32. LOS PUERTOS DE LA TRATA EN EL SIGLO XIX

El comercio de esclavos ha sido el principio fundamental de mi pueblo. Es la fuente de su gloria y de su riqueza…

El rey GOZO de Dahomey al capitán Winniett,
de la armada de Estados Unidos, 1840

El testigo Pepper dijo: «Yo era esclavo y vivía con mi amo, don Crispo, en Gallinas. Se incendiaron los barracones y corrí hacia los botes del barco grande. Un hombre me dijo que si iba hacia los ingleses me harían libre. Huí el mismo día que llegó el barco grande. Vi a muchos esclavos, hombres, mujeres y niños, en el barracón. Me trajo de Cosso hace unos cuatro años un hombre negro que me vendió al español, don Crispo… Don Crispo compra esclavos y los vende a los españoles…».

Declaración en el primer informe a la
Comisión Especial sobre la trata, 1849

En estos tiempos de progreso de la mitad del siglo XIX, los negreros se concentraban sobre todo en el Nuevo Mundo y no en el Viejo: en Río, Bahía y Pernambuco, en La Habana, y, en menor medida, en Nueva Orleans y Nueva York. Estos hermosos puertos ocupaban el lugar que antaño tuvieron Bristol, Liverpool, Amsterdam y Nantes. En contraste con lo sucedido en el siglo XVIII, la mayoría de los barcos negreros terminaban su viaje en el mismo puerto donde lo iniciaban. El triángulo de la trata atlántica, que duró tanto tiempo, había sido sustituido por líneas relativamente rectas. Las únicas ciudades de Europa septentrional que después de 1815 seguían con operaciones de cierta importancia en la trata eran puertos franceses, como Burdeos, Le Havre y Nantes; pero incluso en ellos la trata fue decayendo y casi desapareció después de 1830, como ya hemos visto. Hubo uno o dos indicios de la continuidad de cierto comercio de esclavos en Liverpool, a mediados del siglo, pero incluso el Maid of Islay, interceptado en 1848 por el buque Alert de la patrulla naval británica, fue declarado inocente por el Tribunal de Londres, igual que lo había sido, cosa aún más curiosa, el Augusta de Pedro José de Zulueta en 1843, como figura en el segundo apéndice.

En Europa meridional las cosas eran algo diferentes. Los mercaderes de Lisboa seguían organizando el envío de esclavos desde los ríos de Guinea y desde Mozambique al norte de Brasil, si bien la mayoría de estos tratantes marcharon a Río en los primeros años del siglo y se quedaron allí, donde los brasileños los consideraban portugueses del mismo modo que los portugueses los tenían por brasileños. Pero algunos barcos negreros se equipaban todavía en Portugal en la tercera década del siglo. De igual modo, Cádiz seguía manteniendo su papel en la nueva trata española: «equipado en Cádiz» es una nota frecuente de los comisarios ingleses en La Habana acerca de buques que llegaban a este puerto. También, en alguna medida, hacía lo mismo Barcelona, cuyos astilleros construyeron excelentes barcos a mediados de siglo para la trata con Cuba. Todavía en 1826 podían verse en la prensa española anuncios de ventas de esclavos. Los propietarios de estos buques gaditanos solían tener conexiones con La Habana. El general Tacón, capitán general de Cuba en los años treinta, escribió, apoyándose en la opinión pública, que los accionistas de muchas de estas expediciones a La Habana eran anónimos.

Las tripulaciones y los capitanes, en aquellos años, procedían de lugares aún más inesperados, como Cerdeña y los Estados Pontificios, aunque todos los participantes estaban siempre preparados para aparecer como lo que no eran. Así, por ejemplo, en la goleta francesa Oiseau, de Guadalupe, que iba rumbo a África en 1825, el capitán y el teniente declararon, cuando les interrogaron, que habían nacido «en Europa», aunque de hecho el Jean Blais era holandés, el piloto procedía de Saint-Malo, el carpintero de Le Havre y el intendente de Tolón, mientras que el cocinero y un marinero eran de Curaçao, y otros marineros venían de Marsella, Puerto Rico, la isla danesa de Saint Thomas, Alemania, Saint-Barthelémy y hasta India.[871]

Los capitanes recibían habitualmente una paga muy superior a la correspondiente en el siglo anterior; a mediados del XIX podían cobrar unos cuatrocientos dólares u ochenta y tres libras por viaje. Los capitanes cubanos aún más. Estos tratantes del siglo XIX eran a menudo más duros que sus predecesores del siglo anterior, pues con frecuencia eran gentes marginadas por la vida normal, supervivientes semicriminales de las guerras napoleónicas, marineros dispuestos a todo, como el protagonista de la novela de Édouard Corbière Le Négrier o el capitán de la de Mérimée, Tamango, hombres capaces, como Olympe Sanguine, de meter en barricas a sus cautivos para que fuera más fácil arrojarlos al mar si aparecía un barco patrullero. A los hermanos Amanieu, de Burdeos, que navegaron en el Cantabre, se les hubiera debido juzgar por asesinato de sus colegas y, en efecto, a uno, Joachim-Guillaume, se le juzgó por esto en Brest. En febrero de 1854, Cornelius Driscoll, un irlandés nacido en Estados Unidos, capitán del bergantín Hope lanzó un discurso a su tripulación que refleja muy bien su época: «Bueno, muchachos», les dijo, «no tenéis que preocuparos por los jueces de Nueva York… Que los cruceros os capturen, si quieren. Puedo sacar a cualquiera de la cárcel, en Nueva York, por mil dólares. Basta con pagar una fianza falsa y seréis libres como pájaros. Miradme. Fui a África, vendí el Hope en Cabinda y llevé a mis hombres al Porpoise, mientras cargaba seiscientos negros. Pero vimos lo que creíamos que era un crucero inglés, de modo que retrocedí con mis papeles, para mantenerlo lejos del Hope. Me convertí en pirata, dicen… Algunos entre la hez de mis marineros me delataron después y me pescaron en Nueva York… Pero aquí estoy». Se había fugado.

En 1845 Peter Flowery fue encarcelado en Salem por negrero. Había sido contratado en La Habana como capitán del Caballero, de noventa y seis toneladas, en el cual viajó de Nueva York a África, donde en el río Pongas compró trescientos cuarenta y seis esclavos a Paul Faber, de quien se hablará más adelante. Los desembarcó en Matanzas, en Cuba, y después de limpiar su barco, se dirigió a La Habana, donde cambió su nombre por el de Spitfire, que registró ante notario en Key West, en Florida. De allí puso proa a Nueva Orleans, donde Juan Sococur, de Matanzas, contrató el buque para que fuera a África, vía La Habana, donde cargaron las mercancías apropiadas, además de dos «pasajeros», Francisco Ruiz y Adolphe Fleuret, ambos tratantes. Visitaron luego a Paul Faber en el Pongas y a la señora Lightburne cerca de allí, donde les delató un antiguo marinero, Thomas Turner, al teniente Harry Bruce, que en su bergantín de guerra Truxtum les escoltó a Salem, ciudad en la que acusaron a Flowery de haber realizado una expedición de la trata. En el juicio, un testigo declaró que el buque no podía ser negrero, pues «los esclavos no podían estar muy cómodos encima de tablas puestas sobre barriles de agua», a lo que el fiscal del distrito, Rantoul, replicó: «Cabe suponer que también lo pensaban así los esclavos», con lo que mostró que la ironía no era imposible en aquellos tiempos en Norteamérica.

Flowery fue defendido con habilidad por J. P. Rogers, pero gracias a Rantoul se le declaró culpable. Estuvo sólo dos años en prisión y al salir navegó de nuevo, en el negrero Mary Ann, cuya tripulación le abandonó al descubrir, ya en alta mar, el propósito del viaje. Los marineros le dejaron en la costa africana y al mando de un piloto regresaron a Nueva York, donde se entregaron a las autoridades, sólo para ser acusados de piratería.[872]

También las tripulaciones estaban mejor pagadas en tiempos de la trata ilegal que en el pasado; en Brasil un marinero en un buque dedicado al comercio legal cobraba más o menos un dólar al día, pero en un negrero recibía hasta diez dólares. Esto explica que fuese tan fácil encontrar tripulantes. Los marineros podían tener también sus propios esclavos. El capitán Birch, de la armada británica, indicó que a veces, después de capturar un barco negrero, los marineros se le acercaban y «me pedían que les permitiera quedarse con el esclavo que pertenecía a cada uno, pues lo habían pagado… Les ponen su propia marca».[873]

Los cargamentos eran tan variados como en el pasado. Cuando el capitán Matson destruyó los barracones de Cabinda en 1842, encontró en ellos aguardiente, telas de algodón, mosquetes, tabaco, ron, pólvora, «toda clase de cosas, desde sombrillas rojas hasta pequeños utensilios… muchos de fabricación inglesa». Otro oficial, el capitán Broadhead, pensaba que en los años cuarenta del siglo lo habitual era «ron, tabaco, balas de tela, pólvora y mosquetes». El capitán general de Cuba, Tacón, decía que los cargamentos enviados habitualmente desde La Habana eran de «pistolas, pólvora y tabaco», que, agregaba, «se depositan abiertamente en los almacenes y se marcan públicamente como destinados a África», mientras que el protagonista de Los pilotos de altura afirmaba que el cargamento solía ser de treinta o cuarenta pipas de alcohol, por lo común aguardiente, y ocho o diez balas de tela azul.[874] Parece que en Nantes, las telas indiennes, favoritas del siglo XVIII, eran todavía la mercancía más popular en la trata clandestina francesa, y que los más conocidos fabricantes de esta tela, como Fabre y Petitpierre, no vacilaban en anunciar en la prensa local que ofrecían mercancías para la trata. La conexión de los mercaderes londinenses Carruthers & Co. con Manuel Pinto da Fonseca, de Río, era a todas luces muy estrecha. Carruthers envió al cónsul una declaración favorable a Pinto da Fonseca al que describía como «uno de los mercaderes generales más considerables de este mercado», afirmación que, retrospectivamente y con nuestro conocimiento de lo que eran estas actividades «generales», no podía ser más perjudicial. En 1829, «un tercio de todas las manufacturas británicas importadas en Río acaban empleándose en el comercio con la costa de África»,[875] según declaraba el primer embajador británico después de la independencia de Brasil, lord Ponsonby, un hombre excepcionalmente atractivo, a quien Canning envió a Río, al parecer, para complacer al rey Jorge IV, celoso por las atenciones que tenía con él la amante real, lady Conyngham.

No todas estas mercancías se destinaban, evidentemente, a la trata. Pero Richard Parke & Singleton, de Kingston, en Jamaica, no habría podido dar esta excusa, pues en 1836 proporcionó el cargamento del negrero habanero Golondrina, como sin duda hizo con otros buques de la trata; así financiaban los mercaderes el comercio con esclavos, incluso más en Brasil que en Cuba, proporcionando a crédito las mercancías que se cambiarían en África. A un testigo ante una comisión especial sobre la trata, en Londres, se le preguntó en 1843 si se había dado cuenta de que muchas de las empresas de Brasil y Cuba participantes en la trata estaban en «correspondencia directa» con las grandes empresas comerciales de Liverpool y Londres, y de que las mercancías usadas en el comercio de esclavos «se embarcaban por orden de estas empresas en Brasil y Cuba»; el testigo contestó que se había dado cuenta de ello y que pensaba que «hay empresas en Manchester que no producen ninguna otra mercancía».[876]

En el río Pongas, en Senegambia, los lingotes de hierro servían de moneda en el siglo XIX, por esto, cuando se decía que un barco cambiaba por esclavos cierto número de lingotes podía significar que el verdadero cambio era contra catalejos, cuchillos, pistolas, navajas, tijeras, pólvora, porcelana, gorros rojos, sábanas y lentes. En África oriental lo que solía ofrecerse a cambio de esclavos era «pólvora y toda clase de mercancía, vajillas, cubertería y cuentas de cristal».

