra dignidad como pueblo independiente».

Aberdeen recibió una carta de protesta formal, de diez páginas, de su homólogo brasileño Limpo d’Abreu: ¿Acaso no era un principio del derecho internacional que en tiempos de paz un Estado no podía registrar los barcos de otro, a menos que ambas partes se concediesen mutuamente ese derecho? Quizá el tratado de 1817 otorgara ese derecho a Gran Bretaña, pero éste ya había expirado; por otro lado, el tratado de 1826 obligaba a Brasil, y sólo a Brasil, a tratar a sus negreros como piratas, por lo que Gran Bretaña no tenía por qué entrometerse; además, este tratado también había caducado y nadie en Brasil iba a intentar renovarlo. Encima, el Tribunal Mixto en Río desapareció en 1845. Así pues, a mediados de los años cuarenta los esfuerzos británicos parecían inútiles.[986]

Abreu fue destituido, pero su sucesor, Cavalcanti, un aristócrata de una de las más antiguas familias de Brasil, dijo al encargado de negocios de la embajada británica que «no puede esperar que ayudemos a Inglaterra o aceptemos abolir la trata mientras ustedes capturan barcos brasileños, insultan nuestra bandera y los condenan ilegalmente». Por tanto, Brasil no sólo rechazó las condiciones británicas para un nuevo tratado sino que se negó a negociar en tanto estuviera en vigor la ley de Aberdeen.

De hecho, en aquellos años la trata brasileña superó todas las cifras anteriores; la mayoría de esclavos era destinada a las plantaciones de café y de caña que se extendían a lo largo de unos trescientos veinte kilómetros al sur de Río. «Todos los equipos de esta trata alcanzaron un asombroso nivel de perfección que sólo se puede explicar con las enormes ganancias que produce», escribió a finales de la década el embajador británico en Río, lord Howden. Los tratantes estudiaban cuidadosamente las maniobras de la flota británica de África, ponían señuelos y usaban nuevos y veloces barcos de vapor, incluyendo, al parecer, algunos de «los mejores que Inglaterra podía construir», según el comentario de «Hudson el prisas» cuando era embajador en Río. De los registros británicos se desprende que entre 1821 y 1843 hubo más de tres mil viajes de la trata hacia Brasil.[987] Un mercader británico residente en Brasil comentó en 1846 que Brasil era como las Indias occidentales británicas de una generación antes: «No hay casi nadie», escribió, «que no esté interesado, directa o indirectamente, en el mantenimiento del sistema esclavista y que no recele de cualquier cambio…».[988]

Estados Unidos apostó una pequeña flota de su armada cerca de las costas de Brasil para ocuparse de los buques de la trata que enarbolaran pabellón norteamericano. Pero de poco sirvió, pues los cruceros eran demasiado grandes para sorprender a los brasileños que desembarcaran esclavos en botes. El temperamental embajador estadounidense Henry Wise, un virginiano «de suma caballerosidad», había apoyado la esclavitud cuando era diputado por Virginia, y, más tarde, en 1859, siendo gobernador de su estado, alabaría y ahorcaría a John Brown tras el asalto a Harpers Ferry. Como odiaba a los brasileños más que a los abolicionistas, fue un inverosímil pero eficaz aliado de los británicos en su campaña contra la trata. En el puerto de Río descubrió al Porpoise, que más que negrero era un auxiliar: si bien transportaba a África las mercancías necesarias para la compra de esclavos, no regresaba con cautivos a bordo. Wise solicitó a las autoridades brasileñas que detuvieran a cuatro ciudadanos norteamericanos en el barco a fin de poder mandarlos a Estados Unidos, donde debían ser procesados. Mientras esperaba una respuesta, subió a bordo del barco y apostó una guardia en la plancha, de modo que nadie podía desembarcar, ni siquiera los brasileños. Esto causó indignación en la ciudad; las autoridades navales brasileñas amenazaron con confiscar el Porpoise, y Wise desistió. Envió un despacho a Washington: «Ruego, imploro al presidente… que adopte una posición decidida sobre este asunto. No puede hacerse una idea de la audacia y la flagrante indignidad de la trata africana, ni de la desvergüenza con que sus peores crímenes son ensalzados aquí… Todo patriota… se sonrojaría por nuestro país, de saber y ver los usos y abusos de este maldito tráfico… Somos… la única nación que puede conseguir y transportar… todo para la trata». Por toda respuesta recibió una reprimenda por excederse en sus funciones.[989]

De hecho, como dijo el embajador británico a Palmerston, que era de nuevo ministro de Exteriores, tras la caída, en junio de 1846, del gobierno tory, «Brasil vive [todavía] de la mano de obra esclava. El gobierno se sostiene con los aranceles impuestos a diario en las aduanas. El comercio exterior depende de las exportaciones y de momento éstas son imposibles de conseguir si no es con el más costoso de todos los sistemas de producción, el trabajo de los esclavos».[990] Por su parte, el cónsul norteamericano en Río escribió en 1847 que «en este país el poder de los esclavistas es considerable, y para que un cónsul cumpla con su deber ha de recibir un apoyo amable y eficaz de su gobierno. En el caso del Fame, desviado del comercio que pretendían sus propietarios y empleado para la trata… mandé a dos pilotos a Estados Unidos… para que los juzguen; el primero a Norfolk [en Virginia], y el segundo a Filadelfia. No sé lo que se hizo con el primero, pero en el caso del que mandé a Filadelfia, el señor regidor Kane afirma haber preparado una causa prima facie y ¡luego le impone una fianza de mil dólares, suma que cualquier negrero de Río pagaría…!».[991]

La mayoría de brasileños creía que la esclavitud formaba parte del orden natural, puesto que desde hacía trescientos años sus antepasados usaban esclavos africanos como mano de obra; en esto estaban de acuerdo con los propietarios de esclavos del sur de Estados Unidos. Sin embargo, los empresarios brasileños también creían que los colonos europeos de ascendencia portuguesa eran los que «más habían fraternizado con las supuestas razas inferiores», mediante la manumisión y la libertad sexual. «La existencia de un plantador de caña, perezoso pero centrado en la sexualidad», escribió el más importante de los historiadores brasileños, Gilberto Freyre, «tendía a convertirse en una existencia pasada en una hamaca: una hamaca quieta cuando el amo dormía o dormitaba a gusto, una hamaca en movimiento cuando el amo viajaba… o una hamaca chirriante, cuando el amo copulaba. El amo no tenía que bajarse de la hamaca para dar órdenes a sus negros».[992]

