Los tiburones… son la escolta constante de todos los buques negreros que cruzan el Atlántico; trotan sistemáticamente a su lado, para estar dispuestos en caso de que haya que llevar un paquete o enterrar decentemente a un esclavo muerto…
HERMAN MELVILLE, Moby Dick
Al día siguiente avistamos un buque de guerra inglés [el Maidenstone], Cuando los portugueses lo vieron, se inquietaron y se alarmaron. Nos dijeron que ésas eran las gentes que nos comerían si permitíamos que nos capturaran, y nos pidieron que, si nos preguntaban cuánto hacía que navegábamos, les dijéramos que más de un mes. Y nos dieron largos remos y nos pusieron a remar, unos diez hombres en cada remo, y tratamos de alejarnos tanto como pudimos, pero fue inútil. Al día siguiente los ingleses nos alcanzaron y se encargaron de los esclavos…
El esclavo Joseph Wright,
en Africa Remembered, de PHILIP CURTIN
Navegando de prisa con un fuerte viento de tierra, el navío estuvo pronto fuera de la vista de la costa de África.
PROSPER MÉRIMÉE, Tamango
Tanto los adversarios como los partidarios de los «comerciantes en ébano», como solían llamar en Francia a los tratantes, sostenían que las condiciones habían empeorado durante la etapa ilegal de la trata, pues los capitanes a menudo amontonaban a más esclavos en espacios más reducidos de lo que lo hubieran hecho en el pasado. El duque de Wellington dijo ante el Congreso de Verona, en 1822, que «todos los intentos de prevenir la trata, por imperfectos que hayan sido, han tendido a aumentar el sufrimiento humano… El temor de ser descubierto sugiere medios de ocultación que producen en el cargamento los más espantosos sufrimientos».[939]
Ante una comisión de la Cámara de los Comunes encargada de investigar la trata, varios testigos declararon lo mismo en 1848. Por ejemplo, J. B. Moore, presidente de la Asociación Brasileña de Liverpool, pensaba que «año tras año me convenzo de que los males relacionados con el comercio de esclavos se han agravado por la presencia de nuestra flota en la costa africana para impedirlo… aumentando los sufrimientos de los esclavos». José Cliffe, un negrero norteamericanobrasileño, abandonó la trata debido a «la pérdida de vidas y al aumento de los sufrimientos humanos», que consideraba consecuencia directa de la filantropía británica.[940]
Durante los primeros veinte o treinta años posteriores a la abolición británica y norteamericana en 1808, las dimensiones y características de los barcos negreros probablemente siguieron siendo las de antes. Pero a mediados del siglo se emplearon barcos, entre ellos algunos de vapor, capaces de llevar a un millar de esclavos a través del océano. En estos viajes «el sufrimiento, aunque más intenso es de más corta duración», según decía el capitán Denman en 1848. No es preciso aceptar como verdad estricta cada frase del terrible relato de la vida de Drake, capitán de la trata y médico de la trata, para darse cuenta de que la desorganización era frecuente y el amontonamiento de los esclavos degradante, de modo que a menudo había lo que él llamaba «terribles peleas entre los esclavos por espacio y aire». La travesía era, como lo fue siempre, «una pestilencia que marchaba sobre las aguas».[941]
También en África subsistían las envilecedoras condiciones. A menudo los capitanes de la trata suponían de veras que hacían un favor a los esclavos al llevarlos a Brasil o Cuba, aunque fuese en esclavitud. Lord John Russell dijo a la Cámara de los Comunes en 1846 que una tercera parte de los cautivos morían durante su viaje por tierra hacia la costa. Pero el tiempo de espera en los barracones africanos era probablemente mayor en el siglo XIX que en siglos anteriores pues, como se ha explicado, los capitanes trataban de recoger de una sola vez sus cargamentos en lugar de pasar semanas negociando, ya que se requería rapidez para evitar la interferencia de la armada británica. Lord Palmerston comentaba que «la posibilidad de verse interrumpidos obliga a los tratantes a hacer arreglos para embarcar rápidamente». Se dijo que muchos niños fueron llevados a Brasil, durante la trata ilegal, porque su talla permitía cargar un mayor número.[942]
Sin embargo, la existencia de esos almacenes de esclavos hacía, en cierto modo, más fácil el control de la trata, pues se conocía la mayor parte de sus emplazamientos y así podían vigilarse. Los barracones eran construcciones endebles, en general de bambú, guardadas por africanos. «Supongamos que hubiese quinientos esclavos esperando en un barracón» explicó al arrepentido tratante Cliffe, «hay un crucero a la vista y el barco negrero no puede acercarse. Es muy difícil conseguir en la costa de África suficiente comida para mantenerlos». Por esto, se cree que dos mil esclavos fueron asesinados en 1846 en un barracón de Lagos, debido a que los barcos negreros con bandera italiana Styx e Hydra no se atrevieron a desafiar la patrulla británica, y porque, por otra parte, al rey del lugar se le había acabado la comida; «el motivo fue, simplemente, que le resultaba costoso alimentar a tanta gente ociosa». Se sugirió a veces que si la armada británica (o cualquier otra) hubiese destruido todos los barracones, la trata habría quedado herida de muerte. Pero el médico de la armada ya mencionado, el doctor Thomson, declaró con realismo ante la Comisión Hutt que «los esclavos llegarán, tanto si hay barracones como si no los hay».[943]
Un comodoro norteamericano, Henry Wise, dio otra imagen de los esclavos en un barracón, cuando desde Cabinda escribió en 1859 que «en grupos encadenados, los desgraciados esclavos se dirigen desde el interior a los barracones en la playa, guiados por los latigazos, hasta que el aire del mar, la comida insuficiente y el temor a su próximo destino produce las enfermadas más fatales; la disentería y las fiebres a menudo los libran de sus sufrimientos y el suelo de los alrededores se enriquece con los restos descompuestos de tantos de nuestros semejantes y sus huesos bordean los caminos… En una corta marcha de seiscientos esclavos, hace unas semanas, destinados al Emma Lincoln [de Estados Unidos], ciento veinticinco expiraron en el camino. La mortalidad en estas rápidas caminatas raramente es inferior al veinte por ciento. Así es, señor, la trata bajo bandera americana».[944]
Por desagradables que fueran los barracones, sin duda los esclavos hubiesen preferido permanecer en ellos a ir al «país mejor» de que hablaban los capitanes negreros. Un antiguo esclavo, John Frazer, por ejemplo, describió cómo (en el siglo XIX igual que en el XVIII) los esclavos «a menudo lloraban, no querían marcharse». Y cuando el esteta diputado por Pontefract Richard Monckton Milnes le preguntó si hubiera preferido quedarse en los barracones, Frazer contestó que sí. Pero todos los antiguos esclavos a los que se les hizo esta pregunta respondieron que hubieran preferido quedarse en Sierra Leona a volver a su lugar de nacimiento, porque, insistió Frazer, Sierra Leona «es un país libre».[945]
En los años cuarenta del XIX a menudo la presencia de las patrullas navales hacía difícil embarcar a los esclavos en los barracones, y entonces se les obligaba a caminar largos trechos, a veces sesenta kilómetros o más, por la costa, hasta un punto de encuentro secreto con las canoas de un barco negrero.