Los mercaderes que proporcionaban estas mercancías podían encontrarse con dificultades en Londres si se conseguía demostrar que sabían cómo se emplearían, pero el acto de vender algo en África a Pedro Blanco, o a Joaquín Gómez en Cuba no decidía por sí mismo la cuestión. Cualquiera a quien hallaran con un cargamento de cadenas y grilletes a bordo podía verse condenado por la trata, pero hacia 1840 la remesa de cadenas y grilletes era innecesaria, pues los herreros africanos ya sabían fabricarlas con hierro importado. Cuando a Matthew Forster, diputado y mercader, le preguntaron si los mercaderes ingleses pensaban adoptar algún plan para impedir que los tratantes obtuvieran mercancías, si él mismo se negaría a venderlas para la trata, y si creía que podría haber una coincidencia general sobre esto, contestó con acidez: «Debe saber muy poco sobre la competencia comercial o sobre la naturaleza humana quien sueñe con esto; resulta penoso escuchar las tonterías que dicen sobre la venta de mercancías a los tratantes de la costa de África. La gente olvida que no hay mercader inglés de alguna importancia que no se enorgullezca y no desee tener tratos con los importadores de esclavos de Brasil y Cuba o con los compradores de esclavos de Estados Unidos.»[877]

Gracias a la caída, a comienzos del XIX, de los precios de las mercancías manufacturadas en Europa septentrional y en Norteamérica resultaba más fácil que en el siglo anterior equipara los tratantes. Un comerciante legítimo interesado por África, William Hutton, explicaba en 1848 a una comisión parlamentaria de Londres que el tratante «pone en el mercado tal cantidad de mercancías a precio tan bajo y de tan buena calidad, que se quedarían sorprendidos si lo vieran». Thomas Tobin, de una firma de Liverpool que acabó haciendo mejores negocios con el aceite de palma de lo que había hecho con esclavos, estimaba que el costo de estas mercancías bajó de un tercio entre, digamos, 1800 y 1848.[878]

Papel semejante tenían firmas norteamericanas como Maxwell Wright & Co. de Nueva York, Jenkins & Co. de Río y Birkhead & Pierce de Baltimore. Los hombres de negocios norteamericanos, sin embargo, estaban más interesados en vender barcos que mercancías a los tratantes. Procedían de numerosos puertos; Providence, Bristol, Salem, Beverly, Boston, Portland y hasta Filadelfia hicieron aportaciones de barcos para la trata con Brasil. Resultaba irónico que la parte de Estados Unidos cuyos políticos estaban más favor de la abolición apoyara de este modo la trata. A veces, las personas interesadas parecían confundidas. Por ejemplo, el propietario de la Bangor Gazette de Maine predicaba la abolición en su diario mientras se ocupaba de la construcción de buques negreros en los hermosos puertos de Maine, como Bath o Damariscotta.[879]

En 1840, a Joseph Fry, de la familia cuáquera fabricante de chocolate, le aseguraron, acaso con exageración, que nueve de cada diez barcos de la trata cubana se construían en Estados Unidos, sobre todo en Baltimore, «donde se dan constantes promesas de que no se emplearán ilegalmente, promesas que se quebrantan o eluden con la misma constancia».[880] Una lista parcial de tratantes indica que se construyeron como mínimo cuarenta y cuatro barcos fuera de Maryland en los años cuarenta y cincuenta del siglo, y veintitrés en Baltimore. A veces, estos buques eran muy modernos. El comandante Charles Riley, capitán de la armada británica, que patrullaba delante de la costa de Benin en 1848, capturó el Rasparte de Bahía, buque de ciento cinco toneladas, «construido para batir a cualquier navío» británico; pudo capturarlo sólo porque su capitán no se preocupó de evitarlo. «Nunca vi nada tan hermoso», dijo, y puntualizó que podía atravesar el Atlántico de Bahía a Lagos en veinticuatro días. También en Portugal seguían construyéndose buques para la trata.[881] Un capitán británico capturó uno construido en el Duero en 1848. Por la misma época, los vapores hicieron su aparición en la trata brasileña y una década después eran ya importantes en la trata cubana.

El capitán mercante y luego tratante, educado en Florencia, Théodore Canot (Theophilus Conneau), hijo de un oficial de Napoleón y de una italiana y hermano de François, que fue médico de Napoleón III en la prisión de Ham y en París, describió cómo en la bahía de La Habana «esos audaces barcos tratantes, con sus cascos en flecha y mástiles muy inclinados se apoderaron de mi imaginación».[882] A diferencia de sus pesados predecesores del siglo anterior, podían atravesar el Atlántico varias veces al año, ondeando, según les conviniera, muy diversas banderas. Así, el Fanny, casi con seguridad propiedad de Zulueta, dejó Santiago de Cuba con bandera holandesa, llegó a Viejo Calabar con bandera francesa y cuando, algo después, lo acosó una fragata británica, volvía a ondear la bandera holandesa.

El comerciante en brandy George Coggeshall, de Estados Unidos, comió una vez en Ponce, de Puerto Rico, con un capitán y un sobrecargo de un barco negrero recién llegado: «Eran hombres inteligentes y sociables», explicó, «que al hablar de la trata dijeron que era un tráfico muy humano y benévolo, pues en muchas partes de África los negros eran caníbales y muy indolentes, que las distintas tribus estaban constantemente en guerra unas contra otras, y que si no había compradores para sus prisioneros, los mataban a todos, [y] que estaban en la mayor degradación y sin utilidad ninguna para el mundo. Cuando los transportaban a las Indias occidentales pronto se civilizaban y eran útiles a la humanidad». Coggeshall dijo a uno de estos capitanes que sería mejor si transportaran los esclavos en buques más amplios y cómodos, en vez de los barcos pequeños y atestados en los cuales sufrían mucho. El capitán replicó que «los que se ocupan de la trata se han visto obligados a recurrir a todo debido a la persecución recibida por parte de miopes y mal informados filántropos», es decir, de la armada, del gobierno y los publicistas británicos.[883]

En el siglo XIX el lado africano de la trata cambió casi tanto como el americano y europeo.

Los principales Estados europeos habían establecido ya sus zonas especiales de influencia. El extremo norte de los territorios que comerciaban con esclavos en el valle del Senegal era ahora de influencia francesa y hasta el final de la trata, en 1831, hacían negocios allí muchos capitanes tratantes de Burdeos y Nantes, que llevaban habitualmente su cargamento a Cuba. En 1819 había aún cierta trata local; por ejemplo, sabemos de un tal Labouret, naviero del mismo Senegal, que tenía allí varias captiveries. Un constructor de barcos de Saint-Luis, Bougerel, miembro del Consejo de Justicia de la colonia, participaba en la trata y en 1821 enviaba el Louise al cercano río Casamança, además de participar en muchos tráficos locales. Saint-Louis era importante en esta época; había resistido a los británicos, durante las guerras napoleónicas, hasta 1809 y no lo devolvieron al gobierno de Luis XVIII hasta 1817. El regreso de los franceses, al mando del pedante coronel Schmaltz, coincidió con el terrible naufragio del buque Méduse, que el pintor Géricault tomó como tema de una de sus más famosas telas.

En 1840, sin embargo, ya no había trata en el río Senegal, cuando menos la destinada al mercado atlántico, aunque la africana y mulata continuó hasta la séptima década. Devotos jefes locales musulmanes, como Ma ba Jaxoo, estaban decididos a oponerse a la esclavitud de sus correligionarios, pero esto no impedía a estos mismos correligionarios emprender tantas incursiones como de costumbre en busca de esclavos entre los pueblos «paganos» que sobrevivían en sus cercanías, en parte para su propio servicio, en parte para la venta en las viejas rutas saharianas. Pues, como ocurría con los europeos en otros puntos de África, los franceses sólo consideraban suyas, allí, estrechas franjas de territorio, apenas pasada la ciudad de Saint-Louis. Richelieu, como Colbert y como todos los ministros del siglo XVIII, no había mostrado ningún entusiasmo por extender más allá el control político francés. Comerciantes legítimos galos, a menudo de origen mulato, trataron, después de 1810, de fomentar el viejo comercio con resina, cera y marfil, así como con aceite de palma, y hacia 1850 comenzaban ya a obtener ganancias considerables. La resina, en especial, tuvo un éxito espectacular a mediados de siglo, y el marfil crecía en importancia debido al aumento del mercado europeo de pianos, billares y abanicos. En este territorio se comenzaba también a cultivar el cacahuete y hacia 1860 la cosecha del mismo, recogida por pequeños y medianos granjeros y también por mano de obra nómada, rendía más de lo que nadie hubiese creído posible.

A menudo, camino del mercado, los tratantes hacían escala en las islas de Cabo Verde, que con frecuencia se calificaban de páramos: «Uno podría creer que después de la formación del mundo, se arrojaron al mar las rocas sobrantes», escribía en 1841 el doctor Theodore Vogel, miembro de una expedición británica al Níger,[884] y otro participante en esta fantástica empresa, el sargento de Marina John Duncan, pensaba que «el más pobre de los mendigos ingleses es un rey comparado con el más opulento» de los habitantes de las islas.[885] Pero en éstas persistía la trata. A los esclavos los traían del continente y desde las islas los embarcaban hacia Brasil o Cuba, sobre todo el portugués Brandão y el francés Antoine Léger, los principales tratantes del lugar hacia 1820.

Gorée, la isla «verde y en forma de jamón», según el más inteligente de sus gobernantes franceses, el chevalier De Boufflers, situada más allá del morro de tierra al sur de Cabo Verde, ya no era un puerto de la trata en 1835, aunque seguía siendo una escala donde los tratantes norteamericanos podían embarcar a intérpretes. Después de que en 1821 se convirtiera en factoría para ciertas mercancías europeas, allí se encontraban en abundancia el ron y el tabaco de Norteamérica.

Los británicos llevaban varias generaciones establecidos en el estuario del río Gambia, pero se retiraron de allí durante las guerras napoleónicas, igual que los franceses se retiraron de su viejo puerto de Albreda. Esto dejó el río a merced durante unos años de los tratantes norteamericanos, que emplearon la región para su comercio de esclavos con Cuba. Después de 1815 regresaron los ingleses y establecieron su principal puerto no en Fort James sino en la isla de Sainte Mary, en la desembocadura del río, donde la factoría se había convertido ya en 1840 en una «muy linda ciudad», como la describió uno de sus gobernadores, el coronel Alexander Findlay. La influencia británica se extendía por lo menos a casi doscientos veinticinco kilómetros río arriba, hasta la isla Maccarthy, en un valle que durante generaciones había sido un valioso proveedor de esclavos. Los franceses y españoles continuaron en el río para la trata, o cuando menos, en beneficio de la misma. Acudían también con frecuencia navíos norteamericanos. Los tratantes franceses acostumbraban a llevar por tierra a los cautivos desde un punto de concentración en su viejo cuartel general de Albreda hacia el norte, al río Salloum, que quedaba fuera de la jurisdicción británica. Encontraban otros esclavos del Gambia en la bahía de Vitang, unos ochenta kilómetros río arriba, y los conducían al sur, siempre caminando, hacia otra factoría francesa, en el río Casamança, donde en los años veinte del siglo un gobernador negro portugués, con un barracón en Zingiehor, se ocupaba activamente del comercio de esclavos. Pero en 1840 ya casi había cesado la trata, gracias, en gran parte, a la presencia de un destacamento de tropas británicas en Bathurst.

La situación cambiaba mucho al sur del Casamança, pues funcionaba todavía una red de tratantes en el laberinto de calas, islas y lodosas orillas del estuario de los ríos Cacheu y Bissau. Este territorio había sido, en el siglo XVIII, una modesta base de la trata portuguesa, pero creció de modo espectacular en la primera parte del XIX, aunque allí se comerciaba también con pieles y cera de abeja. La multitud de riachuelos y el control de los portugueses casi imposibilitaba a los británicos intervenir, aunque durante un tiempo tuvieron una base en la fértil isla de Bolama, frente a la costa, en la desembocadura de los ríos Geba y Grande, si bien más tarde se abandonó a causa de su insalubridad.

Se decía que las factorías en el río Cacheu las abastecían principalmente barcos ingleses y existe incluso la posibilidad de que mercaderes londinenses, como Forster & Co., estuvieran indirectamente relacionados allí con la trata a principios del siglo. En 1828 «la moneda del lugar y de hecho la representación del valor… era el valor de los esclavos. La trata era lo que ocupaba a la gente», informaba un aventurero hombre de negocios inglés, John Hughes, que se vio obligado a huir a causa de las amenazas que recibió después de la detención de un barco portugués por los británicos.[886] La trata no se limitaba a las grandes empresas. El pequeño tratante negro o mulato «se metía en su canoa, con mercancía valorada en cien dólares, y subía por los ríos Cacheu y Jeba… y volvía con sus dos o tres esclavos». El cónsul de Estados Unidos en Cacheu, Ferdinand Gardner, informaba en 1841 de un «comercio bastante considerable» norteamericano, y no se han encontrado pruebas de la existencia de comercio legítimo.

Los tratantes fulbe y mandingos eran, en aquellos años, infatigables proveedores de esclavos. Consiguieron limitar a los europeos al tráfico en los ríos, y firmas norteamericanas como las de Charles Hoffman (las páginas que faltaban en el libro de a bordo de su Ceylon en 1845-1846 probablemente ocultaban un tráfico ilegal de esclavos), Robert Brookhouse y William Hunt, de Salem, y Yates y Porterfield, de Nueva York, eran las que mayor provecho sacaron.[887]

En sus fortalezas de Cacheu y Bissau los portugueses mantenían todavía guarniciones de tercera categoría, la mitad de cuyos efectivos eran gentes de Cabo Verde. Las enfermedades, la baja paga y la inactividad descomponían la vida de quienes trabajaban allí. El gobernador en los años treinta, Caetano José Nozolini, fue, sin embargo, un funcionario notable. Hijo de un marinero italiano que en la última década del XVIII se casó con una heredera de Cabo Verde en la isla de Fogo, se convirtió en un importante tratante en Bissau, que enviaba buques a Cuba y Brasil, compraba mercancías a los ingleses en el río Gambia, pagando con letras a cargo de sus cuentas en tan respetables empresas como la de los hermanos Baring, y luego cambiaba estos productos por esclavos en su propio territorio. Cuando en 1844 la corbeta de guerra norteamericana Orbel, del capitán Matthew Perry, capturó en Bissau bienes por valor de cuarenta mil dólares, se encontró con que casi todos habían sido prestados a Nozolini por tratantes norteamericanos.