Los tratantes seguían pareciendo los «nababs de los Brasiles… Forman la deslumbrante clase de millonarios arribistas», declaró un médico británico. En 1846 Henry Wise escribió a James Buchanan, «un norteño con principios de sureño», a la sazón secretario de Estado, que «sólo existen tres modos de hacerse rico en Brasil: con la trata, como plantador o con el comercio del café… Los tratantes son por tanto quienes detentan el poder o prestan dinero a los que lo detentan, y, por tanto, pueden manipularlos. Así, el gobierno es, de hecho, un gobierno de tratantes, en contra de sus propias leyes…».[993] Mercaderes inmensamente ricos, como Manuel Pinto da Fonseca o Bernardino da Sá, cuyo negocio principal era la trata, dominaban la sociedad brasileña. Eran los principales capitalistas del país y, a la vez, los principales abastecedores de mano de obra; sólo ellos podían conceder préstamos y otorgar hipotecas. En enero de 1847 el ministro de Exteriores, el barón de Cairu, dijo al embajador británico, con asombrosa franqueza, que no veía cómo un gobierno de Brasil podía hacer respetar la ley de 1831 o cualquier otra ley que se le pareciera. «No conozco ninguno que lo haga o lo intente siquiera; cuando noventa y nueve de cada cien brasileños tiene algo que ver [con la trata], ¿cómo aboliría?… El vicio [de la trata] ha carcomido el corazón mismo de la sociedad. ¿A quién en esta ciudad buscan y festejan tanto como a Manuel Pinto [da Fonseca]? Sabe usted que es el tratante por excelencia, el mayor tratante de Río. Sin embargo, él y numerosos tratantes menores se presentan en la corte, se sientan a las mesas de los ciudadanos más ricos y respetables, tienen escaños en la Cámara y voz en el Consejo de Estado. Aumenta su vigilancia, perseverancia y audacia… Todo lo que tocan se convierte en oro… Usted sabe que este maldito tráfico me repele, pero… ¿qué puedo hacer?… No puedo ser el único hombre de Brasil del que todos sus conciudadanos se aparten con desprecio y aversión… No seré yo quien haga algo tan peligroso.»[994]

Dado que la trata con Cuba no prosperaba menos que la trata con Brasil, en Gran Bretaña empezaron a preguntarse de nuevo cuánto tiempo duraría «el benévolo capricho [de Palmerston] de patrullar las costas de África y Brasil», según la expresión de John Bright. Las declaraciones de Joseph Sturge y Thomas Fowell Buxton no habían hecho mucha mella, pero en el Parlamento se estaba formando una nueva y más poderosa oposición a la patrulla naval, la del grupo por el Libre Comercio, encabezado por William Hutt, diputado por Gateshead, con el apoyo de Richard Cobden, que tenía dos parientes cercanos en Manchester, John Bright y Gladstone, que se había criado en Liverpool —su padre, John Gladstone, había comprado dos mansiones en las Indias occidentales después de 1815 y poseía dos plantaciones, Holland y Lacovia, en Jamaica; en los años treinta ya había invertido más de la mitad de su fortuna en las Indias occidentales y cuando se llevó a cabo la emancipación poseía mil esclavos—. El grupo tenía aliados en el gobierno whig, liderados por el tercer conde Grey, ministro de las Colonias en los años treinta y crítico de Palmerston.

A Hutt y a sus amigos les desagradaba la amenaza de recurrir a la fuerza, implícita en la política antiesclavista de Gran Bretaña; en su opinión, las amenazas que Palmerston profería contra Brasil echaban a perder las posibilidades comerciales a largo plazo y la patrulla naval resultaba demasiado costosa. Hutt describió la flota británica de África occidental como «bucaneros» y denunció la «torpe e ignorante humanidad» de su país. Declaró que Gran Bretaña no sólo no había suprimido la trata sino que ésta crecía; según él se exportaban ciento ochenta mil esclavos cada año, a diferencia de treinta y seis mil setecientos cincuenta y ocho, según el Ministerio de Asuntos Exteriores, discrepancia característica de los cálculos en la era de la trata ilegal. Pensaba que el país no podía permitirse el alto costo del destacamento naval en las costas de África, puesto que «a Inglaterra se le extirpan los mejores y más valientes hombres a fin de llevar a cabo este inútil y pernicioso proyecto de suprimir la trata». Alegaba que discutir con buenos socios comerciales como Francia y Estados Unidos por el derecho de registro suponía una amenaza para la paz mundial, y que «nuestros infructuosos intentos de suprimir la trata han empeorado la suerte de los esclavos al hacer que el Pasaje Medio sea peor que nunca». Señaló también que sólo en los cinco años anteriores los salarios en las operaciones navales contra la esclavitud ascendían a seiscientos cincuenta y cinco mil libras y el de los tribunales mixtos, a ciento tres mil libras y que trescientos ochenta y cinco marineros habían fallecido en la costa [africana] o habían muerto en acción.[995]

Cobden, el gran paladín del libre comercio, que vivía en «Algodonópolis» (Manchester) fue aún más brutal: ¿Qué derecho moral tenían los ingleses, los que más exportaban a Brasil textiles fabricados con algodón cultivado y cosechado por esclavos, a rechazar el azúcar elaborado con caña cultivada, cosechada y molida por esclavos? Él y sus amigos pensaban que el gobierno no hacía sino abogar por una «humanidad lucrativa». ¿Acaso las firmas británicas no vendían tres octavos del azúcar, la mitad del café y hasta cinco octavos del algodón exportado por Brasil?[996] En 1845 se oyó otra voz, la de Macaulay, el historiador whig que se había apartado de los intereses de su padre, Zachary, y creía que sus obligaciones «con respecto a la esclavitud habían terminado en cuanto había terminado la esclavitud en esa parte del mundo de la cual yo, como diputado, soy responsable». Insistió en la hipocresía de importar azúcar brasileño para refinarlo y reexportarlo. «Importamos esa condenada mercancía; con nuestras habilidades y maquinaria la hacemos más atractiva para la vista y el paladar; la exportamos a Liorna y a Hamburgo; la enviamos a los cafés de Italia y Alemania; nos embolsamos las ganancias de todo esto, y luego nos damos aires farisaicos y damos gracias a Dios por no ser como esos pecadores italianos y alemanes, que tragan sin ningún recato el azúcar cultivado por esclavos…»[997]

La complejidad del asunto se hizo patente en 1846, cuando después de anular las leyes sobre el maíz, el gobierno británico anuló la ley que imponía aranceles al azúcar producido en el exterior. Esto, por supuesto, alentó a los productores de azúcar de Brasil y Cuba. El capitán Matson, el oficial de la armada que había destruido los barracones de esclavos en Cabinda, se encontraba por azar en La Habana y comentó con aspereza que el precio de los esclavos había subido en un quince por ciento.