Como en el pasado, en África los tratantes obtenían esclavos de muy diversas maneras y ninguna versión de cómo coincidía exactamente con las demás. El capitán Matson, por ejemplo, creía que casi había cesado la costumbre de conseguir esclavos mediante la guerra y la destrucción de poblados y que «la mitad de los esclavos que llevan ahora a los mercados de Cuba y Brasil se compran a los padres». Por su parte, el reverendo Henry Townsend, de la Sociedad Misionera, que había vivido muchos años en Abeokuta, ciudad de cincuenta mil habitantes cerca de Lagos, consideraba, alrededor de 1850, que la guerra era clave para comprender los orígenes de la esclavitud en aquel territorio. Podía surgir una disputa, que desembocaba en una lucha, «y, al final, una de las ciudades quedaba destruida y sus habitantes forzados a la esclavitud, tantos como podían capturar, y los que lograban escapar se unían a los que los habían asediado y atacaban a los otros. Y así iban, de ciudad en ciudad, y un ejército de lo peor de la sociedad atacaba las ciudades, una tras otra, hasta que todo el país estaba en pleno desorden… La guerra comenzaba por venganza y se continuaba porque el comercio con esclavos les proporcionaba los medios de seguir la guerra, pues encontraban provecho en la venta de esclavos, que antes no comprendían muy bien».[946]
Varios supervivientes de la trata del siglo XIX declararon en 1848 ante la ya mencionada comisión de la Cámara de los Comunes. Uno de ellos, William Henry Platt, próspero comerciante de Sierra Leona, originario de la región de Benin, fue secuestrado cuando era niño, de modo que «apenas si puedo explicar lo que me sucedió… Yo y un amigo estábamos en un campo poniendo trampas para los pájaros del arroz… y me secuestraron. Creo que pasamos tres semanas caminando hacia el mar, donde me embarcaron en uno de los barcos hacia Brasil». Antes, esperó tres días en la costa, y al parecer (pues su relato no se refirió a esta parte de su vida) fue liberado por un crucero británico y conducido a Sierra Leona. Platt no deseaba regresar a Benin, cuya lengua ya apenas hablaba en el momento en que hizo su declaración.[947]
Disponemos de la valiosa información proporcionada por un esclavo más tarde conocido como Joseph Wright a quien, en los años veinte del siglo, embarcaron en un buque en Lagos; lo habían capturado muy en el interior y conducido a Lagos en una canoa. «Por la mañana temprano», escribió, «nos llevaron para la venta a un portugués blanco. Después de examinarnos muy atentamente, el blanco me puso a un lado, junto con otros. Luego hicieron un regateo para ver cuánto daría por cada uno de nosotros. Cuando se pusieron de acuerdo, el blanco nos envió al corral de esclavos… donde estuve… unos dos meses, con una cuerda alrededor del cuello. Todos los jóvenes llevaban cuerdas alrededor del cuello, en fila, y todos los hombres estaban encadenados en una larga fila, unas cincuenta personas por fila, de modo que ninguno podía escapar sin los demás. Una vez, el poblado se incendió y unos cincuenta esclavos fueron consumidos por las llamas, porque la entrada estaba llena de gente… [Luego] nos llevaron cerca del agua salada… para ponernos en canoas. Nos dolía el corazón a todos, pues íbamos a dejar nuestro país por otro… [y] habíamos oído decir que los portugueses nos comerían cuando llegaran a su país… Nos pusieron en canoas para llevarnos al bergantín, una de las canoas se ahogó [sic] y murieron la mitad de los esclavos… A todos los hombres los almacenaron debajo de la cubierta, y a los niños y las mujeres los dejaron en la cubierta…».[948]
A los esclavos se les marcaba siempre con hierro candente antes de llevarlos a las Américas. En esto no había diferencia entre lo que se hacía en el legal siglo XVIII y en el ilegal siglo XIX: un hierro con letras cortadas en él «se pone al fuego en la playa y siempre se tiene a mano un pequeño recipiente con aceite de palma; se calienta el hierro y se mete en este aceite y se aplica contra la cadera [a los hombres] o [justo encima] del pecho [a las mujeres] o donde quiera que el tratante desee que se marque a sus esclavos… El aceite de palma sirve para impedir que la carne se pegue al hierro».[949]
A los esclavos destinados a Brasil se les bautizaba antes de la travesía, y todos, por regla general, seguían siendo examinados por un doctor («el doctor los frota para ver si están sanos y escoge a los mejores»), aunque muchos barcos no llevaban un médico a bordo. «Un hombre respetable no quiere ir y no merece la pena llevar a uno malo.»[950] A veces, como con Mongo John, a los esclavos se les inspeccionaba cuidadosamente aún antes de entrar en el barracón.
