El Brazen sigue navegando a sotavento en la ensenada de Benin, aguardando el arribo de los mensajeros del interior. Durante su estancia he logrado detener, tras una persecución de cuarenta y seis horas, a la goleta española Iberia con cuatrocientos veintitrés esclavos a bordo, y también al buque inglés con un cargamento de aceite de palma, por llevar a cabo una transacción con esclavos, pues el capitán, según declaraciones de su tripulación, ha vendido cuatro negras… al capitán del navío español en el río…
Comodoro BULLEN al Almirantazgo,
Londres, 28 de enero de 1826
El sistema jurídico internacional que Gran Bretaña intentaba fomentar, con la esperanza de poner fin a la trata, y para el cual obtuvo la colaboración nada entusiasta de otras naciones, era inusitado. En 1830 había ya cuatro tribunales de arbitraje mixtos en Sierra Leona, La Habana, Paramaribo y Río de Janeiro. El primero lo presidían un juez británico, uno español, uno holandés y uno brasileño; los otros, los presidían un juez británico y uno de la nación de la sede. En caso de estar en desacuerdo, los jueces recurrían al arbitraje de sendos comisionados de sus mismas nacionalidades; estos comisionados echaban a suertes cuál de los dos estudiaría el caso y tomaría la decisión final.
Puesto que ni Francia ni Estados Unidos reconocían los tribunales ingleses, los franceses llevaban sus casos a Gorée y los norteamericanos los llevaban al puerto estadounidense del que había zarpado el buque delincuente.
A los poquísimos ingleses acusados de participar en la trata no los juzgaba una comisión mixta sino un tribunal del Vicealmirantazgo con sede en Sierra Leona. Sin embargo, el único juicio de un reconocido tratante fue el de Pedro de Zulueta, celebrado en Londres.
Según las leyes que condenaban la trata, los buques capturados por la armada, ya fuera británica o de otro país, eran decomisados y vendidos al mejor postor; la mitad del producto de la venta iba al gobierno bajo cuyo pabellón navegaba el buque, y la otra mitad iba a los que lo habían capturado: un dieciseisavo al almirante de la flota, dos dieciseisavos al capitán y el resto era repartido entre la tripulación. Ésta era la estructura burocrática y legalista de este vasto sistema de filantropía internacional. Cabe señalar que después de 1828 los holandeses no asignaron ningún juez al Tribunal Mixto, con lo cual el juez británico se vio obligado a tomar a solas la decisión que le pareciera más acertada.
Dado lo vasto de los territorios que debía vigilar la Ilota británica en África occidental, y debido a la renuencia de las otras potencias a colaborar con la cruzada de un modo algo más que simbólico, o, como ocurría con Francia, a la negación tajante de actuar contra buques que no fuesen franceses, Gran Bretaña tuvo que ampliar su flota. Sir Francis Collier, oficial que había luchado junto a Nelson en la batalla del Nilo, estaba en 1821 al mando del Tartar (treinta y seis cañones), el Pheasant (veintidós), el Morgiana (dieciocho), el Myrmidon (veinte), el Snapper (doce) y el Thistle (doce). Hasta 1816 en la lista que había confeccionado la armada británica de las armas que llevaban los buques aptos para el patrullaje no figuraban los carronade, cañones de corto alcance que disparaban una pesada bola con una carga ligera y a baja velocidad, aunque los barcos solían llevar hasta una docena de ellos; esto cambió después de esta fecha, de modo que en la lista de la flota del comodoro Columbine, del que hablamos en el capítulo veintiocho, el Amelia habría figurado con cincuenta y seis cañones, en lugar de treinta y ocho, y el Kangaroo y el Trinculo, con veintidós, en lugar de dieciocho; además, las goletas más grandes se reclasificaron como fragatas; un ejemplo sería el Myrmidon del capitán Leeke, en 1821, del que hablaremos en el capítulo treinta y dos, que no era sino una goleta normal que medía la mitad que el Amelia, el buque insignia de Irby en 1808, y con la mitad de potencia de fuego. Las funciones de esta flota eran múltiples: debía estar preparada para combates en alta mar, capturar buques negreros extranjeros y proteger a los mercantes legítimos.
Hasta con los refuerzos de Collier, la flota inglesa en África occidental se veía debilitada porque se componía todavía de barcos viejos, todos de las guerras napoleónicas, de mástiles altos y fáciles de detectar. En 1862 lord Palmerston se quejaba de que «ningún almirante mayor y ningún consejo del Almirantazgo se han interesado nunca por suprimir la trata… Si había alguna canaca especialmente vieja y lenta, lo más seguro es que acabara en las costas de África tratando de atrapar a los veloces clípers norteamericanos».[842] Si bien exageraba, lo cierto es que los buques negreros, «goletas pequeñas y veloces», dejaban atrás con suma facilidad a los navíos de la armada más poderosa del mundo.
Ya en 1822 los británicos añadieron barcos de vapor a la armada, pero eran demasiado lentos para África occidental, donde había sólo tres lugares en los cuales repostar carbón: Sierra Leona, Fernando Poo y Luanda. La excepción fue el primer vapor de ruedas, el Pinto, más veloz que la mayoría de negreros. El capitán Denman recordó que en las tercera y cuarta décadas, sólo disponían de «pesados y voluminosos bergantines de diez cañones… cuyo modelo habría podido ser un almiar».[843]
Efectivamente, el contraste con los buques negreros causaba risa. Según la descripción que hizo el viajero norteamericano George Coggeshall, los barcos de la trata en la isla danesa de Saint Thomas solían ir «armados con grandes cañones». De hecho, los únicos barcos ingleses que en los años treinta resultaban eficaces eran los negreros capturados, Black Joke y Fair Rosamond, cuya superioridad habría podido demostrar a Estados Unidos y Francia que las actividades marítimas británicas en las costas de África no eran precisamente aptas para un supuesto proyecto de dominio mundial.
Las únicas zonas de la costa africana que se patrullaban con regularidad eran las ensenadas de Benin y Biafra, y aun allí las fragatas británicas solían mantenerse a sesenta y cinco kilómetros de la costa, entre los puertos negreros más notables; debido a la escasez de barcos y dinero, se veían obligadas a pasar por alto otros puertos, lo que dejaba miles de kilómetros abiertos a la actividad de los tratantes. El capitán de un buque de la trata capturado en el río Gallinas en 1833 indicó cuán inadecuada era la patrulla: explicó al Tribunal Mixto en Sierra Leona que había hecho antes trece viajes sin problemas; en una carta escrita en 1826 desde el río Bonny, el capitán Vidal decía que aún allí «había [a menudo] doce buques de la trata y doce mercantes británicos que estaban cargando aceite de palma». El gran empresario Macgregor Laird calculaba que de 1827 a 1834 el famoso mercado de esclavos en el delta exportó «como poco» más de veintiocho mil esclavos por año.[844]
¿Qué podía hacerse? En 1827 el capitán William Owen, de la flota en África occidental, que tenía la mira puesta en negreros brasileños y cubanos, afirmó que la única esperanza de poner fin a la trata consistía en establecer una base en Fernando Poo, a fin de controlar la costa del delta. Esta isla pertenecía a España, que no la había usado mucho. Owen sugirió que se apostaran allí dos barcos de vapor británicos y se fundara un asentamiento. Owen detuvo ilegalmente a dos barcos portugueses dedicados al comercio con esclavos al sur del Ecuador y puso a los esclavos que encontró a bordo a construir un fuerte para combatir la trata, con el dudoso pretexto de que sus vidas correrían peligro si los mandaba a Sierra Leona.