El libre comercio creó problemas a los abolicionistas británicos. Para el Anti-Slavery Reporter, el periódico de la Sociedad Antiesclavista Británica y Extranjera, de Buxton y Sturge, con la ley aprobada en 1846, que anulaba los aranceles al azúcar, la Cámara de los Comunes parecía votar a favor de la entrada de «azúcares de Brasil y Cuba manchados de sangre». Año tras año estos idealistas, entre ellos sir Edward Noël Buxton, presentaron mociones en el Parlamento para restablecer los impuestos al azúcar, al menos al de Brasil y Cuba, Año tras año los derrotaron, y la causa se fue desvaneciendo. El asunto se prestaba a la elocuencia, cuando no a la acción. Después de un discurso sobre los aranceles al azúcar, pronunciado en julio de 1845, Peel comentó al orador: «Fue un discurso maravilloso, Gladstone». El héroe de Disraeli en los debates pronunciados en 1846 contra las leyes del maíz, lord George Bentinck, creía que costaría mucho menos conquistar Cuba que mantener la flota de la armada, con lo que «estaríamos pagando… una justa deuda».[998] Este discurso pudo haber influido en Buchanan, el secretario de Estado norteamericano, que poco después haría una oferta a España por la compra de Cuba.

Así pues, los años cuarenta del XIX fueron muy conflictivos: se ponía en entredicho un importante aspecto de la política del gobierno británico que ambos partidos habían apoyado desde 1808. Palmerston y los whigs estuvieron siempre a favor de la abolición, pero ahora ayudaban a los plantadores de caña cultivada por esclavos. Al mismo tiempo, los cuáqueros, que tanto habían hecho para impulsar la Sociedad Antiesclavista, deploraban con argumentos pacifistas el uso de la fuerza, como la que usaron el capitán Denman en el río Gallinas y el capitán Matson en Cabinda. En la armada también había división de opiniones: ¿qué era más eficaz, un bloqueo cercano o una patrulla lejana?

En marzo de 1845, a sus ochenta y cinco años, Clarkson, el primer apóstol de la abolición, al que se le escapaba todavía el que hubiese sido su gran premio, a saber, la abolición internacional de la trata, entregó un memorándum a lord Aberdeen; en él afirmaba que Gran Bretaña nunca contaría con recursos suficientes para patrullar todas las zonas potenciales de la trata, que no era posible negociar tratados antitrata con todas las potencias y que, aunque lo fuera, algunos países actuarían con mala fe y «la astucia, el fraude y la audacia de los tratantes», con sus buques veloces, siempre superarían a la armada. Así las cosas, ¿por qué no centraba el gobierno su atención en la esclavitud misma?

No convenció a Aberdeen, pues, al igual que Peel, Palmerston y lord John Russell, secretario de Exteriores y, luego, después de 1846, primer ministro, creía todavía que primero debía encargarse de la trata. De hecho, para Palmerston la esclavitud era un problema de propiedad más difícil de resolver que la trata, a la que consideraba inicua; esto no impidió que en 1843 se prohibiera poseer esclavos a todos los súbditos británicos, dondequiera que estuviesen. Russell dijo a los radicales paladines del libre comercio que Gran Bretaña «no sería ya merecedora de las bendiciones de Dios» si se abandonaba la patrulla naval, «esta elevada y santa misión» sin haber triunfado. Sin embargo, Gladstone, que aún no había dejado a los conservadores, comentó que «la Providencia no ha ordenado que el gobierno de una nación corrija la moral de otras y resulta impracticable intentar anular un importante ramo del comercio».[999] Otros preguntaban con pesimismo cómo podía la armada británica interceptar buques veloces como el Dos Amigos, que en 1846 transporto mil trescientos cincuenta esclavos a Bahía, o el Audorinha, un yate de ochenta toneladas de Joaquim Pereira Marinho, que entre octubre de 1846 y septiembre de 1848 transportó casi cuatro mil esclavos en ocho viajes, con unas ganancias de cuarenta mil libras. ¿Estaba la nación dispuesta a ir a la guerra con su más antiguo aliado, Portugal, y con su más reciente protegido, Brasil, por lo de la trata —como sugerían John Hook, juez del Tribunal Mixto en Freetown; James Bandinel, de la Oficina de Esclavitud del Ministerio de Exteriores, quién habló de «enmendar por la fuerza de las armas», y hasta sir Charles Hotham, el nuevo comandante de la flota de África occidental, quién describió las patrullas como «perfectamente fútiles»? James Hudson, el embajador en Brasil, propuso un bloqueo general de Río, pues «ningún puerto es tan fácil de bloquear como Río», comentó. También Palmerston y Russell especularon con la idea del bloqueo, pero el gabinete se opuso a un fuerte despliegue de fuerza, aun cuando fuera por lo que Palmerston describió afablemente como «los principios comunes de humanidad y los preceptos fundamentales de la religión cristiana». Cabe señalar que hacía poco que éste había ordenado al cónsul en Zanzíbar «aprovechar todas las oportunidades para hacer entender a los árabes que las naciones europeas están destinadas a poner fin a la trata africana y para alcanzar este objetivo Gran Bretaña es el principal instrumento de la Providencia».[1000]

Palmerston se mostraba cada vez más hostil a la trata. Cuando no era ministro había declarado, con cierta exageración, en la Cámara de los Comunes, que «si se sumaran todos los crímenes que la raza humana ha cometido desde la Creación hasta la fecha, no igualarían… la cantidad de culpa en que ha incurrido la humanidad con respecto a este diabólico comercio…». Uno de sus biógrafos consideró éste su mejor despliegue de oratoria, si bien ya en la última década del xviii Wilberforce y otros habían relatado la mayoría de detalles contenidos en su discurso.[1001]