Como en el pasado, cada pueblo tenía sus preferencias. En el siglo XIX todos estaban de acuerdo en que un kru, de la costa de barlovento, era un mal esclavo, «pues saben que si se le esclaviza se suicidará inmediatamente».[951]
En cuanto a la travesía, las rutas desde África y desde Brasil o Cuba eran más directas que en los tiempos de la trata triangular. Pero a veces hasta los barcos cubanos hacían escala en Bahía camino de la ensenada de Benin, con el fin de recoger ese tabaco empapado de melaza que seguía siendo muy apreciado en el último de estos puertos. Las prisas con que se embarcaba, en el viaje de regreso, podían determinar que se saliera con agua insuficiente o inadecuada, lo cual a veces provocaba situaciones como las del Zong y que se arrojara por la borda a los esclavos.
No es probable que antes de 1800 se esperara que barcos de sólo veintiuna toneladas de carga llevaran a noventa y siete seres humanos a través del Atlántico, como sucedió con el Conceição, que llegó a Pernambuco en 1844, cuyo capitán proporcionó a los esclavos sólo una decimoquinta parte del espacio que se consideraba apto para un soldado británico que debiera atravesar el océano. James Bandinel, que durante muchos años dirigió la actividad del Ministerio de Exteriores de Londres contra la trata, estaba de acuerdo en que los esfuerzos ingleses para suprimir la trata tenían como resultado un aumento de los sufrimientos de los africanos: «Además del horrible trato general, los tratantes tienen un motivo adicional, el miedo a que los capturen, que les induce a partir cuando sus barcos están sólo a medias aprovisionados; y… no se preocupan de su salud, como cuando se permitía la trata…»[952] El comodoro sir George Collier, en el navío de la armada Tartar, encontró en 1821 a los esclavos a bordo del barco cubano Ana María, capturado en el río Bonny, «aferrados a las rejas, para inhalar un poco de aire fresco, y luchando entre sí por unas gotas de agua, mostrando sus lenguas apergaminadas y señalando sus vientres reducidos, como si pasaran hambre, pues aunque el cargamento se había terminado apenas el día antes, muchos de los que permanecieron más tiempo en los botes se encontraban reducidos a tal condición que parecían esqueletos, y me vi obligado a ordenar que pusieran a doce inmediatamente al cuidado de un médico…». Se encontraron a bordo cuatrocientos cincuenta esclavos «sujetos a pares con grilletes por la pierna, algunos atados con cuerdas y algunos otros con los brazos tan lacerados por lo apretado de los nudos que la carne estaba completamente desgarrada».[953]
A menudo, en el XIX no había cubiertas especiales para los esclavos, pero siempre se separaba a los hombres de las mujeres, los primeros en la bodega y las segundas en la cabina, y a los niños a menudo se les dejaba en la cubierta superior. Parece ser que casi todos los esclavos viajaban desnudos.
Estos viajes eran en muchos otros detalles iguales a los del siglo XVIII: la distribución de los esclavos por decenas, a la hora de las comidas, el lavado de las manos en agua salada después de comer, el castigo a los que se negaban a comer, la distribución ocasional de licor o tabaco, el lavado de la boca con vinagre, el afeitado semanal sin jabón, la obligación de cortarse las uñas para limitar los daños en las peleas, y la limpieza diaria de las cubiertas. Luego estaba el almacenamiento sistemático de los esclavos para la noche, «los del lado derecho del barco mirando adelante y tendidos en el regazo unos de otros, mientras que los del lado izquierdo miraban a popa… Cada negro se tiende sobre su lado derecho, que se considera preferible para el latir del corazón».[954] Como antes, ese escogía entre los «esclavos superiores» a «vigilantes» y se les distinguía con una cuerda ligera o una tira de cuentas alrededor del cuello. A veces se disponía de pedazos de madera como almohada, había rejas en los mamparos y escotillas y se practicaban aberturas para permitir una mejor ventilación. Parece que a los esclavos adultos se les engrillaba a pares por los tobillos.
Los viajes de la trata, en el siglo XIX, solían llevar de veinticinco a treinta días entre Angola y Brasil, o cuarenta y cinco entre Benin o Biafra y el Caribe; como ya se indicó, el viaje desde África oriental podía ser mucho más largo.
En aquellos atiborrados buques, el agua disponible y la comida se pasaba de unos a otros en calabazas, en las zonas de los esclavos, con lo que se evitaba la necesidad de llevarlos a la cubierta abierta, como se hacía en el pasado. El tratante José Cliffe pensaba que en muchos de los viajes al Brasil los esclavos nunca salían de la bodega.
Las enfermedades convertían a uno de cada diez buques negreros en algo comparable a alguno de los círculos más espantosos del infierno de Dante. El capitán Matson describió un negrero, el Josefina, capturado tras varias horas de persecución, en el que descubrió que «muchos de los esclavos tenían viruelas; los enfermos habían sido arrojados a un lado de la bodega y al mirarlos desde arriba parecían formar una sola masa viva, en la que apenas se distinguían los brazos de las piernas, o una persona de otra, o lo que eran; había hombres, mujeres y niños; era el montón más horrible y asqueroso que pueda imaginarse».[955]
El viajero J. B. Romaigne describió en 1819 un viaje absolutamente surrealista en el barco de doscientas toneladas Rôdeur de Le Havre, propiedad de un mercader llamado Chedel. Navegaba del río Bonny a Guadalupe con doscientos esclavos a bordo. Se declaró una forma virulenta, aunque al parecer efímera, de oftalmía, que provocó la ceguera de la mayoría de los esclavos y tripulantes. El barco, sin piloto, vagó sin rumbo por el océano, y tras sobrevivir a una tempestad, se cruzó con el San León de España, de cuya tripulación esperaban ayuda, pero resultó que también estaba ciega. «Al anunciarse esta horrible coincidencia, hubo un momento de silencio entre nosotros, como de muerte. Se acabó con un estallido de carcajadas, a las que me uní, y antes de que terminara el ataque de risa pudimos darnos cuenta, por el sonido de las maldiciones que nos dirigían, que el San León se alejaba… Nunca llegó a puerto alguno». En cambio, la mayor parte de la tripulación del Rôdeur acabó sanando y llegó a Guadalupe, pero no antes de que el capitán Boucher hiciera arrojar por la borda a treinta y nueve esclavos ciegos.[956] Por cierto que el doctor Grillé, oculista de la duquesa de Angulema, escribió una tesis sobre esta epidemia y el caso llegó así a conocimiento del público. El abolicionista Morenas señaló que en la segunda edición de la tesis se omitió el jet en mer (arrojar al mar).