Su sucesor, el coronel Edward Nicolls (lo habían apodado «Nicolls el luchador» por haber participado en más de cien batallas navales en la última guerra), creía que serían más eficaces los tratados entre Gran Bretaña y los monarcas dedicados a la trata. Con frecuencia adquiría, sin permiso, propiedades para la Corona y consiguió que el rey Guillermo, de Bimbia, le cediera la franja entre la isla Bimboa y el río del Rey, en los Camerunes: «los tres islotes en la bahía de Ambosey», informó Nicolls, «podrían convertirse en pequeños Gibraltares a un coste bajo». En su opinión, si se lo pedían, el duque Ephraim, el principal jefe del Viejo Calabar, pronto aboliría la trata en su territorio, a cambio de una subvención. Pero en esa época el gobierno británico no tenía ambiciones imperialistas en el África occidental continental.[845]
Para colmo, los treinta y cinco mil esclavos liberados en el cuarto decenio por los ingleses tuvieron mala suerte, pues casi todos fueron enviados a trabajar como peones cerca de Freetown, mientras que algunos aceptaron ir a las Indias occidentales británicas como aprendices. La trata continuaba aún en Sierra Leona; de hecho, el jefe al otro lado del Sierra Leona, frente a Freetown, ordenaba sin cesar a sus súbditos que «cruzaran el río en canoas y capturaran un par de negros teóricamente libres». La continua llegada de «inexpertos africanos liberados», casi todos varones, provocaba una gran inestabilidad en la colonia que habría de ser la nueva «cuna de la civilización africana».
Por supuesto que la armada inglesa obtuvo algunos triunfos; uno de los más importantes fue la captura del Veloz Pasajera, un enorme buque con quinientos cincuenta y cinco esclavos a bordo, al parecer propiedad del principal negrero cubano Joaquín Gómez, por el Primrose al mando del capitán Boughton, tras una batalla en la que murieron casi cincuenta marineros españoles y tres británicos. En septiembre de 1831, en la ensenada de Benin, el capitán Ramsay del Black Joke mandó dos botes tras dos buques hispanos sospechosos de ser de la trata, el Rápido y el Régulo, a los que avistó saliendo del río Bonny; ambos «dieron la vuelta, navegaron a toda vela río arriba y desembarcaron corriendo. Durante la persecución vimos cómo arrojaban a sus esclavos por la borda, encadenados en pares por los tobillos, dejando que nadaran o se hundieran… Todos en los botes vieron gran número de hombres, mujeres y niños luchando por mantenerse a flote… Ciento cincuenta infelices murieron así». Ramsay dijo que él y sus hombres observaron cómo los tiburones se dirigían hacia los africanos y los destrozaban. Al registrar el Régulo encontraron a doscientos cuatro esclavos, pero en el Rápido no quedaba ninguno y sólo consiguieron sacar a dos cautivos del agua.[846]
También los tratados parecían inadecuados. Los capitanes británicos podían detener a barcos que transportaran esclavos, pero nada podían hacer contra los que proyectaran hacerlo. Más tarde el capitán Denman recordaría que «no teníamos poder sobre el buque [interceptado] hasta que hubiesen embarcado a los esclavos. En consecuencia, si un buque de guerra se hallaba en un puerto lleno de buques de la trata, como he visto que ocurría en Ouidah, con diez o una docena… a la vez, mientras el buque de guerra se encontrara en el puerto, ellos no embarcaban esclavos; en cuanto el buque de guerra se perdía de vista, los embarcaban y todos los navíos levaban anclas y zarpaban. El crucero solía perseguir al barco equivocado y, al cabo de cien millas, el capitán de éste se burlaba de él, diciendo que se había hecho a la vela como pasatiempo».[847] Además, Londres aún no tenía derecho a registrar y capturar barcos portugueses al sur del Ecuador, aunque en 1833 el Snake interceptó el Maria da Gloria cerca de Río y comprobó que llevaba cuatrocientos esclavos de Luanda, sobre todo niños menores de doce años. El procedimiento tras la detención de un buque era tan engorroso y en ocasiones tan ruinoso que muchos de los esclavos supuestamente liberados morían a causa de los retrasos.
A la larga, la consecuencia fue un nuevo tratado con España mediante el cual ambas armadas podían capturar los barcos que lucieran la bandera de cualquiera de los dos países en los que hubiera equipo apto para la trata, definido cuidadosamente: escotillas con enrejado, que no se cerraban; más separaciones o mamparos en la bodega o en cubierta de las necesarias para un navío dedicado al comercio lícito; tablas adicionales que pudieran colocarse con el fin de formar una segunda cubierta para los esclavos; grilletes, esposas, botes; mayor cantidad de agua en barriles o tanques de la que pudiera beber y usar la tripulación; un número extraordinario de tanques u otros receptáculos para líquidos; más barreños para la comida de los que requería una tripulación normal; una caldera excesivamente grande; una cantidad desproporcionada de arroz u otros alimentos, y más esteras de las habituales en un buque mercante. De hecho, esto permitía a los británicos actuar con más eficacia contra los negreros hispanos. Además, el tratado declaraba con exagerado optimismo que la trata española quedaba «total y finalmente abolida en todo el mundo».[848]
Los diplomáticos ingleses dedicaron mucho tiempo al tratado; habían transcurrido nueve años desde que Canning mencionara el tema y definiera el término «equipo». Sin embargo, como en España, y más aún en Cuba, la promulgación de la ley se retrasó, los tratantes y plantadores de la isla creyeron que nunca se haría respetar.[849] A la sazón la primera guerra carlista estaba desgarrando a España y era inconcebible que Madrid hiciera algo que trastornara a los contribuyentes y mercaderes cubanos. Los negreros cubanos se sintieron alentados por el ejemplo portugués y aprendieron de los norteamericanos, de modo que empezaron a llevar pabellones lusos o estadounidenses para usarlos cuando les conviniera, y algunos incluso cambiaron de nacionalidad; el cónsul inglés en La Habana, Charles David Tolmé, el primer cónsul que hubo allí, informó de que los tratantes pretendían establecer más y mayores factorías en la costa africana a fin de asegurarse un buen y continuo suministro de esclavos, y que disponían de buques con el «equipo» adecuado para transportarlos a través del Atlántico.
Después de la firma del tratado de 1835 la armada británica funcionó con mayor eficacia. De 1830 a 1835, su flota en África occidental capturó diez buques por año, mientras que de 1835 a 1839 el total ascendió a treinta y cinco, casi todos con Cuba por destino.
El tratado establecía también que los desdichados emancipados fuesen asignados al gobierno del crucero que los hubiese liberado, cláusula que permitía a Londres trasladar a los africanos manumitidos a Trinidad o Jamaica. En Cuba se nombró un protector de los esclavos liberados; el primero lúe Richard Madden, periodista, médico y viajero irlandés, que había vivido en Jamaica, donde intentó poner en marcha los cambios que debían asegurar la eficacia de la abolición de la esclavitud, esfuerzo que calificó de farsa en su A Twelve Month Residence in the West Indies During the Transition from Slavery to Apprenticeship (Doce meses de residencia en las Indias occidentales durante la transición de la esclavitud al aprendizaje). Dedicó sus primeros años en Cuba a salvar a los negros emancipados antes de que el tratado de 1835 entrara en vigor; en teoría estos esclavos salvados debían ser enviados a las colonias británicas, pero el capitán general Tacón se negó a dejar que los recién emancipados desembarcaran en La Habana, de modo que en 1837 la armada británica mandó a este puerto su buque de línea Romney, botado en 1815 y apostado en Jamaica. La presencia de este «bastión del abolicionismo en el corazón de la esclavitud», según palabras de Fernando Ortiz (pero también, al menos eso les parecía a muchos, un insulto al orgullo hispano), supuso para los ingleses un recuerdo humillante del fracaso de su política. Tacón prohibió a la tripulación mayoritariamente negra de este buque que desembarcara en Cuba; así, cada tarde, cuando paseaban con su familia por la Alameda de Paula, los prósperos mercaderes cubanos contemplaban este buque aislado.
Por fin, el mismo año en que España firmó el tratado con Gran Bretaña, Portugal abolió formalmente la trata, gracias al marqués Sá de Bandeira, quien, deseoso de crear un nuevo «Brasil en África», presentó un proyecto de ley que prohibía la importación y exportación de esclavos con fines lucrativos, aunque no impedía que los súbditos lusos pudiesen trasladar diez esclavos de un dominio portugués a otro, ni que los importaran al África lusa, transportándolos por tierra. Sin embargo, esta ley resultó de nuevo letra muerta, pues con el pabellón luso todavía podían encubrirse numerosas importaciones ilícitas en Brasil y exportaciones a Cuba.