Ayudó a Nozolini a alcanzar su posición una alianza con el tratante que dominaba Cacheu-Zingiehor, Honorio Barreto, un mulato que le sucedió como gobernador en 1850 y que también comerciaba con esclavos. Pero la influencia mayor en Nozolini fue la de su esposa africana, Mãe Aurélia Correia, la «reina de Orango», la mayor de las islas del archipiélago Bissagos, una tiránica nhara (es decir, señora) de aquellos ríos. En 1827, Nozolini, aunque todavía no tenía el control, era ya bastante fuerte para engañar a la armada británica enviando a sesenta y un esclavos como miembros de su propia familia; transcurrió algún tiempo antes de que el gobernador de Sierra Leona, sir Neil Campbell, se diera cuenta de lo que eran realmente estos «Nozolinos». Nozolini era bastante poderoso para resistir la petición francesa de que se le acusara del asesinato de un tratante francés llamado Dumaigne, muerto por sus guardias en 1835, y diez años después ya cultivaba cacahuetes en la isla de Bolama, donde también concentraba a sus esclavos.[888] El bergantín Brisk liberó allí a doscientos doce esclavos en 1838. A la muerte de Nozolini, su familia se ocupó del negocio y su yerno, el doctor Antonio Joaquim Ferreira, fue pionero en plantar cocoteros en Ametite.

Frente a la costa, en aquella región, estaba la isla de Hen, antes deshabitada, que el predecesor de Nozolini como gobernador, Joaquim Antonio Mattos, había convertido en «un receptáculo perfecto, un nido para esclavos», que se guardaban en casas redondas, de doce a dieciséis en cada una. El capitán británico Blount realizó una incursión a este lugar en 1842; este oficial se consideró en libertad de actuar porque, a su parecer, la isla no pertenecía a Portugal y tampoco al jefe local, sino sólo a Mattos, una de cuyas hijas mulatas murió en la refriega.[889] Otro monarca de esta región fue el rey Banco de Beomba, en el río Jeba, que en 1840 permitió el establecimiento de los tratantes españoles Víctor Dabreda y José Van Kell.

En el río Grande, al sur de la colonia de Bissau, ocurrieron en 1842 algunas escenas curiosas. El comandante Sotheby, del buque Skylark de la armada británica, recibió información de que en el río se hallaba un buque negrero español, pero un jefe local lo negó, pues afirmaba que el mercader español que vivía allí, Tadeo Vidal (alias Juan Pons), sólo comerciaba con cacahuetes. Sotheby inspeccionó dieciocho calas y sólo cuando ofreció una recompensa de cien dólares le dijeron dónde estaba el barco negrero. Lo encontró, equipado para la trata y oculto por los manglares. No había señales de la tripulación. Sotheby destruyó el barco. Le informaron luego de que el jefe ocultaba esclavos, listos para embarcar, algunos de los cuales se fugaron y se presentaron a Sotheby. Éste envió un ultimátum al jefe: si no llevaba al día siguiente los esclavos, destruiría la ciudad.[890] Se los entregaron y al misterioso Vidal de añadidura, como preso; resultó que era el sobrecargo del barco español; el resto de la tripulación estaba recorriendo otras calas en busca de esclavos. Sotheby condujo a Freetown al español y los esclavos, donde el primero fue juzgado y los segundos, liberados.

Más al sur estaban los puertos de la trata de los ríos Núñez y Pongas, asolados por las fiebres. El primero era el mercado predilecto de las caravanas de esclavos de los fulbe desde el teocrático imperio interior de Futa Jallon, un poder que el capitán Denman consideraba «muy superior» a cualquier otro en África. Los británicos establecieron una factoría a ochenta kilómetros arriba de este «excesivamente insalubre» río, en Kacundy, donde fundaron algunas plantaciones de café, pero su presencia no pareció afectar la trata a menos que llegara un buque de la armada. Sarah, monarca local al que John Hughes consideraba «uno de los mayores bárbaros… que no se lo piensa dos veces antes de atar una piedra al cuello de un hombre y arrojarlo al río», amenazó una vez al mercader británico Benjamin Campbell con matarlo porque su presencia, dijo, impedía que los tratantes subieran por el río.[891]

En la desembocadura del río Núñez, la familia mulata formada por Elisabeth Frazer Skelton, «mamá Skelton», y su marido, William Skelton, estableció en 1825 un nuevo fuerte, al que llamaron Victoria. El padre de Elisabeth era un mulato norteamericano que en 1797 había ido a Sierra Leona, donde Zachary Macaulay se negó a permitirle que se quedara, pues sabía que era tratante. Los Skelton vendían sus esclavos en el cercano río Pongas. Hacia 1840, los tratantes del río Núñez se habían convertido en cultivadores de cacahuete y al parecer producían la mitad de la cosecha de la región. La notable señora Skelton, una heroína para las feministas y malvada para los abolicionistas, siguió dominando la parte alta del río después de la muerte de su marido, pero se ocupaba de nueces y no de esclavos.[892]

El río Pongas conservaba su antigua importancia en la trata porque su estuario se componía de cinco brazos, separados del mar por bancos de arena y lodo, detrás de los cuales podía realizarse el intercambio en secreto, protegido por corrientes que hacían peligrosa la navegación si no se contaba con pilotos con mucha experiencia en aquellas aguas. Las fuentes del río, como las del cercano Núñez, estaban en las tierras altas de Futa Jallon, y servían de excelente ruta comercial acuática para el marfil, el oro y el arroz, lo mismo que para los esclavos. En el Pongas se hallaban establecidos una veintena de interesantes tratantes europeos o mulatos, el más poderoso de los cuales era, hacia 1820, John Ormond, Mongo John (la palabra mongo designaba al jefe), tal vez hijo de una muchacha local y un capitán tratante francés llamado Hautemont, o, acaso, de un marinero, Ormond de Liverpool. Comenzó a trabajar como piloto en un buque perteneciente a Daniel Botefeur, de La Habana, y luego trabajó en la isla de Bence con los sobrinos de Richard Oswald, antes de la abolición. En la aldea ribereña de Bangalang, en el Pongas, Ormond se construyó una hermosa casa de estilo europeo, así como un espacioso barracón fortificado donde encadenaba a sus esclavos mientras esperaba la llegada de barcos de las Américas. Con su hermano, dominó la trata en la región durante una generación entera. Vivía bien, bebía en exceso, se rodeaba de un harén y sus almacenes estaban llenos de pólvora, aceite de palma, oro y alcohol. Ormond fundó una sociedad secreta para protegerse, con los jóvenes iniciados como guerreros. Prestaba productos europeos a sus subjefes y si no le pagaban los intereses asaltaba sus aldeas y vendía a los cautivos que hacía en estas incursiones. En 1828 se suicidó, cuando había comenzado a perder el control de la región.[893] Durante mucho tiempo el tratante Théodore Canot fue secretario de Ormond, que le pagaba con «un negro al mes». Otra familia de negreros en el Pongas era la de los hermanos Curtís, que fueron descubiertos en 1819 tratando con un capitán francés, François Vigne, del Marie, de Guadalupe, la venta de trescientos seis esclavos a cambio de veinticuatro mil sesenta y tres lingotes de hierro, pero su buque fue capturado por el de la armada británica Tartar.

Otro tratante en este río era el norteamericano Paul Faber, establecido en Sangha en 1809 y protegido de Ormond. Con su esposa negra Mary (superviviente de los negros libres de Nueva Escocia enviados a Sierra Leona) y su hijo mulato William, todavía vendía esclavos a Brasil en 1850, por sesenta y cinco dólares con cincuenta por cabeza, según informaba la patrulla naval británica. Los Faber, como Mongo John, tenían un pequeño ejército de esclavos capaz de librar batallas contra sus rivales. Paul Faber era capitán negrero además de tratante, y a veces iba a Cuba a vender los cargamentos humanos que su esposa había comprado en África. Otro tratante en esa región era una viuda portuguesa, Bailey Gómez Lightburne (nhara Belí), en Faringura, con su hijo Styles Lightburne y su administrador, el mulato Alien.[894]

La mayoría de estos aventureros cultivaba también productos locales y a su manera legítimos. Así, John Ormond tenía en 1827 de cinco a seis mil esclavos trabajando en sus plantaciones de café, los Faber se interesaban por el arroz y el jengibre, y los Lightburne hacían trabajar en 1860 a unos seis mil esclavos en los campos de cacahuete y las plantaciones de café de Faringura. Los barracones de la señora Lightburne fueron destruidos por el capitán Nurse y el comandante Dyke de la armada británica. Tras nuevos intentos de vender esclavos después de 1850, algunas veces con éxito, la viuda se dirigió a Sierra Leona para poner un proceso a los dos oficiales británicos, pero al no obtener satisfacción murió de tristeza.

Estos tratantes organizaron sus negocios de modo más inteligente que sus predecesores africanos del siglo XVIII. En lugar de tener a un capitán negrero viajando por la costa y recogiendo esclavos aquí y allí, en varios puertos africanos, ahora éste iba a un solo lugar y compraba cuanto necesitaba en un barracón propiedad de un mulato o un europeo, todo en una sola transacción.

Al sur del río Pongas estaban las islas de Los que los ingleses llamaban William (Tamara), Crawford (Roume) y de la Factoría (Kassa). Allí, los tratantes norteamericanos de la primera mitad del siglo recogían a un piloto local para que les ayudara a navegar por las deorientadoras islas Bissagos, donde en el siglo XVIII hubo barracones para esclavos, luego abandonados porque eran presa fácil para los cruceros ingleses. En cambio, había almacenes para mercancías de las que se empleaban en la trata. Tres tratantes de origen británico, W. H. Leigh, Samuel Samo y un tal Nicholson, gobernaban como reyezuelos la isla Crawford; conseguían sus cargamentos de la costa de enfrente, donde ahora se halla la ciudad de Conakry, capital de Guinea, que entonces era sólo una aldea.

Más al sur estaba la curiosa colonia británica de Sierra Leona, a primera vista un oasis verde y también un oasis para el espíritu, pero en la que no se habían extinguido todavía los recuerdos del tiempo en que contuvo importantes mercados de esclavos, como los de Bence y las islas Banana. Por muy insalubre que pareciera a los europeos que llegaban a ella, Freetown era la capital de la cruzada inglesa contra la trata. Hasta 1840, los barcos de guerra británicos habían escoltado hasta este puerto cuatrocientos veinticinco buques negreros, de los cuales cuatrocientos tres fueron condenados por el Tribunal Mixto. Se advierte la importancia de esta colonia en la abolición si se compara esta cifra con estas otras: cuarenta y ocho negreros fueron llevados a La Habana, cuarenta y tres de los cuales fueron condenados por el tribunal; veintitrés fueron conducidos a Río y de ellos, dieciséis fueron condenados por su tribunal; sólo un barco fue condenado por el tribunal de Surinam. De todos modos, en esta época muchos tratantes norteamericanos acudían a Freetown en busca de esclavos y también de mercancías convencionales, hasta el punto de que en 1809 el gobernador se quejó al ministro de Exteriores en Londres, lord Castlereagh, de que «ésta ha sido hasta ahora una colonia americana y no inglesa».

Si se capturaba un barco negrero en cualquier punto al norte del Ecuador, se le conducía a Freetown con una tripulación de captura, que solía llegar agotada porque eran pocos para navegar, vigilar a la tripulación capturada y ocuparse, con un mínimo de humanidad, de las necesidades del cargamento humano liberado. Incluso si durmiendo en cubierta eludían la disentería o la oftalmía prevalecientes, se exponían a las picadas de mosquitos. Una vez entregados los esclavos a las autoridades del puerto, los marineros desembarcaban felices y al cabo de una o dos horas muchos de ellos estaban borrachos con el alcohol local. Pasaban la resaca tendidos en las calles, y cuando volvían a estar sobrios, probablemente se les había contagiado el paludismo, si no la fiebre amarilla. Si debían quedarse en la ciudad hasta que otro buque los reclutara, existían altas probabilidades de morir a causa de una de estas enfermedades. En los años veinte se pusieron de manifiesto los peligros de este sistema y entonces se prohibió a los marineros, pero a no a los oficiales, que bajaran a tierra en Sierra Leona, aunque esta norma no siempre se aplicaba con rigor.[895]

La mortalidad entre los esclavos a bordo de estos buques capturados en ruta a Sierra Leona era probablemente tan alta como en las travesías transatlánticas. Son muchos los informes de capitanes que describen tragedias como la que ocurrió en el Rosalia, que zarpó de Lagos en 1825: «Por la extraordinaria duración del trayecto a Sierra Leona, perdimos ochenta y dos esclavos, todos muertos de hambre con excepción de diez».

Después de que un barco negrero fuera escoltado a Sierra Leona y condenado por el Tribunal Mixto, y mientras los oficiales hablaban con el intendente sobre sus primas de captura, se conducía a los esclavos a una oficina en el King’s Yard y se les registraba como súbditos británicos. Entonces se les ofrecía la opción de ir como aprendices a las Indias occidentales, enrolarse en un regimiento de soldados negros o establecerse en Sierra Leona, donde se les asignaría un metro cuadrado de tierra para cultivarla bajo la negligente dirección de un supervisor. Las autoridades de Sierra Leona proporcionaban a estos hombres solamente un pedazo de tela para cubrirse, una cacerola para cocinar y una azada.

No había ningún procedimiento establecido para bautizar a los esclavos liberados, de modo que, como expuso lord Courtenay a una comisión de la Cámara de los Comunes, «muchos de ellos siguen siendo mucho tiempo paganos». Un testigo con experiencia en estas cosas, el doctor Thomson, pensaba que «casi ninguno del inmenso número allí se ha elevado por encima de la mediocridad».[896] También creaban problemas las tripulaciones de esclavos depositadas en Sierra Leona. A finales de los años treinta del siglo hubo un escándalo debido a la actividad de un tal Kidd, que compraba los barcos negreros confiscados por el Tribunal Mixto y los revendía a los tratantes del río Gallinas, al sur. Era difícil impedir cosas como ésta, hasta que, alrededor de 1840, empezaron a destruir esos buques negreros, en la llamada «bahía de la destrucción», o sea, que los aserraban en tres pedazos y el material se vendía a trozos.