En 1847, siendo nuevamente ministro de Exteriores, Palmerston dijo al Almirantazgo, con su habitual belicosidad, que «debía dar instrucciones» a sir Charles Hotham, el comandante de la flota de África oriental, «para que obligue, de ser necesario por la fuerza, al rey Pepple y a los jefes de Bonny a respetar la vida y las propiedades de los súbditos de Su Majestad» y que «el comodoro está justificado si insiste en el cobro de lo que se debe a los súbditos británicos». A primera vista la política respecto de la trata nada tenía que ver con esto, pero sin duda subyacía, pues Hotham ordenó al comandante Birch que derrocara al sumo sacerdote Awanta. Sin hacer caso del rey Pepple, el comandante cumplió sus órdenes y encerró a Awanta en un buque de guerra. Lord Grey, de la oficina colonial, sugirió que lo desembarcara cuan lejos pudiera de Bonny, «dejándolo a su suerte». Birch puso en práctica esta estrategia de los whigs de laisser faire llevado al extremo, y abandonó a Awanta en un lugar remoto de Angola, sin que volviera a saberse nada de él. Poco después, Birch impuso un nuevo tratado a Pepple mediante el cual el rey garantizaba la protección de los súbditos británicos en Bonny y aceptaba una nueva versión del tratado antiesclavista negociado en 1839.[1002]

En febrero de 1848 Palmerston se sintió alentado con la largamente postergada decisión del Tribunal Supremo a favor del capitán Denman, en un juicio en el que se condenó al tratante español José Antonio Burón por ser criminal según las leyes de su propio país. Burón, uno de los que perdió sus propiedades, sus esclavos y sus mercancías cuando Denman quemó los barracones en el río Gallinas, había demandado al capitán por ciento ochenta mil libras. Denman logró, no sin dificultades, que el gobierno británico le defendiera.

No obstante, los paladines del libre comercio seguían atacando a Palmerston. El mismo mes de la sentencia del Tribunal Supremo, William Hutt volvió a denunciar «nuestro mimado e inútil proyecto» (la patrulla naval) y presentó una moción en la Cámara de los Comunes para que una nueva comisión especial buscara el mejor modo de suprimir la trata. Ganó y el propio Hutt fue nombrado presidente de la comisión, compuesta entre otros por Gladstone, Cobden, el acérrimo partidario del libre comercio, y Monckton Milnes.

Interrogaron a numerosos testigos. Sir Charles Hotham, por ejemplo, reconoció que si se detenía la trata en un lugar lo más probable era que apareciera en otro, como una epidemia. Thomas Tobin, de Liverpool, el principal comerciante en aceite de palma, tenía buenos recuerdos de la época en que comerciaba con esclavos. La comisión escuchó a un antiguo tratante, José Cliffe; el dinámico Macgregor Laird insistió en que la solución para África consistía en que los africanos emigraran voluntariamente a las Indias occidentales con la posibilidad de regresar gratis a su tierra; James Bandinel, a la sazón jubilado pero que había dirigido durante mucho tiempo la Oficina de Esclavitud del Ministerio de Asuntos Exteriores, admitió que la patrulla naval no había reducido la trata; varios testigos opinaron que la patrulla había interrumpido el comercio legal al acusar injustamente a ciertos barcos de prepararse para la trata, como por ejemplo, el bergantín Guinea o el Lady Sale, detenidos ilegalmente en 1840 y en 1845, respectivamente. El comandante O’Bryen Hoare explicó que el cónsul en Bahía le había dicho en 1844 que no debía, de ninguna manera, atracar en ese puerto, pues habían ofrecido tres mil dólares a cualquiera que le asesinara, por ser miembro de la patrulla naval, y sugirió que, por el bien de los esclavos, ¡la trata con Cuba y Brasil debía legalizarse y la patrulla, retirarse! Principalmente oyeron informes de oficiales de la armada que habían pasado meses en la costa occidental de África, vigilando a los negreros, arriesgando su vida, más por causa de las enfermedades que por ataques del enemigo. Los miembros de la comisión se familiarizaron pronto, como suelen hacerlo los políticos, con los nombres de cientos de ensenadas, bancos de arena, calas e islas dedicadas a la trata; recibieron un gran número de documentos que, por más que a ellos los hubiesen agolado, resultan de gran interés para el historiador, por ejemplo, la increíble lista de buques negreros que al parecer entregaron esclavos entre 1817 (año de la abolición legal de la trata española) y 1845, escucharon el testimonio de hombres que habían sido esclavos, como James Frazer, y que les hizo ver la realidad de la esclavitud mientras se hallaban tranquilamente sentados en el nuevo palacio de Westminster.[1003]

Por fin, en 1849, la comisión publicó un informe negativo. Insistió en que la armada no tenía modo de detener la trata, en que era cierto que debido a la actividad de la armada aumentaba el sufrimiento de los esclavos, en que el precio en África de los esclavos se hallaba en su punto más bajo y que el interés europeo por el azúcar determinaba la dimensión de la trata.

Como consecuencia de todo ello, en marzo de 1850 Hutt exhortó a la Cámara de los Comunes a solicitar la retirada de la flota de la costa occidental de África. Un miembro de la comisión, el señor Baillie, declaró que era hipócrita alegar que la política británica tenía una base moral. Gladstone pensaba que «si de veras creyéramos que es nuestro deber suprimir la trata, sea cual sea el coste, deberíamos anular la ley de los aranceles al azúcar, convencer a Norteamérica y a Francia de que nos permitan registrar sus buques, duplicar la fuerza de nuestra flota y usar implacablemente la fuerza contra España y Brasil».[1004]

Quienes apoyaban la presencia de la flota en África occidental probablemente habrían perdido el acalorado debate en la Cámara de las Comunes, de no ser por la elocuencia del primer ministro, lord John Russell, quien comentó que «me parece… que si renunciamos a esta elevada y santa misión y proclamamos que ya no servimos para encabezar la defensa de la erradicación de la maldición y el crimen de la esclavitud, ya no tendremos derecho a esperar estas bendiciones que disfrutamos, gracias a Dios, desde hace tanto tiempo. Creo… que el carácter elevado, moral y cristiano de esta nación es la fuente principal y el secreto de su fuerza». Obviamente era la mejor línea de argumentación en respuesta a Gladstone, que acababa de hablar. La moción se perdió por doscientos treinta y dos votos contra ciento cincuenta y cuatro.[1005] No obstante, más tarde durante ese mismo año, en un informe interno el Almirantazgo se mostró tan pesimista como la Comisión Hutt, aun cuando entre 1840 y 1848 la armada había interceptado seiscientos veinticinco buques de los que sospechaba que participaban en la trata, un promedio de casi setenta por año. De éstos, quinientos setenta y ocho fueron condenados y se liberaron más de treinta y ocho mil esclavos.