Tres años después, en diciembre, lord Palmerston, el impaciente y apasionado ministro de Exteriores británico, enfurecido por no poder acabar con la trata brasileña, decidió «cortar el nudo» en lo referente a las patrullas navales, como él mismo dijo, y así permitir que su armada capturara todo buque con bandera portuguesa, donde fuera que estuviese, si lo pillaban con esclavos a bordo o con equipo apto para la trata.
Contradictorio, calculador, con frecuencia vulgarmente nacionalista, fanfarrón y, por encima de todo, débil, Palmerston era quien dominaba la política exterior de su país; se veía como el heredero espiritual de Canning y ciertamente se dedicaba en cuerpo y alma a la abolición de la trata, si bien su posición sobre la esclavitud como tal resultaba ambigua. En la Universidad de Edimburgo, por medio de Dugald Stewart, un discípulo de Adam Smith, había escuchado las opiniones de este último acerca del libre comercio. De niño había viajado por Europa y presenciado la Revolución francesa; pero nunca fue ni a España ni a Portugal, dos países cuya política deseaba cambiar, aunque al parecer leyó el Quijote en español en la escuela.
Ya en 1807, unos meses después de la aprobación de la ley que abolía la trata en Gran Bretaña, fue elegido para el Parlamento; trabajaba duro y obligaba a su personal y a sus embajadores a hacer lo mismo. Un reciente biógrafo suyo insiste en que en realidad nunca le interesó encabezar una cruzada contra la trata y que la patrulla naval que debía borrarla no encubría un gran proyecto imperial; que, de hecho, menospreciaba a africanos y portugueses; que creía que a los reyes africanos «medio desnudos y salvajes» no podía pedírseles que respetaran los tratados contra la esclavitud o de otra índole, y que «la pura verdad es que, entre las naciones europeas, la portuguesa ocupa lo más bajo de la escala moral». Talleyrand, embajador francés en Londres, opinaba que «se apasiona por los asuntos públicos… hasta el punto de sacrificar los intereses más importantes a su resentimiento», o sea, un caso agudo de «exceso de celo». Para Palmerston, «con el tiempo la raza anglosajona se convertirá en amo de todo el continente americano… por sus cualidades superiores, comparadas con las de los degenerados americanos españoles y portugueses». No obstante, afirmaba que Gran Bretaña debía hacer todo lo posible por evitar el engrandecimiento de Estados Unidos.
El fallo en su política con respecto a la abolición del comercio con esclavos fue que nunca se dio cuenta de que los gobiernos con los que trataba —en España, Portugal y Brasil— eran débiles y que ocasionalmente debían gastar todas sus energías en evitar una guerra civil o incluso en ganar una que se estuviese librando, conflictos en los que los británicos, como los franceses, participaban a veces, situación que no lo hacía más tolerante. Tampoco vio que con cada confesión de debilidad interior, el gobierno español se volvía más dependiente de la «siempre fiel» isla de Cuba. España precisaba las inversiones de hombres como Joan Güell, que invirtió su fortuna cubana en la industria catalana, al tiempo que Santander prosperaba porque suministraba harina a Cuba y la regente María Cristina invertía en el azúcar cubano.
Muchos otros funcionarios británicos compartían el desdén que Palmerston sentía por otros pueblos; el encargado de negocios en Brasil de 1838 a 1844, William Ousley, por ejemplo, creía que los brasileños eran «presumidos, mediocres y ostentosos»; su sucesor, James Hudson (conocido como «Hudson el Prisas», mote que le puso Disraeli), decía de los africanos, «pequeños bárbaros que hablan un dialecto de monos», que no podía esperarse que mandaran pedir a África la prueba de que no habían nacido esclavos y aseguró a Palmerston que los gobiernos brasileños eran todos «igual de depravados, corruptos y abominables».
La resolución que impulsó a Palmerston a promover su nueva y agresiva política en 1838 se debía en parte a los argumentos de una nueva escuela de abolicionistas cuáqueros, que opinaba que la flota en África occidental debía retirarse, por ser un fracaso. Entre estos cuáqueros estaba el entusiasta Joseph Sturge, concejal de Birmingham, que había aprovechado la experiencia que le daban sus viajes a las Indias occidentales y a Estados Unidos y que en 1839 fundó la Sociedad Antiesclavista Británica y Extranjera; con esta nueva organización pretendía fomentar con eficacia la abolición de la esclavitud en todo el mundo, como secuela de la de la trata, y se oponía al uso de la fuerza, pues «la extinción de la trata se conseguirá mejor con el uso de medios de naturaleza moral, religiosa y pacífica».
Por la misma época, sir Thomas Fowell Buxton fundó una nueva Sociedad para la Extinción de la Trata. Según Buxton, hijo de un cuáquero, que se casó con una Gurney de Norfolk cuyo padre era cervecero y diputado, se había demostrado la ineficacia de las patrullas navales y sólo debían mantenerse para garantizar el comercio legal; se oponía al uso de la fuerza —a fin de cuentas era medio cuáquero—, pero su principal preocupación consistía en asegurar la regeneración de África mediante el desarrollo agrícola. Creía que Gran Bretaña debía establecer varias factorías a orillas y cerca del Níger, como alternativa a la trata. Los ministros británicos leyeron su influyente obra, The African Slave Trade and Its Remedy (La trata africana y su remedio), publicada en 1838. Al igual que Macgregor Laird, como parte de su campaña contra la trata buscaba ideas positivas para la recuperación moral de África que llevaran, mediante la ocupación, a un concepto de imperio muy lejano de las intenciones de los primeros abolicionistas.
Buxton irritaba tanto al primer ministro, el relajado lord Melbourne, como al rimbombante ministro de Exteriores, lord Palmerston, a quienes también amargaban a menudo hombres como lord Brougham, quien usó su vasto, aunque movedizo, poder para mofarse de sus antiguos amigos en el gobierno: «Hacemos una pausa, vacilamos, palidecemos y temblamos», se burló en una ocasión, «ante la antigua y consagrada monarquía de Brasil, el terrible poder de Portugal y el poder compacto, consolidado y abrumador de España».[850] Con todo, el gobierno aceptó que debía analizar el proyecto de Buxton y para empezar Palmerston ofreció cincuenta mil libras a España por la isla de Fernando Poo, además de enviar, en 1841, una flotilla de tres vapores río Níger arriba, con más de seis millones de cauríes como divisa, a fin de promover la idea del comercio legal; sin embargo, el paludismo y la fiebre amarilla la hicieron fracasar. Charles Dickens se burló de la negociación surrealista de la expedición con el oba de Aboh y la usó como modelo de su señora Jellyby, de Bleak House, cuyos ojos «tenían la extraña costumbre de parecer que miraban a lo lejos, como si… no viesen nada más cerca que África».
Con el argumento de que dada la independencia de Brasil toda trata transatlántica practicada por Portugal era ilegal, Palmerston presentó ante el Parlamento un arbitrario proyecto de ley que daría a la armada británica el derecho a detener a todo navío portugués, así como los barcos que no lucieran bandera ninguna, pues «no tenían el justo derecho de reclamar la protección de ningún país», si se comprobaba que tenían «equipo» apto para la trata.
Pese a los ataques, la Cámara de los Comunes aprobó la ley. Protestó el vizconde de Torre de Moncorvo, el astuto embajador portugués, uno de los pocos diplomáticos de ese siglo que supiera algo de cómo funcionaban los puertos, pues antes de ir a Londres había sido superintendente de Aduanas y Tabaco en el norte de su país. Con gran arrogancia, Palmerston le contestó que su gobierno podía declararle la guerra si le apetecía. La Cámara de los Lores rechazó la ley, gracias a la oposición del duque de Wellington —con quien Torre de Moncorvo se había puesto en contacto—, que creía que este proyecto representaba una afrenta a un antiguo aliado y constituía una violación del derecho internacional.