Hasta 1808 el comercio de esclavos y el comercio convencional continuaron lado con lado en Sierra Leona, y los africanos no veían razón alguna para que no siguiera indefinidamente. A un viajero norteamericano le pareció que el inglés Alexander Smith, agente del gobierno, constituía «la primera empresa mercantil en la economía de la trata ilegal». Alexander dijo a un comerciante norteamericano, en presencia del gobernador, que «algo más allá de este cabo hay un lugar que no está sujeto al control británico».[897] En 1830 cuatro africanos liberados, súbditos británicos, fueron condenados a muerte por vender esclavos a un barco francés, el Caroline, de Guadalupe, al mando de un capitán francés; pero sus sentencias fueron conmutadas por cinco a diez años de trabajados forzados.

Pese al clima, Sierra Leona tenía sus refinamientos: calles bien trazadas; muchas de las casas, de piedra; las tiendas, tabernas y capillas daban al lugar una atmósfera de bienestar. Había un hipódromo y un club para bailes y fiestas. En la iglesia de Saint George oficiaban regularmente los pastores anglicanos. La gente del cercano pueblo kru seguía prestando sus servicios como marineros, lo mismo a tratantes que a la armada británica, y con igual competencia.

A un centenar de kilómetros al sur de Sierra Leona se hallaba una famosa zona de la trata, las islas Sherbro. En 1811 detuvieron allí a tres tratantes ingleses, pero sus juicios en Sierra Leona provocaron no poca confusión. La familia más importante, lo mismo en la trata que en el comercio con mercancías distintas de los esclavos, seguía siendo la de los Caulker. Canray ba Caulker, quien prosperó hacia principios del siglo, actuaba como si fuera un jefe indígena, pues a menudo iniciaba guerras e incursiones para controlar la costa. En 1844 otro mercader de Sherbro, Henry Tucker, también mulato, financió, organizó y envió un barco a Cuba por su cuenta, el Engañador, con trescientos cuarenta y ocho esclavos que él mismo había capturado o adquirido. El misionero inglés James Frederick Schön visitó la región en 1839 y encontró a dos tratantes españoles. Mientras estaba en casa de uno de ellos, «entró un criado y dijo que había traído a cinco esclavos de la nación cosso. El amo le preguntó cuánto pagó por ellos y resultó que de siete a ocho dólares por cada uno. Dijo que eran baratos, pero que eran cossos y que los cossos eran sólo ganado».[898] Lo que quería decir era que se trataba de un pueblo difícil de dominar que le había causado pérdidas al hundir uno de sus barcos.

Durante la estancia de Schön, varios esclavos que se encontraban encadenados juntos en el patio oyeron decir que un inglés estaba de visita y fueron a la casa de Tucker a pedirle ayuda. El tratante los echó a latigazos y profirió maldiciones. Dijo a Schön que los ingleses harían mejor en ayudar a los polacos contra los rusos que en liberar a los africanos.

Al sur de Sherbro se habían abierto muchas factorías de esclavos, en las llanas orillas del lodoso río Gallinas, cubiertas de mangles, así como en las innumerables islas de su estuario. Théodore Canot escribió que «para quien se acerca desde el mar», las esponjosas islas del estuario «se alzan de la superficie cubiertas de juncos y mangles, como un inmenso campo de hongos».[899] Todavía en 1848 un oficial de la armada británica podía declarar que en este río «no hay otro comercio que el de esclavos» y que, por lo que sabía, no lo había habido desde hacía mucho tiempo.

En los años veinte el tratante más importante era John Ouseley Kearney, un antiguo oficial británico que realizaba sus operaciones de la trata abiertamente sin amar la bandera inglesa. Una vez explicó a unos suboficiales ingleses que «sólo compro esclavos. Trato de hacer algún dinero y luego embarcaré trescientos o cuatrocientos esclavos en una goleta grande y los llevaré a La Habana». Tenía amigos en Sien a Leona que le mantenían informado de las actividades de la patrulla naval.[900] Diez años más tarde, Kearney había cedido su posición en el Gallinas a Pedro Blanco, de Cádiz, el «Rothschild de la esclavitud», según Théodore Canot. Blanco, nacido en Málaga, había sido, como Mongo John y otros prósperos tratantes, capitán de negreros. En 1824 el comisario británico en La Habana indicó que estaba a cargo del bergantín Isabel, y más tarde llegó con el Barbarita, que traía a ciento noventa esclavos. Era persona educada y de mucho ingenio. Primero trabajó en Dahomey con Souza, de quien se habla más adelante, y luego, como resultado de un incidente con un buque de la armada británica frente a Nassau, pasó un tiempo en Cuba, en un ingenio cerca de Matanzas. En La Habana se informó acerca de las posibilidades de la trata ilegal y visitó Filadelfia y Baltimore, donde compró clípers. En 1822 partió en uno de ellos, el Conquistador, hacia las Gallinas, donde estableció campamentos en varias islas. Gracias a hábiles acuerdos con monarcas locales, en especial con el rey Siaka (Shuckar) siempre tenía esclavos disponibles para los capitanes que, así, no necesitaban esperar con riesgo de ser observados por una patrulla británica. Guardaba a los esclavos en barracones de bambú, los embarcaba de noche y antes del amanecer ya se encontraban lejos.

En una de las islas, Blanco se construyó una casa para él y su hermana; en otra, su oficina; en una tercera, un edificio para su harén, en donde solía haber una cincuentena de hermosas jóvenes. En una cuarta isla, la mayor, estaban los barracones con capacidad para cinco mil esclavos. En otras islas construyó garitas de vigilancia desde las cuales sus centinelas barrían con telescopios el horizonte, para avisar si se acercaba algún barco de guerra inglés. Tenía talleres que podían producir la mayoría de los objetos necesarios para un viaje de la trata, desde cubiertas para esclavos hasta esposas y cadenas.

Blanco amasó una gran fortuna. En 1840 comentó a un funcionario norteamericano que si podía evitar que le capturaran un barco de cada tres, la trata le resultaba provechosa. Y el funcionario indicó que «esto puede creerse, pues los esclavos se pueden comprar en el Gallinas por menos de veinte dólares en mercancías y venderse en Cuba, en efectivo, por trescientos cincuenta». La dimensión de la trata fomentada por Blanco queda de manifiesto en el hecho de que sólo en 1837, aunque el tribunal de Sierra Leona condenó a veintiséis barcos, setenta y dos salieron de La Habana hacia África y noventa y dos llegaron a Brasil. Un intermediario (probablemente Zulueta & Cía.) ayudaba a Blanco a comprar en Inglaterra equipo para sus barcos negreros, del mismo modo que su socio en Cádiz, Pedro Martínez, contaba con la ayuda de un contratista llamado Jennings para comprar barcos en Inglaterra. En 1842 se formularon algunas preguntas perspicaces: ¿cómo una firma inglesa, cuyo presidente era William Hutton de Londres, se había decidido a vender doscientas pistolas a Blanco, en 1838?, a lo que Blanco respondió de modo poco convincente que no siempre podía ser responsable de lo que hacían los propietarios de los buques. En uno de los barcos de Blanco los ingleses confiscaron papeles que demostraban que mantenía correspondencia comercial con Baltimore (Peter Harmony & Co.) y con Nueva York (Robert Barry).

Con el tiempo, Blanco fundó una empresa de navieros convencionales, Blanco y Carballo, en La Habana y Cádiz, antes de retirarse en 1839, con su hija mulata Rosita, primero a Cuba, donde la reconoció, y luego a Barcelona, adonde llegó con más de cuatro millones de dólares. Mientras vivía en La Habana continuó con la trata; en 1844 el bergantín Andalucía llevó setecientos cincuenta esclavos a la playa de Guanímar, en la costa sur de La Habana. En Barcelona destacó en la nueva Bolsa y finalmente se retiró a Génova, donde murió de un ataque al corazón secuela de la locura, en 1854. Ensombrecieron sus últimos años la quiebra de su empresa en 1848 y la muerte, ahogado en México, de Carballo, su socio durante tantos años.[901] Pero su nombre quedó, pues aparece en la novela folletinesca de Texidó, Barcelona y sus misterios, y en el ensayo histórico de Lino Novás Calvo, Pedro Blanco, el negrero.

Durante los días de éxito de Pedro Blanco en el río Gallinas, el rey Siaka y sus colegas abandonaron el comercio legal que practicaban con madera roja, aceite de palma, marfil y algodón, y hasta el cultivo para su propio consumo, importando lo que necesitaban de Sherbro. El rey Siaka era entonces un monarca «enteramente consagrado a la compra y venta de esclavos».

El capitán Howland, de Providence, recordaba haber visto allí en 1817 «un gran número de esclavos, la mayoría jóvenes, mujeres y hombres, y niños de ocho, diez y doce años, traídos por sus jefes o amos negros. Había varios cientos o miles de ellos esperando a que terminara la temporada de lluvias… para que pudieran embarcar… Un cargamento era para un barco francés equipado en Le Havre [probablemente el Rôdeur]… Los guardan en un gran corral, sin tejado para protegerlos del sol o la lluvia, completamente desnudos, excepto los adultos, y sólo llevan un pedazo de lona atada delante por una cuerda alrededor de la cintura. Están muy demacrados, pues sólo se les permite comer unas pocas nueces al día. Caminé entre ellos y me hacían signos pidiendo comida señalando con los dedos sus bocas abiertas… Algunos tenían los pies en un cepo, un tronco con un agujero en el centro para el pie y una estaquilla para que no se moviera… Esos monstruos blancos, los tratantes franceses, los marcaban con un hierro al rojo vivo en el pecho y en el hombro con las iniciales del dueño… Les vi marcar a una delicada muchacha de unos doce años, vi el humo y la piel temblar y aparté la vista al oír un grito contenido. No me detuve a ver la marca… Observé que los tratantes negros eran casi tan crueles con ellos como los blancos… Arrojaban a los esclavos negros al río, donde los cocodrilos montaban guardia esperándolos».[902]

El cuartel general de Blanco en el río Gallinas fue destruido por el capitán Denman en 1841, pero un año después se habían reconstruido muchos barracones. Y hasta se habían establecido allí nuevos tratantes españoles: José Álvarez, Ángel Ximénez («el más inteligente de los tratantes» según opinión de un capitán inglés), y José Pérez Rola. Parece, sin embargo, que hacia 1848 los tratantes del Gallinas, como los del Núñez, descubrieron que podían ganar más dinero vendiendo esclavos (que antes hubieran enviado a los cubanos y brasileños al otro lado del Atlántico) a los plantadores africanos.

Entre el río Gallinas y la Costa de Oro se extiende la costa de Barlovento, que aparte de alguna modesta actividad en los cabos Mesurado y Monte, nunca fue un territorio importante para la trata. Pero, un poco más allá, en la Costa de Marfil, se embarcaban algunos esclavos, y en el siglo XIX el cabo Monte fue durante un tiempo el cuartel general del tratante Théodore Canot (Conneau), que había construido su propio barco negrero en Nuevo Sestos, uno de los pocos puertos de la trata en la parte de la costa donde no había río. Atracar allí era difícil y Canot precisaba de los ágiles servicios de los kru locales, que llevaban los botes llenos de esclavos hasta los buques anclados frente a la costa.

Según el propio Canot, éste se hizo capitán de la trata a los veinte años de edad (con los barcos Estrella, Aeroestático y San Pablo), e hizo una fortuna, que pronto perdió en malas especulaciones. Tras nuevas aventuras, dignas de una novela picaresca, se instaló alrededor de 1835 cerca del cabo Monte. En 1847 sus instalaciones fueron destruidas por una alianza de los locales y el comandante británico del Favorite, con la connivencia del capitán del barco norteamericano Dolphin, ejemplo poco habitual de colaboración angloamericana. Canot abandonó entonces la trata y se dedicó a vender información sobre los negreros a los capitanes de la armada británica.[903]

Fue en cabo Mesurado donde finalmente, en 1823, Norteamérica estableció lo que los ingleses tenían en Sierra Leona, después del fracaso de la primera colonia en Sherbro. Fue la colonia de Liberia. El capitán Robert Stockton, de la armada de Estados Unidos, escogió el terreno apropiado y presionó al rey local, Peter, para que se lo vendiera. Aquí, como antes en Sherbro, los primeros tiempos fueron difíciles por la continua presencia de la trata, cuyos jefes hacían incursiones en la nueva entidad, hasta que en 1826 Jehudi Ashmun, el primer jefe importante de Liberia, hizo a su vez una incursión a un importante barracón español cerca de Digby y otra a Tradetown, algo más allá. En la última de estas acciones murieron muchos esclavos, pero también algunos tratantes, españoles y africanos, y parece que este ataque causó bastante impresión en la región para que se pusiera término a la trata. El apoyo naval de Estados Unidos, con dos navíos presentes, desempeñó cierto papel en todo esto. A comienzos de la década de los cuarenta la ciudad de Monrovia, aunque su población era sólo una décima parte de la de Freetown, contaba ya con dos periódicos.