La mortalidad en estos viajes era más baja en el XIX que cien años antes. José Cliffe pensaba que el promedio de muertes en los barcos rumbo a Brasil, en los años cuarenta, debía de ser de un treinta y cinco por ciento. Pero Thomas Thomson, que vivió varios años en Brasil, creía exagerado este porcentaje y más probable el del nueve por ciento, que el almirante sir Charles Hotham redujo al cinco por ciento. En los años cuarenta, la Cámara de los Comunes publicó cifras similares, aunque más detalladas, relativas a los viajes negreros a Río, Bahía y La Habana, entre 1810 y 1840. Ponía las muertes en el 9,1 por ciento. La mayoría de los buques viajaban más rápidamente en el XIX que sus equivalentes del XVIII, en parte gracias a sus cascos recubiertos de cobre. Estaban diseñados para llevar más agua que sus predecesores y también mayor cantidad de agua de lluvia.
Si se descubría un caso de viruelas, los capitanes negreros seguían mostrándose implacables, y Canot explicó que cuando se encontraba a un esclavo con esta enfermedad se le asesinaba de noche, si se creía que con ello se podía salvar del contagio todo el barco. Pero ya se conocía la vacuna y parece que se utilizaba en Angola en la mayoría de los esclavos, después de 1820.
La tasa de mortalidad de las tripulaciones era en el siglo XIX casi la misma que en el anterior, tal vez alrededor del diecisiete por ciento, con el paludismo y la fiebre amarilla como causas más habituales. Pero parece que después de la mitad del siglo se produjo una mejora.
Hubo también menos rebeliones y motines en el XIX que en el pasado. En primer lugar, porque se transportaban más niños, y en segundo, porque los viajes duraban menos. Pero a mediados de siglo tuvo lugar una de las más notables rebeliones. Un grupo de esclavos navegaba rumbo al oeste frente a la costa septentrional de Cuba, desde La Habana hasta el pequeño puerto de Guanajay, en un barco construido en Baltimore, un «modelo sin igual por su velocidad, de unas ciento veinte toneladas», el Amistad, al mando de Ramón Ferrer. Los cincuenta y tres esclavos eran casi todos del pueblo mende, originarios de la región a unos cien kilómetros tierra adentro del río Gallinas, donde los embarcaron, tal vez por orden de Pedro Blanco. Los dueños de los esclavos, Pedro Mantés y José Ruiz, iban a bordo. El buque era propiedad de un consorcio de tratantes, que enviaba los esclavos a «refrescarse» en una de las islas de la Bahía, frente a la costa de Honduras, de las que se habla en el capítulo veintinueve, tal vez antes de ponerlos a la venta.
Un poco antes de llegar a Guanajay, un jefe mulato les dijo en broma y sin mucho criterio que al llegar los matarían a todos y los pondrían en salazón. No les agradó la chanza. Un tal Cinqué encabezó una rebelión, rompió las argollas de los esclavos y arrojó al mar al capitán y a la tripulación. Luego, Cinqué ordenó a los dueños, Mantés y Ruiz, que pusieran rumbo a África, hacia el sol naciente. Los dos cubanos se las arreglaron para cambiar el rumbo, de noche, de modo que al cabo de dos meses, con escasez de agua y comida, pudieron echar el ancla frente a Long Island, en el cabo Culloden, en el estado de Nueva York. Detuvieron al barco por contrabando, enviaron a los esclavos a la prisión de New Haven y decomisaron el buque. El embajador español en Washington pidió que le entregaran tanto el buque como su cargamento, según disponía un tratado entre su país y Estados Unidos firmado en 1795. Pero los abolicionistas, encabezados por Joshua Levitt y Lewis Tappan, se enteraron de la situación y se inició un proceso judicial. La cuestión crucial era la de saber si los negros habían sido esclavizados legalmente. Convencieron al ex presidente John Quincy Adams, ahora diputado por Massachusetts y principal abolicionista de la Cámara, para que representara a Cinqué y sus compañeros; argumentó con éxito ante el Tribunal Supremo que no habían sido esclavizados legalmente, de modo que los dejaron en libertad, mejor dicho, los mandaron a Sierra Leona. Algunos senadores trataron de que se indemnizara a los dueños, pero no lo consiguieron.[957]
La represión en 1844 de un motín a bordo del Kentucky, al mando del capitán Fonseca, debió de ser el peor de los muchos casos de este tipo durante el siglo. Después de sofocar la rebelión de los esclavos, ahorcaron a cuarenta y seis hombres y una mujer, y los arrojaron al mar; antes de que los mataran, «los encadenaron a pares… y cuando los ahorcaron, les pusieron una cuerda alrededor del cuello y los llevaron al peñol de la verga, debajo de la vela. No los mataron sino que los ahogaron o estrangularon; les dispararon al pecho y arrojaron los cuerpos por encima de la borda. Si sólo debía ahorcarse a uno de los dos que estaban sujetos juntos por argollas, le ponían una cuerda alrededor del cuello y lo arrastraban fuera de la cubierta, al lado de la amurada, y con la pierna puesta encima de la baranda, se la cortaban, para conservar la argolla… Luego, se levantaba al negro sangrante, se le disparaba en el pecho y lo arrojaban por la borda. De esta manera se cortaron las piernas de cosa de una docena… E hicieron toda clase de bromas sobre este asunto».[958]
Hubo también algunas rebeliones de las tripulaciones. El barco Céron, propiedad de Gervais Rives, salió de Burdeos en diciembre de 1824 al mando del capitán Jean-Baptiste Métayer; en marzo del año siguiente entró en el río Bonny y empezó la compra de esclavos, pero la negociación s’éternisa, según la gráfica expresión de un historiador francés, murieron numerosos marineros y hasta septiembre el barco no se hizo a la vela, con trescientos ochenta esclavos, rumbo a Santiago de Cuba. A los 1res cuartos de la ruta a través del Atlántico, la tripulación, encabezada por un cocinero que había embarcado en Paimboeuf, cerca de Nantes, atacó a los oficiales. Asesinaron al capitán, su segundo, el sobrecargo, el teniente, el maître d’équipage, el maestro carpintero y otro tripulante. El barco echó anclas en San Juan de Puerto Rico, donde una parte de la tripulación denunció a los amotinados, que fueron detenidos, pero el barco salió para la isla danesa de Saint Thomas, donde lo interceptó un crucero francés. De todos modos, se vendieron los esclavos y los compró, al parecer, un tratante de Mayagüez, en Puerto Rico.