Sin embargo, en la siguiente sesión parlamentaria se presentó de nuevo el proyecto y lo aprobaron en agosto de 1839, pese al continuo rechazo de Wellington, según el cual más valía declararle la guerra a Portugal que aceptar el derecho de visita generalizado, cosa que daba a la ley un «talante criminal».[851] En cuanto a la posición legal, tenía razón, pero no tuvo en cuenta el hecho de que, como diría en 1849 el comandante Riley a una comisión especial de la Cámara de los Comunes, «cualquiera que haya estado dos meses en la costa reconocerá un buque negrero por sus maniobras; un navío legal se pondrá al pairo cuando uno se lo pide».[852] Francis Swanzy, hombre de negocios, testificó ante otra comisión que «hasta un aficionado puede hacerse una opinión [acerca de cuándo se trataba o no de un buque negrero] por la inclinación del mástil, el color de las velas, lo cuadrado de las vergas y lo bajo de su casco».[853]
En su redacción final, la nueva ley permitía a los capitanes británicos capturar tanto los buques portugueses como los que no tuvieran nacionalidad, que llevaran esclavos a bordo o sólo equipo apto para la trata, si navegaban en las costas de África, ya al sur, ya al norte del Ecuador, en ríos como en alta mar; mandarlos al más cercano tribunal del Vicealmirantazgo británico; desembarcar los esclavos liberados en el asentamiento británico más próximo y entregar capitán y tripulantes a Portugal para que los juzgaran. La definición del «equipo» era la misma que hemos descrito para el tratado con España.
El gobierno de Lisboa ofreció firmar un tratado semejante al anglohispano, a condición de que Londres dejara de exigir el pago de sus deudas, idea que Palmerston rechazó sin pensárselo dos veces. Escribió a su embajador en Londres que debía hacer entender que «la firma de un tratado sobre la trata es un asunto que ahora sólo compete a Portugal…», por lo que Portugal no ofrecía nada.[854] Con su habitual arrogancia, ordenó a la armada que tratara de igual manera y capturara a todo barco negrero brasileño, para mandarlo al Tribunal Mixto anglobrasileño. Pretendía reforzar la flota en África occidental hasta alcanzar catorce navíos en 1841, entre ellos un nuevo y veloz bergantín de diez cañones, el Waterwitch.
El Waterwitch capturó cuarenta negreros, todo un récord. Además, la armada contaba ya con la ayuda de un sistema de espionaje a todo lo largo de la costa africana, compuesto de «servidores de los reyes o jefes locales que nos daban… en secreto… cualquier información que quisiéramos». Los oficiales perspicaces de la armada creían que la trata «ha disminuido a la mitad de lo que era antes», como diría el capitán Denman a una comisión en 1842.
Los barcos brasileños y cubanos tenían que usar la bandera norteamericana si querían eludir a la armada británica, cosa que, hay que reconocerlo, les resultaba sumamente fácil. El presidente Martin Van Burén —«el pequeño mago de Kinderhook», que conoció a Palmerston en 1831, durante el breve tiempo que fue embajador en Londres— se quejó en 1839 al Congreso de esta práctica y exigió una ley más estricta para evitar una situación que permitía que ese año veintitrés barcos (propiedad de Manzanedo, Zulueta y Gómez) zarparan de La Habana enarbolando la bandera estadounidense. Pero el Congreso no se sentía muy dispuesto a dar ese paso, pues la Cámara de Representantes estaba repleta de propietarios de esclavos que no querían siquiera oír mencionar el tema de la esclavitud. Para colmo, en 1837, una crisis financiera frenó casi todas las iniciativas en casi todos los campos. El largo debate sobre si en el distrito de Columbia debía aceptarse la esclavitud puso de manifiesto que los diputados del sur consideraban «fanático» a cualquiera que hablara de la abolición de la esclavitud, como John Quincy Adams de Massachusetts o William Slade de Vermont, aun cuando se quejaran de que camino del Capitolio se habían visto «obligados a desviarse para que una “recua” de esclavos, encadenados entre sí por el cuello, pudiera seguir su caminata hacia el mercado nacional de esclavos». Había ya dos millones quinientos mil esclavos en Estados Unidos, algo que, en opinión de James Henry Hammond de Carolina del Sur, constituía «la mayor de las bendiciones que la amable Providencia ha otorgado a nuestra gloriosa región»; su colega, «Waddy» Thomson, también de Carolina del Sur, llegó a insistir en que la esclavitud era «esencial para conservar la libertad humana», mientras que William Cost Johnson, de Maryland, creía que seguir siendo esclavos era una bendición para los africanos. Los abolicionistas, aun en el norte del país, eran todavía una minoría y hacía poco que en Boston habían obligado a uno de los principales enemigos de la esclavitud, William Lloyd Garrison, a desfilar maniatado por la calle, para burlarse de sus ideales.[855]
Alrededor de 1840 la desconfianza hacia Gran Bretaña era aún mayor en Estados Unidos de lo que había sido en 1824: ¿no estaba el abolicionismo británico activo en Texas? La emancipación en 1833 de los esclavos ingleses causó alarma, pues los plantadores del sur creían que necesitaban más que nunca a sus esclavos y veían en los británicos una amenaza a esta clase de mano de obra, aun cuando fuesen consumidores de su algodón. Por más que Palmerston se esmerara en explicar al embajador de Washington en Londres, o el embajador de Londres en Washington al ministro de Exteriores norteamericano, cómo funcionaba ahora la trata, cómo se conducían los capitanes fraudulentos, cómo usaban su bandera y cuán esencial era que se condenara a todos los buques norteamericanos equipados para la trata, Estados Unidos se negaba siempre a conceder el derecho de registro.
Un curioso asunto puso de relieve el fracaso norteamericano en su actuación contra la trata. En verano de 1839 el teniente Charles Fitzgerald entró en el puerto de Nueva York en el bergantín Buzzard, escoltando al bergantín Eagle y a la goleta Clara, dos buques norteamericanos que había capturado y que llevaban esclavos a bordo. Ambos pertenecían a mercaderes de La Habana; sus tripulantes eran españoles o portugueses, salvo por los capitanes, que reconocieron haber sido «contratados para evitar que los cruceros británicos capturaran y detectaran a los navíos». Dos semanas después acudió otro buque británico, el Harlequin, vigilando otro negrero estadounidense, el Wyoming; al cabo de unos meses, el Dolphin llegó con dos goletas dedicadas a la trata, el Butterfly, construido en Baltimore, y el Catharine. Todos, menos el último, llevaban esclavos a bordo cuando los capturaron, y las seiscientas cucharas de madera y trescientos cincuenta pares de esposas, así como tablas con las que construir una cubierta para esclavos encontradas en el Catharine demostraban claramente el propósito del viaje; por añadidura, el capitán norteamericano llevaba instrucciones de los propietarios sobre cómo convencer a quienes lo abordaran de que los españoles y los portugueses a bordo eran pasajeros.
Pese al apoyo que recibieron los negreros en Nueva York y Baltimore, el presidente Van Burén ordenó al fiscal general Benjamin F. Butler que, de ser posible, los procesara. Butler decidió que no podía enjuiciar a los capitanes de los dos primeros navíos porque los buques pertenecían a españoles; el capitán Fitzgerald zarpó, pues, con ellos y su cargamento, hacia las islas Bermudas, donde el tribunal del Almirantazgo se negó a actuar, y luego, de nuevo al otro lado del Atlántico, a Sierra Leona. Aunque al llegar había perdido al Eagle, el tribunal procesó y confiscó el Clara.
Mientras tanto, en Nueva York, el fiscal acusó al Catharine, al Butterfly y al Wyoming, detuvo a sus propietarios, Robert W. Alien, John Henderson, John F. Strohm y Francis T. Montell, mercaderes de Baltimore, y los llevó a juicio. El juez Betts confiscó el Butterfly y dejó ir al Catharine, so pretexto de que no podía condenarlo por la mera presencia de equipo sospechoso. El juez del Tribunal Supremo, Roger Brooke Taney, fue aún más lejos. Aunque lo habían criado como un aristócrata del sur, tenía esclavos como su predecesor John Marshall, apoyaba la esclavitud como institución y había ejercido de abogado durante años en Baltimore, deploraba una práctica que, declaró, había deshonrado tanto a Baltimore como a la bandera de Estados Unidos, de modo que condenó y confiscó los buques. Esto significó un cambio y parece que durante un tiempo no se vendieron esclavos en esa próspera ciudad.