En cabo Palmas, junto al río Bassa, un capitán británico, Richard Willing, oculto tras un nombre español, estableció una colonia en los primeros años posteriores a la abolición; fue New Tyre, con grandes barracones y un factor español. Reunía allí a esclavos de toda la costa y los transportaba, bajo pabellón español, a Brasil e incluso a Florida. Según los relatos, algo dudosos, del médico de la factoría, Richard Drake, entre 1808 y 1811, se enviaron a Brasil y las Indias occidentales y hasta a Florida, setenta y dos mil esclavos, siempre bajo pabellón español. Más tarde, la Sociedad de Colonización, de Filadelfia, organizó una pequeña colonia cerca de allí y al sur de ella hizo lo mismo la Sociedad de Colonización del Estado de Maryland, que dio al lugar el nombre de un héroe local de Baltimore, general Robert Goodloe Harper. Estableció otra colonia la Comisión Americana de Misiones Extranjeras, entidad que durante unos años la formó solamente el plantador de Carolina del Sur John Leighton Wilson, que liberó a treinta esclavos heredados por su esposa y los llevó a África.

A comienzos del XIX seguían llevándose esclavos desde la región del cabo Lahou (ahora Gran Lahou), aunque a escala reducida. En 1843, un buque de la armada francesa, ahora ya interesada en la represión de la trata, descubrió en esta región dos bergantines brasileños de los que se sospechaba que eran negreros. En 1848 se encontraron en Guadalupe y Martinica esclavos recién importados del cabo Lahou, lo que indicaba que todavía funcionaba la trata en aquel lugar.

Sin duda causó consternación en el interior de esta región el declive de los mercados de esclavos de la costa, y a veces algo peor que consternación. El oficial francés Bregost de Polignac informó que en 1843, después de una guerra entre los bambara y los sarakole en la que vencieron los primeros, el rey de éstos regresó a su territorio llevando a ochocientos esclavos, y al no encontrar manera de venderlos mandó decapitarlos, aunque el verdugo se quedó un cautivo de cada diez, como esclavos personales.

En la Costa de Oro el pueblo dominante seguía siendo el de los ashanti, que después de la abolición en Gran Bretaña irrumpió en la costa por primera vez, sometiendo a todos los pueblos de la costa, entre ellos los fanti, viejos amigos de los británicos, que se enojaron, por lo que el comandante de Cape Coast quiso intervenir. Un tratante estadounidense, Samuel Swan, de Medford en Massachusetts, informó de que «desde la abolición de la trata, las naciones de la Costa de Oro han estado continuamente entregadas a la guerra» y añadió que «todavía sigue sin poder hacerse nada sin ron americano».[904]

Los daneses y los holandeses de la Costa de Oro habían fundado plantaciones. Pero sus costes eran altos, pues los salarios se habían doblado debido a la pérdida de las pagas extra que se cobraban cuando enviaban a esclavos al otro lado del océano. En cuanto a los ingleses, hasta 1821 la Corona no accedió a hacerse cargo de los viejos fuertes, convirtiendo en cisternas los sótanos donde se encerraba a los esclavos, permitiendo construir en los viejos jardines y huertos y dejando que los castillos decayeran. Para entonces, Cape Coast se había convertido en el cuartel general de una nueva colonia.

Los daneses, en la parte oriental de la Costa de Oro, no estaban en mejor situación, aunque se esforzaron en compensar el final de la trata cultivando la tierra para la exportación. Pero esto los exponía a la enfermedad del sueño, que transmitían las moscas tse-tsé de los territorios selváticos vecinos.

En 1826 los británicos y sus diversos aliados, entre ellos los fanti, derrotaron a los ashanti y los expulsaron de la costa. A mediados del siglo, el que fuera un pueblo de orgullosos guerreros y tratantes parecía interesarse más en la venta de nueces de cola a sus vecinos musulmanes del norte que en vender esclavos. Estas nueces de cola, muy apreciadas por los musulmanes, eran importantes en África occidental por sus muy diversos usos, como bebida, como tinte amarillo, como medicina, como símbolo religioso.

No está claro que este cambio obedeciera a la presión británica, pero a finales de los años treinta del siglo, la trata disminuyó todavía más, al reforzarse la presencia inglesa a lo largo de la costa, en especial gracias a los esfuerzos del capitán Charles Maclean, presidente del Consejo Británico de Gobierno de Cape Coast. Maclean, que era responsable ante el comité de mercaderes que le había elegido, era «un escocés frío, reservado, obstinado, de infatigable actividad». Formó una alianza de tribus costeñas para resistir a los ashanti, pero nunca se recobró de las acusaciones, al parecer falsas, de que tuvo algo que ver en la muerte de su esposa, la poetisa Letitia Landon, o «L. E. L.». Se vio obligado a dimitir bajo la no probada acusación de que había comerciado con esclavos, pero permaneció en Cape Coast como ayudante del nuevo gobernador y tuvo la tristeza de ver, antes de su muerte en 1847, cómo se deshacían las alianzas que él había forjado.[905]

En la época de la abolición los dos personajes más ricos y poderosos de Elmina, Jacob Ruhle y Jan Niezer, ambos mulatos, siguieron distintos caminos: el primero escogió la legalidad y ayudó a los británicos, mientras que el segundo decidió continuar con la trata por cuenta de los ashanti. Niezer prosperó, pues tenía influencia entre los gobernadores holandeses, excepto con el iracundo gobernador Hoogenboom, asesinado por unos jóvenes de la ciudad mientras paseaba por su jardín después de la cena. Niezer fue impopular durante la invasión ashanti con la que colaboró, pero esto le produjo buenas ganancias. Durante años fue el rey sin corona de Elmina, deán de la Congregación Reformada Holandesa, al mismo tiempo que «gran portaestandarte» de los siete barrios de Elmina, nombrado por los sacerdotes del templo de Benya, dualidad de funciones tan útil como excepcional. Cuando los funcionarios holandeses no conseguían resolver un problema en Elmina, recurrían al ejército privado de Niezer. Éste siguió vendiendo esclavos a los españoles, los portugueses y los franceses, siempre con impunidad hasta la llegada de un nuevo y poderoso gobernador, Hermann Willem Daendels, que había restablecido la influencia holandesa en las Indias orientales construyendo una carretera a lo largo de Java y que ahora tenía instrucciones de poner fin de manera eficaz a la trata holandesa, que el rey Guillermo había abolido, en teoría, como se explica en el capítulo veintinueve. Daendels consiguió arruinar a Niezer siguiendo un método excepcional: estableció su propia empresa, que comerciaba con todo menos con esclavos, y esto llevó a la quiebra a Niezer. Daendels planeó otra carretera, de siete metros de ancho, de Elmina a Kumasi, la capital de los ashanti, «tan buena que pudiera transportarse la mercancía con bestias de carga, como elefantes y camellos». A Niezer le encarcelaron, con una acusación inventada, después de que se peleara con el gobernador, y éste liberó a sus esclavos.

El gobernador no era precisamente hostil a la trata en África y sus instrucciones se limitaban a poner fin a la trata internacional. Así, cuando se demoraba la aprobación de su gran carretera, que se proponía prolongar hasta Timboctú, y cuando su enviado, Huydecoper, vio retrasado su regreso de Kumasi, Daendels hizo llegar a los ashanti el encargo de que le enviaran «doce caballos sementales, cincuenta bueyes y toros, y cien esclavos donko, con tres cortes en ambas mejillas, entre ellos no más de veinticinco muchachas», para emplearlos en su plantación de Orange Dawn. Parece, pues, que no estaba convencido de que fuera deseable la abolición. En una carta a un capitán negrero español al que conoció en Tenerife, de camino desde Holanda, escribió: «Mi querido amigo, ha sido con grande pero agradable sorpresa que me he enterado de que su barco ha anclado en Apam y que comercia allí con esclavos. Esto significa que los ingleses son bastante complacientes para proporcionarle un cargamento que nunca habría usted conseguido en esta costa.»[906]

A la muerte de Daendels, Niezer se dirigió a Amsterdam para apoyar su causa. Venció y regresó triunfante a Elmina, pero nunca se recuperó de la abolición de la trata. De todos modos, en 1817 unos treinta buques negreros españoles o portugueses fueron identificados cerca de la Costa de Oro y Niezer debió ayudar a cargarlos. El año siguiente, un mercader inglés, James Lucas Yeo, escribió: «Encuentro la trata casi tan activa como siempre en las cercanías de nuestros fuertes.»[907]

En 1840 había comandantes ingleses en siete puntos de la Costa de Oro. Cape Coast seguía siendo el principal; Elmina y Axim, con algunos viejos fuertes, continuaron con los holandeses, hasta que en 1872 los vendieron a Gran Bretaña, mientras que Christiansborg, en Accra, y sus fuertes eran daneses, hasta que en 1850 pasaron a manos de los ingleses, que los compraron.

La mayor parte de la costa entre el cabo Tres Puntos y el río Volta estaba ya para entonces libre de la trata, debido sobre todo a la afirmación de la soberanía británica, danesa y holandesa en los puertos. Cape Coast pasó a la Corona en 1821, pero siete años más tarde se elaboró un plan para retirarse, dejándola a cargo de un comité de mercaderes de Londres, con un subsidio para mantener los fuertes de Cape Coast y Accra. Pero en 1848, el mercader africano Joseph Smith interrogado por la Cámara de los Comunes, explicó que había subido a bordo de un negrero norteamericano, el John Foster, frente a Cape Coast, y por lo menos un barco holandés transportaba esclavos a Cuba desde Accra, en 1830. En 1835, veintitrés buques de los que se sospechaba que eran negreros hicieron escala frente al castillo de Cape Coast y otros fueron descubiertos cerca de este paraje en los cinco años siguientes. El gobernador de la zona danesa, al este de la Costa de Oro, Edward Carstensen, escribía en 1845: «La trata encontró demasiado estrecha la región más allá del Volta. Gradualmente, entre los mismos africanos, surgieron numerosos tratantes menores y agentes que recorrían el país en todas direcciones para llevar muchas cabezas al mercado… Llegó al punto que muchos envíos partieron de delante mismo del fuerte de Elmina… y en la holandesa Accra han residido desde hace mucho tiempo varios agentes británicos de la trata, especialmente negros emigrados de Brasil que tienen corresponsales en Popo y Vay». El mismo funcionario escribía un año después que «los montes Aquapim, a orillas del río Volta, son un lugar central para el comercio de sal… pero también son residencia de agentes de la trata». Hasta súbditos británicos guardaban en la Costa de Oro a esclavos liberados «en prenda», situación apenas diferente a tenerlos como esclavos.[908]

Cosa más importante, el puerto de Popo, en lo que ahora es Togo, era todavía muy activo en la trata, igual que muchos otros puertos a lo largo de las lagunas entre Dahomey y lo que hoy es Nigeria, en particular Ouidah y Lagos, a poca distancia de la desembocadura del río Benin. Un capitán inglés que comerciaba con aceite de palma, Seward, declaró a un comité de la Cámara de los Comunes que para cubrir adecuadamente la Costa de los Esclavos desde el río Volta hasta Calabar la patrulla naval exigiría la presencia permanente de cincuenta cruceros. Otro capitán señaló que este territorio tenía «comunicaciones por agua en torno a él por las que [pueden] trasladarse los esclavos de un punto a otro y embarcarse en cualquier lugar de la costa y no sólo en Lagos o sólo en Popo, sino en cualquier punto según la posición de los esclavos».[909]

Ouidah, sede en 1846 de seis grandes barracones, era el feudo de otro opulento tratante, Francisco Félix de Souza, «Cha» para los africanos. Brasileño de Ilha Grande, cerca de Río, trabajó primero, alrededor de 1803, de escribiente en la fortaleza portuguesa. Cuando otros se marcharon, él se quedó y tras algunas desagradables aventuras con el nuevo rey de Dahomey, Adandozan, se ganó el favor del hermano de éste, Gezo, que al subir al trono le concedió el monopolio de la trata en el reino, a condición de que pagara un considerable impuesto por cada esclavo exportado. Era «un hombrecillo de mirada viva y modales expresivos» dijo de él el príncipe de Joinville, hijo del rey Luis Felipe, que años después se encargaría de escoltar el cuerpo de Napoleón desde Santa Helena a Cherburgo. Souza compraba gran cantidad de esclavos en la cercana Aros. Como el gobernador de Bissau, tenía varios barcos de su propiedad, por ejemplo el bergantín Atrevido, construido en Estados Unidos, que en el cuarto decenio hacía varios viajes transatlánticos por año, con esclavos a bordo. Trataba con mano caprichosa pero dura a los capitanes que le compraban esclavos. Vendía a Cuba lo mismo que a Brasil. Rodeado de servidores malteses, españoles y portugueses, vivía en un palacio que era el antiguo fuerte portugués convenientemente arreglado, y hablaba bien varias lenguas de Dahomey. Parecía un anacronismo. Era generoso, con buenos modales y, según muchos de sus visitantes, humano y agradable al trato. Cuando salía, le acompañaban una banda, una guardia y un bufón. Quienes comieron con él quedaron impresionados por su servicio de té de porcelana, su vajilla de plata y su cubertería de oro. Le dijeron a Joinville que Souza tenía dos mil esclavos en sus barracones, mil mujeres en su harén y que era padre de ochenta hijos varones, «hermosos mulatos», muy bien criados y vestidos con trajes blancos y sombreros de panamá.[910] Ya en 1821 el comodoro Collier de la flota británica en África occidental le describía rodeado de «prodigioso esplendor». Souza mantenía buenas relaciones con los ingleses y en octubre de 1841 se hizo traer de Inglaterra la estructura de madera de una iglesia.

Con la ayuda de Souza, el rey Gezo estableció su soberanía militar sobre gran parte de la Costa de los Esclavos. El capitán Broadhead declaró que Gezo creía que podía reunir «de cinco a seis mil hombres para oponerse a cualquier fuerza que se enviara contra él».