Una nueva dimensión de la trata en el siglo XIX fue producto del papel de la armada británica como autoproclamada policía mundial, y en menor medida por las armadas de Estados Unidos, Francia y, al final, incluso de España y Portugal.
Como ya se dijo, la labor de los oficiales responsables de esta función fue, a menudo, tediosa. El capitán Eardley Wilmot así lo destacó en su declaración ante un comité parlamentario en 1865: «El incesante balanceo, que es exasperante, el constante tronar de las olas contra la playa, que acaba siendo tedioso por su monotonía, el aspecto bajo y sin interés de la tierra, tienen su efecto en la mente mejor organizada, a veces descorazonador, y tenemos, lamento decirlo, ejemplos de los efectos de estas molestias en las bajas de oficiales y otros por desorden mental.»[959]
Pero había también momentos de alegría, y éste era un placer compartido, según parece, por los tratantes africanos. Un médico británico que conocía Brasil y África dijo que pensaba que la presencia de la armada incluso estimulaba la trata: «A los negros, como a las demás personas, les gusta la excitación. [La trata] es ahora más que nunca un juego. Exige una gran actividad y una gran combinación de medios para conseguir escapar de la costa con los esclavos y los tratantes mismos… La excitación es uno de los grandes alicientes para que los nativos continúen… Es el tipo de emoción impetuosa que resulta más del gusto del carácter africano… Todos están excitados mientras hay un cargamento esperando… La prohibición no sólo le da una especie de encanto con los africanos, sino que es un estímulo directo», y habría podido añadir que lo era también para la armada británica.[960]
Hasta 1835, como se ha indicado, los británicos no tenían derecho a intervenir en las actividades de los súbditos españoles (y cubanos), portugueses y brasileños, a menos que se encontraran esclavos a bordo de los barcos. Si se cargaban de noche los esclavos, el capitán negrero podía esperar que escaparía a la observación de los navíos ingleses cuyos capitanes, habiendo aprendido las técnicas de su presa, aguardaban al amanecer frente a la costa, de cincuenta a sesenta kilómetros mar adentro. Acabaron aprendiendo que «una luz brillante en la costa indicaba que un barco negrero podía entrar sin peligro en el puerto, y dos luces significaban que no debía entrar», y tres, «eran señal de que debía huir tan rápidamente como pudiera». Al vigía en el palo mayor de un barco de la armada se le prometía una recompensa —pongamos que de ocho dólares— si avistaba una vela que resultara ser de un barco negrero.
Una persecución especialmente espectacular fue, en 1841, la del Josephine, «el barco negrero más rápido de La Habana», aunque de propiedad portuguesa. El 30 de abril al alba, el navío Fantome, de la armada británica, diseñado por el topógrafo naval sir William Symonds, y al mando del capitán Butterfield, avistó, frente a Ambriz, un extraño bergantín. Le dio caza, sorteando los bajíos, y avanzó a once nudos. Por la tarde, el vigía vio al Josephine cortar los cables de las anclas y arrojar al mar un cañón, para aligerar. A la caída de la tarde, la distancia entre ambos barcos se redujo a diez kilómetros. El británico había izado las velas de manera que pudiera alcanzar toda la velocidad posible. A la una de la madrugada pasó a través de una fuerte racha de viento y lluvia, cosa que nunca hubiera intentado, según dijo Butterfield, con ningún otro buque. Aunque casi perdieron de vista al negrero, el Fantome siguió acercándose a su presa a la luz de la luna. Al amanecer del 1 de mayo, frente a la isla de Ana Bona (Annobón), Butterfield mandó realizar dos disparos reglamentarios, para avisar al otro barco, a bordo del cual encontraron doscientos esclavos. El teniente W. S. Cooper y ocho marinos se quedaron a bordo de la presa, para llevarla a Sierra Leona. Los dos navíos habían cubierto trescientos ochenta kilómetros en veinticuatro horas.[961]
La persecución llevada a cabo en 1849 por el Rifleman, al mando del comandante S. S. L. Crofton, frente a la costa de Brasil, planteó otra cuestión. Avistó una vela sospechosa a ochenta kilómetros al sur de Río y para alcanzarla penetró en aguas territoriales brasileñas. La presa embarrancó, al caer la noche, y cuando el barco inglés la alcanzó, la encontró amenazada por una mar muy agitada. La tripulación había abandonado el barco, dejando a bordo a todos los esclavos; algunos de éstos cayeron al mar y otros murieron, pues los habían dejado sujetos con argollas a la cubierta. Dos alféreces del bote inglés se quedaron a bordo del barco naufragado, y al amanecer les llevaron un cable. Hutchings, el segundo piloto del Rifleman, se ató a la popa del negrero y a medida que pasaban por encima de él las olas, fue deslizando por el cable, en una basada, a los esclavos que quedaban vivos, uno a uno, hasta la cubierta del navío inglés. «Este tedioso y peligroso servicio ocupó todo el día… De este modo, el comandante Crofton rescató de la muerte y la esclavitud a ciento veintisiete africanos.»[962] Hay que decir que ni Crofton ni Hutchings figuran en el diccionario biográfico nacional británico, a diferencia de otros oficiales menos valerosos.