Dado el escándalo que provocaba el uso frecuente de la bandera norteamericana por los buques negreros, en los últimos meses de 1839 Van Buren mandó cruceros a patrullar las costas africanas, algo que no se hacía desde los años veinte. Esta fuerza tenía dos misiones: primero, como «medida de precaución para proteger los navíos norteamericanos de las molestias indebidas» (resulta fácil adivinar de quién), y, segundo, sólo (o eso parece) «detectar a los extranjeros que ondean, sin la debida autorización, la bandera de Estados Unidos».
Dos oficiales zarparon hacia África: el capitán John S. Paine, en el Grampus, y el comandante Henry Bell —un sureño a quien el almirante Farragut encargaría durante la guerra civil que izara la bandera de la Unión en el Ayuntamiento de Nueva Orleans—, en el Dolphin. Ambos detuvieron a varios buques negreros con doble documentación. Paine convino prudentemente con el comandante de la flota británica, William Tucker, capitán del Wolverene, que detendría a cualquier buque claramente dedicado a la trata que no luciera la bandera estadounidense y esperaría a que acudiera a registrarlo un crucero británico. El comandante Tucker, por su parte, detendría a todo buque con bandera norteamericana sospechoso de ser negrero hasta que Paine acudiera a registrarlo. Cuando Paine informó a Washington de este inteligente plan, se le dijo que era «contrario a los conocidos principios» del gobierno, de modo que tuvo que ocuparse en solitario de los más de cuatro mil quinientos kilómetros de costas. Con esto se retrasaba aún más la colaboración angloamericana.
En aquellos tiempos los oficiales de la armada británica practicaban registros en buques que lucían pabellón norteamericano, justificadamente a su entender e ilegalmente y con arrogancia, a juicio de Washington. Pongamos por caso el Mary, propiedad de Joaquín Gómez, con tripulantes españoles y documentación que probaba que se trataba de un buque negrero hispano; ondeaba la bandera de Estados Unidos cuando lo interceptó el capitán Bond de la armada británica. Andrew Stevenson, el embajador estadounidense en Londres, nacido en Virginia, dijo a Palmerston que a la actitud del capitán Bond «no le faltaba nada para constituir una flagrante y audaz indignidad y muy poco para sumirlo en un acto de abierta y directa piratería».
Palmerston replicó que sabía que «los buques de guerra británicos no están autorizados a visitar y registrar los barcos norteamericanos en alta mar, pero que si se detiene un barco del que existen buenas razones para sospechar que es de propiedad española, y si lo llevan a un puerto donde haya un tribunal mixto británico y español, los comisionados… pueden condenarlo, pese a que navegara con bandera norteamericana».[856] De hecho, hubo numerosos casos como éste, entre ellos los del Douglass, el lago, el Hero, el Tigris, el Seamew, el William, el Francés y el Jones. Todos con su pequeño drama, todos un escándalo internacional menor.
La respuesta de Andrew Stevenson fue: «es mi deber, pues, expresar a Su Señoría, de nuevo y con claridad, la firme determinación de mi gobierno de que su bandera sea la salvaguarda y protección de todos sus ciudadanos… La violación de las leyes de Estados Unidos compete exclusivamente a sus autoridades…». En otra ocasión, Stevenson insistió en que «no cabe la más mínima posibilidad de que se disculpe, ya no digamos que se justifique, el ejercicio de este derecho [de registro]… Nada importa que los navíos estén equipados para la trata o que participen en ella activamente, y por tanto el derecho de registrar o detener a los buques de la trata ha de limitarse a los barcos… de las naciones con las que ha firmado un tratado». Palmerston repuso que no podía imaginarse que Estados Unidos pretendiera en serio que su bandera supusiera un refugio para los negreros y sugirió que se diferenciara entre el derecho de registro y el derecho de visita: «A menos que se adopten algunas medidas para comprobar que los navíos y los barcos son norteamericanos, las leyes y los tratados para la supresión de la trata no pueden hacerse respetar». «Existe el derecho de averiguar de un modo u otro el carácter del navío, y se comprueba con su documentación y no con el color de la bandera que pueda desplegar», insistió.
«Le aseguré en seguida», dijo Stevenson, «que, en ninguna circunstancia podía el gobierno de Estados Unidos consentir el derecho de otra nación a interrumpir, abordar o registrar sus navíos en alta mar». A Palmerston se le antojaba absurdo que un mercante se eximiera de un registro al «izar un empavesado con los emblemas y los colores de la bandera norteamericana… El gobierno de Su Majestad espera que no falte mucho para el día en que el gobierno de Estados Unidos deje de confundir ambas cosas que son por naturaleza absolutamente distintas, para que se fije en las cosas y no en las palabras y para que, al entender la gran y absoluta diferencia entre el derecho a registro que ha sido, hasta ahora, el tema de discusión entre ambos países, y el derecho de… visita que casi todas las demás naciones cristianas se han otorgado mutuamente para la supresión de la trata, se una a la liga cristiana y ya no permita que los buques y súbditos de la Unión participen en empresas que sus leyes castigan como piratería».[857]
Así pues, durante parte de 1841 las relaciones entre Gran Bretaña y Estados Unidos fueron tan malas que Andrew Stevenson informó a Washington que en Londres existía «la impresión generalizada de que la guerra es inevitable». Al mismo tiempo, el general Cass, el anglófobo embajador norteamericano en París, hacía cuanto podía por evitar que Francia estuviese de acuerdo con Gran Bretaña, fuera cual fuese el tema; aplaudió cuando en 1841 Francia se negó a ratificar el Tratado Quíntuple firmado en Londres (entre Gran Bretaña, Francia, Rusia, Austria y Prusia), que establecía que la trata constituía piratería y autorizaba a cualquier buque de guerra que estuviera disponible a registrar todo buque mercante que perteneciera a una de las potencias firmantes «del que se sospeche, razonablemente, que participa en el tráfico de esclavos». Esta negación francesa (debida en parte al resentimiento, una respuesta del ministro de relaciones galo Guizot a su colega británico Palmerston, quien, en un demagógico discurso electoral pronunciado en la ciudad de Tiverton, se había empeñado en criticar la política de Francia en Argelia) impidió que el derecho de registro se convirtiera en una política marítima europea. Por iniciativa propia, Cass había enviado a Guizot una nota en la que advertía a los europeos que no debían usar la fuerza para alcanzar sus objetivos.[858]
Palmerston se esforzó asimismo en ampliar a todo el Atlántico la zona de colaboración entre Gran Bretaña y Francia; pero hasta en esto se vio frustrado, probablemente por influencia del general Cass, aunque también por el trato brusco que dispensaron en diciembre de 1841 los británicos a los tripulantes del Marabout, un buque mercante —que no negrero— nantés. Una oleada de sentimiento antibritánico se apoderó de la opinión pública francesa, alimentada por la prensa; hasta Le Constitutionnel, que siempre había defendido todo lo inglés, insistió el 6 de enero de 1842 en que «la filantropía no es sino un pretexto para la acción británica», y otros periódicos se mofaron de la «santa filantropía» inglesa. Así, en Francia el incidente tuvo consecuencias de lo más adversas para la causa abolicionista, que los defensores de la esclavitud y la trata tildaban todavía de conspiración inglesa.
Al igual que en la relación anglonorteamericana, entre Francia y Gran Bretaña había problemas más graves que la trata. La política con respecto a Egipto, por ejemplo, casi había provocado una guerra entre ellos en 1840. Entre Estados Unidos y Gran Bretaña los problemas incluían la frontera de Maine, el territorio de Oregón, y el incendio del buque estadounidense Caroline en Niágara, en 1837. Todas estas disputas se entrelazaban y lo de la trata no hacía sino acentuar, y mucho, los inevitables resentimientos.