La realidad política detrás de todo esto era que hacia 1830 el antaño poderoso imperio yoruba de los oyo se había derrumbado y que Dahomey pasó de ser su tributario desde 1720 a ser un Estado libre y soberano. También había desaparecido el control de los oyo sobre las ciudades y pequeños principados de la región, debido en gran parte a una rebelión interna en 1817, que de hecho fue una jihad musulmana en la cual desempeñaron un papel importante esclavos rebelados. La rebelión de Dahomey, en 1823, fue dirigida por el rey Gezo, «un buen rey, tratándose de un rey, y muy bueno tratándose de un africano», según comentario de un oficial norteamericano. El eclipse final del viejo imperio que a finales del siglo XVIII había llevado a tantos esclavos a los tratantes europeos, tuvo lugar en 1836.

En 1840, el comerciante inglés Thomas Hutton recorrió en compañía de Souza ochenta o cien kilómetros tierra adentro para visitar a Gezo en Abomey. Como otros visitantes, Hutton quedó muy impresionado por la guardia armada de Gezo, formada por altas y fuertes mujeres, que, caso de rebelarse, se vendían como esclavas. Presenció el sacrificio de siete hombres, descuartizados por la chusma que «se abalanzó sobre ellos como mastines, hasta que cortaron la cabeza a los infelices poniendo así rápido fin a sus sufrimientos». El mismo año, Gezo dijo al capitán Winnett, de la flota norteamericana, que disponía de unos nueve mil esclavos cada año, de los cuales vendía unos tres mil por su cuenta y daba los demás a sus tropas, que también los vendían. Los impuestos sobre cada esclavo exportado le proporcionaban un ingreso total de alrededor de trescientos mil dólares, mucho menor, dicho sea de paso, que el que recibía su antepasado Tegbesu. El rey dijo que estaba dispuesto a hacer cualquier cosa que el gobierno británico le pidiera, «excepto abandonar la trata», pues creía que cualquier otro comercio «carecía de sentido». Agregó que «la trata ha sido el principio que ha gobernado a mi pueblo, es la fuente de su gloria y su riqueza. Sus cantos celebran sus victorias y la madre acuna a su hijo cantándole sobre el triunfo frente al enemigo reducido a la esclavitud ¿Acaso puedo, firmando, cambiar los sentimientos de todo un pueblo?»[911]

Los oficiales navales británicos intentaron en repetidas ocasiones convencer a Gezo de los beneficios del comercio con aceite de palma, llevándole sombrillas y tiendas de seda roja como regalos de la reina Victoria, pero ni él ni su sucesor, el rey Gelele, se dejaron convencer de que merecía la pena renunciar a la trata. Una razón era que el subsidio ofrecido parecía insuficiente: «Si en vez de dólares… hubiésemos ofrecido libras…» Dahomey hubiese podido aceptar en 1848 las sugerencias del juez supremo de Cape Coast Cruikshank. El regalo del rey Gezo a la reina Victoria, dos muchachas esclavas para que le hicieran la colada, no pareció una respuesta adecuada.

Cuando el bloqueo naval hizo difícil embarcar esclavos en Ouidah, Dahomey se dedicó con éxito al comercio del aceite de palma. La vieja organización social sostuvo el nuevo comercio. En el pasado, el despótico soberano comerciaba con esclavos a través de una clase de mercaderes nobles; el comercio del aceite de palma se adaptó fácilmente a este sistema, pues los viejos nobles se convirtieron en terratenientes y usaron para el cultivo de las palmeras los esclavos que antes habrían enviado a través del Atlántico. Lagos y Badagry sucedieron a Dahomey como principales bases de la trata en la región. A diferencia del rey de Dahomey, que obtenía sus esclavos con la guerra, el rey de Lagos los compraba a mercaderes yoruba, que los habían obtenido, a su vez, en lugares muy remotos.

Un amplio banco de arena protegía Lagos y los otros puertos de la zona de los buques de la armada británica. Había numerosas lagunas conectadas entre sí que facilitaban el transporte en canoa de los esclavos de una cala a otra. El almirante Hotham escribía en 1848 que «en ciertas épocas del año, cuando predominan en la ensenada las brisas frescas… un barco negrero bien equipado escaparía incluso de un vapor». Uno de los pueblos dedicado a la trata en la zona era el de los musulmanes filatah, cuyo centro era la ciudad de Rabba. El capitán inglés Alien dijo de él, después de viajar Níger arriba, que «su única ocupación es la captura y venta de esclavos; todos los años, en la estación seca, realizan excursiones por los Estados vecinos para hacerse con esclavos… Todas las tribus deben pagar una suma determinada [como tributo]… A menudo es tan grande que no pueden pagarla y entonces se cobran con esclavos». Rabba se convirtió en una ciudad importante de la trata, pues los cautivos concentrados allí se vendían no sólo a portugueses y españoles que los llevaban a las Américas, sino también a árabes que los conducían a Trípoli.[912]

Los italianos estaban presentes en Lagos; conducían los esclavos a Brasil y sus empresas contaban con el apoyo de los cónsules de Cerdeña en Bahía y Río. El tratante principal era Domingos José Martins, nacido en Cádiz con el hispánico nombre de Diego Martínez. En los años cuarenta del siglo sostenía un importante comercio con Bahía y tenía su cuartel general primero en Badagry y luego en Porto-Novo. Vivía con menos esplendidez que Souza; su casa en Porto-Novo era pequeña, aunque poseía un amplio jardín a la europea; vestía modestamente camisa y pantalones de cotonada azul. Durante años proporcionó esclavos, eficaz y rápidamente, a las rápidas y modernas goletas del rey de la trata de Bahía Joaquim Pereira Marinho. Como Souza, poseía sus propios buques, en los que también transportaba esclavos a Brasil. A mediados de siglo, explicaba que «resultaba tan costoso mantener la factoría que había desbrozado una buena parte de terreno para formar una granja [plantación de palmeras para aceite] con intención de dejar la factoría de esclavos, que le costaba tanto y le rendía tan poco». Se retiró a Brasil, donde le hicieron el vacío, y regresó a África, esta vez a Lagos, para ocuparse del comercio legal con aceite de palma.[913]

A diferencia de la ensenada de Benin, el río de este nombre había dejado de ser en el XIX un buen camino para la trata. Siempre había sido un negocio lento comprar esclavos allí, y como después de la abolición cualquier demora era arriesgada, hasta los negreros portugueses más aventureros se lo pensaban. Los peligrosos bancos de arena siempre fueron difíciles para los tratantes europeos y cuando el miedo a los británicos hizo necesario atravesarlos en secreto, el comercio en hombres decayó rápidamente. Entre 1816 y 1839 sólo quince buques negreros fueron a esa zona y a partir de 1840 en ella se acabó la trata.

Los ríos Calabar y Bonny o, mejor dicho, sus calas y pantanos cubiertos de manglares siguieron siendo, en cambio, escenario de un activo comercio en esclavos, especialmente por parte de capitanes franceses; la mayoría de los cautivos eran igbos o ibibios. El capitán Leeke, en una fragata británica, se enteró en 1822 que en cuatro meses salieron del Bonny diecinueve cargamentos de esclavos y dieciséis del Calabar. Por aquella época la armada británica empezó a visitar regularmente esos ríos, que pronto se convirtieron en escenario de numerosas heroicas pendencias. Por ejemplo, en 1821 el capitán Leeke, en el Myrmidon, decidió penetrar en el Bonny por un canal trasero, llamado río Antony, con el fin de explorar la situación. Envió en botes al teniente Bingham, que encontró seis buques negreros (probablemente el Actif con el capitán Benoît, el Alcide con el capitán Hardy, el Caroline con el capitán Pelliful, el Eugène con el capitán Morin, y el Fox con el capitán Armand, todos de Nantes). Estaban cargando, pero el teniente consideró que no podía hacer nada debido a las reglas anglofrancesas derivadas de la decisión de Scott sobre el Louis. No obstante, un capitán francés le dijo que río arriba había dos negreros españoles. Tras una lucha durante la cual Leeke hizo subir el Myrmidon por el río principal, se apoderó de los dos barcos de la trata, uno con ciento cincuenta y cuatro esclavos y el otro con ciento treinta y nueve. En 1822, el teniente Mildmay capturó en este río, dando muestras de mucho valor, a cinco negreros brasileños; uno de ellos, el Vacua, había sido abandonado por su tripulación, que dejó a trescientos esclavos encadenados en la bodega, además de una carga de pólvora encendida, con la esperanza de que aniquilaría a los británicos, y de paso, claro está, a los esclavos.[914]

Un muchacho que pudo contarlo explicó de qué modo se conseguían esclavos en el XIX en esta región: «Salimos a la calle y cuando habíamos caminado como a veinte metros de nuestra casa vimos la ciudad en llamas [debía de ser Itokui, Erunwon u Oba, en Nigeria] y delante de nosotros a los enemigos que venían por la calle. Nos cogieron a cada uno por separado. Me apartaron de toda mi familia, menos de uno de los hijos de mi padre, con su segunda esposa. Un hombre nos cogió, a mí y a mi hermano. Al pasar por delante de la casa de mi padre vi a la madre de mi padre salir por la otra puerta. No esperaba volver a verla en carne y hueso, porque era una mujer muy vieja. Sin duda la matarían… El mismo día en que tomaron la ciudad me llevaron a Imodo, es decir, el lugar donde se habían instalado cuando nos asediaban… Cuando llegamos allí, el hombre que me había cogido me tomó y me regaló al principal jefe de guerra… pues la costumbre es que cuando uno de su compañía va con bandas de guerra, si toma esclavos, la mitad de los esclavos los da a su capitán.»[915]

Un comerciante inglés en Fernando Poo, John Beechcroft, se quejaba en 1830 de que en el Viejo Calabar había un solo mercante británico frente a nueve buques de negreros franceses, cuyos capitanes se rieron de sus protestas, sabiendo que no estaba en condiciones «de imponérseles, pues eran nueve contra mí, y el menor de sus buques llevaba el doble de hombres que el mío». Uno de esos capitanes galos era Gaspar, de Guadalupe, en el Heureuse Étoile, «que llegaba al Viejo Calabar y se llevaba centenares de esclavos en buques bien armados y con numerosa tripulación». A su llegada se acababa todo comercio legal «y empezaba una batahola general de robos y saqueos para proporcionarle esclavos». Los barcos ingleses que iban en busca de aceite de palma «se ven obligados a quedarse allí en costosa y bochornosa indolencia, hasta que los tratantes y piratas reciben sus desgraciadas víctimas». En los años cuarenta del siglo prosperaba la trata, pero el naufragio de dos buques en la desembocadura del Calabar y la captura de otros dos debilitó el entusiasmo local por ella; en 1842 se hizo un «regalo insignificante» (cinco pagos anuales de dos mil dólares españoles) a los reyes de Calabar, y pronto se acabó la trata.[916]

En aquellos años había barracones para esclavos en la parte alta de estos ríos. El explorador inglés John Duncan vio uno en Egga, al que se llevaban cautivos desde distintos puntos del interior. Duncan preguntó cuánto tardaría en poder disponer de seiscientos esclavos, y le contestaron: «Pasado mañana», y eso que para entonces la trata en la ensenada de Biafra ya estaba en decadencia. En los años cuarenta varios testigos declararon en Londres que veinte años antes podían verse en el río de dieciséis a veinte barcos negreros al mismo tiempo, y que los habitantes de sus orillas preferían comerciar con esclavos a hacerlo con aceite de palma, «pero en mi último viaje estuve en el río tres meses y no había ningún buque negrero en el río». La explicación era que los británicos se aliaron con el nuevo rey de Bonny, Dappa Pepple, contra el regente Alali, un típico autócrata de la vieja escuela aliado con los negreros franceses, españoles y lusobrasileños. Después de varios encuentros entre Alali y el comandante naval inglés capitán Craigie, se derrumbó el viejo orden, Alali dimitió y el rey, desde entonces a las órdenes de los británicos, firmó un tratado en 1839. Por él, los ingleses prometían pagarle dos mil libras anuales o la mitad de los ingresos conseguidos con la trata. Pero el primer año Londres no pagó y en 1840 el rey Pepple volvió a la trata. Ahora bien, como Viejo Calabar y Bonny podían observarse fácilmente desde las patrulleras británicas, las dos regiones empezaron a dedicarse al aceite de palma, aunque algunos puertos más recientes, como Nuevo Calabar y Brass, eran menos famosos y todavía prosiguió la trata en años posteriores.