Notable fue también la persecución del Venus, en aguas de La Habana. Según parece, pertenecía a Antonio Parejo, y se le consideraba el negrero más veloz de su época. Pero el capitán Baillie Hamilton estaba en la bahía de La Habana con su Vestal, una rápida fragata británica de veintiséis cañones. El capitán del Venus decidió aprovechar que el barco inglés estaba efectuando reparaciones para salir de puerto. Una mañana, Hamilton se hallaba en tierra, antes del amanecer, y le dijeron que durante la noche el Venus había levado anclas. A los pocos minutos, el capitán estaba de regreso a su navío. Salió en persecución del negrero, entre las aclamaciones de los tripulantes de un barco de la armada norteamericana, entusiasmados por el comienzo de la carrera. Hamilton divisó varios barcos en el horizonte e identificó al que buscaba por su color blanco y el despliegue de sus velas; se fue acercando a él, pero estalló un tornado, que separó a los dos buques. Cuando aclaró, ni señales del Venus. Hamilton supuso que su capitán había buscado refugio en uno de los canales de las Bahamas, tal vez confiando en que lo peligroso de sus aguas lo desanimarían. Al acercarse a los bancos de arena, lo avistó, junto con otros dos, que supuso eran también negreros. Estaban atrapados, pero el Vestal no podía acercárseles a causa de su calado. Hamilton se aproximó tanto como pudo, disparó e hizo blanco. Un bote inglés abordó el negrero. Hamilton iba en el bote y apuntó con una pistola a la frente del capitán español, diciéndole que dispararía si no se dirigía hacia los otros dos barcos. Obedeció y los tres buques fueron capturados, los tres con equipo para esclavos a bordo. Hamilton los trasladó a La Habana.[963]
Hubo también algunas batallas navales en toda regla. El Pickle, capitaneado por el teniente J. McHardy, navegaba en 1829 al norte de Cuba cuando avistó un buque muy cargado. Al anochecer casi lo había alcanzado, pero no izó bandera alguna, ni siquiera después del disparo de aviso. Al acercársele, le acogieron con fuego de mosquetes y cañón. Los británicos disponían sólo de un cañón y dos cañones cortos, contra los dieciséis del buque español. Tres marineros ingleses resultaron muertos y ocho heridos. Siguió un combate a tiro de pistola. Al cabo de media hora cayó el mástil mayor del barco español, que se rindió, pues su capitán y gran parte de los tripulantes estaban heridos. A bordo quedó una tripulación inglesa de presa, que encadenó a los españoles y liberó a trescientos cincuenta esclavos.[964]
A veces a los británicos les iban mal dadas. En 1826, el Redwing capturó a una goleta española, el Invencible, con esclavos en la bodega. Dejó a bordo de éste una tripulación de presa, y el barco puso proa a Freetown. Poco después el mismo buque capturó a la goleta brasileña Disunion, que traía esclavos del Camerún. Pero un pirata español capturó a ambos y los condujo a La Habana, donde fueron vendidos los esclavos y abandonados los buques. El barco de Brasil, con cinco brasileños a bordo, acabó llegando a Río, mas nunca se volvió a saber nada del negrero español con su tripulación británica de presa.[965]
En 1845 hubo otro caso con un desenlace muy distinto. El barco de la armada británica Wasp capturó al portugués Felicidade, en ruta a Luanda, sin esclavos pero equipado para la trata, y dejó a bordo una tripulación de presa. Dos días después avistó otro barco brasileño, identificado como el Echo, al que capturaron, con cuatrocientos esclavos a bordo. El Wasp había quedado algo rezagado, de modo que la tripulación de presa en el Felicidade envió un destacamento para apoderarse del Echo. Las dos presas se separaron, y los tripulantes del barco portugués atacaron a los marinos británicos, los mataron y arrojaron al mar a los demás. Luego, quisieron dar caza al Echo, por su tripulación de presa, pero no lograron alcanzarlo y los dos barcos volvieron a separarse. Pero pronto el buque de la armada Star se cruzó con el Felicidade; al registrarlo, encontraron manchas de sangre en cubierta y los tripulantes confesaron lo sucedido. El teniente Wilson y seis hombres se quedaron en la presa, para llevarla a Sainte Helena, donde acababa de establecerse un tribunal de presas. Mas una tempestad obligó a Wilson y sus marinos a abandonar el buque y a alejarse en una balsa; tras muchos sufrimientos, los rescató el comandante Layton, en el Cygnet. Entretanto, los prisioneros habían llegado a Inglaterra. Los jueces tuvieron que tomar una decisión acerca del «pirata». ¿Tenía un tribunal inglés jurisdicción sobre un navío propiedad de un brasileño, cuyos tripulantes habían asesinado a una tripulación inglesa de presas? El juez los halló culpables de asesinato. Apelaron y finalmente fueron puestos en libertad y enviados a Brasil, a costa de Inglaterra. El Times se indignó. Y en los círculos navales británicos se oyó por muchos años la exclamación: «¡Recordad el Felicidade!»[966]
La captura de un barco negrero era, desde luego, para celebrarse. En 1843 el capitán Broadhead explicó que «cuando se captura un negrero se encuentran en su cubierta pipas de ron y pipas de vino y grandes cantidades de jamón y queso y no puede esperarse que los hombres, que han estado encerrados tanto tiempo, no se desmanden cuando llegan a bordo del buque capturado…». La tripulación de Broadhead, en uno de sus viajes, incluía a once hombres que «no habían puesto los pies fuera de un barco desde hacía tres años y medio».[967]
Las tripulaciones de los negreros capturados sufrían suertes diversas. Los oficiales navales ingleses raramente los trataban como a otros marinos, aunque hubo algunos casos en que sus oficiales fueron admitidos en la mesa de sus captores. Si la captura tenía lugar cerca de la costa americana (Cuba o Brasil) se entregaba la tripulación a las autoridades locales, y su castigo solía ser, en el peor de los casos, una estancia simbólica en una prisión local, no de meses sino de días. El doctor Thomson informaba en 1848 de que «en el caso de una presa que tomamos con el Racer vi a los tripulantes, que se suponía que estaban encarcelados, paseando por Río, y conversé con ellos».[968]