También eran difíciles para Inglaterra las relaciones con Brasil, donde los nuevos gobiernos liberales, que obstaculizaban hasta cierto punto la trata, fueron pronto derrocados, no sin numerosos incidentes entre británicos y brasileños, como, por ejemplo, cuando el teniente Cox, del Clio, llegó a las islas Piuma, a un kilómetro de Campos y unos doscientos cuarenta de Río, y capturó a un buque negrero con trescientos esclavos a bordo; la semana siguiente, cuando Cox y sus hombres se abastecían de agua en Campos, fueron atacados por gentes que trabajaban para los tratantes; hirieron a cuatro marineros y secuestraron a los demás. El encargado de negocios británico protestó y los marineros fueron liberados, pero el ministro de Exteriores brasileño, Aureliano, comentó en tono apasionado que «preferiría que borrasen a Brasil de la lista de naciones a que se viera sometido a la vergonzosa tutela de otra que se arrogara el derecho a interferir imperiosamente en la administración interna de mi país».[859]
En la mente de los brasileños la continuación de la trata estaba ligada cada vez más a la soberanía y a la supervivencia nacionales, e incluso los ministros deseosos de disminuirla, que no aboliría, o que sentían amistad hacia Gran Bretaña, tuvieron que evitar dar la impresión de estar cediendo ante esta potencia.
La trata con Cuba parecía ir en aumento. En 1837, por ejemplo, David Turnbull, un abolicionista inglés que había viajado a las Indias occidentales, incluyendo Cuba, creía que de los setenta y un buques negreros que se dedicaban a la trata en las costas de la isla, cuarenta eran portugueses (aunque probablemente fuesen propiedad de cubanos); diecinueve, españoles; once, norteamericanos, y uno, sueco; añadía que algunos se habían construido en Liverpool y que «hace poco se han alzado dos espaciosos almacenes para la recepción y venta de africanos recién llegados… bajo las ventanas de la residencia de Su Excelencia [el capitán general], uno con capacidad para mil y el otro para mil quinientos esclavos… Están llenos en todo momento».[860] Por la misma época el comandante británico que patrullaba la costa, el capitán Tucker, informó que el capitán general hispano recibía dieciséis dólares por cada esclavo desembarcado; el comandante de la armada, cuatro; el recaudador de aduanas, siete, y otros funcionarios, algo menos. A la sazón los esclavos costaban más de trescientos dólares.
Gran Bretaña seguía empeñada en presionar a España. A finales de la quinta década pidió un censo de todos los esclavos en Cuba e insistió en que se confiscaran cuantos hubiesen llegado después de 1820. En Madrid, el Consejo de Estado español rechazó el plan por considerar que supondría «renunciar a la autoridad del gobierno de una nación libre e independiente, así como confesar públicamente su impotencia». Continuaba con una ofensiva intelectual: ¿no habían importado esclavos todas las naciones blancas en su tiempo?, y hacía uso por primera vez de un argumento que se repetiría sin cesar: «¿no había sido siempre mejor la situación [o sea, el trato dispensado a los esclavos] en las colonias hispanas que en las otras?». El incremento de esclavos en Cuba, agregaba faltando a la verdad, no tenía nada que ver con la trata, sino que «se deriva del matrimonio y la crianza de esclavos», al igual que en Estados Unidos.[861]
Además, el Ayuntamiento de La Habana aseguró que si se hacía un censo como el que pedía Londres, los criollos se rebelarían. Mariano Torrente, economista y escritor, alegó que el nivel de vida de los esclavos españoles era mucho más favorable que el de los campesinos de Europa. ¿Qué derecho tenía Gran Bretaña, que había pagado tan escueta recompensa a España, a pedir la destrucción de la enorme inversión en sangre y dinero en las Antillas? Evidentemente, habiendo destruido su propia prosperidad en Jamaica, ahora quería hacer lo mismo con Cuba.[862] Fueron muchas las personas que formularon comentarios semejantes, sin duda con la aprobación del nuevo capitán general de la isla, general Joaquín de Ezpeleta y de su sucesor, el general Pedro Téllez Girón, príncipe de Anglona, que ostentaron el cargo apenas tres años entre los dos, de 1838 a 1841. Resulta obvio que, igual que en 1817, el gobierno español ordenó a sus representantes en Cuba no hacer caso del tratado. Así lo manifestó el general Tacón, en otra parte de la extraordinaria carta a la que ya nos hemos referido, escrita en 1844: el gobierno no dejó dudas de que lo que quería era resistir tanto como pudiera a la exigencia de «Su Británica Majestad» para que se impidiera la continuación del incumplimiento del primer tratado.[863] Así pues, no es de extrañar que los funcionarios cubanos se mostraran obstinadamente hostiles a la agresiva filantropía británica.
Mientras el capitán general Ezpeleta ostentaba el cargo en Cuba, el papa Gregorio XVI entró en la controversia acerca de la esclavitud y en 1839 publicó una bula que, con lenguaje propio de un puro abolicionista, prohibía a los cristianos participar en la trata. En ella se quejaba de que los negreros trataban a los esclavos «como si fuesen verdaderas e impuras bestias» y los acusó de fomentar guerras a fin de tener cautivos que vender. Por tanto excomulgaría a quienes comerciaran con esclavos. Por fin, en 1840 la Gaceta de Madrid publicó la bula y el cónsul británico Tolmé pidió que se hiciera lo mismo en Cuba. El capitán general, príncipe de Anglona, se negó; todo esto resultaba tan asombroso para un cónsul de Inglaterra como para el representante del rey católico.
Al principio el siguiente capitán general, Jerónimo Valdés —un asturiano cuya amistad con el nuevo dictador liberal de España, general Espartero, al que apoyó en el golpe de 1840, le valió el nombramiento en Cuba—, parecía deseoso de cumplir con el espíritu de la bula. En 1808, cuando estudiaba Derecho, participó en el alzamiento contra los franceses en Oviedo y más tarde fue jefe del Estado Mayor del último virrey que combatió la independencia peruana; tras años de luchar en los duros valles y las montañas aún más duras de lo que Bolívar denominó esa «cámara de horrores», estuvo al mando de la mitad del ejército monárquico que sufrió tan terrible derrota en Ayacucho en 1824. Llegó a Cuba en 1841 a los cincuenta y siete años e informó de inmediato a los tratantes de que, transcurridos seis meses, confiscaría todo buque negrero que atracara en cualquier puerto de la isla. Esta declaración, la primera hecha en este sentido por un funcionario español de su rango, le convirtió en el niño mimado de los británicos en La Habana, al menos durante unos meses. Pero en octubre de 1841 cambiaron de opinión al enterarse de que Valdés había recurrido, como lo habían hecho sus predecesores, a la débil excusa de que sólo podía actuar contra los tratantes en alta mar y no en la isla. Pese a esto, capturó algunos esclavos importados ilegalmente y les envió copias de sus propias instrucciones de respetar la ley, cosa que no había hecho ningún funcionario de Cuba. En marzo de 1842, un barco de la armada hispana llevó incluso a un negrero capturado al puerto de La Habana, y en junio Valdés declaró ilegal la compra de barcos en el extranjero y su registro como españoles, lo que constituía un fuerte golpe a la costumbre de adquirir excelentes y veloces navíos en Baltimore. Ahora bien, Valdés era un estratega y un patriota, no un idealista; su actitud se debía a lo que consideraba la necesidad de dar la impresión de estar cediendo a por lo menos algunas exigencias de Londres, a fin de evitar que el aparentemente destructivo abolicionismo de Gran Bretaña le derrotara, con el consiguiente riesgo para España de perder Cuba.
Con todo, la idea de acabar con la trata provocó inevitables quebraderos de cabeza a este responsable capitán general. Se debatió con preguntas como si los plantadores debían hacer entrega de los esclavos recién comprados, caso de que los descubrieran; de si se podía efectuar un registro oficial de las plantaciones en busca de africanos importados, y de si debía detener a todos los que participaban en una expedición negrera o sólo al capitán y al propietario del buque. En marzo de 1843 planteó éstas y otras preguntas en un memorándum a Madrid, pero nunca recibió respuesta.