Brass, oculto en los meandros del delta y accesible solamente por riachuelos, sin salida directa al Atlántico, se convirtió en aquellos años en el centro de un importante tráfico clandestino. Lo controlaba, con el apoyo del rey de Bonny y de los jefes de Brass, el portugués Pablo Freixas, socio de Diego Martínez y recordado en la región durante mucho tiempo por sus «hazañas» contra los «fisgones ingleses». El jefe de Brass, el «rey Boy» se mostró también activo en la trata. El capitán Tucker informaba en los años cuarenta de que «una provisión constante de esclavos llega en canoa por las calas de los ríos Nun y Brass, y antes de mi llegada un español embarcó a trescientos sesenta esclavos». Tucker informaba también de que el rey Pepple afirmaba haber vendido tres mil esclavos en los años de 1839 a 1841, que seguiría tratando con Freixas y, el capitán agregaba que «en Bonny abundan dólares y doblones, como siempre después de la llegada de un negrero a los ríos Nun o Brass, pues la mayoría de los esclavos embarcados se han comprado en Bonny».[917]

Con el tiempo, el capitán Tucker consiguió negociar otro tratado con el rey Pepple, al que se prometieron diez mil libras anuales durante cinco años. Pepple consideraba el asunto concluido, pero el Parlamento británico tenía que examinar el acuerdo. Palmerston, que inspiró el tratado, había sido sustituido entretanto por lord Aberdeen, al que no le parecía adecuado, pues quería volver al tratado de 1839, que prometía solamente dos mil libras al año. De modo que a los africanos les pareció que los británicos no querían seguir con lo acordado y reanudaron sus relaciones con sus clientes brasileños, complacidos con el restablecimiento de la trata. El capitán Midgley, de Liverpool, declaró en 1842 ante un comité de la Cámara de los Comunes que a menos que el gobierno británico actuara con más energía de la desplegada hasta entonces, mejor sería que se alejara por completo del río Bonny, pues «primero llega un capitán y hace un tratado y luego llega otro que dice que el tratado queda anulado y lo hace pedazos».[918]

Durante estos años los británicos firmaron y ratificaron algunos otros tratados. En 1842, Eyo y Eyamba, jefes de las dos principales ciudades del Viejo Calabar, Creek Town y Duke Town, hicieron un tratado aboliendo la esclavitud a cambio de dos mil libras durante cinco años; se firmó un tratado similar con Bimbia (Camerún) pero con un subsidio de sólo mil doscientas libras por año. El obi Osai de Aboh se declaró dispuesto a abandonar la trata «si se puede sustituir por un comercio mejor». Al obi le había impresionado un intérprete de Sierra Leona que le explicó lo que significaba la abolición y que terminó su largo discurso diciendo: «¿No veis que es más difícil continuar con la trata que dejarla?» El obi se mostró de acuerdo.[919]

Exasperado por las contradictorias ofertas europeas, el obi expuso el punto de vista africano a los miembros de la expedición al Níger, en 1841: «Hasta ahora creíamos que era voluntad de Dios que los negros fueran esclavos de los blancos; los blancos nos dijeron primero que debíamos venderles esclavos y se los vendimos; y ahora los blancos nos dicen que no vendamos esclavos… Si los blancos dejan de comprar, los negros dejarán de vender». De todos modos, había suspicacias: cuando Gran Bretaña concluyó el tratado contra la trata en 1841, el rey Pepple de Bonny insertó en el documento una cláusula que decía: «Si en el futuro Gran Bretaña permite la trata, el rey Pepple y los jefes de Bonny podrán hacer lo mismo.»[920]

A mediados del siglo XIX, en gran parte como resultado del poderío naval británico, África occidental o «Guinea» estaba cambiando lentamente, y pasaba de una economía predominantemente basada en la trata a otra basada en el comercio con materias primas. Cuando en 1830 se descubrió que el río Níger desembocaba en el Atlántico por la ensenada de Benin se abrió «una gran vía hacia el corazón de África, coincidiendo con el invento del barco de vapor, que hizo posible viajar río arriba y con ello el comercio [legal]».

La trata interior, sin embargo, continuó e incluso, posiblemente, aumentó. Macgregor Laird fue a Bocqu, más arriba de Ida, en el Níger, donde había mercado de esclavos cada diez días y donde, supuso, se vendían todos los años de ocho a diez mil; en su mayoría eran cautivos del lejano interior y a veces los embarcaban para los europeos. Laird recordaba que «las canoas pasaban continuamente llevando de cuatro a seis u ocho esclavos cada una».[921] El viajero Waddell contó cómo el rey Eyo de Calabar «no empleaba a hombres que secuestraran para él, ni compraba secuestrados si sabía que lo eran, sino que los compraba en el mercado al precio del mercado, sin que pudiera saber cómo habían llegado allí… Reconoció que se obtenían de diversas maneras objetables… pero dijo que venían de distintos países lejanos de los que no sabía nada».[922]

Es posible que dos tercios de los esclavos llevados a las Américas a mediados del siglo XIX procedieran del sur del Ecuador o de África oriental. Incluso un poco al norte del Ecuador, la trata florecía en Sangatanga, en la desembocadura del río Gabón, así como en la isla de Coriseo, en la desembocadura del río Mooney.

En la desembocadura del Gabón, el rey local cedió algo de territorio a los franceses, en 1842, y un año después el capitán Montléon desembarcó con soldados para establecer una factoría fortificada. En 1849, su sucesor fundó Libreville, homologa inglesa de Freetown, y Monrovia, y lo hizo con ayuda de algunos esclavos rescatados del negrero Elisa.

Frente a la costa estaban Fernando Poo, Príncipe y Santo Tomé. La primera de estas islas se usaba ahora, debido a sus tranquilas aguas en gran contraste con las agitadas aguas del golfo de Guinea, como estación carbonera de los vapores ingleses. Era corriente hallar allí a la tripulación de algún buque negrero depositada por algún capitán británico después de la captura de su buque y en espera de que la trasladaran a Calabar; la tripulación recibía buen trato en una isla considerada como el punto más saludable de aquellas partes. En 1841 Palmerston ofreció cincuenta mil libras a España a cambio de la isla, pero se rechazó su ofrecimiento, tras el cual España reforzó su control sobre la isla, que se convirtió en base de operaciones de Julián Zulueta de La Habana y de sus socios londinenses, además de su primo Pedro José. Muchos emancipados fueron enviados más tarde a Fernando Poo desde Cuba y Pedro José de Zulueta fue el encargado de asegurarles alimentación, encargo que al parecer cumplió sin celo y sin generosidad, pese a que en 1843 el gobierno español realizó un curioso nombramiento: el del mercader inglés John Beechcroft como gobernador provisional de la isla.

Santo Tomé tenía aún sus plantaciones de caña, donde trabajaban esclavos, como se venía haciendo desde el siglo XV. La isla Príncipe, entretanto, parecía ser a mediados del siglo la colonia privada del gobernador portugués, José María de Ferreira, cuya esposa, mujer de amplia cintura, había invertido mucho en los negocios de Souza en Ouidah.

Algunos kilómetros al sur de Santo Tomé, en tierra firme, estaba el cabo López, un punto destacado pues a partir de él la costa africana gira hacia el sudeste. Las calas de esta zona daban refugio a algunos tratantes. Y más allá, todos estaban de acuerdo en que cambiaba el carácter de la trata. Sir Charles Hotham, comandante de la flota británica, pensaba que «aquí la especulación de parte de los brasileños se funda en el principio de que deben emplearse buques de poco valor, atestados en exceso de esclavos… Aquí es, por tanto, donde la trata asume su más horrenda forma. En este momento, el Penelope [el navío a su mando] remolca un negrero de no más de sesenta toneladas, en el cual trescientos doce seres humanos estaban hacinados. La imaginación más desbocada no puede describir una escena más indignante».[923]

Entre las factorías de la trata en esta región, alrededor de 1850, había una con conexiones en La Habana y dirigida por José Pernea, otra perteneciente al lusobrasileño José Bemardino de Sá, y una tercera propiedad del cubano Rubirosa.

Había en esta costa numerosas entidades políticas, la mayoría de ellas activas en la trata. En primer lugar estaba cabo López, donde el explorador francés Paul de Chaillu encontró después de 1810 a un monarca beodo y extravagante, Bongo, y a su sucesor, Arsem, que pronto se adaptaron a la necesidad de ocultar sus barracones a los ingleses. Eran lugares bien ordenados, con los esclavos encadenados en grupos de seis, lo que hacía imposible su huida, porque, le dijeron, «es raro que seis hombres lleguen a ponerse de acuerdo para intentar fugarse». Arsem tenía la costumbre de persuadir a los capitanes que negociaban con él la compra de esclavos para que, ante todo, bebieran sangre. El capitán Lancelot, que traficó allí en 1815 en el Petite Louise de Nantes, recibió como regalo un muchacho, igual que sus oficiales. Según De Chaillu los esclavos procedían del interior, de un punto más lejano del que él había llegado.[924]

Alrededor de 1815, Mayumba se convirtió en un centro de la trata después de la abolición portuguesa de la trata al norte del Ecuador. Hacia 1840, este pequeño puerto, con una población de no más de un millar de habitantes, contaba con siete u ocho barracones en manos de tratantes portugueses, españoles o brasileños. Hacia el sur había uno o dos nuevos puertos de la trata, como Banda y Chilongo, y luego el conocido puerto vili de Loango, la ciudad de Malemba y el puerto menor de Cabinda, que durante mucho tiempo había sido coto cerrado de los franceses y británicos. La retirada de la trata de estos últimos dejó campo libre a los españoles y norteamericanos interesados en la trata y a algunos tratantes portugueses y brasileños que vendían esclavos en La Habana aunque sus buques estuvieran registrados con destino a Pernambuco.

En la bahía de Loango el poder político de los vili estaba en decadencia en el siglo XIX. Cuando en 1870 unos viajeros alemanes visitaron el lugar, encontraron el cuerpo del último maloango (rey de los vili) Buatu todavía sin enterrar desde 1787, porque no había surgido ningún sucesor que dirigiera las ceremonias. Parece que hubo tratantes independientes que casi asumieron la autoridad del soberano, y muchos de ellos empezaron a colocar «Ma» delante de sus nombres para indicar la posesión del territorio, y a ostentar signos de estirpe principesca, como colas de animales.

Cabinda, en su «alta y altiva costa», no muy distinta del «aspecto de la tierra próxima a Dover», según el ayudante médico Peters del navío de la armada británica Pluto, se convirtió en el mayor puerto de la trata de la región, a comienzos del XIX. Los habitantes de Cabinda eran reconocidos como admirables marineros y buenos carpinteros. La ciudad podía valerse del río Congo para la trata, pues en su orilla, cerca de la desembocadura, había en 1845 una treintena de barracones, en su mayoría propiedad de españoles o cubanos, cuyas lujosas casas y jardines en las márgenes del río provocaban la admiración de los oficiales británicos. Uno de esos tratantes era Pedro Maniett, «que en lo referente a sus comunicaciones con los ingleses que incluso han bloqueado e impedido que sus barcos llegaran allí, se ha conducido con la mayor bondad», y hasta atendió a marineros ingleses heridos en algunas de las escaramuzas que tuvieron lugar con los negreros.[925] Había también algunos barracones brasileños, muchos de ellos propiedad de tratantes, de los cuales el más destacado era Manuel Pinto da Fonseca, de Río. Se decía que en 1846 guardaba en su factoría mercancías por valor de ciento cuarenta mil libras, en espera de tratos para comprar esclavos. Estos barracones acabaron trasladándose a unas cuantas horas de camino de la desembocadura del río, para evitar los ataques de la armada británica. A pesar de ello, en 1842 el capitán Matson destruyó cinco de ellos.

En el siglo XIX, los tratantes de Cabinda prestaban mucha atención a la rapidez en el embarque de los esclavos. El norteamericano Joseph Underwood describió cómo en 1845 «se avistó una vela… a la una de la tarde. No ondeaba bandera. A la una y diez, echó anclas, a pocos metros del Sea Eagle [el barco de Underwood]. El bergantín estaba preparado para hacerse a la vela. Los botes pronto llegaron hasta él llenos de negros… Cargaron unos cuatrocientos cincuenta y a las tres menos cuarto levó anclas y se hizo a la mar [con destino a Río]…».[926]

El río Congo era una fuente importante de esclavos para Cuba y Brasil pues proporcionaba una cobertura perfecta a los barcos negreros, que podían ocultarse hasta quedar fuera de la vista de los barcos de patrulla, cuando podían cargar rápidamente y escapar valiéndose de la rápida corriente del Congo. Otro viajero norteamericano, Peter Knickerbocker, escribió que «el río Congo tiene en su desembocadura unos treinta y dos kilómetros de anchura, y se echa al océano con la fuerza de una esclusa de molino y la corriente continúa con fuerza y rapidez muy mar adentro, con lo que el tratante tiene más probabilidades de encontrar una buena oferta en este lugar que en cualquier otro mercado de esclavos de la costa. Una noche oscura y una marea baja lo llevarán setenta kilómetros río abajo y más de cien kilómetros mar adentro, aunque haya poco viento, y la probabilidad de que se encuentre con una patrulla a esta distancia es muy pequeña».[927]

Otro viajero, Montgomery Parker, escribió respecto a la participación de norteamericanos en la trata de este territorio que «numerosos barcos norteamericanos llegan desde Río… Bahía y otros puertos de Brasil y hasta de Cuba, con registro para ir a la costa de África, llevando un cargamento y los pasajeros que el fletador considera conveniente, y regresar al puerto del que salieron… hacen dos o tres viajes a la costa [de África] y regresan cada vez con un cargamento de madera roja, resina, marfil, etc., y pronto los patrulleros armados de las distintas flotas los conocen y los consideran legales y honrados comerciantes y dejan de vigilarlos tan estrechamente como lo harían con un navío que llegara a la costa por primera vez. Uno de estos barcos vuelve más tarde y los agentes encuentran la costa libre y una buena oportunidad de cargar esclavos… Ofrecen al capitán comprar su buque. Lo acepta… [y] desembarca con sus oficiales y tripulación… se cargan de prisa los esclavos y se entrega el barco a un patrón y una tripulación brasileños que suelen ser los pasajeros que ha traído en su viaje de ida y todavía con la bandera norteamericana ondeando en el mástil, se aleja de la costa sin peligro».[928] Uno de los barcos vendidos de este modo (o que así lo parecía) fue el Cipher de Charles Hoffman, de Salem, vendido en Cabinda en 1841. Otros tratantes con negocios en esta ciudad eran Julián Zulueta de La Habana, representado por un tal José Ojea, y varios de sus competidores españoles o cubanos, como Manuel Pastor o Manzanedo.