Sir Charles Hotham había vuelto al río Gallinas; de nuevo una flota británica, al mando del capitán Hugh Dunlop, se apostó en una isla del mortal estuario, al igual que el capitán Denman diez años antes. Hotham estaba decidido a acabar con los tratantes de este río; creía poder hacerlo si se aseguraba un apoyo más firme de los africanos que el que había tenido Denman, y se convenció de que lo conseguiría con una mezcla de amenazas y promesas de subvención. Sabía que Palmerston le respaldaría. De modo que una fuerza británica destruyó barracones, incluyendo los del español Víctor de Bareda, liberó a esclavos, obligó a los africanos a reconocer que obraban mal y declaró un bloqueo de toda esa franja de la costa. Hotham afirmó ante el Almirantazgo en Londres que actuaba con el apoyo de los comandantes de las patrullas norteamericana y francesa. Ni Hotham ni la armada recibieron órdenes de desistir. En cambio, los reyes locales, cediendo por fin a la presión británica, ordenaron a los tratantes españoles y portugueses que se marcharan; éstos pidieron permiso para salir rumbo a Brasil, alquilaron un barco y zarparon hacia Río. El capitán Dunlop describió cómo en su buque recibió a cincuenta y cinco tratantes —cuatro españoles y los demás portugueses— y sus ayudantes, «en un terrible aprieto, exhaustos por la mala vida… Muchos de ellos abordaron sin nada más que la camisa…».[1006]

Así pues, la consecuencia de las protestas y de la Comisión Hutt y sus amigos fue el reforzar la posición de la armada. Con el respaldo de Palmerston, Hotham había conseguido resultados. La mayor parte de la costa africana al norte del Ecuador estaba ya sujeta a los tratados antitrata y antes que enfrentarse a un crucero británico, los negreros preferían varar sus buques. El comercio legal de aceite de palma, marfil y oro aumentó a la par que el dominio territorial británico. En 1850, los ingleses compraron los fuertes daneses de la Costa del Oro, el más importante de los cuales era Christiansborg, en Accra. En 1851, tras interminables negociaciones e intrigas infructuosas, el comodoro Bruce atacó y capturó Lagos, ya que su rey, Kosoko, se negaba a firmar un tratado que lo obligara a poner fin a la trata. Los británicos pusieron en el trono a Akitoye, un títere, y el 1 de enero de 1852 éste firmó el tratado. En marzo unos cuantos tratantes portugueses fueron expulsados —si bien varios regresaron al cabo de un año—. Esto supuso un triunfo de la «diplomacia de los buques de guerra».

A la victoria en África siguió otra, más notable, en Brasil, donde a finales de los cuarenta las perspectivas de la abolición no parecían nada halagüeñas, por mucho que se empeñara la patrulla de la armada británica. De hecho, los tratantes seguían introduciendo un número importante de esclavos: casi veintitrés mil en 1844; dieciséis mil en 1845; cincuenta mil en 1846; casi sesenta mil en 1847; probablemente igual número en 1848 y tal vez más en 1849. Los informes de la armada estaban plagados de relatos de potentes nuevos buques de vapor, de doscientos a trescientos caballos de potencia, como el Providencia capitaneado por un genovés y tripulado por españoles, que llevó a mil cuatrocientos esclavos de Angola. El cónsul británico mandó a Londres una lista de navíos sospechosos que habían desembarcado esclavos en 1849 y añadió que entre los tratantes residentes en Río había dos franceses, un italiano, un español, un norteamericano y un «anglosajón», un tal Russell. El cónsul en Bahía concluyó un informe similar comentando que entre las personas que en aquella ciudad se dedicaban a la trata había cinco brasileños, diecisiete portugueses, tres italianos, un belga, un francés y un inglés, Marback. Poseían barcos de toda clase, desde el Antipático que transportaba mil esclavos hasta el Leteo, con capacidad para apenas ciento cinco cautivos. Cierto que parecía que se había capturado a la mitad de negreros que zarparon de Bahía en 1848, pero esto daba igual, pues al menos una cuarta parte de los buques completaba su travesía y llevaban sus «brillantes montones de carbón» a Río o Bahía para que trabajaran en las plantaciones de café, en las espléndidas y antiguas plantaciones de caña y en las ricas minas de oro de ese gran «país del futuro», como se veía a Brasil en esa época. En 1848 se usó por primera vez un barco de vapor para la trata brasileña: Tomás da Costa Ramos, un portugués manco apodado «Maneta», mandó su Tesoro a Angola y transportó a mil doscientos esclavos en un espacio en el que se suponía que sólo cabían cuatrocientos.