En cambio en 1836 el teniente Mercer, del Charybdis, dijo a un comerciante legítimo de Estados Unidos que tenía órdenes de «desembarcar a los tripulantes [de negreros] y dejarlos morir de hambre». A veces se les dejaba durante meses en Sierra Leona, donde ejercían una «influencia decididamente mala» según la opinión generalizada. En una de tales ocasiones, un grupo de aquellos sujetos —once capitanes negreros y setenta y seis marineros—, compró el buque Augusta, que el gobernador de Sierra Leona abasteció de provisiones para seis semanas, con el fin de que los llevara a La Habana. Pero tenían, sin duda, la intención de comprar esclavos, como hizo otro capitán en situación similar, Francisco Campo, que compró trescientos cincuenta y siete esclavos en el río Gallinas sólo nueve días después de salir de Sierra Leona con el Dulcinea, que había adquirido por solamente ciento cincuenta libras.[969]
A veces se dejaba en situación angustiosa a estas tripulaciones, ya en la ensenada de Benin, ya en Lagos, donde les era difícil sobrevivir, aunque «la mayoría de ellos encuentran sin duda muy pronto el camino… hacia donde existe la trata». Un comerciante de Liverpool, Robert Dawson, pariente de John Dawson de la empresa constructora de barcos Baker & Dawson de finales del XVIII, escribió en mayo de 1842 respecto a esta costumbre, que «los indígenas se ríen de nuestra filantropía, cuando aludimos al sistema de nuestros cruceros de desembarcar a los pobres españoles en la playa sin comida ni ropa, destinados a una muerte segura y lenta».[970] El capitán Bosanquet recordaba que al capturar el Marineto en 1831, desembarcó a su tripulación: «Nueve intentaron escapar en tres pequeñas canoas, de dos de ellas nunca más se supo nada, y a la otra la recogimos cuando había pasado catorce días en el mar; uno de los hombres había muerto, y los desembarcamos, casi moribundos, en Fernando Poo». A la pregunta de si colgando del peñol a los capitanes se ayudaría a acabar con la trata, otro oficial de la armada, el capitán Thomson, contestó que, efectivamente, tendría este efecto. La mayoría de los oficiales británicos pensaba que si se tratara a las tripulaciones españolas y portuguesas como si fueran piratas, muy pronto se pondría término a la trata.[971]
En 1850, el capitán Denman capturó a su primer buque negrero a lo largo de la costa de América del Sur. Lo llevó a Río, pero el Tribunal de la Comisión Mixta se declaró incompetente para juzgar el caso y ordenó a Denman que llevara su presa a Sierra Leona. Lo hizo, pese a que las cuerdas estaban podridas a bordo de ese «guiñapo sobre las aguas», a que los mástiles oscilaban y a que los quinientos esclavos habían recorrido ya el Pasaje Medio. En Siena Leona, Denman tampoco consiguió que se juzgara el barco, porque era portugués y había sido capturado al sur del Ecuador. Los esclavos tuvieron que hacer un tercer viaje transatlántico, de vuelta a Brasil, donde se vendió, como de costumbre, a los supervivientes.
La llegada a Brasil o Cuba era a menudo penosa. José Cliffe describió cómo muchos esclavos que llegaban a Río o Bahía estaban tan débiles que apenas podían caminar y tenían que sacarlos en brazos del barco.
En las Américas solía meterse a los esclavos, apenas llegar, en barracones semejantes a aquellos desde donde los embarcaron; antes de venderlos se les engordaba y trataba bien. A veces permanecían hasta seis meses en esos campamentos, que en Brasil podían hallarse en remotos lugares, pero que en La Habana estaban en la ciudad misma, al lado de la residencia del capitán general.
Era frecuente que los capitanes, todavía lejos de Brasil o Cuba, intentaran desorientar a los navíos de la armada británica acerca de dónde pensaban desembarcar a los esclavos. Así, algunos catamaranes recogían a los esclavos de los barcos y los llevaban a pequeños puertos de los alrededores. Canot decía que, en lo referente a Cuba, «el capitán y sus confederados escogen habitualmente un lugar salvaje y deshabitado de la costa, donde haya una cala pequeña. Tan pronto como el buque se acerca a la costa y echa anclas, amontonan a los esclavos en sus botes, mientras que se arrían rápidamente las velas para evitar que los vean desde el mar o la tierra. Los botes van incesantemente a toda prisa del barco a tierra y de tierra al barco hasta que todo el cargamento está en tierra, desde donde la banda [de esclavos], al mando del capitán y escoltada por marineros armados, se encamina rápidamente hacia la plantación más cercana. Allí está a salvo de la rapacidad de los funcionarios locales que, si se les presenta ocasión, imitan a sus superiores exigiendo gratificaciones».[972]
Se enviaba a un mensajero a La Habana, Santiago o Matanzas, desde donde los dueños mandaban ropa para los esclavos y dinero para la tripulación. Los comisionistas preparaban la venta. El buque, si era pequeño, navegaba costeando hacia un puerto. Si era grande, tal vez se le hundía o se le incendiaba donde estuviera anclado… Pero a veces no resultaba necesario ocultarse.
Entonces empezaba una nueva vida para los esclavos, y es honesto decir que no abundan las pruebas de que los esclavos, en Brasil o Cuba, desearan regresar a África «para ser de nuevo esclavizados y vendidos a otra persona». Acaso, como William Ewart Gladstone sugirió en 1848 a José Cliffe en una de las sesiones de la Comisión Hutt, «esto se debía al miedo de hacer otro Pasaje Medio».[973]
Théodore Canot suponía que después de la dureza del viaje, la recepción del esclavo en la plantación cubana debía parecerle como la llegada al paraíso. Creía que el esclavo «a menudo se asombra de la generosidad con que se le da de comer fruta y provisiones frescas. Su nueva ropa, gorro rojo y manta… le dejan lelo de gozo… El no va más de la maravilla llega cuando ese ejemplo de extravagancia, un postillón cubano, [esclavo, desde luego] con su traje de azul celeste, sombrero de ribete plateado, pantalones blancos, botas brillantes y sonoras espuelas, salta de su cuadrúpedo y les da la bienvenida en su propia lengua».[974] De todos modos, la esperanza de vida de un esclavo dedicado a cortar caña de azúcar o a recoger granos de café, en el Brasil de los años cuarenta, no debía de ser de más de ocho años.