Apenas es posible estimar el número de esclavos transportados desde estos ríos a mediados del siglo XIX. Pero en la zona al norte del Congo, las patrullas británicas y de otros países capturaron doscientos noventa buques negreros, y en la región al sur del mismo río, la cifra fue algo menor: doscientos ochenta.

Todavía más al sur se hallaban los puertos negreros de Angola, Ambriz y Benguela, con la vieja ciudad de Luanda entre los dos. De estos y otros puntos de la costa salió probablemente medio millón de esclavos durante la era legal, de 1800 a 1830, y parece que más de seiscientos mil salieron a escondidas en la era de la ilegalidad, a partir de 1830. Estas cifras, sin embargo, pueden ser inferiores a las reales.

Ambriz era un centro nuevo de la trata con Brasil; allí se trasladaron muchos lusoafricanos después de 1810, pues desde este puerto podían embarcar esclavos sin las trabas burocráticas habituales en Luanda, así como eludir el pago de impuestos. El iniciador de este sistema fue Manuel José de Souza Lopes, que se especializó en vender esclavos a compradores españoles. El obstinado capitán Matson destruyó allí tres barracones, en 1842, pero la trata se reanudó. Alrededor de 1850 tenían factorías en Ambriz tres destacados tratantes brasileños o portugueses: Manuel Pinto da Fonseca, Ferraz Coreira y Tomás Ramos.

A mediados de siglo la propia Luanda había reducido en gran manera su interés por la trata, aunque todavía existía un gran barracón en los aledaños de la ciudad, en la bahía Lamarinas. Las condiciones para guardar esclavos en esta ciudad imperial lusa parecían peores en el XIX a como lo fueron en el XVIII: «La detención de negros en la costa», escribió un visitante, «ya sea porque hay demasiados en el mercado, ya porque no llegan los tratantes que han de llevarlos a otras costas, es una melancólica y evidente causa de muerte entre los esclavos».[929] A muchos de los que llegaban a Luanda se les enviaba luego caminando a Benguela para su embarque. Los tratantes más ambiciosos de la época que no iban a Ambriz solían ir tierra adentro.

Benguela, con sus estrechas relaciones comerciales y financieras con Río de Janeiro, era el centro de esos angoleños que, como el comerciante António Lopes Anjo, después de la independencia de Brasil en 1822 hubiesen preferido una asociación política con la nueva nación.

A espaldas de estos puertos frente al Atlántico nacía a mediados de siglo una tendencia en otra dirección. Los tratantes árabes de África oriental habían llegado ya al Congo y seguían llevando esclavos a través del continente hasta Kilwa o Zanzíbar. La figura suprema de esta nueva trata era un árabe del puerto de Zanzíbar, Tippoo Ti, famoso en toda África por sus incursiones con armas de fuego. El gobernador D’Acunha, de Luanda, explicó al capitán británico Alexander Murray que «estos tratantes no vacilan en enviar ejércitos de esclavos de un extremo a otro del continente, de Benguela a Mozambique».[930]

A lo largo de todos los siglos de la trata atlántica, hubo una corriente constante de esclavos hacia las Américas desde África oriental. Entre los puertos de esta región, de Point Uniac en el sur a Zanzíbar en el norte, se extendían más de mil quinientos kilómetros de costa, desde donde se embarcaban probablemente tantos o más esclavos que desde cualquier otra región, tal vez unos diez mil al año en los años veinte del XIX, hasta treinta mil en la década siguiente, en su mayoría procedentes de las ciudades de Mozambique, en cuyas hermosas casas vivieron antaño mercaderes portugueses que comerciaban con India, y de Quelimane, «decididamente el cuartel general» a despecho de sus peligrosos bancos de arena. La cruzada británica contra la trata no ignoró a África oriental, pero la consideró de importancia secundaria, por lo menos hasta que se hubiese intimidado, sobornado o persuadido a África occidental para que adoptara una conducta humana.

Richard Waters, cónsul de Estados Unidos en Zanzíbar, que en 1837 estaba en Mozambique, recordaba haber visto esclavos en el puerto «la mayoría niños de diez a catorce años de edad… ¿Qué puedo decir a quienes se dedican a este comercio, cuando recuerdo los millones de esclavos en mi propio país?».[931] Más tarde, Waters, abolicionista de Salem, dijo: «No puedo desearos un próspero viaje, porque os dedicáis a un comercio que odio desde el fondo de mi corazón». El negrero, «hombre muy agradable», sonrió e insistió en que estarían mejor donde los llevaba. Las principales partidas del comercio de esa isla eran ahora esclavos, con el marfil y el polvo de oro muy por detrás. Las orillas del río Anghoza eran también un «gran almacén de esclavos». El capitán Rundle Watson, comandante del navío de la armada británica Brilliant, explicó a una comisión de la Cámara de los Comunes, en 1850, que «la Costa de Esclavos comienza en el cabo Lady Grey». Otro puerto negrero era Sofala, «la manada de los elefantes», en la desembocadura del Zambezi. En 1827, el capitán Charles Millet, de Salem, comerciante en mercancías legales, consideraba que en las ciudades de Lindy y Kisawara, más allá del cabo Delgado, «sólo había comercio en esclavos», y allí los tratantes del océano índico competían con los del Atlántico. Zanzíbar era también un gran mercado de esclavos, que proveía asimismo a las cercanas islas del índico. Probablemente se llevaron un cuarto de millón de esclavos desde la isla de Mozambique a esas otras islas, en la primera mitad del siglo XIX.

A los esclavos traídos a la costa desde el interior se les trataba tan mal, por lo menos, como a los del viaje transatlántico. «A menudo se amontona a un millar de esclavos en un espacio que apenas contendría igual número de sacos de arroz», comentó Michael Shepard, de Salem, que agregó: «Cuando llegan a Zanzíbar para su venta, se les descarga como se haría con un rebaño de ovejas, y se arroja a los muertos por encima de la borda para que se los lleve la marea.»[932] Una turista norteamericana, la señora Putnam, opinaba en 1849 que «a los esclavos no les importa que los vendan más de lo que les importaría a un par de bueyes en mi país»,[933] pero no dijo cómo lo sabía ella.

La mayoría de los puertos negreros estaban, como de costumbre, en los estuarios de ríos, por los cuales podían navegar río arriba, a la vela o al vapor, barcos negreros de hasta doscientas toneladas. Los agentes eran a menudo hindúes (banianos) del puerto portugués de Gujerat; los árabes y los portugueses estaban interesados en vender esclavos a muchos lugares además de las Américas. Uno de los tratantes más importantes era un cristiano de Goa que había vivido en Río.

No obstante, los tratantes más importantes eran mozambiqueños, como José do Rosario Monteiro, que empezó a construir barcos alrededor de 1784 y llevó esclavos a Brasil durante todas las guerras napoleónicas; Manuel Galvão da Silva, que durante un tiempo fue secretario del gobernador, al que convenció para que invirtiera en sus buques, y finalmente João Bonifacio Alves da Silva, probablemente el más importante de los tratantes de Quelimane, de donde fue gobernador durante dieciocho años.[934] Después de 1840 la firma portuguesa de la trata más destacada en África oriental era la Compañía Portuguesa, registrada en Nueva York, dirigida por Manoel Basilio da Cunha Reis, y cuyos negocios se extendían hasta Cuba en los años cincuenta. Alrededor de 1840, sin embargo, vendía los esclavos sobre todo a brasileños; los llevaban a Río en buques norteamericanos, tal vez para los reyes de la trata, como Manuel Pinto da Fonseca o Bernardino da Sá, que sobornaban fácilmente a los burócratas portugueses: «La pequeña paga de esos funcionarios hace irresistible la tentación a que están expuestos», escribía en 1850 un funcionario británico. «Desterrados durante años a un clima apestoso, resulta muy tentador tratar de enriquecerse lo bastante pronto para abandonar su cargo público.»[935]

Alrededor de 1830 Théodore Canot navegó desde Cuba en un negrero, «un bien acondicionado bergantín construido en Brasil de algo más de trescientas toneladas», que echó anclas en Quelimane «entre muchos negreros portugueses y brasileños… Hicimos una salva de saludo de veinte disparos e izamos la bandera francesa. El capitán, de uniforme, fue a visitar al gobernador. A la mañana siguiente enviaron el bote del gobernador a buscar el dinero; el cuarto día se dio la señal que nos llamaba a la playa; el quinto, sexto y séptimo, nos enviaron ochocientos negros, y el noveno estábamos de camino». Pero el éxito de este viaje se vio frustrado porque hubo viruelas a bordo, que mataron a unos trescientos esclavos.[936]

En 1846 fue sustituido, acusado de corrupción, el gobernador de Quelimane, Abreu de Madeira; su sucesor abandonó el puesto y «huyó en un barco negrero con un cargamento de esclavos». El siguiente gobernador portugués de Mozambique, capitán Duval, era a juicio de los ingleses «una de las mejores personas que hemos encontrado» y al cabo de unos años había acabado con la trata en una zona de unos ochenta kilómetros a ambos lados de la ciudad. Lo habitual, explicó el capitán Duval, era que «los gobernadores recibían una caja poco después de ocupar el cargo; al abrirla encontraban cuatro compartimentos… dentro había mil quinientos dólares, en un compartimento setecientos cincuenta con una corona, y doscientos cincuenta en cada uno de los otros compartimentos. Estas sumas eran del principal tratante de la ciudad, para el gobernador, su ayudante, el recaudador de aduanas y el comandante de las tropas».[937]

A partir de 1840, la armada portuguesa se mostró algo activa en la región, con un bergantín y dos goletas, que detuvieron a algunos barcos, pero en general los tratantes «se burlan de ellos».

Los brasileños consideraban a los negros de Mozambique como «una raza de hombres espléndidos», mejores que los de la costa occidental, «una raza que pronto adquiere el conocimiento del valor del dinero». Pero eran hombres originarios de muchos pueblos, pues a menudo llegaban a Quelimane esclavos desde muy al interior, a lo largo de todo el Zambezi.

La trata disminuyó a partir de los años cuarenta gracias a los británicos, que desde 1843 disponían de poderes otorgados por los gobernadores portugueses, unos poderes que nunca lograron en África occidental. Podían, por ejemplo, perseguir a los buques negreros en las zonas de la costa donde no había presencia portuguesa y también destruir barracones según ellos mismos decidieran. Entonces, los tratantes se volvieron hacia los compradores de fuera de los territorios portugueses, por ejemplo en los sultanatos del imam de Mascate (especialmente los barracones de Banyan), o de las islas árabes de Angoche, Comoro y Madagascar occidental. Madagascar prohibió la trata después de firmar un tratado con Gran Bretaña en 1817, pero hay pruebas de que durante todo el XIX existió una vigorosa trata partiendo de esta isla, con una exportación anual de tres a cuatro mil esclavos, algunos hacia Mauricio y otros lugares del índico, y el resto hacia distintos puertos de las Américas, especialmente de Cuba.

La captura por los británicos de la isla Mauricio en 1815 no afectó mucho la trata, que prosperó hacia la isla de Mozambique hasta que en 1813 se abolió legalmente, aunque continuó sin que las autoridades inglesas le pusieran cortapisas hasta alrededor de 1825. Cerca de allí estaba la isla Bourbon, que después de 1815 siguió siendo francesa. No parece que se exportaran esclavos desde ella, pero a comienzos del XIX se importaron muchos desde Mozambique y Madagascar, para ayudar en la cosecha del café y en el cultivo del clavo de especia, que Pierre Poivre introdujo en la isla en 1779. «También se les emplea para transportar en carros mercancías por la ciudad, en vez de animales de tiro», comentó el comerciante de Salem Dudley Leavitt Pickman.[938]

Los barcos cubanos que iban a estos puertos eran mucho mayores que los que frecuentaban la costa occidental del continente, porque los navíos pequeños no rodeaban fácilmente el cabo de Buena Esperanza.

Este itinerario por el cabo de Buena Esperanza era triplemente desagradable para los esclavos: en primer lugar, porque el viaje desde la costa oriental africana a Brasil era mucho más largo que desde Angola, duraba de sesenta a setenta días como promedio; en segundo lugar, a causa del frío que los esclavos sufrían cuando rodeaban el cabo, en lugar del gran calor que caracterizaba el viaje desde Angola a Brasil, en que las temperaturas en cubierta eran a menudo superiores a los cincuenta grados, y en tercer lugar, a causa de las tormentas.

En cuanto al número de esclavos llevados en el siglo XIX desde estos remotos puertos a las Américas, cabe decir que en los años veinte llegaban a la isla de Mozambique de quince a dieciocho buques negreros, cada uno de los cuales se llevaba unos quinientos esclavos, aunque a menudo la mitad morían en el viaje. Tal vez sería una buena estimación la de diez mil al año, desde este puerto. Después de 1830, cuando la trata hacia Brasil y Cuba se convirtió en una empresa ilegal, la cifra probablemente fue más alta, acaso mucho más alta, pues para entonces se reducía el comercio de esclavos de la costa occidental africana. En 1819, por ejemplo, podían verse en Mozambique, en ruta hacia Zanzíbar, cinco buques de La Habana, y así siempre hasta la mitad del siglo. Parece que se exportaron unos quince mil esclavos durante estos años y unos diez mil pudieron salir de Quelimane.