La atracción que ejercía Brasil en los inversores era de tal magnitud que se inició el comercio a pequeña escala con esclavos importados de Estados Unidos. En 1849 el magistrado británico Hall Pringle vio la bricbarca Roanoke salir de la bahía de Chesapeake hacia Río con «esclavos que cabrían en seis carros», oyó hablar de otros buques que zarpaban con el mismo fin y se lo mencionó al cónsul británico en Baltimore, pero éste «no quiso saber nada de ello». Numerosos norteamericanos continuaban con la trata. Entre 1840 y 1845 en Río se vendieron o compraron sesenta y cuatro barcos construidos en Estados Unidos; en esos mismos años sesenta y seis barcos zarparon de ese puerto brasileño con rumbo a África o llegaron de allí. Profitt, el embajador norteamericano en Río en 1844, dijo abiertamente al Departamento de Estado que no se podría practicar la trata brasileña de no ser «por el uso que hacen de nuestra bandera y por la facilidad con que se alquilan buques norteamericanos para llevar a la costa de África el equipo para ese comercio». Esto era posible gracias a la práctica de dar cartas de representación a los barcos vendidos por un norteamericano a otro en puertos extranjeros, práctica que se inició en 1792 con el fin de impulsar la construcción de barcos. Los ciudadanos de Estados Unidos podían comprar barcos de sus conciudadanos y pedir al cónsul permiso para comerciar en la costa africana. El buque era alquilado por brasileños que transportaban «pasajeros», quienes tomaban el mando del buque en África. David Tod, sucesor de Henry Wise como embajador norteamericano, comentó en 1850 al secretario de Estado que «a esta capital viajan constantemente ciudadanos norteamericanos, que sólo se ocupan de comprar barcos norteamericanos con los que abastecer la trata. Obtienen cartas de representación mediante las cuales pueden vender sus barcos a tratantes», que seguían usando la bandera «hasta que desembarcaran a los africanos en la costa de Brasil». El Agnes constituye un ejemplo de la complejidad internacional de la trata. Este buque, capitaneado por Hiram Cray, comerciaba con regularidad entre Río y Filadelfia. En 1843 el capitán lo alquiló al más activo de los tratantes, Manuel Pinto da Fonseca, arreglo que se hizo, por cierto, gracias a Weetman & Nobkirk, de Londres. El Agnes fue a Liverpool, compró mosquetes, lingotes de hierro y otras «mercancías [británicas] para la costa», y zarpó hacia Cabinda, vía Río, aunque se suponía que iba a Montevideo. En Cabinda, Gray vendió el buque a Cunha, el representante de Fonseca, quien embarcó de inmediato a quinientos esclavos y los llevó al cabo Frío en Brasil, donde los vendió. Esto era algo típico, como podrían haber atestiguado unos sesenta propietarios norteamericanos de barcos vendidos en Río entre 1840 y 1845. Por cierto que más tarde Gray fue llevado a juicio en Baltimore y absuelto.

Esto no obstante, 1850 fue el mejor año para la patrulla británica en las costas de Brasil, gracias sobre todo a un informador, Joaquín Paula Suedes Alcoforado, antiguo tratante que proporcionaba a los británicos detalles de numerosas expediciones. Otro agente británico, el capitán Leopoldo da Cámara, de Río, organizó a los cargadores mulatos a fin de proporcionar con regularidad información acerca de los movimientos de los barcos. Parece que al menos un periódico, el Correio Mercantil, y el director del O Brasil, el periódico más importante, recibían una subvención de un fondo británico secreto, y es probable que también las nuevas sociedades antiesclavistas recibieran apoyo financiero del más antiguo aliado de la madre patria.[1007]

Este cambio se explica, al parecer, por la preocupación de Palmerston ante la amenaza que para su política suponía el debate a raíz del informe de la Comisión Hutt, lo cual hizo que empleara a manos llenas fondos secretos para asegurarse la rendición brasileña. Por cierto que esto representó un triunfo para él, pues le desagradaba Henry Unwin Addington, el reaccionario subsecretario de Exteriores que controlaba el dinero del servicio secreto. Su resolución no hizo sino crecer al recibir en junio de 1850 el apoyo entusiasta de la Cámara de los Comunes y del país, que le granjeó su famoso, pero inadecuado, discurso a favor de «Don Pacífico»; esto sin contar la cena de recaudación de fondos que doscientos miembros del Club Reformista dieron en su honor.

Como consecuencia de esto, también en junio de 1850, el comandante de la flota de África occidental, almirante Barrington Reynolds, un veterano con mucha experiencia en las guerras napoleónicas, dando por sentado, con razón, que contaba con el apoyo del gobierno y que podía adoptar medidas razonables sin consultarlo (por suerte para él, faltaban diez años para que se inventara el telégrafo), ordenó a sus capitanes que entraran en los puertos brasileños para sacar a todo barco equipado para la trata. Empezaron en Macaé, a unos trescientos veinte kilómetros al norte de Río; el Sharpshooter cubrió los barcos pequeños y capturó el bergantín Polka; en el Cormorant el comandante Herbert Schomberg, de una distinguida familia naval judía, capturó, cerca del cabo Frío y en el río Paranaguá, al sur de Santos, cuatro buques negreros, «muy buenos barcos de trescientas y trescientas cincuenta toneladas… [De] obra viva norteamericana». Tras un combate en el que murió un marinero británico, un capitán brasileño barrenó su propio navío, Schomberg quemó dos y mandó el último a Santa Helena. A continuación navegó hacia Río, buscando negreros en las calas del Paranaguá.

La diferencia entre estas medidas y las anteriores radica en que tanto el ministro de Exteriores, lord Palmerston, como su ministerio (no siempre eran lo mismo) las aprobaban abiertamente. Palmerston dijo al Almirantazgo que la ley de 1846 de su predecesor Aberdeen no contenía ninguna restricción «a los límites dentro de los cuales la búsqueda, la detención y la captura de negreros… han de llevarse a cabo… en aguas brasileñas y en alta mar».[1008] Esta interpretación era exclusiva de Palmerston y no se ha hecho declaración más importante en la historia de la abolición. Sin duda tomó en cuenta los intereses de Gran Bretaña en la economía brasileña, tanto en las minas como en las empresas mercantiles, en el campo de los seguros como en el naviero. Sabía que podía tomar medidas a favor de la filantropía porque gran parte de la riqueza de Brasil pertenecía a inversores británicos. Por muy extraño que parezca, no lo apoyaban los abolicionistas, cada vez más críticos con el uso de la fuerza.

Quizá lo que más pesó en su decisión fue la misma impresión que recibió durante el debate de marzo en la Cámara de los Comunes, o sea, que el Parlamento y los ciudadanos estaban perdiendo la paciencia. Pese a la oposición de Gladstone, él y Russell habían salido victoriosos del debate, pero quizá no volvieran a tener tanta suerte.

En Río la indignación fue considerable. «Siguió un gran escándalo y a los oficiales ingleses les resultaba peligroso desembarcar», informó el capitán Schomberg. Varios periódicos y varios diputados pidieron una declaración de guerra. Sólo en Río había a la sazón unos ochenta mil esclavos, un poco menos del cuarenta por ciento de la población total, y la ciudad parecía depender totalmente de ellos. Muchas gentes todavía poseían esclavos, incluyendo artesanos y personas supuestamente pobres, algunas de las cuales se ganaban la vida alquilándolos a otros. A diferencia de los del sur de Norteamérica, la mayoría de esclavos de Brasil —el sesenta y seis por ciento, según un censo— había nacido en África y llegado recientemente en buques negreros. En estas circunstancias, el astuto, prudente y conservador ministro de Exteriores, Paulino José Soares de Souza, dio largas antes de tomar una determinación, aunque en privado el Consejo de Ministros, presidido por el emperador Pedro, decidió en julio que, pese a una posible insurgencia en Rio Grande do Sul y en Pernambuco, a Brasil no le quedaba más remedio que suprimir la trata ilegal, porque la influencia británica se extendía mucho más allá de lo estrictamente comercial: Londres influía en la moda, en la arquitectura y en la alimentación, en los gustos y en el idioma. Además, el emperador se había opuesto siempre a la trata, y su voz contaba mucho.