Las ganancias fueron mayores en el siglo XIX que en el anterior. Equipar en 1815 el Cultivateur, de Nantes, propiedad de Rossel & Boudet, costó algo menos de seis mil francos, y la venta de unos quinientos esclavos produjo un millón doscientos treinta y seis mil doscientas libras francesas coloniales, o sea, en francos, alrededor de un millón cien mil, lo que da un beneficio del ochenta y tres por ciento. El norteamericano José Cliffe, con larga experiencia en la trata brasileña, dijo a una comisión londinense que sus transacciones en la trata en los años treinta y cuarenta «fueron muy provechosas» y agregó que la trata era «el comercio más lucrativo bajo el sol». Lord John Russell, primer ministro británico a finales de los cuarenta, al examinar las cifras presentadas a una comisión de la Cámara de los Comunes, constató que un cargamento de esclavos que en la costa africana costaba cinco mil dólares, se vendía en Brasil por veinticinco mil, es decir, con un beneficio del cuatrocientos por ciento. Canot dio unas cifras de costos que indicaban que su barco Fortuna, al llevar a Matanzas a doscientos diecisiete esclavos, que compró por doscientos mil cigarros y cincuenta onzas de oro mexicano (que costaron unos once mil dólares) le rindieron en 1827 más de cuarenta mil dólares.
Entrando en detalles: en 1848, un barco negrero construido en Estados Unidos, de unas ciento ochenta a doscientas toneladas, lo que significa un promedio razonable, que fuera entre Brasil y África y regresara con esclavos, podía costar mil quinientas libras. El dueño pagaría a los veinte marineros un centenar de dólares españoles por viaje, o sea, cuatrocientas dieciséis libras. La alimentación de estos hombres durante noventa días costaba noventa libras. Al capitán se le pagarían cuatrocientos dólares españoles, o sea, otras ochenta y tres libras. La alimentación y medicamentos para los esclavos costaría tres peniques al día por cabeza, si el alimento era «harina» como solía ser, lo que da, para cuatrocientos cincuenta esclavos, otras ciento sesenta y nueve libras. Ciertas comodidades para el capitán y gastos imprevistos (toneles de agua, madera para la cubierta de esclavos, etc.) podían costar trescientas libras más. Los esclavos costarían un promedio de cuatro libras y diez chelines por cabeza en África —tanto si se pagaban en efectivo como en mercancía de intercambio—, o sea, dos mil veinticinco libras. La inversión, por tanto, sería de algo más de cuatro mil quinientas libras. Posiblemente cincuenta esclavos morirían de camino. Pero la venta de cuatrocientos diez esclavos a cuarenta y cinco libras cada uno produciría al tratante dieciocho mil cuatrocientas cincuenta libras, lo que le dejaba un beneficio por viaje de algo menos de catorce mil libras. Incluso si los británicos capturaban uno de cada dos barcos, el beneficio sería del ciento por ciento. Estas cifras eran, desde luego, considerablemente mayores que las de la época de la trata legal.[975]
Edward Cardwell, que más tarde reformaría el ejército británico y que era hijo de un mercader de Liverpool, dio otra estimación conversando con el almirante Hotham en 1849: «Una aventura de esta clase producirá, como promedio, un beneficio de cuarenta y cinco libras con diez chelines por una inversión de catorce libras con diez chelines.»[976] El capitán Drake dijo que en un viaje en 1835, el clíper de noventa toneladas Napoleon, de Baltimore, con trescientos cincuenta esclavos, hizo un beneficio de unos cien mil dólares; se pagó por los esclavos dieciséis dólares por cabeza, con un coste total de veinte mil dólares y la venta en La Habana dio trescientos sesenta dólares por cabeza.[977] El cónsul Crawford pensaba, estando en la capital cubana, que las ganancias de un viaje con éxito pagaban por las pérdidas de diez, viajes negreros de vacío o cinco con cargamento. Creía que un barco con costos de unos ciento cincuenta mil dólares podía confiar en sacar cerca de cuatrocientos mil si los esclavos se vendían a mil doscientos dólares cada uno, o sea un beneficio del ciento sesenta y seis por ciento. Otra estimación, empleando las cifras de Crawford, pero reduciendo el precio medio de los esclavos en La Habana a quinientos dólares, daría, de todos modos, un beneficio del cincuenta y tres por ciento.[978]
Con todo, muchos de los grandes tratantes de la era ilegal, en Cuba o en Brasil, parece que se arruinaron, a menos que hubiesen invertido en plantaciones de caña o café. El juez británico del Tribunal Mixto de La Habana comentaba en 1849 que «se exageran mucho las ganancias de la trata. Cualquiera puede alardear de sus ganancias, pero los tratantes más que nadie, porque lo ven como un triunfo frente a los cruceros y hasta el gobierno de Inglaterra, así como para consolarse por el descrédito que no pueden dejar de sentir que afecta a su comercio. Así, oímos hablar de las pocas personas… que hicieron fortunas con la trata, pero apenas si oímos hablar de las muchas que perdieron en ella fortuna y vida… Últimamente la trata no ha sido productiva. La prueba es que las oficinas de seguros perdieron tanto con las pólizas sobre barcos de la trata que hace ya casi diez años que decidieron no aceptar ninguna bajo ningún término…».[979]
Las ganancias mencionadas acaso deban reducirse algo, porque no tienen en cuenta los necesarios sobornos a la policía y otros funcionarios locales en el punto de desembarco, sin olvidar al gobernador de la provincia y, en Cuba, al capitán general.
Las ganancias de los marineros explican su interés. La mayoría de ellos, en esa época, podía comprarse un esclavo propio. Mientras cruzaba el Atlántico, debía cargar con el costo del mantenimiento de su esclavo, pero suponiendo que el esclavo viviera, cada marinero podía, pongamos que en 1848, obtener un beneficio neto de treinta a treinta y cinco libras, lo que constituía una buena suma para un marinero brasileño.