Para entonces se había convertido en el blanco de los ataques de los tratantes; al toparse por primera vez con un gobernador que no estuviese dispuesto a colaborar con ellos y aceptar sus sobornos, montaron una feroz campaña contra él en Madrid. Una muestra de los incontables documentos que los apoyaban: en 1842 la Diputación de Santander anunció que, cuando de todas partes del reino se alzaba un sentido clamor contra las exigencias del gobierno británico, que, so pretexto de humanidad, pretendía arruinar las Antillas españolas, la Diputación no podía por menos que unir su voz a la de tantos que sentían la sangre de Castilla correr por sus venas. De hecho, como escribió a Palmerston el embajador de Londres en Madrid, Aston, el gobierno español dependía todavía «enteramente de los ingresos de esa isla para satisfacer las apremiantes exigencias del Estado». También se suponía que detrás de la defensa británica de la abolición se ocultaba realmente la intención de conquistar la isla; así, Gaspar Betancourt Cisneros, un ilustrado plantador, escribió a su amigo, el escritor Domingo del Monte, que Gran Bretaña tenía la fuerza, el conocimiento y la voluntad de conseguir el fin de la trata y que, si no lo hacía, era porque pensaba alcanzar sus siniestros designios por medios siniestros.[864]
Entretanto, asombrosamente, el abolicionista David Turnbull había sido nombrado cónsul en La Habana. Había sido corresponsal del Times en Madrid, donde el astuto embajador británico George Villiers (quien había negociado, con gran paciencia, el tratado de 1835) despertó su interés por el problema de la trata. La personalidad de Turnbull era difícil de calibrar; su colega en Estados Unidos, Campbell, le describió como «un tipo quebrado de Glasgow, con más presunción que talento, un gran fanático que no hace caso de la verdad». Los españoles veían en él a un archivillano. Valdés le odiaba, pues Turnbull le había acusado de estar tan dispuesto como sus predecesores a aprovecharse de la trata. Según Richard Cobden, el apóstol británico del libre comercio, interfería en los asuntos cubanos a tal punto que «más que nada está amargando los sentimientos de Cuba y España». Para los abolicionistas, en cambio, era un héroe y hasta un mártir.[865]
Por supuesto, éstos eran tiempos de nerviosismo en Cuba; los esclavos estaban inquietos y habían estallado revueltas en varias plantaciones. La trata disminuyó a principios de los años cuarenta, en parte, como veremos en el capítulo treinta y cuatro, debido a la competencia de Brasil. Los españoles acusaron a Turnbull, como habían acusado al doctor Richard Madden, de exagerar los hechos en sus informes, de tratar de provocar una revuelta de esclavos, de alentar a los emancipados a reclamar su libertad ante el consulado y hasta de incitar a sus amigos criollos a declarar una república abolicionista bajo protección británica. Algo de esto era cierto y es probable que consiguiera la libertad de unos dos mil emancipados.
A modo de respuesta, Palmerston insistió no sólo en que España no tenía derecho a pedir la destitución de Turnbull sino también en que Londres deseaba poder destituir a todos los funcionarios cubanos, empezando por el capitán general. Las opiniones de Turnbull, declaró, eran las de la nación británica en su conjunto. Este enfoque arbitrario asombró a los españoles; sin embargo, a pesar de que todos lo veían como un hombre empeñado en fomentar una revuelta de esclavos, Turnbull permaneció un año más en el cargo, hasta que en junio de 1841 le despidió el prudente sucesor de Palmerston, lord Aberdeen, que dijo al embajador hispano en Londres que de momento no insistiría en lo del censo de esclavos. Por su parte, al preguntarles lo que pensaban del plan de Turnbull, Valdés se granjeó el antagonismo de los plantadores, quienes se opusieron por abrumadora mayoría a nuevas concesiones. ¿Quién quería en La Habana a un «metodista fanático» que fuese a la vez juez, acusador e instigador de revueltas de esclavos?
Antes de irse, Turnbull, que se había refugiado en el Romney, una carraca inglesa anclada en la bahía de La Habana, declaró que la indignación pública no tardaría en barrer el degradante espectáculo de la esclavitud en las Antillas. El capitán general Valdés sugirió serenamente que alma tan humanitaria debería prestar más atención a Irlanda y a India que a los países extranjeros. En su opinión el plan de Turnbull equivaldría a abandonar la isla y él, un veterano de la lucha contra la independencia peruana, prefería dimitir antes que tener algo que ver con tal rendición.
De hecho, y él lo sabía, en Cuba se producían ya algunas manifestaciones contra la trata. José de la Luz y Caballero, director de la Sociedad Económica y filósofo popular, se oponía a ella; lejos, en París, el exiliado historiador José Antonio Saco no cesaba de publicar documentos sobre el mismo tema. Luego, Domingo del Monte, nacido en Venezuela y amigo del doctor Richard Madden y del cónsul Turnbull, alegó que España sólo permitía la continuación de la trata desde África para evitar una rebelión de los criollos; por tanto, veía en la trata un instrumento de opresión hispana.
También en Madrid el ambiente empezaba a cambiar. Dos miembros de la Sociedad Antiesclavista Británica y Extranjera visitaron al economista Ramón de la Sagra y le convencieron con sus argumentos; De la Sagra escribió, pues, una carta publicada en diciembre de 1840 en El Corresponsal, pidiendo la supresión de la trata como paso hacia la abolición de la esclavitud misma. Los cubanos, alegó, haciendo eco a Adam Smith, se equivocaban al creer que la mano de obra de los esclavos era superior a la de los hombres libres.
Turnbull había sido nombrado «superintendente de los africanos liberados» en las Bahamas. En 1842 regresó a Cuba en una goleta, con unos negros británicos libres; pretendía liberar a unos negros de las Bahamas que en su opinión habían sido secuestrados. Desembarcó cerca de Gibara, en la costa septentrional, pero en esta ocasión le acusaron explícitamente de querer organizar una rebelión de esclavos, le detuvieron y deportaron y le advirtieron que no regresara jamás. Quizá tuvo suerte de que no lo ejecutaran, cosa que muchos españoles pidieron. Lord Aberdeen, de quien hablaremos más adelante, suprimió el cargo de Turnbull, aunque le nombró juez del Tribunal Mixto angloluso en Jamaica por siete años.
A fin de apaciguar a sus críticos tras lo que el mundo tomó por una modesta victoria de la presión de Londres, España aprobó en 1842 un nuevo código sobre la esclavitud. Por un lado era más severo que el anterior: los esclavos de una plantación no podían visitar a los de otra; la jornada laboral sería de dieciséis horas en época de cosecha y de diez el resto del año. Por otro lado, contenía algunas concesiones: los esclavos que delataran una conspiración serían manumitidos; los ancianos sin medios de manutención serían mantenidos por los amos para los que habían trabajado. En un esfuerzo para que los esclavos domésticos trabajaran el campo el gobierno impuso un gravamen de un peso por criado.
Frente al continuo obstruccionismo brasileño, español o cubano y a las complejas actitudes de Francia y Estados Unidos, el gobierno británico había ido cambiando su enfoque del problema de la trata en África. Hemos visto que ya había firmado tratados que incluían cláusulas contra la trata con tres potentados de África oriental, el rey del Madagascar oriental, el sultán de Zanzíbar y el imam de Mascate. Entonces, ¿por qué no ampliar esto a África occidental?, pensó John Backhouse, del Ministerio de Exteriores, y los oficiales de la armada apostados en esa zona recibieron órdenes de iniciar negociaciones para conseguirlo.
La primera oportunidad de poner las nuevas medidas en vigor surgió en circunstancias sorprendentes. En 1840, a petición del gobernador de Sierra Leona, el capitán Joseph Denman, aquel resuelto oficial al que ya hemos mencionado, hijo del presidente del Tribunal Supremo, desembarcó con los marineros de tres buques de guerra, los bergantines Wanderer, Rolla y Saracen, de dieciséis cañones, en la base de la trata española del estuario del río Gallinas, obligó al rey local a aceptar su intervención, destruyó los más importantes barracones en Dumbocorro, Kamasura, Chicore y Etaro y liberó a los ochocientos cuarenta y un esclavos encerrados en ellos. Palmerston estaba encantado: «Tomar un nido de avispas es más eficaz que capturar a las avispas una a una», proclamó triunfante. Mientras Denman quemaba los barracones, los africanos de la zona se hicieron con las provisiones de los bergantines, incluyendo las que pertenecían a la célebre señora Lightburne, de la que hablaremos en el próximo capítulo: prendas y tejidos de algodón y lana, por supuesto, pero también pólvora, aguardiente y otras mercancías. Los mercaderes españoles huyeron río arriba. Gracias a esta intervención, el hijo del rey de la zona firmó el primero de los nuevos tratados.