Soares de Souza habló de la actitud del Consejo de Ministros al embajador británico, Hudson, pero con objeto de ayudar a los abolicionistas brasileños exigió que él y Reynolds eliminaran primero la política de búsqueda y quema de los buques negreros. Los ingleses aceptaron y entonces, en un extraordinario discurso en el que reconocía la presión británica, Soares de Souza convenció a la Cámara brasileña para que aprobara una auténtica abolición. Señaló que todos los países, a excepción de Cuba, habían abolido la trata. «¿Podremos resistir el torrente? No lo creo». Brasil ya no podía resistir «la presión de las ideas de la época en que vivimos… ¿Deberíamos dormir, indolentes, y no tomar medidas para encontrar un sustituto a la mano de obra africana?».[1009] No hacerlo podría provocar una guerra con Gran Bretaña, lo que perjudicaría más al país de lo que lo haría la abolición de la trata. Recordó a los diputados que hasta Francia, el enemigo hereditario de Londres, había abolido la esclavitud gracias al nombramiento, después de la Revolución de 1848, del más notable abolicionista francés, el tenaz Víctor Schoelcher, para el cargo de subsecretario de Estado de Colonias. El decreto de abolición francés —mediante el cual se manumitía a todos los esclavos de los territorios, aunque no los de los protectorados— se aprobó el 17 de marzo de 1848 y fue uno de los pocos acontecimientos de importancia duradera de aquel año.

En Río, las disputas en la Cámara de Diputados continuaban. Un antiguo ministro de la Armada, Joaquim Antão, solicitó al gobierno que «¡destruyera los peldaños por los que habéis subido al poder!». «¿Qué peldaños?» «¿Será posible que los nobles ministros no hayan precisado el apoyo de amigos dedicados a la trata para subir al poder?» Soares de Souza reconoció posteriormente que «en el período en que entraban en el país entre cincuenta mil y sesenta mil africanos por año, había mucha gente implicada directa o indirectamente en la trata. ¿Quién de nosotros no tenía relaciones con alguien que participaba en la trata cuando la opinión pública no la condenaba?».[1010]

El resuelto capitán Schomberg se encontraba en Bahía, donde retrasó la salida de «cinco buques muy hermosos obviamente equipados para la trata» y persuadió al gobierno brasileño de que comprara tres para la armada, mientras que los otros dos se utilizaron en el comercio lícito. Para quienes deseen investigar el papel de los judíos en la trata citaremos al capitán Schomberg como uno de los que más tuvieron que ver con la abolición en Brasil.

El 17 de julio de 1850 la Cámara de Diputados aprobó un proyecto de ley que abolía la trata; el Senado la aceptó y dom Pedro la firmó, con gran satisfacción. (Por cierto que el mejor historiador brasileño, Gilberto Freyre, describió a dom Pedro como «un hombre casto y puro… el tipo de marido ideal para una reina Victoria». A los veinte años, con sobretodo y sombrero de seda, ya parecía europeo, un europeo de mediana edad). El 4 de septiembre el proyecto se convirtió en ley. A partir de entonces los buques negreros brasileños podían ser capturados; importar esclavos se consideraba piratería; todos los buques capturados serían vendidos y las ganancias se repartirían entre captores e informadores, caso de haberlos. Por primera vez, esta ley conllevó una auténtica transformación.

Se expulsó a Manuel Pinto da Fonseca, que, según el capitán Schomberg, perdió sesenta barcos a resultas de una acción naval británica, a su hermano Antonio, y al tratante que era su mayor competidor, el italiano Paretti, quien ese año había introducido miles de esclavos en Bahía. El gobernador del estado de São Paulo llegó hasta denunciar a los insolentes extranjeros (¡los portugueses!) que habían provocado los ataques británicos.

Los cínicos alegarían que el cambio de actitud se debía a la epidemia de fiebre amarilla traída de África por un buque negrero, al parecer francés, que costó la vida a dieciséis mil personas y «puso a muchas gentes contra la trata; estaban muertas de miedo». En opinión de Palmerston se debía a las acciones navales: «Estos gobiernos civilizados a medias», comentó alegremente, «precisan una regañina cada ocho o nueve años…». Pidió a Hudson y al almirante Reynolds que siguieran presionando, por lo que Hudson, que no dejaba de comprar el apoyo de periodistas y capitanes de puerto, amenazó con renovar los ataques. Asombrado, Soares de Souza señaló que la abolición representaba una enorme tarea, que tenían que establecer un servicio de información y ganarse la opinión pública, y que si el cambio había de ser duradero, Brasil debía encargarse del control.

A esto siguieron muchas otras disputas. La armada británica usó la fuerza varias veces, incluyendo la captura de unos cuantos buques negreros en alta mar; en Brasil hubo protestas y nuevas amenazas de guerra. No obstante, en 1851 sólo se importaron unos tres mil esclavos. En Río el capitán del Tentativa se encontró con que nadie quería comprar su cargamento de cuatrocientos esclavos, aun cuando bajó el precio a diez dólares por cabeza. La goleta Relámpago de nueve metros de eslora y siete de ancho, con dos mástiles, de doscientas veintinueve toneladas inglesas, construida en Baltimore y propiedad de Marcos Borges Ferras, «senhor Marcos», fue uno de los pocos barcos que ese año consiguió desembarcar esclavos. Había ido de Bahía a Lagos, donde el italiano Jeronimo Carlos Salvi la había vendido a Ferras. Perseguida por la policía naval brasileña, desembarcó su cargamento a toda prisa; los esclavos se vieron obligados a nadar hasta tierra y los hombres de la plantación de caña de Hygenio Piris Gomes recibieron a los que no se ahogaron. Casi todos los que tuvieron algo que ver con este cargamento fueron capturados, a algunos los llevaron a juicio, los multaron y hasta los encarcelaron.