Esta acción impresionante conmocionó a todos en la costa africana, y más aún cuando otros oficiales de la armada británica siguieron el ejemplo de Denman: el capitán Blount, río arriba; el capitán Nurse, en una factoría negrera en el río Pongas, al norte de Sien a Leona; el capitán Hill, en el barracón «del señor François», en Sherbro; en la isla de Coriseo, frente a Gabón, el comandante Tucker se hizo con mucha mercancía y capturó al factor Miguel Pons, y en Ambriz y Cabinda, en Loango-Angola, el capitán Matson destruyó ocho barracones propiedad de tratantes brasileños y españoles. Cuando una comisión de la Cámara de los Comunes preguntó al capitán Matson cómo sabía que uno de los mercaderes era negrero, su cáustica respuesta fue que «la única prueba fue encontrar esclavos encadenados en las factorías».[866] Cuando en Londres Juan Tomás Burón acusó a Matson de invadir su propiedad, explicó que los esclavos eran cuatro mil, valorados en cien mil libras.
Con la influencia de Denman, varios reyes de la costa firmaron tratados mediante los cuales se abolía la trata a cambio de una modesta compensación; se efectuaría un «vigilante, constante e incansable bloqueo», seguido de la quema de los barracones. Más tarde, el capitán Matson recordaría que había recibido órdenes de «intentar conseguir el visto bueno de los jefes nativos para destruir los barracones de esclavos que encontráramos; en algunos casos, debíamos hacerlo aunque no tuviéramos permiso. Sin embargo, nunca nos costó obtener el consentimiento, gracias al pago de una mínima subvención, y [así] destruimos la mayoría de los barracones en la costa».[867]
Estas acciones también provocaron conmoción en La Habana, donde, según el cónsul británico, los tratantes parecieron «quedarse paralizados cierto tiempo… Venían a expresarme gran pesar y remordimiento por haberse dedicado a tal empresa, y esperaban que si se dedicaban al comercio legal harían mucho bien».
Entretanto, al recuperar los ciudadanos de Nueva Inglaterra el control de la política exterior de Estados Unidos, las relaciones anglonorteamericanas mejoraron por fin. Daniel Webster, un gran orador, fue nombrado secretario de Estado y en la legación de Washington en Londres Edward Everett, de Harvard, sustituyó al virginiano Andrew Stevenson. Es cierto que Webster creía que, como la esclavitud acabaría por desaparecer, no valía la pena hablar de ella, pero esto no obstaculizó su eficacia como político.
Mientras tenían lugar estos hechos, el austero, culto y sutil lord Aberdeen sucedió a Palmerston al frente del Ministerio de Exteriores. Según Gladstone, sus asombrosos rasgos expresaban «una naturaleza carente de toda tendencia a la suspicacia», que en algunos aspectos le hacía más diplomático y eficaz que Palmerston en lo referente a la trata. A diferencia de su antecesor, quien despreciaba a españoles y portugueses, trató de entenderlos; comprendía el punto de vista de los brasileños y nunca les amenazó. Pero no por esto cedió en nada. Gladstone le veneraba. Su única obra publicada, An Inquiry into the Principles of Beauty and Grecian Architecture (Investigación sobre los principios de la belleza y la arquitectura griega), le diferencia de los demás estadistas de su época.
El nuevo embajador de Londres en Washington era el experimentado Alexander Baring, ahora lord Ashburton, ilustrado banquero y director del banco Baring que ya en 1818 había hablado de la trata en la Cámara de los Comunes y al que ya hemos mencionado. Fue funcionario del gobierno de Peel en 1834 y poseía la enorme ventaja de haber conocido los Estados Unidos de la época de Thomas Jefferson. Ni Aberdeen ni Ashburton abandonaron el objetivo de Palmerston, si bien cambiaron de lenguaje; así, Aberdeen sugirió que los oficiales de la armada renunciaran al derecho de visita de los buques mercantes norteamericanos cuando sólo sospecharan que llevaban esclavos y que ofrecieran una indemnización si había invasión de propiedad. Con todo, reafirmó el derecho de los británicos a visitar aquellos navíos de los que se sospechaba que fueran españoles aun cuando ondearan pabellón norteamericano. La diferencia entre lo que planteaban Palmerston y Aberdeen era nula, pero sus estilos contrastaban muchísimo.
El tratado Webster-Ashburton de 1842, referido sobre todo a disputas sobre fronteras, fue una muestra de la nueva atmósfera de reconciliación entre Gran Bretaña y Estados Unidos. Con él ambos países se comprometían a «mantener en servicio en la costa de África una flota o fuerza naval cuyos navíos, suficientes en número y de descripción adecuada, lleven no menos de ochenta cañones, con el fin de hacer respetar por separado y mutuamente las leyes, los derechos y las obligaciones de cada uno de los dos países para la abolición de la trata». El tratado estaría en vigor hasta que una de las partes quisiera abrogarlo, pero un mínimo de cinco años. Uno de los primeros borradores establecía que los buques de las dos armadas debían patrullar las costas africanas a pares, siguiendo el acuerdo a que habían llegado el teniente Paine y el comandante Tucker en 1839. Pero esta idea se malogró por la continua insistencia británica en apresar a los marineros hallados en buques neutrales en tiempos de guerra, y el texto final contenía apenas el piadoso entendimiento de que las dos fuerzas colaborarían entre sí «caso de ser necesario». Con todo, el tratado tenía sus enemigos en Washington, entre ellos el senador Thomas Hart Benton («El Viejo Lingote»); en el periódico Morning Chronicle, Palmerston, ahora en la oposición, tachó al tratado de «débil», y en un impetuoso discurso en la Cámara de los Comunes deploró que Ashburton fuese «medio yanqui», y que su lealtad fuese para con Norteamérica.
Aberdeen estaba dispuesto a reprochar a Palmerston su actitud hacia Estados Unidos: «Creo que Estados Unidos tiene motivos para quejarse», dijo. Sin embargo, durante varios años, en la intimidad de las legaciones y las oficinas gubernamentales, en el Congreso y en el Parlamento, así como en la prensa, siguieron las discusiones acerca de la naturaleza exacta del derecho de visita.[868]
Finalmente, en 1842 el fiscal general de Aberdeen presentó un informe en el que opinaba que las actividades de Denman y otros oficiales de la armada, es decir, la destrucción de los barracones, no podían justificarse con arreglo a una «perfecta legalidad».[869] De hecho, lo que hacía era confirmar con otras palabras la sentencia emitida veinticinco años antes por sir William Scott. De modo que Aberdeen tuvo que ordenar a la armada que se «abstuviera de destruir factorías esclavistas y de llevarse a las personas esclavizadas».
Esto disgustó a los capitanes; según Matson, este cambio suponía hacer el juego a los tratantes; en 1848 dijo, en tono amargo, a los miembros de una comisión de la Cámara de los Comunes que se daba a los africanos la impresión de que «se había producido una revolución en Inglaterra; que el pueblo se había alzado y obligado a la reina a destituir a Palmerston porque éste deseaba suprimir la trata; que ahora había una revolución en Inglaterra para obligar a la reina a continuar con la trata».[870] En África los tratados que los funcionarios y la armada se habían empeñado en conseguir corrían peligro.
No obstante, los negreros, buques y hombres, se enfrentaron a principios de los años cuarenta a nuevos impedimentos; los franceses también mantenían una fuerza en África occidental, a veces tan numerosa como la británica, aunque se limitaba a la disuasión; así, entre octubre de 1842 y marzo de 1843, tres buques de guerra galos «visitaron» veinticinco barcos, veintitrés de los cuales eran británicos; uno, sueco, y uno, de Hamburgo. Abundaban los incidentes. Por su parte, Estados Unidos tenía sus propios buques, al igual que los españoles y los portugueses; estos últimos se sentían, en contadas ocasiones, obligados a intervenir, al menos cara a la galería y lo mismo ocurría con la diminuta armada brasileña.