Ferras negó su verdadera identidad durante largo tiempo, pero finalmente, en 1858, lo procesaron y estuvo tres años en prisión en Río, tras lo cual regresó a Ouidah y allí vivió hasta su muerte. No sentía amargura: a finales del séptimo decenio conoció al abate Pierre Bouché, y le comentó que «me admitieron en la academia y salí con un diploma».[1011]

En julio de 1851, con comprensible orgullo, Palmerston anunció en la Cámara de los Comunes que la trata brasileña había terminado. El año siguiente el almirante Henderson, sucesor de Reynolds, informó de que, efectivamente, parecía haberse acabado. Se suponía que en aquellos meses ciento cuarenta tratantes se habían mudado a toda prisa a Portugal, llevando consigo unos cien millones de cruzados. En 1856 el cónsul británico en Lisboa estimó que estos antiguos tratantes eran los principales capitalistas del país.

Es cierto que los propietarios de esclavos estaban saturados en su mayoría, como resultado de la fuerte importación de los años cuarenta. Muchos brasileños de clase media acabaron por apoyar a Soares de Souza, no por filantropía sino porque temían la «africanización» y las revueltas. Otros esperaban que el valor de sus esclavos aumentara a medida que subían los precios, que se duplicaron de 1852 a 1854. Quizá algunos hacendados creyeron que la abolición de la trata no era sino transitoria o que conseguirían todos los esclavos que necesitaran con la trata interior; de hecho, este comercio aumentó en Bahía y en el nordeste, de donde la ciudad y la provincia de Río importaron más de veintiséis mil esclavos entre 1852 y 1859. Además, las leyes sobre la trata no parecían amenazar a la esclavitud en sí y un proyecto de ley presentado en 1850, mediante el cual los hijos de madres esclavas serían manumitidos, fue derrotado sin discusión.

De todos modos entraron algunos esclavos. En diciembre de 1852, por ejemplo, el bergantín norteamericano Camargo atracó en la bahía de Ilha Grande, a unas horas de travesía al oeste de Río, con entre quinientos y seiscientos africanos de Mozambique. Los vendieron tan apresuradamente que cuando el jefe de policía llegó de Río, no encontró nada. Desafió a Joaquim José de Sousa Breves, el hacendado que había comprado los esclavos, pero no pudo recuperar a más de treinta y ocho. Los plantadores creían poder dictar las normas del futuro. Sin embargo, parece ser que el último intento de desembarcar esclavos en Brasil tuvo lugar en enero de 1856, cuando a medio camino entre Bahía y Río, cerca de São Mateus, las autoridades brasileñas arrestaron el Mary E. Smith de Nueva Orleans, un buque de ciento veintidós toneladas que había zarpado de Boston. Lo mandaba un grupo de negreros brasileños residentes en Nueva York que comerciaba principalmente con Cuba. Al capitán del barco le costó disponer de su cargamento, el agua escaseó y los esclavos empezaron a morir. El principal brasileñonorteamericano implicado murió en prisión. Más tarde, la legación británica en Río se enteró de la llegada de más de doscientos esclavos a Serinhaém, cerca de Recife. Palmerston lanzó sus habituales amenazas, pero las autoridades brasileñas ya habían castigado a Lodos los implicados y liberado a todos los esclavos.

Por supuesto, los abolicionistas se arrogaron una gran victoria. Con todo, en Brasil se importaron al menos quinientos mil esclavos en la era de supuesta ilegalidad entre 1831 y 1855. Había tal vez el doble de esclavos en Brasil en 1851 que en 1800. La esclavitud formaba parte esencial de la economía, sobre todo en las grandes plantaciones, en particular las cafetaleras, cuyo producto representaba el cincuenta por ciento de las exportaciones brasileñas. En Río, la mitad de la población era esclava.

A largo plazo, la abolición de la trata estimuló la inmigración de europeos. Gran Bretaña se opuso a los esfuerzos concurrentes de los brasileños para obtener mano de obra africana gratuita; los representantes del gobierno británico recordaron la suerte de los emancipados y alegaron que a su llegada los tratarían igual que a los esclavos. Quizá esta actitud parezca hipócrita, teniendo en cuenta que en 1841 en las Indias occidentales se había contratado a muchos africanos indentured, algunos de los cuales eran kru de la costa de Liberia, realmente voluntarios, y en teoría todos tenían derecho a negarse a ir; diez mil fueron a Jamaica; trece mil novecientos setenta a la Guyana británica; ocho mil trescientos noventa, a Trinidad; mil quinientos cuarenta a Grenada y menos a Saint Vicent, Santa Lucía y Saint Kitts. En 1852 Francia puso en marcha un plan mediante el cual se podían comprar esclavos en África, liberarlos en el barco y llevarlos a trabajar a las Antillas. Quince mil de estos engagés fueron transportados hasta 1867.

De hecho, a diferencia de lo que ocurría en Estados Unidos, en Brasil la abolición de la trata supuso el inicio de una gradual abolición de la esclavitud, pues, al igual que en el imperio español, esta institución dependía de la extensa importación, dado que, como hemos señalado repetidamente, la tasa de natalidad de los esclavos era baja y la de mortalidad, alta, esto sin contar las numerosas manumisiones.

En 1864, el año antes de morir, lord Palmerston declaró que «el logro que me produce la mayor y más pura satisfacción fue obligar a los brasileños a renunciar a la trata».[1012] Se engañaba, pero apenas. Si bien fueron esenciales los temores de los brasileños y los discursos de algunos valientes brasileños, a quienes debemos conceder el crédito que se merecen, la trata no habría terminado cuando lo hizo de no ser por la cruzada moral británica. Fue uno de los más notables logros de Gran Bretaña, que así expía parcialmente el incuestionable y básicamente incondicional entusiasmo de ese país por la trata en los siglos XVII y XVIII.

Domingos Martins, el último de los grandes tratantes de África y Brasil, murió en Lagos el año en que Palmerston hizo el comentario antes mencionado. El gobierno brasileño le había negado el permiso de jubilarse en Bahía. Richard Burton vio a Martins en enero de 1864, unos días antes de que muriera, y admiró su casa, aunque se dio cuenta de que el fin de la trata le había perjudicado. No obstante, cinco de sus hijas, todas ricas herederas, se casaron ventajosamente en Brasil. Martins también dejó una familia en África. Los que viven de sus descendientes son herederos de la trata brasileña, la más extensa emigración forzada de la historia.[1013]